Capítulo 101 - Gloriosa Asunción de María, Madre de Dios, en cuya gloria entró como un diluvio que alegra la ciudad santa, agosto de 1638.
[697] Al meditar en la muerte y Asunción de la Madre de Dios, quise pensar en su amor, que la apremiaba, con deseos indecibles, a ver a su Hijo y su Dios, cuyo anhelo era también ver a su Madre. Esta cierva herida por la flecha del amor ansiaba la fuente de fuerza y de vida, que era un mar, que ya una vez se encerró en sus entrañas virginales, si se me permite decir que el mar inmenso e increado retrocedió y se abrevió para penetrar en el seno de María, Madre creada y limitada, siendo el misterio de anonadamiento, es decir, la Encarnación. En este día se convierte en un diluvio de gloria; es decir, en el mar creado en medio de los años eternos. Dios fue el autor de esta obra maestra. Como la eternidad no tiene principio ni fin, podemos referirnos a la Asunción como una obra divina que Dios vivificó en medio de sus años eternos. Se trata de una cuestión no sólo temporal, sino de eternidad, porque como todo fue hecho para su Hijo, y su Hijo le pertenece, todo, en consecuencia, es también de María. En este día entra en posesión de un diluvio de gloria, diciendo a Dios: Todas tus olas y tus crestas han pasado sobre mí (Sal_42_8). Oh Dios incomprensible. Tu esencia simplísima e inmensa se derramó sobre mí, y todos tus atributos personales son ríos que rodean, envuelven, penetran y anegan mi alma y el cuerpo sagrado de mi Hijo, tomado del mío. Me veo colmada de alegría, sentada a la derecha de la gloria. Mi alma se derrite en sagrados deleites junto con la suya, viéndome con él en el tabernáculo admirable. Un abismo de grandeza ha colmado a otro abismo de bajeza; la voz de las cataratas de sus liberalidades divinas me ha transportado hasta los montes del empíreo, por encima de los coros [698] de los ángeles. Me veo rodeada de la encantadora belleza de los bienaventurados, que sólo es la orla de su vestidura exterior. Mi fondo de gloria es indecible en razón de su excelencia. ¿Quién podría expresar la gloria divina que este hijo de amor ha concedido a su Madre, cuya heredad eterna quiere ser él mismo, ya que nadie puede decir con tanto derecho como la Madre del Hijo de Dios: El Señor es la parte de mi herencia y de mi copa, tú mi suerte aseguras? (Sal_16_5).
Los lazos que ligaban el cuerpo y el alma de María fueron desatados bellamente, porque el amor los deshizo sólo un poco de tiempo para volverlos a unir por toda la eternidad. La muerte no se mostró a la Madre de la vida con su fealdad desencarnada, sino bajo la forma e imagen del sueño solamente tres días, utilizando respetuosamente el poder que el Hijo y la Madre le confirieron. Así como no se atrevió a abordar al Hijo hasta que él le hizo seña de acercarse, inclinando la cabeza para entregar su espíritu a su Padre, tampoco se acercó hasta que María exclamó: Hijo mío, escucha mi oración; que vaya a contemplar tu gloria en tu Louvre celestial en espera de que vaya mi cuerpo; o mejor, hasta que tú y yo vayamos a buscarlo dentro de tres días, porque así lo quieres, deseando que tu Madre sea honrada con tu mismo honor. Tú eres mi corona y mi gloria; mi cítara, mi salterio y mi arpa. Tú eres la grandiosidad de mi triunfo, tú eres mi trono; tú, que estás con tu Padre y el Espíritu Santo, eres mi soberano bien. Me pierdo al entrar en el diluvio de la gloria. El Arca de Noé fue levantada por encima de las montañas de quince codos. A mi vez, soy ensalzada por encima de los santos y de los ángeles, porque una Madre glorificada por su Hijo está por encima de sus servidores. Tú eres mi Hijo-Dios, y yo tu Madre Virgen, a la que comunicaste gracias singulares yendo de camino. Así como la colmaste de gloria sin par en el tiempo, exclamo ahora llena de felicidad: Glorifica mi alma al Señor y se alegra mi espíritu en Dios mi salvador (Lc_1_46).
En la grandeza de tu divinidad te dignaste mirar con amor mi bajeza, a fin de que todas las [699] generaciones humanas, aunadas a los coros de los ángeles, pudieran llamarme bienaventurada, concediéndome tanta grandeza para que pudiera mandarte en calidad de Madre. Te dignaste elevarme hasta la divina maternidad en el camino, y ahora al terminarlo me haces sentar a tu derecha en el trono de grandeza en el que tu altísima y humilde majestad me rinde honores que toda la elocuencia de los ángeles y los hombres sería insuficiente para expresar. Al engrandecerme, tu nombre es alabado y santificado. Todos los ángeles y los hombres pueden decir: Este Hijo, que es Dios, honra divinamente a su Madre; siendo Señor de todas las leyes, que fueron hechas por él en cuanto Dios, se hizo hijo de esta Virgen para observar sus propios mandatos. No quiso eximirse de la sujeción que mandó a los hijos hacia sus madres. Encuentra un placer inefable en estar sujeto a la suya, honrándola con su mismo honor, en proporción a la dignidad que quiso conferir a su divina maternidad. Asuero, deseando honrar a Mardoqueo, mandó que el primer ministro de su corte proclamara a voz en cuello las alabanzas que su majestad consideró dignas de él, complaciéndose en alabarlo de esta suerte, y haciendo pregonar: ¿Qué debe hacerse al hombre a quien el rey quiere honrar? (Est_6_6). El Verbo Encarnado quiere que su Madre sea honrada con su mismo honor por ser su augusta Madre. El mismo la conduce a su trono, que está al lado del suyo y que es más augusto que el que Salomón mandó edificar a su lado para en él se sentara Betsabé, su madre.
El no rechaza sus peticiones a favor de sus hermanos, a los que da su reino sin disminuir la gloria de su corona y sin causar división en su inmensidad, dándoles parte en su reino, que no puede ser dividido ni desolado. El es tan infinito como inmenso; rey de reyes y Señor de señores, [700] al que toda criatura rinde homenaje. Suyo es el reino de David y reinará en Jacob eternamente, teniendo a su lado a la compañera de su gloria, cuya frente ciñó con la corona del reino, dándole el cetro de Judá que recibió por su medio cuando se encarnó en sus entrañas. Al hacerse hijo suyo, se convirtió en rey de Judá y heredero legítimo de David, que por derecho divino y humano se sienta sobre su trono. El es el fruto del vientre virginal, que está coronado y ensalzado sobre todos los cielos, convirtiéndose en el cielo supremo así como su Madre es la tierra sublime elevada a su derecha, revestida del oro brillantísimo de su divino amor, que la colma y la rodea como un torrente o un mar de gloria que parece un diluvio a los bienaventurados. Todos al verlo se alegran, contemplando a su Reina elevada al trono imperial junto al Dios de la gloria en su dignidad de Madre honorabilísima, a la que él está sujeto porque así lo quiere. Todos los santos del cielo exclaman al unísono con el Rey profeta: Más imponente que las ondas del mar, es imponente el Señor en las alturas (Sal_93_4).
Capítulo 102 - La gloria de la Virgen puede alegrar a las almas que están tristes, si la consideran en la plenitud de la alegría por encima de todas las criaturas. Ella penetró en un diluvio de gloria en el día de su Asunción, 15 de agosto de 1638.
[701] Viéndome abrumada por diversas aflicciones, me retiré, según mi costumbre, a llorar con Dios o desahogar mi corazón en su presencia, lamentando mis imperfecciones por no haber correspondido a las gracias del cielo, diciendo: Me pusieron a guardar las viñas, mi propia viña no guardé (Ct_1_6). El largo tiempo de oposiciones y resistencias a mi proyecto de fundación me parecía ya muy pesado. Me dirigí a la Virgen, mi apoyo y mi esperanza, protestando que aunque seguía viéndome en un mar de tristezas, me alegraba la grandeza de su gloria, que recibía en este día.
A través de este pensamiento fui iluminada para comprender un poco el exceso de gloria de esta admirable Virgen. Comprendí que Dios, en el día de la Asunción, realizó un sagrado diluvio de gloria, en el que la Virgen fue santamente sumergida sin ser anegada. El día de la Encarnación el diluvio de la divinidad y de la gloria penetró en María; en el día de la Asunción, en cambio, el mar María penetró en el mar de la divinidad, en las profundidades y crestas de la gloria.
Ella encerró y contuvo el mar de la divinidad en la Encarnación; pero en la Asunción, se extendió hasta lo infinito en la inmensidad de la divinidad, que se engrandeció en dicha dilatación, derramando un torrente de gloria a través de la Virgen, que se acrecentó con la inundación de sus olas. Son éstas las admirables elevaciones de María en el mar de su gloria, que son una manifestación de la esplendidez de Dios, que obra tales comunicaciones de sí mismo y de su gloria en una simple criatura: Más imponente que las ondas del mar, es imponente el Señor en las alturas (Sal_93_4).
[702] Dios hizo que lloviera durante cuarenta días, enviando un diluvio de justicia que remontó sus olas por encima de las montañas más altas. En este día envía un diluvio de gloria y de gracia por medio de las inundaciones y desbordamientos, por así decir, de sus comunicaciones, que continuarán toda la eternidad, elevando a María en gloria por encima de las más sublimes y excelentes criaturas. El diluvio de gracias se obró en el tiempo, cuando el Verbo, que procede como un mar del seno de su Padre, se derramó y difundió en el seno de María, reduciendo su inmensidad a esa dimensión. La gloria de María es obra de la eternidad y el trabajo y cuestión de todos los siglos que se emplearon y se emplearán en difundir la gloria de María. ¿No es maravilloso que el diluvio de un mar se haya realizado en un instante en la Virgen, reduciendo su inmensidad a su seno virginal cuando el Verbo se hizo hombre?
El Verbo se compendio en María. Fue además una gran maravilla que un mar lanzara sus olas una detrás de la otra, extendiéndose según la multitud de sus aguas. El realizó una vastedad grandísima, casi infinita, necesitando un tiempo de duración eterna para hacer que se derramara. Es admirable, como ya dije, contemplar el mar esencial de la divinidad retirarse y centrar su inmensidad en un punto inconcebible, colmando el seno de María y recogiéndose en él en un instante. En este día los ángeles y los hombres admiran el prodigio que Dios quiso realizar admitiendo a María en el mar de su divinidad y de su gloria. La sumerge en este océano, que, por estar contenido en su inmensidad, sólo puede difundirse por completo a través de la eternidad: Todas tus olas y tus crestas han pasado sobre mí (Sal_42_8), exclama la Virgen, al ver a las tres personas de la Augustísima Trinidad verter en ella las crestas de sus amores y benevolencia, introduciéndola en su inmensidad para glorificarla por medio de comunicaciones inefables en una eternidad sin fin. Cada una de ellas la contempla en una relación particular: el Padre, como hija suya; el Hijo, en calidad de Madre y el Espíritu Santo como su esposa. Así como las tres personas estuvieron activas en el primer diluvio que se obró en ella por el confinamiento y la difusión de la divinidad en medio de los años, así trabajan en el diluvio de gloria que se obra en ella y en el engrandecimiento e inmensidad adquiridos por ella, mediante una inefable dilatación de las potencias de María que tiene lugar en el gozo de la inmensidad de la [703] divinidad, que no terminará jamás. Dios se comunicará por siempre a ella, y ella se dilatará, perdiéndose y abismándose por siempre en Dios. Aunque la gloria esencial de los santos se da sin acrecentamiento, sus anhelos y alegrías les parecen siempre nuevos. Podemos decir que las comunicaciones tan particulares que tiene la Virgen con las tres divinas personas, a través de las relaciones propias sólo de ella, le producen un diluvio de grandeza y de gloria unido al infinito, en un diluvio que no cesará jamás.
En el primer diluvio, que ahogó al mundo en las olas de la ira y la venganza de Dios, el mismo Dios endureció su corazón, como dice la Escritura, haciéndolo como a pesar suyo, como si su bondad se resistiera a castigar, perdiendo de mala gana tantas almas que se hundirían en las aguas de su represalia. Como él es justo con nosotros y bueno en sí, obra el diluvio de gloria y de gracia con la total aquiescencia de su divinidad y con gran dilatamiento de su corazón. Transforma el seno de María en un recipiente de gracia, por cuyas manos desea, en adelante, distribuir sus favores. En la época del primer diluvio, nadie osaba acercarse a Dios, encendido como estaba en el furor de su cólera. Los mismos santos temblaban, no atreviéndose a presentarle sus votos y súplicas: En el diluvio de aguas torrenciales no se acercaron a Dios (Sal_32_6).
En el diluvio de la gloria, sin embargo, se permite al pecador acercarse al trono de Dios, que tiene el costado abierto para difundir sus gracias, que desea le pidamos por mediación de María, en la que deposita todo, a fin de que acudamos a beber en su seno virginal, que es el mar de sus gracias. Si tuviera que expresar los sentimientos de Dios a nuestro modo, diría que Dios ha obrado una especie de dilatación del corazón y un presente de participación o extensión de su gozo en la Virgen, a la que el Padre comunicó a su Hijo; el Hijo, su persona y el Espíritu Santo, todos sus amores. Hoy entra en la gloria de Dios, que es un mar. Los demás santos entran en él también, pero en el gozo de su Señor. Entran en calidad de súbditos, mientras que [704] la Virgen lo hace como hija a la heredad de su Padre; como madre, que gobierna en el reino de su Hijo y como esposa que comparte los placeres y gozos con su esposo, el Espíritu Santo, que es poseedor de todo bien común. Lo admirable es que, mediante una dilatación que va casi a lo infinito, el corazón de María, que en sí es una frágil criatura, es capacitado para las alegrías, los amores y las comunicaciones de la gloria de la participación divina y de sus crecidos torrentes; pero es menester contemplarla como Madre del Verbo Encarnado, que es el punto vertical de sus elevaciones, porque a él se deben todas sus comunicaciones e inundaciones de gracia, de gloria, de júbilo y de felicidad.
Ah, cuán feliz fue la muerte para esta alma al romper los lazos que la retenían en la tierra. Mientras estuvo en ella, sólo recibió algunas destilaciones, aunque en lluvias frecuentes y continuas; pero ahora que entra en el gozo de su Hijo y en la inmensidad del mar de la divinidad, exclama en ella: La cuerda me asigna un recinto de delicias (Sal_16_6); sus ataduras cayeron felizmente; la muerte no los rompió como con el resto de los hombres, a los que el alma se arranca como por violencia. En el caso de la Virgen, el amor los aflojó delicada y respetuosamente. La muerte no atacó a su Hijo sino hasta que él se lo permitió mediante una inclinación de cabeza. De igual manera, no se acercó a la Virgen hasta que ella dirigió una mirada de amor a su Hijo, elevando su corazón que suspiraba por él. Entonces se ocupó el amor lo que hubiera hecho la muerte, desligando su cuerpo virginal el tiempo necesario para dar testimonio seguro de que estaba muerta, para reunirse con él más tarde en un nudo eterno e indisoluble. Durante este tiempo, despojó su cuerpo de todo vestigio de mortalidad, a fin de devolverlo a su alma gloriosa. Ambos, por el divino poder, fueron capaces de penetrar en un diluvio de gloria que nunca tendrá fin, y que será la alegría de los bienaventurados después de la visión beatifica y de la humanidad del Verbo.
Capítulo 103 - El seno de Jesús es hospital de gracia, piscina de amor y domo de gloria, 25 de agosto de 1638.
[705. ]El día de san Luis, me quejé con mi confianza acostumbrada a mi Amado porque, 18 años antes, en el mismo día, me había manifestado tanto amor y hecho promesas cuyo cumplimiento seguía retrasado, pidiéndole que al menos pudiera yo imitar su paciencia en mis deseos. Su amor, pleno de bondad, me invitó de inmediato a entrar en su seno, que es hospital de gracia. Pasé a él como una pobre que se veía en gran indigencia: dándome la entrada por su costado abierto, me dijo que encontraría en su interior mi cama para reposar en mis debilidades y flaquezas; mi mesa y mi manjar, mi luz, mi medicina y todo lo que puede necesitar una enferma.
Me dijo que mi alma era una piscina que no tenía necesidad de ser removida por el ángel, debido a que continuamente es [706] movida por su divino amor, añadiendo que encontraría yo cinco manantiales o fuentes en el pórtico del pecho del divino Salvador: una fuente de agua para lavar los pecados y extinguir la sed; una fuente de aceite para ungir las heridas de los enfermos, por ser el Hijo del óleo (Sal_45_7) en la unción misma; una fuente de vida por ser la verdadera viña y el verdadero vino que alegra y fortalece el corazón debilitado del enfermo. La cuarta fuente es leche de inocencia, de candor y de simplicidad. La quinta es de sangre que justifica, que alivia y que anima a este médico a no escatimar nada por su enfermo, abriendo todas sus venas como el pelícano para dar la vida a sus polluelos.
Además de dichas fuentes, hay otra de fuego que corre por todas las venas, dando calor y movimiento a las demás fuentes, a fin de que sigan su curso, sin alterarlas o [707] cambiarlas con la impresión de sus nuevas cualidades: el agua en ella retiene su frío que refresca; el vino, su suavidad que alimenta; el óleo, su eficaz calor y su reluciente favor; la sangre, su fuerte vigor para sostener la debilidad, porque el alma y la vida se conservan en la sangre: el alma en la sangre; la leche alimenta y simboliza la inocencia por medio de familiaridades tiernas e infantiles entre el alma y el Salvador. La piscina probática estaba cerca del templo; ésta, en cambio, se encuentra en el interior del templo y mana del Salvador, que es el templo adorable, el sacrificio y el holocausto perfecto en el altar de la cruz. En ella fue abierta, y a través del continuo holocausto que el Salvador ofrece diariamente de sí mismo, nos sumergimos en ella, o bien ella hace correr sus aguas sobre nosotros.
Esta piscina sagrada cura todas las enfermedades, con excepción de la de amor, cuya languidez y ardores se acrecientan y alimentan con sus aguas, que enfrían la concupiscencia y calientan la divina caridad, cubriéndolas [708] hasta la dichosa muerte del alma; de manera que en este hospital de gracia los enfermos de amor son bienvenidos; los que languidecen, mejor venidos y los muertos de amor, muy bienvenidos. Su mal, sus languideces, aumentan en él y su muerte es preciosa ante Dios. Sus demás fragilidades y males de imperfección se curan, y por una transformación admirable, y la recepción de una nueva vida, el alma parece despojarse de la mortalidad que la agravaba, si sufre por amor los dolores, la debilidad y la muerte causada por el divino amor y la caridad de Jesús, en cuyo seno y entrañas encuentra su reposo.
Allí la mía moría dulcemente, pareciendo separarse de su cuerpo al contemplar el admirable misterio que mi Amado me revelaba. Deseaba morir de esta santa muerte, anegarme en esa piscina, muriendo en ella y sepultándome en ella para vivir en mi único amor y tener mi vida escondida en él, diciendo como san Pablo: Vivo, más no yo; es Jesucristo quien vive en mí.
[709] Mi divino Salvador me invitó entonces a la admirable resurrección que sigue a tan dichosa muerte, mostrándome cómo el alma que encuentra en su seno este hospital de gracia, esta piscina de amor y este domo de gloria, ha encontrado lo que, en el camino, puede ser llamado todo bien. Dios le habla familiarmente como amiga suya, pero más tiernamente que a Moisés por encontrarse ella bajo la ley de gracia, en la que están desbordados los tesoros de sus delicias, amando a los suyos hasta el fin con un amor infinito, como subrayó también el discípulo amado en la noche de la Cena.
La Iglesia, imitando el sentir y las acciones de su esposo, no obra como lo hacía al comienzo, en que era necesario que un criminal diera aldabonazos en la puerta para ser recibido en ella; hoy en día recibe con gran misericordia a los peores culpables, que encuentran el seno de esta buena Madre [710] siempre abierto cuando desean refugiarse en él. Considerando la brevedad del tiempo y que el sol está en su ocaso, se apresura ella a reunir a sus hijos dispersos, por temor a que, si les llega a faltar la luz del día, se extravíen y caigan en un abismo del que jamás podrán salir.
Comprendí que los justos son iluminados por un rayo siempre creciente, que los acompaña en toda la jornada de su vida, durante la cual pueden aprovecharlo. Los pecadores permanecen la mayor parte de la suya en el vicio, teniendo solamente la luz mortecina de un sol en su ocaso que declina sensiblemente, ocultándose a nuestros ojos; de manera que, si no lo aprovechan mientras brilla, se encontrarán en las tinieblas y en una noche eterna.
Capítulo 104 - El Verbo Encarnado lleva a los buenos sobre su pecho y a los malos sobre sus espaldas, porque son para él un pesado fardo. Él comunica sus brillantes luces y grandes dulzuras a los que permanecen fieles a su amor. 27 de agosto de 1638.
[711] La noche anterior al día de san Agustín, en 1638, no pudiendo dormir, y teniendo la molestia de los cálculos, me entretuve en santos pensamientos. Mi amor se dignó visitarme, comunicándome grandes luces sobre el versículo de David: Dios la socorre al llegar la mañana. (Sal_46_5). Al considerar la ayuda favorable con que su bondad me había prevenido, y cómo me había asistido desde la aurora, dichas consideraciones elevaron mi espíritu a reconocer su misericordiosa bondad, que me ha prevenido con bendiciones de dulzura. Me dio a entender que su bondad me preparaba, durante la noche, los consuelos del día; que había sufrido las tristezas que los poderes de las tinieblas le causaron la noche de su prendimiento, para darme la alegría de su luz; que él había combatido por todos y llevado las cargas de todos los hombres. El profeta Isaías lo llamó príncipe de paz porque llevaría su principado sobre sus hombros. Los pesados fardos que lleva a la espalda son los hombres más culpables, que lo abruman muchísimo cuando no se preocupan por cambiar de vida y le vuelven la espalda. El odia el pecado que ensucia sus almas, llevándolos, sufriéndolos y apartando su rostro de ellos para no ver sus iniquidades. A pesar de ser objeto de su indignación, su misericordia les da tiempo para arrepentirse y volver a su bondad, que, en el momento mismo en que le ofenden, [712] los lleva y sostiene sobre sus hombros. A sus elegidos, en cambio, los lleva sobre su pecho como objeto de su amor, auxiliándolos con los dulces rayos de sus ojos amorosos, lo cual fue figurado por el sumo sacerdote hebreo, que llevaba los nombres de las doce tribus sobre su pecho, alegrándose al verlas y llevándolas también sobre sus hombros como señal de su sacerdocio real. El divino Salvador es Rey y Sacerdote a cuyo cargo están todos, pero que sin embargo lleva a los elegidos cuales hijos queridos grabados sobre su pecho, teniendo presentes sus nombres con amor al ofrendar su sacrificio, previendo que participarán en los frutos de su Pasión. También está a cargo de los otros, que se han alejado de él rechazando el fruto de su sacrificio, retirándose y sustrayéndose a la obediencia debida a su realeza. A pesar de que le vuelven la espalda él lleva su lastre con aflicción, pesaroso de que se hayan hecho indignos de estar ante su rostro, arrancándose de las entrañas de su amor. Tenemos dos símbolos muy claros: el de los que son fieles, en san Juan, que se recostó en el pecho del divino Jesús; y el otro en Judas, que al mismo tiempo salió del cenáculo para ir a venderlo y entregarlo a sus enemigos. Quién podría expresar la violencia del corazón amoroso del mismo Jesús, el cual, para manifestar que Judas había decidido obstinadamente dicha traición, le dijo: Lo que vas a hacer, hazlo pronto (Jn_13_27). Como has resuelto pertinazmente librarte de tu maestro y dejar a tus condiscípulos, sal pronto de aquí. Cuando es necesario amputar un miembro que no aprovecha más al cuerpo, por estar invadido de gangrena, es mejor que se haga de golpe y no a pedazos, porque esto sólo aumentaría el la persistencia del mal e invadiría todo el cuerpo. En este punto exclamé, arrobada de amor y agradecida ante tanta bondad, pero demasiado tarde por haber recibido las muestras de su misericordia antes de poder conocerlas: "Tarde te amé, tarde te conocí, bondad siempre antigua y siempre nueva".(Conf. de San Agustín)
Divino amor mío, en tu bondad me previniste, no contentándote con auxiliar desde la aurora el alma que ella anima, sino prolongando tus favores hacia ella a lo largo del día. La escritura parece señalar una diferencia bien misteriosa entre la ayuda que el divino Salvador concede a los justos, para mantenerlos en la justicia, y la que concede a los pecadores para ayudarles a salir [713] de su miserable estado. Asiste al alma santa al llegar la mañana, y a los pecadores al atardecer. El Evangelio nos dice que, después de ponerse el sol (Mc_1_32), le llevaban a los enfermos para que los curara. El ánima a los justos al trabajo desde la aurora, conduciéndolos a la plenitud de la luz: La luz se alza para el justo, y para los de recto corazón la alegría (Sal_97_11). Recibía al atardecer a los pecadores, deseando cubrirlos con su sombra como para ocultar bondadosamente su confusión, por temor a dejarlos caer en la desesperación si se conocían abiertamente sus culpas, las cuales disimulaba a fin de acostumbrarlos amablemente a la luz. Así como el sol poniente parece besarse dulcemente al pasar a otro hemisferio, de igual manera el Salvador se inclina y abaja amablemente, por condescendencia a los pecadores, lo cual Iglesia santa, animada del espíritu de su Esposo, parece enseñarnos con su sabia bondad, dejando morir a sus hijos porque son libres. Ellos caen voluntariamente en el pecado; ella les ofrece, después de su caída, la misericordia de su Esposo, a fin de que reciban sus aguas de vida. Esta muerte va seguida de una nueva resurrección y de un nuevo nacimiento, recibiendo una vida del todo nueva. El alma santa posee esta ventaja, encontrándose anticipadamente en y pregustando la feliz inmortalidad. Penetra en un domo de gloria en el mismo Salvador, pasando de la humanidad a la divinidad del Verbo mediante un admirable conocimiento que el amor le comunica, en el que mi alma, a pesar de seguir adherida a un cuerpo mortal, vuelve a encontrar la fuente de luz y en ella una inmensidad y vastedad admirable en la que se prolonga sin perderse, gozando de la claridad del Verbo humanado, en quien los bienaventurados, a través de la luz de la gloria, ven todo sin confusión ni disminución. Por ser espejo voluntario, les representa con toda nitidez las cosas tal y como son, sin agrandar las pequeñas ni [714] disminuir las grandes. Dije que el alma es iluminada al pasar, en la proporción que le concede el divino Amante, quien deja asomar las puntas de sus deliciosos rayos en medio de las sombras de la fe; rayos que disipan las nubes de las imperfecciones de las que el alma está rodeada. Sus rayos atraen su mirada sobre los mismos espejos en los que los bienaventurados contemplan toda la gloria que el Verbo recibe del Padre eterno, gloria que el Padre y el Hijo comunican al Espíritu Santo. En él adora la unidad de la esencia y la Trinidad de personas, admirando los atributos personales y el esplendor de la incomprensible divinidad. En ella se esconde el alma en Dios, realizando así las palabras de san Pablo: Vuestra vida está escondida con Cristo en Dios (Col_3_3). Con Jesucristo tiene su vida escondida en Dios. Ahí las criaturas no pueden alcanzarla; y mejor aun, en esta luz es conocida por Dios. En ella es sustraída a las criaturas; en ella permanece ofuscada por tanta luz y fresca en medio de sus fuertes calores, reconociendo que todos sus ardores no pueden satisfacer al amor, que tiene una bondad que conoce con más claridad que nunca. Suspira sin cesar por la plenitud de la gloria, en la que experimenta más divinamente los amores del Verbo Encarnado, quien dijo en una ocasión: Yendo del uno al otro, les servirá (Lc_12_37). Se ciñó de nuestra inmortalidad a fin de poder distribuir de manera especial la gloria de sus elegidos, sobre los que su humanidad santísima envía una deliciosísima luz que procede de su alma y cuerpo gloriosos. Se trata de una transpiración espiritual sobre los bienaventurados, quienes jamás la recibirían si el Verbo no se hubiera encarnado. Aun sin la encarnación, la gloria esencial que consiste en la visión y el gozo de la divinidad hubiera permanecido siempre la misma. La suave comunicación, empero, que hace el Hombre-Dios de su gloria a través de cierto prodigioso reverbero en los ángeles y en los hombres, de quienes es la cabeza, lo manifiesta como ministro de gloria, misma que concede y concederá en abundancia sin mengua de su grandeza ni de su inmensa plenitud. En la recepción de tan amable y dulce claridad consistirá una parte de la felicidad de los santos, quienes reciben de este modo el brillo de su propia gloria. [715] El sol no pierde nada de sus perfecciones cuando se emplea en iluminar al mundo, lo cual sólo es un servicio o ministerio en la manera de aprovechar su luz, que al difundirse, contribuye a la magnificencia al príncipe de los astros. El Verbo Encarnado, sol de la Jerusalén celestial, en nada disminuye su luz al iluminar la ciudad santa, comunicando sus resplandores, sus dulzuras y sus bellezas a los demás astros del cielo, que son los santos. Así como en la tierra les infunde la gracia como la cabeza a sus miembros, así en el cielo comparte con ellos su gloria. En esta tierra alegra a los enfermos y débiles en el hospital de la gracia; allá en el cielo, ennoblece a los bienaventurados en el templo de la gloria. Al penetrar en él por la auténtica práctica de las virtudes, el alma es elevada por la gracia a las delicias de esta vida; aunque al ir de paso en la tierra se alegra anticipadamente en la esperanza de que su Rey, que cuida de visitarla en sus enfermedades durante esta estancia mortal, la conducirá al palacio en el que permite contemplar al descubierto sus insondables claridades. Allí continuará dándole con abundancia, y al sumergirla en los divinos y gloriosos deleites de su luz, ella verá la luz; el Rey de bondad reinará sobre ella, y ella se perderá felizmente en él, entrando en su gozo por toda la eternidad, en la que saboreará con fruición las cosas gloriosas que los santos han dicho de la ciudad del Dios de la gloria, en la que será embriagada del torrente de sus divinas delicias, llenándose de gozo y satisfacción en la gloria de su Salvador. Verá así que el Dios de Israel es bueno con los que lo amaron en la tierra con un corazón sincero, compartiendo con ella su heredad. Los lazos del amor la ligarán a él por toda la infinitud y cantará extasiada ante su dicha: La cuerda me asigna un recinto de delicias, mi heredad es preciosa para mí. Bendigo al Señor que me aconseja (Sal_16_6s).
Capítulo 105 - Dios se complació en entretenerse con María para enriquecer nuestra naturaleza con sus riquezas divinas, dando con ello renovada grandeza a los ángeles que sirven al Verbo Encarnado. 7 de septiembre de 1638.
[719] El Señor me creó, primicia de su camino, antes que sus obras más antiguas. Desde la eternidad fui fundada, antes que la tierra. Jugando en su presencia en todo el tiempo. (Pr_8_22s). Explícanos, Señora, tus sublimes excelencias.
El Señor Dios me tomó como posesión suya en sus eternos propósitos y como la primera de sus criaturas. yo soy el paraíso de la Trinidad, que me eligió para sus más caros designios. Mi padre David fue Un hombre según el corazón de Dios; en el mío escondió su palabra encarnada, a fin de que Dios pudiera contemplar su tesoro en mi corazón, al que su amor descendió en el día de la Encarnación. Cuando el divino poder del altísimo me cubrió con su sombra, los ángeles estaban demasiado bajo para oscurecer la luz eterna y eminentísima que brillaba a plomo en mis entrañas sagradas. Antes de mi nacimiento, las criaturas se solazaban en la presencia de Dios para manifestar que él era su Señor. Debido a sus Juegos, él no salía de su Louvre celestial, cuyos ministros eran los ángeles, sirviendo y asistiendo en presencia de su majestad, que sólo se comunicaba con ellos en su Grandeza divina. Los serafines se cubrían los pies y el rostro, diciéndose el Uno al otro: estamos Infinitamente alejados del conocimiento de la divina Gloria del Dios altísimo, que es tres Veces santo. Santo es el Padre por su existencia por sí mismo, que lo distingue del Hijo en su nacimiento eterno, que es propio del Hijo, con el que produce al divino espíritu, que es el término de su única Voluntad y distinto personalmente del Padre y del Hijo. Santo es, por tanto, el Hijo que nace; Santo es el espíritu común por ellos espirado en Un solo principio, y el único en ser espirado. Las tres divinas personas contemplan a los ángeles y a las demás criaturas como súbditos de su dominio, [720] los cuales se solazan en su presencia según sus propias acciones, para las que fueron hechos. Las divinas personas contemplan la creación, pero ellas mismas Juguetean con María, que es la hija mayor y la única amada del Padre, que le da su poder para solazarse con él, y ser Madre con autoridad sobre el Hijo, que es Igual a él por consustancialidad, y sobre el que tenía derecho a mandar a través de María, que lo sometió al Padre eterno desde que lo engendró en el tiempo. El Hijo Juega con su Madre, a la que comunicó Una ciencia Inefable para recompensar los cuidados con que lo crió en la tierra. El Espíritu Santo retoza con María por ser su esposa, a la que desposó de manera singular y en la que realizó la obra más Grande que haya hecho y hará Jamás: la Encarnación del Verbo, que nació en ella, de ella, para ella y para la humanidad.
María fue destinada a engendrar al que es cabeza de los ángeles y de los hombres. La Trinidad entera se involucra en este juego con María, que es su escenario y actriz debido a que aporta su sustancia para el acto de su consentimiento. La Trinidad es espectadora en esta obra, cuidando de echar un velo sobre María, a fin de que el ardor de la llama divina del sol que brilla y quema no la derrita con su calor, haciendo que se desvanezca ante su luminosidad. Dicha sombra es dada a María a fin de que pueda contemplar sin peligro de perder la vista intelectual, debido al exceso de claridad, de todo lo que Dios desea que contemple, ya que por estar en la carne es incapaz de percibir, sin un continuo milagro, la totalidad del esplendor que se encerró en su seno el día de la encarnación y durante los nueve meses que llevará al Hombre Oriente, que la rodeará de luz en el día de su Asunción. Jeremías se admira de verlo encerrado en el seno de María diciendo que es una nueva noticia en la tierra. Jeremías, que fue el profeta más humilde, admiró lo que sucedía en la tierra. Juan, el águila divina, lo expresó con admiración diciendo que una gran señal apareció en el cielo: una mujer revestida de sol.
El que es grande entre sus paisanos, no lo es en medio de los reyes; pero el que es ensalzado en los palacios, es grande por excelencia. María es grande en su nacimiento, más grande en la Encarnación, pero grandísima en su Asunción. Su claridad, que estaba en el cenit, sorprendió al águila real. María es la admiración de todas las criaturas y el deleite del Creador, en cuyas manos están sus fuertes. Todo lo que no es Dios está debajo de María, en cuyas manos está la dicha de toda la humanidad. Para los ángeles es su Señora, por haberles dado [721] un Rey y una cabeza a través de la cual recibieron la gracia y la gloria después de haber prestado el juramento de fidelidad a su adorable Majestad, honrándola como a su Rey divino y humano según el mandato del Padre. Dios intervino en tres entretenimientos: el primero, mediante su palabra, al crear todo con un Fiat. El segundo a través de su brazo con María y el tercero mediante su dedo, confiriendo a los apóstoles y a sus sucesores el poder de obrar señales y milagros. En todos estos entretenimientos, sin embargo, parece que Dios no interviene en un entretenimiento digno de él, salvo el que tiene con María, en María, y la participación de María en este entretenimiento, dando su sustancia al Creador. El da el ser a las criaturas, y a los apóstoles el don de milagros; ellos sólo aportan su fe. Son servidores inútiles después de todo, como dijo la Verdad, no habiendo hecho sino lo que tenían que hacer. Dios no dijo a María que era sierva inútil, sino que la llamó su Madre y, a él, súbdito suyo. En cuanto dio su consentimiento a su embajador, se encontró hija, Madre y Esposa de su Creador, entrando en posesión de sus grandezas mediante una participación singular y por una preeminencia inefable. Por ello dijo que su alma engrandecía al Señor, y que su espíritu se alegraba en Dios su salvador, al que jamás perdió, como sucedió con David, que rogó al Padre eterno se lo concediera junto con su espíritu principal. El ángel la saludó como llena de gracia unida al Señor, que estaba con ella de una manera admirable. También le dijo que el Espíritu Santo descendería sobre ella, lo cual denota que ya lo estaba, pero que de ser abundante, sobreabundaría con una afluencia superior en su alma y en su cuerpo, pero de suerte que la virtud del Altísimo la cubriría con su sombra y que su potente brazo la vigorizaría para que fuera fuerte contra Dios, dando comienzo y vida creada a un Dios que nunca tuvo principio, que en sí tiene la vida eterna y que da la vida a todo ser viviente. Ese mismo Dios quiso que María, la temporal, diera comienzo al Verbo Encarnado que venía a nacer en ella y de ella para adquirir su vida humana y temporal, como lo expresó el sublime Dionisio con estas palabras: Sabes bien que dicha reunión se llevó a cabo en presencia de nuestros pontífices escogidos por Dios, cuando tú, yo y muchos otros de nuestros santos hermanos, nos reunimos para ver el cuerpo que fue el principio de la vida, y que albergó a Dios en él.
María puede afirmar con razón que el que es poderoso la hizo [722] incomparable, obrando en ella cosas grandes porque Dios no ha hecho ni hará jamás una criatura igual a María ni en santidad ni en dignidad. Esta verdadera israelita produjo al mismo Dios revestido de nuestras debilidades, que quiso estar a merced de su autoridad amorosa y maternal, ligado con la fajilla y los pañales con los que ella lo envolvió.
Jacob dijo que vio a Dios, y su alma inmortal fue salvada; María, en cambio, recibió a Dios en ella, dándole un cuerpo que se hizo visible a la media noche. Su alma no solo fue asegurada, sino su mismo cuerpo, conservando su virginidad, que jamás fue lesionada. Jacob tuvo un nervio lastimado y cojeó el resto de su vida. Recibió la bendición del ángel, que desapareció de pronto. María retuvo al Verbo Encarnado treinta y tres años, teniéndolo sujeto a ella y mucho más: no lo dejó hasta que hubo pagado por todos los hombres mediante una copiosa Redención, dándole tanto la sustancia como la moneda con la que rescató a los cautivos. El divino soporte da relieve al valor de esta moneda, haciéndolo infinito, a fin de que el divino Padre fuera satisfecho en rigor de justicia. María es rica; María es fuerte como Dios en su Hijo, en cuya persona contempla a Dios, que es Hijo suyo por indivisibilidad con el divino Padre. En sus manos y en su condición divina es su Hijo natural y consustancial, tal como se encuentra en el seno del Padre.
La divina grandeza pertenece a María. Cuando el Padre le dio a su Hijo, no lo separó de él ni del Espíritu Santo. Su inmensa deidad es indivisible. David dijo que Dios era tan rico, que sólo se ocupaba en dar bienes a los hombres por no encontrar en ellos sino pobreza e indigencia. No le importó tratar con ellos, lo cual era rebajar demasiado su majestad, solazándose también con los gentiles, marcados con el hierro candente del pecado. Si María no hubiera existido, Dios no se hubiera hecho visible. En cuanto estuvo en edad de jugar con él, despachó a uno de sus príncipes celestiales para saber si aceptaría que la Trinidad entera acudiera a solazarse con ella. Habiéndose informado de las reglas del juego, dijo un Fiat con el que hizo depositar sobre la mesa de sus entrañas todas las riquezas del Padre. Gracias a industria del Espíritu Santo, llegó a ser tan rica como el divino Padre, el cual le brindó la sombra de su poder a fin de que María no advirtiera con cuánta grandeza era ensalzada por su divina maternidad, como temiendo que el sentimiento de su humildad la sumiera en el temor, y que el juego terminara debido a su confusión o pudor natural. Bajo el dosel del mismo Dios y en el trono materno, su Hijo fue el primer súbdito de su corona, asistido por concomitancia por el Padre y el Espíritu Santo, los cuales nada se reservaron de lo que les era común con el Hijo, a pesar de ser distintos personalmente a él, pero sin entregar sus personas en una unión hipostática, como el Hijo. Las tres personas fueron de María por seguimiento necesario, acompañando al Verbo por unidad de naturaleza y por la simplicidad de la esencia divina con María y en María, en la que el Verbo se encarnó. Si alguno me ama, guardará mi Palabra, y mi Padre le amará, y vendremos a él, y haremos morada en él (Jn_14_23). El Rey Abimelec se enteró que Rebeca era esposa de Isaac cuando los vio, por una ventana, gozar de la privacía de esposo y esposa: Abimelec, rey de los filisteos, atisbando por una ventana, observó que Isaac estaba solazándose con su mujer Rebeca. Llama Abimelec a Isaac y le dice: Con que es tu mujer (Gn_26_8s). Glorioso Espíritu Santo, debo confesarte mi fe después de haber visto por la ventana de la caridad, y por las hendiduras de la fe, cómo te complaces en solazarte con María. Creo que es tu esposa cuando veo al Padre jugar tiernamente con ella. La creo hija suya; pero al contemplar el anonadamiento del Verbo Encarnado, su hijo, la reconozco como Madre suya. El se solaza en ella con un respeto que me manifiesta la grandeza de su divina maternidad a través de los honores y actos filiales de obediencia que le rinde. En este juego se convierte en súbdito suyo sin mermar su condición divina, y sin disminuir en algo su igualdad con su divino Padre: El cual, siendo de condición divina, no retuvo ávidamente ser igual a Dios. Sino que se despojó de sí mismo tomando condición de siervo haciéndose semejante a los hombres y apareciendo en su porte como hombre (Flp_2_6s). Qué juego éste, en que el Todopoderoso se hace débil sin perder su fuerza. El Creador se hace criatura; un Dios adorado adora a su divino Padre, quien nada pierde cuando María lo gana todo, llegado a ser Reina del cielo y de la tierra y emperatriz del mismo Dios, sin que el Verbo humanado pierda en algo su sublimidad. El es la aspersión superior en el seno del Padre, y el inferior en el seno de su Madre; ambos se encuentran en el seno paterno: Fuente de la sabiduría, la Palabra de Dios en las alturas (Si_1_5). El es el único en el seno del Padre en ser igual a su grandeza; es el Hijo sujeto a María, que adora al Padre al servir a su Madre como a su Señora. Al tomar nuestra naturaleza, conservó lo que recibió de su Padre. La encarnación no admite mezcla de sustancias al obrar la unión más íntima que se haya hecho jamás; unión que hace a Dios hombre; y al hombre, Dios. Dos naturalezas infinitamente alejadas sólo tienen un soporte en esta unión adorable. Se trata de un juego que empobrece a Dios en apariencia, aunque de hecho nada pierde en su ser; más bien ganando al tener autoridad sobre su igual, que se hizo menor por la Encarnación. Este anonadamiento, sin embargo, elevó nuestra naturaleza hasta la diestra de la grandeza divina, haciéndola sentar en el trono de su gloria y dándole un nombre sobre todo nombre, a fin de que toda rodilla se doble delante del Hombre-Dios, y que toda lengua confiese que él es la gloria del Padre, en la que albergó a su Madre, que supo jugar tan bien, que ganó la corona como digna Madre, Hija y Esposa del Dios de los dioses. Las tres divinas personas jugaron todo con María, y María con ellas. Ningún lado perdió. Los ángeles y los hombres se enriquecieron con ello, sirviendo al Hombre-Dios, por cuya mediación han recibido la gracia y la gloria y conocido secretos que jamás hubieran sabido si el Verbo no se los hubiera conferido a su humanidad, para que a su vez nos los revelara. Por ello san Pablo se atreve a decir que él los descubrirá, aunque ya los había descubierto, diciendo que el misterio escondido en Dios a los siglos pasados fue revelado desde su tiempo para hacer brillar las inestimables riquezas de la bondad divina, mediante la declaración que de ellos quiso hacer a sus santos, a los que hizo consortes de su naturaleza divina: A mí, el menor de todos los santos, me fue concedida esta gracia: la de anunciar a los gentiles la inescrutable riqueza de Cristo, y esclarecer cómo se ha dispensado el Misterio escondido desde los siglos en Dios, [725] Creador de todas las cosas, para que la multiforme sabiduría de Dios sea ahora manifestada a los Principados y a las Potestades en los cielos, mediante la Iglesia, conforme al previo designio eterno que realizó en Cristo Jesús, nuestro Dios (Ef_3_8s). Y a los Hebreos: Por quien también hizo los mundos; el cual es resplandor de su gloria e impronta de su sustancia, y el que sostiene todo con su palabra poderosa (Hb_1_2s). El Verbo Encarnado es el Verbo divino mediante el cual el Padre hizo los siglos, por ser el esplendor de su gloria, la figura de su sustancia y el portador de la plenitud de su palabra poderosa. Es el espejo en el que los ángeles contemplan su belleza; espejo voluntario que comunica su belleza según le place y a quien le place, por pura bondad, la cual quiso intensificar sus luces a los ángeles por adorar su persona humanada y servir por su amor a los hombres, coherederos suyos, destinándolos a ser ministros de fuego para auxiliar a todos aquellos que tendrán en posesión la heredad de los cielos. Servir a Dios es reinar. Como Jesucristo es Dios, considera como hecho a él mismo lo que se hace a los más pequeños de los suyos. Los ángeles, que los guardan y cobijan, son recompensados e iluminados novedosamente por la claridad del rostro divino, que premia gustoso los servicios que rinden a sus pequeños. Con mucha mayor razón les da señales de su agrado cuando son enviados a los doctores de la Iglesia para enseñarles los misterios ocultos, y por su medio a la humanidad, para darle nuevas luces; humanidad que los recibe de la persona del Verbo, que es su soporte, porque el Verbo, que lleva en sí la palabra poderosa de Dios, es el esplendor de su gloria, la figura de la sustancia del divino Padre y la imagen de su bondad, a la que contemplan los serafines como los más próximos al Verbo Encarnado después de María, que tiene una jerarquía aparte. De ella siguen aprendiendo los secretos que Dios no quiso revelar antes de su entrada triunfante en la gloria, reservando para ella los misterios gloriosos para que los revelara a los espíritus celestiales, que la confiesan como su soberana emperatriz, Madre del que los creó y glorificó, a la cual, por mandato suyo, protestan fiel obediencia que redunda para ellos en grandísima gloria. De este modo María aporta una común y especial alegría en el cielo, permitiendo que los ángeles tengan parte en la ganancia del juego que María jugó con Dios.
[726] Como María es el cuello unido a la cabeza, por su mediación son comunicadas las influencias divinas. En el cielo, en la Iglesia triunfante; en la tierra, en la militante; debajo de la tierra, en el purgatorio, que es la Iglesia sufriente. Sea ella bendita con toda bendición.
Capítulo 106 - La creación de los ángeles y su excelente pluralidad. Gloria de san Miguel y de los que formaron parte de su milicia, combatiendo a los ángeles malos. Los primeros inspiran y comunican buenas ideas e ilustraciones. Los malos, en cambio, nos sumen en las tinieblas. 29 de septiembre de 1638.
El día de san Miguel, en 1638, el Verbo eterno se dignó descubrirme en la oración diversas maravillas relacionadas con la creación de los ángeles, diciéndome que me enseñaba e instruía acerca de su creación por medio de admirables conocimientos, así como lo hizo con Moisés sobre la creación del hombre, y que en su inefable bondad se complacía en manifestar sus maravillas a una humilde pequeña.
Me dijo, por tanto, que la augustísima Trinidad, ha permanecido eternamente en la posesión de la felicidad que las tres divinas personas disfrutan en ellas mismas al contemplar su simplísima naturaleza y sus admirables atributos, haciendo un ciclo continuo en sus emanaciones y en sus amores, [728] que son ruedas que giran una dentro de la otra mediante sus circumincesiones, en un movimiento que Dios tiene en sí mismo y que puede ser llamado una rotación o una evolución; movimiento que es todo fuego y llamas, al que su amor excita eternamente impulsado por la violencia del mismo amor que desea comunicarse al exterior.
La primera producción que Dios hizo fuera de sí fue un río o torrente impetuoso de fuego y llamas ardientes, que proyectó al exterior como salido de las entrañas de su amor a través de la boca del Verbo, de la que Daniel vio varias imágenes. Se trataba de estos espíritus llameantes, que llamamos ardientes por ser todos del fuego que de él procede, que fueron sus primeras producciones, las primeras luces y las primeras llamas de la creación. Todos son singulares en sus propiedades y diferentes en sus perfecciones, pero todos son fuego y llamas, como los colores del arco iris que vio Ezequiel, causado por la llama que envolvía al Hijo del [729] hombre sedente en la carroza de su gloria. Dicho arco mostraba diversidad en sus colores; a pesar de tener una misma naturaleza, poseía gran diversidad a semejanza de los rayos que, a pesar de salir del centro de una rueda, terminan en diversos puntos de la circunferencia. Dichos espíritus proceden de un mismo principio o naturaleza de luz y de fuego, poseyendo en su pluralidad admirables variedades dentro del mismo río de fuego. No hay centella o chispa que no tenga su ser aparte y diferente, a pesar de ser componente de una misma llama.
Dios, que es todo fuego y luz, quiso tener como primera producción el fuego y la luz. Por eso los produjo de su rostro, así como creó al hombre de sus pies, por ser los ángeles los espectadores de su gloria, ejemplares y retratos prístinos de su belleza e imágenes clarísimas de su esencia. El rostro del Padre es su Verbo, cuyos primeros rayos y más bellas imágenes son los ángeles, porque el Verbo es la sabiduría engendrada, fuente y origen de la [730] sabiduría: Fuente del espíritu y de la sabiduría es la Palabra de Dios en las alturas (Si_1_5).
Los ángeles son ciencias creadas y espíritus que participan de las dependencias de la sabiduría del Verbo, que es su fuente. Dichos espíritus no son sino arroyuelos de agua que corren de ellas, siendo, no obstante, los primeros ríos que dicha fuente vació fuera de sí sin disminución de su plenitud. Los malos se perdieron al no permanecer unidos a sus principios. Los buenos son los mensajeros de las divinas voluntades, intuyéndolas a través de los rayos gloriosos de su rostro y de su Verbo, las cuales les son reveladas en medio de la luz de la gloria. Ellos conocen, en cierta manera, la Majestad de Dios en ellos mismos, a manera de espejos perfectos en todos sus órdenes jerárquicos, así como en sus acciones y movimientos que se elevan desde abajo, llegando a ser verdaderos rayos de la faz de Dios: Un río de fuego corría y manaba delante de él. Miles de millares le servían, miríadas de miríadas estaban en pie delante de él (Dn_7_10). [731] Afirmar que los hombres son producto de sus pies, no se debe al desprecio; sino a que Dios se valió de una gran inclinación y afectuosa condescendencia al producirlo, por ser voluntad de la divina bondad, a pesar de que el ser humano se encuentra en el último orden de las creaciones intelectuales, abajarse hasta él y someterle a los ángeles a causa de la Encarnación de la segunda persona de la Trinidad: Y lo hiciste poco inferior a los ángeles, de gloria y honor le coronaste; dístele poder sobre las obras de tus manos, todo lo sujetaste debajo de sus pies (Sal_8_6s). Por tanto, habiendo Dios creado con tanta solemnidad a esos espíritus angélicos de fuego y de luz para que fueran los primeros espectadores de su rostro, los puso en orden de diferentes rangos pero los dejó en suspenso en cuanto al conocimiento de este orden y rango de su bienaventuranza y su gloria el cual debían adquirir. Por aquel mismo tiempo les manifestó a su Verbo, que debía anonadarse al grado de unirse a una naturaleza muy inferior a la suya. Lucifer, previendo claramente que se vería obligado a reconocer y adorar dicha naturaleza después de su [732] elevación a la unión hipostática con el Verbo; y viendo en sí mismo el carácter y el sello de la divinidad, no pudo resolverse a tanta humillación, tratando de impedir dicha unión o de obtenerla sí o para la naturaleza angélica, para ser, de este modo, semejante al Altísimo; y que dicha unión les adquiriera un sitio en el trono de la divinidad. Creyó degradar su nobleza si permitía que lo obligaran a humillarse por debajo de una naturaleza tan inferior, perdiéndose en su pasión al olvidar la sujeción que debía a Dios y al tratar en vano de oponerse a los designios divinos en una rebelión insensata. San Miguel, conociendo su presunción y soberbia, adoró, en un acto de generosa humildad, al Hombre-Dios, no encontrando difícil dicha humillación debido a que el mismo Verbo se sometería a tanto anonadamiento.
Protestó reverenciar todo lo que Dios quisiera ensalzar en tan prodigiosa unión, exclamando: ¿Quién como Dios?, palabras [733] que manifiestan su conocimiento de la sumisión que debía a Dios, todo bondad, y de la urgencia de aceptar su divina voluntad, como si dijera: Si Dios así lo quiere, humillándose él mismo hasta unirse a esta humilde naturaleza en unidad de personas, ¿por qué oponer dificultades para humillarnos a ejemplo suyo? ¿Acaso somos más grandes que él?
He aquí el combate de san Miguel contra Lucifer: el silencio se hizo en el cielo, y todos los espíritus pusieron atención al espectáculo. La lucha se libró mediante la luz y la razón; no hay que imaginar que los ángeles usaran armas como los hombres; las suyas fueron ideas intelectuales procedentes de sus entendimientos expresadas en resoluciones inflexibles. San Miguel y los ángeles buenos, buscando la gloria del Verbo, que deseaba encarnarse; Lucifer, en cambio, luchando por su propia vanidad. Siguiendo su ejemplo o persuasión, los ángeles malos buscaron con él su propia gloria. Lucifer y sus ángeles, empero, se cegaron ante el resplandor de luz que iluminó a san Miguel y a sus ángeles. A medida que la rabiosa [734] soberbia de Lucifer y de sus adeptos crecía, el esplendor y la humildad de Miguel aumentaban.
De esta manera, el gran generalísimo de los ejércitos del Dios vivo piensa y se conduce siempre, lo mismo que sus compañeros cuando lo apoyan en la lucha con los demonios; ya que, por ser los ángeles luz, combaten con su resplandor. Todos ellos se comunican por medio de sutiles transpiraciones al seguir las inspiraciones a través de las que se derraman, a su manera, en las almas a las que iluminan. Están siempre llenos del divino amor, con cuyo poder vencen a los demonios, que conservan siempre las sutilezas propias de su naturaleza, pero que carecen totalmente de la luz de la gracia y de la gloria. Contrariamente a los ángeles buenos, emiten oscuridad; y como espíritus de las tinieblas, reinan en medio de las noches sombrías y de la iniquidad. Jamás hallarán reposo, causando en sus negras regiones un desorden y horror sin fin.
[735] Dios, que deseaba elevar a los hombres, humilló por debajo de su naturaleza el orgullo de los ángeles rebeldes, dando a los que con Miguel aceptaron y se sometieron a las mociones y designios de su divina bondad, una inclinación perfectísima hacia la humanidad, cuya dirección aceptaron gustosos. Nada les parecía difícil ante el ejemplo del Verbo, que quiso encarnarse. Ante las palabras de Miguel: ¿Quién como Dios?, las vanas oposiciones de Lucifer se desvanecieron y la humanidad fue levantada del polvo y destinada a vivir con sus príncipes celestiales, como dijo David: Para sentarle con los príncipes, con los príncipes de su pueblo. (Sal_113_8). San Miguel, en recompensa a su fidelidad y humildad, fue constituido príncipe de todos estos espíritus. Lucifer dijo: ¿Qué es el hombre? (Sal_8_5), añadiendo en son de burla, ¿a él quieres someter todas las cosas? San Miguel dio esta admirable respuesta: ¿Y por qué no estar a sus pies, si el mismo Dios quiere hacerse hombre en el tiempo destinado para ello? Por su humildad y sumisión mereció ser llamado el espíritu de su boca y representar al mismo Dios en sus admirables apariciones a Abraham, Isaac, Jacob, Moisés y otros personajes del Antiguo Testamento. El tiene la intendencia general del reino de Jesucristo, y gobierna la Iglesia en la persona de Pedro, al que libró de la prisión de Herodes y de la expectación del pueblo judío.
Después de que Miguel dijo: ¿Quién como Dios?, tuvo lugar el admirable juicio, tan bien representado por Daniel. Después de describir el trono de la Majestad de Dios y el río de fuego que brota de él, que son los ángeles, el profeta añade que el tribunal se asentó y se abrieron los libros para que Dios pasara sentencia en contra de los ángeles rebeldes, dando su recompensa a los humildes y obedientes a sus designios. Fue éste el primer juicio que Dios presidio, que sigue siendo secreto porque somos incapaces de apreciar la grandeza de su justicia. El todo se descubrirá en el último día, en cuyo tiempo los ángeles serán juzgados y el Hijo del Hombre será su juez para demostrar la justicia de su condenación, por haberse negado a adorar al Hombre-Dios y humillarse ante [737] el que Dios elevaba a una alianza personal, y por haber tentado al hombre valiéndose de la mujer, para que desobedeciera las leyes divinas al comer del fruto prohibido. Con esa mordida infectó a toda su posteridad, manchando a todos sus hijos con el pecado original, del que fueron lavados por la sangre de
Jesucristo, pero que sigue siendo la contaminación del pecado que con frecuencia los lleva a cometer pecados actuales, para lo que son tentados por los ángeles malos, que se vengan de Dios haciendo pecar al hombre que sigue sus malignas propuestas. Los demonios serán también juzgados por querer usurpar el culto debido a Dios, seduciendo a los hombres para que les rindan adoración, aunque se hagan esclavos del pecado y culpables de lesa majestad divina y humana, por ofender no sólo al Verbo increado, que es un solo Dios con el Padre y el Espíritu Santo, sino por ofender a Jesucristo, Dios y hombre. Son forjadores de iniquidad y de malicia y enemigos declarados de su Creador, cuya bondad sigue concediéndoles la naturaleza espiritual y algún [738] dominio sobre los hombres en calidad de ejecutores de su vengadora justicia, que es justísima hacia los hombres que han despreciado el honor que él les confirió al encarnarse, tomando su naturaleza. Han pisoteado la sangre de la alianza; han despreciado o abusado en demasía de los sacramentos; se han mostrado ingratos ante la copiosa Redención, y han recibido en vano la gracia a través de sus reiteradas caídas.
Capítulo 107 - Riquezas de la cruz, su excelencia en la gloria, la admiran los santos a causa de la sangre que en ella se derramó. Jesucristo los santifica y alegra con su gozo divino. 1° de noviembre de 1638.
[739] Esta mañana, día de Todos los Santos, me encontraba muy indispuesta para orar. Me hice violencia, pidiendo a los santos que fueran mi fuerza y me rodearan con su protección. Aunque deseaba meditar en su gloria, no pude hacerlo a causa de una enfermedad que me impedía estar de rodillas o en la disposición que hubiera deseado. Mi divino amor me dio a entender que no era necesario detenerse en estas consideraciones; que habiendo sido elevado a su gloria, en la que habita en una luz inaccesible a las criaturas, se digna fijar sus ojos en una pequeñuela y, como dice el profeta: Levanta del polvo al desvalido, del estiércol hace subir al pobre, para sentarle con los príncipes, con los príncipes de su pueblo (Sal_113_7s). Por ser tan caritativo, es menester que la estéril more con los hijos de la alegría; que el alma, que en sí parece ser inepta o infecunda, por la bondad de sus ojos divinos, ante los que halla la gracia, entra en comunidad con los santos de los que él es la cabeza, admitiéndola en su sociedad por el poder de la cruz, que me mostró cubierta con un lienzo de oro, lo mismo que todos los instrumentos de su pasión. El adorable madero estaba revestido con dicho paño dorado, para darme a entender que la desnudez de la cruz estaba engalanada de gloria. Vi el trono de la misericordia divina en medio del Paraíso, siendo instruida admirablemente de que todos los santos estaban en ronda o como en círculo en torno a ella, en la que se asienta la alianza de la que habló David diciendo: Congregad a mis fieles ante mí, los que mi alianza con sacrificio concertaron (Sal_50_5).
Porque en virtud de la muerte sobre la cruz, la alianza de Jesús es legítima, pacificando por la sangre de la cruz admirable todo lo que está en el cielo [740] y en la tierra: Y reconciliar por él y para él todas las cosas, pacificando, mediante la sangre de su cruz, lo que hay en la tierra y en los cielos (Col_1_20).
Mi divino amor me hizo ver cómo los santos admiraban su cruz, en la que se obró su salvación, y cómo era honrada por todos los bienaventurados, considerándola como el trono del amor en el que el Rey de los enamorados demostró el exceso de su amor. A causa de la desnudez del Calvario, fue revestida de riqueza y de gloria, atrayendo hacia ella las miradas de todos los santos. En ese momento me pareció ver un toro que significaba la víctima que era sacrificada en la antigua ley; después aparecieron un cuervo y un cabrito, que resultó ser el macho expiatorio, por tener una mancha en su cuerpo, mostrando así la invalidez de los antiguos sacrificios, que sólo agradaron a Dios en virtud del sacrificio de la cruz, a la que los vi acudir a rendir homenaje. El cabrito representaba al divino Salvador, que llevó sobre sí los pecados del mundo, haciéndose semejante a la carne del pecado, maldición por nosotros y llevado fuera de la ciudad para ser clavado en el madero. Vi grandes alas que se adherían a los santos, y comprendí que eran las de los querubines, que no cubrían más el propiciatorio porque el Verbo Encarnado, con su muerte, descubrió los misterios divinos a los ángeles y a los hombres, a los que se refiere san Pablo diciendo: A mí, el menor de los santos, me fue concedida esta gracia: la de anunciar a los gentiles la inescrutable riqueza de Cristo, y esclarecer cómo se ha dispensado el Misterio escondido desde siglos en Dios, Creador de todas las cosas, para que la multiforme sabiduría de Dios sea ahora manifestada a los Principados y a las Potestades en los cielos, mediante la Iglesia, conforme al previo designio eterno que realizó en Cristo Jesús, Señor nuestro, quien, mediante la fe en él, nos da valor para llegarnos confiadamente a Dios (Ef_3_8s). Vi la cruz adorable como espectáculo de la gloria de Dios, de los ángeles y de los hombres. De Dios, porque el Verbo Encarnado glorificó más a la divinidad en la cruz de lo que el hombre le había ofendido; ofensa que no era infinita sino en razón del objeto. Como el Verbo era Dios, aunque sólo sufrió en su [741] humanidad, le confirió un mérito infinito porque las acciones son de los soportes, y las del Verbo Encarnado eran teándricas, es decir, humanamente divinas y divinamente humanas. Mi alma encontró la gloria en la cruz en compañía de los santos, que se alegraron en ella como en su meta de gloria. Si el apóstol no deseó sino a ella en la tierra, donde fue menospreciada, ¿Qué podríamos pensar de la exaltación y de la exultación de los santos en el término? Les puedo aplicar las palabras del rey-profeta: Exulten de gloria sus amigos, desde su lecho griten de alegría (Sal_149_5).
Capítulo 108 - Los caminos de Dios en sí mismo y los que tiene en sus santos, los cuales adquirieron la felicidad por los méritos del Santo de los santos, el Verbo Encarnado, que ya desde la tierra los hizo partícipes de las Ocho Bienaventuranzas.
[743] En medio de diversas y abundantes luces, Dios me iluminó acerca de la gloria de los santos y de su amable misericordia hacia ellos. Con la ayuda de la gracia, contaré aquí algunas que pueda traer a la memoria. Mi divino y amoroso salvador me dijo que Dios tenía diversos caminos; a los primeros, que residen en él mismo, se refiere David en el salmo 76: por el mar iba tu camino, por las muchas aguas tu sendero, y no se descubrieron tus pisadas (Sal_76_20), Dios tiene la vía del entendimiento y la de la voluntad: por la primera procede el verbo y por la segunda el espíritu santo. Ambas vías son eternas y se encuentran en el mar de la divinidad. El padre va al hijo a través de la generación, y el padre y el hijo al espíritu santo mediante la aspiración. Del mismo modo, el verbo, que es el hijo, va o se remonta hacia el padre, y el espíritu santo al padre y al hijo mediante su relación. Las tres personas, por medio de la circumincesión y de su mutua penetración, son vías eternas e inmensas en el mar de la divinidad. La multitud de las aguas de las divinas perfecciones son comunicadas por la vía intelectual al hijo, y al espíritu santo por vía de espiración. En la efusión del padre al hijo, como principio de origen, emanan divinamente del padre, permanecen en el hijo y se derraman por el padre y por el hijo en el espíritu santo, que es el término definitivo en el que desembocan las vías divinas, a pesar de que el camino es igual al término en Dios, y de que el término se enfoca a su principio y origen por la misma vía de la que procede de él. Dios se nos manifiesta sin vestigios o señales de sus caminos, a los que no podemos conocer como verdaderamente son en sí mismos, llegando a parecernos incomprensibles. Dios tiene otros caminos fuera de él, que son muy diferentes. Los que tiene en los [744] santos son los más dignos de consideración: Oh, Dios, santos son tus caminos. ¿Qué Dios hay grande como Dios? tú, el Dios que obras maravillas (Sal_76_14s).
El primer camino de Dios en los santos se da en el entendimiento, comunicándoles un conocimiento y una sabiduría grandísima que es la admiración de toda la iglesia: que los pueblos anuncien la sabiduría de los santos, y la asamblea proclame sus alabanzas (Si_44_15). Esta ciencia es una vía intelectual. El segundo camino es el de la voluntad amorosa; vía que procede del corazón de Dios para volver a él de manera admirable. Por medio de estos dos caminos Dios viene a los santos para vivir en ellos, y los santos van a Dios para vivir con él. Son estas las vías que Dios conoce, que son sendas en el mar y en la multitud de las aguas que representan a las naciones, pues los santos ganan más en un momento en el sentir de los pueblos, que muchos doctos filósofos con su ciencia a través de muchos años. Dios eleva a los santos en sus vías, y también en ellas los abate, atrayéndolos a él por medio de continuas elevaciones y abajándolos ante ellos a través de repetidas humillaciones.
La sabiduría y el conocimiento de los santos es su fe, que les sirve de antorcha en su camino, guiándolos en medio de las dificultades hasta que lleguen a Dios: Los santos, por la fe, vencieron reinos; obraron con justicia y son dignos de recompensa (Hb_11_35). Movidos por la generosidad de su fe, vencieron varios reinos: el del cielo, que sufre violencia; el de su amor propio y el de sus mismos entendimientos, cautivándolos bajo el servicio de la fe mediante el generoso desprecio de todas las vanidades. Vencieron el de la tierra con sus fatuidades, llevándose en cambio el reino celestial. Se empeñaron, con extremo ardor y violencia, en la conquista del reino de Dios, huyendo de las seducciones de la carne. Vencieron al mundo y sus bienes aparentes, adhiriéndose en su fe a la verdadera sabiduría que es su fruto, así como a los bienes reales y auténticos, aunque desconocidos. Hicieron las obras de la justicia con perfección consumada, dando a Dios, al prójimo y a ellos mismos lo que tenían obligación de dar: el todo mediante la caridad, en la que se unieron a Dios, adquiriendo así el efecto de las fieles promesas que el Dios de bondad y de justicia les hizo. En virtud de dichas promesas, fueron admitidos en la posesión de una doble gloria: la esencial y la accidental. Esta doble beatitud fue reconocida por David cuando dijo: Exulten de gloria sus amigos, desde su lecho griten de alegría (Sal_149_5); regocijo que significa la [745] bienaventuranza esencial, mediante la cual salen, no sólo de sus cuerpos, sino de ellos mismos para entrar en Dios, perdiendo su ser, permítaseme la expresión, sin perder su existencia, penetrando por una misteriosa conmoción en Dios y perdiéndose felizmente en su plenitud, en la que se revisten de la gloria del Dios de amor. A través del claro conocimiento y del amor, gozan de la divina felicidad que les es comunicada para que entren en el gozo de su Señor. La gloria accidental se caracteriza por la alegría que experimentan en sus tálamos: desde su lecho griten de alegría (Sal_149_5); porque el reposo del lecho no es continuo, sino cambiante. Por ello, la gloria accidental llega de tiempo en tiempo, según las diversas ocasiones que tienen de alegrarse ante ciertos eventos que ocurren entre nosotros, como cuando practicamos algunas buenas obras a imitación suya. La gloria esencial es inmutable, no crece ni decrece, permaneciendo toda la eternidad en el mismo estado en que fue comunicada en el primer momento de la entrada de cada santo en el cielo. No sufre alteración en su duración, sino una saciedad y satisfacción que nutre un continuo deseo de gozar del bien que poseen los santos, del que gozarán por toda la eternidad en un contento, dulzura, sentimientos y anhelos que David nos señaló al añadir a las palabras antes citadas: Los elogios de Dios en su garganta (Sal_149_6). David, al decir garganta, se refiere al sentimiento particular del que goza cada santo, por ser el sabor del maná escondido que cada bienaventurado saborea particularmente, moviéndolo a entonar un cántico nuevo por ser especial para cada uno. De toda esta variedad de cánticos se forma un concierto bellísimo, propio sólo de los santos, que es singular y común a todos. Las voces de todos ellos contribuyen a él, y en su maravillosa diversidad componen esta melodía paradisíaca, propia de los hijos de Israel que gozan ya en plenitud la visión de Dios, y del pueblo que no se acerca únicamente al arca y al santuario, sino al mismo Dios, que está en ellos como en su templo, y ellos en él por ser el origen de su ser y la plenitud de todo bien. Salmodiad a su nombre, que es amable. Pues el Señor se ha elegido a Jacob, a Israel, como su propiedad (Sal_135_3s). Los santos poseen la totalidad de Dios sin omisión, y cada uno encuentra en él su plenitud, su porción y su dicha singular. La plenitud de su infinita bondad satisface a todos sin disminución, división ni partición. Si preguntamos a quién deben los santos su felicidad, la respuesta es: al Verbo Encarnado, que [746] les mereció tanta alegría y regocijo. Se recrea, cual atleta, corriendo su carrera. A un extremo del cielo es su salida, y su órbita llega al otro extremo, sin que haya nada que a su ardor escape (Sal_19_6s). Hace una carrera con variedad de saltos y retozos desde el seno del Padre, del que vino sin salir de él hasta llegar a la cruz, que fue el término de su carrera mortal. Habiendo terminado esta carrera, reemprendió el mismo camino remontándose hasta el seno donde reposa. Al estar en la cruz, clamó con fuertes gritos: Con poderoso clamor y lágrimas, fue escuchado a causa de su reverencia (Hb_5_7). Al verse sumergido en el mar de amarguras que engendraron los dolores de los santos, mereció que fueran elevados de la tierra al cielo, y que, mediante un estremecimiento del todo divino, salieran de ellos mismos para entrar en Dios, en el que saborean un deleite más dulce que la miel, tascando en su paladar la dulzura divina que los mueve a cantar el nuevo cántico de la gloria: Las alabanzas de Dios en sus labios (Sal_149_6). Aquellos que imitaron especialmente al Verbo Encarnado, corriendo con toda prontitud hacia la cruz en sus agudas penas, renunciando a todo consuelo, suspirando por las dulzuras del cielo y rogando al Padre celestial que su voluntad se cumpliese en ellos hasta su anonadamiento, se alegrarán con mayor razón a causa de lo que abandonaron. Pero por qué David, después de describir a los santos como cantores sagrados en la gloria, que llevan la dulzura y sabrosura del maná en la boca, pone en sus manos espadas de dos filos: Y en su mano la espada de dos filos, para ejecutar venganza en las naciones, castigos en los pueblos, para atar con cadenas a sus reyes, con grillos de hierro a sus magnates (Sal_149_6s). ¿Es que existe la guerra en la Jerusalén de paz? ¿Acaso hay en ella cadenas, látigos y prisiones? No, pero los santos odian el pecado y la injusticia tanto como aman al soberano bien que poseen. Se ponen de parte de Dios, no teniendo otro movimiento que el de sus voluntades; y como saben que Dios odia el pecado sin odiar al pecador, ellos, a su vez, sienten compasión por los pecadores, siguiendo el sentir de la bondad soberana, que tan bien conocen. Los amonestan para sacarlos de su lodazal y toman venganza de las naciones, combatiendo en contra de los hombres para su salvación y la gloria de Dios, así como los ángeles lucharon unos con otros. Los santos conocen la voluntad del alma, y por ello tratan de ligar los [747] pies y los afectos de esta reina, o del espíritu, que es rey, con los lazos sagrados del divino amor para consolidar en las obras de justicia a los que están llamados a ser príncipes del paraíso. Entre todos forman una asamblea, a manera de parlamento, en el que se suscriben, con sentencias justísimas, a los juicios de Dios, para ocuparse de su ejecución. De ahí que, cuando Babilonia es arruinada y precipitada en una desdicha eterna, canten aleluya, alegrándose al ver que la justicia vengadora de Dios se cumple, después de haber empleado sus recursos para volver a su deber a la Babilonia corrompida y prostituida con toda suerte de abominaciones. Todos apoyan la sentencia de su condenación: Para aplicarles la sentencia escrita (Sal_149_9), por ser éste el sentir de todos los santos, que cifran su gloria en ver reinar al Dios justísimo, después de vencer a sus enemigos: Será un honor para todos sus amigos (Sal_149_9), después de lo cual entonan el nuevo cántico de la gloria: Bendición, poder y fuerza a nuestro Dios (Ap_7_12).
El camino de los santos es el mismo que el Salvador nos señaló en las bienaventuranzas del Evangelio. La primera es la pobreza de espíritu, que exige un despojo total para corresponder a la sencillez divina, y para poseer el reino de los cielos, que es invisible a los ojos del cuerpo. Es necesario sacudir el polvo de la tierra; el cielo y la tierra no pueden encontrarse en un mismo corazón. Es menester vaciarse o privarse de un reino para poseer el otro. Para heredar el del paraíso, hay que despreciar la vanidad y riquezas de la tierra; pues aunque en sí no son malas, pueden causar la pérdida del amor del cielo en los que se adhieren a ellas con el afecto. A esto se debe que los santos hayan dicho que su porción es la tierra de los vivos, haciéndose pobres en la tierra de los muertos. La bondad les da en posesión la tierra, que es la humanidad del Verbo Encarnado, así como él poseyó la tierra de María con tanta dulzura, que no causó daño alguno a su integridad. El no rompe una caña cascada, ni extingue la mecha que aun humea; el único que sufre es el hombre pecador. Nadie turba la posesión de los mansos porque nadie les ataca sin ser ganado por su bondad. Las lágrimas de los santos merecen el consuelo del cielo. Lloran primeramente al seguir viéndose alejados del reino [748] de Dios, por el que suspiran. En segundo lugar, porque la verdad divina y la vida eterna son despreciadas; y en tercero, por ser hijos que carecen de la visión de su padre y de su madre: Dios y la Virgen, que están ocultos en el cielo. Dichosas lágrimas que se derraman después sobre la tierra, para hacerla germinar en multitud de santos deseos.
Los hambrientos, al verse vacíos, desean el pan de Dios en la ejecución de la divina voluntad. Tienen hambre y sed de justicia y de que la humanidad se vuelva justa. Se alimentan con sagrados deseos, y el Dios de su corazón los apacienta con un manjar que los contenta y fortifica para emprender el camino del cielo, que es difícil de seguir.
Los misericordiosos compadecen principalmente los sufrimientos del Salvador, el más afligido de los hombres; después, las aflicciones de los corazones abrumados por el sufrimiento y, por último, las necesidades corporales de su prójimo, ocupándose en servir a todo mundo y hacerse todo a todos a ejemplo de san Pablo. Estos obtienen la abundancia de las divinas misericordias, que en ninguna parte se manifiestan con más esplendor que en sus santos. Los limpios de corazón verán a Dios, por estar vacíos y purificados, no deseando ver sino a Dios. El ojo sólo exige la luz y no puede complacerse sino en ella, porque la luz es su objeto. Cuando se la posee en la debida proporción, produce un admirable deleite, y el corazón, que es todo ojos y todo luz, no puede ocuparse sino en lo que concierne a la luz divina. Esta pureza de corazón se adquiere mediante la regeneración del agua y la inhabitación del Espíritu Santo, que es fuego. Primeramente, en el bautismo, que es llamado el sacramento de regeneración y de luz, porque al ser purificado por el bautismo, el ojo del corazón, comienza a ver la luz. Si llega a ocurrir, como sucede con frecuencia, que las imperfecciones opacan la pureza del espíritu, las lágrimas y el fuego del divino amor obran dicha purificación, confiriendo la luz para ver a Dios. Bienaventurados los limpios de corazón. Los pacíficos, habiendo ya vencido a todos sus enemigos y terminado sus combates con gloriosas victorias, gozan por adelantado de la heredad de su padre. Son verdaderos hijos de Dios que gozan de la paz y bienes de su hermano mayor, por ser coherederos de Jesucristo, el cual combatió y venció por ellos, adquiriéndoles el reino de su divino Padre. Por ser Hijo natural de Dios, es pacífico en sí y procura la paz a todos sus hermanos. En fin, los que sufren persecución por la justicia, son felices porque sus [749] sufrimientos no se dirigen a borrar sus culpas, que ya están expiadas, sino para incrementar la gloria de Dios. En la primera bienaventuranza, los santos reciben el cielo a cambio de los bienes de la tierra, a los que desprecian; en esta última, en cambio, lo adquieren a través de los sufrimientos que padecieron por la justicia, imitando a Jesucristo, que lo adquirió por medio de su cruz. Como Jesucristo era inocente, cerró el círculo de la bienaventuranza, en cuya posesión son admitidos los santos, no sólo para ser apartados de todo mal y pecado, sino más bien por haber sufrido al ir en búsqueda del soberano bien.
Capítulo 109 - Los dulces pechos que abrasó el Verbo Encarnado de su santa Madre. Los Santos, a través del sufrimiento son elevados a los de la gloria. 7 de septiembre 1638.
a esta octava recibí inteligencias sublimes acompañadas de luces tan abundantes, que me son indecibles. Hacia el séptimo día me encontraba en gran aflicción, orando y rogando al amado de mi corazón que me guiara en la soledad para poder gozar de él y consolarme en él, repitiendo con frecuencia estas palabras:! ah, si fueras tú un hermano mío, amamantado a los pechos de mi madre! Podría besarte, al encontrarte afuera, sin que me despreciaran. (Ct_8_1).
Me vi elevada en una sublime suspensión, durante la cual vi al Salvador adherido a los pechos de su Padre en la gloria, como succionando su seno inagotable para llenarse de sus delicias. Después lo vi irradiándolas sobre los bienaventurados, que de su leche reciben un riego y alimento deliciosos. Comprendí que su santa humanidad, durante su infancia, presionó amorosamente los pechos de su Madre, y al final de su vida los de la cruz. Los del divino Padre y los de su dulcísima Madre eran bien deliciosos; los de la cruz, en cambio, estaban llenos de hiel y amargura. Comprendí que, después de haberse saciado de oprobios, fue elevado al pecho de la gloria; pues a pesar de que su alma, en su parte superior estuvo siempre adherida a él por la visión beatifica, la parte inferior de su alma bendita, lo mismo que su cuerpo sagrado, estuvieron sumidos en amarguras indecibles. La parte inferior de su alma permaneció en la aflicción y en la angustia mientras que la superior gustaba y bebía, embriagándose de las delicias divinas y gozando de la visión beatifica desde el instante mismo de la Encarnación. Ahora el alma del Salvador, reunida con su cuerpo sagrado, gusta y se satisface, en toda la extensión de sus potencias y de su humanidad sagrada, del pecho de la gloria con una inefable y divina dulzura, que es el mismo Verbo, mediante el cual resucitó Jesucristo, debido a que el Verbo es el soporte de su cuerpo y de su alma.
La poderosa sabiduría de Dios creó el compuesto sagrado de un Hombre-Dios y la virtud del Altísimo, que es el Espíritu Santo, obró [752] esta maravilla. Es necesario, que a su imitación, absorbamos con él los pechos de la cruz, amando, por su amor, las contradicciones, los sufrimientos y la misma muerte para que merezcamos ser elevados a los pechos de la gloria y de la divinidad. La gracia y la gloria nos son dadas, en su totalidad, por Jesucristo, el cual nos distribuye la cruz según la medida de su humanidad sufriente, y la gloria según nuestra cercanía a su insigne divinidad. El invita a los santos a la cruz y a la gloria, a la tristeza y a la alegría, a succionar los pechos de la cruz para poder después absorber eternamente los del gozo de la divinidad. Al escuchar que mi amor escogió la cruz para seguir su camino, sentí en mí una sagrada emulación para seguir su ejemplo. Al mismo tiempo, fui presa de un júbilo indecible en el extremo de mi espíritu, sintiendo una gran aflicción en la parte inferior durante todo ese tiempo, pero sin turbación alguna, porque experimentaba en él una paz profunda. Como mi amado divino quería darme la experiencia de lo que sufrió en la cruz, comprendí que la comunicación de estos diferentes afectos en una misma persona era el misterio escondido en el tiempo. San Pablo nos muestra que es necesario adquirir las dimensiones de este gran corazón, que encierra en sí todos estos sentimientos contrarios, y conocer la amplitud de su caridad, que a todos abrazó, así como su profundidad, que quiso sufrir de modo infinito. El tuvo esta inclinación hacia nosotros desde la eternidad: la altura de Aquel que sufre, y la profundidad de las humillaciones a las que se sometió. Ningún otro ha podido descender tan bajo en su profundidad, porque sólo él se pudo anonadar. Como la criatura es en sí una nada, no es capaz de anonadarse; sólo de conocer su nada. Contemplé el festín de la gloria que tiene lugar en el cielo cuando los santos reciben el rocío de sus pechos, a los que la humanidad presiona, haciendo que se derramen sobre ellos. Vi sus elevaciones sublimes y cómo están adheridos a su seno; vi al Padre Eterno como origen de esta leche divina, la cual comunica al Verbo, que es la fuente: Fuente de sabiduría, la Palabra de Dios en las alturas (Si_1_5), de la que reciben los ángeles y los hombres. Sería necesario que el divino esposo expresara las dulzuras que sus santos reciben a través de sus méritos y mediante su correspondencia a la gracia. Me fue posible participar en estos deleites, pero no describirlos. Con el rey profeta, me dirigí a la humanidad, diciéndole: Hijos de los hombres, ¿hasta cuándo serán arrastrados por sus inclinaciones a los afectos de la carne y de la sangre? ¿Hasta cuándo se revolcarán sus corazones en el lodo? ¿Hasta cuándo amarán la vanidad y buscarán la mentira, complaciéndose en ser engañados por ilusiones [753] groseras en demasía? Sepan que Dios se complace en alimentar a los santos con néctar y ambrosía divinos. Los santos se embriagan en la abundancia de su casa, siendo alegrados por el río impetuoso de las adorables fuentes de vida de la divinidad y de la santa humanidad. En ti, mi Dios, dice David, se encuentra la fuente de la vida. Todos contemplan la luz del Padre a través de la del Hijo, viendo a la divinidad a través de la humanidad y sacando aguas de gozo de las fuentes del Salvador, según las palabras de Isaías: Sacaréis agua con gozo de los hontanares de salvación. (Is_12_3). Los santos están en el reposo y su espíritu es invitado a gozar toda clase de deleites. Sus obras van con ellos como su cauda, porque siguieron a su Rey con pureza de intención. Amaron a su Dios y, después de él, su reino por amor a él. Sólo a Dios amaron en todo: él es su principio, su medio y su fin. En su reposo, están colmados de gozo, como vio David: Exulten de gloria sus amigos, desde su lecho griten de alegría; en su mano la espada de dos filos, para ejecutar venganza en las naciones, castigos en los pueblos (Sal_149_5s). Los santos están en lechos gloriosos, felices por siempre. El gozo divino estará en su garganta y en lo más íntimo de su espíritu, en tanto que los malvados serán oprimidos por los remordimientos de sus crímenes. Los santos tendrán poder, por orden del soberano al que sirvieron fielmente, de hacer sufrir a los malos, siendo terribles ante su vista desde el lugar de su exaltación: un signo de sus manos, que en otro tiempo elevaron en oración por su conversión, los espantará; sus ojos que en la tierra vertieron torrentes de lágrimas por sus conversiones, lanzarán rayos para su castigo. Los santos no temerán más a los potentados que dieron muerte a sus cuerpos cuando estaban en el camino. Dios y su fidelidad libraron sus almas, que fueron protegidas por las manos del Dios al que amaron hasta dar gozosamente su vida por él, sin temer los rigores de los tormentos ni las angustias de la muerte, que no osaba presentarse ante su fervor, que disipaba sus frialdades al inflamarse, más y más en el combate para arrebatar el reino de los cielos, que sólo está reservado a los que se hacen violencia. Al rechazar todo lo que es sensualidad y vanidad, llegaron a ser reyes mediante los suplicios a los que se sobrepusieron, pero de un reino eterno en el que reinarán [754] con el Verbo Encarnado por toda la eternidad, después de juzgar a las naciones: Los justos brillarán y se difundirán como centellas en el cañaveral. Juzgarán a las naciones y dominarán a los pueblos. El Señor reinará en ellos por siempre. (Sb_3_7).
Los santos fueron, en la tierra, hijos de los pechos. En ella succionaron el pecho de la gracia, que los elevó al de la gloria; no entre continuas dulzuras, sino en medio de amarguras y dolores agudísimos causados por el sufrimiento, que es el seno de la cruz. El Hijo de Dios lo succionó y absorbió durante su vida mortal. La dulce Virgen sufrió continuamente las angustias de la amarga muerte que su Hijo debía sufrir, aguardando cada día la espada de dolor que el Espíritu Santo le anunció en Simeón: este Hijo, esta Madre y todos los santos llegaron a la gloria después de muchos sufrimientos, padeciéndolos y soportándolos para entrar en ella. Mientras vayamos de camino, debemos sufrir antes de gozar las delicias del término. Que Dios nos conceda esta gracia.
Capítulo 110 - Presentación de la Virgen y diversas presentaciones, tanto de los ángeles como de Jesucristo. La Virgen, fue presentada a la muerte por su Hijo. Diversas comunicaciones, 21 de noviembre de 1638.
[755] El día de la Presentación de la Virgen medité en su presentación a Dios, el cual obró en ella una perfecta representación de sí mismo. Dentro de la Trinidad, el Padre da y obsequia a su Hijo toda su esencia, con todas sus perfecciones, y el Hijo presenta al Padre su mismo don a través de un reconocimiento que no admite dependencia o inferioridad alguna.
El Padre se mira en él perfectamente representado, como imagen suya. El Padre y el Hijo presentan conjuntamente, por una misma voluntad, su esencia y divinidad al Espíritu Santo, que es su amor, el cual, recíprocamente, hace la misma representación, aunque no como la recibe, por no ser genitor, ni engendrado, ni principio, ni imagen en la Trinidad, siendo producido por vía de procesión, porque procede del Padre y del Hijo. El es quien termina su única voluntad, y ellos moran en él como en su amor; él está en ellos como el amor en la voluntad, de la que es producido mediante una circumincesión admirable. Los ángeles, en sus operaciones jerárquicas, son representaciones de Dios, porque en ellas obran de manera deiforme, tendiendo a la deiformidad. Todos ellos presentan a Dios lo que son, siendo el primer ángel como el primer espejo en el que Dios se miró fuera de sí mismo. Con todo, existe una distancia infinita entre Dios y la criatura, porque el ángel que se asemeja a Dios lo es con una diferencia infinita. Nos vemos verdaderamente obligados a confesar que entre Dios y la criatura existe siempre esta inmensa desproporción; no obstante, si dicho alejamiento infinito pudiésemos concebir de más o de menos, sería necesario afirmar que la Virgen representa a Dios más de cerca [756] que todas las criaturas. El Padre mira en ella su fecundidad y su paternidad, porque así como él engendra a su Verbo de sus entrañas, así la Virgen engendró de su sustancia al mismo Verbo hecho hombre, que reconoce por principio a su Padre según la divinidad, y a su Madre en la tierra según la humanidad, poseyendo dos generaciones distintas y dos principios diferentes. El Verbo es la primera emanación del Padre eterno, y la Virgen es la primera y más pura emanación entre las simples criaturas; pues aunque recibió la existencia en medio del tiempo, fue, sin embargo, la primera en cuanto al designio y mente de Dios. El Espíritu Santo es el término de las divinas emanaciones, pero término de culminación y perfección. La Virgen es el término de las divinas producciones porque Dios no pudo crear una maternidad más grande que la de un Dios, ni levantar a mayor altura a una simple criatura sino elevándola a la dignidad de una divina maternidad. A esto puede añadirse el placer que experimentó Dios en esta cúspide de sus obras, debido a la correspondencia a sus gracias y voluntad divina que encontró en ella, perfeccionándola por medio de acciones obradas por su gracia, a la que ella respondió con los esfuerzos de una correspondencia total.
El Salvador encontró sus complacencias en la Virgen, pues cuando su alma goza en la divinidad, se encuentra en una inmensidad que no puede abarcar. En María, en cambio, su alma encuentra correspondencia y correlación mediante un ajuste de su alma a una cierta igualdad, o por lo menos sin la infinitud de la distancia. Dicho espíritu o alma de María anima el cuerpo del que el Salvador tomó el suyo para redimirnos, siendo su sangre la misma que derramó, y su cuerpo el que crucificó, preservando la inmortalidad del alma. La naturaleza divina no sufrió; fue la naturaleza humana que tomó de María la que estuvo triste hasta la muerte, como testimonió el mismo Salvador, que no puede mentir. El alma de la Virgen participó con una compasión indecible en los sufrimientos de su Hijo, presentándose continuamente al Padre eterno para sufrirlos a partir de la profecía de san Simeón. Estuvo [757] junto a la cruz, pero de pie como diciendo maternalmente: Aquí estoy para ser crucificada junto con mi Hijo. Y si es cierto que el alma está más en el ser que ama que en el que anima, la Virgen Madre está más en su Hijo, en su Hijo Hombre-Dios, que en ella misma. David, por ser padre, sintió una inmensa aflicción a la muerte de su Hijo Absalón, al que, a pesar de su rebeldía, amaba más que a su vida, considerándolo heredero de su reino. En cuanto padre, lo amaba con un amor visceral, a pesar de que Absalón se armó en contra de toda ley divina y humana, tratando de usurpar su reino, que su buenísimo padre pareció cederle, saliendo descalzo en compañía de unos cuantos súbditos fieles a él, a cuya salida se refiere el texto sagrado de manera admirable, moviendo a compasión al lector: Haz volver el arca de Dios a la ciudad. Si he hallado gracia a los ojos del Señor, me hará volver y me permitirá ver el arca y su morada. Y si él dice: No me has agradado, que me haga lo que mejor le parezca. Dijo el rey al sacerdote Sadoq: Mirad, tú y Abiatar volveos en paz a la ciudad, con vuestros dos hijos Ajimaas, tu hijo, y Jonatán, hijo de Abiatar. Mirad, yo me detendré en las llanuras del desierto, hasta que me llegue una palabra vuestra que me de noticias. Sadoq y Abiatar volvieron el arca de Dios a Jerusalén y se quedaron allí. David subía la cuesta de los Olivos, subía llorando con la cabeza cubierta y los pies desnudos; y toda la gente que estaba con él había cubierto su cabeza y subía la cuesta llorando (2S_15_25s). David, vencedor del hijo indigno de su nombre, lamentó con expresiones indecibles la justísima muerte del desdichado que fue capaz de afligir a todo su pueblo: Hijo mío, Absalón; hijo mío, hijo mío, Absalón. Quién me diera haber muerto en tu lugar, Absalón, hijo mío, hijo mío (2S_18_1). Aquel padre apasionado desea morir por Absalón, su hijo rebelde y cruel contra su Padre. Cuanto más [758] diría la Virgen-Madre al ver morir a su Hijo inocente y obedientísimo: Hijo mío amadísimo, si se me concediera una sola gracia, la de morir por ti, me presentaría a la muerte con deseos inexpresables. Virgen Madre, mueres porque no mueres. Dios acepta tus deseos, que te son reputados en grande misericordia, porque no debes morir aquí, sino vivir después de tu Hijo para animar a su Iglesia con tu viva fe y tu ardiente caridad. Nos puso bajo tu amparo en la persona de san Juan. San Pedro no se atrevió a estar junto a la cruz de su maestro, al que negó cobardemente. Hoy llora su falta. Después de su total conversión, reunirá a sus ovejas y convertirá a sus hermanos con la fuerza del Espíritu Santo que su Maestro le prometió. Será él quien los confirme. Señora, preséntate por nosotros en el Calvario durante tu vida mortal, pero preséntate siempre en la gloria con tu bondad maternal, para venir en nuestra ayuda. Tus pechos sagrados alimentaron a tu Hijo, y sus llagas amorosas, a su Padre. La sangre del amor y la leche de la gloria serán para nosotros llamadas y encantos para atraernos al cielo, en el que adoraremos al Padre y al Hijo por el amor que el Espíritu Santo nos comunicará. En él admiraremos las divinas comunicaciones que Dios te hace y las excelentes presentaciones y representaciones que haces para él.
Capítulo 111 - Prudencia del Verbo Encarnado Jesucristo, esposo de las vírgenes prudentes, noviembre de 1638.
[759] Dos contrarios se curan entre sí: el viejo Adán pecó por imprudencia al principio del mundo. El nuevo Adán vino en la plenitud de los tiempos con grandísima prudencia porque, desde la eternidad, la santísima Trinidad decretó la Encarnación de la segunda persona en un consejo divino y en una economía admirabilísima que puedo llamar prudencia inefable. Se trata de la obra de la segunda persona, a la que se atribuye la prudencia y la sabiduría, y aunque todas las operaciones al exterior sean comunes a las tres personas, y que todas hayan contribuido a la Encarnación, sólo la segunda se revistió de nuestra humanidad, apoyándola con su propio soporte. Las otras dos la acompañaron por concomitancia en razón de la unidad indivisible de la esencia, que es simplísima. La sabiduría eterna se valió del profeta Habacuc para llamar Encarnación a su obra, vivificándola con su propia vida en medio de los años. Haré a un lado el resto, para no ser muy prolija, no explicando todo el cántico del profeta. El echó fuera la muerte y al demonio, que caminaban delante de sus pasos, reduciendo en calidad de esclavos suyos a la muerte, al pecado y al demonio. Se mantuvo firme según la alianza que deseaba hacer con nuestra naturaleza; y al medir nuestra debilidad, nos dio su fuerza, de manera que mi alma puede decir: Mas yo en el Señor exultaré, jubilaré en el Dios de mi salvación (Ha_3_18).
Por ello se hizo hombre, naciendo de una mujer, debajo de la ley, para redimir a los que estaban sometidos a la ley, lo cual fue una gran muestra de prudencia. Por esta razón, antes de Navidad, la Iglesia pide su venida a la tierra exclamando: Oh sabiduría que procedes de la boca del Altísimo, abarcando de un confín al otro y disponiendo todas las cosas suave y fuertemente, ven a enseñarnos el camino de la prudencia. El mismo quiso aprender, a través de la ciencia experimental, esta clase de prudencia en el curso de su vida mortal, a fin de darnos ejemplo desde el primer día de su mortalidad, es decir, a partir del día de su [760] Encarnación. Su silencio en el establo y el que guardó antes de la edad de doce años, fueron un estudio de la prudencia, virtud que demostró en presencia de los doctores de la ley, en medio de los cuales lo encontraron su santa Madre y San José: Le encontraron en el Templo sentado en medio de los maestros, escuchándoles y preguntándoles; todos los que le oía n, estaban admirados por su inteligencia y sus respuestas (Lc_2_46s). Entonces la Virgen prudente le preguntó por qué los había dejado ir sin él, a lo que él respondió con palabras de insigne prudencia, que por no comprender enteramente, la santísima Virgen meditaba en su corazón, así como las acciones y aun el silencio de su Hijo, que estaba sujeto a San José y a ella en una prudente y humilde obediencia, en tanto que seguía creciendo en gracia: Jesús progresaba en sabiduría, en estatura y en gracia ante Dios y ante los hombres (Lc_2_52). Contemplémosle en el Jordán obrando con toda prudencia al decir a San Juan que era necesario cumplir toda justicia. El Padre eterno coronó al Salvador revelando a San Juan que él juzgaba muy acertado lo que su Hijo decía y hacía; el Espíritu Santo, en forma de paloma que medita, es decir, hablando y ponderando, descendió hasta él a imprimir el sello de la aprobación de la santísima Trinidad.
En las bodas de Caná su prudencia fue evidentísima, esperando la hora en que debía cambiar el agua en vino y mostrando su obligación de observar, punto por punto, el designio de su Padre, haciendo después lo que su Madre le pidió, respetando ese orden indiscutible. Esperó a que el vino faltara para que su beneficio fuera más amable y mejor recibido: todas sus acciones y palabras eran señal de gran prudencia, por cuyo medio escapó a los lazos que los fariseos le tendieron al preguntarle si era bueno o no pagar tributo al César. Su prudente respuesta fue admirable, pagando él mismo dicho tributo por medio de San Pedro, después de ser interrogado.
El ataque dirigido a él con motivo de la mujer hallada en adulterio se desvaneció gracias a su prudente respuesta y mediante su acción de escribir en la tierra, en la que, al enderezarse, sólo vio a la pobre culpable, a la que interrogó con prudencia, perdonándola con gran clemencia. Todas sus palabras [761] son perlas preciosas que debemos colgar en nuestros oídos cual pendientes de una prudencia sin par. ¿Y qué decir de sus palabras a la samaritana? Con sólo meditarlas se conocerá la gran sabiduría y prudencia con que habló mientras estaba sentado, como dice San Juan, como un hombre sabio; mejor dicho, como un Dios todopoderoso a través de su prudente discurso, obrando en aquella mujer una maravillosa conversión, lo mismo que en toda la Samaria.
En casa de Sta. Marta conocemos su prudencia en la amorosa exhortación que le hizo tanto para tranquilizarla, como para que dejara con él a su hermana María. Simón el fariseo no pudo esquivar su prudente pregunta ni su sabia respuesta, y su juicio sirvió de testimonio a la prudencia de Jesucristo, del que murmuraba, teniéndolo como ignorante del pecado y condición de dicha mujer, o bien de no ser tan reservado como podría parecer. El practicó todas las virtudes, cuyo tiempo y medida les marcó la prudencia. Por ello admiró la del administrador que malgastó los bienes de su señor.
En el día de Ramos su prudente previsión lo movió a derramar lágrimas sobre la ciudad de Jerusalén, reprendiéndola por no haber conocido ni juzgado prudentemente su visita, negándose a prever los males que debían causar su ruina. En la Cena, ¿quién no se extasiaría con San Juan, el águila, al considerar la prudente bondad con la que se dio a los apóstoles, aun a Judas? En su prudente caridad, no quiso descubrirlo a quienes lo interrogaban, salvo a San Juan, que amaba todo lo que su prudentísimo Maestro hacía o dejaba de hacer. No castigó al traidor, dándole más bien su ternura para trocar sí mismo la malicia que llevaba en el corazón, cambiando el pan en su cuerpo y el vino en su preciosa sangre, entregándose a él y a los demás apóstoles. La institución de este divino sacramento es un memorial de sus bondades pero también de su prudencia: para curar a sus pequeñuelos del veneno con que la serpiente los emponzoña, este amoroso pelícano pierde su vida mortal para dar la vida inmortal a los suyos, muriendo para darnos la vida, pero una vida divina.
Este grano de trigo parece morir para multiplicarse. [762] Sube a la cruz para llevarnos al cielo, donde nos ha preparado lugares, y para colmar en él de gloria a la Iglesia triunfante, quedándose en la tierra en el divino sacramento para llenar de gracia a la militante. Bendito sea un Señor tan bueno y prudente, que se dignó venir a nosotros para enseñarnos el camino de la verdadera prudencia. A pesar de ello, sólo los justos y los santos lo imitan, a pesar de ser tenidos por locos por los mundanos, que viven cegados por sus pasiones y aturdidos en sus vicios. Estos, para confusión suya, caerán en la cuenta en el último día: Al verle, quedarán estremecidos de terrible espanto, estupefactos por lo inesperado de su salvación. Se dirán mudando de parecer, gimiendo en la angustia de su espíritu: Este es aquel a quien hicimos entonces objeto de nuestras burlas, etc. (Sb_5_2s).
Su fin es bien diferente al nuestro; helos allí, contados entre los santos, cual verdaderos hijos de Dios, en el que descansan sin temor a los tormentos de la muerte, que por respeto no se atreve a tocarlos. Me refiero a la muerte eterna, porque se encuentran en el seno de la vida eterna. Por lo que respecta a la muerte temporal, la aceptan con alegría sabiendo que es el paso a la visión beatifica y a la patria feliz donde se sentarán para juzgar a las naciones. En ella brillarán cual soles luminosos, participando de las claridades del sol de justicia y del gozo del Señor que les aconsejó ser sencillos como palomas, pero prudentes como serpientes. A esto se refiere San Pablo cuando nos alecciona con estas palabras: Así pues, mirad atentamente cómo vivís; que no sea como imprudentes, sino como prudentes; aprovechando bien el tiempo presente, porque los días son malos. Por tanto, no seáis insensatos, sino comprended cuál es la voluntad de Dios (Ef_5_15s).
Si todos los santos obraron sabia y prudentemente en todo tiempo, con cuánta prudencia deberemos caminar ahora que la malicia más refinada ha invadido su reino, en el que sólo hay engaño. No me admira el que San Ignacio, fundador de la Compañía de Jesús, derramara tantas lágrimas para establecer la prudencia en su Compañía, por ser tan necesaria, en estos días malos, a los buenos servidores de [763] Dios, que tienen tantos enemigos. Si Dios está con ellos, ¿quién podrá contra ellos? Jesús es la cabeza de los santos y María, su pensamiento.
En el Antiguo Testamento, todos los que fueron figura del Salvador fueron prudentes: Abel mostró su prudencia al ofrecer lo mejor a Dios, que se lo devolvió al céntuplo; y si alguien me refuta que la bendición de Dios le causó la muerte, debido a que su hermano lo asesinó, envidioso de su prosperidad, responderé que Dios castigó al fratricida. La sangre de Abel fue como un clamor tan prudente como elocuente, que llegó hasta los oídos de su Señor. Henoc amó el cielo más que su propia tierra y fue arrebatado de ella. Noé, al construir el arca por mandato de Dios, obró con tanta prudencia como imprudencia demostraba el resto del mundo, que se perdió en el diluvio.
Abraham fue admirable en todo. Obró tan prudentemente, que obtuvo un hijo divino e increado a cambio del suyo, creado, teniendo dos de esta manera. Isaac fue librado de la muerte por haber querido prudentemente dar su vida al Señor, quien a su vez le escogió una esposa prudentísima, inspirando a Eliezer un signo de prudencia para saber que estaba destinada para el hijo de su señor. Dicho siervo, al meditar por la tarde en los campos, lo cual muestra una insigne prudencia, mereció encontrarla en los mismos campos, recibiendo a la que prudentemente descendía ocultándose en su manto para acudir a él, proporcionándole más alegría que la tristeza causada por la muerte.
La prudencia de Rebeca sirvió para dar cumplimiento a lo que dijo Dios, que llevaba dos hijos en sus entrañas, pero que el más joven sería señor del otro, porque uno era el amado, y el otro, el rechazado. Esta mujer prudente hizo que el primero obtuviera la bendición del padre, y con ella todos sus bienes. Más tarde propició prudentemente su huida del furor de su padre, asignándole dos esposas de su propia sangre, que Jacob obtuvo con grandes riquezas, todo lo cual adquirió con una prudencia singular en él; por último, recibió el titulo de abuelo de Jesucristo. Dios parece gloriarse al ser llamado Dios de Abraham, Dios de Isaac y Dios de Jacob.
David no quedó atrás en su [764] valerosa prudencia. Dios mandó a Samuel que lo consagrara, enseñándole la prudencia que debía tener para evitar la cólera de Saúl, diciéndole: Di que has venido a sacrificar. Cuánta prudencia demostró David en el transcurso de su vida tanto hacia Saúl, como hacia todo el pueblo, al grado en que se dice en las sagradas letras: En todos los días de su vida obró David con prudencia y el Señor estaba con él (1S_18_14). Saúl, al ver que David era tan prudente, comenzó a tenerle envidia (1S_18_15). Todo Israel y Judá amaban a David, que entraba y salía en presencia de todos. Su prudencia en esquivar la furia de Saúl y la gracia que Dios le concedió para aliviarlo cuando era atormentado del espíritu maligno, es digna de loa. Cuando mostró al rey el trozo que había cortado de su manto, reprendiendo a sus guardias por haberse dormido, exponiendo a su rey al peligro, ¿no se mostró prudente en extremo? Cuánta prudencia en el rey Aquís, en especial la que demostró al huir de Absalón, cuya vida deseaba salvar por medio de su caritativa prudencia. Salomón fue la admiración de todos a causa de su prudente sabiduría. Lo que nos hace dudar de su salvación es la imprudencia que demostró al seguir los sentimientos de tantas mujeres faltas de prudencia.
Capítulo 112 - Fiesta de san Pedro de Alejandría, 26 de noviembre de 1638.
[767] Padre santo, con justa razón dijiste por tu profeta: Yo, que doy el poder de engendrar, ¿permaneceré estéril? Si una criatura engendra a su semejante, ¿por qué no podré engendrar un Hijo que sea mi imagen, un Hijo que sea mi complacencia, un Hijo divino que sea mi eterna dicción; un Hijo que sea mi impronta; un Hijo que sin dependencia sea obra mía; un Hijo que emane de y emane hacia a mi entendimiento luminoso durante la eternidad?
Padre santo, envíame tu luz y tu verdad, que me levante y eleve mi entendimiento hasta el firmamento sublime de tu adorable claridad; atrae mi espíritu hacia ti y [768] concédele el privilegio de ver al Padre luminoso de fecundas entrañas, en el que habita el Hijo de tu gloria, produciendo junto contigo el círculo de amor que encierra con inmensidad, que te penetra así como es penetrado, en quien adoro las abundantes emanaciones, las augustas relaciones, los clarísimos conocimientos, entrando en tus potencias, no por la ciencia que hincha, sino mediante la caridad que edifica, la unción que ilumina al alma, uniéndola a tu deidad fontanal y dándole reposo en la fuente de vida que es su fuerza: En Dios alabaré al Verbo, que se hizo hombre por mí.
Gran Pedro de Alejandría, y tú, excelso Atanasio, cuán dignos sois de alabanza por haber glorificado al Verbo al unísono con el águila del trueno potente que declaró su generación eterna con estas palabras: En el principio existía la Palabra y la Palabra estaba con Dios, y la Palabra era Dios. Ella estaba en el principio con Dios. Todo se hizo por ella y sin ella no se hizo nada de cuanto existe. En ella estaba la vida y la vida era la luz de los hombres, y la luz brilla en las tinieblas, y las tinieblas no la vencieron. Hubo un hombre enviado por Dios: se llamaba Juan. Este vino para un testimonio, para dar testimonio de la luz, para que todos creyeran por él. No era él la luz, sino quien debía dar testimonio de la luz. La Palabra era la luz verdadera que ilumina a todo hombre que viene a este mundo. En el mundo estaba, y el mundo fue hecho por ella, y el mundo no la conoció. Vino a su casa, y los suyos no la recibieron. Pero a todos los que la recibieron les dio poder de hacerse hijos de Dios, a los que creen en su hombre; la cual no nació de sangre, ni de deseo de carne, ni de deseo de hombre, sino que nació de Dios. Y la Palabra se [770] hizo carne, y puso su Morada entre nosotros, y hemos contemplado su gloria, gloria que recibe del Padre como Hijo único, lleno de gracia y de verdad. (Jn_1_1s).
Cuán dichosa sería si fuera digna de morir por el Verbo increado, que por amor se convirtió en el Verbo Encarnado. Si recibiera este favor y el honor de derramar mi sangre hasta la última gota para dar testimonio del Verbo divino, mi alma desbordaría de gozo. Padre Santo, si pudiese convertirme en la alegría de tu salvación. Me confirmaría tu Espíritu principal, y enseñaría aún a los sabios tus caminos, y los impíos se convertirían a ti para contemplar en el esplendor de los santos, cómo, desde el día de tu eternidad, engendras un Hijo co-eterno, igual y consustancial, que es el término de tu entendimiento, figura y hálito de tu divina virtud, emanación suprema de tu poderosa claridad, en la que no puede darse impureza alguna por ser el [771] candor de tu luz eterna, imagen de tu bondad, impronta de tu sustancia, esplendor de tu gloria y espejo sin mancha de la majestad divina, que lleva en sí la plenitud de tu poderosa palabra: Fuente de sabiduría es el Verbo de Dios en las alturas (Si_1_5).
Verbo increado, que eres fuente de sabiduría en tu entendimiento divino, que todo lo alcanza en su pureza; únicamente los limpios de corazón pueden contemplar y tocar al Verbo de vida que es el ojo del Padre, el Oriente en la Trinidad, el cual se dignó visitarnos para iluminarnos como luz de la luz de Dios, Dios verdadero de un verdadero Dios, engendrado y no creado: Engendrado, no hecho, consustancial al Padre, por quien se hicieron todas las cosas. Quien por nosotros y por nuestra salvación bajó de los cielos. Y tomó carne, por obra del Espíritu Santo, de María Virgen, y se hizo hombre. Crucificado también por nosotros, padeció bajo el poder de Poncio Pilato, y fue sepultado. Y resucitó al tercer día, según las escrituras. Y subió al cielo y está sentado a la diestra del Padre. Y otra vez ha de venir con gloria a juzgar a los vivos y a los muertos, y su reino no tendrá fin. Creo en el Espíritu Santo, Señor y vivificador, que procede del Padre y del Hijo; que con el Padre y el Hijo juntamente es adorado y glorificado, que habló por medio de los profetas. Creo en la Iglesia, que es una, santa, católica y apostólica. Confieso que hay un solo bautismo para el perdón de los pecados. Y espero la resurrección de los muertos. Y la vida del siglo venidero. Amén. Jane Chésar de Matel.
Verbo eterno, experimento un placer extremo al profesar este admirable símbolo, que fue dictado por el Espíritu santísimo que produces con tu divino Padre, por ser el Espíritu de [773] verdad que enseña a la Iglesia santa y universal, de la que soy hija, y en la que deseo, con tu gloria, vivir y morir; creencia y confesión que he escrito y firmado con mi sangre como una profesión de fe irrevocable, deseando sellarla con mi muerte, que sería preciosa en tu presencia, Señor y Dios mío. Cuán dichosos son los mártires por ser tus testigos. Los envidio sin desear privarlos de esta gloria. Que mi vida y la de todas las hijas de tu Congregación sea un continuo martirio. A todas nos has poseído en tu principio, llamándonos a ser santas desde antes de la constitución del mundo, y a participar en la felicísima suerte de tus santos a través de la luz que nos ha sacado del poder de las tinieblas. Te bendecimos por ella, Padre de misericordia y Dios de todo consuelo, y por habernos atraído a tu Hijo, quien dijo que nadie iba a él si no era atraído por ti. Hijas mías, [774] no seamos ingratas a esta vocación: El nos libró del poder de las tinieblas y nos trasladó al Reino del Hijo de su amor, en quien tenemos la redención: el perdón de los pecados (Col_1_13). Séfora dijo a Moisés que él era para ella un esposo de sangre cuando tuvo que circuncidar a su hijo. Digamos que el Padre eterno nos ha dado un esposo de sangre, la cual debe animar nuestro valor para morir por un esposo como él, diciendo con el apóstol: Porque me amó, se entregó a la muerte. Adhirámonos a su cruz, a fin de poder decir con toda verdad, en general y en lo particular: Con Cristo estoy crucificado: y no vivo yo, sino que es Cristo quien vive en mí; la vida que vivo al presente en la carne, la vivo en la fe del Hijo de Dios que me amó y se entregó a sí mismo por mí (Ga_2_20). Se dio a nosotros desde su nacimiento y durante toda su vida; por ello exclama la Iglesia: El Verbo que procede de lo alto, sin dejar la derecha del [775] Padre; saliendo de su obra, viene a darnos la vida. Un discípulo lo entregará, para morir, a sus enemigos; pero antes se dará a sus amigos como manjar de vida. Les dio bajo las dos especies su carne y su sangre; para alimentar así a todo ser humano en su doble sustancia. Al nacer se dio como compañero; en la cena como alimento; al morir como redención; y al reinar como premio. (Sto. Tomás de Aquino). Contemplemos al esposo que viene a nosotros sin dejar el tálamo paterno, porque reside en el seno del Padre como Hijo suyo, único y consustancial. El que le ve, ve al divino Padre, como dijo a su apóstol San Felipe, porque el Padre, con el que produce al Espíritu Santo, que es el término de todas las emanaciones internas y divinas, desea darnos al Espíritu como consolador. Su deseo es que [776] seamos uno con él y su Padre por medio de este lazo de amor, para lo cual hizo oración, elevando sus ojos amorosos a fin de atraernos al seno paterno, después de haber vencido al mundo. Pero dejémosle orar, por ser éste su oficio: Padre, ha llegado la hora; glorifica a tu Hijo, para que tu Hijo te glorifique a ti. Y que según el poder que le has dado sobre toda carne, dé también vida eterna a todos los que tú le has dado. Esta es la vida eterna: que te conozcan a ti, el único Dios verdadero, y al que tú has enviado, Jesucristo. Yo te he glorificado en la tierra, llevando a cabo la obra que me encomendaste realizar. Ahora, Padre, glorifícame tú, junto a ti, con la gloria que tenía a tu lado antes que el mundo fuese. He manifestado tu Nombre a los hombres que tú me has dado tomándolos del mundo. Tuyos eran y tú me los has dado; y han guardado tu Palabra. Ahora ya saben que todo lo que me has dado viene de ti; porque las palabras que tú me diste se las he dado a ellos, y ellos las han aceptado y han [777] reconocido verdaderamente que vengo de ti, y han creído que tú me has enviado. Por ellos ruego, no ruego por el mundo, sino por los que tú me has dado, porque son tuyos; y todo lo mío es tuyo y todo lo tuyo es mío; y yo he sido glorificado en ellos. Yo ya no estoy en el mundo, pero ellos sí están en el mundo, y yo voy a ti. Padre santo, cuida en tu nombre a los que me has dado, para que sean uno como nosotros. Cuando estaba yo con ellos, yo cuidaba en tu nombre a los que me habías dado. He velado por ellos y ninguno se ha perdido, salvo el hijo de perdición, para que se cumpliera la Escritura. Pero ahora voy a ti, y digo estas cosas en el mundo para que tengan en sí mismos mi alegría colmada. No te pido que los retires del mundo, sino que los guardes del Maligno. Ellos no son del mundo, como yo no soy del mundo. Santifícalos en la verdad: tu Palabra es verdad. Como tú me has enviado al mundo, yo también los he enviado al mundo. Y por ellos me santifico a mí mismo, para que [778] ellos también sean santificados en la verdad. No ruego sólo por éstos, sino también por aquellos que, por medio de su palabra, creerán en mí, para que todos sean uno. Como tú, Padre, en mí y yo en ti, que ellos también sean uno en nosotros, para que el mundo crea que tú me has enviado. Yo les he dado la gloria que tú me diste, para que sean uno como nosotros somos uno: yo en ellos y tú en mí, para que sean perfectamente uno, y el mundo conozca que tú me has enviado y que los has amado a ellos como me has amado a mí. Padre, los que tú me has dado, quiero que donde yo esté estén también conmigo, para que contemplen mi gloria, la que me has dado, porque me has amado antes de la creación del mundo. Padre justo, el mundo no te ha conocido y éstos han conocido que tú me has enviado. Yo les he dado a conocer tu Nombre y se lo seguiré dando a conocer, para que el amor con que tú me has amado esté en ellos y yo en ellos. (Jn_17_26). Oh caridad indecible, oh amor incomparable, oh amor inmenso e infinito del Verbo hecho carne, que se entrega del todo a los suyos. Seamos suyas, hijas mías, porque él es todo nuestro. Este es su deseo y nuestro eterno deber. Amén.
Capítulo 113 - Unión de Jesucristo con su Iglesia, tan bien expresada por san Pablo, noviembre de 1638.
[779]La primera unión de Jesús con su Iglesia es como la de una cabeza con su cuerpo, confiriendo todo movimiento y sentido, junto con el poder de obrar, a todo el cuerpo y a todos los miembros, que están unidos entre sí la cabeza, que obra dicha unión y trabazón, de manera que los miembros están unidos unos a otros y todos están adheridos a la cabeza. Es éste el sentido de la carta de San Pablo a los Efesios: Crezcamos en todo hasta Aquel que es la cabeza, Cristo (Ef_4_15), en la que describe la unión de los miembros y de la cabeza, cómo da el movimiento y el poder de obrar a todos los miembros, y cómo se logra el crecimiento y perfección de este cuerpo según la virtud conferida por la cabeza a cada uno de los miembros. Para recibir esta influencia, es menester estar unidos a la cabeza y al cuerpo de la Iglesia. El crecimiento no se da por igual en todos los miembros, sino en proporción al don que reciben y a la gracia que les concede Jesucristo, dándola según la capacidad de cada miembro y según la dignidad o ministerio para el que lo ha escogido. San Pablo dijo también que la gracia es concedida a cada uno según la medida determinada por Jesucristo, debido a que su influencia como cabeza en sus miembros es libre y no necesaria y natural, como en los cuerpos físicos, además de que esta cabeza hace que cada miembro sea miembro de su cuerpo: unos son los ojos otros, los pies; por ello dice San Pablo: dio a unos el ser apóstoles (Ef_4_11), etc., mostrando que toda gracia procede de Jesucristo, que subió al cielo para colmar a todos con sus beneficios y tener de qué dar a la humanidad. De este modo se realiza la consumación de los santos y la edificación de la Iglesia, con vistas a la conversión de los infieles mediante la fe y la caridad, como lo explica el apóstol, hasta que lleguemos al ser perfecto en Jesucristo, [780] con cuyas palabras señala otra unión más admirable de Jesús con su Iglesia. Dicha unión, por tanto, no sólo consiste en que todos los miembros del cuerpo de la Iglesia estén unidos en Jesucristo y sean uno en Jesucristo, sino en que Jesús sea un cuerpo y sea su cuerpo; por ello dice San Pablo: Pues del mismo modo que el cuerpo es uno, tiene muchos miembros (1Co_12_12), lo cual no es necesario explicar de una identidad y unidad real o local, situando la humanidad del Verbo en todas partes, sino de una identidad de poder de eficacia de energía y de operación, porque Jesús es como el alma y el espíritu de la Iglesia, que se difunde y alcanza todos los miembros mediante la energía y eficacia de sus gracias y operaciones. Es él quien bautiza, absuelve, consagra y hace todo a través de los miembros y en los miembros de su Iglesia, a los que ha concedido el poder y el ministerio para actuar. No sólo por esta razón es llamada la Iglesia su cuerpo, sino porque además lleva el nombre de cuerpo suyo, denominación que no puede adjudicarse a cualquier cabeza con relación a su cuerpo, debido a que, aparte de la cabeza, tiene el corazón, el hígado y otros órganos importantes que influyen en cada miembro con su propia virtud y funciones, que no reciben de la cabeza; es decir, las potencias operativas que se encuentran en los órganos, no dependen de la cabeza, que sólo aporta los reflejos que se requieren para el funcionamiento. De manera semejante, Jesús da la fuerza, la energía y el poder de obrar a todos los miembros, constituyendo a cada uno en calidad de miembros.
Así, al obrar en cada uno y a través de cada uno de ellos, es su espíritu, su alma y su apoyo, lo cual explica San Pablo en la primera a los Corintios: Porque en un solo Espíritu hemos sido todos bautizados, etc. (1Co_12_13), añadiendo que todos hemos bebido del mismo espíritu por beber la misma sangre en la Eucaristía.
Siguiendo esta idea y la unión que se da entre Jesús y su Iglesia, Pablo, al hablar a los efesios acerca del crecimiento de la Iglesia, dijo: Hasta que lleguemos todos a la unidad de la fe y del conocimiento pleno del Hijo de Dios, al estado de hombre perfecto, a la madurez de la plenitud de Cristo (Ef_4_13); lo cual quiere decir que, así como Jesús [781] alcanzó la edad perfecta y a la perfección de todos sus miembros en su cuerpo natural, debemos llegar, al pleno y perfecto conocimiento de Dios y de Jesús, realizando de este modo la perfección de los miembros de la Iglesia. El apóstol compara la Iglesia a un hombre perfecto, porque de la Iglesia, como del cuerpo de Jesús, como del alma que anima este cuerpo, se hace y se forma un hombre y un Jesús. Si el cuerpo y sus miembros tienden a crecer y a perfeccionarse, pero a través de miembros imperfectos, aunque este crecimiento provenga del alma, el cuerpo llegará a ser un monstruo. Si por el contrario, el cuerpo crece en armonía perpetua hasta llegar a una estatura conveniente y a una edad madura y viril, su madurez provendrá del alma. De modo semejante, la Iglesia crece según todos sus miembros en Jesús y por su poder, y Jesucristo se fortifica en sus miembros hasta que la Iglesia la estatura y dimensión de madurez que conviene a una edad perfecta.
Todos deben tratar de crecer en Jesús, a fin de que la Iglesia pueda llegar a su perfección y a la estatura de Jesús, que sigue creciendo en la tierra.
Este crecimiento se obra mediante la fe y la caridad, como expresa San Pablo, no debiendo completarse sino en la gloria, porque siempre seremos pequeños y estaremos expuestos a la vanidad y a los engaños de diversas doctrinas.
Capítulo 114 - La Virgen fue concebida sin pecado. Los misterios obrados por Dios, siguen ocultos para nosotros. La virgen está con su Hijo, gloriosamente ensalzada. 8 de diciembre de 1638.
[783] El día de la Inmaculada Concepción de la Virgen, mi alma fue elevada en un sublime conocimiento tocante a la pureza de tan admirable concepción. Se me reveló que no fue el placer que propone la naturaleza, sino el deseo de obedecer la divina voluntad, mediante una secreta inspiración, lo que unió a San Joaquín y a Santa Ana para obtener la bendición que debía ser el gozo de los ángeles y de los hombres, y presentar al Verbo una Madre; bendición que nos muestra la aurora que traerá para nosotros al sol de justicia. Convenía a la majestad del Hijo del Altísimo que su Madre fuera concebida sin pecado y que su cuerpo sagrado fuese organizado en el momento en que el alma se le infundiera, sin esperar el tiempo ordinario que la naturaleza emplea en la conformación de nuestro cuerpo. En María se inició la redención de la humanidad; Dios no deseaba retardarla porque acelera siempre las obras de amor y de misericordia, siendo lento y tardío en las de la justicia, como se dice en el Génesis. Dios caminaba o paseaba bellamente en el Paraíso después del medio día: Yahvé Dios se paseaba por el jardín a la hora de la brisa (Gn_3_8).
El Espíritu Santo, que deseaba obrar en la santísima Virgen el misterio de la Encarnación en el tiempo previsto, fue [784] quien se ocupó en la Inmaculada Concepción de María. No hay quien sea justo, ni siquiera uno solo (Ml_2_15). No hay un sensato, no hay quien busque a Dios (Rm_3_11). Por estas palabras debemos entender que la Virgen, al venir para cooperar a nuestra redención, debía recibir la gracia y el espíritu con medida, y que su Hijo, el nuevo Adán, la recibiría sin medida por ser Dios. María fue creada para ser Madre de Dios; por ello recibió fuerza del Padre y fecundidad para engendrar un Hijo, que les es común por indivisibilidad. Recibió además la sabiduría por mediación del Verbo, y el Espíritu Santo le comunicó su amor. María es la admirable compañera del hombre nuevo y también su madre, que recibió en ella la simiente de Dios cuando el Verbo tomó carne en su seno.
Consideré tres misterios escondidos en Dios a los siglos pasados, que siguen estando ocultos para nosotros. Como nos están velados, no podemos comprender claramente la manera en la que se obraron. El primero es la Concepción Inmaculada de la Virgen; el segundo, la Encarnación del Verbo; el tercero, la presencia del mismo Verbo Encarnado en el Santísimo Sacramento de la Eucaristía, en el que se oculta bajo frágiles accidentes que no sabríamos penetrar. Aunque la Virgen y los bienaventurados tienen conocimiento de ellos en el cielo, que es la Iglesia triunfante, siguen siendo misterios ocultos para la militante.
Me detendré ahora en el misterio de este día. ¿No es una realidad lo que Mardoqueo vio en su misterioso sueño? De una pequeña fuente nació un gran río de abundantes aguas. La luz y el sol surgieron y los humildes se alzaron y devoraron a los soberbios (Est_10_6).
En su concepción y en su nacimiento, la Virgen es una fuentecilla que en la Encarnación se convierte en sol debido a que encierra al Hombre-Dios, que es el Oriente venido de lo alto, ocultándolo en su seno. Este misterio sólo fue visto de Dios y de los ángeles antes de la Visitación, después de la cual, y en la natividad, la Virgen produjo el Océano y mar de la divinidad, unida por unión hipostática a nuestra humanidad: De una pequeña fuente nació un gran río de abundantes aguas. La luz y el sol surgieron y los humildes se alzaron y devoraron a los soberbios (Est_10_6).
En ese parto virginal ella hizo brotar el mar del que proceden todos los ríos, y al que [785] deben volver. María es la fuente abierta de David que el profeta Zacarías señala en el décimo tercer capítulo de sus oráculos, fuente que produce los ríos y las piscinas de la Iglesia para dar lustre a la casa de David y purificarla así como lavó las impurezas de los habitantes de Jerusalén: Aquel día habrá una fuente abierta para la casa de David y para los habitantes de Jerusalén, para lavar el pecado y la impureza (Zc_13_1).
Al producir este mar, este Océano, ella no queda vacía; pues habiendo engendrado al Verbo Encarnado, permanece llena de Dios y de sus gracias. El Verbo Encarnado quiso alimentarse de sus pechos, de la misma sangre que formó y alimentó su cuerpo sagrado en sus entrañas maternales. Dicha sangre, transformada en leche, fue para él un néctar delicioso y celestial, que en él se convertía en divino, sirviéndole de alimento, de solaz y de crecimiento mientras que fue alimentado por la Virgen y llevado en sus brazos, adhiriéndose a su seno como amadísimo infante a su progenitora, colmándola de caricias infantiles y divinamente inocentes. Cuán inexplicables debieron parecer al corazón virginal y materno que las recibía. Fueron delicias inconcebibles para nosotros.
Los dos dragones que Mardoqueo vio cerca de la fuente son los ángeles y los hombres. El ángel altivo es comparado al soberbio Amán, y el hombre humilde y fiel a Mardoqueo, que fue el favorito del rey a causa del amor que éste sentía por Ester.
Aquí aparece una diferencia: Mardoqueo declaró el complot en contra de la vida del rey, y el hombre pecador fue el motivo de la muerte de Jesucristo, el verdadero rey, el cual, para no alejarme por ahora de esta figura, mostrando su realización de alguna manera, como soberano Rey, debía ser la muerte de nuestra muerte y el aguijón del infierno, destruyendo el imperio del demonio y del pecado, contrariándolo desde su cruz: Canceló la nota de cargo que había contra nosotros, la de las prescripciones con sus cláusulas desfavorables, y la suprimió clavándola en la cruz. Y, una vez despojados los Principados y las Potestades, los exhibió públicamente, incorporándolos a su cortejo triunfal (Col_2_15).
En Jesucristo, la naturaleza humana triunfó del [786] pecado y de los demonios, que fueron despojados afrentosamente, en tanto que la humanidad fue elevada a la gloria del que confiesa ser su hermano, por haber mereciendo para ella el honor de ser consorte de su naturaleza divina. Los demonios se ven obligados a decir, cuando el Todopoderoso se complace en mandarles ver la gloria de la naturaleza humana: ¿Qué debe hacerse al hombre a quien el rey quiere honrar? (Est_6_11). Los hombres han llegado a tener, a través del Hijo de la Virgen, no sólo las grandezas que poseyó el ángel soberbio, sino que familia del Rey de reyes por una admirable alianza, desde que el Verbo se hizo hombre. Gracias a la mediación de María, los hombres fueron unidos a la divinidad de Jesucristo; y por su mediación, constituidos herederos de los bienes del Padre y del Hijo natural, en calidad de hijos adoptivos.
El ángel rebelde, dragón infernal, vio su cabeza destrozada por esta maravillosa mujer. Intentó vomitar un río envenenado de rabia en contra de su descendencia, pero la tierra divina lo enjugó y la Virgen fue preservada de sus trampas y exenta de todo pecado: original o actual. Jamás pudo él turbar las aguas de tan cristalina fuente, ni profanarlas con su aliento envenenado de furia. María fue concebida sin pecado.
Tampoco fue capaz de impedir la Encarnación del Verbo divino, que quiso darse como alimento en el Santísimo Sacramento del altar, deseando, de manera singular, ser la porción de Leví. María estaba en el Verbo y el Verbo en ella como la porción de Leví, porque nunca quiso poseer la tierra en heredad. Dios se dio a ella para poseerla en calidad de Madre, así como ella lo posee en calidad de Hijo, haciéndose, por María, el germen de David, al que pertenecen la unción y el trono real. El reinará en Jacob eternamente, porque su reino no tiene fin. María, su Madre, fue constituida por él Reina del cielo y de la tierra por toda la infinitud. El Espíritu Santo descendió a ella en una exuberancia indecible para los ángeles y los hombres. El mismo espíritu reposó en su Hijo, el cual hundió sus raíces en los elegidos a través de María, su Madre, que provenía de la raíz de Jesé. En esta admirable flor reposó el Espíritu Santo, ungiéndola para anunciar los designios divinos al mundo y a la humanidad.
Jesús y María son las fuentes de Israel. María encerró en sus entrañas virginales toda la gloria de Israel; el Verbo es la fuente que salta hasta la [787] vida eterna, que consiste en conocer al Salvador y por él al Padre, que lo envió a la tierra. La Virgen, que lo engendró y que lo posee como descendencia suya, es su Señora y Madre. El es todo de ella, así como ella es toda de él, mostrándose como Madre al dárnoslo. María es la causa de nuestra alegría, como la llama la Santa Iglesia. Es un vaso purísimo que fue digno de recibir a Dios, que es Espíritu. Su cuerpo es más puro que todos los espíritus creados de los ángeles y de los hombres, del que el Verbo increado quiso tomar uno, queriendo unirlo a él mediante una unión hipostática. Cuerpo santo, en el que su alma santísima fue infundida en un instante en medio de una alegría incomprensible a los entendimientos creados; alma santa que se vio, a partir de ese momento, unida al Verbo, gozando de la visión beatifica en su parte superior; alma sostenida por el Verbo como un cuerpo sagrado. La Virgen encerró en su seno a este Hombre-Dios, en el que habita toda la plenitud de la divinidad.
Bendecid al Señor, fuentes de Israel (Sal_67_27). Alma de Jesús, alma de María, bendigan a la divinidad, porque en ustedes están los orígenes de Israel, contemplando a Dios y fuertes contra Dios. Ustedes nos han dado y obtenido la bendición de gracia; esperamos la de la gloria por vuestros sufrimientos comunes, porque la Madre sufrió en su Hijo, estando junto a la cruz, como dice el apóstol. Hijo que, obediente hasta la muerte de la cruz y después de anonadarse a sí mismo, fue elevado a la diestra de la grandeza divina, que le era esencialmente debida por naturaleza. Creo que la Virgen, habiéndose despojado de todo, aun de su Hijo, y habiendo permanecido junto a la cruz, fue ensalzada por gracia como Madre de Dios, a la derecha de la gloria de su Hijo.
Capítulo 115 - Santa Lucía es toda luz, como lo indica el nombre que recibió del Verbo Divino, su esposo, que es luz y se convierte en templo y delicia de sus esposas, siendo para ellas fuente de completa felicidad.
[791] La víspera de santa Lucía, al recordar las gracias que, en años anteriores había recibido en los días de la fiesta de dicha santa, virgen y mártir, di las gracias a Dios y a ella; y pensando en mis faltas, de las que deseaba ser perfectamente lavada después de tantas confesiones y absoluciones, me dirigí a esta virgen como a la esposa de mi Amado, alegrándome de la relación que veía entre ellos. Supe que, como el nombre Lucía deriva de la palabra luz, era muy justo que ella resplandeciera, porque el esposo es luz. Esta virgen fue como [792] una lámpara a la que Salvador, cuyo nombre es bálsamo derramado, y que es luz y sol, sirvió de aceite y de luz.
Durante esta dulce conversación, vi dos ángeles que llevaban una corona, la cual desapareció para cambiar en una piedra de color rojo veteado, como jaspe o pórfido, que tomaba de cuando en cuando la forma de una iglesia, de cuyo campanario salían cinco ríos que no tenían otro origen que la piedra. Dicha piedra es Jesucristo, que da las aguas en el desierto, pues como dijo San Pablo, lleva su fuente de origen en sí mismo; por ello es el primer fundamento de la nueva Jerusalén: Primer fundamento (Ap_21_19).
Aprendí que él hace brotar aguas en abundancia para purificarme, lo cual me consoló indeciblemente. Por ello me detuve a sacar alegremente el agua de las fuentes del Salvador, con el único deseo de agradar a su divina majestad. Sacaréis agua con gozo de los hontanares de salvación (Is_12_3).
[793] ¿Qué invento puede ser semejante al del Salvador, sabiendo que sus amadas serían como ciervos sedientos? El mismo quiso convertirse en fuente y dar sus aguas por cinco canales, que son cinco ríos y cinco manantiales para contentar las diversas inclinaciones de cada espíritu, según el gusto de cada uno. El es el pórtico en el que los enfermos con diversas dolencias son admitidos y tratados caritativamente, aunque el primero en penetrar en la fuente es aliviado de toda suerte de males, gracias al milagro que obra el ángel del gran Consejo cuando remueve las aguas. El puro amor puede devolver a quien ama la salud perfecta, porque la fiebre de amor le es más agradable que todas las delicias de la tierra. Ella ama más esta dichosa enfermedad que cualquier otra cura. La puerta de este templo de amor está abierta para ella, y en él encuentra el santuario, penetrando en él por la sangre de su esposo; es su ascensión de púrpura en la que aprende del oráculo infalible las voluntades del Padre, porque el Hijo sólo dice lo que agrada a su divino Padre, gozando al hacer su voluntad. [794] En esa fuente contempla la esposa los ojos divinamente amorosos, que son piscinas de gracia del rey de los pensamientos, pues piscina de Hebrón equivale a decir rey de los pensamientos, ya que él sólo tiene pensamientos de paz hacia su amada, mediante los cuales reina pacíficamente en su corazón, coronándola a la puerta de tan delicioso paraíso. El la desea cristífera; la unge con óleo de alegría; la consagra Reina. Los ángeles desean ver su rostro iluminado por los rayos del sol de justicia, que goza al imprimir y expresar por medio de ella su belleza humanamente divina y divinamente humana, a fin de que sea el objeto del cielo y de la tierra. La hija de Tiro con presentes, y los más ricos pueblos recrearán tu semblante (Sal_45_13). Sin embargo, lo que es más admirable en esta Esposa del Verbo es su gloria: Toda espléndida, la hija del rey va dentro (Sal_45_14). Todo lo que se manifiesta exteriormente en las criaturas es nada en comparación con lo que hay en la intimidad con el Creador, que es el divino Esposo, al que ella está unida y en el que posee todo bien.
Capítulo 116 - Nobleza y excelencias de la gracia y del amor que Dios tiene al alma, que constituyen su adorno, 2º domingo de Adviento 1638.
[795] Mi divino amor, iluminándome amorosamente, me dijo que la gracia es la emanación más noble de Dios fuera de él, siendo ella la que le mueve a complacerse en las demás emanaciones, devolviéndolas a su principio y fuente primera porque procede de Dios y a Dios retorna en un ciclo no menos maravilloso que aquel que san Dionisio percibió en el amor que tiene Dios a sus criaturas, debido a que la gracia en Dios en nada difiere de su amor, y a que fuera de Dios, en las criaturas, la gracia es la primera producción del amor divino. La gracia es el objeto del mismo amor y su causa inmediata, que da por resultado el encuentro de la gracia y el amor, siendo éste el término de aquella, el objeto y el lazo de aquel de quien todo procede, así como de las emanaciones y procesiones de las divinas personas. El Espíritu Santo, que procede del Padre y del Hijo, es el término al que se dirige y en el que se detienen la totalidad de la divina fecundidad y las procesiones personales. El es, por reflexión y retorno incomprensible, el lazo y el nudo del Padre y del Hijo. Por ello, siendo la gracia el germen más noble que el amor y la benevolencia de Dios producen en la criatura, dicha gracia hace volver la criatura [796] hasta Dios, adhiriéndola y uniéndola a él como a su principio, haciéndola agradable a Dios y objeto digno de su complacencia.
Existe una gracia de benevolencia en Dios, la cual, hablando con propiedad, no es otra cosa que su amor. Dicha gracia es inmanente en Dios y la que le apremia a conceder la gracia de complacencia a la criatura, en la que él encuentra su placer como objeto de su amor, en tanto que la gracia la hace agradable y amable, o amablemente agradable, causando que, mediante una acción divina o deiforme de benevolencia, ella retorne a Dios, al que ama, y a que mediante este amor atraiga una nueva gracia de complacencia en la criatura, en la que se complace en la medida en que la hace más amable a través de la abundancia de su gracia, y que ella, al producir nuevos y más generosos actos de amor y de benevolencia, se una más aún a su principio.
De este modo, se obra un perpetuo y eterno ciclo entre la gracia de benevolencia y de complacencia y la emanación de Dios y el retorno a él.
A través de su plenitud esencial, la divinidad obra un ciclo en sí misma en la procesión de las divinas personas; la gracia, en cambio, lo hace volviendo al principio del que dimana, volviendo a él a la criatura que procede de él. Es verdad que dicho ciclo se rompe en ocasiones y que la moción se [797] interrumpe cuando la gracia es asfixiada en la criatura; pero permanece siempre intacta en su autor y principio, en su fuerza y en su manantial de origen, que es el seno de la divinidad. Aunque la gracia de complacencia muera en la criatura, la de benevolencia está siempre viva en Dios, a pesar de que con frecuencia deje de producir la de complacencia en la criatura, que la pierde por culpa suya, y que, habiendo sido creada por la gracia objeto de la complacencia y del placer de Dios, se hace, por el pecado, objeto del odio y disgusto de Dios.
El primer homicidio ocurrió en esta hija amada y esposa de Dios debido a que el pecado la mató en los ángeles; y el ángel, convertido en demonio por esa masacre, la mató a través del pecado en el hombre. El hombre, el ángel y el pecado intentaron darle muerte en Jesucristo, el cual, siendo la gracia de Dios, al probar la muerte aterró a todos los enemigos de la gracia, resucitándola con su sangre, como nos lo asegura San Pablo: Pues por la gracia de Dios gustó la muerte para bien de todos (Hb_2_9). En figura de ello, después de la muerte de la gracia en Adán, fue sacrificado el cordero del nacimiento del mundo; gracia que cambió la muerte en vida. Todo el germen y principio de gracia que Dios quiso conceder al ángel y al hombre, se encontró más gloriosa y eminentemente en Jesucristo, que fue colmado de una gracia infinita, dando de su [798] plenitud a todos aquellos que, después de la primera muerte de la gracia en el ángel y en el hombre, se abrieron para recibirla.
El siente muchísimo que la gracia que mereció, y que comunica siempre con su Padre a las almas, sea destruida por el pecado. Si Dios fuera capaz de sentir tristeza, la sentiría infinitamente al ver morir a su querida hija, y que se asfixie con tanta perfidia e ingratitud a la más noble de sus emanaciones al exterior. Con el fin de apaciguarlo por la afrenta que recibe con tal ofensa, Jesucristo instituyó un sacrificio de gracia: el de la Eucaristía, en el que la gracia sustancial, que no es otra que Jesucristo mismo, al que San Pablo llama Gracia de Dios, es continuamente sacrificada como una víctima de expiación y propiciación.
La gracia sale siempre victoriosa y admirable en las obras. Si los santos hicieron algo grande, se debió a que hallaron gracia en presencia del Señor, la cual los hizo agradables a él, sosteniéndolos con su poder para sobreponerse a todo lo que se opusiera a su santidad. Noé, en medio de todo un mundo corrompido, fue el [799] único en encontrar la gracia, mofándose de las aguas y del diluvio que ahogó ese mundo y siendo llevado y conservado más por la gracia, que por su arca.
Abraham venció con la gracia el fuego al que lo arrojaron los caldeos; más tarde venció la naturaleza, animado de la gracia, al sacrificar a su único hijo, Isaac, risa y alegría de su corazón. La gracia, en fin, venció a Dios en la persona de Jacob, que luchó con el mismo Dios, prevaleciendo contra él a favor de la aurora, que derramaba la gracia del cielo para presagiar un sol y un mediodía de gracia. Jamás la Virgen, figurada por dicha aurora, hubiera llegado a ser Madre del Verbo Encarnado si no hubiese encontrado gracia ante Dios, que la llamó desde ella a fin de complacerse en María de manera sublime, al grado en que el Padre eterno quiso hacerla Madre de su Hijo, el cual la escogió también para ser su Madre, y el Espíritu Santo para ser su Esposa.
La gracia, por ser toda gloria y germen de la gloria, es mucho más noble que la luz de la gloria, no sólo por ser su germen y simiente, como ya dije (la luz de la gloria se concede al alma en virtud de la gracia, que la hace capaz y merecedora de la que le es debida) sino debido a que la gracia causa placer en Dios, y la luz de la gloria placer en el hombre, ya que por la gracia Dios hace al alma agradable y amable a él, y en razón de la gracia, como primer fruto de su benevolencia y de su [800] amor, se complace en el alma y reposa en ella.
Por esta razón se la llama gracia de complacencia. A través de la luz de la gloria, el alma ve a Dios, gozándolo y complaciéndose en él; la gracia, en cambio, se aboca a promover el contento y placer de Dios en su criatura. Como la luz de la gloria sólo se dirige al placer y contento de la criatura en Dios, podría afirmarse con verdad que el objeto de dicha luz, por ser el mismo Dios, es más noble que la gracia, que es el objeto que agrada a Dios en el alma; pero si comparamos piadosamente la gracia con la luz de la gloria, terminamos por confesar que ambas se dirigen a Dios y terminan en él, uniéndolo a la criatura. Existe, sin embargo, la diferencia de que la gracia une a Dios con la criatura para encontrar su placer y contento en ella, y que la luz de la gloria une a la criatura con Dios para que halle en él su placer. Por ello la gracia, que es el agrado y la complacencia de Dios, es mucho más noble que la luz de la gloria, cuyo fin es la complacencia de la criatura, aunque todo ello suceda en Dios, al que la une. De ahí viene que todo lo que participa de la gracia, es agradable a Dios. Se dijo que Dios miró primeramente a Abel y a su ofrenda. Como Abel le agradó en [801] razón de la gracia, aceptó de inmediato sus sacrificios. La gracia es la razón por la que él es tan cuidadoso y celoso de todo lo que concierne a los santos, cuyos intereses adopta como suyos. Por ser los santos la niña de su ojo, les concede tantos favores y, en atención a ellos, a muchos otros, como nos lo asegura la Escritura, porque él ve todo esto dorado por la gracia que comunica al justo. En medio de todas estas inteligencias, sentí y percibí un rayo sobre mi cabeza, lo cual me sucede con mucha frecuencia. Debo confesar que, en realidad, no sé expresarme, pareciéndome que utilizo un carbón para describir la luminosidad de los rayos.
Mi divino amor me dio a conocer que la santísima Trinidad se complace tanto en un alma adornada por la gracia, que, si por una total imposibilidad, no habitara en su inmensidad, se albergaría en el alma a la que el Dios trino y uno hace el don de su gracia y la noble comunicación de sí; y que si pudiera encontrar dicha y felicidad fuera de él, la encontraría en su gracia. Fue necesario que Jesús padeciera para entrar en su gloria y en el alma que posee la gracia; inhabitación en la que se glorifica, y que le es tan querida. El experimenta las cosas divinas y las humanas porque sufre la violencia y la impetuosidad de su amor, que lo mueve a comunicarse y a entrar en el alma. Sufre las cosas humanas porque tolera sus imperfecciones y pecados; y cuando el alma que está en gracia sufre, él padece con ella debido a que su amor hace comunes las penas. De este modo, es glorificado en sus sufrimientos y penetra en dicha alma como en su gloria. El Salvador no muere más; es verdad; y, en cuanto Verbo del Padre, es invulnerable en su ser. Sin embargo, puede padecer en su amor, que se dirige a la criatura, el cual es una inclinación violenta de Dios hacia el alma dotada de gracia. De esto se sigue que, si bien el divino amor no puede padecer en Dios, recibe en la criatura sus debilidades, padeciendo en ella a fin de atraerla a sí, uniéndola y haciéndola impasible en él.
Si el pecado no hubiera dado muerte a la gracia, Dios no habría sufrido las cosas humanas para entrar en su gloria, experimentando sólo las divinas; a saber, un amor apasionado. El hombre habría permanecido largo tiempo sobre la tierra, no para sufrir en ella, ni sólo para vivir en ella, sino para multiplicar en ella la gracia.
El Verbo, al contemplar a la gloriosa Virgen llena de gracia, no quiso tardar en hacerse hombre; y San Gabriel, embajador de este misterio, al saludar a la Virgen, no encontró titulo más augusto que el de Llena de gracia, de manera que la gracia fue como la base, el fundamento y el [803] soporte de la maternidad en la Virgen, en la que el Verbo entró también como en su gloria. Al hacerlo no tuvo que sufrir las cosas humanas ni las imperfecciones, que jamás se dieron en la Virgen en razón de la plenitud de la gracia que la colmaba; sufriendo en cambio la violencia de un amor que lo atraía más poderosamente hacia ella que la misma plenitud de gracia que había derramado en María.
El Verbo entró en su gloria sin el designio de su Padre, del que jamás sale o se separa. Penetra en su gloria, que es su humanidad, a través de la Encarnación que obró en el seno de la Virgen, que fue también la gloria en la que entró con abundante plenitud de gracia.
También penetra en todas las almas dulcificadas por la gracia, para relucir en ellas como sol en un cristal, haciéndolo luminoso y glorioso. En él reside con toda su gloria, a pesar de que la gloria de dicho cristal emana del sol que lo ilumina, el cual mora en la gloria que él mismo ha producido. El Verbo no mora en ninguna otra gloria, propiamente hablando, sino en la que le es común y esencial con su divino Padre y el Espíritu Santo, comunicando al alma, sin embargo, la gracia que es su gloria y morando en la misma alma, que es atraída por la belleza y la majestad de su gloria, que él mismo le ha comunicado. Digo que él habita en su gloria en un alma sosegada por la gracia, que experimentando verdaderamente las cosas divinas y las humanas para entrar en dicha gloria.
La gracia es una emanación y un rayo de la belleza [804] de Dios en el alma, que, por esta causa, se convierte en su esposa. Cuando un príncipe desposa a una joven debido a su incomparable belleza, no se casa con la belleza, sino con la princesa que está dotada de ella, la cual jamás llegaría a ser esposa del rey sin los atractivos de la belleza que arrebató el corazón y los ojos del príncipe. Lo mismo hay que entender de la gracia como esposa de Dios, porque el alma es dotada de gracia, que es el adorno y la belleza que hace al alma digna de ser esposa; es decir, es el lazo conyugal y una forma de contrato que la transforma en esposa auténtica, situándola en la posesión conyugal de Dios y transformándola en posesión de Dios, no como el resto de las criaturas, sino como esposa queridísima. Asuero fue atraído, primeramente, por la bondad de Ester, a la que tomó por esposa. Cuando ella se presentó delante de él para interceder por la vida de su pueblo, encantó a dicho príncipe con su bondad, que lo movió a perdonar a su pueblo, terminando por convertirse servidor de la bondad y belleza de su esposa, que llegó a ser señora de su voluntad y de su cetro. Los ojos de Dios, después de contemplar su propia y natural belleza, se vuelven a mirar la belleza de la gracia, y sus oídos están atentos [805] para escuchar la súplica del alma poseedora de ella. Así, el esposo dice a su esposa: Déjame oír tu voz; porque es dulce, y gracioso tu semblante (Ct_2_14). La esposa muestra la belleza de su rostro cuando palidece y deja oír su voz al obrar, porque sea que experimente las cosas divinas en la contemplación, que la colma de luz y de claridades; sea que sufra las cosas humanas en sus debilidades, sus rayos, al aparecer en sus oscuridades, tienen un no se qué de agradable, y en ambos estados da siempre muestra de la fidelidad de su amor. Es amable al obrar, pronunciando tantas palabras como acción produce, rogando a su esposo, que no desea sino contentarla en todo lo que ella pide. David dijo con razón que los ojos de Dios no miran sólo a los justos: Los ojos del Señor sobre los justos (Sal_34_15); sino que se fijan detenidamente en ellos: Fijos en ti los ojos (Sal_32_8), como no teniendo objetivo más bello que contemplar. Añade que está siempre atento a sus plegarias, a las que se adelanta y previene, escuchando sus deseos en cuanto son concebidos en el corazón: El deseo de los humildes escuchas tú, Señor (Sal_10_17).
Son éstos los pobres que, mediante un despojo total, nada desean poseer sino la gracia, en la que todo lo tienen. A ellos pertenece el reino de los cielos, según la promesa del Salvador, que los llama bienaventurados, asegurando que en ellos mismos se encuentra ya el reino de Dios: El Reino de Dios está dentro de ustedes. Es muy cierto, por tanto, que Dios todo lo da por la gracia y con vistas a la gracia, después de la cual nada más tiene para dar, porque la gloria [806] sólo se da en virtud de la gracia, que es su germen. A través de la gracia él viene al alma, atrayéndola y elevándola hasta él, dándose de este modo a sí mismo por medio de la gracia. La razón principal por la que la gracia detiene los ojos de Dios sobre su esposa se debe a que la convierte en espejo e imagen de la divinidad, haciendo al alma deiforme y divinizada. Así como Dios es inefable, incomprensible e invisible; así como habita en una luz inaccesible en sí mismo, que sólo es cognoscible en esta su imagen, se sigue que la gracia es el ojo del alma, como sucede con el que mira el ojo de otro, imprimiendo en él su imagen. Por ello se dice que el Verbo es el ojo del Padre eterno, quien, al mirarse en sí mismo, produce su imagen sustancial.
De manera semejante, cuando el esposo mira al alma, imprimiéndole la gracia, estampa en ella su imagen y es contemplado por el alma en virtud de la misma gracia: Todos ellos de ti están esperando (Sal_104_27). Los ojos del alma conservan las potencias atentas a la operación de Dios y elevadas en virtud de la gracia que reside en el fondo del alma. De este modo, contempla los rayos del sol que la ilumina, recibe sus divinas irradiaciones y, a través de sus miradas, complace a su esposo. San Pablo dice que por la gracia de Dios es lo que es, y que la gracia no ha sido vana en él, porque ella lo hace vivir de la vida misma de Jesús. Es él quien vive más en él que él mismo, colmándolo de sí y de su gracia. Dichosa plenitud. Aquel que está lleno de la divinidad colma a San Pablo, librándolo de la vanidad de las criaturas. El Salvador aseguró al apóstol que [807] le bastaba su gracia, porque ella le daría todo lo necesario en el camino y lo conduciría a la plena posesión de toda clase de bienes en cuanto llegase a la meta de su peregrinar.
La gracia es una naturaleza admirable, amable y fuerte, que mueve a Dios a decir que el alma que la posee es buena en sumo grado, ya que en la creación, al examinar en detalle todas sus obras, dijo que eran buenas; pero al ver a Adán, creado en la justicia y en la gracia original, afirmó que esta obra suya era muy bella y completa. Es así como encuentra sus delicias en un alma dotada de la gracia.
La gracia obra un perfecto acuerdo entre Dios y la criatura, siendo como un árbitro, pacificando lo que sería adverso y uniendo o divinizando al alma ya unida a él a través de una transformación sagrada; y como ella es el precio de los méritos y de la sangre del Salvador, tiene con qué satisfacer, en virtud de los méritos que representa, por la criatura que una vez fue culpable. La gracia abunda más en una persona que en otra, produciendo efectos diferentes en diversos sujetos. En esta pluralidad es menester apreciar la diversidad de la nobleza y grandeza de las almas, quienes, a pesar de pertenecer a una misma naturaleza y especie, integran variadas jerarquías, así como los ángeles, debido a la multiplicidad de su naturaleza y de su especie. La gracia es el árbol que Dios plantó en medio del Paraíso, al que se huelga en hacer fructificar, en primer lugar, mediante una admirable multiplicación, que se aumenta por las obras que nos mueve a producir. En segundo lugar, produciendo el fruto de la gloria, de manera que la tierra comienza a percibir sus frutos, a pesar de que su total fruición se perciba en [808] el cielo. El árbol es mejor y más noble que el fruto; sin embargo, éste nos resulta más agradable porque gozamos y nos servimos de él y no del árbol. De manera semejante, experimentaremos mucho mayor contento en la posesión de la gloria, que es el fruto de la gracia que contiene en sí toda la nobleza de la gloria, así como el árbol encierra en su raíz toda la belleza y bondad de su fruto. La gracia mueve a la esposa a decir: Amado mío, te traigo frutos que son antiguos y nuevos, porque se renuevan durante la eternidad. La gracia me ha dado esta fertilidad. Te los devuelvo porque proceden de ti.
Cuando el pecado arroja del alma la gracia, en cuanto ésta vuelve a implantarse en ella, da vida a las buenas obras que estaban amortiguadas, debido a la resurrección del alma. Si fuera capaz de sentir dolor, lloraría las obras muertas a las que no puede conceder la vida. De ellas se vale para suscitar la compasión del piadoso Samaritano, para que unja y vende las heridas del alma, unción que no es otra que la misma gracia, que es bálsamo y aceite sagrado que Dios dispensa con medida, como quiere y a quien quiere, sin rehusar la suficiente a cada persona, dándola abundante y eficazmente a sus favoritos y complaciéndose en verla fructificar en todos. Por ello San Pablo exhorta a los cristianos a cuidarse de recibirla en vano, porque esto es dar golpes inciertos al aire. La gracia hace morir la naturaleza vacía para permitir que Dios viva en el alma. Fue ella quien dio muerte a la naturaleza humana en Jesucristo, que quiso abrazar la similitud de la carne del pecado. Dios abrevió la vida de los hombres, por temor a que los buenos perdiesen la gracia.
[809] Jesucristo instituyó la Eucaristía, que es el sacramento de la gracia, a fin de dispensar y conservar la gracia, haciendo lo mismo a través de los demás sacramentos, que son los canales por los que ella se derrama en nosotros. De este modo continúa el intercambio del cielo y de la tierra, ya que todo lo que gozamos en el cielo es producido en la tierra por la gracia, que es el sello y carácter que marca el alma. El Verbo es la impronta de la sustancia del Padre, que mediante la gracia se aplica e imprime en nuestros corazones. Jesucristo, que está lleno de gracia y de verdad, desea comunicar sus tesoros a la humanidad. Los ojos amorosos y el generoso corazón de Dios sólo producen la gracia, que parece dar término a las producciones de la bondad de Dios, por ser la emanación más noble de su amor y semejante al Espíritu Santo, que en la Trinidad es el amor producido, el cual realiza la clausura de las divinas emanaciones.
Si alguien desea complacer al Espíritu Santo al exterior, debe abrirse a la gracia. La Virgen le agradó por encima de todas las criaturas, con excepción de la humanidad del Verbo, que poseía la gracia sustancial que llevaba en sí la divina hipóstasis. A tan admirable Virgen se refiere el Eclesiástico al decir: El Señor mismo la creó en espíritu de santidad (Si_1_9). No contento con darle la plenitud de la gracia, quiso morar en ella y sobre ella por medio de efusiones que no rebasaban los límites de su bondad, que se complace en conformar sus profusiones con la medida de su amor, que no es la misma para el ángel y el ser humano, la cual basta para medir la santa ciudad de la Jerusalén que fue mostrada en visión al discípulo amado del Verbo: El Señor mismo la creó, la vio y la contó y la derramó sobre todas sus obras, en toda carne conforme a su largueza (Si_1_9s).
[810] Aplico lo anterior a la santísima Virgen. David dijo que si alguien se une a Dios, se hace un mismo espíritu con él. María estaba llena del Espíritu Santo y llevó en su seno, por espacio de nueve meses, al mismo que San Pablo mencionó como plenitud de la divinidad, que habitaba en él corporalmente; y cuya Madre tenía gracias por encima de todas las demás criaturas, según el don que Dios le concedió, que no tiene parecido, por ser ella la incomparable Hija, Madre y Esposa. Afirmo con el apóstol que Dios tiene una grandísima inclinación a dar a todos su gracia, y que en él no hay acepción de personas: Que no hay acepción de personas en Dios (Rm_2_11). Sólo es necesario abrirnos a su gracia y revestirnos de las armas de la luz: Revestíos de las armas de Dios para poder resistir a las acechanzas del Diablo. Porque nuestra lucha no es contra la carne y la sangre sino contra los Principados, contra las Potestades, contra las Dominaciones de este mundo tenebroso, contra los Espíritus del Mal que están en las alturas. Por eso, tomad las armas de Dios, para que podáis resistir en el día malo, y después de haber vencido todo, manteneros firmes. En pie, pues; ceñida vuestra cintura con la Verdad y revestidos de la Justicia como coraza, calzados los pies con el Celo por el Evangelio de la paz, embrazando siempre el escudo de la Fe, para que podáis apagar con él todos los encendidos dardos del Maligno. Tomad también, el yelmo de la salvación y la espada del Espíritu, que es la Palabra de Dios, siempre en oración y súplica, orando en toda ocasión en el Espíritu, velando juntos con perseverancia e intercediendo por todos los santos, y también por mí, para que me sea dada la Palabra al abrir mi boca y pueda dar a conocer con valentía el Misterio del Evangelio, del cual soy embajador entre cadenas, y pueda hablar de él valientemente como conviene (Ef_6_10s). El gran apóstol se comportaba como debía para cooperar a la gracia, armándose con las armas de Dios, que la da para combatir contra toda suerte de enemigos, sea externos, sea internos, sea domésticos, sea extranjeros; mostrando al fin que la gracia suministraba fuerzas a su alma, rodeándola del auxilio de los ángeles, cuya responsabilidad era guardarla en tanto que él oraba y cumplía sus deberes como soldado valiente y fiel apóstol del Maestro y Señor que lo ensalzó, deseando esa misma dicha a todos los que lo amen en la incorrupción: La gracia sea con todos los que aman a nuestro Señor Jesucristo en la vida incorruptible (Ef_6_24).
Capítulo 117 - Concordancia entre la gracia eficaz y nuestra libertad, en la que mora el Espíritu Santo.
[811] Habiendo sabido que algunas personas de diversos institutos religiosos no estaban de acuerdo en sus opiniones respecto al concierto de la gracia y nuestra libertad, e ignorando lo que unos y otros decía n, porque no los había oído disputar o discurrir, me retiré en oración el segundo domingo de Adviento de 1638.
Mi divino amor quiso enseñarme él mismo lo que yo ignoraba, atrayéndome fuertemente a él mediante una muy íntima unión. Escuché: Donde está el Espíritu del Señor, allí está la libertad (2Co_3_17). Con estas palabras me dio a conocer que la gracia obra libre y poderosamente en las almas, sin agraviar la franqueza de su libertad; y que a ellas corresponde dejarse conducir voluntariamente según las mociones del Espíritu Santo, que obra en ellas dulcemente cuando no hay resistencia de su parte. Su atractivo es tan poderoso, que no pueden resistirlo; no que, absolutamente hablando, no puedan hacerlo, sino debido a que, mediante una fuerte adhesión, al ceder con toda su voluntad a dicho Espíritu, no desean más poder oponerle resistencia, por haber abandonado libremente su libertad a su acción; y aunque jamás puedan despojarse de ella, no desean recurrir a ella, comportándose como si no tuvieran libertad, se alegran de ser arrebatadas, no con violencia, sino en la total complacencia que experimentan en la guía de la gracia, a la que se abandonan enteramente, renunciando del todo a su libertad y a los movimientos contrarios que podrían advertir en ellas.
[812] En este sentido quiso Dios que entendiera las palabras de San Pablo: Donde está el Espíritu del Señor, allí está la libertad (2Co_3_17), porque el alma está llena de Dios y de su espíritu en esta plenitud, vaciándose de sí misma y anonadándose en todas sus inclinaciones y movimientos propios, sin desear tener otra cosa que el querer de Dios. En esta gran evacuación del propio ser y de anonadamiento perfecto, nada retiene que pueda resistir a Dios; pues si bien cuenta siempre con la libertad natural, ésta se halla tan débil y despegada de todo lo que no es Dios, que parece no existir ya más. Es entonces cuando el Espíritu Santo está en plena libertad en el alma, a la que impulsa a todo viento, a vuelo tendido, codo tras codo, cual piloto que impulsa su navío a velas desplegadas y a favor del viento poderoso que se refuerza en alta mar, dirigiéndose sin vacilación al puerto después de triunfar de las tempestades y del oleaje del océano. De manera semejante impulsa el Espíritu Santo al alma a la acción, haciendo lo que quiere y como lo quiere en el corazón que posee, no con violencia, sino mediante una perfecta complacencia y correspondencia del alma, la cual no puede impedir hacer lo que el Espíritu Santo le inspira, no debido a una molesta y forzosa necesidad, sino a una voluntad enteramente libre. El Espíritu Santo se encuentra entonces en el alma como un esposo ardiente y apasionado, que se sirve de la libertad que su esposa, presa del mismo amor, le da libre y amorosamente. El Espíritu Santo se da por bondad al alma, y ésta, en reciprocidad, se entrega a él mediante la confianza, recibiendo todas sus caricias sin que su amor, que ha comprometido su libertad, la prive del poder de rehusarlas o de resistir a sus llamados. Puede hacerlo, absolutamente, aunque no sin causar gran violencia en sí misma. Ella ama su impotencia y sus cadenas, renunciando voluntariamente a la libertad de resistir. Su contento es privarse de ella y [813] cederla al Espíritu Santo, que la emplea en su gloria y provecho del alma, haciéndola en todo conforme a lo que le agrada. Donde está el Espíritu del Señor, allí está la libertad (2Co_3_17). Cuando el Espíritu Santo ha encontrado un objeto y un sujeto dignos de él y de sus afectos, viéndose en completa libertad de obrar, hace todo cuanto quiere, uniéndose al alma en la medida en que la atrae a sí, a través de una adhesión más fuerte y atenuando en ella, por así decir, la libertad, o ante todo, la voluntad de resistir. De este modo, acrecienta su dominio, que es más querido al alma que toda su libertad. De lo anterior se sigue que la mueve a seguirlo alegremente, a pesar de sumergirla en aflicciones, debilidades y contradicciones, y en ocasiones, en lo que hay de más áspero en esta vida. Es muy fácil detectar esta guía del Espíritu de Dios, en la que siempre respeta nuestra libertad de responder o no, a pesar de que al seguir su llamado, lo hacemos con el poder del mismo atractivo: el Espíritu Santo acude en ayuda de nuestra debilidad, protegiéndonos en su bondad.
Adán, que fue prevenido con tantas gracias, fue dejado en su libertad y en la mano de su arbitrio, como dice la Escritura, para abrazar el bien o el mal que se le presentaba. Sin embargo el temor de disgustar a Eva lo hizo extender la mano hacia el fruto prohibido y caer miserablemente en una desgracia en la que precipitó a toda su posteridad. Noé se salvó en medio de las olas del diluvio porque Dios lo protegió y le mandó calafatear bien su arca a fin de que el agua no penetrara en ella. El mismo cerró la ventana, por temor de que el triste espectáculo le abatiera el corazón. Dios hizo mil cosas más mediante las cuales demostró el cuidado particular que tenía en [814] salvarle. Son éstos los efectos de la gracia, que no violenta la libertad; porque Noé pudo haber abierto la ventana, es decir, salir de su arca si hubiese querido; pero no se cuidó de ello por haberse abandonado a la guía de la divina Providencia, que era el piloto de su bajel. Noé permaneció encerrado en medio de las ruinas del mundo; Adán, en cambio, cayó estando en medio de la paz del Paraíso, lo cual muestra con evidencia la gracia y el poder de nuestra libertad.
David fue llamado misericordiosamente. Sufrió mil persecuciones y permaneció fiel. Gozó de la paz y se perdió en su abundancia; la gracia, que no quería perderlo, lo castigó, rehaciéndolo a través de sus mismos sufrimientos.
Salomón gozó de una profunda paz; todo se doblegaba ante sus leyes, pero se perdió en sus grandezas y en la suavidad de una vida pacífica, olvidándose de Aquel que le concedía todos esos bienes y dejando que sus afectos se extraviaran en pos de dioses extraños, a los que adoró para no disgustar a las mujeres que lo habían cautivado con un amor desordenado. No usó bien de su libertad. Tuvo la misma ayuda y favores que su padre David, pero no su mismo corazón; el Espíritu de Dios no tenía libertad para producir en él las obras que hubiese querido, impedido por la libertad de Salomón, a la que en nada quiso forzar. El quiere todo por amor y nada por la fuerza; la gracia es gratis y obra maravillas en las almas que la reciben gratis.
Job sufrió la pérdida de todos sus bienes, lamentándose sin pecar en sus palabras. Confesó que su vida era una lucha [815] perpetua, un combate continuo y preguntó a Dios por qué. Se veía combatir como una hoja que cualquier viento arrebata, diciendo que la mano de Dios lo había tocado y que su contacto era una prueba rigurosa en sumo grado. Pero no pecó en sus palabras. Fue como un niño que se queja del dolor que le causa el látigo, pero no de la corrección paterna. La gloriosa Virgen, tan amada de Dios y tan favorecida del cielo, se encontró también en la pobreza y en las aflicciones, porque las de su Hijo le eran comunes. Pero se calla. No se queja y persevera en su silencio. Encuentra su paz y su reposo en la cruz. Permanece firme al lado de un Dios herido, uniéndose entonces más fuertemente a él; no teniendo otras inclinaciones sino las de Dios, le dice: Extiendes tú la mano y tu diestra me salva (Sal_138_7).Su libertad ya no le pertenece; está despojada de ella, no por violencia, sino mediante una perfecta correspondencia, adhesión y complacencia mediante la cual accede a que el Espíritu de Dios obre libremente en ella y a través de ella. No desea tener la libertad sino para consentir en el querer divino del Espíritu Santo. De este modo, hace progresos incomparablemente mayores a los de Job, no contentándose con sólo no pecar, como dice la Escritura de Job, espejo de paciencia, sino que aprovecha todas las gracias que recibe. El Espíritu Santo se encuentra en plena libertad, porque ella ha seguido sus mociones con entera libertad. Cuando se trató de convertir a San Pablo, el Espíritu y la gracia combatieron a mano armada. El Salvador descendió del cielo, lo atacó, lo abatió a sus pies, lo arrojó por tierra y lo cegó con su luz. [816] Con todo, lo dejó en su libertad, de la que Pablo se despojó diciendo: Señor, ¿Qué quieres que haga? Al dimitir su libertad, no deseando ya oponer resistencia y dando libre paso al Espíritu Santo, se hizo capaz de recibir sus operaciones para convertirse en un vaso de elección; en una palabra, llegó a la perfección en el primer instante de su conversión.
San Agustín, por el contrario, enamorado de su libertad, resiste a los intentos de Dios, que lo apremia a través de las criaturas y de él mismo, aguijoneándolo continuamente y dándole incesantes advertencias.
Siempre escapaba y Dios lo perseguía, esperando con amorosa paciencia el momento en que estuviera dispuesto a despojarse de su libertad para ser revestido de la virtud de lo alto, que es el Espíritu Santo. Dios trabaja su corazón con mil remordimientos, mandando mil contrariedades a su alma. San Agustín esquiva, pidiendo un plazo y diciendo: Mañana, mañana renunciaré a mis inclinaciones depravadas y obedeceré el movimiento santísimo de tu Espíritu. Al fin se deja vencer y corresponde, pero con gemidos, como de mala gana, porque está adherido a los lazos de sus malos hábitos y no acaba por renunciar plenamente a su libertad. Por ello no recibe la plenitud de la gracia ni la santidad perfecta que recibió San Pablo en el momento de su conversión. A medida que San Agustín se despoja de sí y da libertad al Espíritu Santo para que obre en su corazón, se perfecciona y adquiere la sublime santidad mediante un profundo anonadamiento de su propia libertad y una total sumisión a todas las mociones e inspiraciones del Espíritu Santo, al que permite un dominio absoluto sobre él, sin tener casi necesidad de conocer la libertad creada. Cuando Agustín se abandona, al fin, totalmente a su amorosa guía, ve su libertad triunfar de todo [817] lo que no era Dios, diciendo: Oh libertad divina, oh divina libertad. Oh hermosura y bondad antigua y siempre nueva, demasiado tarde he conocido tu luz, demasiado tarde he paladeado tu dulzura, que es un torrente de delicias; Oh amar, oh caminar, oh morir a sí para llegar a ti por Jesucristo, mi corazón, hecho para ti, no puede encontrar reposo sino en ti. Verbo eterno, principio mediante el cual la gracia nos es concedida, concédenos tu Espíritu Santo, que obre en nosotros y dé testimonio de que somos hijos del Padre celestial. Haz ver, mediante tu gracia, que no hemos recibido el espíritu de siervos, sino de hijos que obedecen voluntariamente sus inspiraciones. Que corresponda yo libremente a él, a fin de que la gracia tenga eficacia en mí y que dicho Espíritu tome entera posesión de mi libertad; que posea mi corazón como el de mi Padre San Agustín, en el que la gracia obró tantas maravillas, de las que habló tan dignamente, según he oído, porque jamás he leído sus escritos. El Espíritu que enseñó al Padre enseñará también a la hija en su bondad, y le dará en abundancia la gracia eficaz, fijando en ella su morada de amor y haciéndose Señor de mi libertad, que le entrego con toda la extensión de mis afectos. Mediante esta inhabitación del Espíritu divino en mí, respiraré libremente el aire de la divina libertad y mi alma vivirá con la vida de Dios. De este modo, tendrá en ella al autor de la gracia y el aliento de vida que es la imagen del Dios que la creó, el cual inspirará sobre mi rostro su hálito de vida, dándome su paz en presencia de los hombres y de los ángeles cual otro San Esteban, de quien te dignaste revelarme, en el día de su fiesta, las maravillas que la eficacia de la gracia obró en él, así como los prodigios que el Espíritu Santo realizó en el santo levita; [818] Espíritu Santo que hizo en él su morada para penetrar en las almas. Eligieron a Esteban, hombre lleno de fe y de Espíritu Santo. Esteban, lleno de gracia y de poder, realizaba entre el pueblo grandes prodigios y señales (Hch_6_5s). Entre los prodigios que el Espíritu Santo obró por medio de Esteban se cuenta el de convencer a todos aquellos que disputaban contra él, que eran muy numerosos y de diversas naciones. No es el menor ver la gracia y la paz que disfrutaba el santo mientras que sus enemigos rechinaban los dientes de furor al ver que no podían resistir a la sabiduría y al espíritu que hablaba por boca de Esteban. Me arrebata el admirar, como los integrantes de aquel consejo, el rostro del santo levita brillante como la cara de un ángel, que contempla a Dios, cuyos ojos a su vez, lo contemplan. De su divina faz recibió su juicio favorable, duplicando su gracia y los méritos de dicho santo: Fijando en él la mirada todos los que estaban sentados en el Sanedrín, vieron su rostro como el rostro de un ángel (Hch_6_15); pero de un ángel seráfico, porque el Espíritu Santo lo inflamaba con sus divinas llamas y elevaba su espíritu directamente al trono de Dios, a la diestra de su divino poder: Pero él, lleno del Espíritu Santo, miró fijamente al cielo y vio la gloria de Dios y a Jesús que estaba en pie a la diestra de Dios; y dijo: Estoy viendo los cielos abiertos y al Hijo del hombre que está en pie a la diestra de Dios (Hch_7_55s). El Espíritu Santo, que llenaba a San Esteban, elevaba libre y amorosamente el entendimiento del Santo, el cual correspondía con todos los movimientos de su libertad a dicha elevación, fijando sus ojos en el cielo. Mediante la eficacia de la gracia y la autoridad del Espíritu Santo, los cielos se abrieron y el Espíritu, todo amor, condujo la vista del entendimiento o la mirada intelectual de San Esteban hasta la diestra del poder divino. En pie, a la derecha del divino Padre, vio al Verbo Encarnado, al Hijo del Hombre, al Salvador del mundo, al que es la gloria de los ángeles y de los hombres, al distribuidor de la gracia y abogado de San Pablo, presentar las oraciones del santo levita para convertir a ese lobo rapaz en amable pastor. [819] Una vez escuchada su plegaria, se puso de rodillas, esperando, en la misma actitud pacífica, las piedras de todos los que le lapidaban, como si arrojaran sobre él lirios y rosas: Mientras le apedreaban, Esteban hacía esta invocación: Señor Jesús, recibe mi espíritu. Después dobló las rodillas y dijo con fuerte voz: Señor, no les tengas en cuenta este pecado. Y diciendo esto, se durmió (Hch_7_59s). Oh preciosa muerte a los ojos de Dios, el cual recibió al primer mártir como la corona de su Hijo, que quiso ser la suya. Por todo lo que pasó en la discusión con San Esteban y su martirio, es fácil observar la concordancia de la gracia eficaz con su libertad y la inhabitación del Espíritu Santo en dicho santo. La sabiduría, la paz, la caridad que manifestó en presencia del cielo y de la tierra, son prueba de que la gracia eficaz concuerda con la libertad. El santo entró triunfalmente en la gloria, que es la gracia consumada, de la misma manera en que la gracia penetró en él, la cual es la gloria iniciada en las almas que son morada del Espíritu Santo, que las mueve y guía con entera libertad. Ellas, a su vez, siguen pacíficamente sus divinas mociones: Donde está el Espíritu del Señor, allí está la libertad (2Co_3_17). Todas ellas poseen la libertad de los hijos de Dios, cuya gracia les permite llamar a Dios su Padre, a Jesucristo su hermano y esposo y ser templos del Espíritu Santo que mora en ellas.
Capítulo 118 - La bondad del Salvador, a través de su luz, convirtió a san Pablo a la hora del medio día, que señala su ardiente amor, enero de 1639.
[823] El día de la Conversión de San Pablo medité en lo que dicho apóstol dijo de sí mismo (a saber) que el Salvador vino a salvar a los pecadores, entre los que él era el primero: Cristo Jesús vino al mundo a salvar a los pecadores; y el primero de ellos soy yo (1_Tim 1:15).Pensé que el Salvador, en el día de la conversión del apóstol, cumplió lo que dijo San Pablo. Así como está a la derecha de su Padre para devorar nuestros pensamientos, así engulló los pecados de Pablo, el mayor perseguidor que tenía en ese tiempo. Pablo apedreó a Jesucristo a través de todos aquellos que arrojaron piedras contra San Esteban, cuya ropa cuidaba para que no tuviesen otro pensar ni ocupación, empleándose con todo su ser en lapidarlo con mayor crueldad en la persona de San Esteban. Al recibir aquellas piedras, el divino Salvador se dirigió al brazo que las arrojaba, lanzándose sobre Pablo para devorarlo con su misericordia y cambiar su corazón de piedra, obstinado en el celo por la ley, cuyo autor desconocía, el cual, en su bondad, lo abismó tres días completos en el mar de su divinidad. Al ofrecer a su divino Padre los sufrimientos de su humanidad, lo hizo hallar la vida en sus abismos, en los que un golpe de bondad lo precipitó más favorablemente que a Jonás en el mar. Este profeta, al volver en sí y al ser vomitado sobre la tierra, predicó la penitencia en Nínive, a donde no quería ir, y su predicación llegó hasta los oídos del rey, que supo aprovecharla. De igual manera Pablo, al volver de su naufragio, predicó a Jesucristo, del que antes huyó y al que persiguió. La voz de su predicación debía ser escuchada por todos los reyes de la tierra, a los que daría a conocer la majestad del nombre de Jesucristo. Las tinieblas no pudieron comprender la luz, y en el día de la conversión de San Pablo la luz comprendió a las tinieblas, porque las de Pablo fueron ofuscadas por la luz del Salvador, que se le manifestó en pleno día. Adán, el primer pecador del mundo, fue arrojado del paraíso al medio día; en esa misma hora Pablo, el primer pecador después de la recreación o redención del mundo, el jefe de todos aquellos que se oponían al Redentor, fue salvado y admitido en el paraíso de la Iglesia. Al salir del paraíso terrenal, Adán fue proscrito y obligado a permanecer en [824] Damasco. Pablo, en cambio, fue transportado desde el camino de Damasco al verdadero paraíso de la gracia. Los otros discípulos son los apóstoles del amanecer; como fueron llamados en la aurora del día, contemplaron los primeros rayos de la luz del Evangelio.
San Pablo es el apóstol del medio día debido a que el Salvador lo llamó en el cenit de su gloria; y como las tinieblas se disipan a esa hora, es más bello y claro el día. Pablo fue escogido para ser la luz de los gentiles, no sólo para las tribus de Israel (Rm_9_24). Pablo fue un vaso de cristal que recibió en plenitud la luz del medio día para transmitirla, transpirarla y comunicarla al resto del mundo.
Cuando digo que fue escogido para suscitar las tribus de Israel, me refiero a que la ley manda que el hermano o el familiar más próximo continuara la línea del que había muerto sin descendencia y el Salvador murió sin engendrar hijos de la gentilidad. San Pablo fue escogido para suscitar su simiente sagrada y divina y engendrar con el poder de la gracia y la palabra de Jesucristo en los corazones, dando a su vez a Jesucristo verdaderos Israelitas. De este modo asumió para sí la calidad de padre, que le pertenecía por privilegio, dejando a los demás el ser guías o pedagogos, que confesó ser muy numerosos y rebasar varias miríadas, en tanto que los padres eran muy pocos; en medio de éstos fue el primero en asumir dicho nombre. Pablo engendró a todo el mundo hasta formar en cada uno a Jesucristo, para que el mismo Jesús los reconociera como suyos y el Padre como hijos adoptivos. El Padre eterno produce su Verbo, que posee toda perfección, no pudiendo recibir en ella ni aumento ni disminución. El Padre se complace en que el mismo Verbo Encarnado, junto con Pablo o mediante su ministerio, engendre a los cristianos en el seno de Pablo, el cual los encierra y contiene hasta que la forma de Jesucristo se imprima enteramente en ellos, porque deben llevar la impronta y semejanza de aquel para el que fueron engendrados. Pablo no los engendra de sí mismo, sino de Jesucristo, cuya simiente suscita, como ya hemos dicho, admirable prodigio: El que confiesa ser sólo el abortivo del Salvador, es el padre de la gran multitud de sus hijos; el lobo hizo alianza con el cordero sacrificado desde el origen del mundo en figura, y de hecho en el día de su muerte en la cruz.
Me veía nuevamente engendrada por tu caridad y te pedía reproducirte en las almas, transformando a los hombres en mansos corderos. San Pablo fue, al igual que [825] Benjamín, el último de sus hermanos, de los apóstoles; pero su generación será la más numerosa de todas las demás, en medio de las cuales la tribu de Benjamín, hijo de Jacob, será la menor. ¿Qué pensamos que veía en esta luz, que al cegarlo lo iluminó, cuando fue arrebatado hasta el tercer cielo? Penetró en la luz inaccesible en la que dijo más tarde que Dios habitaba. Vio la generación del Verbo a fin de tener idea de una nueva paternidad y de una nueva generación, mediante la cual debía formar y engendrar al mismo Verbo Encarnado, Jesucristo, en los corazones de la gentilidad, como digo antes, por haber recibido la misión de anunciar su nombre ante los gentiles, los reyes y los hijos de Israel (Hch_9_15). El multiplica la simiente de Abraham y Dios manifiesta que puede cambiar las piedras en hijos de Abraham porque los que apedreaban a Jesucristo al lapidar a Esteban fueron cambiados mediante la conversión en hijos del Padre celestial, del que procede toda paternidad en el cielo en la tierra. Al ablandarse la dureza de su corazón, transformó a todos los demás, haciéndolos hijos de Abraham y del mismo Dios, porque no son los que proceden de su simiente carnal los que ameritan el bello hombre de hijos de Abraham, sino los que reposan en su seno sagrado; o mejor dicho, en el seno de Dios, participando en la gloria.
Existió una gran diferencia entre Lázaro y el rico malo, al que Abraham llamó hijo a pesar de que ardía en las llamas. Los hijos de Pablo son engendrados para la gloria y la felicidad de Abraham, que consiste en ser llamado a su banquete, al lado de sus hijos. Pablo es su luz, su padre, su madre, su preceptor, su todo junto a Dios. El completó lo que faltó a los padecimientos de Jesucristo, porque era necesario llamarlos a su felicidad y méritos. Pablo descubrió los misterios ocultos a la humanidad, a la que Jesucristo no encontró preparada para revelárselos. Pablo, lleno de sabiduría, fue transformado en Jesucristo, instruyendo a los ángeles y llevando los estigmas y marcas de Jesucristo impresas por la luz, de manera invisible. Estaba del todo radiante con los esplendores de la sagrada humanidad y recibió todos estos misterios ocultos como en depósito para descubrirlos al mundo.
Su espíritu fue como un libro que Jesucristo escribió con rayos luminosos, a lo que Pablo contribuyó también con una perfecta correspondencia. Quiero decir también, después de lo anterior, que es un prodigio del amor, del que Jesús nos dio el mandato y el ejemplo de amar a nuestros enemigos estando en la tierra, amor que quiso seguir practicando en el cielo al convertir por medio de [826] favores tan extraordinarios al mayor enemigo que tuvo sobre la tierra.
El Salvador escuchó la oración de San Esteban, convirtiendo a su enemigo común, porque Saulo aborrecía a Esteban a causa de que confesaba a Jesucristo, el cual elevó los ojos y el espíritu del Sto. diácono para que lo contemplara en el cielo a la derecha de su divino poder. Pero, Oh bondad inaudita, el que aparecía en el cielo en su majestad gloriosa y augusta delante de su amigo, bajó hasta el camino de Damasco en la misma gloria, para convertir a su enemigo.
Manifestó su autoridad a su amigo San Esteban permaneciendo en su palacio, haciendo en cambio una demostración de su bondad al descender a la tierra para Saulo, su enemigo, que por entonces lo perseguía al perseguir a la Iglesia. Lo que más me admira, empero, es que este león omnipotente se presentara como un débil cordero, preguntando al lobo por qué lo perseguía y revelándole su propio nombre: Yo soy Jesús, a quien tú persigues (Hch_9_5). Yo soy tu Salvador, a quien tú persigues. Duro es para ti resistir a este aguijón, es decir, al conocimiento de mi bondad. Vengo a ser tu presa, que se presenta ante ti. Te he escogido desde la eternidad para darte el poder de Damasco y el botín de Samaria. No quiero verte animado de crueldad contra mi sangre, ni que seas duro como el diamante de la observancia de la ley del rigor. El celo demasiado ardiente que tienes por esta ley, que ya no rige, te mueve a ofender la ley de la gracia y al divino legislador, que viene a imprimirla con rayos de luz en tu entendimiento y en tu corazón. Yo soy el cordero que ansía ser comido por ti para alimentarte de mí mismo, a fin de que puedas decir que vives de mi vida divina. ¿Puedes resistir la persuasión de mi bondad ahora que has encontrado a tu presa a través de su providente dulzura, mientras ibas detrás de ella con un evidente y rabioso vigor? Sáciate de la luz divina y del viento del Espíritu Santo, que sopla donde quiere. Saulo, no es a los que quieren y corren, sino a los que quiere mi divina misericordia, a quienes concedo tan admirables favores. Recibe la gracia que se te ofrece, porque sin ella nada eres, nada puedes. Señor, ¿Qué quieres que haga? (Hch_9_6). Señor, como tú combates para ganarme, rindo las armas y me someto a obrar según tu deseo. Dime todo lo que quieres que haga. Soy tuyo sin reserva.
OG-05 Capítulo 119 - Diversas purificaciones de la Virgen. La espada de dolor que traspasó su alma. Su martirio fue tan largo como su vida, porque después de la muerte de su Hijo continuó sufriendo un constante martirio.
[827] El día de la Purificación, mi alma fue absorbida en grandes conocimientos y sentimientos extraordinarios, que se presentaron aun al exterior, y que duraron varios de los días siguientes. Los principales se refirieron a la purificación de la Virgen y al martirio que sufrió a partir del día en que la espada de dolor traspasó su corazón. Dios, para hacerme experimentar mejor este martirio, me lo reveló en medio de abundante luz el 4 de febrero. No podía apartarme de estos pensamientos, que no me impedían obrar al exterior según mi costumbre, a pesar de que mi alma estuviese adherida a su consideración. Sentía lo que conocía, notando en mí cierta libertad y poder para las acciones del espíritu y del cuerpo al mismo tiempo, sin que uno fuese impedimento para el otro; el espíritu obraba por medio de operaciones sublimes y trabajaba en conjunto con las ordinarias. Sentía en mí un fuego que me inflamaba, o más bien me abrasaba sin consumirme, a semejanza del fuego del horno que no quemó ni dañó las vestiduras ni los cabellos de aquellos tres príncipes.
De igual manera, el fuego interior y su inocente llama abrasaron mi corazón sin impedirme vacar a las ocupaciones y reflexiones de emplearme en diversos asuntos y encuentros a los que me obligaba mi cargo. Vivía en ese tiempo cual holocausto y víctima sobre el altar, la cual no se consume enteramente al exterior. Mi espíritu se ofrecía en holocausto. Sufría lo divino y lo humano. Vi, estando en dicho estado, un crucifijo como adormecido y debajo de él una nube que imprimió en mí aun más vivamente los dolores del martirio del Salvador y de la Virgen Madre en los que meditaba. Me vi en medio de tal abundancia de luces, unidas a tal [828] afluencia de pensamientos, que me sentí ofuscada al grado de poder comunicar sólo una parte a mi director.
Diré, por tanto, que los días de la purificación de la santísima Virgen se cumplieron bajo la ley de Moisés, porque ella purificó todas las sombras y figuras que predijeron la ofrenda que presentaba en el templo. Comprendí que su purificación había sido continua, y que jamás cesó según la naturaleza y la gracia, en tanto que al presente continúa su purificación en la gloria. San Dionisio nos enseña que en los ángeles hay purgación, iluminación y perfección. La Virgen descubre de momento en momento maravillas en Dios y, si me permiten la expresión, es purgada en lo que ignoraba, que llega a conocer y cuyo conocimiento la hace más diáfana. Ella ama más y más; los días de su purificación, según las palabras de San Lucas, llegaron a su cumplimiento. Por ello el mismo evangelista nos dice que su purificación se realizó según la ley de Moisés, pero no según las otras leyes, porque ella cumplió todo lo que la ley predijo, purgando todas las deficiencias de las figuras a través de la manifestación de la verdad. Ella purificó el templo de las inmundicias que arrastraban consigo los animales que servían de víctimas al presentar a su Hijo, que sería la única víctima, rescatándolo a fin de poder entregarlo a su debido tiempo, contribuyendo a nuestra Redención al suministrar la víctima que le pertenecía por el doble titulo de maternidad y de adquisición. La purificación de naturaleza se realizó continuamente en ella, no lavando oprobios que jamás contrajo, incluyendo la mancha original, sino perfeccionando las cualidades naturales mediante las acciones sobrenaturales y relevando la bajeza de su naturaleza, preservándola de caer en imperfecciones a las que aún los más inocentes están sujetos. La libertad de las inclinaciones y de las pasiones, aunados a privilegios parecidos de los que gozaba la Virgen, contribuyeron a purificar su naturaleza. La purificación de su gracia consistió en que ella la poseyó sin dificultad, creciendo de tal modo en ella, que mantenía a los ángeles en constante admiración. La purificación de su gloria se realiza cada día a través de los nuevos resplandores de su gloria accidental, que seguirá creciendo mientras el cielo y la tierra sigan rindiéndole el honor que su grandeza merece, lo cual [829] continuará durante la eternidad. Lo que me asombraba, empero, y que me oprimía vivamente en medio de la dulzura de dichos pensamientos, era la espada de dolor con que la palabra de Simeón traspasó el corazón de la Virgen. Quedé como desconcertada al ver a su Hijo adherido a su pecho, que debido al dolor de un corazón traspasado, manaba más sangre que leche. Buen Dios, qué no conoció mi alma acerca de los grandes misterios del martirio de la Virgen.
En el instante mismo en que Simeón comenzó a hablar y a predecir dicha espada, el Espíritu Santo la hundió en el seno de la Virgen para no retirarla ni un instante durante su vida mortal, de manera que el corazón virginal fue una víctima perpetua que llevó siempre abierta la herida junto con la espada que traspasaba continuamente su corazón maternal. Después de la muerte de su Hijo, al continuar su martirio, pudo habérsele dicho: Obra con ánimo; que tu corazón sea confortado y se adhiera al Señor (Sal_26_14). Sólo ella pudo sufrir y obrar virilmente. ¿Qué valor ha combatido y sufrido alguna vez más de sesenta años, teniendo siempre abierta su llaga; una llaga mortal que hería su corazón maternal? Ella toma a su Hijo y lo sostiene entre sus brazos; ella lo porta en su seno, recibiendo el peso de todos los pecados del mundo con los que él cargó. Ella lleva el peso de la gloria de los elegidos y de la reprobación de los condenados, a los que la equitativa justicia reprobará. Oh valor viril, oh fuerza incomparable. Su Hijo es su espada porque él lleva en su boca una espada de dos filos.
El ángel le prometió que el Verbo de Dios vendría a ella para hacerse hombre; que tomaría posesión del trono de David y gobernaría en la casa de Jacob. Ella dio su consentimiento diciendo: Hágase en mí según tu Palabra (Lc_1_38).
El Espíritu Santo, que deseaba obrar esta maravilla, no le reveló que el Verbo iba armado de una espada, porque el reino de David sólo se adquiere con la espada y las armas; que Jacob no fue llamado Israel sino hasta después de haber luchado contra el ángel del gran Consejo; y que ella sólo podría recibir al Verbo obligándose a ofrecer su corazón a dicha espada, que sería penetrante en la medida de la grandeza del amor que ella tendría por su Hijo. En su primera entrada el Verbo ocultó dicha espada; ahora el Espíritu Santo la hace aparecer y con ella le traspasa el espíritu, aquel espíritu [830] de María que se había alegrado en su salvador: Se alegra mi espíritu en Dios mi salvador (Lc_1_47). No convenía que su cuerpo virginal fuese dividido y repartido por la espada. Debía permanecer todo entero y de pie junto a la cruz; pero, en proporción, el espíritu sufre una división más dolorosa. Ella recibió esta filosa espada desenvainada, y el mismo día el Verbo crucificado penetró en su seno, convirtiéndose para ella en espada aguda, etc. (Sal_56_5).
María recibió una tajante espada y un carbón ardiente que le causó una aguda desolación; en adelante alimentaría a su víctima sólo con el dolor, y no vería jamás a su Hijo sin considerarlo víctima. Su espíritu permanecerá en un sacrificio perpetuo de sí mismo y de su Hijo; el Hijo lleva la espada a su costado; querido David, para combatir con ella; su madre, en cambio, la recibe en su seno para morir de ella. Dicha espada corta en dos direcciones en la boca de Jesucristo, porque da en parte a los elegidos y en parte a los réprobos. Está constituido para resurrección de aquéllos y para ruina y condenación de éstos. Dicha separación es dolorosa tanto para el Hijo como para la Madre, y sólo se realizará en virtud del sacrificio de la cruz. Se inicia con el martirio de la Virgen, que sufre cada día en su alma lo que su Hijo sufrirá más tarde en su cuerpo. No hubo espada alguna que sirviera de suplicio y de sufrimiento al Hijo en su pasión. El mismo fue la espada que traspasó a su Madre, comenzando a crucificarla a partir de este momento. Fue visto con dicha espada en medio de los candelabros de oro que figuran a la Virgen, en la que se encuentran reunidas las perfecciones de toda la Iglesia, representadas con el simbólico número siete. Fue ella la primera en recibir la punta de dicha espada, siendo crucificada y muriendo sin morir desde ese momento por un raro prodigio. No dejó de dar el pecho a su Hijo, que absorbía el dolor y la muerte junto con la leche en el seno de su Madre herida con una llaga mortal, que sólo poseía una vida languideciente o una muerte viviente. Cuánto dolor. ¿Quién podría quedar indiferente al ver al autor de la vida nutrirse con el alimento que succiona un pecho colmado del dolor y la amargura de un corazón herido mortalmente? Al considerar al Verbo adherido al seno virginal, quien, al presionar sus pechos se alimentaba de la amargura que su amor le destilaba en leche sabrosísima, me pareció que [831] mi corazón era como un reloj del divino amor, cuya palpitación me señalaba los minutos y las horas en cuyo transcurso el amor y el dolor herían el corazón de la Virgen. Aprendía que sólo los que aman de verdad pueden penetrar estos sentimientos dolorosos y amorosos y comprender este misterio mientras escuchan sus reiterados latidos y contemplan sus heridas. El Padre engendra a su Hijo y ambos reflejan en ellos mismos y sobre ellos mismos su ardor mediante la producción y espiración de su único amor, que es el Espíritu Santo.
Comprendí que la Virgen engendró a su Hijo mediante el poder del mismo Hijo, que es la virtud del Altísimo, y a través del ardor y el amor del Espíritu Santo, que le sirve de sombra y lo abrasa todo a una. Ella colocó a este mismo Hijo sobre el altar, ofreciéndose con él, no teniendo ambos sino un corazón y deseando ser sólo una víctima. Su amor, sin embargo, hizo reflejar el dolor sobre ellos, dolor que acometió sus dos corazones con una herida que nunca se cerraría durante su vida.
Fueron ellos las dos tortolillas que no cesaron de gemir. José es en verdad el guardián de la virginidad de la Virgen y esposo suyo, pero a pesar de ello podemos decir que su Hijo era propiamente el par que gemía con ella, por conocer todos los dolores de su Madre. El escuchó todos sus suspiros, contó cada una de sus lágrimas y recibió todos sus gemidos. Ella no lo contempló, durante su vida mortal, sino como muerto, a pesar de que estaba vivo. Ella le miró también muerto en el sacramento eucarístico, en el que se encuentra en estado y apariencia de muerto, a pesar de que vive con su vida inmortal. El vivió, aunque permaneció firme en su resolución de morir por la humanidad. Ahora no puede morir; su muerte está representada en la Eucaristía de manera mística y dicho sacramento es el memorial de su muerte.
La memoria de la muerte sufrida o padecida es dulce en comparación con el temor y consideración de la futura muerte, por estar preñada de amargura y de tristeza. La Virgen sólo contemplaba a su Hijo en el estado de muerte que debía experimentar, viéndolo vivir para morir y puesto siempre entre los elegidos y los réprobos. La gloria de los primeros la alegraba, pero la pérdida de los segundos la afligía, debido a que la muerte de su Hijo sería inútil por culpa de los que no querrían sacar provecho de ella. Este dolor habría abrumado el corazón de la Virgen si aquel que la hería y que, [832] como dice la Escritura, multiplicaba sus saetas contra su corazón para hacer correr todo su espíritu, no la hubiera sostenido con el poder de su mano. La Virgen, a pesar de ser inocente, sufrió sin embargo por nosotros en espíritu, y un día sería sacrificada en su Hijo, cuyo sagrado cuerpo procedía de ella, siendo una porción de su sustancia virginal. A través de este sacrificio, también suyo, acompañó la ofrenda de su Hijo, purificándola en el templo.
Cuando el sol asoma por una nube, la dora y la hace resplandeciente; y cuando se encuentra con otro sol, aviva su fuego y sus llamas si encuentra un objeto capaz de ello. El Salvador, en el seno de su Madre, fue rodeado de ella como de una nube. El la divinizó y en cuanto salió de ella al nacer, encendió sus llamas por todas partes y sobre todo en su templo, que es el corazón de su Madre, el cual se consumía como un holocausto perpetuo mediante una llama de amor, muriendo y viviendo a través del filo de un dolor que la hería en todo momento, sin que pudiera morir ni su llaga curar hasta el día en que expiró para volar al cielo. A esta luz podemos ver el cumplimiento de la profecía de Malaquías, quien dijo que el sacrificio que se presentaría en el nuevo templo sería tan agradable a Dios como los sacrificios antiguos y los de Judá: Entonces será grata a Yahvé la oblación de Judá, como en los días de antaño, como en los años antiguos (Ml_3_4); porque Jesús y María son la honra de la tribu de Judá. Jesús es el cordero inmolado desde el origen del mundo, que se ofrece para ser sacrificado. La Virgen da comienzo a su sacrificio, recibiendo el golpe de una muerte que duraría largos años; todo lo cual sucedió en el templo porque, a petición de los sacerdotes, se cumpliría un día el sacrificio de la cruz que la Madre comenzó a sufrir en su espíritu.
Este Hijo, del todo amable, en nada ofendió la virginidad de su Madre en su concepción ni en su nacimiento; no lastimó sus sagrados sellos, aunque lo hizo en su primera y pública manifestación en el templo, abriendo el corazón virginal y maternal con una llaga que se cerraría en el día de la triunfal asunción de su Madre. El corazón de María fue el primero en concebirlo como el primero; así como fue el primero de los vivientes, fue el último al morir. Mi alma adoró y admiró los admirables recursos y sapientísimas finuras del [833] Espíritu Santo, por ser él quien obró todo esto, haciendo hablar a Simeón e hiriendo, a través de la palabra del anciano, el alma de la Virgen; fue él quien asestó el golpe y escondió el brazo; fue él quien quiso hundir diestramente la espada en medio de los consuelos de la Virgen. Al recibir las sagradas caricias de su Hijo, fue afligida con las angustias de su muerte. El quiso que su corazón se hallara siempre entre el dolor y el amor. Toda ella se transportaba de amor al considerar a su Hijo como Dios, y desfallecía de dolor cuando, al mismo tiempo, lo veía como la víctima que debía ser cruelmente degollada por los pecados del mundo.
Oh Corazón sagrado que vives en medio de un doble martirio de amor y de dolor sin que el amor impida las heridas ni el dolor. El amor, filo del dolor, suscita los sentimientos del amor; el uno y el otro se ponen de acuerdo para compartirte y martirizarte. ¿Quién me dará la dicha de verte, hermano mío, adherido al pecho de mi Madre y sorber la leche plena de amargura? La Madre se desvanece y muere de languidez y de dolor, mientras el hijo recibe vida de su Madre moribunda. Ah, ¿Quién me permitirá ofrecerte mis granadas y su jugo, para confortar el corazón desmayado de la Madre y humedecer los labios secos del Hijo el licor de mis granadas? (Ct_8_2) ¿Qué podría hacerse para que sienta yo los dolores de los dos corazones traspasados: el corazón de una madre que se desvanece y el de un hijo que se alimenta en el seno de una Madre traspasada por un despiadado acero, sin que yo muera? Dios mío. ¿Acaso no quisiste ponerme como un proverbio y un prodigio en Israel, como dijiste a tu profeta, a fin de que anuncie estas cosas a través de mi propio sentir, no muriendo en esta visión, y que en este sentimiento se exprese alguna cosa de lo que conoceré y anunciaré? Simeón, después de haber predicho este dolor y de haber servido al Espíritu Santo para plantar la espada en el seno virginal, no quiere ya vivir. Pronuncia esas palabras con alegría, y la Virgen recibe su dolor. Simeón muere después de haber cumplido su misión, se cierra el telón, la acción ha terminado. El Espíritu Santo sangra a la Virgen y justifica al buen anciano, sirviéndose de su palabra para llevar a cabo su designio y asestar el golpe en el seno de María con menos apariencia de crueldad, mas no con disminución de dolor. Simeón, [834] no teniendo más que decir, se retira; pero la Virgen sufrirá las consecuencias el resto de su vida.
Cuán admirables son los recursos del Espíritu Santo, que nos ataca de tantas maneras para ganar nuestro corazón: Viene con la dulzura de una paloma, pero no nos rendimos; viene como fuego y llamas para abrasar todo, a fin de que el hombre, no pudiendo ya subsistir en medio de los ardores mortales, se deje quemar por sus llamas eternas. Cuando llega a poseer totalmente un corazón, lo sumerge en dulzura y lo martiriza en el dolor. El objeto de su amor y de su dulzura es el mismo objeto de su dolor y de su aflicción. La Virgen encontró el paraíso en su Hijo; pero, no pudiendo contemplarlo sino como al que debe morir en una cruz, se ve rodeada de dolores de muerte y afligida por las penas del infierno, no para ser del número de los condenados, sino para ver que su Hijo es el desecho de la humanidad: ruina para unos y alegría y felicidad para otros. Ella muere de tristeza y desmaya de amor; lleva la herida y el bálsamo, sin que éste pueda cicatrizarla o cerrarla; y a pesar de que él le comunica toda su dulzura a su corazón herido para cerrar dicha llaga, ésta permanece abierta. Oh prodigio, oh maravilla de la adorable ingeniosidad del Espíritu Santo: al acariciar a María, la hiere. El puede curarla, pero se complace en ver su herida, que María ama más que cualquier curación; porque después de que el objeto de su amor doloroso suba a su gloria, esta Madre, permaneciendo en la tierra, conservará en su alma la memoria de los dolores y aflicciones de este enamorado de la humanidad, cuyas ingratitudes serán las crueles puntas que lastimarán y reabrirán las heridas del corazón de esta Madre de amor y de bondad, que las sufrirá valientemente, pidiendo a su Padre, su Hijo y su Esposo, perdón para estos culpables, ya que su Salvador rogó por ellos cuando le dieron muerte, manifestando así que su amor era más fuerte que la muerte.
Capítulo 120 - Sublime grandeza de san José y amor que el divino Padre le testimonió, escogiéndolo como salvador de su Hijo y protector de la Virgen. Su preciosa muerte.
[835] El día del gran San José, en 1639, al salir de comulgar, deseosa de alabar a tan admirable santo, mi divino amor me permitió, y por decirlo así, me mandó decir amorosamente y en diversas y numerosas ocasiones: Salvador del Redentor; Protector de su Madre; de lo profundo de mi corazón; te adoro y te venero, enseñándome divinamente que podía adorar a este gran Santo sin caer en la idolatría, debido a que llevó al Verbo Encarnado en calidad de salvador de su vida, lo cual es de un mérito infinito y lo sería aun cuando lo hubiera salvado sólo una hora o un instante. Hija, mi cruz es adorada por haberme llevado, aunque yo sabía y pagaba por todos los culpables ingratos.
Aparecí en el madero como el oprobio de los hombres, la abyección de los pueblos, la maldición universal, debido a que llevaba sobre mí todos los pecados, y por haberme hecho semejante a la carne del pecado. Cuando San José me cargaba, llevaba a la inocencia y salvaba la justicia esencial, acrecentando con ello la gloria de los ángeles y de los hombres, porque los espíritus angélicos se consideraban inefablemente gloriosos al servir y adorar en el camino a su Señor y Dios a través de los cuidados de San José, que me llevaba en sus brazos. Si ellos estiman como un favor ser ministros de fuego hacia los que deben recibir la heredad de salvación, cuánta más y grande gloria tuvieron al servir al salvador divino, heredero natural y legítimo, que en forma humana podía y puede, sin causar detrimento, igualarse al divino Padre, a quien no [836] pareció mal que sólo José llevara este nombre en la tierra, así como él lo llevaba en el cielo. El Padre aprobó y ratificó el eterno decreto que reservó esta sublime y singular dignidad a San José. El Padre de gloria, incapaz de sufrir la confusión o de combatir huyendo, envió a su Hijo para retar a duelo a toda la creación, que era culpable con el hombre y a través del hombre, por ser dominio suyo. Retó al pecado, contra el que debía combatir eternamente, odiándolo esencialmente así como él se ama por esencia; el fin de su combate en el camino tendría lugar al cabo de treinta y tres años. José, sin embargo, va a Egipto con el Hijo y con la Madre como un segundo que parece combatir al primero al huir de Judea, viendo que este niño, eterno en cuanto a su divinidad, era de mucha menos edad en cuanto a su humanidad, a pesar de que su amor y su valor lo impelieran a ofrecerse, durante su vida mortal, a la justa cólera de su divino Padre para él mismo salvar a todos los hombres. El mismo amor que lo urgía era el que lo detenía, para darle con usura, permítanme la expresión, la cualidad del cuerpo y de la sangre, deseándolo hombre perfecto, es decir, físicamente maduro.
El corazón generoso de José se ofrece al sufrimiento, tomando al Salvador en sus brazos, no para decir como Simeón: Ahora, Señor, puedes dejar a tu siervo ir en paz (Lc_2_29), sino para perseverar hasta el día de la muerte del divino Enamorado, a fin de estar junto a la cruz con su esposa, si la Providencia del Padre adorable no hubiese ordenado otra cosa, diciendo tácitamente a este padre fiel: Es suficiente, querido José. Contemplo tu fe y tu obediencia, que debe serte reputada en justicia; tu virginal pureza te ha hecho esposo digno de la Madre de mi Hijo, del que, mediante el derecho que te concede el sagrado y legítimo matrimonio, eres llamado padre. No desea él un carnero que tome su lugar, por ser el cordero que lleva todos los pecados del mundo, deseando ser inmolado. Si lo sustituyera con alguien, sería contigo mismo, que lo alimentaste y que cuidaste de su Madre tanto en el espíritu como en el cuerpo. Tú eres el testigo irreprochable de su virginidad y el protector de su vida y de su honor. Abraham esperó contra toda esperanza, deseoso de creer en las promesas divinas y observando todo lo que la [837] palabra infalible le exigía. Tu esperanza va mucho más lejos porque conoces una ley secreta que parece combatir la ley divulgada. Al ver encinta a María tu esposa, no deseas acusarla; ignoras lo que es juzgar temerariamente, y si contradices la realidad que percibes, la ley de Moisés te apremiará. La gracia en María te detiene, el Espíritu Santo que la inunda te abisma en las olas de este mar; la virtud del Altísimo, que le da su sombra, te sitúa en una dichosa penumbra en la que adoras el misterio oculto en el tiempo en Dios, el cual no desea tardar en revelártelo para liberarte del temor reverencial que siempre ha preservado los derechos de la ley y los sentimientos de tu casto corazón respecto a la integridad de María. Llevas por adelantado el titulo de apóstol por cautivar tu entendimiento bajo el servicio de la fe que el divino Hijo de tu esposa vino a enseñar a la tierra, así como ella mereció que Santa Isabel la alabara por su fe. Permíteme que te alabe por la tuya, y que te diga que estoy muy agradecida a la gracia por concederme el favor de entender divinamente que José es el padre de mi Señor, y que él posee por encima de todos los hombres al Hijo y a la Madre de Dios.
Gran Santo, eres dichosísimo por haber creído en la inspiración del Espíritu Santo y en la palabra del ángel que te afirmó la veracidad de este inefable misterio: José, Hijo de David, no temas tomar contigo a María tu mujer porque lo engendrado en ella es del Espíritu Santo. Darás a luz un hijo, y le pondrás por nombre Jesús, porque él salvará a su pueblo de sus pecados (Mt_1_20s).
Acepta a la Madre, que te devolverá el fruto que te pertenece al que, por mandato del Espíritu Santo, debes llevar en tus brazos, alimentar y criar mediante tus cuidados y tu trabajo. La cruz lo recibirá cuando pague la deuda como última compensación. En los brazos de este madero, será adorado. En cuanto a mí, debo preparar en mi pensamiento y mi afecto esta adoración. Lo adoro en las entrañas de tu esposa, lo adoro en tus brazos. Si tú no eres su cruz, eres su trono y litera virginal. Nada hay en el Líbano que iguale tu blancura; estás representado por sus columnas de plata, porque sostienes al divino Salomón, sirviéndole de almohadón y de reclinatorio, porque duerme [838] entre tus brazos y descansa sobre tu pecho, que es todo de oro a causa del ardiente amor que te abrasa y transforma tu corazón en algo parecido a la púrpura del rey, que es la misma púrpura real. Tu sangre es toda real, es decir, divina en este niño, porque el cuerpo de María te pertenece: El quiso tomar una parte de su sustancia y revestirse de ella. Acércate a esta palmera; su fruto te pertenece; tus elevaciones no serán vanas. El Dios humanado desea abajarse y someterse a ti, porque eres humilde de corazón. Lo llevas sobre tu pecho, donde se alberga y crece la caridad hacia las hijas de Jerusalén y las almas pacíficas. Que las hijas de Sión salgan de ellas mismas y ustedes, santos ángeles, desciendan del cielo empíreo para contemplar al divino Salomón en brazos de San José, coronado con la diadema y el cetro de Judá. La misma Virgen-Madre lo coronó de este modo, presentándolo a su castísimo esposo, que es verdaderamente bello y maduro. Que todos los astros adoren al divino sol en el pecho de su oriente. Plugo al Padre eterno visitarnos a través de su Hijo oriente, movido por las entrañas de su divina misericordia. San José ratificó estos amores: su deseo paternal es el de dárnoslo. Lo lleva en brazos como salvador de nuestro Salvador, como nuestro pan de vida y de entendimiento y es él quien enseña a los espíritus celestes: Para que la multiforme sabiduría de Dios sea ahora manifestada a los Principados y a las potestades en los cielos ( Ef 3:10) los secretos escondidos en el Dios que todo lo creó. San José no fue menos favorecido que San Juan Evangelista. Siempre permaneció virgen y el Salvador descansó en su pecho en multitud de ocasiones, en medio de una dulzura y ternura inefable. ¿Podría haber ocultado al que era más que Abraham, puesto que el fin es más perfecto que el comienzo? Abraham inicia la genealogía del Salvador; José la termina. Abraham saludó de lejos las promesas; San José recibió el efecto de las promesas. Abraham vio en figura, y en sombras, el día y el nacimiento del Salvador. San José presenció en verdad y realidad el nacimiento del Verbo hecho carne de la carne que le pertenecía. El contempló el sol a media noche y el que es luz de luz hizo un oriente en el tabernáculo de este justo, en las entrañas de María, que es toda de José en calidad de esposa. San Mateo comienza así: Libro de la generación de Jesucristo, hijo de David, hijo de Abraham; [839] y termina: Y Jacob engendró a José, el esposo de María, de la que nació Jesús, llamado Cristo (Mt_1_1s).
Es necesario fijarse que el Espíritu Santo quiso manifestar un rasgo de su sutilidad al nombrar a Jesús hijo de David antes de llamarlo hijo de Abraham, mostrando así que la intención divina fue suscitar un Hijo de David para ser el único Cristo, el Hijo del Dios vivo; mas para seguir el orden admirable de la sabiduría y de la prudencia divina, quiso emprender su narración desde lo lejos llamándolo Hijo de Abraham, que debía ser reconocido como hermano de los judíos, que se decían hijos de Abraham, pues bien sabía que un día exclamarían cuando sólo la tribu de Judá pasara en el Jordán a su rey: No tenemos parte con David, ni tenemos heredad con el hijo de Jesé. Cada uno a sus tiendas, Israel (2S_20_1).
Los judíos se gloriaban en ser hijos de Abraham, pero no vivían como tales. Por ello se les recordó que Dios puede transformar las piedras en hijos de Abraham y trasladarlas a la Jerusalén celestial.
Muchos son hijos de Abraham, pero Jesús merece, por su unción sagrada, ser llamado además Hijo de David y José, su padre putativo, también hijo de David, a quien el reino pertenecía con todo derecho. Así lo manifestó el cielo cuando el ángel le dijo de parte del Padre eterno que tomase a María, su esposa, la cual había concebido a su Hijo santísimo por obra del Espíritu Santo, llamándole José, hijo de David, como queriendo decirle: Jesús debe poseer el reino de David su Padre; tú eres hijo de David y María, tu esposa, es de la misma raza. Tú eres rey y ella, reina. Jesús nacerá Rey en el tiempo, así como nace Dios en la eternidad.
Nunca se menciona que Abraham haya sido ungido rey. El Cristo debe serlo por nacimiento eterno y temporal, según lo predicho por Jacob: No se irá de Judá el báculo, el bastón de mando de entre tus piernas, hasta tanto que se le traiga el tributo y a quien rindan homenaje las naciones (Gn_49_10).
Jacob profetizó la Encarnación que se obraría virginalmente en la tribu de Judá en la carne de María, la cual pertenecía a José, siendo ambos hijos de David, lo cual expresa el [840] apóstol de esta manera sublime: Pablo, siervo de Cristo Jesús, apóstol por vocación, escogido para el Evangelio de Dios, que había ya prometido por medio de sus profetas en las Escrituras Sagradas, acerca de su Hijo, nacido del linaje de David según la carne, constituido Hijo de Dios con poder según el espíritu de santidad, por su resurrección entre los muertos (Rm_1_1s).
Como si nos dijese al hablar a los Romanos: Sepan que fui elegido aparte para anunciarles el designio de Dios, que prometió por medio de los profetas en las Santas Escrituras, el cual consistía en ser su voluntad que el Espíritu Santo tomase la carne de María, hija de David, esposa de José, para componer con ella un cuerpo para el Verbo, su Hijo único, el cual fue constituido Hijo del divino Padre desde antes de los siglos, que creó por mediación suya. Este Hijo, que quiere sea Hijo de David según la carne por obra del Espíritu de santificación, será el principio y la causa de la resurrección de toda la humanidad, pero singularmente de los santos, haciéndolos a todos radiantes de luz y dándoles parte del cuerno de David. Siendo la luz increada, desea ser luz creada en su cuerpo y en su alma, que serán portados por la divina hipóstasis.
El Padre, el Hijo y el Espíritu Santo, fuente esencial y virginidad primera, desean obrar una maravilla en la carne de David; pero es necesario esperar a José y a María vírgenes, y que el cetro de Judá sea arrebatado y suspendido, para no ser entregado al Salvador por la generación común y ordinaria a todos los hombres, representada por el muslo. Es menester que el Verbo divino, esta aguda espada de dos filos, que de manera divina penetra hasta las médulas, separando el alma del espíritu, acompañada del Verbo y del Espíritu Santo, venga a tomar un cuerpo en María Virgen, y que la virtud del Altísimo le haga sombra; que el Espíritu Santo, sobreviniendo a ella, forme virginalmente un cuerpo virginal al Verbo Eterno por la virtud omnipotente de esta única deidad, y que esto sea sin la intervención de hombre alguno. No fue sin misterio que la Virgen dijo: ¿Cómo será esto si no conozco varón? (Lc_1_34), como queriendo decir al ángel: He leído y oído que Jacob, mi padre profetizó que el cetro y el bastón de mando de Judá no se apartarían de entre sus piernas hasta que viniera [841] el Mesías del que me hablas. José es mi esposo, es verdad, pero no tengo la intención de conocerlo según la carne. Isaías predijo que una Virgen concebiría y daría a luz un hijo que sería Dios y hombre y que se llamaría Emmanuel: Dios con nosotros. De esa virgen, creo yo, deberá nacer el hijo divino que tú me prometes. De ti será, María, no temas; Dios, que te ha escogido y en el que has hallado plenitud de gracia, desea descender a ti con plenitud de divinidad: El Espíritu Santo vendrá sobre ti y el poder del Altísimo te cubrirá con su sombra; por eso el que ha de nacer será santo y será llamado Hijo de Dios (Lc_1_35).
Esa misma virtud del Altísimo que te dará su sombra, y el Espíritu Santísimo que descenderá sobre ti reserva para sí el conocimiento y la operación de tan inefable misterio, ocultándolo a los ángeles y a los hombres. José y tú permanecerán vírgenes; sus piernas serán como de mármol en su frialdad, apoyadas en bases de oro. El Verbo eterno será el soporte de la carne que él desea tomar en ti. El será la espada divina que dará fuerza a tu virginal pureza y gloria a la carne de David; ella te portará después de que tú la hayas portado: Ciñe tu espada a tu costado, oh valiente (Sal_45_4). Únete al divino querer; da tu consentimiento a su eterno decreto, exclama sin dilación: Hágase en mí según tu Palabra (Lc_1_38). En este momento, feliz para nosotros, eres más fuerte que tu padre Jacob, tú, la aurora del hombre oriente en la divinidad, que también desea que exista en nuestra humanidad, haciéndose Hijo y súbdito tuyo. Tu pierna no tiene un nervio seco; tu integridad virginal no sufre detrimento, sino que se hace más brillante; hete ahí, la única Virgen-Madre de un niño que es Dios y hombre. Has merecido llevar la espada de honor: Jesucristo, sedente en tu seno, se sentará sobre tus rodillas dentro de nueve meses: Porque al que el cielo no puede contener, lo llevaste en tus entrañas.
Lo adoro tanto en tu regazo como en tus entrañas; pero, Princesa mía, compártelo con tu real esposo, San José, y permíteme dirigirle las palabras que ya te apropié: Ciñe tu espada a tu costado, oh valiente (Sal_45_4). Quién te enseñó que el Verbo Encarnado diría, hablando de la virginidad: El que pueda entender que entienda (Mt_19_12). Sin duda la Trinidad, que es fuente de virginidad.
[842] Eres virgen y tienes el derecho de portar la corona de las vírgenes, que es tu Hijo. En él es bendecida con toda bendición la simiente de David por encima de todos los hombres y las mujeres. Madre del Verbo hecho carne, todas las generaciones te llamarán bienaventurada porque Dios hizo en ti cosas grandes: Hoy se manifiesta un misterio inefable: Renovando la naturaleza, Dios se hace hombre. Lo que ya existía, permanece y lo que no, es asumido sin que ocurra en ello mezcla ni división.
Las demás generaciones son precedida por la corrupción; ésta, empero, por su integridad porque no se da en ella división alguna. Las dos naturalezas no tienen sino un soporte y la virginidad se hace fecunda.
Gran profeta David, qué dichoso eres en tus hijos María y José a causa de su virginidad, porque sin ella no serías padre del Mesías, el cual lleva dignamente estas palabras grabadas sobre su muslo y sus vestiduras: Señor de Señores y Rey de Reyes (Ap_17_14). Lo adoro sobre las rodillas de San José con estos títulos gloriosos y en el regazo de su esposa, la Virgen Madre del Rey de nuestros corazones, que se recrea entre los lirios en tanto que el día de la ley escrita y sus sombras se desvanecen. El es el día de la gracia, manifestándola en su luz oriental, en la que la víspera de la antigua alianza anuncia la mañana de la nueva, en espera del medio día de la gloria, en la que reposaremos durante toda la feliz eternidad, recreándonos en los esplendores divinos que despreciaron los judíos al apartarse del Hijo amadísimo del divino Padre, que es el verdadero David e hijo de Jesé, que significa Don regalado o Varón mío. El es el ser eterno; el es el don divino concedido a los hombres. El es el Hombre-Dios, todo de Dios y todo de la humanidad, que vino para reinar entre los suyos, aunque ellos no lo quisieron como Rey, imitando con ello a sus padres, que abrieron para él un precipicio cuando el desgraciado Sheba, hombre de Belial, tomó una trompeta para publicar su rechazo: Hizo sonar el cuerno y dijo: No tenemos parte con David, ni tenemos heredad con el hijo de Jesé. Cada uno a sus tiendas, Israel (2S_20_1).
[843] Los judíos del tiempo del Salvador obraron como sus padres, que desoyeron al verdadero David. Debido a este abandono siguen sumidos en la ceguera, sirviendo a los antiguos tabernáculos, en tanto que los cristianos imitadores de María y de José gozan de las delicias de un altar en el que no se permite participar cuando se da culto a los tabernáculos, que sólo son sombras que han dejado de existir.
El verdadero sol los cegó con tantas luces. Qué desdicha para estos obstinados, que están ciegos por haber cerrado los ojos a la verdadera luz. Dejaron al divino Salvador, que es el esplendor de la gloria del Padre, que vino con pasos de gigante para compartir con ellos sus claridades con abundancia de paz, quedándose también en la tierra en el sacramento del altar antes de regresar al cielo. Únicamente los corazones de mármol o de bronce se niegan a sentir el calor de su amorosa bondad. Virgen Santa, gran San José; ojalá pudieran describirnos cuánta felicidad sintieron sus corazones en la tierra cuando el Verbo Encarnado vivía con ustedes y cómo la compartía n, lo la comparten y la compartirán por toda la eternidad en este hijo de amor que es para ustedes una ventura dichosísima. Pídanle que él sea mi porción de gracia y mi eterna heredad. Espero, mediante sus oraciones, que esta heredad sea para mí una suerte de gloria infinita. No me consideren según mis indignidades, sino según los deseos del divino Salvador, que son para mí lazos de amor inenarrable. Que todos los cristianos, en especial las hijas de la Orden del Verbo hecho carne, se unan del todo al Rey de nuestros corazones. Que sean hijas de Judá que proclamen la gloria de su soberano, y que pueda yo decir: La cuerda me asigna un recinto de delicias, mi heredad es preciosa para mí (Sal_16_6). ¿Quién me concederá el favor de abrazar a mi amado? Padre eterno, si amas al mundo tanto como para darle al hijo querido de tus entrañas para que él mismo lo salve, ¿podré dudar de tu generosa liberalidad hacia mí?
No, lo contemplo entre María y José, que son todos caridad y misericordia, por tener con ellos la misericordia del divino Salvador, la cual están deseosos de darme. Ah, si conociera yo el don divino y quién es el que les habla divinamente, les pediría, con fervientes ruegos, que me lo dieran como regalo. Dios de mi corazón, mándame que lo pida, y dame lo que me mandas. La elocuencia [844] tiene la propiedad de arrebatar los corazones a través del oído. Para verme pronto fuera de mí misma, habla, sabiduría divina, con tu Madre y su esposo; que escuche tu encantadora plática y que ante ella mi alma se derrita. La gracia se ha derramado en tus labios, que producen lazos semejantes a la púrpura real. Que una yo a tu corazón tres corazones: el de María, el de José y el mío; que este lazo hecho de tres cordones jamás se rompa. Coloca un sello divino en mi alma. El Espíritu Santo te liga con el Padre, del que emanas, viéndose enlazado en una divina unión, que es la unidad de esencia, a pesar de ser distinto por propiedad personal al Padre y a ti, que sin confusión ni división eres personalmente de este amor, al que produces por solo principio y cuyo amor es el término de tu única voluntad, por ser el círculo inmenso de todas las producciones. Que él sea el punto final de todos mis afectos; que él me relance en tu amor perfecto, en el que deseo morar, si así te place, en el tiempo y en la eternidad en compañía de la Madre del amor hermoso y del esposo de pureza, el cual participa en estas bellezas, creciendo incesantemente y poseyendo todas las bendiciones de los hombres y de los ángeles, por tener como hijo suyo al Hijo del Dios bendito, y por esposa a su Madre, bendita sobre toda criatura. José tiene todos los tesoros de la ciencia y sabiduría del Padre debido a que posee al Verbo Encarnado, del que, por un favor singular, es Maestro y alumno al mismo tiempo.
Divino Salvador, tú escogiste a San José como guía de tu infancia, complaciéndote en aprender de él en cuanto hombre lo que hubieras podido enseñarle en cuanto Dios y derramando en su espíritu admirables conocimientos que ningún ser humano ha podido adquirir. El podría decir con el apóstol que aprendía en la tierra del Dios que conversaba con él, lo que no es dado a los hombres peregrinantes conocer. Los ángeles aprendieron de él muchos misterios de nuestra santa religión, que el Verbo Encarnado venía a establecer. El fue el espejo en el que contemplaron las claridades que el sol de justicia disparaba a plomo en el entendimiento de este santo, sea al mirarlo, sea al hablarle. De todos los hombres que Dios ha creado, crea y seguirá creando, sólo escogió a José para conversar con él durante tantos años, uno con el otro, sin distraerse en otro quehacer. Ocupó únicamente tres años para hablar al pueblo y anunciar su misión; si no hubiera sido [845] éste un decreto del eterno consejo, me parece que habría terminado su vida con San José, a quien fue necesario enviar a los limbos para que Jesús iniciara su apostolado.
Perdóname, divino Salvador mío, si digo que San José te detenía por inclinación. Era menester violentarse para dejarlo. Me refiero a tu naturaleza creada, en cuanto Hijo de tan querido Padre, el cual, sólo entre los hombres, fue elegido para llevar este nombre de Padre en la tierra. Tal vez dijiste a tu Padre eterno, al ver acercarse el día de la muerte de San José: Padre mío, si es posible, que pase de mí este cáliz, pero divino Padre mío, que no se haga mi voluntad humana; no sea como yo quiero, sino como quieras tú (Mt_26_39). No mi voluntad, sino la tuya. Siento un dolor extremo ante la muerte de este padre amante. No he aceptado la ignorancia y el pecado, pero he recibido gustoso las ternuras que ofrece la naturaleza para amar a un padre y a una madre. José hizo un acto que se multiplicó de manera increíble al privarse del derecho que tenía en mi Madre, su Esposa. Yo no soy menos su Hijo en la estima divina, porque sobrepasó incomparablemente la privación que David se impuso cuando ofreció a la divinidad el agua deseada y aportada por sus bravos soldados con peligro de su vida, al ceder mi Madre al Espíritu Santo, al Padre y a mí, para obrar en ella el misterio inefable de la divina Encarnación, entregándome como don irrevocable lo que no dejaré jamás y que estimo más que todos los ángeles y los hombres, porque esta porción tomada en el campo de San José vale más que todo lo creado, por estar unido hipostáticamente a mi naturaleza divina. Tiene un valor infinito y es precisamente el don que José ofreció a Dios. Veo claramente, amor mío, que esta separación te es penosa en extremo.
El evangelista Lucas quiso mostrarnos el dolor que sentiste en el jardín al alejarte un tiro de piedra de los discípulos adormecidos, que dentro de poco te abandonarían a causa de su desidia, uno de los cuales, con la más dura de las palabras, te negó tres veces en la misma noche de su temerario fervor, antes de que el gallo cantara dos veces. El mismo evangelista nos dice que te arrancaste de ellos con una amorosa violencia, movido por tu valor: Y apartándose de ellos como la distancia de un tiro de piedra... (Lc_22_41). La ternura de un maestro en nada se compara con la que un buen hijo tiene por su padre. Al manifestar y confesar ante los judíos la [846] que sentías por Lázaro, tu amistad mereció su admiración, ya que te vieron llorar y afligirte hasta estremecerte mientras te dirigías al lugar donde lo habían puesto. Marta y Magdalena fueron instruidas divinamente por el amor que tenías hacia ellas y su hermano. La segunda te hizo estremecer al decirte: Señor, si hubieras estado aquí, mi hermano no habría muerto. Viéndola llorar Jesús y que también lloraban los judíos que la acompañaban, se conmovió interiormente, se turbó y dijo: ¿Dónde lo habéis puesto? (Jn_11_32s). ¿Por qué lo pusieron en el sepulcro de los muertos, sabiendo que el amor lo devolvería a la vida? Por eso me estremecí y me turbé; y es que el que ama está más en su amor que en sí mismo: Entonces Jesús se conmovió de nuevo en su interior y fue al sepulcro (Jn_11_38). Lázaro, sal fuera, porque el amor con que la Vida te ama no le permite dejarte más tiempo en el lugar de los muertos. Mira cómo da gracias a su Padre por haberlo escuchado esta vez, ya que no ignora que le oye a causa de su reverencia; pero ahora a causa de su amor, mediante el cual salva a la humanidad y glorifica la sublime grandeza de su divino Padre.
Jesús, Salvador mío, ¿Quién podría expresar la dolorosa violencia que te hiciste al morir San José, tu querido padre nutricio, a cuya alma estaba unida la tuya con una adhesión inefable? Seguramente dijiste: José, padre mío amadísimo, me eres más amable que el amor de los ángeles, de los hombres y de las mujeres, después del afecto de mi santa Madre. Ni los ángeles ni los hombres obligaron a mi divinidad a amarles como tú. El voto de virginidad que observaste con tanta perfección junto con mi santa Madre, me liga a ti de manera incomparable. El lazo del matrimonio virginal me une a ti; yo he sido el hijo de tus entrañas, y digo de las tuyas, porque el cuerpo de mi Madre te pertenece, lo mismo que el fruto que ella llevó. Tu aceptación desde el momento en que el ángel te aseguró en sueños que el Espíritu Santo deseaba que la tomaras junto conmigo, encerrado en sus entrañas virginales, complació a toda la Trinidad. Soy tuyo, padre mío querido, que tanto participaste de la unión hipostática. Qué duro trance atraviesa mi alma al ver a la tuya dejar tu cuerpo virginal. Ah, José, mi querido padre, si esta fuera la hora en que debiera morir por ti y por toda la humanidad, sería para mí un consuelo morir a tu lado.
[847] Jesús, esposo mío, ¿en qué coinciden la muerte de San José y la tuya? ¿A qué te refieres? San José morirá con la muerte de los justos y tú debes morir, por haber aceptado el decreto de la justicia divina, con la muerte de los pecadores, ya que tomaste sobre ti todos sus pecados, convirtiéndote en maldición por todos ellos. Morirás entre dos ladrones sobre el madero de la cruz, que los judíos consideran una infamia. Su malicia te la desea, y la expresarán en la petición que harán a Pilato. San José muere entre tus brazos con la preciosa muerte que David, su padre, profetizó para él lleno de admiración. Oh divino José, te corresponde incomparablemente cantar como un cisne blanquísimo este admirable salmo: Tengo fe, aún cuando digo: Muy desdichado soy (Sal_116_10).
¿En qué creías, Patriarca fidelísimo? Tuve fe en que Dios tomó carne en mi esposa virgen y, habiendo creído, presencié el nacimiento del Verbo Encarnado, al que hablé mientras que él guardaba silencia, lo cual me humillaba indeciblemente. El, en cuanto Dios, puede explicar o expresar mi humillación. En la inmensa dicha que sentí al contemplar al Verbo hecho carne, dije que todos los hombres eran mentirosos y que aquel niño era la verdad esencial, que iluminaba y condenaba la vanidad del siglo. Al verme favorecido por este don divino de parte de la adorable Trinidad, di gracias a las tres divinas personas en la unidad de su esencia simplísima y única majestad: un solo Dios, un solo Señor, diciendo: ¿Cómo pagaré al Señor todo el bien que me ha hecho? La copa de salvación levantaré, e invocaré el nombre del Señor (Sal_116_12s). Padre eterno, ¿Qué te devolveré por todo lo que tu bondad se ha dignado comunicarme?
Te ofrezco al divino Salvador, que es el cáliz de la salvación universal, el cual es mi Hijo y mi Dios. Invoco tu santo nombre, Señor mío Jesucristo. Yo soy tu servidor con todos los demás hombres, pero deseo serlo en especial porque me elegiste para ser solaz de tu santísima Madre y para alimentar tu infancia. Mientras bendecías mi trabajo, cumplías conmigo los deberes de hijo y yo te amé como padre sin olvidar mi deber de honrar tu soberana y divina majestad. Te adoraba y te adoro como a mi Dios, aunque eres Hijo de mi esposa, tu Madre y mía, porque él la escogió para ser Madre de todos los elegidos. [848] Soy hijo de tan augusta Madre, que se llamó sierva tuya en el primer instante de su grandeza maternal. Como es necesario dejar este cuerpo, divino Hijo, desliga esta alma que te adora; tus manos divinas la infundieron en él. Que las mismas amorosas manos la retiren de él; al morir entre tus brazos, mi muerte es preciosa. Abre, divino Salvador mío, tus labios sagrados y atrae el espíritu que siempre estuvo perfectamente unido a ti; siente en ti mismo la privación de San José mediante una filial y divina compasión. Querido amor, esta preciosa muerte es dolorosa y de una resignación admirable. San José deja al que es la verdadera luz, que vino a su hogar, a la que recibió con fidelidad y amor. Deja tu compañía llena de felicidad para salir al encuentro de hombres prisioneros en los limbos, que yacen en tinieblas y sombras de muerte. Deja a tu Madre, su amadísima esposa, a la que lo unió el Espíritu Santo. Si existe dolor en la separación de los seres divinamente unidos, qué dolor no sufriría este gran santo en aquella separación: si el corazón generoso de este príncipe de Judá no hubiese estado entre tus adorables manos para inclinar sus pensamientos hacia donde el orden de tu sabiduría eterna los conducía, ¿no se hubiera rasgado o estallado en medio de ese pecho en el que tu cabeza se reclinó tantas veces? Exclamo con toda justicia que la vida y la muerte combaten generosamente y libran aquí su duelo, pero es necesario que la muerte de amor gane a la vida y que el Verbo Encarnado consienta en la muerte de su padre y esposo de su Madre, la cual ingresará en el número de las viudas a causa de la privación de su esposo visible. Y tú, mi Jesús, serás, a los ojos humanos, un huérfano a causa de la privación de este padre putativo. El pecado introdujo la muerte en la naturaleza humana; muerte que Dios no creó, por ser una privación de la vida y una decadencia del ser, así como el pecado es una decadencia de la gracia. Muerte, cuánta crueldad la tuya al separar a San José de aquel que lleva en sí la palabra de vida esencial. ¿Qué diría yo al presente, Jesucristo mío, si me preguntaras: Quieres dejarme? Tal vez respondería: Señor, si te dejo, ¿a quién iré? Sólo tú tienes palabras de vida eterna. San José no se quejó en aquel trance: se despidió de su Hijo y de su esposa, ofreciendo un sacrificio incomparable en la separación de la victima. Perdóname, divino amor mío, si de [849] manera indecible trato de expresar mi pensamiento sin disminuir el dolor sin par de la separación de tu alma y de tu cuerpo. Me refiero a que en dicha división tu cuerpo no fue abandonado por la naturaleza divina. Tu alma gozó en todo momento de la visión beatifica en su parte superior. En los tenebrosos limbos, siguió poseyendo la claridad eterna y esencial. Dijiste atinadamente que los apóstoles obrarían las mismas señales que tú y aun mayores, pero a través de ti y por tus méritos. ¿Me permites decir que esta muerte o separación es la más severa de todas las separaciones puramente creadas? La privación de un bien que jamás se ha tenido o conocido, y que no aporta un provecho en determinadas situaciones, no se resiente. La muerte de San José no era la salvación eterna de la humanidad como lo fue la del Salvador; por ello ni los patriarcas ni los profetas sufrieron la pena de San José, ya que no te vieron en la tierra. Divino Salvador, tú dijiste que los ojos que te miraban eran muy felices. ¿Podría dejar de afirmar que los ojos que se ven forzados a dejar de verte parecen sentirse desdichados? Es lo que sucedió en aquel momento a San José, que contempló tu oriente y tu mediodía, del que le fue necesario retirarse para ir a recostarse entre las sombras, que se ausentaban del mediodía, reservándose únicamente para José. Sé muy bien que la muerte de San José fue para ti más dura que la tuya, que ofreciste con alegría, porque viniste al mundo con pasos de gigante y lleno de entusiasmo, para sufrir en él la muerte y salvar a la humanidad, cumpliendo así el designio de tu Padre eterno, que es mostrar el exceso de su amor dándote al mundo para salvarlo. El fin de una acción y de un sufrimiento, cuando es gloriosa e incomparablemente útil, hace tolerable el dolor.
El apóstol, apasionado de amor a ti, sobre todo en tu muerte, dice que, al proponérsete la alegría divina que tendrían tu sagrada humanidad y tus elegidos, escogiste y aceptaste la cruz con todas sus ignominias, sabiendo que, en ese anonadamiento, Dios te exaltaría y te daría un nombre por encima de todo nombre, en medio de las adoraciones universales de la tierra, del cielo y de los infiernos, y que todos confesarían que eres digno de sentarte a la diestra de gloria, en el trono de la divina grandeza. ¿No tengo acaso razón al decir que la muerte de aquel esposo que no dejaba de crecer es la incomparable en una pura criatura, y [850] que el pecado te molestó en este punto, por ser causa de una privación tan penosa para tu sagrada humanidad, que estaba unida a José, como ya dije, por sus mismas entrañas? A través de este amor universal, eres la serpiente divina que alivia las enfermedades de los demás hombres; pero, Oh paradoja inaudita eres la divina serpiente que hiere las entrañas de José al enviarlo a los limbos, traspasando también, a la hora de tu muerte, las de María, tu Madre.
Eh, Jesús, amor de los enamorados y amor por esencia, ofreces aquí un sacrificio digno de un coraje divino. Sufres más que José, porque amas más que él. Después de esta privación, correrás a la muerte; siendo la sabiduría infinita, vas a enseñar una ciencia que parecerá locura a los gentiles y será escándalo para los judíos. Ahorras la vergüenza, el dolor y la doble muerte a San José, enviando su alma a los limbos, porque habría muerto al verte morir, por no poder soportar que se te llamara seductor del pueblo. Habría sin duda exclamado con fuerte voz: Este hombre es Dios; no es mi Hijo natural por generación común, sino hijo de la Virgen que les anunció Isaías, a los que soy indigno de pertenecer. Este hombre es el Emmanuel, Dios con nosotros. Si su testimonio no hubiera sido recibido por estos ingratos, y hubiera sido testigo de su deicidio, qué sufrimiento para este santo: No lo expresaré sino con mi silencio, adorando a aquel que conocía todas las maravillas que obró en este santo, el cual bendice a Dios por los siglos de los siglos en compañía de Jesús, su Hijo, y María, su esposa.
Capítulo 121 - Linaje de san José y aprecio en que Dios tuvo su virginidad. Cesión que hizo al Espíritu Santo de la de su esposa.
[851] Después de anotar por escrito diversos pensamientos sublimes que mi divino esposo me concedió el día del glorioso San José, en 1639, me enseñó además, durante mis ejercicios, que la generación de David terminaba en San José, considerado padre del Salvador y coronado de virginidad.
Como la tribu de Judá complació a Dios, su Hijo nacería de ella. Dios recibió a San José como un germen sagrado que se había ocultado. Parece que no se pensaba, al comienzo, que San José perteneciese a la raza de David, ni que pudiese aspirar a la realeza. La ambición de Herodes no lo habría dejado vivir y probablemente hubiera sido perseguido. Aunque el Salvador era de la simiente de David, que tomó en María y no de San José, la Escritura nos lo muestra como descendiente David pero a través de José, el cual, por dicha razón, fue llamado por el ángel hijo de David como una dignidad especial porque la bendición y la realeza de David debían culminar en el hijo de José, por ser hijo de María, la verdadera esposa de José, la cual, por un milagro excepcional, le dio un hijo sin otra intervención que la del Espíritu Santo. Abraham tuvo muchos hijos que fueron como las estrellas, pero una sola simiente en la cual fueron benditas todas las naciones del mundo: Por tu descendencia se bendecirán todas las naciones de la tierra (Gn_22_18). Comprendí que Jesús era un oriente, la Virgen un mediodía y José, la víspera, que debía terminar en un medio día eterno; y que el Salvador surgiría de María y José como de entre lirios, Antes que sople la brisa del día y se huyan las sombras (Ct_2_17). Durante el tiempo de su vida mortal, antes de que descendieran las sombras, avanzó hacia su muerte, ya que un poco antes San José desfalleció como un sol poniente, dejando sin duda al Salvador sumido en una [852] grande tristeza y privado de la dulce conversación de su Padre nutricio.
Sólo San José fue hallado digno de ser esposo de la Virgen, Madre de Dios, y de la familiar conversación de Jesús, reservándolo para él con este fin. Más tarde eligió a sus apóstoles, pero eran tan rudos y groseros, que pusieron a prueba la paciencia y bondad del Salvador universal. Antes del nacimiento del Verbo hecho carne, los ángeles enseñaron los misterios de la Encarnación a José; pero después del nacimiento del Hombre-Dios, le honraron como a quien llevaba sobre sí la impronta de la gloria del Padre eterno, su Verbo Encarnado, en el que estaban encerrados todos los tesoros de la sabiduría divina, a la que José llevaba en sus brazos, siendo plenamente instruido por aquel en el cual están ocultos todos los tesoros de la sabiduría y de la ciencia (Col_2_3).
Mientras estuvo en la tierra, Jesús fue la imagen visible de su divino Padre; y José, la imagen visible de Jesús. No existe duda alguna que Jesús no hubiese adquirido muchos rasgos y lineamientos de José, y que no se manifestó a los que desconocían el misterio. El deseaba que se tuviese a San José como su Padre, por ser cuestión de lógica: si era el hijo de María, su esposa, lo era también de José. Debió existir, por tanto, una relación de semejanza entre ellos.
Las personas de la Trinidad increada poseen una relación entre ellas, cuya semejanza tuvieron sin duda las de la Trinidad creada. Según el rango de origen, el Verbo ocupa el medio, por ser el Padre la primera persona, él la segunda, y el Espíritu Santo la tercera. El Verbo se encuentra entre el Padre y el Espíritu Santo; el Verbo es el término del entendimiento del Padre, que lo engendra en su divino esplendor, produciendo con él al Espíritu Santo mediante una común e indivisible aspiración, que es su suspiro y su amor; el término de su única voluntad.
Jesús se encuentra en la tierra entre los dos hermosos lirios de María y José. Este Verbo increado y encarnado experimenta un deleite indecible al existir y al verse entre las azucenas de la divinidad y de la humanidad, gloriándose en ser hijo de la Virgen, su Madre, y de [853] San José, que experimentan un gozo inenarrable al poseerlo en calidad de hijo.
Los ángeles enseñaron a San José el misterio oculto en Dios a los siglos pasados, y José lo enseña a los que tienen la dicha de someterse a su dirección, llevando una vida oculta e interior; a éstos podemos llamar imitadores del Hijo de Dios, que asistió, por así decir, a la escuela de José.
Podríamos aplicarle lo que San Pablo dijo de sí mismo al escribir a los Efesios (capítulo 3°), diciendo que poseía la gracia de la dispensación, la revelación y el esclarecimiento del misterio de la sabiduría de Dios oculta a los siglos pasados, y que Dios lo escogió para dar a conocer en este tiempo, con mayor claridad, el misterio en el que la gloria de San José comenzó a brillar paulatinamente. Por su medio nos acercaremos confiadamente a nuestro Salvador, que es su Hijo, por cuyo titulo le está sujeto, a pesar de ser el Señor de todos. Cuando él dobla sus rodillas delante de este Hijo suyo, obtiene todo cuanto pide, porque tuvo el afecto, el cuidado y el verdadero titulo de padre, que cumplió tan cabalmente. Se privó enteramente del uso del matrimonio; pero como sin éste pudo tener un Hijo, no se vio privado de la dignidad de padre. Recibió este nombre y el Salvador lo confesó como tal, al igual que María, la cual lo reconoció como su verdadero y legítimo esposo. El nos impetra la participación de las riquezas de la gloria de Jesús a fin de que, por el poder del Espíritu, seamos afirmados en el hombre interior, como dice San Pablo. En primer lugar, poseía en él las riquezas de la gloria, por estar perfectamente unido a él. En segundo lugar, sus riquezas y su gloria se cifraban en su esposa, diciéndome que sus bienes eran comunes y sus amores eran uno solo. En tercer lugar, su gloria y sus riquezas estaban en su Hijo. En cuarto lugar, en sus propios méritos, que crecían constantemente, y mediante los cuales era realmente llamado José, el hijo de la edad madura, por reunir en él los títulos más gloriosos.
No habitó solo en Jesucristo, sino que Jesucristo habitó en él. Se privó de una esposa, la más perfecta que haya existido o que existirá jamás en el mundo, para cederla al Espíritu Santo, que pareció no poder darle nada más precioso después de Jesús, que [854] devolviéndole a ella misma, convirtiéndose en el lazo sagrado de sus amores y haciendo fecundo su matrimonio sin lastimar la inconcebible pureza de los dos y permitiendo que ambos tuviesen un Dios-Hombre por hijo.
Dicho Hijo, que se hospedó con José, recurrió a una magnificencia digna de su grandeza para honrar y recompensar a su hospedero. San Pablo pide, en este punto, que nos afirmemos en el hombre interior por el poder del espíritu. Dicho hombre interior es Jesucristo, así como el exterior es Adán. Con este hombre interior se configuró San José, adhiriéndose a él únicamente con la firmeza de su amor, penetrando en su interioridad sin detenerse en la apariencia exterior. El nos conduce al hombre interior mediante la participación de su Espíritu, permitiendo a las almas bajo su guía llegar a ser en verdad interiores, unidas y confirmadas en la imitación y conocimiento del hombre oculto y del todo interior: Jesucristo, con el que San José se configuró enteramente, llegando a ser como un retrato del hombre interior. La fe obra esta maravilla; por eso fue tan eminente en San José, estando siempre a prueba en razón de la majestad de la divinidad de su Hijo, cubierta bajo los velos de sus anonadamientos. Estuvo siempre entre la luz y las tinieblas. A través de esta fe, Jesús habitó en el corazón de José y la misma fe germinó la caridad, mediante la cual el mismo José echó raíces como dice San Pablo: Que Cristo habite por la fe en vuestros corazones, para que, arraigados y cimentados en el amor. (Ef_3_17). José, animado del santo amor, echó sus raíces en María y en Jesús; y Jesús, atraído por el mismo amor, hundió en el corazón de José y de María raíces divinas, en tanto que tomaba de ellos raíces humanas; pues al hacerse hijo suyo, enraizó en su misma persona, mediante la unión que hizo con ella, la naturaleza que ellos le dieron. El los fundamenta, dándoles firmeza y apoyándolos en sí mismo, así como cimentó y afirmó la tierra, a la que sostiene con fuerza; él es el Verbo humanado en la sustancia de María, perteneciente a José, el cual pudo comprender, con todos los santos, la supereminente caridad de la ciencia de Jesucristo, por haber comprendido no sólo con los santos la caridad y el amor del Salvador, sino por haber penetrado en toda la plenitud de Dios: llenándose hasta la total plenitud de Dios (Ef_3_19). [855] Como en Jesucristo radicaba la plenitud de la divinidad, José no podía poseerlo ni penetrar en él, ni Jesús habitar en el corazón de José hasta que éste no fuera colmado de la plenitud divina. Es ella la que lo hace todopoderoso, pudiendo todo en presencia de su Hijo a causa de su inconcebible humildad, que ganó el corazón de este Hijo amoroso.
De aquí procede que pueda hacer que se concedan nuestras peticiones y obtener todo lo que podríamos pedir, yendo aun más allá de nuestros deseos y de nuestras esperanzas. A Aquel que tiene poder para realizar todas las cosas incomparablemente mejor de lo que podemos pedir o pensar, conforme al poder que actúa en nosotros, a él la gloria en la Iglesia y en Cristo Jesús por todas las generaciones y todos los tiempos. Amén (Ef_3_20s).
Capítulo 122 - Sueño y vida de Dios. Su caridad nos da participación en ella mediante la amorosa encarnación y movido por su amor a través de las comunicaciones que hace.
[857] Tuve que guardar cama a causa de una caída en la que corrí gran peligro, pues rodé por una escalera de piedra. Como no podía dormir, temía agravar mi mal si ocupaba mi espíritu en la oración. Mi divino amor me invitó a expresar mi pensamiento como Zorobabel, conversando conmigo durante varias horas durante mi dolor de cabeza, en la consideración del sábado y del reposo que Dios toma en sí mismo. Mi divino esposo me ofreció el mismo reposo, diciéndome que deseaba que contemplara también el sueño en la vida de Dios, que es el Espíritu Santo, elevándome en una alta contemplación a pesar del fuerte dolor de cabeza que mi caída me ocasionaba, lo cual manifestó claramente la eficacia de la operación divina en mí, ya que la debilidad y el estado en que me encontraba no habría podido sufrir una suspensión de espíritu y mucho menos pensamientos tan sublimes que requieren una fuerte atención del alma.
Escuché que, así como la Trinidad reposa en el Espíritu Santo, del mismo modo encuentra en él su sueño, pero que se trata de un sueño que no impide la acción y que cierra los ojos a las divinas personas, que se aman y conocen durante y en dicho sueño sagrado. Sin embargo, como todas las emanaciones de las divinas personas desembocan en el Espíritu Santo, él es como un dulce rocío que, hablando a nuestro modo, refresca y tempera el ardor del fuego de la divinidad.
El sueño más natural proviene de un humor que se derrama del cerebro hasta los nervios, que son los conductos de los espíritus animales, sirviendo a las funciones del sentido. [858] Cuando el cerebro se calienta mucho, el sueño es impedido; pero cuando envía su rocío refrescante, templa sus ardores y los espíritus dejan de obrar. Una vez atenuado o suprimido dicho calor, descansan los sentidos en un reposo que se llama sueño, por ser una operación dulce y natural del funcionamiento de los sentidos. Las potencias del alma permanecen como ligadas por el humor refrescante que los conductos nerviosos reciben del cerebro, aletargando más bien las potencias sensitivas por entonces, por estar destituidas de su principal instrumento, sin el cual no pueden obrar; es decir, los espíritus animales carecen de las cualidades convenientes y necesarias para obrar, estando sin calor ni movimiento e impedidas por el humor frío que corre por las venas y arterias. Dichos conductos no pueden comunicarse libremente a través del cerebro, que es el lugar donde nacen y en el que desembocan todos los nervios, para llevarlos después al oído, y éste a los demás órganos, de los que deben proceder las operaciones sensitivas que, despojadas de dichos espíritus, se relajan y desbandan por sí mismas. De este modo es fácil observar que el sueño es causado por el humor frío que corre del cerebro hacia los nervios, impidiendo la comunicación, los movimientos y el ardor de los espíritus animales, de lo que resulta el cese de las acciones sensitivas y un reposo de todo lo que es animal.
Escuché que el Espíritu Santo, en la Trinidad, es como un dulce rocío que refresca el ardor del Padre y del Hijo, de los que, no obstante, es el amor subsistente y sustancial por un misterio inexplicable. Las personas divinas reposan en él como ya expliqué en el tratado del descanso y del sábado de Dios.
Mi amoroso y divino Esposo continuó su instrucción enseñándome que el Espíritu Santo es llamado el sueño de Dios, y que dicho sueño no es una ociosidad o cese de la acción como en nosotros, sino que se encuentra en las [859] emanaciones internas de Dios lo mismo que su reposo, que es eterno como su actividad.
No puedo explicarme mejor sino diciendo que el Espíritu Santo es un frescor divino y como una lluvia o rocío en el seno de la divinidad, según nuestra manera de concebir las cosas divinas, recurriendo a la analogía y proporción de las humanas, de las que casi siempre tengo necesidad de servirme. Porque lo invisible de Dios, desde la creación del mundo, se deja ver a la inteligencia a través de sus obras; su poder eterno y su divinidad (Rm_1_20). Consideré al Padre engendrando al Hijo en la fecundidad de su entendimiento, comunicándole todas sus perfecciones e identidad de su esencia y contemplándose en la imagen perfecta de sí mismo, que es la impronta de su gloria.
Admiré al divino Hijo contemplando a su Padre, del que recibe todo lo que él es sin dependencia, y cómo el Padre y el Hijo, al sentir un placer tan grande en este mutuo y recíproco conocimiento, se vacía n, hablando a nuestro modo, en un estallido, derramamiento y dilatación de ellos mismos en un contento inexplicable y deteniéndose en el Espíritu Santo, en cuya producción termina su amor y su gozo, porque en él encuentran una inmensidad tan extensa como la suya, en la que se pierden sin salir de ellos mismos. Ellos respiran en él de la opresión del amor y del gozo, como si aspirasen un aire fresco mediante una divina y sagrada respiración. El mismo espíritu, al ser producido por ellos y en ellos mismos, posee una identidad de sustancia, de esencia y de júbilo junto con ellos, gozando felizmente del sueño como ellos lo hacen, en medio de una paz divina.
Mi divino Esposo quiso que admirase también los cuatro elementos en este mundo arquetípico: Para llegar, de las cosas invisibles, a las visibles; y que considerara yo al divino Padre como el fuego, por ser el principio de todo ser; cualidad que se atribuye a dicho elemento. El Verbo es el agua, fuente de sabiduría: Principio de la sabiduría es la Palabra de Dios; excelsa en sumo grado; en ella se encierran los eternos decretos (Hb_2_3).
Como él se [860] derramó, vaciándose a sí mismo en el agua de la Encarnación, sin emancipación de su esencia indivisible o división de la unidad que posee con su Padre y el Espíritu Santo, la sabiduría se derramó sobre todas las criaturas por participación: la que inunda de sabiduría como los ríos (Si_24_25). El Espíritu Santo es el aire en razón de su calor moderado por la humedad; pues aunque esta divina persona sea la pura e íntegra llama del amor, refresca, como valiéndose de un maravilloso relente, el ardor del Padre y del Hijo, que se derretirían en la inmensidad y delicias de su amor si ella no fuera su inmenso y amoroso retén. El Espíritu es el río de fuego que emana y procede del trono de Dios y del mismo Dios. Es un fuego húmedo que fluye, que calienta y humedece, rociando el seno y el paraíso de la divinidad. El elemento tierra parecía faltar, pero mi esposo me lo mostró en su santa humanidad, unida hipostáticamente a su divina persona de manera admirable por medio de la Encarnación.
Percibí la manera en que el divino Espíritu es el aire que el Padre y el Hijo respiran de su propia sustancia para aliviar, humidificar y refrescar la llama de su amor a través de la producción del mismo amor y de la misma llama, la cual, estando como confinada en el Padre y el Hijo, se alarga en la inmensidad de la tercera persona, el Espíritu Santo, en la que los otros dos reposan y encuentran su sueño sin dejar de obrar a través de las inexplicables emanaciones que producen divinamente. El Padre, mediante el fecundo conocimiento que tiene de sí mismo, engendra a su Verbo así como el sol su luz y su esplendor; luz que, siendo igual al sol que la produce, concurre junto con él, como un principio unitario, a la producción del Espíritu Santo, que, por ser el amor y llama de los dos, recibe toda su luz, terminando sus ardores en la infinitud, sin aportar otra medida ni moderación que la vasta extensión de la divinidad, deteniéndola en sí mismo e impidiendo, si se me permite expresarme en nuestros rudos términos, que se evapore, como si el sagrado ardor de esta llama estuviera mitigado por un dulce rocío, [861] preservándose viva, ardiente y pura como su principio y origen, por ser de su misma naturaleza. No hay por tanto en este proceso otro tipo de frescor, de no ser que el amor del Padre y del Hijo, al encontrar dónde detenerse, terminan en lo infinito al producir al Espíritu Santo, al que puedo llamar el hijo del amor, y que es más a propósito el amor sustancial y personal del Padre y del Hijo, cuyos nombres difunden la caridad divina por mediación de dicho Espíritu, que nos ha sido dado.
El Espíritu Santo es llamado la vida de Dios por ser el aliento divino; por eso decimos que la vida consiste en la respiración. Se dice en el Génesis que Dios infundió un hálito de vida en el rostro del hombre que formó del barro: E insufló en sus narices aliento de vida, y resultó el hombre un ser viviente (Gn_2_7).
Divino amor mío, ¿quién podría, sin el divino favor, describir la visión que me concediste, y el conocimiento que infundiste en mi entendimiento, mostrándole, mediante una luz clarísima, de qué manera tú, el Dios de mi corazón, estás vivo y eres la vida y fuente de vida; y cómo en el divino Padre y su Hijo adorabilísimo produces, mediante una acción plena de vida, tu propia vida, el Espíritu Santo, que recibe de ti dos personas mediante una inconcebible espiración del ser, la divinidad y la vida? Es tu misma vida, porque vives a través de la espiración y emanación que haces de tu Espíritu, que es el término decisivo de las acciones vitales que produce y emite tu divinidad. Padre divino, tú eres la vida amabilísima; Hijo adorable, eres la vida, y esta vida que obra sin cesar en el Padre y el Hijo produce una vida divina y viva que es el Espíritu Santo, el cual es el término de todas sus emanaciones productivas y de su única voluntad; el sueño amoroso y extático en el que el Padre y el Hijo se deleitan divinamente, viviendo en él de su vida amorosa y deliciosa, que es suficiente para ellos por ser la vida divina. [862] Verbo eterno, cuánto alegra a mi espíritu el contemplar cómo vives con tu Padre en el Espíritu, con una misma vida. Concédeme poder expresar lo que me revelas acerca de la tercera persona en cuanto vida de tu divinidad y de la Trinidad entera. Enséñame cómo describir lo que he visto; a saber, que a pesar de que el Padre posee la vida de sí mismo en el mismo grado que la divinidad, y que te comunica la una y la otra por generación, tu vida no alcanza su plenitud y cumplimiento sino a través de la acción de la respiración emanatriz y productiva del Espíritu Santo, el cual recibe la vida de tu Padre y de ti.
El vive en tu Padre y en ti de la misma vida de tu Padre y tuya en la acción vital de vuestra respiración.
Escuché de ti, que me instruyes divinamente, que este Espíritu santísimo es en la vida divina como el humidificador radical; que tu Padre y tú, al obrar mediante la naturaleza de su amor, se consumirían como dos enamorados si no respirasen regularmente a través de la producción de su Espíritu, aspirando su aire y su frescura, como ya dije antes. Contemplé la vida y el principio de las acciones y mociones amorosas en Dios; percibí la bondad y la misericordia que presiona, con sus movimientos sagrados, al corazón de Dios a derramarse y a comunicarse fuera de sí mismo.
Después de que me revelaste, divino amor mío, a través de tan sublime contemplación la vida divina en sí misma y a la Trinidad viviendo en el Espíritu Santo, que es tanto la vida personal como el amor subsistente y sustancial, me mostraste, con la misma claridad, la comunicación de tu vida divina a tu humanidad, en tu ser de Verbo eternal increado y Verbo Encarnado; y cómo vives con una doble vida, es decir, de la vida de Dios y de la vida humana; contemplación tan sublime; visión tan clara, que percibí este misterio inefable casi sin velos, tanto como puede sufrirlo la debilidad y [863] capacidad de un entendimiento creado que aún no es iluminado plenamente con los resplandores de la gloria.
Advertí cómo, en dicha comunicación de la vida divina, el Espíritu Santo sirvió de refrigerio a la santísima Virgen, en cuyo seno se obró este misterio inefable, y de frescor radical a Jesucristo; porque, como el Verbo era todo fuego, habría consumido a la Virgen si el Espíritu Santo no le hubiese dado su sombra. Si Mané, al ver un ángel, creyó morir, con mayor razón la Virgen debía temer la muerte cuando Dios se derramó en ella y el brasero sagrado del Verbo ocupó sus entrañas. Su pobre corazón se desorientó ante la mera luz del ángel, su embajador revestido de las libreas de su divino Señor, que son de luminosidad; y se habría desvanecido sin el auxilio del Espíritu Santo, que mitigó sus ardores y fortaleció su corazón abrasado.
Ester se desmayó al ver a Asuero, impresionante en el esplendor de su majestad. Dicho príncipe descendió de su trono, la acarició, la llamó hermana y esposa suya y puso sobre su cuello su cetro de oro y de clemencia en señal de amistad. A pesar de sus caricias, le dio trabajo reanimarla y que aspirara su afecto cordial; a tal grado la había sobrecogido su majestad.
La Virgen se admiró, no ante la majestad de un príncipe mortal o la visión de un ángel. Si éste no hubiese llevado consigo el resplandor de la divina claridad del Verbo, ella hubiera sido suficientemente fuerte, debido a que conversaba familiarmente con los espíritus angélicos. Lo que la impresionó fue la imagen de un Dios de fuego y de luz. Era forzoso morir en medio de esos sentimientos, a menos que el Espíritu Santo sobreviniera y el poder del Altísimo la cubriera con su sombra, dándole fuerzas sobrenaturales y suficientes, según la promesa de Gabriel: No temas, María, el Espíritu Santo vendrá sobre ti y el poder del Altísimo te cubrirá con su sombra (Lc_1_35). Ni todo el océano podría extinguir la llama que descenderá en ti; él impedirá [864] que ella te consuma. El Espíritu Santo derramará en tu seno un rocío sagrado y mitigará sus fortísimos e insoportables ardores.
El Verbo, al penetrar en el seno de la Virgen, unió a su persona la naturaleza humana con un nudo indisoluble y una hebilla de oro forjada por el Espíritu Santo, el cual comunicó a esta naturaleza creada su ser y su vida, a pesar de que dicha naturaleza retuviera tanto su ser como su propia vida. Sin embargo, así como su ser debía subsistir a través del soporte e hipóstasis del Verbo, y ser transformada en divina de manera inefable, así su vida fue divinizada; el frescor radical de dicha vida en la humanidad sagrada jamás se secó ni desfalleció, aun en la muerte, de la que resucitó por su propia virtud, para ser el principio de nuestra resurrección. En él radica el germen de la resurrección de todos los elegidos que han muerto con Jesucristo. En dicha muerte poseen su vida oculta en Dios, que es la primera resurrección (Ap_20_5), de la que habla San Juan, de manera que podemos decir que Jesucristo poseía y posee la vida que debe llegar hasta nosotros, así como el calor vital y el frescor radical en virtud del que vivirá su posteridad, que son los elegidos. Quiso hacer un extracto de él antes de morir para dárnoslo en el divino sacramento de su cuerpo, que es germen de inmortalidad, en el que se nos ofrece esa misma vida; de manera que la carne del Salvador no tiene esta virtud vivificante en nuestros corazones y en nuestras almas sino en razón de la vida divina que ella recibe, subsistiendo en el Verbo y a través del Espíritu Santo, que anima la naturaleza humana en Jesucristo, el cual resucitará los cuerpos de todos aquellos cuyas almas haya poseído el mismo Espíritu, como dice San Pablo a los Romanos: El que resucitó a Cristo de entre los muertos dará también la vida a sus cuerpos mortales (Rm_8_11). De ahí concluye el apóstol que no debemos vivir de la vida de la carne, que no puede evitar la muerte y la corrupción: Pero si con el Espíritu hacéis morir las obras del cuerpo, viviréis (Rm_8_12); pero [865] de la vida del espíritu que, mortificando la de la carne y sus obras, nos aporta la inmortalidad. Esto se realiza en el Espíritu Santo, que es vivificador, y en la vida radical en Jesucristo, al que constituyó simiente de todos los elegidos que viven por él.
Mi divino amor, continuando su enseñanza, me dijo: la humedad no puede dar la vida sin el calor, ni éste sin aquella. La semilla, aunque parezca llevar en sí el espíritu de vida, no obrará ni producirá algo si no se encuentra en una naturaleza viva; porque si es arrojada en un cadáver, de nada le servirá. De manera semejante, en la vida del alma, son necesarios el calor y la humedad del Espíritu Santo, que siendo fuego y amor calienta y siendo lluvia y rocío refresca, mitiga y cubre con su sombra; y aunque parezca que el alma recibe alguna virtud seminal y como el principio y comienzo de la vida a través de las primeras ilustraciones del entendimiento y del movimiento de la voluntad, es necesario, para vivir verdaderamente, que el Espíritu Santo habite en ella por su gracia y caridad: El amor de Dios ha sido derramado en nuestros corazones por el Espíritu Santo que nos ha sido dado (Rm_5_5).
Mi divino amor me comunicó que me había favorecido con estos grandes conocimientos a causa de su bondad y para testimoniarme que le complacía el despojo de mí misma en consideración al de su divina humanidad, que aceptó el verse privada de subsistencia humana. El alma santa cedió el gozo en cuanto a la parte inferior y admitió la tristeza; su cuerpo sagrado se privó de gloria temporalmente, en el transcurso de su vida mortal. Viéndome animada a renunciar a todas las alegrías creadas y aun a mi propia vida, acepté las aflicciones que Dios quería enviarme, a imitación de mi divino amor.
[866] El Dios de bondad, no pudiendo contenerse permítaseme la expresión me colmó de luces y de dulzura en el exceso de su caridad, pero de suerte que, a través de la santa libertad que su benignidad me concedía, gozara de su generosidad, que me sumergía en tantas delicias. Le dije: Querido Amor, aunque sabes que mi caída me causa un dolor de cabeza tan fuerte que me impide dormir, intensificas en mí tus luces, que no puedo soportar sin debilitarme en extremo: Ciencia es misteriosa para mí, harto alta, no puedo alcanzarla (Sal_139_6). Me respondió diciendo que había permitido esa caída para conversar conmigo a su placer durante mi dolencia, que me retenía en cama; que con frecuencia aprovechaba las horas de la noche, en que me veía libre del tráfago de las visitas de las criaturas, para hablar conmigo en privado y para descubrirme sus secretos, explicándome el salmo 19: El día al día comunica el mensaje, y la noche a la noche transmite la noticia (Sal_19_2). Añadió que durante la noche me enseñaba la ciencia de los divinos misterios, iluminándome en medio de las tinieblas, para que durante el día las comunicase al que me había dado por confesor y director; que él había pasado noches enteras en la oración de Dios mientras estuvo en la tierra, durante su vida mortal: Y se pasó la noche en la oración de Dios (Lc_6_12), conversando con su divino Padre acerca de lo que enseñaba y hacía durante el día. Me aplicó también estas palabras: No es un mensaje, no hay palabras, ni su voz se puede oír (Sal_19_4). Me dijo que todos los que leyeran los escritos que me mandó escribir constatarían que estaba yo instruida en la escuela del Espíritu Santo, el cual me descubría sus secretos divinos mediante una visión divina y sobrenatural; que él se manifestaba en mí como en el cristal de un espejo, y que un día estas maravillas serían proclamadas por toda la Iglesia: Por toda la tierra corre su sonido (Sal_19_5), así como el Evangelio cuenta la generosidad de Sta. Magdalena en la efusión de los perfumes preciosos que derramó sobre la cabeza y los pies del divino Salvador. Añadió que había infundido en mí sus luces divinas y que en mí levantó para [867] el sol una tienda, colocando al sol dentro de ella; que me iluminaba con una luz del todo divina, mostrándome sus claridades tanto como puede hacerlo con una persona en esta vida, según la capacidad que le concede su bondad, sin privarme de las funciones ni del uso de los sentidos y elevando con una gracia divina mi entendimiento hasta la visión sobrenatural de sus divinos esplendores.
Prosiguió diciéndome que él es el esposo divino que sale del tálamo nupcial sin dejarlo; es decir, el seno paterno, acercándose a mí con pasos de gigante, que son cual veloces centellas con las que me atrae vertiginosamente hacia a él. Continuó diciéndome que se complace en conversar conmigo a través de sus diálogos divinos y en acariciarme virginalmente, revelándome al mismo tiempo sus profundos misterios al permitirme conocer la vida, el reposo, las acciones y el sueño de su Augustísima Trinidad, y que en este Dios trino y uno mi espíritu se encuentra en un delicioso sueño de amor, pudiendo decir con David: En paz, todo a una, yo me acuesto y me duermo, pues tú solo, Señor, me infundes seguridad (Sal_4_9).
Mi divino Esposo, adormeciéndome amorosamente sobre su propio seno, me brindó descanso en el medio día de su puro amor, permitiendo que las potencias del alma fueran divinamente sumergidas en esta fuente de bondad, que las colmaba de un néctar sabrosísimo, gozando al entretenerlas durante este sueño místico con las maravillas de su gloria, en la adorable cámara nupcial cuyas tiendas están formadas por claridades resplandecientes.
Mi espíritu, iluminado, exclamó: Y la noche, en vez de luz, me rodeará; las mismas tinieblas no serán oscuras para Ti y la noche como el día lucirá (Sal_139_11s). Hija, mis luces son tinieblas y mis tinieblas, luces. Tinieblas para adormecer a mis esposas en mi regazo en el que descansan y viven de la vida divina por participación; luces para iluminarlas en mis designios. Por eso dice David que la noche es su luz en medio de sus delicias, y que le parece tan clara como el día. [868] El alma que recibe los favores que te comunico está en reposo, durmiendo felizmente en las delicias del divino amor, que derrama en ella el agradable rocío de sus gracias más escogidas. Dicho rocío le sirve de frescura en tanto que los rayos de los divinos esplendores se detienen amorosamente en su entendimiento. La virtud del Altísimo la protege, no con las mismas prerrogativas de la Virgen incomparable, mi Madre augustísima, sino en proporción a la gracia que nuestra bondad divina le imparte.
Hija, mis inclinaciones de amor me mueven a favorecerte, a acariciarte divinamente y a producir en ti dulzuras y claridades amabilísimas. Vengo a ti desde el cielo de mi gloria, desde el seno de mi Padre sin dejarlo, para habitar en el cielo de mi gracia; para comunicarte mis luces con tanta abundancia, que se manifiesten externamente en tu rostro, en el que hago ver el fuego divino que abrasa tu corazón: Nada se sustrae a su calor (Sal_19_7). Las leyes de mi amor son inmaculadas; ellas convierten y transforman las almas, siendo testigos fieles de mi santidad: La ley del Señor, perfecta, conforta el alma, el dictamen del Señor, veraz, sabiduría del sencillo. El temor del Señor es puro, por siempre estable; verdad, los juicios del Señor, justos todos ellos (Sal_19_8s).
Mi placer consiste en enseñar a los pequeños con mi sabiduría, que engendra la justicia, que los alegra cuando saben que soy alabado por ser digno de toda alabanza divina, humana y angélica. Mis mandatos producen la luz en quienes los aman, como el rey profeta. Los que aman mis leyes sólo temen disgustarme, huyendo del pecado y de la imperfección tanto cuanto la fragilidad asistida por la gracia se lo permite, porque desean agradarme en todo por amor a mí y a mi santidad divina y humana, increada y creada. [869] Mis juicios son reconocidos por su admirable equidad y más deseables a las esposas fieles que el oro y las piedras preciosas, que tanto aprecian los mundanos. La dulzura del rayo de miel no puede comparárseles: Deseables mucho más que el oro, el oro acendrado; y dulces más que la miel que destila el panal (Sal_19_11).
Queridísimo amor, tu indigna servidora, a la que te dignas llamar tu esposa, los ama y desea guardarlos y observarlos con un perfecto amor, mediante la eficacia de tu gracia, que tu bondad me ofrece benignamente con tanta dilección, que gozo, al ir por el camino, las alegrías que comunicas a las almas que se encuentran en el término, que disfrutan ya de tu gloria, que es el pago de su fiel correspondencia a tus divinas inspiraciones: Aunque tu siervo atiende a ellos, y en guardarlos anda muy solícito, mas los yerros, ¿Quién los echa de ver?, de los que me son ocultos límpiame. Guarda también a tu siervo del orgullo. (Sal_19_12s).
Sé muy bien que, si fuera tan fiel a la gracia como grande es en mí, tu bondad me haría inmaculada; y si el egoísmo no me dominara con tanta frecuencia a causa del apego que tienen mis sentidos a sus inclinaciones desordenadas; si respondiera generosamente a tus divinas inspiraciones, me vería libre del gran mal que es mi amor propio, o al menos lo tendría sujeto: No tenga dominio sobre mí. Entonces seré irreprochable, de delito grave exento (Sal_19_14). Divino Esposo, concédeme este favor por amor a ti mismo, a fin de que las palabras de mi boca y los pensamientos de mi corazón se complazcan en tu amorosa bondad: Sean gratas las palabras de mi boca, y el susurro de mi corazón, sin tregua ante ti, Señor (Sal_19_15). Que jamás me aparte de tu adorable presencia, reconociéndote como mi Creador, mi Redentor y mi [870] amoroso santificador: Roca mía, mi Redentor (Sal_19_15).
Gozo ya desde ahora de los bienes en los que Job creía y esperaba gozar, diciendo: Sé que mi Redentor vive (Jb_19_25). En cuanto a mí, sé que mi Redentor vive en el seno de su divino Padre, siendo el único al que engendra en el esplendor de los Santos, desde el seno (Sal_110_3), antes del día de las criaturas, desde la eternidad, y que seguirá engendrándolo en el transcurso de la infinitud. Sé por la fe y por mil signos amorosos que su bondad me ha concedido, que vive en el Santísimo Sacramento, al que he recibido y recibo todos los días gracias a su benigna misericordia. Es él mismo, y no otro: he puesto mi cobijo en el Señor (Sal_73_28). El es mi esperanza, mi confianza, mi amor y mi peso. Este amor me eleva con él hasta el seno del Padre, complaciéndose en que haga en él mi morada y que participe en las claridades que ha tenido con él desde antes de la constitución del mundo: Padre, los que tú me has dado, quiero que donde yo esté estén también conmigo, para que contemplen mi gloria, la que me has dado, porque me has amado antes de la creación del mundo (Jn_17_24).
Padre Santo, te conozco como mi principio, al que soy igual y consustancial; deseo que mi esposa te conozca y goce de la claridad que tenía contigo antes de que el mundo existiera, y que este conocimiento produzca en ella el amor que es nuestro lazo, nuestro beso, nuestra vida y nuestro sueño de amor.
Deseo, Padre santísimo, que mi esposa viva y descanse conmigo en tu seno y que, cerrando los ojos de los sentidos, abra los del espíritu, gozando de la delicia de la noche, que es más clara que el día y que ilumina nuestra ciencia divina. Que ella sepa que yo soy el día que engendras, así como la grandeza de tu gloria, la imagen de tu bondad, la figura de tu sustancia, el espejo sin mancha de tu majestad, y que estoy sentado en el trono de la divina grandeza, llegando a ser el cielo supremo y precursor de la gloria para ella, de modo que pueda experimentar el efecto de las palabras de mi apóstol a los Hebreos: Asiéndonos a la esperanza propuesta, que nosotros tenemos como segura y sólida ancla de nuestra alma, y que penetra hasta más allá del velo, adonde entró por nosotros como precursor Jesús, hecho a semejanza de Melquisedec, Sumo Sacerdote para siempre (Hb_6_18s). Me hice hombre para hacerla divinamente participante de nuestra vida y de nuestro reposo, admitiéndola a mi tálamo admirable. Quise lavar los pecados para purificarla con mi sangre, en la que encuentra una piscina ordinaria a través de un amor extraordinariamente comunicado a dicha esposa, la cual puede decir: No hizo tal con ninguna nación (Sal_147_20). Padre Santo, pongo en ella mi trono, la colmo ya desde el camino de la gloria del término, lo cual arrebata de admiración a los espíritus seráficos, quienes, velándose el rostro y los pies, no comprenden ni el principio ni el fin del amor que la favorece de esta suerte, exclamando: Santo, Santo, Santo es el Señor que colma de su propia gloria a esta humilde hija de la tierra, en cuyo rostro se ha dignado el Dios de majestad inspirar y espirar el soplo de vida durante el sueño místico en el que su amor la favorece; soplo vivo y vivificante que le permite vivir de la vida del Padre y del Hijo, que es su Espíritu Santo, el cual, a través de un portento divino, la agita al reposarla, dando testimonio a su espíritu de que es la hija amadísima de Dios, a la que él ama porque es bueno e infinitamente misericordioso. Serafines ardentísimos. La divina misericordia me libró de las llamas que merecían mis pecados, misma que impide que sea yo consumida; el rocío que el Padre y el Hijo destilan en mi alma mitiga en mí los ardores de los deseos perecederos. Es bueno para mí unirme a Dios y abandonarme a su amor. Todo el que se adhiere al Dios de bondad llega a ser un mismo espíritu con él: Y el Espíritu todo lo sondea, hasta las profundidades de Dios (1Co_2_10).
Durante este divino y místico sueño, el Espíritu Santo conduce al espíritu de la esposa divina hasta la penetración de los divinos misterios: Nadie conoce lo íntimo de Dios, sino el Espíritu de Dios. (1Co_2_11). El Espíritu de Dios que la esposa ha recibido, y no el del mundo; espíritu que no desea que la amada se levante antes de la aurora de sus divinas ilustraciones y de sus amorosas bendiciones, que son sus dulces frutos, porque el Verbo Encarnado es el fruto de la tierra sublime y la heredad y posesión de su dulce enamorada.
Queridísimo amor, cuán agradecidas deben estar a tu bondad aquellas a quienes amas, que experimentan en su provecho las palabras del apóstol: Todo coopera al bien de los que aman a Dios (Rm_8_28).
Sea que obren, o sea que sufran, lo uno y lo otro se convierte en bien, pero deben referirlo todo a este amor, del que son amadas tan tiernamente, ya que él comparte sus sufrimientos y vigila su sueño. David, considerando a los amigos del Dios del amor, les dice: Como están en este valle de lágrimas, en el que comen el pan del dolor, no se levanten antes del día de la divina providencia para ustedes, porque ella se complace en hacerles descansar en su seno.
En vano madrugáis a levantaros, el descanso retrasáis, los que coméis pan de fatigas, cuando él colma a su amado mientras duerme (Sal_127_2). Queridísimo amor habría yo velado en vano, levantándome sin fruto si lo hubiese hecho antes del día, por haberme privado del sueño místico con el que tu benignidad me ha favorecido, encantando por su medio los males que esta caída hubiera podido causarme. Seas bendito por los siglos de los siglos. Amén.
Capítulo 123 - La inclinación amorosa del Verbo increado para derramar en nosotras sus gracias y a hacer el don de sí mismo a las hijas de su Orden, mediante una profusión de su sagrada unción.
[871] Mi divino Salvador, que se complace en acariciarme en todo tiempo y lugar, me previno por su bondad, haciéndose la preparación de mi corazón. Cierto día, al orar con él en la capilla del noviciado de su Compañía en París, fijó mi atención en estas palabras del salmo: Como un ungüento fino en la cabeza, que baja por la barba, la barba de Aarón, hasta la orla de sus vestiduras (Sal_133_2), diciéndome que la parte que recibió más ungüento en la consagración del gran sacerdote Aarón, fue la extremidad de la franja de su túnica, porque la cabeza y todo el resto se descargaron en ella. Su bondad me ordenó tomarlo por la franja, que es su humanidad, en la que están reunidas todas las gracias hechas a los demás santos, diciéndome que ella fue la extremidad a la que arribaron y en la que terminaron todas las profecías, lo cual movió al apóstol a decir que Dios habló por medio de los profetas de muchas maneras, pero que en los últimos tiempos nos envió a su Hijo para hablarnos a través de su Verbo hecho carne. Añadió que la Orden que deseaba instituir en esos últimos tiempos hablaría mediante su palabra encarnada, por ser poseedora de su orla sagrada y que él recogería en sí las gracias que fueron concedidas a las demás órdenes, pero con la abundancia que el Verbo le daría por ser la fuente de la elocuencia. Comunicaría también un torrente de gracias, dando por si mismo, y no mediante sus ecónomos y dispensadores, los cuales sólo dan medianamente, por no decir con parquedad. La ayuda monetaria que da el rey por su propia mano, es siempre mayor que la otorgada por sus [872] limosneros y repartidores. El Verbo considera que su gloria consiste en su generosa magnificencia. Prosiguió exhortándome a pensar grandes cosas de su liberalidad, diciéndome que sus manos estaban hechas al torno para dar abundantemente. Al fin de su vida mortal, su discípulo amado dijo que el Padre había colmado sus manos para dar a sus amigos que dejaba en el mundo, a los que amó con un amor infinito. Aquel enamorado, apasionado de amor, se entregó a sí mismo, estimando que su magnánima generosidad debía darse en alimento antes de entregarse para el rescate y redención de los hombres. Quiso aparecer en presencia de su Padre y de sus ángeles como un enamorado de los hombres; el hecho de la traición de Judas no pudo detenerlo, ni la malicia del traidor, conocida del Salvador, fue suficientemente fuerte para servir de dique al torrente impetuoso de su amor, más fuerte que la muerte, debido a que sus ardores eran todos de fuego y llamas.
El deseaba que el Santo de los Santos fuese ungido con su propia sangre, derramándola hasta la última gota, para consagrar no sólo a los sacerdotes y a los reyes, sino también a sus esposas.
La Virgen asistió a la consagración que él realizó en el Calvario, por ser las bodas de la Iglesia, a la que se entregó como esposo al morir, deseoso de revestirla con su propia sangre y adornarla con sus gracias, que derramó a través de su propio corazón aun después de su muerte, para confirmar su testamento escrito y sellado de su preciosa sangre, que dio junto con su cuerpo en calidad de prenda, de arras, de heredad y de todo lo que una esposa puede desear. Todos sus hijos heredaron real y divinamente. El constituyó además, a las hijas de su Orden, como la tribu de Judá, deseando que se le llame guía y director de todas ellas. Les entregó el cetro y las transformó en leonas por su valor, mandándoles que lavaran su manto en la sangre de la vid y que lo consideraran como el único objeto de su amor, lavando sus ojos y sus dientes, no sólo en la leche de su humanidad, sino en el vino de su divinidad. Todas ellas deben parecerse a él, que es blanco por su pureza y rojo por su amor.
Capítulo 124 - El Verbo Encarnado colma de delicias al alma que ama. ÉL es la Providencia del Padre y del Espíritu Santo. Encarnó en sí al Dios Trino y Uno. Lo que hizo al comienzo del Génesis, aceptando que su esposa esté deseosa de ser una semblanza de él mismo y un paraíso de delicias en el que pueda el obrar y al que pueda guardar y defender de los enemigos.
[875] Mi solo amor, ¿Cómo te daré gracias por tantos favores que te dignas concederme sin mérito alguno de mi parte? Cuando pienso en el poco tiempo libre que tengo para orar en tu compañía, no dejo de experimentar cierta pena en mi espíritu. Cuando por la noche acudo a ti para decirte que estoy libre y que te complazcas en aquella que te pertenece por todos conceptos, me muestras un amor santamente diligente. Quiero darte en reciprocidad tanto cuanto tu gracia fortalezca mi debilidad, en la que me haces fuerte, aparentando amorosamente estar vencido de amor, así eres de bueno, desbordando torrentes de delicias no sólo en mi corazón, sino que este diluvio inunda también el cuerpo, inflamándolo y embriagándolo santamente. Te decía el día tres de este mes que, después de escuchar tan grandes maravillas de tu sabiduría increada, ¿cómo podría yo aplicar mi espíritu a las cosas creadas? Querido amor, cuán agradable es hablar de ti. Tu Padre eterno confiesa que en ello consisten las delicias que posee desde la eternidad, por ser tú el término de su entendimiento; eres tú su providencia en él, por el y para el Espíritu Santo, Espíritu que dijiste recibe de ti todo cuanto posee como procedente de su principio junto con el Padre, en el seno de la Trinidad.
Eres la providencia del Padre y del Espíritu Santo en la tierra. Jamás habría venido el Espíritu Santo para hacer en ella su morada si no hubieses descendido a ella, y la humanidad carecería del Espíritu si el Verbo no hubiera resuelto hacerse hombre. Eres también la providencia de los ángeles, porque fueron creados por mediación del Verbo; por cuya mediación todos ellos fueron justificados y glorificados. A través del Verbo son instruidos, alegrándose en él y en sus ruinas, colmadas por el Verbo. Toda acción es un soporte; como las [876] obras del Verbo Encarnado son teándricas, todas las criaturas son creadas y reciben el ser por medio del Verbo, y las que tienen vida de él la reciben. En este principio Dios el Padre creó el cielo y la tierra, las cosas superiores e inferiores, los ángeles y los hombres, a Jesús y a María; el alma y el cuerpo de Jesucristo. El Verbo fue aquel que prestó y dio su soporte a dicha alma bendita, que fue la primera en nacer y ser creada en la mente divina; ella fue la primogénita de todas las criaturas. A esta forma admirable fue dedicado y adoptado un cuerpo material que debía ser de tal manera colmado de gracias y de gloria, que todos los tesoros divinos debían habitar en él y pertenecerle, por tratarse del cuerpo del Verbo, porque en él habitaba corporalmente la plenitud de la divinidad (Col_2_9).
Me dijiste que mi humildad movió tanto la tuya, que tuviste el deseo de que te aplicara estas palabras: La tierra estaba informe y vacía (Gn_1_2); y te dignaste instruirme diciendo: Hija, acude a considerar esta maravilla del comienzo o principio, que es el Verbo, que es Dios. La tierra de mi cuerpo pareció vacía e infecunda; por ello dije: pero la carne es débil (Mt_26_41), aun después de haberlo llevado treinta años sobre la tierra. Te enseñaré, corazón mío, cómo debes entender mi celo.
No tuve soporte adecuado para la humanidad, atribuyendo todo a la divinidad, en lo que experimentaba un grandísimo afecto. El celo de la gloria divina me devoraba y me causaba sed. Ofrecí todas las cosas creadas, pero nada fueron. Obré entonces en mí un continuo holocausto, pero tan admirable, que los hombres y los ángeles no sabrían describir lo que corresponde al Verbo expresar. Subí por la llama de mi sacrificio, orando con Dios en el punto supremo del espíritu, donde la gloria divina era contemplada por la parte superior de mi alma, en tanto que la inferior permanecía en un abismo de tinieblas, cubierta por la confusión de los pecados de los ángeles y de los hombres: de los ángeles malos no para redimirlos, sino para ver que sus actos de malicia se opondrían largo tiempo al Verbo, que el Verbo les daría el ser y que tascarían siempre la rabia de no ser suficientemente poderosos para oponerse a sus designios, junto con el pesar de no tener tanto odio como amor tiene él por la humanidad, ya que no igualan en malicia la bondad y amor de Dios y carecen de infinitud en muchos sentidos. Hija, yo los sostengo y les doy el ser, que ellos emplean en odiarme; no fue este mi designio, [877] pero ellos se obstinaron. Después de ser condenados, les preservé su naturaleza espiritual y excelente, que nunca me han agradecido. No quise combatir con ellos en el cielo, dando esta comisión a Miguel
¿Deseas contemplar mi bondad en la tierra? Jamás quise combatirlos con rigor, moderando mi justicia cuando me interpelaban. Al arrojarlos de los cuerpos humanos, les permití entrar en los cuerpos de las bestias. Después del juicio final, mi misericordia seguirá permitiéndoles habitar en los lugares subterráneos. Mi aliento no extinguirá esos seres humeantes de malicia en contra mía, permitiéndoles retener su naturaleza espiritual. Manifestaré además mi bondad al no reducir a la nada las cañas cascadas de los hombres y mujeres que se condenaron. Lo que es más de admirar es que, odiando esencialmente el pecado, permito a esa nada, que es mi enemigo capital, reinar entre los ángeles y los hombres en el infierno. Mi bondad me mueve a tolerar la nada del pecado, que no fue creada por mi, a la que aborreceré infinitamente en el ángel y en el ser humano. Así como amo mi esencia, así odio el pecado.
Hija, admira mi benignidad, que deja el poder a los demonios para defender los injustos derechos que usurpan sobre mis bienes y adquisiciones, que son los hombres, los cuales me niegan y me abandonan. Qué confusión sufrió mi alma bendita al considerar los pecados de los ángeles y de los hombres. Estaba cubierta de tinieblas y sumergida en un abismo, sabiendo que la divinidad estaba ofendida por seres soberbios que jamás se humillarían ante mí. ¿Acaso lo anterior fue para ti como una vestidura de doble confusión, Jesús, amor de mi corazón?
Hija, medita estas cosas y siente, si puedes lo que yo sentí. Alma humildísima, abismada en la humildad. No puedo hacerlo. ¿Dónde estabas, amor mío? ¿Dónde te encontrabas en esa confusión ante la divinidad? Sería necesario conocerla como tú la conociste. Sería menester amarla como tú la amaste y odiar el pecado al igual que tú; confusión que ocasionó conflictos y heridas a tu corazón, torrentes de lágrimas a tus ojos y raudales de sangre que brotaron de tus poros. ¿Quién hubiera podido sufrir, y quién no hubiera muerto ante el peso de tanta tristeza? ¿Quién no hubiera sido devorado en el océano de las contradicciones que te causaban los pecadores, en cuya profundidad se sumergía tu alma? El aceite de la divina misericordia te sirvió entonces de antorcha para retirarla de los pecadores, sabiendo que tu alma se entregaba por ellos al [878] Padre eterno, deseando estar triste para obtenerles la alegría eterna. El te escuchó mientras te ocultabas debajo de la tempestad y probabas las aguas de la contradicción, sobre las que se cernía el espíritu divino, que es el Paráclito. Dime, si te place, Espíritu Consolador, ¿acaso no tuviste un deseo indecible de descender a estas aguas? ¿No era tu amor tu peso, que llevaba al Salvador?
Si hubieses tenido un cuerpo y un alma como los del Verbo, ¿te habrías sentido atraído, considerándote como otro San Pablo al sentir sus dolores? Sí, pero convenía más que estuvieras exento de dichos sufrimientos, a fin de que, mediante una suficiencia de excelencia, pudieras considerarlos.
Perdona mi rudeza, que no puede explicar lo que pienso, porque mi pensamiento está infinitamente alejado de lo que ves, de lo que incubas, del vuelo que haces sobre las aguas amargas de mi Amor. Ah, cuántas maravillas se obraron en su alma, en medio de esta nube. Esta oscuridad, esas tinieblas sobre la faz de este abismo de humildad eran el poder de las tinieblas, que combatían en contra de la luz, la cual, por tus inefables misterios, disimulaba dónde se había ocultado, al grado en que mi amor se lamentó, preguntándole por qué lo había desamparado. Ay Jesús mío, el Padre eterno, Padre de las luces, parecía haberse ocultado de ti; y tus apóstoles, a los que llamaste luz del mundo, como tú, se escondieron y te abandonaron. Aun de ti mismo te escondiste, llegando a la división de las aguas que obró la divinidad, porque ni los hombres los ángeles tuvieron el poder de quitarte la vida, ni de separar tu alma santa de tu cuerpo sagrado, a los que Dios había unido: Dijo, pues, Dios: Sea la luz (Gn_1_3). Dios Dijo: Que se haga la luz, y se hizo. El perdón se concedió a la humanidad cuando Dios dividió las dos partes de este compuesto: Jesucristo. El vio que dicha redención era buena, por provenir de la amorosa bondad de su hijo obedientísimo, el cual manifestó con su muerte el amor del Padre a los hombres, los cuales, comparados con Jesucristo, son tinieblas y, si él hace un día, es decir, si son de su raza, se debe a que él es Dios, es decir el día, la mañana, el oriente. Ellos en cambio, son la tarde y el ocaso; si tienen claridad, se debe a [879] que participan de la fuente de la luz. Dios mío, qué buena es la luz, Verbo hermosísimo, cuán bueno eres al dar a tu alma el origen de la luz. Qué gusto siento al ver que es un hermoso día, y que tu cuerpo es todo luminoso. Cuán admirable y amable es su reverberación. Qué contenta me siento al ver que sacudiste, separaste e hiciste a un lado las tinieblas que lo hacían padecer. Me alegro al contemplarlo como un firmamento debajo del cielo, y a tu alma como un firmamento en las alturas. Contemplo tu cuerpo y tu alma en el divino sacramento, que es un firmamento, y que parece seguir siendo mortal, porque se da para recordar tu muerte o como memorial de ella. Oh, amor. En el empíreo, eres un firmamento celeste, y un cielo en la tierra. Eres un cielo, en el que eres llamado tierra; la tierra de los vivos, para dar vida en esa tierra divina a los hombres celestiales. Reuniste las aguas de tus méritos, depositándolas en la Iglesia, congregación de los fieles, que es un mar grandísimo y espacioso. Oh, amor y tierra de los vivientes, te secaste y quedaste árido en la Pasión a fin de robustecerme, empobreciéndote para enriquecerme. Te pido, queridísimo amor, que mi heredad esté en la tierra de los vivos, y que mi cáliz sea el mar de tus bondades. Oh mar de amor, alma santísima y tierra de gracias. Haz germinar en mi corazón todas las plantas y los frutos con las semillas de tus delicias, según la especie de tus voluntades. Produce en mí esa pluralidad tan variada de tu único Espíritu. Haz brillar en mí la gran luminaria que hace al alma una misma cosa contigo, adhiriéndose a todo lo increado como un firmamento celeste; que jamás pueda apartarme de dicha unión, aunque sea en la parte inferior. Querido amor, tú lo deseas, tú lo puedes, tú lo ganaste con tus méritos. Divino Verbo Encarnado, gran luminaria, tú puedes señalar en mí los años, los días, las horas y los minutos, mediante un signo de amorosa dilección hacia tus bienaventurados, en el brillante cielo, en el cielo de mi entendimiento y de mi parte superior. Sé siempre mi atractivo y mi elevación, el cielo de los cielos y, oh Señor, sé todo mío.
[880] Queridísimo amor, para enseñarme lo que debo hacer durante la noche, me darás la luz que preside en ella, la cual es comparada a la pequeña luminaria que no deja de derramar sus influencias sagradas en el corazón que amas, aun en el tiempo en que pareces ocultarte, o en el que pruebas a tus amados con destierros penosísimos, dándoles, en tu providencia admirable, resoluciones inquebrantables que son como estrellas fijas que brillan en sus almas en esas noches de aflicción. Tú puedes hacer, oh mi todo, que, mediante tu poder, produzca yo virtudes vivas y animadas del puro amor, amor que nunca está ocioso ni inerte, porque se complace en la acción: Produzcan las aguas reptiles animados que vivan, y aves que vuelen sobre la tierra, debajo del firmamento del cielo. Creó, pues, Dios los grandes peces, y todos los animales que viven y se mueven (Gn_1_20s).
Tú puedes mandar a mi alma, sumergida en las aguas del mar de tus secretos, que nade según lo quieres, y a mis pensamientos volar según tu deseo por los aires de tus inclinaciones, alabando las invenciones de tu amorosa sabiduría y adorando tus misterios inefables. Enviarás tu Espíritu, que renovará la faz de la tierra, haciéndola fértil en flores, en frutos y en todo lo que es digno de tener la vida en tu presencia. Me darás, si te place, el beso de amorosa paz, reformando en mí todo lo que mis imperfecciones han distorsionado, y exhalando en el rostro de mi alma tu divino Espíritu: y le inspiró en el rostro un soplo de vida, y quedó hecho el hombre con alma viviente (Gn_2_7). Me configurarás a ti mediante tu Espíritu, para que sea en verdad imagen tuya. En mí los cielos y la tierra alcanzarán su perfección; allí encontrarás tu sagrado reposo y el día de tu deleite, oh Señor universal, y será santificado. Te complacerás en mí como en el jardín de tu recreo, en el que tu Espíritu santísimo obrará. En cuanto a mí, lo admiraré al adorarte, augusta Trinidad: No trabajaba el hombre la tierra, sino que brotaba una fuente de ella, la cual regaba toda la superficie de la tierra (Gn_2_10).
Me someteré a las operaciones divinas, porque, al estar en ti, no desearé obrar sino por ti, para ti y en ti, Verbo eterno, que eres fuente de la sabiduría en el [881] entendimiento paterno, del que jamás saldrás en cuanto Verbo increado, pero al que subiste como Verbo Encarnado. Tú regarás tu paraíso de delicias, haciéndolo agradable a tus ojos divinos y enviando a él la suave brisa de tu divino Espíritu. Tú eres el árbol de la vida que será plantado en medio de mi corazón, en el que serás el verdadero Adán celestial, y tu santa Madre una Eva admirable, verdadera Madre de los vivientes, y, por una gracia sin par, Madre de la vida. En él obrarás y lo guardarás, no permitiendo que la serpiente halle una entrada a él. Fuente de sabiduría es la Palabra de Dios en las alturas; en ella están contenidos los mandatos eternos. Raíz de sabiduría que ha sido revelada; ¿Quién conocerá sus sutilezas? (Si_1_5s). Tu prudencia es más diestra que sus ardides; tú la engañarás santamente, destruyendo sus argucias y convirtiéndome en tu paraíso de delicias, porque te complace encontrarlas con los hijos de los hombres. Haz de mí, por tanto, tu paraíso de delicias, rociándome con las aguas supremas. Que tu espíritu me mueva a obrar en tu compañía, porque tú deseas mi cooperación. Se para mí y yo para ti, porque dijiste que no era bueno que el hombre estuviera solo. ¿Convendría eso a una mujer? Ven, Señor, ven. Amén.
Capítulo 125 - La preciosa sangre del Verbo Encarnado constituye las delicias del Espíritu Santo, mediante el cual se ofreció para satisfacer la justicia divina y para darnos una abundante redención. 1639
[883] Durante la semana de Pasión, medité en lo que dijo San Pablo a los Hebreos: que el Salvador entró al santuario por su propia sangre para borrar las manchas del pecado y para santificarnos: Pues si la sangre de machos cabríos y de toros y la ceniza de vaca santifica con su aspersión a los contaminados, en orden a la purificación de la carne, cuánto más la sangre de Cristo, que por el Espíritu Eterno se ofreció a sí mismo sin tacha a Dios, purificará las obras muertas para rendir culto a Dios vivo. (Hb_9_13s). Al admirar el amor mediante el cual el Verbo Encarnado dio su sangre por mediación del Espíritu Santo, aprendí que el Espíritu Santo había estado siempre ávido de sangre, y nada aprobó en la antigua ley que no estuviera teñido en sangre, por figurar o representar la Encarnación y la muerte del Verbo Encarnado, el cual debía obrar nuestra salvación mediante la sangre que el amor divino hizo que se derramara, a fin de lavar con ella las manchas que impedirían al Espíritu Santo habitar en medio de los hombres, ya que ama la pureza por ser un Espíritu purísimo.
En cuanto nuestros primeros padres pecaron, pidió sangre mediante la decapitación de las víctimas; el Espíritu Santo exigió sangre antes que la envidia derramara la de Abel, porque su amor quiso recibir la de los sacrificios que el mismo Abel, Adán y Eva ofrecieron antes que el odio y la envidia libara la de este inocente; y es muy creíble que los carneros con cuyas pieles se cubrieron después de su pecado, hayan sido víctimas expiatorias de la falta que acaban de cometer, pues, aunque la Escritura dice que Dios les hizo ropa de piel, no afirma que haya sido él quien degolló a esos corderos.
Es probable que Dios les mandara ir a sacrificar a dichos animales en expiación de su falta, para figurar al verdadero cordero que un día sería sacrificado realmente, y que después los haya [884] revestido con la piel de las mismas víctimas, a fin de que se encontraran, no sólo encubiertos con las marcas de su pecado, sino para que esperaran que el cordero de Dios los liberaría mediante la muerte de su culpa y de su pena. Dichos vestidos de la piel de las víctimas fueron también un signo de su penitencia. Al cabo del diluvio el Espíritu Santo apremió a Noé a ofrecer un sacrificio en olor de suavidad a la Trinidad. Abraham vertió su propia sangre en la circuncisión, y todos sus hijos hicieron lo mismo. Dios le ordenó, para probar su fidelidad, que ofrendara la de su Isaac, mandándole que lo inmolara, lo cual consideró el fiel servidor como un deber, y lo hubiera hecho de no haberlo detenido el mismo Dios, recibiendo a cambio la del Salvador, el cual se ofreció y respondió por Isaac. Por ello Isaac fue librado y el ternero sacrificado como preanuncio de Jesucristo, que se comprometió a derramar un día su propia sangre, sacrificándose él mismo por todos los hombres realmente y no en figura.
Aarón sólo fue consagrado por la sangre y, mediante la ley dada a Moisés, Dios exigió sangre. Todas las expiaciones se hicieron por la sangre; de lo contrario, no hubieran sido agradables al Espíritu Santo. Dios ordenó que, antes de salir de Egipto, se tomara un cordero para celebrar la Pascua, al que debían degollar, marcando y consagrando con su sangre las puertas de todos los hogares de los Hebreos, a fin de que el ángel exterminador fuese detenido en virtud de dicha sangre, que era figura de la del cordero, que debía lavar todos los pecados del mundo. Jamás seremos reconocidos como hijos del Salvador si no estamos teñidos en su sangre. La piscina probática sólo tenía el poder de curar cuando recibía la sangre de las víctimas degolladas en el templo, aliviando sólo un enfermo después de que el ángel removía sus aguas, mismo que representaba al Espíritu Santo, el cual impulsó con una divina moción, toda de amor, al enamorado Salvador, para que nos hiciera una piscina con su preciosa sangre. Piscina admirable que cura una infinidad de enfermos a la vez y a todos los que, contritos, deseen arrojarse y bañarse en ella, los cuales recibirán a cambio la salud perfecta.
El divino Salvador quiso ser concebido en la sangre, por haber sido formado de la sangre virginal de su Madre, pero fue el Espíritu Santo quien quiso reunirla y quien formó su cuerpo sagrado; Espíritu Santo que se complació en [885] verla correr gota a gota en la circuncisión. En la última Cena, el Salvador instituyó el divino sacramento en el que el Espíritu de amor lo movió a hacer el don de su cuerpo y de su sangre. Una vez acabada la cena, el Espíritu Santo inspiró al Salvador que fuese al jardín de los Olivos, para dejar ahí (parte) de su sangre. En el huerto, el Salvador oró con gran ardor, enfrentándose al temor natural de la muerte, a la que permitió agredirle hasta ocasionarle un sudor de sangre que corrió sobre la tierra. El Espíritu Santo, que lo impulsaba con mociones extraordinarias de amor de sangre, excitó su corazón amoroso a fin de que realizara en sus arterias la evaporación de la sangre más delicada, que ofreció por mediación del Espíritu Santo, que fue el primero en catarla por así decir antes de que la rabia de los enemigos y la crueldad de los suplicios derramase la que corría por las venas. El Espíritu Santo mueve y anima a todos los que son hijos de Dios, según las palabras de San Pablo, el cual se pregunta si no fue él autor de todos los impulsos del Hijo de Dios, el Verbo Encarnado. El mismo Espíritu Santo invitó al buen Salvador a dejarnos su sangre para ser ofrecida todos los días en nuestros altares, a fin de saciarnos con ella, encontrando así el recurso de prepararnos con ella un festín a manera de un sacrificio continuo. En esta Pascua, el Salvador fue la víctima del paso de Dios, en la que pasó como hombre mortal y, permaneciendo inmortal, alimentó a su Iglesia con el río de su sangre, que es más delicioso que la leche. El da una dignidad y un precio que sólo él conoce; la suya es una sangre que vivifica aun cuando, mediante su efusión, parece causar la muerte. El día en que Dios creó al hombre, situó el alma en la sangre, porque, después de Dios, es ella la que parece conservar la vida que el alma comunica al cuerpo que ella informa. Si un hombre pierde toda su sangre, el alma desiste de informar al cuerpo; por ello dice con frecuencia la Escritura que el alma radica en la sangre.
San Pablo, hablando a los Hebreos, dice que aún no han resistido hasta derramar sangre; y para infundirles valor en las contradicciones, los exhorta a contemplar al autor de la fe: Fijos los ojos en Jesús, el que inicia y consuma la fe, el cual, en lugar del gozo que se le proponía, soportó la cruz sin miedo a la ignominia, y está sentado a la diestra del trono de Dios. Fijaos en aquel que soportó tal contradicción de parte de los pecadores, para que no desfallezcáis faltos de ánimo. No habéis resistido todavía hasta llegar a la sangre en vuestra lucha contra el pecado (Hb_12_2s). Los hijos tienen el alma en la leche, y los que son tiernos todavía en la [886] virtud, porque apenas comienzan, son alimentados con la dulzura de la leche. Los que son fuertes, en cambio, son llamados a derramar su sangre y a combatir generosamente. Aquel que dijo: Da tu sangre y tendrás el espíritu, sabe muy bien que el Padre no envió al Espíritu Santo sino hasta después de que el Hijo humanado derramó toda su sangre. Tanto el Padre como el Hijo desean que estemos dispuestos a dar nuestra sangre para poseer el Espíritu Santo, que es el santificador de los justos. El Hijo se ofreció y su sangre, como digo antes, fue hecha por el Espíritu Santo, que tomó la de la Virgen santísima, para formar un cuerpo para el que procedía del Altísimo, cuya virtud cubrió con su sombra a la Virgen en tanto que el Espíritu Santo obraba la adorable Encarnación en sus entrañas virginales. Ocho días después de que la santísima Virgen diera a luz, fue menester circuncidar aquel niño, cuya sangre exigía el Espíritu Santo. Ella podía decirle con más dolor que Safira que él era un esposo de sangre, que se conformaba en todo al querer divino. Ella correspondió enteramente a todas las inspiraciones del Espíritu Santo desde el primer instante de su Inmaculada Concepción hasta el momento en que expiró, haciendo en todo momento su voluntad, por ser una mujer según el corazón de Dios, que estaba por encima de toda criatura.
Capítulo 126 - San León escuchó mi oración y las gracias que impetró de mi divino pontífice y de su santísima Madre para las hijas de su Orden, que fue establecida este año en Aviñón, 9 de abril 1639.
[887] Cuando meditaba en el amor en que San León tuvo el misterio de la Encarnación, sobre el que, según dijeron, tan bien escribió, le pedí que procurase su extensión en la Iglesia, y se dignara interceder ante mi divino Pontífice, el Verbo Encarnado, para el establecimiento de su Orden, dignándose darle un testimonio de sí mismo.
De repente se me apareció un Pontífice coronado con una tiara, que se inclinó benignamente hasta mí, manifestándome que mi petición había sido concedida. Después escuché que los zafiros habían sido incrustados en mi seno, y mi divino amor me dijo que las coronas de zafiros combinados con estrellas que había yo visto hacía algunos días, fueron preparadas para mis hijas, y que todas sus coronas habían sido congregadas y reunidas en mí por su bondad, que se complace en agradarme en lo general y en lo particular.
Al día siguiente vi dos ojos abiertos sobre mí, que me señalaban el cuidado especialísimo que del Verbo Encarnado hacia mí y hacia su casa. Sus ojos eran a la vez ojos luz y espejos que se contemplaban a sí mismos, iluminando todo a su alrededor y confiriendo a los ángeles y a los hombres la capacidad de contemplarlos. Miraban, además, los cuatro confines del mundo y llenaban todo con su luz. No me fue difícil saber que aquellos divinos ojos eran los del Verbo Encarnado, mi amor, que iluminan con su bondad omnipotente el cielo y la tierra. Miraba, desde el trono de su grandeza, a los pequeños que se encuentran en los cuatro rincones del mundo. Su amor los movía a los ojos a mirarme, para concederme mil favores que no puedo describir. En esa ocasión, al ser llamada por una persona piadosa que deseaba conversar conmigo acerca de las cosas de Dios, dicha persona pudo ver, por espacio de media hora, flores de espino blanco que caían graciosamente sobre mi cabeza y mis rodillas. Permanecí, entre tanto, en una fortísima unión con mi divino esposo, el cual me decía amorosa y deliciosamente estas palabras del Cantar: Nuestro lecho es todo florido. Las vigas de nuestra casa son de cedro, nuestros artesonados, de ciprés (Ct_1_16).
Querido amor, al reposar en tu seno y tú en el mío, tienes el poder de hacerme toda pura para que pueda yo exclamar con toda verdad que nuestro lecho florece. Al darme la participación en la incorrupción mediante la gracia que te es propia por naturaleza, me dices que eres la flor de los campos inmensos de tu Padre, que es tu lecho, así como el Hijo es su campo bendito. Tú eres el lirio de los valles, que se complace en las almas humildes. Tu Madre, la más humilde, te dio a luz en Belén para solazarnos en ti y de ti. No solo de pan vive el hombre. Tú eres la palabra eterna del Padre Dios, que te engendró antes del día de la creación. [889] Tu esposa se alimenta entre los lirios y de los mismos lirios. Tú mismo la transformas en un lirio entre espinas, cuando le dices: Como el lirio entre los cardos, así mi amada entre las mozas.; y ella te responde: Como el manzano entre los árboles silvestres, así mi amado entre los mozos. A su sombra apetecida estoy sentada, y su fruto me es dulce al paladar (Ct_1_3) Allí me solazo y reposo al medio día. La incomparable Virgen y Madre invita siempre a tus hijas a reposar bajo tu sombra en la quietud de la contemplación, a fin de que puedan saborear la dulzura del fruto de tu amor que es más dulce que el panal de miel, más agradable que el néctar y la ambrosía. Al estar unidas a ti, son más blancas que la azucena, a la que las magníficas galas de Salomón no pueden compararse. Si ellas te son fieles, aparecerán hermosísimas en la gloria, y en ellas no habrá mancha alguna. Los zafiros que representan y confieren la pureza celestial aparecerán incrustados graciosamente sobre el marfil de su pecho, del que eres la amable llama o el esplendoroso racional; aunque carezcan del carácter sacerdotal, pueden ofrecerse en sacrificio perpetuo y presentarte como una hostia viva en la que el Padre encuentra sus complacencias.
Capítulo 127 - El Salvador, al estar en la cruz, fue el libro escrito por dentro y por fuera. Fue cual maná suspendido en el aire. Por medio de su muerte ofreció el descanso y nos descargó de nuestras culpas. En él reside la luz que produjo en medio de las tinieblas de la muerte, pacificando el cielo y la tierra con la sangre de la cruz.
[891] El Viernes Santo, al considerar a mi divino Salvador en la cruz, escuché que él era el libro escrito por dentro y por fuera. En cuanto Verbo divino, poseía en sí todos los tesoros de la ciencia y sabiduría del Padre; Dicho libro estaba lacrado con siete sellos que eran las siete palabras que pronunció en su lecho de justicia; palabras que eran como cera inflamada con el fuego del Espíritu Santo, sello del amor que le movió a cerrar en él todas las figuras y profecía s. Por eso exclamó: Todo está consumado. Padre Santo, en tus manos pongo mi espíritu. He terminado la obra que me encomendaste; he hecho todas tus voluntades.
Hoy viernes, día de la muerte del Salvador, es el comienzo del grande y misterioso sábado en el que Dios reposa; como en él terminó Jesús la obra de su Redención, los hombres no estuvieron ya sujetos a las cargas y tributos que debía n, antes de dicha muerte, a la justicia divina; siendo declarados coherederos de su Hijo como hermanos adoptivos. El maná no cayó en este día del gran sábado, sino que permaneció suspendido en el aire hasta la tarde en que el cuerpo fue colocado en la tierra. Tampoco se derritió con los rayos del sol, que se había eclipsado. Dicho sagrado maná permaneció sólido, no corrompiéndose ni en el aire, ni en la tierra, ni en el seno de la tierra: el cuerpo sagrado del Salvador poseía el germen de la inmortalidad. Su sangre es bebida para nosotros, así como su cuerpo es nuestro manjar; los dos son nuestra vida; su carne alimenta y su sangre nos purifica.
[892] Es un ave fénix que muere en el aire y se multiplica al morir, renaciendo a través de un divino poder en compañía de una multitud de seres a los que su muerte ha dado la vida. Es una palma que se arquea hasta los infiernos, pero que se endereza por su propia virtud, elevándonos junto con él hasta el seno del Padre eterno, al tiempo que se convierte en el cielo supremo.
San Juan lamentó, en Patmos, que nadie fuera capaz de abrir el libro, en el que hubieran podido verse los misterios ocultos de la divinidad, porque nadie se atrevía a contemplar el exterior, que son las maravillas de su humanidad. Todo el mundo era culpable, y la vergüenza de su crimen le impedía contemplar a Jesucristo, a pesar de manifestarse abierto y desplegado sobre la cruz. Seguramente la Virgen hubiera podido leerlo debido al privilegio de su pureza, pero estaba destrozada de dolor y crucificada junto con su Hijo. San Juan, que no podía tener sus mismos sentimientos, tuvo suficiente amor para afligirse, pero sacó nuevas fuerzas de la muerte de su maestro. En calidad de secretario suyo, fijó su atención en el agua y en la sangre que corrían del costado abierto por la lanza, la cual hirió el corazón de la Virgen y traspasó su alma, que se encontraba por afecto en el corazón de su Hijo muerto, como queriendo, mediante su amor, vivificarlo con su propia vida. Por ser la Madre de Dios, fue fortalecida para sostener a la Iglesia naciente que su Hijo engendraba de su costado.
Ella fue la mujer sabia que sostuvo, virgen, la generación virginal del nuevo Adán, que fue tanto Padre como Esposo de esta nueva Eva, que debía perseverar sin mancha y sin arruga. Estando desposada con el más bello de los hijos de los hombres, conservó siempre su hermosura íntima, que está oculta en el interior. Ahora está sentada a la derecha de su esposo, revestida con el oro puro de su divina caridad. Su vestidura ostenta bordados en diversos colores: el rojo de los mártires, el blanco de las vírgenes, los de los méritos de todos los santos. El fondo de la misma es el color del Salvador. ¿Quién hubiera dicho que el Salvador moribundo y cercado de tinieblas hubiera tejido con tanta perfección tan hermoso atuendo, y que de esas tinieblas engendraría a los hijos de la luz? De haber pertenecido al colegio apostólico, San Pablo lo habría afirmado desde esa hora, como lo diría después al proclamar las maravillas de su maestro y al anunciar el Evangelio que recibió de Dios y no de los [893] hombres: No nos predicamos a nosotros mismos, sino a Cristo Jesús como Señor, y a nosotros como siervos vuestros por Jesús. Pues el mismo Dios que dijo: de las tinieblas brille la luz, ha hecho brillar la luz en nuestros corazones, para irradiar el conocimiento de la gloria de Dios que está en la faz de Cristo (2Co_4_5). Mientras los hombres se fijaban en las tinieblas que invadieron la tierra, San Juan y la Virgen, contemplaron la luz sobre los cielos. El Salvador era el fulgor de la luz del Padre; en su parte superior seguía luciendo el sol radiante. Su rostro parecía más bello en presencia de los ángeles, que lloraban amargamente compadecidos de sus dolores, y gozaban deliciosamente su gloria por glorificación, de la que gozan en todo momento. En la Virgen y en San Juan se hallaron dos contrarios en un mismo sujeto y al mismo tiempo, porque estas maravillas no eran imposibles a la omnipotencia divina. Así como las sombras de los Egipcios no opacaron la luz de Israel, que carecía de sus errores y malicia, la Virgen y Juan admiraron en Dios al Crucificado como Creador del cielo y de la tierra, Soberano Señor y Sumo Sacerdote que subió al Sancta Sanctorum para ofrecer los méritos de su sangre, pacificando el cielo y la tierra por su preciosa sangre, derramada sobre la cruz.
Capítulo 128 - La estima que el Verbo tiene por la cruz, 3 de mayo 1639.
[895] Hoy, día del hallazgo de la Santa Cruz, al meditar en estas palabras de San Pablo: En lugar del gozo que se le proponía, soportó la cruz sin miedo a la ignominia (Hb_12_2), comprendí que en el consejo que tuvo la santísima Trinidad respecto a la Encarnación del Verbo en una carne mortal, el mismo Verbo había sostenido una tesis a favor de la cruz, despreciando las alegrías de las que podía gozar si tomaba un cuerpo inmortal, mostrándome que era más conveniente para la gloria de Dios que se humillara hasta la confusión de la cruz, Por lo cual Dios lo exaltó (Flp_2_9), realizando en él lo que él mismo dijo: El que se humille será ensalzado. Su profunda humildad lo levantó hasta su sublime grandeza. Al gozar de la plenitud de las alegrías divinas en la parte superior de su alma, se encontraría del todo en la plenitud de los torrentes del deleite y del dolor. El Verbo enamorado de las almas sostuvo la cruz, y en la cruz apoyó al mundo; de otro modo, su ruina hubiera sido inevitable. Aunque [896] dolorosa, amó la cruz porque por su medio deseaba satisfacer en rigor de justicia a su Padre eterno, ofreciendo una copiosa y abundante redención, deseoso de que sus dolores fuesen para nosotros la dulzura y alegrías eternas que había planeado. El plantó la cruz en su propio corazón por afecto, como en medio del paraíso, resolviendo vivir durante su vida mortal de acuerdo a las leyes de la cruz; por ello no dice la escritura que Dios maldijo al árbol, ni al madero después del pecado de Adán, prohibiéndole únicamente que comiera del fruto del árbol de la vida, por temor a que se inmortalizara en sus miserias. La tierra fue maldita, por haber alimentado a la serpiente. Todos fueron benditos y elegidos en la cruz, aunque muchos se priven a sí mismos de sus bendiciones.
Toda la ley se cumplió en la cruz, donde los justos han recibido su recompensa, los pecadores penitentes el perdón de sus faltas, y los demonios sus suplicios. La sangre que [897] Jesucristo debía derramar sobre ella, pacificó todo desde el comienzo, ya que dicha ofrenda estuvo siempre ante los ojos de su Padre, para hacerlo propicio a los hombres, y a que el Verbo divino no podía hacerla en su naturaleza divina, que había recibido de su Padre. Lo hizo en la humanidad que tomó de su Madre Virgen, la cual ofreció su sangre en la misma cruz. En ella ofreció el Hijo, a su divino Padre, la sangre de redención, y la Virgen Madre, la sangre que le dio al encarnarse y en el tiempo en que lo llevó en su seno y lo amamantó.
Los santos encuentran en la cruz sus riquezas y su pobreza; todo a una. Ellos son los verdaderos pobres de espíritu en desapego total, que hallan su contento en la cruz y viven de la vida del crucificado. Si la cruz pudiera ser llevada al infierno, apagaría sus llamas. No lo será, pero su carácter impreso en la frente de los que fueron cristianos será para ellos, con toda justicia, una vergüenza y confusión eterna.
Capítulo 129 - Diversas personas poseídas por Dios, como los apóstoles, y la posesión diabólica en Judas, debido a su crimen, mayo de 1639
[899] Al pensar esta mañana en la pregunta de si hay posesos de Dios, mi divino amor me dio a entender que sí, y que los apóstoles lo fueron el día de Pentecostés.
El Espíritu Santo los llenó y los poseyó, transformándolos en dioses por participación e hijos del Altísimo y, mediante una admirable posesión, transformando, por así decir, sus espíritus moviéndolos a hacer y desear cosas maravillosas: Quedaron todos llenos del Espíritu Santo y se pusieron a hablar en otras lenguas, según el Espíritu les concedía expresarse (Hch_2_4). El Espíritu Santo quiso llenar la casa, presentándose en ella: el amor divino quiso manifestar su liberalidad en su vehemencia, obrando así porque los [900] apóstoles debían ser enviados por toda la tierra para dar a conocer la divinidad de Jesucristo mediante la doctrina y los milagros.
Al preguntar a mi divino amor si aún hay personas poseídas por Dios, me dijo: Sí, aunque esta posesión no se obra por medio de vientos y fuegos sensibles, sino mediante una entrada pacífica en ciertas personas escogidas por mi bondad, y la adhesión que tienen a mi voluntad. Por ello son hechas un mismo espíritu conmigo, dándome toda la gloria y la alabanza. Sea que mi Espíritu las impulse a obrar, sea que las disponga a padecer, corresponden libremente, porque les dejo su libertad para que tengan mayor mérito.
Es verdad que algunas son más colmadas o más o engrandecidas que otras, siendo por la gracia más capaces de mis gracias, porque doy como me place, sin ofender a quien doy menos. Mi graciosa bondad da sus dones por gracia, [901] sin excluir el crecimiento de la persona que administra bien las mismas gracias, porque no tengo acepción de personas, permaneciendo siempre justo. Por ello me complazco, en ocasiones, en manifestar mi misericordia, porque deseo obrar misericordia. Soy bueno en mi ser, y justo hacia ustedes. Comprende esto de dos maneras, hija mía: me es inherente la alegría de dar, ya que soy la soberana bondad. Por ello, recompenso una acción hecha mediante la fiel correspondencia a la gracia, lo cual es justicia y remuneración amorosa. Castigo a los pecadores, y por su medio me manifiesto como justo vengador de sus culpas. Si poseo un alma y el cuerpo que anima, lo hago de una manera inefable a los hombres y admirable a los ángeles, aunque sean espíritus puros. Yo soy el ángel de la faz de mi Padre, es decir, de su entendimiento divino, al que envía sin privarse de él.
Sin dejar el seno paterno, me encontré en el seno materno y permanezco entre los que me aman y son fieles hasta la consumación de los siglos, es decir, hasta que puedan decirse vacíos de la figura del mundo, de las máximas del siglo y de la vanidad de las criaturas. Así como la naturaleza no puede sufrir el vacío que desea a su manera la plenitud, la gracia [902] se complace en colmar las almas vacías, porque el autor de la gracia lleva en sí dicha inclinación. Por ello reparto, hablando a la manera de ustedes, los rayos de su claridad y esplendor divino sobre la persona que me ama, la cual debe decir con el rey profeta: alza sobre nosotros la luz de tu rostro. Señor, tú has dado a mi corazón la alegría (Sal_4_7).
Este ángel de la faz del Padre, que es el esplendor e impronta de su sustancia, la imagen de su bondad, el espejo sin mancha de su majestad, quiere ser la hermosura de su esposa y su posesión, complaciéndose en ser poseído por ella para poseerla a su vez: Yo moraré en medio de ti; Poseerá el Señor a Judá, porción suya en la Tierra Santa (Za_2_11s).
Dicha alma confiesa que este favor le es concedido por Dios, cuya posesión es, el cual continúa eligiendo la tierra de su cuerpo, a la que santifica: y elegirá de nuevo a Jerusalén (Za_2_13); escogiéndola cual una segunda Jerusalén de paz, pero que sobrepasa los sentidos y los eleva por encima de la naturaleza baja y frágil, porque poseen desde ahora las arras de gloria, estando unidos de manera admirable al Verbo Encarnado, que está lleno de gloria y de verdad; Verbo que [903] impone silencio a los hombres según la carne, que son como animales que no pueden gustar o intuir los favores divinos: Silencio, toda carne, delante del Señor, porque él se despierta de su santa morada (Za_2_13).
La esposa, empero, llena de la ciencia divina, exclama: Oh Dios, tu ciencia luminosa se ha hecho admirable en mí; tú la redoblas y ella me impulsa, sin que el amor que la parte inferior pretende serle debida tenga audiencia en ella para abogar por su causa. Como es incapaz de esos torrentes de luz, o de cohabitar con las llamas inmortales que proceden de este principio, que es un fuego consumidor, exclama: Harto alta, no puedo alcanzarla (Sal_138_6); es necesario ceder a la vehemencia de tu divino amor: ¿A dónde iré yo lejos de tu espíritu, a dónde de tu rostro podré huir? (Sal_138_7).
La parte inferior, viéndose sin razón o poder para resistir, se ve obligada a callar en tanto que la superior, transportada en el amor divino, proclama las maravillas descritas en el resto de este salmo, terminando por decir a su amado: Sondéame, oh Dios, mi corazón conoce, pruébame, conoce mis desvelos; mira no haya en mí camino de dolor, y llévame por camino eterno (Sal_138_23s).
[904] La meta de sus deseos es la de encontrarse en la plenitud de la gloria en el seno de su Señor, en quien reside su gozo perfecto. Jamás pone en duda la plenitud de su Espíritu, que le da testimonio de su presencia y sabe muy bien que posee dentro de sí un río divino, experimentando esta verdad: El que crea en mí, como dice la Escritura: De su seno correrán ríos de agua viva. Esto lo decía refiriéndose al Espíritu que iban a recibir los que creyeran en él. (Jn_7_38s).
Dicho Espíritu es dado en abundancia, porque Jesús fue glorificado abundante y amorosamente en el cielo de su alma y en la tierra de su cuerpo. El alma es instruida por Dios y no por los hombres.
El Verbo es su lúcido y elocuentísimo doctor, al que la sabiduría aparente de los hombres no puede resistir por derecho. El alma no puede ser vencida por su malicia, ni mucho menos mostrar que la convencen, a pesar de sentirse disipada en sí misma por su [905] soberbia audacia, manteniéndose firme hasta verse colmada y dando una medida plena. La soberbia crece siempre, odiándome porque mi bondad es contraria a sus malignas intenciones.
Hija mía, ¿quieres observar dos energúmenos muy diferentes en la última Cena? Considera a Judas en posesión del diablo: está turbado y turba a los demás discípulos; yo mismo parecí turbado: Cuando dijo estas palabras, Jesús se turbó en su interior y declaró: En verdad, en verdad os digo que uno de vosotros me entregará. Los discípulos se miraban unos a otros, sin saber de quién hablaba. Uno de sus discípulos, el que Jesús amaba, estaba a la mesa al lado de Jesús (Jn_13_21s).
Juan es el afortunado poseso que permanece en la paz del divino amor, durmiendo sobre mi pecho en un sueño extático, confirmando así lo que dijo el rey profeta: Mucha es la paz de los que aman tu ley, no hay tropiezo para ellos (Sal_119_165).
Pedro, sabiendo que aquel discípulo tenía asegurado el amor confidencial de su Maestro, le hizo una señal para que le preguntara quién era el traidor. Jesús, que no puede porque no quiere esconder nada a su preferido, le descubre su secreto, diciendo: Es aquel a quien daré el pan remojado; a tanto llegó para ablandar la dureza de su corazón, pero la maldad de Judas empeoró. [906] Oh extraña malicia. Se endureció dando libre entrada al demonio: Y entonces, tras el bocado, entró en él Satanás. Jesús le dice: Lo que vas a hacer, hazlo pronto (Jn_13_27).
Como la malicia se acrecienta con los testimonios de mi bondad, y diste entrada a Satanás, que te posee como recurso para llevar a cabo su obra maligna, sé pronto en lo que tienes que hacer, y que obras en ti por avaricia; vete afuera a realizar tu traición y las mociones del que te posee. Manifestarás de este modo la diferencia que hay entre los energúmenos diabólicos y los energúmenos divinos, que están siempre en paz. El demonio te llevará de malicia en malicia y de confusión en confusión, hasta llegar a la desesperación, no cejando hasta obligarte a colgarte y reventar. Su rabia quiere ver tus entrañas malditas para vengarse de mí. Como su posesión es usurpadora, dominándote violentamente a pesar de la libertad que te he dado, a la que no tiene derecho. Hiciste mal dando al demonio lo que es de Dios en todos conceptos.
[907] Hija mía, Juan fue sosegadamente conducido de paz en paz cuando todo era confusión, tomando nota de las maravillas de la Cena, que ningún otro Evangelista describió, narrándolas claramente, en especial en el capítulo diecisiete, en el que goza de la unión y de la claridad. En medio de la división general, permanece unido a su principio y, en medio de las tinieblas, percibe la claridad de Dios: mi muerte no lo espanta y llega hasta el Calvario porque el amor que lo posee es más fuerte que la muerte. En medio de tanta turbación, y a pesar de la conmoción de los elementos, Juan permanece firme.
Judas se obceca en su turbación hasta el final, por haber seguido las vías de Satán y recibido su maliciosa suerte.
¿Deseas saber de otro poseso? Fue Matías, el elegido para recibir la suerte sagrada del Espíritu Santo y aceptar el obispado que perdió el desdichado apóstata: [908] Echaron suertes y la suerte cayó sobre Matías, que fue agregado al número de los doce apóstoles (Hch_1_26). Así como Judas fue confirmado en el número de los malvados discípulos de Satán, Matías quedó asegurado en el de los doce que son los discípulos buenos de Jesús, cuyo gozo consiste en la sencillez del corazón, en tanto que la rabia de los condenados reside en la división de los pensamientos, que son torturas continuas para su corazón malicioso debido a que, al intentar traicionar la caridad con el odio, se traicionan a sí mismos. Al despreciar el mandato de Dios, se encuentran con el desorden del diablo, en un continuo terror. Divino amor mío, guárdanos en ti, que eres nuestro todo.
Capítulo 130 - La Virgen es un abismo de gloria lleno de la plenitud de Dios. Ella es la mujer revestida de sol, el mar de fuego, el río que procede del trono de Dios y el árbol de la vida que porta los doce frutos del Espíritu Santo, su esposo. Árbol que es regado por dicho admirable río. Ella nos invita a subir al cielo por medio de las inspiraciones del Espíritu Santo, al que ruega por nosotros.
[909] Virgen santísima, ¿Cómo podré contemplarte en la plenitud de la gloria, si su esplendor me deslumbra? El ojo admira la hermosura de su resplandor. ¿Quién puede resistir de cara el ardor de sus rayos? (Si_43_1). Abismo que llama al abismo, en el fragor de tus cataratas (Sal_42_7). Admirable para mi es tu ciencia (Sal_139_6). Virgen santa, el abismo de debilidad y de bajeza llama al abismo de fuerza y de grandeza para proclamar la excelencia de tu gloria. Cuando la paciencia de Dios terminó en tiempos de Noé, abrió las cataratas de los cielos para enviar un diluvio, a fin de purificar la tierra de su corrupción, lo cual no sucedió según a la inclinación de su natural bondad, sino para hacer justicia a nuestras culpas, porque él es bueno en sí y justo hacia nosotros.
Castigar es una acción extraña a la divina bondad, cuya propiedad es conceder gracia y misericordia. Dios es el soberano bien, en sí comunicativo. Sólo el pecado impide sus amables comunicaciones, que son gracia, gloria y participación de sus maravillosos atributos. Dios aplazó la gloria de María para consolar a la Iglesia militante, aunque a la triunfante le pareció muy larga la espera. Si Dios pudiera sentirse oprimido, habría sufrido el peso de la gloria que deseaba derramar en abundancia en María, Hija, Madre y Esposa suya en el día de su triunfante Asunción. La Virgen, que siempre estuvo exenta de pecado [910] original y actual, fue destinada desde la eternidad para recibir la plenitud de la divinidad por encima de todas las criaturas. Cuando el ángel la saludó como llena de gracia, añadió que su Señor estaba con ella; razón por la cual poseía en grado eminente, toda plenitud, por ser él la gracia, la gloria y la suprema divinidad. Afirmó que el Espíritu Santo descendería sobre ella, y que la virtud del Altísimo la cubriría con su sombra a fin de que no se derritiera en el ardor de sus rayos, como cera que se funde en el calor.
David dijo que su corazón se licuaba en medio de su vientre como cera derretida por el fuego. Si la sombra de la ley escrita fundía el corazón del profeta rey, ¿no lo haría, con mayor razón, el sol enviado para establecer la ley de gracia en la Virgen, derritiendo a la Hija, Madre y Esposa del amor? si Dios no hubiese manifestado la fuerza de su brazo en el momento de la Encarnación, María hubiera perdido la vida, desapareciendo en el ser que le había dado la existencia. María dice mucho cuando afirma que el que la engrandece es poderoso y que su nombre es santo; pero con la santidad esencial y divina, porque ella es obra del Altísimo y el vaso más excelso que él haya creado fuera de sí, ya que la humanidad de Jesucristo fue portada por la naturaleza divina, lo cual equivale a decir que su alma y su cuerpo fueron ciertamente creados. Sin embargo, el Verbo que los porta es increado y, por tanto, interior como el Padre y el Espíritu Santo, que se encuentran en él, así como él está en ellos mediante su penetración y plenitud esencial y divina.
La Virgen no es Dios ni tiene su esencia, pero todo lo que no es Dios está por debajo de ella. Jesucristo, en cuanto Dios, está sobre ella; pero en cuanto hombre, está sujeto a ella y, como es Madre del Hombre-Dios, da órdenes al Dios encarnado, que se anonadó al tomar en ella nuestra naturaleza tomando la forma de siervo y conservando la forma divina, lo cual no le impidió mostrarse como un esclavo y hasta como un leproso, oprobio de los hombres y abyección de los pueblos.
San Pablo va más lejos diciendo que se manifestó como la carne del pecado, haciéndose maldición por nosotros, enemigos suyos, a quienes amaba. Si el amor apasionó a Dios de tal suerte hacia los culpables; ¿qué sentimientos no tendrá por la Virgen? ¿Qué entendimiento puede vislumbrar su amor, sea de los ángeles, sea de los hombres? Por esta razón Dios nos dice en Isaías: Sus pensamientos no son mis pensamientos, que están más elevados y por encima de los suyos, que la distancia entre el cielo y la tierra. Si esto se dijo en el tiempo en que sólo [911] conversaba con los hombres a través del ministerio de los ángeles, que eran como cielos elevados por encima de nuestra pobre naturaleza terrestre, ¿Qué dirá al presente, en que se unió a nuestra naturaleza en el seno de la Virgen, que fue ensalzada hasta la altura de su divina maternidad? El me dijo: Tus pensamientos, aunque parezcan sublimes, están más alejados de las maravillas que he comunicado a María de lo que está el cielo de la tierra. Dios Altísimo, adoro tus pensamientos en María y sobre María. Creo firmemente que de lo finito a lo infinito no existe proporción alguna, y que a pesar de que los hombres y los ángeles la alaben con toda su capacidad, sus alabanzas son sólo una sombra de las divinas y verdaderas alabanzas que tú mismo le tributas y con las que la dignificas El que se gloría, gloríese en el Señor. No aquel que se alaba a sí mismo, sino al que Dios alaba (1Co_1_31).
La Virgen siempre se humilló durante su vida mortal, pero Dios la ensalzó en todo momento desde la creación del mundo, por medio de figuras y profecías en la ley de la naturaleza, en la ley escrita y en la realidad, en la ley de gracia; sin embargo, desde que ella entró en la gloria, Dios se complace en aumentar sus alabanzas con un placer divino, glorificándose con ellas en sumo grado al exterior, ya que él mismo constituye su divina alabanza. Por ello canta la Iglesia: Gloria al Padre, y al Hijo, etc., porque él se basta a sí mismo. De no ser así, no sería tan feliz por esencia, por excelencia y por sí mismo.
No sería Dios, porque Dios es la soberana beatitud en sí mismo, y de sí mismo un ser purísimo y un acto purísimo sin añadidura. Es una fuente, un océano, una plenitud de gloria sin comienzo ni fin, que vive y es la vida en sí mismo, de él, por él y en él, al que se debe todo honor y gloria. En él vivimos y en él morimos: El Dios que hizo el mundo y todo lo que hay en él, que es Señor del cielo y de la tierra, no habita en santuarios fabricados por mano de hombres; ni es servido por manos humanas, como si de algo estuviera necesitado, el que a todos da la vida, el aliento y todas las cosas (Hch_17_24s). El mismo Dios que hizo todo, que da vida a todo ser viviente, el mismo que da la inspiración, es el único en conocer los admirables privilegios que ha concedido a María, a la que constituyó Hija, Madre y Esposa suya de manera excelentísima y [912] sublime. Ella es hija de Dios, pero hija Virgen de Dios, que procede de él mediante la más pura emanación que haya jamás dimanado de su esencia, pero sin afirmar que es una emanación interna, sea del entendimiento, sea de la voluntad de Dios al exterior. Únicamente las dos divinas personas: el Verbo y el Espíritu Santo, emanan y son los términos del fecundo entendimiento del Padre y del Hijo, cuya humanidad exceptúo debido a que posee la gracia supereminente, por estar unida al Verbo de Dios. María es, como digo, Virgen de Dios en su mente eterna, que emana a su exterior purísima en cuanto a la naturaleza, perfectísima en gracia y eminentísima en gloria; y que estuvo siempre unida a Dios mediante una unión inefable, que él ensalzó incesantemente a través de crecimientos inenarrables, comunicándole una gracia que creó exprofeso para ella y que excluye cualquier otra. A esto se refiere el apóstol cuando habla de la diferencia de los santos en la gloria y la de las gracias hecho que compruebo en la gracia tan sublime de María, que está tan por encima de todas las concedidas a la humanidad como el sol, cuya claridad es tan diferente al fulgor de las estrellas. Nadie pone en duda que Jesucristo tenga en sí la gracia sustancial, ni que sea la gracia divina, que quiso entregarse a la muerte, como dice San Pablo. Ya dije que todo lo que es Dios está por encima de María; el Verbo Encarnado, por ser Hijo de María, relaciona en él la gracia de María, porque es para él y a través de él, que ella posee la sublime plenitud de la gracia. Dios se complace en diversificar a sus criaturas y, mientras más nobles son, más se pluralizan. Los ángeles, que tienen una naturaleza puramente espiritual, son más variados que los hombres, que están compuestos de cuerpo y espíritu. Cada ángel es de una especie diferente. También decimos en la fiesta de un santo confesor que no se ha hallado otro semejante, que guarde a su manera los mandatos de la ley del Altísimo. Si alguien me dice que la Virgen tuvo un cuerpo cuya materia no era espiritual, y que el espíritu angélico es más puro por tener una forma más parecida a la divinidad, que es espíritu, respondo que la Virgen recibió de Dios un espíritu más puro que el de los ángeles, y que su cuerpo estaba destinado a revestir al mismo Dios, que se encarnaría en ella haciendo su carne divina a través de la unión hipostática del Verbo eterno. Su Hijo humanado debía ser cabeza de los hombres y de los ángeles, cuya gloria se incrementaría al servir y adorar [913] al Hombre-Dios, debido a que la divinidad deseaba manifestarles los secretos de su admirable y adorable consejo, prodigándoles claridades que les tenía reservadas hasta este tiempo, no sólo por medio de J.C., sino de María, que debía establecer una jerarquía sublime en la naturaleza, en la gracia y en la gloria, porque sólo ella está exenta de todo pecado. Como dote natural, recibió la plenitud de la gracia creada en cuanto Madre de Dios, con preferencia a cualquier otra criatura. Poseyó además la dote de la gloria, que sobrepasó todas las dotes que Dios ha concedido y concederá a los ángeles y a los hombres. Dios creó a los ángeles al mismo tiempo, y a pesar de ello aprendemos de san Dionisio que todos se distinguen en tres órdenes y en nueve coros, que purifican iluminan y perfeccionan. Los inferiores reciben la mediación de los que son superiores a ellos, y los superiores inmediatamente de Dios. Antes de la Encarnación sólo Dios estaba en el cielo, puramente en su esencia en cuanto Dios, pero desde de que María estuvo cerca de Jesús, que es el mediador de redención y de gloria, la comunica a su Madre como a su más cercana vecina, como a otro él mismo, a plomo, colmándola de su esplendor de manera inexplicable, porque la ama con un amor inefable cuya medida es la de su gloria, así como ella fue la de su gracia. Fue este amor el que impulsó a Dios (si puedo referirme así al Altísimo, que es inmutable y omnipotente), en un éxtasis, a comunicar al exterior de su esencia la más preciosa emanación creada por él, que es la gracia concedida a María.
Cuando hablo del amor de Dios a María, que toda carne y todo espíritu haga como los serafines que vio el profeta Isaías, que velaban sus pies y rostro, porque jamás conocerán su comienzo ni su fin; su principio ni su término. Que vuelen con alas de contento, alegrándose en el placer divino, diciendo: Santa es María en el momento de su creación. Más santa es María en el de la Encarnación de amor. Santísima es María en el día de su glorificación, en la que Dios quiso manifestar las riquezas impenetrables de su gloria en el empíreo, porque la tierra es demasiado pequeña, pero en el cielo preparó él mismo el trono y el carro glorioso del triunfo de María, porque el amor divino triunfa por ella. A mí, Soberano mío, me confía la misión de proclamar las riquezas de tu gloria. Si son inenarrables, [914] ¿cómo podré hablar si tú mismo no me das tu Palabra divina para expresarlas divinamente? Ah, Dios de gloria. Soy una mujer, pero como escoges a los débiles del mundo para manifestar tu poder, y a los pequeños para hablar de la grandeza de tu amor a María, diré con el apóstol: A mí, el menor de todos los santos, me fue concedida esta gracia: la de anunciar a los gentiles la inescrutable riqueza de Cristo (Ef_3_8).
María constituye la riqueza de Jesucristo; es su tesoro, en el que ha puesto el corazón. María es la sabiduría de Dios. Jesucristo es la sabiduría divina y el mismo Dios; María es el misterio oculto en Dios: El misterio escondido desde siglos en Dios, Creador de todas las cosas (Ef_3_9); destinada por Dios desde antes de los siglos para gloria nuestra, desconocida de todos los príncipes de este mundo (1Co_2_7s); y manifestado ahora a sus santos, a quienes Dios quiso dar a conocer cuál es la riqueza de la gloria (Col_1_26s). Dios quiere en verdad que nos apliquemos con el entendimiento y la voluntad a contemplar sus divinas riquezas, y que pongamos en ellas nuestros corazones. El sabio nos prohíbe poner nuestro afecto en las riquezas aparentes, que no tienen sino espinas, cuya posesión es pura aflicción de espíritu y que sirven de lazos para atarnos a las tentaciones. La gloria de María es la gloria de los suyos; a ella podemos decirle que es la alegría de su pueblo, que era culpable de lesa majestad divina y humana, porque los judíos lo crucificaron; ella sigue siendo la luz de los gentiles, que se condenaron por demencia por considerar la cruz como una locura. Mediante ella, la Iglesia fue iluminada. Por nuestra causa la Virgen fue dejada en la tierra. Los judíos la despreciaron porque nació en su provincia, pero, al decir de su Hijo, ningún profeta es aceptado ni recibe el honor que merece en su patria. El vino y los suyos lo desconocieron y no lo recibieron. Por ello dio poder a los que lo recibieron, para llegar a ser hijos de Dios, no por la sangre, no por la voluntad de la carne, no por la sabiduría humana, sino por la gracia divina que los adoptó como hijos por mediación de su Hijo, que es Hijo de María, dándoles un nuevo nacimiento que los transforma en hijos de Dios y coherederos con J.C., que es el Verbo hecho carne, para habitar con nosotros, a fin de manifestarnos su gloria, gloria del único hijo del Padre y de María, a la que glorificó con su gloria sublime así como la favoreció con su gracia singular, habiéndola creado para el Espíritu Santo, que [915] derramó sobre y en ella un mar de claridad y de gloria. Si el sol le sirvió de velo al exterior, ¿qué claridad no tendría en el interior? Sí, la gloria de la hija del rey está en el interior desde que nace. Por ello, ni los ángeles ni los hombres son capaces de comprender el primer favor que Dios le concedió en el momento de su concepción, lo cual es causa de que aun los más iluminados lo perciban con deficiencia y que, desde hace varios años, anhelen ser instruidos por el Padre de las luces con suficiente claridad en el misterio de su Inmaculada Concepción, a fin de que sea declarada articulo de fe por el Vicario de Jesucristo, para toda la Iglesia. A ella predestinó Dios antes de todos los siglos para gloria nuestra, porque ella es la gloria de la naturaleza humana en su limitación de simple criatura, porque Jesucristo es Creador y criatura. El es hombre, pero también es Dios. Los apóstoles recibieron la misión de publicar las maravillas de este Dios encarnado, y los discípulos del Salvador de bautizar en el nombre del Padre y del Hijo y del Espíritu Santo a los que evangelizaran. María continuaba viviendo, y por ello el Salvador no les dijo que proclamaran sus alabanzas, ni aun les reveló sus excelencias. ¿Sería tal vez porque no hubieran podido separarse de ella? Sólo el discípulo amado se encargó de servirla como Hijo y de honrarla como a su Señora; y eso porque Dios le mostró la gran señal que apareció en el cielo cuando ella se encontró en la gloria, reconociendo así el favor que su Maestro le concedió junto a la cruz al dársela por Madre. De modo similar se dice en San Mateo que el ángel dijo a José que su esposa estaba encinta por obra del Espíritu Santo, para que aprendiera: Y no la conocía hasta que ella dio a luz un hijo, y le puso por nombre Jesús (Mt_1_25). Digo que San Juan, a pesar de que percibió una santidad eminente en María, en sus conversaciones con ella, no entrevió sus maravillas; la tierra no era un escenario apropiado para expresarlas, ni los oyentes capaces de escucharlas. Dios, por una especial providencia, reservó el cielo para describírselas a San Juan, en medio de la claridad celestial. Aquella águila vio el gran signo rodeado del sol, coronado de estrellas y de pie sobre la luna. Si dicha águila real no hubiera recibido la misión de hablarnos de la generación eterna, nos hubiera dicho grandes cosas acerca de la generación temporal de aquella mujer maravillosa, lo cual se debió a la providencia del Hijo, que conocía bien la malicia de los [916] hombres, que hubieran podido pensar y decir que Juan fue sobornado por el Hijo, y prisionero a tal grado del amor de aquella que se le dio por Madre, que hablaba de ella como un ardiente enamorado. San Pablo dijo: Examinad qué es lo que agrada al Señor, y no participéis en las obras infructuosas de las tinieblas, antes bien, denunciadlas (Ef_5_11); y a los Efesios: Aprovechando bien el tiempo presente, porque los días son malos (Ef_5_16). Esto hubiera dado mayor libertad a los herejes para pronunciar las blasfemias que han vomitado en contra de la Virgen pura. Dios reservaba los siglos venideros, exentos de toda duda, a fin de que la gloria de su Madre fuera publicada con mayor peso y grandeza por los doctores irrefragables e irreprochables, de ser engañados por sus sentidos. Quería manifestarla en la luz de la fe, a través de milagros y mediante el sentir común de los santos Padres, en proporción a la admiración que deseaba despertar por ella. Así como dio al mundo filósofos para discutir, ha querido ocupar a los teólogos para discurrir acerca de su Madre, cuyas maravillas son incomprensibles e inenarrables. Todos confesarán, después de haber expresado todo lo que podrían decir de ella, que han dicho muy poco en comparación a sus excelencias, lo cual durará hasta el fin de los siglos, hasta el día del juicio en que vendrá con ella como Hijo del Hombre y sentado en ella como en el trono de su majestad. Para compensar la afrenta que se le hizo en el Calvario, donde estuvo en persona cuando fue crucificado, y para honrar a la que estuvo de pie en el día de su confusión, María debe sentarse en la gloria de su Hijo, y el Hijo en la gloria de su Madre, que es su trono de nubes en el que Dios será eternamente glorioso y ella infinitamente gloriosa en Dios.
El gran San Pablo nos dice que no existe mandato de su Maestro para hablar de la virginidad, pero que respecto a ella aconseja a la virgen que piense en Dios y en las cosas divinas. Si Jesucristo le hubiera encargado hablar de la Virgen, su dignísima Madre, cuántas maravillas nos habría dicho de ella, por haberlas aprendido en el cielo del Señor de gloria, pero como no quiso retrasar ni adelantar su tiempo, lo movió a expresar a los suyos los decretos de su providencia, a fin de que la santidad de su Madre fuese más radiante. En la Iglesia [917] naciente del tiempo de los apóstoles la luz surgía como en el oriente. El deseaba que esperásemos el medio día para que se hablara más ardiente y claramente de aquella que lo acogió en el medio día del más ferviente amor, recostándolo en su seno y alimentándolo con su sustancia virginal. Era el deseo de nuestra pobre naturaleza, que exclama en el cántico de amor: Indícame, amor de mi alma, dónde apacientas el rebaño al mediodía (Ct_1_7).
Ese medio día estaba reservado a los siglos venideros, en los que Dios tenía el designio de manifestar la gloria maternal de María, así como él es la de su divino Padre. La Virgen es el espejo sin mancha de la majestad que trajo a la tierra el poder del Padre, al que nada es imposible, como dijo el ángel a María al anunciarle la gloria que Dios le había destinado por toda la eternidad en el reino de su Hijo, que sería infinito.
David dijo que se sentiría satisfecho cuando contemplara en su pura simiente la gloria inefable del Dios del amor, que era el Dios de su corazón y su eterna heredad: Levántate, Señor, hacia tu reposo, tú y el arca de tu fuerza (Sal_132_8). No era suficiente para David el contemplar al Verbo Encarnado en su gloria si no veía en ella a su hija, el arca santificada por el Verbo eterno: Juró el Señor a David, verdad que no retractará: El fruto de tu seno asentaré en tu trono (Sal_132_11).
El Señor juró y cumplirá su promesa a David en favor de María, pura criatura, que es fruto y germen real del rey David, por ser también simiente que desciende de David. Jesucristo la asumiría en ella, dándole su naturaleza en cuanto Dios, misma que jamás salió del seno de su Padre al que entró de nuevo para sentarse en él como receptor de lo que le es esencial desde la eternidad. Sé muy bien que dicho pasaje se aplica con toda verdad a la santa humanidad, pero no se me puede negar que convenga también a la Virgen, que es el trono de Dios en la naturaleza, en la gracia y en la gloria, ni que se haya dicho a la Virgen en el momento de su entrada gloriosa: Ven, amada mía, a sentarte en mi trono, porque he deseado tu belleza.
Ven, mi escogida, para que confirme en ti mi estadía en la gloria eterna; para que te penetre en gloria inefable, [918] con un ardor sin par. Codicio tu belleza, que quiero hacer contemplar y admirar a mis príncipes celestiales. No eres una Vasti desdeñosa, sino que te complaces en mi gozo divino, que consiste en hacerte admirable en el cielo y en la tierra, en los siglos venideros. Que a nadie asombre que te haya tenido escondida conforme a tus deseos cuando eras mortal, porque te hubieran adorado como una deidad. No era éste el designio de mi sabiduría infinita, que deseaba ocultar tu pureza mientras duraba mi compromiso de manifestarme en la carne el rostro de mi Padre. Mi muerte, que se consideró una infamia, hubiera opacado tu gloria; no era esto lo que deseaba. No exalto para humillar, como hacen el mundo y Satanás. Mis caminos son de humildad en el tiempo, y de encumbramiento en la eternidad para todos los que he elegido para reinar conmigo.
Tú, que no sólo eres Reina del cielo y de la tierra, sino Reina y Señora mía por derecho de Maternidad divina, serás por siempre la gloria de la naturaleza humana y la alegría de los ángeles. Mira cómo acuden a ti para admirarte todos los que elegí para ser reyes y sacerdotes en la ciudad santa: En llegando a su presencia, todos a una voz la bendijeron diciendo: Tú eres la alegría de Israel, tú, el honor de nuestro pueblo, porque has obrado varonilmente. Tu corazón se ha fortalecido porque has amado la castidad (Jdt_15_9s).
Bendita seas, María. Tú eres la gloria de Jerusalén, la alegría de Israel, la honra de nuestro pueblo, porque engendraste un Hombre-Dios y tuviste el valor y el corazón suficientemente grande para tomar la inquebrantable decisión de conservar la virginidad, que amas de manera idéntica a la maternidad divina. Mediante esta fuerte resolución, venciste al mismo Dios cuando te vio virgen de cuerpo y humilde de espíritu y de corazón humildad que fortaleció grandemente tu castidad. Jamás conociste varón antes de tu parto virginal, ni después de él, permaneciendo siempre virgen purísima: Por esto también la mano del Señor te ha confortado, y por lo mismo serás bendita para siempre (Jdt_15_11).
No sólo la mano del Señor, sino también su brazo omnipotente, hizo en ti grandes cosas; el Señor estuvo contigo y lo estará eternamente; y tú con él para siempre. Entra en la gloria de tu Padre, de tu Hijo y de tu Esposo. Recibe la corona de todos los favores que el divino Padre te dio en dote, por ser su hija mayor y la más amada. [919] Toma posesión del manantial supremo: Fuente de sabiduría es la Palabra de Dios en las alturas (Si_1_15). Toma también en posesión la fuente inferior: la altura del cielo, la latitud de la tierra y la profundidad del abismo (Si_1_2).
¿Quién puede abarcar tu gloria, Dios Encarnado? Sólo tú, porque todo lo que no es Dios, es inferior a María: El Señor mismo la creó, la vio y la contó (Si_1_9). Sólo Jesucristo es capaz de medir su grandeza, porque sólo él la conoce. Fue el quien derramó sus gracias en María, y por mediación de María, sobre la humanidad, según los dones de su bondad, dando a todos el mandato de amarla y honrarla en calidad de Madre suya y Señora universal de todas las criaturas. En esto consiste la corona de su gozo inefable. El invita a todas las hijas de Sión a salir de ellas mismas, a través de un éxtasis divino, para contemplar a la Reina-Madre coronada en el día de sus desposorios y de la alegría de su corazón; porque el Padre, el Hijo y el Espíritu Santo gozan al concederle en este día la triple corona. Dios aparece en el ardor del medio día en el divino tabernáculo, para invitar a todas las criaturas, tanto del cielo como de la tierra, al banquete y a la alegría de estas bodas: alégrense los cielos, regocíjese la tierra, retumbe el mar y cuanto encierra; exulte el campo y cuanto en él existe (Sal_96_11). Que los ciudadanos del cielo se alegren gloriosamente.
Que los de la tierra se unan jubilosos, y que todas las criaturas se regocijen en esta fiesta, que les proporciona una alegría indecible. Es el sabbat universal, en el que ella encuentra su reposo, porque en María no se lamentarán. El pecado jamás tuvo lugar en esta Virgen; porque jamás las engendró entre dolores y gemidos de parto, de los que habla el apóstol. El primer sábado que Dios santificó después de la creación de nuestros primeros padres es digno de alabanza, pero el que estableció en el cielo en el día de la Asunción y de la coronación de María, es la alabanza del Dios de la gloria, el cual perfeccionó su obra sublime manifestándola a los hombres y a los ángeles como su obra maestra por excelencia, para que se la considere digna de admiración, por no decir el límite de su poder. María es un día luminoso que santificó el Altísimo. Es su tabernáculo. María es un río sagrado e impetuoso que alegra toda la ciudad de Dios. Es un mar, un mar de vidrio ardiente, porque Dios, que es un fuego consumidor, [920] se encuentra en ella de manera inefable, así como estuvo en sus entrañas en la Encarnación. El la conserva Virgen, por ser la zarza ardiente que llamea sin consumirse, siendo la tierra santa y bendita del Dios de toda bendición. Ahora, en el cielo, ella es el mar de vidrio y de fuego: Dios en ella y ella en Dios, teniendo tanto frescor como llamas, porque dicho mar es frescura, y el fuego es ardor; es claridad y es inmensidad: claridad, por ser ella un cristal iluminado con la luz de Dios; inmensidad por ser un mar en cuya presencia los santos pulsan sus cítaras santamente, o cantan alabanzas con sus arpas de diversa manera, según la relación que tienen con sus admirables perfecciones, porque ella encierra en sí a todos los elegidos, siendo reina de los patriarcas y de todos los demás. Así como es invocada en la tierra, es glorificada en el cielo. Por su mediación Dios comunica la gloria a los santos, y el Espíritu de amor los impulsa a cantar conforme a su grado de santidad: mientras más alto sea en presencia de este mar, más alta y llena de amor será su música. La Virgen es la puerta que vio Juan en el cielo, abierta a los bienaventurados, a fin de que por ella tengan una entrada singular en las luces divinas. Su Hijo está sentado en María, que es una esmeralda y Madre de misericordia, del amor hermoso y de la santa esperanza. Su Hijo a nadie condena cuando fija su mirada en este trono de misericordia. Cada vez que dice a los malvados: Id, malditos, contempla en ellos su justicia vengadora; pero si mira en dirección al trono en el que está sentado, carece de fuerza para condenar porque el cristal, que es la Madre de misericordia, conmueve sus entrañas con su sola vista; mar que es inmutable para gloria de los buenos, y cuya condición maternal no tolera el castigo de los malos, porque jamás quiso participar en calidad de juez, llamándose en cambio abogada de pecadores. Todos sus atributos se relacionan con su Hijo y dependen de sus grandezas pero jamás se nos dijo que haya tolerado recibir el de juez. Tal vez una de las razones por las que Jesucristo no dio este cargo a su Madre, concediéndolo en cambio a San Pedro y a los sacerdotes, privándola del poder de producirlo sobre los altares se debió a que le concedió el de concebirlo, darlo a luz, alimentarlo, educarlo y asistirlo al pie de la cruz a la hora de su muerte, haciendo la ofrenda del cuerpo que tomó en ella y de ella en ese día tan cruel, aunque provechoso para nosotros, porque ella ofreció junto con su Hijo el sacrificio [921] sangriento sobre la cruz, que es el único sacrificio de nuestra redención que fue aceptado a causa de la reverencia de Jesús, el Hijo de María: El cual, habiendo ofrecido en los días de su vida mortal ruegos y súplicas con poderoso clamor y lágrimas al que podía salvarle de la muerte, fue escuchado por su actitud reverente (Hb_5_7). El apóstol dice que Jesucristo dirigió esta oración y súplicas a aquel que podía salvarlo de la muerte, acompañadas de un fuerte clamor y lágrimas, lo cual debió conmover a la Virgen al grado de pedir al divino Padre que lo librara de la cruz. Era tan necesario que el designio del Hijo y de la Madre se llevara a cabo, que ella estuvo allí para crucificar la carne en este Hijo. Fue el día de la aflicción de su carne virginal y divinizada, que ambos ofrecieron unánimemente por la redención. El Padre los escuchó al ofrendar unidos la única oblación de sangre que pacificó el cielo y la tierra: la sangre de la cruz, que se ofrece todos los días cada vez que se celebran eucaristías, aunque este sacrificio no se ofrece más con efusión de sangre; ofrenda reiterada que es tan dulce a María, a pesar de que la primera le fue tan cruel. No es, por tanto, para privarla de ofrecer a su Hijo el no haberla constituido en la dignidad del sacerdocio, sino porque no puede condenar a los culpables; por ser Madre de todo, ha perdonado todo en sus entrañas maternales. El Salvador dijo: Todo lo que aten ustedes en la tierra, será atado en el cielo; y todo lo que desaten en la tierra, será desatado en el cielo. Todos aquellos a los que absuelvan, serán absueltos; todos aquellos a los que condenaren, serán condenados. Esto último traspasaría el corazón de la Virgen; y si pudiera sufrir, seguiría sufriendo en la gloria la espada predicha por Simeón, que tanto la martirizó en su vida mortal. María es, pues, el trono de misericordia adornado de piedras preciosas de bondad. Su Hijo está en ella como en el trono de esmeralda, siendo nuestra esperanza y apaciguado del todo al contemplar los ojos benignos de su Madre. Está rodeado del arco iris, signo de paz, pero de una paz tan dulce, que ofrece reposo a los veinticuatro ancianos en tronos de gloria, vistiéndolos con túnicas blancas y coronándolos de firmeza inquebrantable: Vi veinticuatro tronos alrededor del trono, y sentados en los tronos, a veinticuatro Ancianos con vestiduras blancas y coronas de oro sobre sus cabezas (Ap_4_4). Del trono virginal salían rayos, voces y truenos. María era y es toda voz; María es trueno. Mediante el resplandor de sus [922] destellos, todo el cielo es iluminado e impulsado a cantar las alabanzas divinas. Todos los santos reciben la ley de María, que es como un trueno que los mueve a producir actos de amor inexplicables para una criatura mortal como yo. Delante de este trono virginal hay siete lámparas ardientes que son los siete espíritus de Dios: siete ángeles que sirven a Dios, asistiendo también a su Madre, que es el mar de cristal en el que contemplo, como en un espejo grandísimo, la inmensidad de la gloria que Dios concedió, concede y concederá a su Madre. En medio del trono, y en torno al trono, cuatro animales llenos de ojos por delante y por detrás (Ap_4_6). En medio del trono materno, en derredor suyo y del lecho nupcial, los cuatro Vivientes están llenos de ojos: los cuatro Evangelistas admiran, con luces siempre nuevas, la maravillosa Encarnación obrada en María en el tiempo en que estuvieron en la tierra, sobre cuyas grandezas nada dijeron, porque la Virgen las ocultaba imitando con ello al Altísimo, que la cubría con su sombra. Estos mismos animales admiran el lecho nupcial de la esposa divina, ya que tienen ojos por delante y por detrás, adorando a la que, junto con su Hijo, es principio de las obras de la sabiduría divina, cuyo término es al exterior, porque en Jesús y en María la santísima Trinidad hizo y seguirá haciendo las más grandes maravillas que hayan existido, existen y existirán jamás en toda la extensión de la eternidad. Es éstos lo que mantiene suspendidos a los cuatro Evangelistas, que tienen seis alas en torno a ellos. Están llenos de ojos por todas partes debido a que contemplan y pueden ver clara y prontamente a la luz del trono en que se sienta el Dios Encarnado, en calidad de oficiales domésticos. Ante él no cesan de cantar en el cielo, por encima del coro de los serafines, lo que dichos espíritus ardientes cantaban antes de la Encarnación. Como nos lo asegura el profeta evangélico, desde que el Verbo se encarnó, estableció a los hombres en este oficio, por ser consortes de su divina naturaleza a través de la divina Encarnación. Por ello los cuatro Evangelistas proclaman sin cesar al Verbo Encarnado, sentado en el trono de cuya sustancia está revestido, rodeándolo y penetrándolo con su misma gloria: Santo, Santo, santo es nuestro Dios omnipotente, que era, que es y que será. Cuando los cuatro vivientes dan gloria, honor y bendición al que está sentado en el trono, que vive por los siglos de los siglos, los veinticuatro ancianos se prosternan [923] delante de él, adorando al que vive por los siglos de los siglos, depositando sus coronas delante del trono y reconociendo a María, que adquirió para ellos, con su divina maternidad, la corona y el reino que poseen, y refiriendo toda su gloria al Verbo Encarnado, diciéndole: Eres digno, Dios nuestro, de recibir la gloria, el honor y el poder, porque tú has creado el universo, que por tu libre y amorosa voluntad estaba en tu mente eterna, la cual proyectaba crear admirables maravillas para la naturaleza humana, y las creó. Las mayores alabanzas, sin embargo, son las de María, que es su gloria maternal así como él es su gloria filial. El águila, empero, tiene la vista más penetrante y fuerte que los otros tres Evangelistas; por ello el discípulo de gloria contempló con más fijeza y claridad la luz de María y su admirable diversidad. El la vio, como digo antes, revestida de sol, coronada de estrellas y caminando sobre la luna con paso firme y garboso, como hija del soberano príncipe que admira sus pies en su calzado. El la contempló semejante a la claridad de Dios, diciendo que la misma claridad divina la penetró; que sólo ella es la ciudad de Dios perfecta en sus doce puertas, que son perlas preciosísimas.
Los doce frutos del Espíritu Santo están sólidamente incrustados en ella, tanto para encerrarla en su inmensidad, como para hacerla administradora de sus amores, que tienen tanta luz como bondad, en los que radican el entendimiento y la alegría, que son frutos de sabor inefable y deliciosos a la vista. Juan contempló a María como un río de agua viva, viviendo de la vida de Dios mediante el favor del divino Padre, que la albergó en su seno al lado del único hijo que les es común, el cual apoya las peticiones de su Madre, que se identifican con la que él hizo en la tierra, como una copia sacada del original, es decir, que él deseaba, en cuanto Hijo natural del divino Padre, que todos los que le habían sido dados se encontraran donde él está, sobre todo y de manera incomparable María, porque sólo ella es su Madre natural. Así como él, en cuanto verdadero Hijo sustancial, es figura de la sustancia del Padre, así es la impronta de María; y María, la suya luego me mostró el río de agua de vida, brillante como el cristal, que manaba del trono de Dios y del Cordero (Ap_22_1). En Dios encarnado y en los bienaventurados, este río de agua viva produce una dulzura inefable, porque riega el árbol de vida que [924] lleva y da sus frutos en el cielo y en la tierra; sus hojas son capaces de dar la salud a los viajeros de la tierra, y frescura a los prisioneros del purgatorio. La Virgen no puede ya sentir las maldiciones dirigidas a su Hijo y a ella en el Calvario, porque el Dios de gloria y cordero de paz está sentado en ella y ella está unida a él como Hija, Madre y Esposa de gloria, en la que es transformada como en su principio y en su fin infinito, hablándonos desde allí con las inspiraciones del Espíritu Santo.
El Espíritu y la Esposa dicen: Ven. Y el que oiga, diga: Ven. Y el que tenga sed, que se acerque, y el que lo desee, reciba gratis agua de vida (Ap_22_17); mas para ir allá, es necesario que María pida al Verbo Encarnado que sea nuestro guía. Ven, divino amor mío, a buscar a tu Jeanne, diciéndole: Sí, vengo pronto. Amén. Ven, Señor Jesús (Ap_22_20), en el momento señalado por tu bondad. Amén.
Capítulo 131 - La sabiduría de Dios se complace en disponer de sus favores y de los sufrimientos cuando lo juzga conveniente para la perfección de los suyos. 1639
[925] El cuarto día de la Octava de la fiesta de Todos los Santos, habiendo pasado el día en medio de dulzuras inenarrables, me vi obligada a conversar con una persona muy adentrada en la oración, y tan docta como piadosa, la cual me dijo que Nuestro Señor me trataba con mucha dulzura, y que sería deseable que tuviera yo cruces y pruebas como los demás. Mi divino amor, no pudiendo sufrir que fuese yo tratada como lo deseaba esta persona, y movido de su bondad, se dignó abrasarme en sus amorosas llamas, a las que me uní a manera de holocausto. Crucé los brazos como para encerrar y abrazar a mi divino Enamorado, el cual me hizo ver que yo abrazaba la Pasión a la manera de San Bernardo, al que pintan llevando los instrumentos de la misma, con la diferencia de que yo los veía y sentía como si fueran de fuego y llamas. Vi también un cañón cuya boca estaba dirigida al cielo, como para asaltar las entrañas del Padre de bondad, a fin de causar un incendio amoroso que alegrara a los bienaventurados.
Habría gozado más largamente de estas delicias si una multitud de ocupaciones no me hubiera distraído por fuerza de la atención que mi espíritu y mi corazón tenían en las divinas caricias; las armas de la Pasión se me hicieron ligeras a causa de la llama, por parecerme como de fuego. Lo que más me asombró fue el verlas compuestas por dicho elemento, conservando sus mismas formas y características, como si en efecto hubieran sido de madera, de hierro o de lo que hayan sido hechas en tiempo de la Pasión de mi divino Salvador, el cual me dio a entender que el amor sabe dar sufrimientos a los que le aman, cuando son abrasados del fuego que los purifica, los ilumina y los une a él. Si no los hace sufrir según el parecer de los hombres, los prueba según sus designios en el tiempo que para ello destina, comportándose hacia ellos como hizo con el apóstol: después de arrebatarlos en espíritu a su gloria, les muestra lo que deben sufrir por causa de su nombre. Estos sufrimientos, que son diferidos por su sabia bondad, les [926] serán enviados por su prudente justicia, haciéndolos pasar por el fuego y por el agua de grandes tribulaciones. Si los destina a una grande gloria, los probará sin lugar a dudas como el oro en el crisol. El dispone de los suyos como su Padre dispuso de él; si quiso padecer para entrar en la gloria que le era esencialmente debida en razón del soporte divino, qué no deberán sufrir los que no tienen otro derecho a ella que su divina clemencia, la cual, después de perdonarles sus culpas, les da la gracia para merecer la gloria llevando la cruz en pos de él, crucificándose cada día de su vida mortal para ser gloriosos en la eternidad de su vida inmortal. Así como él fue probado por las diversas torturas de los tiranos, para manifestar ante el cielo y la tierra que era el verdadero Hijo de Dios, así es necesario que sus hermanos adoptivos también lo sean. Ellos son sus miembros. Qué confusión verse unido a una cabeza coronada de espinas y exigir deleites en esta vida. No es conveniente; debemos amar lo que él escogió: la pobreza, el menosprecio, el dolor, para estar con él en el cielo, donde se encuentran las verdaderas riquezas, el honor y la felicidad que nunca terminará.
Capítulo 132 - Un rayo luminoso que me fue concedido
[929]Hoy, domingo 17 de noviembre, desde el amanecer, mi corazón fue sombreado por el divino amor en un movimiento deliciosísimo, en tanto que mi entendimiento era iluminado con un amable rayo, que me es casi ordinario, sobre todo cuando me encuentro en un lugar donde ni el día ni las luces de lámparas o velas me iluminan. Este rayo y su fuego, que abrasaron mi pecho, inundaron mi alma en una paz deliciosa, que rebasa todo sentir, pudiendo experimentar lo que mi divino esposo me prometió hace ya varios años: que su bondad haría surgir en mis días una abundancia de paz en mi alma. Con la palabra mis días, me dio a entender que se trataba del tiempo en que su rayo me ilumina, en especial cuando las personas elevadas en dignidad parecen desear humillarme, condenarme y rechazarme, dándome a entender que yo era participe de sus bienaventuranzas: Bienaventurados seréis cuando os injurien, y os persigan y digan con mentira toda clase de mal contra vosotros por mi causa. Alegraos y regocijaos, porque vuestra recompensa será grande en los cielos (Mt_5_11s).Por la tarde, al pensar en los favores que mi divino Amor me concedía, se intensificó mi llama. Al estar en el recibidor con dos religiosos, opuse una violenta resistencia a todos los atractivos interiores, para impedir en lo posible que el fuego me arrebatara en un asalto impetuoso. Ellos se retiraron al mismo tiempo que el ardor me llevaba por encima de mí misma. Para atenuar mi llama, me distraje, cambiando de lugar, aunque no de objeto. Fui nuevamente llamada al recibidor para hablar con un sacerdote, y mientras lo escuchaba, mi alma fue [931] suspendida y elevada interiormente con dulzuras indecibles; a medida que declina la luz del día, el rayo que me ilumina se intensifica, pareciéndome más brillante, ya alargándose, ya curvándose, como si se deleitara en diversificarse para recrearme amorosamente y para elevarme fuerte y suavemente, apuntando al cielo desde la tierra. Sentí mi frente ceñida de una corona, y sobre mi cabeza, del costado izquierdo, el mismo rayo como una insignia en forma de cuerno de luz, semejante a un penacho o tocado de plumas.
Mientras admiraba las diversas figuras del maravilloso rayo, permanecí absorta en el Dios que me acariciaba de esta suerte, el cual me ayudó a comprender estas palabras del Rey-profeta: Allí suscitaré a David un cuerno, aprestaré una lámpara a mi ungido (Sal_132_17).
Hija mía, esta luz es el cuerno de David, que consiste en una unción resplandeciente y abundantísima, que procede de mi divina bondad, la cual se complace en hacerte cristífera, ungida con óleo de alegría para alegrarte en tu divino Salvador [932] cuando se pretende afligirte: De vergüenza cubriré a sus enemigos, y sobre él brillará mi diadema (Sal_132_18).
Cubriré y rodearé a tus enemigos de confusión y ya lo he hecho. Por ti haré florecer mi santidad, derramaré de nuevo mis gracias sobre ti y te haré yo mismo gloriosa delante de mí en presencia de los ángeles y de los hombres. Los sacerdotes serán atraídos hacia ti por un santo afecto. Yo los revestiré de mí y en mí se regocijarán con una santa alegría y sagrado regocijo que los santificará
Capítulo 133 - Exceso de amor en las entrañas paternales y en las maternales, al considerar al Verbo divino en el seno paterno y al mismo Verbo Encarnado, en el seno materno
[933] El diecisiete de diciembre, viernes de las cuatro témporas, fui abrasada por el amor divino con llamas ardentísimas. Deseosa de que la sabiduría adorable que procede de la boca del Altísimo viniese hasta mí, que soy la más humilde, conjuré las entrañas de la divina y paternal misericordia a que me visitara por medio de su Hijo, que es el oriente eterno, el cual, según me dice la Iglesia en el Evangelio de este día, se encontraba en el de María, la humildísima Virgen que, en su ardiente caridad, acudió a visitar a su prima Sta. Isabel atravesando las montañas de Judá. En medio de estos pensamientos, mi alma experimentó un indecible júbilo, sintiéndose atraída y divinamente unida a las entrañas paternales y maternales en las que se encontraba el divino amor de mi alma. Exclamé entonces en un exceso de amor: Acaso no tengo motivo para decir con mi Padre San Agustín: Colocado en medio de una abundancia que desconozco. Oh divino lagar, cuán delicioso eres para mí. No me ofuscas; y si me ciegas con demasiada claridad, me veo felizmente sumergida en el esplendor de los santos, y en el jardín luminoso de las entrañas fecundas, que me ilumina en sus delicias eternas. Si la debilidad de mi entendimiento no puede soportar esta fuente de luz, el amor da audacia a mi voluntad para abrazar a este Oriente, cubierto de los velos purísimos de las entrañas de su Madre, permitiéndome considerarlo hermano mío e invitándome él mismo a su lecho nupcial como esposo, diciéndome que, para gozar de mí, vino con pasos de gigante desde el seno paterno hasta el seno materno, a fin de que pudiera yo decir: Mi Amado es para mí, y yo para él.
Capítulo 134 - Mi divino amor se dignó concederme los deseos de los hermanos de Rebeca y de hacerme su Ruth por mediación de la Virgen, su santa Madre, la hermosa Noemí.
[937] Me encontraba en Aviñón para establecer la Orden del Verbo Encarnado en esa ciudad. Cerca del día de la Concepción de Nuestra Señora, en 1639, escuché que yo era como Rebeca, porque tenía en posesión las puertas de mis enemigos. No ha llegado el momento en que dé sobre esto una explicación clara.
La noche de Navidad 1639, al ir a descansar en mi lecho antes de la misa de media noche, mi divino Amor no me dejó dormir, escuchando desde mi cama los maitines de los Franciscanos, ya que mi habitación daba a la calle, precisamente frente a su iglesia. Mi divino Enamorado deseaba con pasión conversar conmigo a través de las alabanzas que su bondad se complacía en darme, diciéndome: Tú eres mi Ruth y yo soy tu Booz; la confianza que has tenido en mí al escogerme, no permitiendo a tu espíritu desear a ningún otro, ha rebasado la misericordia inicial. Serás grande gracias a mi poder y mi generosidad. Aquel Richelieu que se quitó las sandalias para dejarla a otro te ha glorificado, por haberse cegado a sí mismo.
Queda, por tanto, satisfecha, mi querida Ruth. Sé grande y recibe, mediante mi inclinación, las palabras que fueron pronunciadas y destinadas a Ruth por todo el pueblo. Todos mis santos son testigos de que te he desposado, y les digo por ser mi pueblo: Testigos sois vosotros hoy (Rt_4_10). Ten la seguridad, hija mía, que ellos te dicen lo mismo: Somos testigos. Haga el Señor que la mujer que entra en tu casa sea como Raquel y como Lía, las dos que edificaron la casa de Israel; para que sea ejemplo de tu poder en Efratá, y seas famoso en Belén, etc. (Rt_4_11).
[938] Hija y esposa mía, nuestra Orden y nuestras Casas serán más admirables que las de Israel. Tú eres Raquel y Lía; tú tienes la contemplación y la acción, la belleza y la fecundidad. Yo te haré ejemplo de virtud en Efratá, es decir, en muchos frutos, pero debido a mi poder y no al tuyo. Te daré un nombre célebre no sólo en Belén, Casa del pan y de la abundancia, sino en mi Iglesia, que se extiende muy lejos. Has dado a luz sobre sus rodillas una generación santa: soy yo, el Verbo Encarnado, que soy su Hijo, al que produces de nuevo en el mundo. ¿Puedes creer, hija mía, que mi Padre mandó a los ángeles que me adorasen en esta segunda introducción, en la que se obra una extensión de mi encarnación? He querido trasladarte al reino de mi amor, que es la segunda sede, la primera legación, donde soy Señor temporal y espiritual. Te encontrabas bajo el dominio de las tinieblas, sujeta a aquel que rehusó reproducirme en su diócesis. No te aflijas por ello; aquí te resarciré de todo. Esta es mi Belén, mi Efratá y el lugar que es Casa del verdadero David, a la que te he traído, no valiéndome del poder de Augusto, sino bajo la protección de Urbano VIII, que fue el que concedió el Establecimiento de mi Orden, y para el que me pediste quince años más de vida, mismos que concedí a Ezequías. Me agrada acceder a tus peticiones. Pon atención y comprueba cuántos años vivirá desde 1639 hasta el día en que muera. Sabrás así que te escucho según la Escritura, que es mi código, mediante el cual te informas de mis designios favorables hacia ti. Alégrate, Hija de Sión, llénate de alegría, hija de Jerusalén, porque he nacido de nuevo en esta Casa.
Capítulo 135 - El Verbo Encarnado quiso ser precursor de san Juan, su predilecto, elevándolo con él hasta el seno del Padre, mediante una gracia singular que lo preservó de la corrupción.
[941] Águila divina, ¿cómo expresaré las claridades que el Verbo eterno te comunicó, si no obtienes de él este favor para tu hijita? Ella está incomparablemente agradecida a su bondad, por haberse dignado infundir sus radiantes luces en su entendimiento, diciéndole que él quiso ser tu precursor a la hora de la Cena, hora deseada con deseo inefable para ser delicia del divino Enamorado; hora en que su amor destinó y concedió a aquel mediante el cual el Padre hizo los siglos, el cual me dijo no haber sentido ninguna hora tan lejana, ni otra que le fuera más querida que aquella, por ser el término de los designios eternos de la bondad infinita de un Dios divinamente apasionado para comunicarse sustancialmente al Amado de su amor: el discípulo de la gracia y de los favores divinos por excelencia. San Juan Bautista fue escogido como precursor del Verbo Encarnado en la tierra, el cual quiso convertirse en precursor de Juan el evangelista en el cielo. Y esto no es todo: penetró de manera inefable en el seno paterno, del que jamás había salido, diciendo a su divino Padre: Me presento aquí como sacerdote eterno según el orden de Melquisedec, levantando mis ojos a ti, que eres adorado y contemplado claramente por los ángeles en el empíreo, para pedirte el favor que puedo conceder junto contigo a mi discípulo amado, al que establecí en mi oficio mediante una dignidad inefable, deseando que sea mi hermano y sucesor admirable. Muestra cómo me engendras desde la eternidad en el esplendor de los santos, antes del día de las criaturas. Así como yo soy tu Hijo por esencia, que él lo sea por adopción, no general, sino especial, recibiendo el favor de tocar al Verbo de vida y de conocer mi claridad en su origen fontanal [942]. Así como lo dejé reposar corporalmente en mi seno y en mi pecho abrasado, elévalo hasta el lugar en el que soy la única generación. Levanto mis ojos para arrebatarlo con la belleza de su resplandor. Deseo que le sirva de trono glorioso, más admirable que el carro de fuego que arrebató a Elías al paraíso terrenal. Se dice que las nubes son mis carrozas, que estoy sentado sobre los querubines y que vuelo sobre las alas de los vientos. Todos esos medios, aunque espaciosos, son meras figuras de Juan. Como mis ojos poseen la divinidad de Dios, están destinados a glorificar los cuerpos de los bienaventurados después de la resurrección general.
Juan goza de privilegios especiales en la tierra y en el cielo, porque desde este mundo contempló la gloria del reino, estando por adelantado en la del otro. A él pueden aplicarse estas palabras de David: No permitiste que Juan, tu predilecto, viera en su cuerpo virginal la corrupción que es común a los mortales. David deseó contemplar las delicias del Señor y visitar su templo; pero dicho favor estaba reservado al favorito de la ley de gracia, al aguilucho del corazón. David no era virgen; Juan era la virginidad misma. David se encontraba en las sombras y con frecuencia yació en las tinieblas de la muerte. Juan penetró en las claridades de la luz esencial, reposando en el seno del Verbo de vida, siendo espejo suyo y recibiendo a plomo las brillantes claridades de la generación eterna sin ser ofuscado por sus luces. Su entendimiento era enteramente radiante, participando divinamente en sus profundas claridades, que legó a la Iglesia con estas admirables palabras: En el principio existía el Verbo, y el Verbo estaba con Dios, y el Verbo era Dios (Jn_1_1); expresión que es un rayo divino que el Hijo del trueno nos participó, derramándola sobre nosotros a manera de lluvia sagrada. El amor todo lo hace amable. El preferido del Verbo se llama gracia, pero gracia de complacencia, que goza [943] en lo que emana de la bondad liberal de un Dios divinamente enamorado. El amor quiere serlo todo en el amor, porque el amor tiende a la unión; es decir, se complace en obrar la unidad mediante la transformación en Dios. La madre y el hijo semejan un solo ser mientras que ella lo lleva en sus entrañas; Juan, recostado en el pecho del Salvador, es casi una misma cosa con el Salvador, que lo porta y lo lleva en un divino éxtasis hasta la diestra de gloria, para manifestarle su nacimiento inefable, aun para los serafines, que temían bosquejar sus rayos en los labios del Profeta Isaías con el carbón encendido, que uno de ellos retiró valiéndose de las tenazas de la doble naturaleza de Jesucristo, el cual les dijo: ¿Y a quién enviaré? ¿Y quién irá de parte nuestra? (Is_6_8). Nada respondieron ellos, sabiendo que aquel oficio era demasiado alto para ellos; su conocimiento se redujo a exclamar cubriéndose los pies y el rostro: Santo, santo, santo, el Señor Dios de los ejércitos (Is_6_3). La tierra está llena de la majestad de su gloria, como nos lo asegura el profeta evangélico: El año de la muerte del rey Ozías vi al Señor sentado en un trono excelso y elevado, y sus haldas llenaban el templo. Unos serafines se mantenían erguidos por encima de él; cada uno tenía seis alas: con un par se cubrían la faz, con otro se cubrían los pies, y con el otro par aleteaban. Y se gritaban el uno al otro: Santo, santo, santo, el Señor Dios de los ejércitos, etc. (Is_6_1s). ¿Qué misión es ésta, Señor? Podría parecer que los espíritus seráficos habían preparado dignamente al más elocuente e iluminado de tus profetas, para proclamar el conocimiento del misterio augusto de tu Trinidad, y sin embargo éste debe cegar a los que dan luz sobre él, convirtiendo en ignorantes a los que él enseña, por temor a que lleguen a conocer tu deidad oculta, y a gozar de las dulzuras de tu amable visita, con anterioridad a la plenitud de los tiempos. Esto significa que deseas que dicha luz permanezca oculta al pueblo endurecido hasta que el águila real la hubiera contemplado en su origen, para hablar de ella augusta y claramente, como heraldo de tus maravillas, delegado de tu bondad y ministro de tus estados, explicando divinamente la generación adorable de aquel que nace en el [944] seno de su Padre, en el esplendor de los santos, que es principio, junto con su progenitor, del Espíritu Santo, que constituye la tercera persona de la incomprensible Trinidad, a la que los espíritus ardientes adoran estremecidos. Qué conciencia de existir por sí mismo. Si fueran capaces de sentir las debilidades del cuerpo humano, dirían que tiemblan de fiebre, y que el trisagio que cantan alternativamente es el castañeteo de sus dientes: Santo, santo, santo, el Señor Dios de los ejércitos, llena está toda la tierra de su gloria. Se conmovieron los quicios y los dinteles a la voz de los que clamaban, y la Casa se llenó de humo (Is_6_3s).
¿Acaso no es suficiente dicho humo para ofuscar estos misterios sin que los serafines lleven velos para ocultar su cabeza y sus pies? ¿Son tal vez incapaces de conocer la generación eterna del Verbo increado, que es comparado a la cabeza, porque sus velos abarcan la generación temporal del Verbo Encarnado, que representa los pies y los afectos de tu amorosa bondad sobre la naturaleza humana?
Este conocimiento y esta narración se reservó al discípulo amado, quien la aprendería del Verbo único que está en el seno del Padre, al que se concedió el favor de intuir la riqueza divina y visitar el templo de la divinidad. A él fue concedido y manifestado el don de Dios; a él se reveló el Verbo de vida, lo cual proclamó con toda audacia: Lo que existía desde el principio, lo que hemos oído, lo que hemos visto con nuestros ojos lo que contemplamos y tocaron nuestras manos acerca de la Palabra de vida, pues la Vida se manifestó, y nosotros la hemos visto y damos testimonio y os anunciamos la Vida eterna, que estaba vuelta hacia el Padre y que se nos manifestó (1Jn_1_1s).
Capitulo 136 - Protección amorosa mediante la cual Dios hace a un lado las angustias de la muerte, haciéndola amable porque libera al alma de las ataduras que la ligan al cuerpo, pues desea salir de él para unirse enteramente a Dios, que es su todo.
[945] Durante la octava de la ascensión, en 1640, mientras hacía ejercicios espirituales, vi una mano que tenía un corazón, pareciendo cuidarlo, sostenerlo y apretarlo como para exprimir de él algún licor, conservándolo, sin embargo, como una flor a la que impedía marchitarse.
Ese día medité en la muerte y comprendí, con esa visión, que los corazones de los justos están en la mano de Dios, y que la muerte no puede tocarlos. Como la muerte es sólo una privación, el alma no siente ni sufre por su causa, ya que recibe una forma más noble y una vida más excelente que la que deja, llegando a desear dicha privación, que la hace capaz de unirse en una más fuerte y más noble unión.
Por medio de la muerte, el alma se abisma en el torrente del ser divino en la bienaventuranza, separándose gustosa de su otra parte para dirigirse al todo, lo cual sucede cuando se encuentra enteramente unida a Dios, que es su todo y el mar de todo el ser, cifrando su mayor deleite en estar unida a Dios que a su cuerpo, porque el alma creada para Dios no encuentra paz ni reposo sino en Dios y no en el cuerpo, en el que se esfuerza y gime, lo cual no sucede con Dios, con el que es feliz. Fuera de él, no encuentra la verdadera alegría, subsistiendo realmente como un ser natural sin la unión sobrenatural de la gracia y de la gloria, y careciendo de la posesión de la dicha perfecta mientras se encuentra alejada del centro y del lugar de su reposo.
¿Por qué razón, en la Ascensión, se vio la tierra llena de gloria? Porque la humanidad santa [946] poseía la plenitud de su gloria, elevándose en magnificencia por encima de los cielos. El alma, que parece ser de la tierra mientras vive en su cuerpo, posee, al salir de él, la plenitud de la gloria de Dios; el cielo, que es la tierra de los vivos, la contempla en la plenitud de la gloria, que es la tierra de la vida gloriosa. Al Entrar en el empíreo, después de abandonar su cuerpo mortal, se une a Dios y goza de las delicias de la visión de la luz de la gloria.
Contempla entonces la divina humanidad que Dios preparó sobre los ríos y cimentó sobre los mares: Que él lo fundó sobre los mares, él lo asentó sobre los ríos (Sal_24_2). El mar es la esencia de Dios y origen de todo ser; los ríos son las personas distintas, cada una de las cuales posee íntegramente el mar del ser y de la naturaleza que les es común por identidad e indivisibilidad. Al subsistir en ellas mismas, conservan sus atributos personales, cuya admirable distinción extasía a los bienaventurados.
En la ribera de dichas aguas, según me dijo el Dios del amor, me había preparado diversas estaciones, para que encontrara en ellas mociones, altos, placeres y delicias inconcebibles. Sin embargo, para ser recibida en tan sagradas orillas, es necesario tener la inocencia de vida y la pureza de corazón que pidió David para subir al monte del Señor, la cual nos es concedida por los méritos del divino Salvador, quien añadió que la tierra nada produjo mientras estuvo cubierta por el abismo de las aguas, ni en cuanto estas aguas fueron separadas de ella, sino cuando fueron puestas o embebidas en su seno y se mezclaron con ella.
Comprendí de manera divina que las aguas fundamentan la tierra y la sostienen, porque le dan la fecundidad que no se atribuye sólo a la tierra y sólo a las aguas, sino a las dos mezcladas. Se me enseñó que en las aguas de la divinidad recibidas por la tierra de la humanidad, que en sí no tenía fecundidad alguna, apareció la maravilla adorable, porque dicha humanidad fue regada con el agua increada, la cual se unió a ella hipostáticamente, apoyándola con su naturaleza. En ese momento, dos naturalezas infinitamente alejadas se unieron en un mismo soporte, en el que se [947] dio la fecundidad.
La mía, que fue abandonada en medio de tanta aflicción, parecía no haber sido visitada por él en mucho tiempo, aunque los ángeles sabían que jamás estuve enteramente desamparada y comprendían el exceso de bondad que el Verbo Encarnado mostraba hacia mí.
A lo anterior siguió un ímpetu del corazón mientras que recibía yo el conocimiento del aprecio que es necesario tener por la sangre, ya que el camino de sangre es el más seguro, porque no puede uno extraviarse al seguirlo; la sangre de los mártires es germen de cristianos, y la sangre de Jesucristo engendra vírgenes, cuyo símbolo son las flores.
Observé el descenso del Verbo en la Encarnación, desvaneciéndome de amor ante su entrega, siendo sostenida por el poder del mismo Verbo. Contemplé el camino florido o floreciente mediante el cual Dios desciende a la criatura, y en cuyo curso la criatura sube hasta Dios. El alma hace las mismas subidas y bajadas: ella desciende de Dios a la criatura, y de ésta sube hasta Dios; y aunque su ojo no pueda penetrar el más allá, recibe de él una imagen proporcionada a su capacidad, yendo adelante en la admiración de la suavidad y dulzura de la divina bondad.
Vi el libro en que el amor de Jesucristo escribió con caracteres de misericordia, sin ver en él letras de justicia, salvo en la proporción en que pueden servir a la misericordia. Invité a todo mundo a acercarse a Jesucristo, para ser iluminados y recibir todo lo que le pidan.
Escuché cómo el divino Salvador, en sus visitas, instruye al alma, la purifica, la ilumina, mora en ella y se une a ella. El demonio, en cambio, la ensucia, la oscurece por medio de pecados frecuentes, la posee por obstinación, como observamos en la posesión de los cuerpos en que obra su maleficio, obsesión y posesión, que es la consumación de la desdicha. La posesión es el último infortunio del alma en su obstinación, y va siempre acompañada por el desamparo, así como la posesión de Dios va seguida de completa dicha y felicidad.
Capítulo 137 - La fortaleza de la santísima Virgen atrajo al Verbo eterno a la tierra, y las lágrimas de santa Mónica sacaron de los abismos de la tierra a su hijo Agustín, para convertirlo en holocausto de amor y elevarlo al cielo. Llegó a ser un ave fénix, un águila y torrente de sangre y leche, agosto de 1640.
[949] ¿Me atreveré a hablar del gran San Agustín, tan augusto y sublime en sus pensamientos, palabras y acciones? David pidió alas de paloma para volar y descansar, volando con ellas cuando deseaba elevarse a los conocimientos místicos que veía emparrados a través de las sombras de las dos leyes: la natural y la escrita.
Es necesario que pida alas y ojos de águila para seguir como aguilucho del corazón a esta gran águila, y para mirar fijamente a tan admirable sol, que lanzó tantos dardos radiantes como palabras pronunció, por las que llegó a ser tan ilustre. Poseyó la eminencia del amor divino y exclamó, [950] hablando del divino amor en su alma, que estaba colmada, es decir, sumergida en ese torrente de delicias que lo atraía más y más al profundo abismo de sus divinos entusiasmos.
Oh Dios, un deleite divino me lleva y me transporta en pos de ti y en ti, porque, En ti está la fuente de la vida (Sal_36_10), que es una fuente de luz, fuerte y viva, que ciega los ojos corporales e ilumina los espirituales. ¿Qué será entonces, cuando seamos liberados de los lastres de la tierra? ¿Veremos la luz en tu luz? (Sal_36_10). Su luz eres tú, gran Santo, o amar, o morir a sí mismo, o llegar hasta Cristo. Pero, ¿qué dices, hombre transformado en amor, por no llamarte el amor mismo? Da con amor y siente lo que digo; da deseando, da con hambre, da peregrinando en esta soledad y teniendo sed de la fuente de la verdadera patria; da de este modo y entenderás mis palabras. Si te hablo y permaneces frío, no sabrás lo que digo. Si soy una persona fría, no entenderé las palabras inflamadas que dices: pide para mí el amor engendrado, Santo Padre mío; tu hija suspira [951] por este amor, sostenida por el poder del desfallecimiento que dicho amor causa al corazón abrasado en él. Pide que desee con amor este amor que desea; tú eres el Padre del deseo. Quiero ser la hija del deseo. Vacía me de todo otro deseo, a fin de que tenga hambre del divino manjar y sed de la fuente de vida que se encuentra en la soledad para el alma peregrina, la cual no puede detenerse en este lugar, extraño a todos sus afectos, los cuales la guían hacia su verdadera patria, en la que se encuentra la fuente de las delicias eternas del Padre, del Hijo y del Espíritu Santo, en quien se detiene felizmente, porque él termina divinamente las divinas emanaciones y es lazo de unión en la Trinidad.
O amar: pido amar al que es infinitamente amable; pido seguir al que es el camino del entendimiento de su Padre y del seno de su Madre, en el que vino a nosotros y del que volvió al Padre, la cual ofreció sus sagradas entrañas al Verbo divino. Ellas serán benditas por toda la eternidad, por haber llevado al Hijo del eterno Padre.
O morir a sí mismo. [952] Pide que desista de estar en mí, para vivir con la humanidad divina, que deja su propio soporte, cediéndolo antes de tener la posesión de lo divino. Pido humillarme con María, la toda pura. Pido, queridísimo y amado Padre mío, eclipsarme contigo en cuanto la visión de tu tierra se coloque entre ti y el sol de la divinidad. Con ello quiero decir: cuando contemplas tu bajeza al lado de su grandeza, que te atraía por especial favor, haciéndote más humilde y enseñándote la dulzura y la humildad de corazón de Jesucristo.
O llegar hasta Cristo. Gran santo, ¿soy demasiado atrevida? ¿Es permitido a una mujer pedir tales favores? El Verbo Encarnado no exceptuó a nadie cuando dijo: Sean santos como yo soy santo, y perfectos como su Padre celestial es perfecto. Así como el Verbo vino a nosotros de una mujer, tú fuiste al Verbo por una mujer; siendo de su sexo, no perderé el corazón: Pero al llegar la plenitud de los tiempos, envió Dios a su Hijo, nacido de mujer, nacido bajo la ley, para rescatar a los que se hallaban bajo la ley, y para que recibiéramos la filiación adoptiva. (Ga_4_4s).
Cuando llegó la hora determinada por la divina [953] providencia, las lágrimas de Santa Mónica fueron aceptadas y Dios envió al Verbo por el Espíritu Santo, el cual apartó a Agustín de la ley de la esclavitud, reconociéndolo como hijo adoptivo. Desde que se sometió a la ley de su madre, y mediante esta sumisión, su ejemplo liberó a muchos de la ley del pecado. Por las lágrimas de Santa Mónica San Agustín obtuvo ser retirado de la ley de la esclavitud y reconocido como hijo adoptivo. Cuando él se sometió a la ley de su madre, por esta sumisión el siguió su ejemplo retirando a algunos de la ley del pecado
Dios muestra su fuerza en la debilidad y escogió lo débil para confundir el poder humano. Por ello eligió a una jovencita virgen para enviar a la tierra a Aquel que el cielo de los cielos no puede contener. Si María no hubiese hablado, el Verbo no se hubiera encarnado; si María no hubiese orado, los cielos no se hubieran abierto a Esteban cuando fue apedreado. Si Mónica no hubiese llorado, Agustín no habría recibido el bautismo, privando a la Iglesia de su persona.
Cuán grande es el poder de la mujer. María hizo descender al mismo Dios al decir: Fiat. María abre los cielos cuando levanta los ojos; María domina sobre el mismo Dios por ser su propio Hijo, cuyo dominio está sujeto con él a María por toda la eternidad, [954] por ser ella su Madre. El quiso obligarse a la ley que nos dio.
La incomparable María engendró al Verbo Encarnado, que no tiene par en el cielo y en la tierra, por ser Dios y hombre, unigénito de su Padre y el unigénito de su Madre.
Mónica dio a luz a Agustín, que es también incomparable y como un ave fénix rarísima, que derivó su nuevo nacimiento de la muerte del Salvador a través del bautismo la cual es agua de vida y fuego ardiente, del que nació San Agustín como un nuevo fénix, viviendo de la vida de Jesús, su amor, que es su peso. Allí donde va Jesús, va Agustín. El resucitó con Jesús y por Jesús, y a partir de ese día practicó en todo momento este consejo del apóstol: Así pues, si habéis resucitado con Cristo, buscad las cosas de arriba, donde está Cristo sentado a la diestra de Dios. Aspirad a las cosas de arriba, no a las de la tierra. Porque habéis muerto, y vuestra vida está escondida con Cristo en Dios. Cuando aparezca Cristo, vida vuestra, entonces también vosotros apareceréis gloriosos con él (Col_3_1s). Siempre se dejó llevar por el sentir de Jesucristo. Su corazón permaneció adherido al costado de Jesús. Jamás volvió a detenerse en la tierra, ni a amar las cosas perecederas. [955] Gustó y saboreó sin cesar las cosas divinas, como un fénix celestial y divino.
Su vida fue divina y sublime; sus escritos dan fe de ella. A la manera del águila, rebasó en su vuelo a los otros doctores en sus divinas contemplaciones. Después de San Juan, ¿quién habló mejor de la generación del divino Verbo, al que representó en la tierra con la santidad de su vida? ¿Qué enseñanzas no daría a la Iglesia, sea de los misterios de la divinidad, sea de los de la sagrada humanidad?
Era un águila que miraba fijamente al sol en el seno paterno, abrazando y estrechando ardientemente el cuerpo de Nuestro Señor Jesucristo, que era su presa en el seno materno. Exclama: Estando en medio de ustedes, no sé a quien volverme; no sabe a qué lado voltear: si al del Hijo, o al de la Madre. Quédate en medio, gran Santo: tienes al uno y a la otra en el seno materno. En él se encuentra el corazón filial, que es su amor; si contemplas al Verbo divino como Oriente, detente en él. El Verbo es el medio en la Trinidad; con él tendrás al Padre que lo engendra, y al Santo que él produce junto con el Padre. Olvida tu preocupación de comprender a la divinidad: ella te comprenderá a ti mismo. Eres demasiado pequeño para abarcar a la Madre y al Hijo; tu corazón no puede contener ambos torrentes: el de sangre y el de leche; piérdete en ellos enteramente.
Si alguna vez se te permite salir de ahí, que sea para invitarnos a beber en su delicioso curso, y para levantar nuestra cabeza. Hablo de un torrente, porque existe tal unión entre el Hijo y la Madre, que forman una sola corriente que tiene su origen en la inmensidad del mar: el Hijo por esencia y la Madre por participación o por gracia. No creas poder contener en tu entendimiento el mar que emanaba de la divinidad; es ella la que quiere contenerte, la que desea que mueras con una muerte más gloriosa que la de los ángeles. [956] No me refiero a los buenos; deja este deseo a Balaam, al ver la corrupción de Jacob. Se trata de la muerte de Jesucristo, a través de la fuerza del amor, que es la aguda saeta que dispara diestramente el arquero divino en medio de tu seno; al arrojarla, hiere tu corazón, no queriendo retirarla de él para atraer a sí el corazón hundido y derrotado que era su blanco. Por eso moriste de amor; al verte privado de tu propio corazón, fuiste privado de tu vida y por ello te digo con toda verdad: Porque habéis muerto, y vuestra vida está escondida con Cristo en Dios (Col_3_3).
Los bienaventurados pueden decir alguna cosa sobre la vida que llevas en la divinidad, en compañía de Jesucristo, al que contemplan a través del Verbo en el que vives y en el que te encuentras y te mueves, porque él es tu vida. El es tu movimiento, pero hacia los mortales y peregrinos de este mundo; es necesario que, en un profundo silencio, todos ellos adoren tu vida divina oculta en Dios con Jesucristo, que se reserva tu manifestación hasta el día en que mostrará su vida gloriosa, a la que la tuya se ha conformado y unido, por no decir que se trata de una misma vida. El apóstol tiene razón al decirnos que, a pesar de seguir viviendo en el mundo, no es él quien vive, sino Jesucristo quien vive en él.
Capítulo 138 - Tratado sobre las Ocho Bienaventuranzas, que fueron los temas de mis meditaciones en los primeros días de la Fiesta de Todos los Santos, después de mi regreso de Aviñón a Lyon, donde se requería urgentemente mi presencia a petición de las Hermanas de nuestra casa de la Congregación de la Orden del Verbo Encarnado, que acababa de fundar en dicha ciudad de Aviñón, noviembre de 1640
[957] Al descansar David, después del traslado del arca de la alianza a su ciudad, y de afirmar su vileza y bajeza ante los reproches que le hizo Micol, de haberse rebajado delante de sus criadas, pensó que el Dios que lo había modelado según su corazón merecía mucho más, ofreciéndose a construirle una casa según su pobreza. Tanto la idea como la preparación del pobre David, conmovieron el corazón de Dios.
Este corazón, que es tan pacífico como magnífico, se movió, por así decir, a redoblar su amor hacia David y los suyos por toda la eternidad, prometiendo que edificaría una casa para David y que daría su reino a su Hijo Salomón, asegurando que el fruto de su vientre se sentaría en el trono eterno.
Deseoso de que hubiera en paz interior y exterior, eligió a Salomón el pacífico para que le construyera esa casa, diciendo a [958] David que había derramado sangre, expresión que no era tanto para rehusar la oferta de David, sino para mostrar que deseaba cambiar el nombre de Señor de los ejércitos por el de rey pacífico. Escogió por ello a Salomón, príncipe de paz y delicado al decir de David su padre, quien dispuso de los bienes materiales de su pobreza, como él lo prometió, para corresponder al sentir que Dios tenía de él, recordándole su condición de pastor, de la que lo llamó para hacerlo guía de su pueblo y padre del Mesías, el Verbo Encarnado, que vino a morar en dicho templo en forma de nube, lo cual llenó de admiración a Salomón, que exclamó: Pero ¿quién será capaz de construirle una Casa, cuando los cielos y los cielos de los cielos no pueden contenerle? ¿Quién edificará una casa como ésta? (2Cro_2_6).
Verbo eterno, no discuto la credibilidad de que hayas querido morar con los hombres, porque te hiciste hombre, y hombre mortal, muriendo en verdad por la humanidad, después de morar con nosotros en forma visible. Creo que tu divinidad, con su plenitud, habitó y habita no sólo en el alma [959] que escogiste, sino en el cuerpo sagrado tomado de María Virgen, el cual se elevó hasta la diestra del Padre, cuyo resplandor eres, así como impronta de su sustancia e imagen de su bondad, teniendo en ti la Palabra de su poder. Si no supiera que tu bondad sobrepasa nuestro entendimiento, me preguntaría si es de creer que, estando glorioso a la derecha del poder divino, y habiendo penetrado los cielos para ser el más alto de ellos, vengas ahora a morar de nuevo en el templo que unas pobres mujeres desean edificar en su pobreza, pero confiadas en tu palabra, que es el fundamento de todas sus esperanzas. Verbo eterno, sabiduría amabilísima y omnipotente que procede de los labios del Altísimo, abarcando de un confín al otro y dispone de todas las cosas suave y fuertemente, ven a enseñarnos el camino de tu prudencia, que es contraria a la del mundo, el cual nos enseña que es necesario ser rico con bienes de la tierra para construir; y tú, verdad eterna, diles lo contrario, abriendo tu boca divina.
Primera bienaventuranza
[960] Bienaventurados los pobres de espíritu, porque de ellos es el Reino de los cielos, que no es otro que tú mismo. Cuando te plugo tomar nuestra carne humana, la privaste de subsistencia humana para darle la tuya divina, privándola de la nada, que le da la posesión del todo. Para imitarte, amor de nuestros corazones, renunciamos a todas las cosas y ofrecemos seguirte y cumplir tu voluntad. Haznos mujeres según tu corazón; haznos tu mismo corazón, porque es necesario que tengamos un corazón más grande que todos los mares del mundo y aun que todo lo creado, porque lo hiciste para ti y todo lo que no es tú mismo, es nada para él, si no está en ti para ofrecértelo en sacrificio, y la cosa en holocausto. Envía le tu llama, [961] que es tu espíritu divino; por su medio volará hasta el seno de tu Padre, templo eternal, donde contemplará el deleite divino adorando en espíritu y en verdad tus tres divinas personas y la agradable morada de una en la otra en unidad de esencia, a pesar de la diferencia de sus hipóstasis. Si todo el paraíso es para las pobres hijas del Verbo Encarnado, y si él, junto con el Padre y el Espíritu Santo es de ellas, ¿qué les faltará para edificar el templo que complace a Dios al grado de desear venir a morar en él con su gloria? En él ha fijado su mirada y su corazón.
Segunda bienaventuranza
Bienaventurados los mansos, porque ellos poseerán la tierra.
La mansedumbre posee a los hombres, que son tierra la palabra hombre viene de humanidad. Aquello que atrae a la inclinación, es agradable y amable cuando ésta no es mala, sino que se comporta según la voluntad divina, [962] extendiendo sus pies hasta Idumea. Esto significa que, aun los más obstinados, se detienen ante la bondad, la cual se posee a sí misma, ya que poco serviría ganarse a todos los hombres si el alma bondadosa no es dueña de su cuerpo y de sus pasiones, teniendo dominio sobre ellas.
Los mansos poseen el paraíso, que es el cielo empíreo. También disfrutan de Jesucristo, que es la tierra virgen y la tierra de los vivientes. El es su posesión su eterna heredad, porque vino para todos los mansos, corazones llenos de mansedumbre, y los bondadosos de la tierra.
Tercera bienaventuranza
Bienaventurados los que lloran, porque serán consolados.
Los culpables están siempre afligidos, y nadie está exento de culpa. ¿Cómo podemos reír? Mientras más permanecemos en el valle de lágrimas, alejados de nuestra verdadera patria, que es la Jerusalén celestial, ¿nos sentimos capaces de morar [963] junto al río de esta Babilonia, secos los ojos al recordar a Sión? Todas nuestras alegrías se cambian en suspiros; no más palabras: nuestra lengua se pega a nuestro paladar sin poder cantar los cánticos de gloria a Dios y de júbilo. ¿Acaso puede estar alegre el hijo alejado de su padre? Llorar es propio de los hijos. La Esposa, privada de la vista de su Esposo, es como la tórtola que gime incesantemente. La soledad le es más conveniente que la compañía, siendo el desierto abandonado de las criaturas su lugar ordinario. Dios, al verla sola, acude a consolarla y en su bondad, tan amable como caritativa, enjuga sus lágrimas, dándole a probar un anticipo de la gloria. Dicho avance le permite considerar el gran valor de lo que le espera, pensando: si la visita pasajera de mi amado es tan deliciosa, ¿cuál no será mi alegría cuando me invite a entrar con él en el gozo que posee por esencia y por los méritos de sus sufrimientos y [964] de las lágrimas de agua y de sangre que derramó por todos los poros de su cuerpo, ya que no se contentó con las de sus ojos que derramó con clamores incomparables que subieron hasta el Padre eterno, el cual no pudo rehusar la súplica que sus lágrimas le presentaban, al ver al Hombre-Dios llorar por los hombres? Dios lo escuchó a causa de su reverencia y de sus grandes méritos. Lloremos, queridísimas hijas, por todas las razones por las que debemos llorar en compañía de los santos, acompañando en especial al Santo de los santos en esta vida, para estar con él en la otra.
Cuarta bienaventuranza
Bienaventurados los que tienen hambre y sed de justicia, porque serán saciados.
El alma que está hambrienta y sedienta de justicia no puede durar en medio de las injusticias de la tierra. Al ver las ingratitudes de la humanidad hacia su Creador, siente un fuego que parece [965] quemar sus huesos y devorar sus entrañas, el cual procede del Altísimo. Ella desea su alimento en su elemento y desearía que todas las criaturas volvieran a su Creador, por el cual fueron hechas. Su ardor la lleva a suspirar día y noche con el mismo celo de la casa de Dios, que devora sus entrañas, expresando anhelos semejantes a los del profeta, que me alargaría demasiado en comentar; sus lágrimas son su pan de día y de noche, cuando todos sus pensamientos le preguntan: ¿Dónde está tu Dios? Ella tiene hambre y sed de este pan de vida y de la fuente de vida y de vigor.
Quinta bienaventuranza
Bienaventurados los misericordiosos, porque ellos alcanzarán misericordia.
Medité en que sin la misericordia no hubiéramos sido creadas, y que la misma misericordia quiso darnos a su Hijo, para que por su medio el Verbo divino se encarnara: La Misericordia y [966] la verdad se abrazan (Sal_85_10). El se ofreció a la muerte de la cruz, después de lo cual se quedó en el divino sacramento por misericordia. No contento con habernos dado la creación entera, se entregó a sí mismo, prometiendo que con él vendrían al alma el Padre y el Espíritu Santo, asegurando que un vaso de agua fresca dado en su nombre al más pequeño de los hombres sería recompensado por él. En suma, que todas las obras de misericordia corporales y espirituales, serían recompensadas por él, diciendo que Aquel que obra y enseña será grande en el reino de los cielos. Mis queridas hijas, obremos y enseñemos por amor a él, según nos lo manda y nos lo permita; seamos misericordiosas, compadezcamos a nuestros prójimos y, al contemplar a nuestro esposo invadido por el sufrimiento desde los días de su vida mortal hasta la dulzura de su gloria, detengámonos con él en el jardín de los olivos para unirnos a sus penosas angustias. [967] Dejemos a los mundanos la búsqueda de placeres en los jardines de la tierra; nuestra alegría perfecta tendrá lugar en el jardín celestial. Permanezcamos con nuestro esposo, que florece como un hermoso lirio entre espinas; de entre ellas será enviado al seno paterno, fuente de origen del Señor, que nos rociará desde el entorno de sus delicias, es decir, con el torrente de las delicias divinas y de la abundancia de su casa, experimentando que, por un pequeño acto de misericordia, recibiremos abundancia de ésta; por una acción temporal, una recompensa infinita que celebraremos con cánticos eternos.
Sexta bienaventuranza
Bienaventurados los limpios de corazón, porque ellos verán a Dios. Un corazón purificado de todas las cosas que no son Dios, se unirá a Dios inmediatamente en la luz divina. Los ojos de Dios están sobre los justos, complaciéndose en mirarlos; pero hay otra maravilla: los [968] ojos divinos serán los mismos ojos a través de los cuales los justos verán a Dios.
Al decir justos, me refiero a los puros de corazón, los cuales subirán el monte del Señor. Con esto quiero decir que serán elevados por los méritos de la humanidad santa unida a la hipóstasis del Verbo Encarnado, que es el más alto de los cielos, de manera que podemos decir con David: Tu justicia como los montes de Dios (Sal_36_6).Por haber merecido estar sentado a la diestra divina, todas sus acciones, palabras y pensamientos son teándricos, divinamente humanos y humanamente divinos; y tan elevados, que son como los montes de Dios. Como la persona de Jesucristo es divina y humana, es cabeza de los ángeles y de los hombres. Por haber tomado nuestra naturaleza, nos hizo consortes de la naturaleza divina en la Encarnación y al instituir el Santísimo Sacramento, permaneció unido a nosotros y nosotros a él. [969] Jesucristo es el heredero y nosotros coherederos con él. El nos adquirió la multitud de gracias que recibimos si permanecemos en él; esperamos las obras de justicia y por él somos justificados y purificados en el corazón, de manera que puede decirse al alma limpia y pura: Tu justicia como los montes de Dios (Sal_36_6). La pureza nos acerca a Dios y hace que quienes la poseen sean amigos del rey soberano. El alma de corazón puro sube de virtud en virtud, siendo iluminada de claridad en claridad, para contemplar a Dios a través de una luz de gracia y privilegio, hasta que lo contemple en la luz de la gloria y de la gracia, que no es vista por el ojo humano durante la vida mortal, porque el alma es incapaz de ello sin un milagro, ya que saldría del cuerpo a causa del fuerte atractivo que le haría experimentar de manera admirable.
Séptima bienaventuranza
Bienaventurados los que lloran, porque serán consolados
[970] Si un alma es misericordiosa, ¿cómo impedir que gima a causa de tantas miserias que se ven en este mundo, llamado valle de miserias o de lágrimas? No debe, por tanto, ignorar que tiene que llorar, porque esto es lo propio de los mortales: Lloremos, ojos míos, primeramente por mis miserias, en especial las mayores, que son mis pecados, ya que nuestro divino maestro nos dice que lloremos por nosotros y por nuestros hijos. Por nosotros, es decir, por nuestro amor propio, y por nuestros hijos que son las acciones del enemigo de nuestra perfección. A pesar de que jamás mostró preferencia por otro amor que el de su Padre eterno, y no realizó otra acción que las que obró su Padre adorable, el Hijo infinitamente amable lloró con lágrimas mezcladas de sangre. ¿Cómo imaginar, entonces, vernos libres de las lágrimas? Jamás se oyó decir que Nuestro Señor haya reído durante su vida mortal, y el dulce Salvador, al predecir lo que sus apóstoles debían hacer después de su Ascensión, les dijo: En verdad, en verdad os digo que lloraréis y os lamentaréis, y el mundo se alegrará. Estaréis tristes, pero vuestra tristeza se convertirá en gozo (Jn_16_20). La séptima bienaventuranza dice: Bienaventurados los que tienen hambre y sed de justicia, porque serán saciados. Después de nacer, los niños lloran y sienten, por naturaleza, necesidad de alimento. Si tuvieran uso de razón y de la lengua, pedirían el pecho. Ya dije en otra parte que las lágrimas son el agua del Espíritu Santo, a través o en las que Jesucristo, nuestro buen Maestro, dijo a Nicodemo que era necesario renacer: En verdad, en verdad te digo: [971] el que no nazca de lo alto (Jn_3_3). Cuando un alma ha llorado con lágrimas como las que ya aludí; cuando ha derramando por sus ojos su amor propio, desasiéndose de ella misma recibe la gracia del Espíritu Santo, que es sabiduría y fuego, debido a que el divino Espíritu es todo esto. Se encuentra, por ello, inflamada por el ardor del fuego que hizo brotar las aguas que llamaré humedad radical, pero espiritual. No hablaré del agua material, dejando esto a los médicos, ya que estas lágrimas avivan el fuego, el cual, a su vez, las produce o las excita, vaciando así el alma, tornándola famélica e indolente y moviéndola a clamar con el profeta coronado: Tiene mi alma sed de Dios, del Dios vivo (Sal_42_3). ¿Cuándo podré ir a ver su rostro? Mis lágrimas son mi pan de día y de noche, en tanto que mis potencias me dicen: ¿En dónde está tu Dios? Ellas me han provocado más hambre y sed de verlo, recordando que él es el pan que fortifica y el vino que alegra el corazón.
Al verme privada de él, mi alma se ha derretido y casi desvanecido de debilidad, porque sé que su Dios habita en sus admirables tabernáculos. Me siento impulsada, a causa de la participación que me ha concedido en la contemplación, a llegar a sus tabernáculos, a la casa de Dios: Haciendo resonar la acción de gracias, todas tus maravillas pregonando (Sal_26_7), con voz fuerte, que proclama y es musical. Me reanimé, diciendo a mi vez: ¿Por qué estás triste y por qué te turbas? Espera en tu Dios. A pesar de lo cual no dejaba de turbarme a mí misma con el recuerdo de los bienes que poseen los habitantes del cielo, no los del Jordán, ni del Hermón terrestre, sino del celestial y divino: la humanidad y la divinidad, que son [972] el pan y el vino que pueden alimentarme. Sin embargo, como me encontraba en el abismo del hambre y de la sed, el abismo de bondad me llamó a través de sus santas llagas, abriendo sus manos, que son las cataratas del cielo, y en el mismo instante todo lo que es del Altísimo, aun su río, me colmó a tal grado, que se derramó por encima de mi ser. Valor, alma mía, y todas mis queridas hermanas. Tengamos hambre y sed, y seremos saciadas; saquemos nuestros corazones y nuestros cuerpos de Egipto, y en la tierra de la santa religión Nuestro Señor hará caer el maná de mil bendiciones, si poseemos la justicia al menos en deseo; animémonos y cumplamos toda justicia, según lo que el divino Maestro dijo a San Juan: el que es justo, que se justifique más aún. El Salvador nos dio ejemplo al recibir el bautismo. Sabemos que él es el cordero sin mancha, el candor de la luz eterna y la figura de la sustancia de su Padre, como atestiguó la voz que se escuchó al ser bautizado. El nos enseña, por tanto, que mientras seamos peregrinos, tengamos siempre hambre de justicia. La justicia consiste en que Dios sea amado con un amor incomparable, y en que todas las criaturas le rindan honor y gloria. Abrevio este articulo, como hice con los que preceden, por recordar que traté estos mismos temas con todo detalle en 1628, obedeciendo los deseos de mi director, el R. P. Jacquinot de la Compañía de Jesús, y la orden de otros padres que, después de él, y en su ausencia, tuvieron la caridad de ocuparse de mi progreso en los caminos de la santidad.
Octava bienaventuranza
[973] Bienaventurados los que sufren persecución por causa de la justicia, porque de ellos es el reino de los cielos.
Ya dije que reservaba el báculo de Aarón para manifestar o declarar esta bienaventuranza. Se suele aludir a la vara para simbolizar el sufrimiento o la persecución, pero una persecución tolerada y sufrida por la justicia, lo cual es diferente, porque muchas personas sufren pero no por la justicia, sino a causa de sus injusticias, y aun para no llegar a ser justas. No son éstos los bienaventurados a los que se refiere Nuestro Señor, ya que dichos sufrimientos, que con frecuencia matan los cuerpos y dan muerte eterna a las almas, recaen en pecadores endurecidos en sus pecados, que se niegan rotundamente a enmendarse de ellos. Dejo esta clase de sufrimientos a fin de hablar de los que son meritorios y llenos de flores de esperanza en este mundo y de frutos de gozo en la otra vida, lo cual explica la vara florida que el sacerdote lleva en la mano. Seamos sacrificadoras, queridas Hermanas, mortifiquémonos todos los días de esta vida en cuerpo y espíritu, pero con un gran valor; no moriremos por ello. Si nos corrigiéramos o nos diéramos muerte a nosotras mismas con nuestras austeridades o penitencias, no pensaríamos que la mortificación es cruel. Pidamos al Espíritu de Dios que se apodere de nosotras, y una vez que lo tengamos, sepamos conservarlo. El nos hará encontrar la mortificación llena de miel para fortalecernos, como sucedió a Sansón en la boca del león [974] que lo atacó. Créanme, hermanas y queridísimas hijas mía s; el alma valerosa encuentra la dulzura allí donde las tímidas sólo ven amargura. Las primeras encuentran tanta dulzura en los actos de mortificación, que no desearían vivir sin ella. Santa Teresa solía decir: O padecer, o morir; y el gran San Ignacio mártir aseguró que deseaba ser trigo molido por los dientes de los leones, animándolos a desgarrarlo, añadiendo que en cuanto fuera su presa, los provocaría para que lo devoraran con toda crueldad. Amaba tanto el sufrimiento, que su amor estaba en la cruz y la cruz en su amor; de suerte que su amor estaba crucificado. Estaba tan enamorado del nombre de Jesús, que lo llevaba grabado sobre su corazón en letras de oro. En Él estaban su tesoro y su vida, porque el alma vive más en el objeto que ama, que en el cuerpo al que anima. Por ello puedo afirmar que vivía más en Dios que en él, lo mismo que el gran Apóstol, que decía: Estoy crucificado (Ga_2_19), y el resto de este pasaje, que expresa admirablemente el ardiente amor que el santo apóstol tenía por Jesucristo, su buen Maestro, del que San Ignacio estuvo no menos enamorado. Estémoslo también, mis queridas hermanas, y tanto más ardiente y constantemente porque él ha marcado el ser de nuestro amor con todo lo que el amoroso Salvador hizo y sufrió desde su Encarnación hasta su muerte en la cruz, en la que quiso ser elevado y expirar para manifestarnos el exceso de su amor por nosotras, animando así el nuestro a imitarlo y a demostrarle el que tenemos por él, devolviéndole la gratitud que debemos tener y conservar hasta nuestro postrer aliento. A esto las exhorto, mis queridísimas hermanas, y a trabajar sin descanso en la mortificación perfecta de todo lo que [975] vean como obstáculo a la santidad de su estado de religiosas e hijas de la santa Orden consagrada a honrar e imitar al Verbo Encarnado en las virtudes que practicó durante su permanencia en la tierra, en la que fue perseguido desde su nacimiento, pero en especial los últimos días de su vida. Es esto, mis queridas Hermanas, lo que debe mover nuestros corazones a estimar y amar todo lo que se llama sufrimiento, sea de cuerpo o de espíritu: persecuciones, injusticias, opresiones y dureza de parte de las criaturas, o lo que pueda parecer así, a los ojos de la razón o del amor propio, al que debemos combatir todos los días y a toda hora, a fin de que el puro amor de nuestro divino esposo, el Verbo Encarnado, sea el único en reinar en nuestros corazones, siendo en ellos el Señor absoluto, por estar en el reino que adquirió para él, en el que no desea ver rival que se lo dispute, aun en parte, porque es un rey celoso de su autoridad, que desea ser el único en reinar en él. Tratemos de no oponer obstáculo, y démosle continuas acciones de gracias por lo que se ha complacido en obrar en mí, valiéndose de mí, su indigna criatura, para el embellecimiento de su santa Orden, según sus promesas, en la ciudad de Aviñón, que es una segunda Roma, la cual brindó toda la acogida posible a este santo Instituto, que lo será también en la de Lyon en el tiempo designado por la divina sabiduría, la cual se complace en someter a una prolongada prueba la fidelidad de ustedes, en espera del cumplimiento de sus antiguas promesas, a fin de coronar su paciencia, de la que será eterna recompensa, y de todos sus sufrimientos, que serán bien galardonados.
Capítulo 139 - El Verbo Encarnado es el camino mediante el cual el Padre ha comunicado sus luces a los ángeles y a los hombres. Él vino en la Encarnación y volvió en ella a su Padre en la Ascensión. A él volverá llevando todo consigo, a fin de que Dios sea Todo en todos, diciembre de 1640.
[977] Verbo divino, te complaciste en elevar mi espíritu a las seis de la tarde del segundo domingo de Adviento, con motivo de estas palabras: ¿Eres tú el que ha de venir o debemos esperar a otro? (Lc_7_20), a fin de manifestarme que tú eres el que desciende eternamente al entendimiento de tu Eterno, e instruyéndome con amor al decirme: Corazón mío, elévate a mayor altura de la idea que tienes acerca de la verdadera profecía de mi precursor. Mira fijamente, como un águila real, y penetra en mi principio, que no es sobre todo mi Padre porque yo soy su Hijo; considera que él me dice contigo: Hijo mío, yo son principio del Espíritu Santo; tú eres el esplendor de mis perfecciones, de mi [978] entendimiento y de mi seno. Yo te engendré antes del día de las criaturas; eres la única generación de mi sustancia, que expresa toda mi gloria, mi bondad, mi belleza, toda mi santidad y mi eternidad. En tu compañía produzco al espíritu de amor, que nos une y termina con inmensidad.
El me dijo: ¿Eres tú el que ha de venir? No espero otro Hijo; en ti se encuentran todos mis gozos; tú llevas en su integridad la palabra de mi poder. Ah, cómo me deleito en la relación que tienes con migo, tu principio de origen. Te abrazo amorosamente en nuestro Espíritu común, al que espiramos digna y divinamente. Qué bien reposamos en este lazo que nos une santamente.
Tú eres sacerdote eterno según el orden de Melquisedec; es una condición jurada en nuestro trono divino, que no deseo recibir sacrificio alguno sino por ti, o en virtud de ti.
Me llamaré Dios de Abraham, Dios de Isaac, Dios de Jacob; pero tú estás por encima de ellos porque eres eterno, siendo un solo Dios [979] conmigo y con el Espíritu Santo. Tú eres el primer nacido de las criaturas; en ti, principio como yo y por ti, el primogénito de tus hermanos, creé los ángeles y la humanidad, el cielo y la tierra. Hablas con verdad en la Sabiduría, al decir que te poseí, etc. Siempre serás el primero en venir y el primer destinado y predestinado, en cuya predestinación destiné y predestiné a los ángeles y los hombres. Tú viniste antes de Adán, y al verlo solo entre las criaturas, dije que no era bueno que estuviera solo, que era necesario crear a la mujer, porque quise que por medio de María nacieras, fueras dado a la naturaleza humana y reparases las ruinas de los ángeles. Deseaba yo un sacrificio de alabanza y de justicia que me diera un honor de condigno, y que un sacerdote eterno trazara el círculo del cielo, de la tierra, de los aires y de los mares, tanto increados como creados. Te juro que eres el único sacerdote que mora en todos los espíritus angélicos, que te darán honor, y en medio de la humanidad, que te rendirá homenaje. [980] El cielo, la tierra y el infierno doblarán las rodillas delante de ti, confesando que eres digno de ser conmigo un mismo Dios y Señor de todos y en todos. Todo fue hecho por ti y para ti. Padre santo, tu Hijo te responde y te dice: Heme aquí, estoy dispuesto a ir personalmente a la tierra en la plenitud de los tiempos para tomar posesión de la naturaleza humana, tierra sacerdotal, y yo, que nada debo en mí, pagaré todo a todos para congregar todo en ti, Padre mío santísimo. Me santificaré por todos. Teniendo en forma de Dios sin causar menoscabo, y pudiendo igualarme a ti, deseo anonadarme y tomar la forma de servidor de todas las criaturas, forma con la que bajaré a las partes inferiores de la tierra, donde ofreceré un sacrificio a tu gloria, después de lo cual remontaré todo y pondré mi botín a tus pies, cumpliendo así estas palabras del apóstol de mi gloria: Cuando hayan sido sometidas a él [981] todas las cosas, entonces también el Hijo se someterá a Aquel que ha sometido a él todas las cosas, para que Dios sea todo en todo (1Co_15_27). En cuanto a mí, estimo como un triunfo glorioso el depender de su divina paternidad, porque mi Padre es merecedor de toda paternidad en el cielo y en la tierra; todos los hombres desean despojarse para ser revestidos; yo también estoy deseoso de revestirme para ser despojado. Deseo asumir los cuatro elementos; quiero manifestarme como Señor de todas las criaturas, para someterlas a mí, y en mí a mi Padre. Por eso juró que yo soy sacerdote eterno, y que soy el primero y el último en mi sacerdocio. Oh amor de mi corazón. Cuán admirable eres en tus venidas y al complacerte en que comunique lo que me has enseñado esta tarde. Lo diré, entonces, y repetiré cómo te vi en el seno paterno; tú eres el que ha venido eternamente. Te he visto entre los ángeles y los hombres como [982] la Palabra que los creó, dándoles la vida y el ser. Podría describir la primera carta de San Juan, pero sería demasiado prolija; es menester que me reduzca: Ciencia es misteriosa para mí, muy alta, no puedo alcanzarla (Sal_139_6). Como estos conocimientos se multiplican, me siento incapaz de describirlos a causa de su abundancia. Soy una niña, no sé hablar. Verbo divino, habla, di lo que deseas que yo escriba; fortaléceme, lleva mi mano derecha, conduce mi pluma para describir lo que tú llamas tu gloria, que compartes conmigo y me manifiestas; en ella me he saciado. Lo que es tuyo es mío; sería muy miserable si no deseara estar contigo, porque todo lo que no eres tú es nada y pecado para mí. Cómo siento verlo reinar entre los hombres y los ángeles réprobos. Pecado abominable, cuán horrible eres.
Te veo, por tanto, venir entre los ángeles de la gloria para concederla y confirmarla; y entre los condenados porque estás en ellos por justicia, que es una virtud extraña, por ser una obra ajena a tu bondad. [983] Viniste a estar entre los hombres en Adán y Eva, mostrando tu inclinación natural de comunicarte divinamente mediante la unión hipostática al decir que no era bueno que el hombre estuviera solo. Dijiste que todo era bueno después de la creación de todas las cosas, pero observo que, antes de haber creado al hombre y a la mujer, no dijiste: Muy bueno, si no fue para hablar de crearlo a tu imagen y semejanza. Amor mío, ¿qué quiso decir Moisés al repetir tantas veces: Dios creó al hombre a su imagen y semejanza, hombre y mujer? Después dice: Hágase. Que me perdone si quiere; le era difícil describir la creación del hombre y los designios que tuviste al crearlo.
San Pablo aprendió secretos que no pudo decir a los hombres. Oh enamorado de la humanidad. ¿Quién puede hablar del amor que tienes por ellos, sino tú mismo? Los serafines se admiran; no pueden comprender el amor que tienes a la humanidad.
[984] A ellos está velado el comienzo sin comienzo y el fin sin final de los pensamientos que tienes hacia la humanidad; velan la cabeza y los pies de tu majestad porque no les corresponde conocer los caminos de tus divinos secretos, ni los que llevas a cabo, que son tus pies. Te dices a ti mismo con admiración: Tanto amó Dios al mundo (Jn_3_16), sin ignorar cómo haría falta expresarlo. Perdóname, amor mío, me pierdo en todos mis devaneos y no sé dónde estaría si no estuvieras siempre conmigo, acudiendo en mi auxilio para conducirme; por ello debo servirme de la palabra de Moisés: Así pues, por tanto, diciendo que tú eres el primer venido en todo, siendo el último en permanecer. Si no me alcanzas, no puedo alcanzarte, por no decir comprenderte. Oh sabiduría que abarca de un extremo al otro, dispón todo según tu placer. Ven, amor mío, a enseñarme el camino de la prudencia. Veo, sin embargo, que ella me dice que hable como pueda de tus venidas entre los patriarcas: Abraham, Isaac, Jacob, etc. Todas son admirables: en Abraham, por la fe; en [985] Isaac, por obediencia; en Jacob, por amor, y en todos tus patriarcas y profetas, mediante maravillas para cuya descripción necesitaría siglos, y aunque los tuviera, cuán poco diría acerca de ellas.
Tú viniste a María, tu Madre, en la plenitud de los tiempos. Por eso digo con Isaías: Y de su generación, ¿quién se preocupa? (Is_53_8). El ángel Gabriel no tuvo una retórica apropiada para declarar esta venida a la Señora que lo recibió, dejando todo al Espíritu Santo. La misma Virgen, después de engendrar la palabra que había nacido en ella, como dijo el ángel a José para asegurarle su fiel virginidad: Lo engendrado en ella es del Espíritu Santo (Mt_1_25), parece no poder hablar dignamente de ella. La Virgen permanece en la admiración después de que Jesús nació de ella, ponderando todo en su corazón, y meditando lo que no puede expresar con palabras. Ella piensa en el Verbo Encarnado, que es su corazón, hablando con él desde el corazón. Se comunica con José, su amable esposo, pero de [986] corazón a corazón y no de boca a boca, porque no pueden hablar. Perdóname, Verbo Encarnado, esperan que tú les des la palabra, y tú mismo estás mudo, o aparentas estarlo. ¿Qué decir, pues, en mi ignorancia? Haré como los rústicos pastores, no temiendo ser grosera. Como me animas en mi tosquedad, te alabaré y bendeciré a mi manera, porque me pides que haga lo que pueda.
Te digo que eres el que ha venido: el único de tu Padre, de tu Madre; el único Mediador de los hombres, el único de mi corazón, el primero y el último; el único en tomar nuestra naturaleza y en devolver todo a tu Padre en tu persona, en el día de la Ascensión, en que le ofreciste las primicias de los que dormía n, a los que despertaste, en espera del despertar definitivo en el que todo será congregado en ti, y en ti a tu Padre, del que viniste y vienes siempre a nosotros, a fin de que por ti vayamos a él. Sé, pues, bienvenido para transformarme en ti. Mi gloria consiste en saberte glorioso con el Padre y el Espíritu Santo.
Capítulo 140 - Poderosa atracción de Dios hacia María, la deseada de los collados eternos. Maravillas de la Encarnación en sus entrañas virginales.
[987] Esta noche, no pudiendo dormir, detuve mi pensamiento en el don que el divino Padre nos hizo de su Hijo a través de María, que fue digna de atraer a la tierra al que sólo habitaba en los cielos, en las fortalezas de su luz inaccesible a las criaturas. Mientras meditaba en este favor divino concedido a nuestra naturaleza, admirándome de tanta bondad, escuché que este misterio era una dulzura suavísima para aquellos a quienes la divina unción deseaba enseñarlo, porque ella lo infundía, derramando en el entendimiento un bálsamo de excelentes claridades que permiten ver sin ojos escuchar sin oídos propios y sentir sin los sentidos corporales lo que el ojo visible no puede ver, ni los oídos materiales oír, ni el corazón del hombre aprender cuando está apegado a la tierra.
Hija, ¿quieres saber la diversidad de conocimientos que reciben los hombres sobre mis misterios cuando sólo yo los instruyo? Yo hago caer una lluvia de copiosas luces que es como aceite encendido, el cual unge con grande suavidad y dulzura el entendimiento y la voluntad. Cuando esto sucede, el espíritu conoce maravillas y la voluntad, abrasada, produce llamas. Cuando la persona que goza de estos favores toma la palabra, su interlocutor no puede sustraerse a su calor divino. Los que tratan del espíritu sin esta unción obran como los herreros en sus hornos: Meten el hierro de sus conceptos en el fuego de sus buenos deseos, y después, cuando los han pensado y repensado suficientemente, llegan a una conclusión que les parece adecuada para explicar lo que han concebido y golpeado con el martillo de sus sentimientos en el yunque de una férrea conclusión, que no va en contra [988] de la razón ni de la fe, pero que no es la apropiada para ganarse los corazones. Hija, tú que has recibido esta unción, habla del diluvio del amor, en el que los montes más elevados descendieron hasta la Virgen para divinizarla. El profeta Ageo, hablando del Verbo Encarnado, dice: Dentro de muy poco tiempo sacudiré yo los cielos y la tierra, el mar y el suelo firme, sacudiré todas las naciones; vendrán entonces los tesoros de todas las naciones (Ag_2_6).Dios agitó a las criaturas para que pidieran la venida del Verbo a la tierra. No creo equivocarme al afirmar que el mismo Inmutable se conmovió para desear la venida de María, que es la esperada de las colinas eternas, aplicando a la Virgen estas palabras: Iluminas admirablemente desde los montes eternos; se turban los ignorantes de corazón (Sal_75_5s). La Trinidad no podía desear la venida del Verbo porque las personas están una dentro de la otra y son inseparables, aunque distintas. El Verbo, siendo la segunda, emana en el entendimiento y del entendimiento del Padre, para producir con él la tercera, que es el Espíritu Santo, término de su única voluntad interior, y fin de todas las emanaciones internas. En estas tres personas se encuentra la suficiencia divina; Dios se basta a sí mismo, siempre en sí mismo, porque es todo interior; Dios no puede crecer ni decrecer porque es un ser perfecto y un puro acto de sí y en sí, que posee la bienaventuranza en plenitud, la cual no puede sufrir por el deseo de cosas que podrían representar un acrecentamiento de su propia felicidad. Para hablar según nuestra manera de entender, me refiero a que la bondad divina quiso compartir su dicha sin dividirla, por ser, naturalmente indivisible, aunque su bondad, en sí misma, tiende a comunicarse, con los ángeles del empíreo, los cuales, en cuanto fueron creados y confirmados en gracia, obtuvieron la posesión de la gloria. Destinaba también a los hombres a gozar de ella en compañía de los ángeles, si éstos no se hubiesen hecho culpables sin ser obligados a morir; pero lo que pareció impedir al Dios inmutable a fulminar la sentencia de que su espíritu no moraría en el hombre por ser de carne, conmovió sus entrañas de misericordia para enviarnos al oriente desde lo alto. Las entrañas del Padre se conmovieron permítaseme la expresión no sólo de compasión, sino de afecto y compasión hacia los pecadores, después de haberse estremecido con amorosa [989] pasión por la Santa Virgen; amor que apremió al Padre a enviar a su Hijo por obra del Espíritu Santo, el cual quiso venir en persona sobre María para realizar su obra adorable. Dios no se contentó con sacudir el cielo y la tierra, enviando un respetuoso ángel a la Virgen. Cuando éste vio su turbación, le dio la seguridad de las más selectas gracias del Dios de los dioses, y de su elección a la divina maternidad. Al ser preguntado por ella de qué manera se obraría en ella este misterio, el ángel aludió al Espíritu Santo, diciendo: El Espíritu Santo descenderá en ti y el poder del Altísimo te cubrirá con su sombra; y lo que nacerá en ti y de ti será llamado Hijo de Dios. Señora, no tengo la misión de explicarte algo que me es inefable; la Trinidad hará en ti maravillas inauditas; el Espíritu Santo, que con el Padre y el Hijo es inmutable y está en todas partes como las otras dos personas, descenderá hasta ti para llevar a cabo esta obra. El poder del Altísimo desplegará las cortinas de su poderosa protección en tanto que el objeto divino de tu amor te convertirá en Madre por medio de una fuerza generativa. Sentirás entonces, de manera divina, cómo el objeto acciona el poder y llegarás a ser Madre del Verbo Encarnado. El Espíritu Santo hará el oficio de esposo; tú serás la potencia reducida al acto por este esposo sagrado, que formará de tu sustancia, en un instante, un cuerpo perfectísimo, al que se infundirá el alma también en el mismo instante. Serás Madre del Dios vivo, que te protegerá; el Verbo Encarnado será el término de esta operación, que finalizará en la unión hipostática. Dios se hace hombre y el hombre, Dios en una generación que es inenarrable ante las meras criaturas. Serás capas de sentirla, pero ignoro si podrás hablar de ella, porque la virtud del Altísimo desea darte su sombra, introduciéndote en la penumbra en tanto que la luz eterna se reviste de tu carne virginal y que el Espíritu Santo produce en ti y de ti al Hombre-Oriente, que se encierra naciendo de una Madre en el tiempo, así como nace de un Padre en la eternidad, en el esplendor de los santos y antes del día de la creación. Si el Espíritu Santo no estuviera satisfecho de ser el término de las producciones interiores, se arrobaría por haber obrado en ti esta maravillosa operación, que es una semejanza de la generación eterna, en la medida en que ésta puede darse: el que es Hijo de un Padre que jamás conoció mujer, es Hijo de una Madre que jamás conoció ni conocerá hombre alguno, concibiendo un hombre que es Dios. Se la cubre de sombra para realzar la belleza de este cuadro divino y humano, y para velar el pudor de la Virgen, a pesar de que todo en este misterio sucede virginal y divinamente. Dios tiene el vivo deseo de rodear con su sombra este tálamo nupcial, porque los ojos creados son demasiado débiles para contemplar el brillo deslumbrador de aquel que es [990] llamado luz de luz y Dios de Dios, el cual no tuvo horror a las entrañas virginales, que son más puras que los tronos, más brillantes que los querubines y más ardientes que los serafines; todos los espíritus celestes se avergüenzan de su fealdad al contemplar la belleza de su Reina, de la que está tan prendado el Rey de reyes. A ella se refirió el real profeta en el epitalamio divino: Escucha, Hija mía, y mira; inclina tu oído, olvida tu pueblo y la casa de tu padre; todo esto es nada comparado con la belleza que Dios puso en ti cuando te escogió como Hija, Madre y Esposa. Es ésta la belleza que él ambiciona, porque contempla en ti la imagen de su bondad, el resplandor de su gloria, la impronta de su sustancia, el espejo sin mancha de la majestad eterna que es tu Hijo y el suyo. El es verdadero Padre en la eternidad, y tú, verdadera Madre en el tiempo; si él te sobrepasa por ser Padre sin principio, cuya paternidad es co-eterna a su ser, tú tienes esta ventaja; sin rebasarlo en tu dignidad, das órdenes a aquel que es su igual sin disminuir su gloria, la cual brilla admirablemente en su obediencia, por tener la forma de Dios sin causarle detrimento. El puede igualarse al divino Padre y alegrarse al estar sujeto a su Madre, anonadándose por su propia elección para humillarse en presencia de tan admirable Madre, que lo somete a su divino Padre. Es ésta una invención del Espíritu Santo, el amor del Padre y del Hijo, quien quiso, por toda una infinitud, presentar al Padre en nuestra humanidad la generación eterna de su segunda paternidad, brindándole el deleite de tener un Hijo común por indivisibilidad con María. ¿Tengo o no razón al decir que María era la deseada de los collados eternos? Las tres divinas personas la conocían de manera eminente, iluminándola con su maravillosa claridad, que ofusca no sólo los ojos legañosos, sino que obliga a los ángeles del coro más alto a velarse los pies y el rostro al contemplar a la divinidad en su trono de gloria, la cual le decía con un amor inmenso, antes de que ella fuera conocida: Ven, electa mía, anhelo poner en ti mi trono porque deseo la belleza que te daré; si no puedo extenderme al exterior, donde me encuentro porque todo lo lleno, saldré de mí para entrar en ti por amor. Bien mío, tómame a mí, que soy inmenso; tú me señalarás términos que el amor no traspasará; yo soy el centro que está en todas partes, cuya circunferencia no se encuentra en ningún lugar. El cielo de los cielos no sabe comprenderme y tú has recibido al Verbo en tus entrañas virginales; se ha hecho el Verbo humanado. En su compañía ocultamos una inmensidad adorable en tu seno. Eres huerto cerrado y fuente escondida a todas las criaturas, que carecen de las luces y la sabiduría necesarias para ver y conocer las maravillas que se obran en ti: un Dios hecho hombre y un hombre convertido en Dios desde el primer instante de su concepción en tu seno virginal. Que todas las criaturas exclamen: ¡Oh admirable misterio!.
Capítulo 141 - Comunicaciones de la divinidad y de la santa humanidad que se conceden al alma, convirtiéndola en paloma y en águila por ardor y por resplandor, 6 de abril de 1641.
[991] El 6 de abril, durante mi oración, vi una paloma que llevaba su nido hasta las nubes, en las que fue repentinamente transformada en águila real, que miraba fijamente al sol.
Mi divino amor me dijo que él me había dado estas dos cualidades: la de águila, por la sutilidad de la contemplación; y la de paloma, por la inocencia y el amor. Añadió que, a la manera del águila, elevaba mi vista hasta el sol de la divinidad y, como la paloma, reposaba en el agujero de la piedra de la humanidad. Los sublimes conocimientos de las claridades adorables que su bondad me comunicaba, me permitían reconocer al aguilucho del corazón divino, cuyo fuego ardía en mi pecho, moviéndome amorosamente a desear a mi amado y a [992] tomar por obediencia las bebidas y otros remedios refrescantes que se me prescriben para moderar en mi pecho el calor del fuego que me abrasa.
Al poseer a mi querido Amor, deseaba poseerlo más y más; deseo que, lejos de causarme inquietud alguna, me produce un amoroso deleite que puedo experimentar, mas no expresar, por ser un ensayo de lo que los bienaventurados viven plenamente en la gloria.
Mi divino Amor me alojó en sus llagas cual paloma en los agujeros de la piedra, en las que reposo amándole, y le amo reposando en ellas. El amor en estos habitáculos es indeciblemente tranquilo y delicioso; son como una navecilla en tiempo de guerra, que será poseída en la eternidad de paz por quienes hayan sabido amar con toda fidelidad.
Capítulo 142 - El Verbo Encarnado transfigurado me aseguró que de su amable rostro y de sus amorosos ojos procedía mi juicio favorable, enseñándome dulcemente que él obra en todo con bondad y justicia, 6 de agosto de 1641.
[993] Esta mañana, día de la Transfiguración, al adorar al Verbo Encarnado entre las manos del sacerdote que venía a darme la comunión, mi alma se vio adornada de una viva fe, y el divino amor me atrajo dulcemente a la amorosa confianza en su bondad, que se complacía en que me acercase a él para contemplar las bellezas de su rostro radiante, diciéndome: David, mi muy amado, tuvo razón al decirme: mas yo, en la justicia, contemplaré tu rostro (Sal_17_15). Hija, te he dicho con frecuencia que te amo, y que te concedo y te concederé favores como a David. De mi rostro admirable y de mis ojos llenos de amor procede tu juicio; mi faz es un sol de bondad hacia ti; mis ojos divinamente amorosos, te hacen un signo benéfico; no temas, corazón mío, acercarte a mí, a pesar de considerarte tan indigna de mis favores a causa de tus imperfecciones, que te hacen vacilar.
No me sorprenden tus reacciones; eres un cielo cristalino que palpita siempre ante el temor de tus faltas; tus diversos movimientos hacen pensar de diversas maneras a quienes los observan, pero ellos no te juzgan porque yo impido y detengo sus juicios, suspendiéndolos a través de una secreta providencia, a la que ignoran; providencia que no ha juzgado conveniente confirmarte en gloria en el empíreo, donde no sufrirías más, ni mantenerte en la tierra en un firmamento de constancia sin tropiezo. Tus caídas son ocasión de gloria para mí porque te revelan lo que eres en ti, manteniéndote en un sentimiento de confusión y de gran desprecio de ti misma, considerándote la peor de todas mis criaturas y la más obligada hacia mi misericordia. Tengo compasión de tus miserias; de las tinieblas hago surgir la luz [994] resplandeciente, realizando en ti las palabras de mi apóstol: pues el mismo Dios que dijo de las tinieblas brille la luz, ha hecho brillar la luz en nuestros corazones, para irradiar el conocimiento de la gloria de Dios que está en la faz de cristo; tu propia experiencia te permite saber que estas otras palabras también tienen lugar en ti: pero llevamos este tesoro en recipientes de barro para que aparezca que una fuerza tan extraordinaria es de Dios y no de nosotros (2Co_4_6s).
¿Qué esposa hay más frágil que tú, en las ocasiones en que manifiesto a los ángeles y aun a los hombres, la fuerza y la sublimidad de mi divino poder, que obra tantas y diversas maravillas en ti, mi amada, porque soy bueno y me complazco en comunicarte mis gracias y favores? Mi amor se complace, es decir, anhela, que te acerques a mí para recibirme; ven, electa mía, con esa confianza tuya que tanto me agrada. Deseo poner en ti mi trono; dispón tu espíritu a recibir mi gloria, y que tu entendimiento sea el cristal donde deseo producir la luminosidad de mi faz adorable, a fin de que tu rostro y tu ser se transformen en el mío, y que mi transfiguración se obre en ti, mi queridísima esposa.
No te considero en tu pobreza sino para elevarte en mis grandezas; tu suficiencia procede de mí, y no de ti; recuerda las palabras del mismo apóstol, ya citado, que es mi vaso de elección y de amor, en el tercer capítulo de su carta a los Corintios: Evidentemente sois nuestra carta, escrita en nuestros corazones, escrita no con tinta, sino con el Espíritu del Dios vivo; no en tablas de piedra, sino en tablas de carne, en los corazones (2Co_3_3).
Hija, aunque no tengas el carácter del sacerdocio, porque tu sexo no lo recibe, puedes conocer que te he agraciado con grandes favores y privilegios, haciéndote capaz de tratar sobre los misterios divinos con tanta claridad, que aun los más doctos se ven obligados a reconocer que eres enseñada por Dios, el cual te da su Espíritu para explicar místicamente la santa Escritura. Sin la unción y la auténtica iluminación de dicho Espíritu, serías incapaz de hablar como lo haces: Pues la letra mata mas el Espíritu da vida (2Co_3_6).
Contempla, pues, mi toda mía, la belleza de mi rostro, rostro, que irradia casi continuamente sobre ti, aun cuando crees [995] estar en tinieblas y en abandonos, como te ha sucedido durante algunos días, tanto porque no acudías a mí con tu confianza ordinaria, como debido a tus indisposiciones y a un secreto designio que mi sabia providencia permite y ordena. No siempre doy a conocer las razones que tengo para mortificar o vivificar, por no estar obligado a dar cuenta de mis designios ni de mis permisiones. Como Creador y Señor universal, hago lo que quiero en el cielo y en la tierra.
Observa cómo traté a San Pedro. El me confesó Hijo del Dios vivo, y yo lo llamé bienaventurado por haber aprendido esta verdad, no de la carne ni de la sangre, sino de mi Padre celestial. En cuanto le hablé de mis humillaciones, de mis tormentos y de mi muerte, después de lo cual predije mi resurrección, dicho apóstol resintió naturalmente el desprecio y la muerte: Lejos de ti, Señor. De ningún modo te sucederá eso (Mt_16_22). Yo me volví hacia él como rostro indignado: Quítate de mi vista, Satanás. Escándalo eres para mí, porque tus pensamientos no son los de Dios, sino los de los hombres (Mt_16_23). Después, dirigiéndome a todos mis discípulos, les dije que para venir en pos de mí era necesario cargar con la cruz y perder su alma en este mundo para encontrarla en la vida eterna, despreciando todo lo que es de esta vida, lo cual los abatiría y les causaría confusión y tinieblas. Después de estas palabras de pena y desconcierto, les dije: Yo os aseguro: entre los aquí presentes hay algunos que no gustarán la muerte hasta que vean al Hijo del hombre venir en su Reino (Mt_16_28). Observa, hija, el capítulo siguiente: Seis días después, toma Jesús consigo a Pedro, a Santiago y a su hermano Juan, y los lleva aparte, a un monte alto. Y se transfiguró delante de ellos; su rostro se puso brillante como el sol y sus vestidos se volvieron blancos como la nieve (Mt_17_1).
Al cabo de seis días tomé a tres de mis apóstoles, de los que Pedro, al que había llamado Satán, era el primero. Deseaba mostrarles mi gloriosa transfiguración, en la que mi rostro apareció como el sol, y mis hábitos como la nieve. Moisés y Elías se encontraron allí, y, sabiendo cuánto amaba a la humanidad, hablaron del exceso de amor que deseaba yo manifestar en Jerusalén, entregándome a ellos tanto en el Cenáculo, mediante la institución del Santísimo Sacramento, como por mi pasión, a la que seguiría la muerte sangrienta de la que se avergonzaría el sol, escondiendo su luz en pleno día. [996] Considera mi comportamiento hacia los míos mientras estuve visible en la tierra: les hablé de tinieblas, confusión y muerte, para darles poco después la esperanza de la luz, el honor y la vida eterna.
Si hago lo mismo contigo, ¿qué podrá atemorizarte o desanimarte? Te he dejado en las tinieblas por justicia; ahora te llamo a la luz por misericordia. Fíjate en la confianza de San Pedro y cómo olvidó mis disgustos; al ver mi rostro glorioso, se transportó a tal grado ante su objeto amoroso, que pareció interrumpir mi conversación con Moisés y Elías, para decir: Señor, es bueno que nos quedemos aquí. Si tú lo quieres, haremos tres tabernáculos: el primero para ti, el segundo para Moisés y el tercero para Elías. Ignoraba él lo que decía en este transporte de alegría, por ser incapaz de comprender mi cruz, la cual me humillaba y me hacía despreciable según el sentir humano. Sin embargo, mi Padre celestial y el Espíritu Santo, de una manera divina, impusieron silencio al apóstol, velándole mi luminosidad al mismo tiempo: Todavía estaba hablando, cuando una nube luminosa los cubrió con su sombra y de la nube salía una voz que decía: Este es mi Hijo amado, en quien me complazco; escuchadle (Mt_17_5).
Pedro, no te detengas en esta montaña para gozar de la gloria de la tierra. Escucha: él habla de la confusión; no pienses llegar a poseer el gozo de esta luz hasta no haber experimentado la necesidad de pasar por las tinieblas de la Pasión, en la que mostrarás tus debilidades, y hasta no haber probado tanto el sufrimiento como el deleite. No por esto serás exento de ellos, porque serás crucificado a su debido tiempo. Mientras eres joven, vas a donde quieres, según la carne; cuando seas anciano, irás donde la carne no lo quiera: tu espíritu, más perfecto en ese tiempo que ahora, será dirigido por el Espíritu Santo de tu Maestro e impulsado por su amor, que te moverá a extender los brazos. El te abatirá y te hará amar la cruz que ahora rechazas. No sabes lo que dices; puede perdonársete en tu transporte de alegría.
Hija, puedes comprender que el camino de San Pedro es también el tuyo, y que te concedo grandes gracias al hacerte pasar por todo. Sabes que tu confianza me complace y, a pesar de tus debilidades, no dejo de tejer grandes designios sobre ti para destinarte a grandes cosas. Te favorezco con mis resplandores; deseo que me contemples en mi [997] belleza y me ames en mi bondad, que se inclina hasta ti por amor. Te hago ascender de claridad en claridad hasta que seas transformada en mi espíritu. Eres el Tabor sobre el que manifiesto mi gloria. Mírame, no deseo que haya un velo entre tú y yo. Convierte tu afecto y tu intención a mi inclinación, que consiste en que admires y ames la belleza de mi rostro, al que hago irradiar sobre ti. David, de quien ya te hablé, siempre lo buscó y, si lo perdía de vista, me rogaba inclinara los cielos a fin de contemplar en la tierra sus destellos. Solía exclamar: Dice de ti mi corazón: Busca su rostro. Sí, Señor, tu rostro busco: No me ocultes tu rostro; y lo que te digo poco antes: Mas yo, en la justicia, contemplaré tu rostro (Sal_17_15). Leía en mi rostro sus instrucciones, sea que yo deseara abatirlo, sea que deseara ensalzarlo, Conformando su corazón al cumplimiento de mi voluntad. Como sus intenciones eran rectas, yo lo visitaba y lo destinaba a grandes cosas. Cuando cayó en el pecado, lo reprendí paternalmente y él se levantó en medio de gran confusión y confianza filial, recibiendo de mi bondad un generoso perdón. Obra de igual manera, Hija mía; mira mis ojos radiantes que se detienen sobre ti; de mi rostro procede tu juicio, siempre favorable, porque has hallado gracia ante mis ojos. Me complazco en acariciarte. No creas que presento el mismo semblante a todas las almas, aunque con todas comparto mis gracias. A ti, sin embargo, las concedo con largueza; y cuando te ves en medio de tus mayores imperfecciones, me manifiesto con frecuencia en mis mayores actos de misericordia, moviéndote a la contrición para recibir mi conmiseración y mis gracias. ¿Acaso no te permití experimentar hoy por la tarde, mientras derramabas tu alma delante de Dios, y destilabas tu corazón por tus ojos a mi divino Espíritu, que procede de mi Padre y yo? Mi Padre te lo ha enviado y nosotros, como su divino y único principio, te lo enviamos. De manera que recibes al Verbo y al Espíritu Santo mediante la inclinación amorosa del Padre, que es para ti un Padre de misericordia y un Dios de consolación, para consolarte en todas tus aflicciones cuando recurres a su clemencia. El te da lana blanca como la nieve; él equilibra tus penas y el peso del solaz las rebasa; él rompe el hielo en pedazos para prevenirte en tus grandes frialdades, cuando no sientes [998] ningún amor sensible hacia él. Dices: ¿Quién podrá soportar las aflicciones en la falta de devoción y en la frialdad que él envía o permite como castigo a mis tibiezas?
Parece haberme dejado y que su rostro me desdeña con una frialdad mucho mayor. De esto se valen mis enemigos, diciendo: Dios la ha abandonado, persigámosla. Estos son tus pensamientos, hija, pero la bondad del Padre de amor te envía a su Verbo; como dijo David: Envía su palabra y hace derretirse, sopla su viento y corren las aguas (Sal_147_18).
El Espíritu soplaba mientras llorabas tus faltas, compartiendo contigo su ciencia, dándote a su Verbo y asegurándote que tú eres Jacob, por haberlas ganado al luchar con el ángel del gran consejo, venciendo tus aflicciones con la confianza. Tenemos piedad de ti, siendo vencidos por la bondad que nos es connatural. Ofrezco mis méritos, que son juicios semejantes a los montes de Dios, porque igualan todos los derechos que él tiene de castigar los pecados.
Mi justicia lo satisface en todo rigor, convirtiéndote en israelita fuerte contra Dios y capaz, por medio de su excelencia, de contemplar el rostro de mi benignidad y reconocer que yo soy la imagen de su bondad, representada por el resplandor del sol que irradia sobre ti su luz. Mi querida Esposa, quiero darte la seguridad de que te amo y te entrego la corona de Reina de mi corazón divino, que es el reino del amor en el que se levanta el palacio de la gracia donde encontrarás el trono de clemencia. Acércate, no sólo para besar el cetro de oro de mi imperio, sino para ser acogida, besada y acariciada por aquel que es todo amor por ti. Contempla, si puedes, mi faz inflamada por este amor, que es la muestra de mi corazón amoroso, el cual te concede todos estos favores: No hizo cosa semejante con ninguna otra nación, y no les manifestó sus juicios (Sal_147_20).
No trato como a ti a todas las almas, ni les doy acceso a mí con tanta dulzura, facilidad y atractivos. No les manifiesto mis juicios sino con mucha gravedad, lo cual las hace temer su rigor y trabajar por su salvación con temor y temblor. A ti, empero, te atraigo con suavidad, invitándote con benignidad y mansedumbre. En el momento en que tus pecados debían causar mi justa cólera, me acuerdo de mi misericordia, la cual te he concedido por tu diligencia y tu servicio. Con este recuerdo te recibo dulcemente en mi seno, como a mi amada, [999] porque soy bueno y misericordioso. Fijo en ti mis ojos como sobre el signo de mi bondad, mi pequeña Zorobabel, a la que libro de la confusión en la que sus pecados y sus enemigos la sumirían si no tomase a mi cargo sus intereses para juzgarlos a su conveniencia y a expensas de los tesoros de mi sangre, con la que te hago escalones de púrpura a fin de que subas al santuario y me ofrezcas el sacrificio de un corazón contrito y humillado. Te contemplo como una víctima rociada, es decir, bañada en mi sangre preciosa, mediante la cual pacifico el cielo y la tierra. Digo a los ángeles: en virtud de esta sangre, ella tiene el derecho de acercarse a mí y es consorte de mi naturaleza divina.
Obro misericordia porque deseo mostrar misericordia, respondo a los que, estando en la tierra, tratan de decirme: Le das un trato distinto al que das a personas que no te han ofendido tanto como ella. Seré misericordioso con quien lo sea, me apiadaré de quien me apiade (Ex_33_19). Ella encontró gracia ante mí, que soy bueno; no se molesten por ello, adorando en cambio mis juicios favorables por ser equitativos, porque no hay en mí mal alguno. Cuando castigo, soy justo; cuando perdono, soy misericordioso. Recuerden las palabras del apóstol: Pues bien, si Dios, queriendo manifestar su cólera y dar a conocer su poder, soportó con gran paciencia objetos de cólera preparados para la perdición, a fin de dar a conocer la riqueza de su gloria con los objetos de misericordia que de antemano había preparado para gloria (Ex_33_23). Hija, todo el monte Tabor fue iluminado por mi faz resplandeciente. San Pedro lo encontró muy agradable, por ser el monte de la visión para él y los elegidos: Pero vosotros sois linaje elegido, sacerdocio real, nación santa, pueblo adquirido, para anunciar las alabanzas de Aquel que os ha llamado de las tinieblas a su admirable luz (1P_2_9s). Hago subir a los elegidos al Tabor, para no manifestar la confusión de Judas, el hijo de perdición. Dejé a los otros ocho apóstoles en la ladera; mi bondad se manifestó en aquel miserable al no permitir que se le juzgara indigno mientras perteneció al colegio apostólico. No convenía que el que traicionaba el esplendor de la gloria del Padre tuviera la visión de ella. Esta privación es también una consideración de la bondad de Dios, que desea aminorar los tormentos de los réprobos, porque [1000] experimentarían más rabia al ser privados para siempre de la arrebatadora visión de la que una vez gozaron. Un pobre que jamás ha probado las delicias de las mesas bien servidas no sufre tanto cuando se ve reducido a pan negro y agua.
Pero, ¿qué haría un príncipe alimentado con manjares exquisitos, elevado a los honores de la corte y acostumbrado a los placeres sensuales, si se viera reducido a un calabozo, teniendo sus lágrimas por toda bebida y como pan sus pesares? Desearía cien veces la muerte y ser reducido a cenizas. Comer de este modo el pan con ceniza no constituye una penitencia salvífica, sino una horrible desesperación. Los condenados que jamás habrán visto la felicidad que ni el ojo vio, ni el oído oyó, ni el corazón del hombre, aunque profundo en sus pensamientos, jamás pudo imaginar sobre la gloria que Dios ha preparado a los que ama, no sufrirán tanto en el último día. No contemplarán la dulzura de la gloria del Verbo Encarnado, lo cual no haría sino aumentar su furia, al verse privados de ella para siempre; sólo verán su justo rigor: Y dicen a los montes y a las peñas: Caed sobre nosotros y ocultadnos de la vista del que está sentado en el trono y de la cólera del Cordero (Ap_6_16). La confusión más grande del vencido es, con frecuencia, verse a los pies del vencedor cuando él va en lo alto de su carro de triunfo.
El vencido suele guardar su rabia por odio a su vencedor, lo cual se asegura de los réprobos imitadores de Lucifer, quienes odiarán por siempre a Jesús y su gloria, por ser ella su exaltación. Desearían destronarlo por envidia, mas al no poder hacerlo, tampoco desean verlo. El primero de los rebeldes, el ángel de soberbia, fue privado de la gloria de Jesús por haber intentado arrebatársela; dijo, inflado de orgullo, que subiría y pondría su trono en el monte de la alianza y sería semejante al Altísimo. Pero fue vencido por san Miguel, que le dijo: ¿Quién es como Dios para igualarse a él? Todos somos sus súbditos. El Verbo que desea encarnarse es su Hijo natural, igual y consustancial a su divino Padre, que ama a la humanidad, a la que desea enviar y dar a su Hijo único para ensalzar su naturaleza hasta el trono de su grandeza divina; trono de gloria que los réprobos jamás podrán ver como es. Esta visión sólo se concede a los elegidos, que serán hechos semejantes al Hijo, que es la imagen del Padre, el cual atrae al Hijo a todos los que estarán [1001] señalados con el carácter de los predestinados. Los ángeles buenos lo adoraron y se sometieron a él junto con san Miguel. Todos fueron confirmados en gracia y en gloria. Lucifer jamás hizo un acto de amor divino después del cual hubiera sido confirmado en gracia; ésta, que es simiente de la gloria, nada obró en él; su maliciosa soberbia lo asfixió, de suerte que la recibió en vano, desvaneciéndose en sus vanos pensamientos. Cuando se negó a glorificar al Dios encarnado, rindiéndole las adoraciones que le debía, la justicia divina lo privó justamente de la visión de esa gloria, que está reservada para los bienaventurados, ya en la tierra, mediante un favor que pasa prontamente, por encontrarse en camino, ya mediante su entera posesión, cuando se encuentren ya en el término. Jamás les será quitada, por ser una gloria que debe animar el valor de los elegidos, porque serán hechos semejantes al Salvador, al que habrán amado a consecuencia del amor que ha tenido por ellos desde toda la eternidad. Su discípulo amado nos dice: Queridos, ahora somos hijos de Dios y aún no se ha manifestado lo que seremos. Sabemos que, cuando se manifieste, seremos semejantes a él, porque le veremos tal cual es (1Jn_3_2).
Muchos condenados recibieron la gracia en el camino, en grados eminentes y por encima de muchos elegidos; pero no cooperaron a ella con fidelidad; no perseveraron hasta el fin. Muchos vieron al Verbo Encarnado, que es el autor de la gracia, presenciaron sus milagros, pero no sacaron provecho de ellos: Ay de ti, Corazín, ay de ti, Betsaida. Porque si en Tiro y en Sidón se hubieran hecho los milagros que se han hecho en vosotras, tiempo ha que en sayal y ceniza se habrían convertido. Y tú, Cafarnaum, ¿hasta el cielo te vas a encumbrar? Hasta el infierno te hundirás (Mt_11_21). Esto justifica el proceder de Dios. Si tanto los hombres como los ángeles malos no son felices, se debe a su malicia. Dios les ofreció y les dio su gracia, pero ellos no vieron su gloria, porque él no la manifiesta, aun de paso, sino a los elegidos. Judas no la percibió, por ser el hijo de perdición. El Padre no permitió que viera a su Hijo glorioso. No la muestra sino a los justos, a los que conduce por el camino recto, y no a los que siguen la senda de la iniquidad: El Señor manifestó su gloria en presencia de los testigos de su elección, siendo iluminado con tanto esplendor, que su rostro brillaba [1002] como el sol y sus vestiduras eran blancas como la nieve. La transfiguración libró, sin duda, el corazón de los discípulos del escándalo de la cruz, amparando su fe para que no fuese sacudida por las humillaciones de la pasión; a ellos fue revelada la oculta excelencia de su dignidad.
El deseaba prevenir a sus discípulos, a fin de que fuesen fortalecidos en el tiempo de la Pasión. Su bondad previó todo para los suyos, que están marcados con el carácter que él conoce como el signo que los distingue El llama a cada una de sus ovejas por su nombre, que es nombre de bendición. Venid. Vengan, benditos de mi Padre, a poseer el reino que les está preparado desde antes de la creación del mundo. Ustedes desearon ver mi rostro, de cuya dulzura dimana su juicio. Ustedes caminaron en mi presencia, buscando la perfección. Disfruten de mi gloria, a partir de este día y para siempre.
En cuanto a los desventurados que amaron más las tinieblas del pecado que la luz de la virtud, sean todos confundidos, y aléjense de mi rostro: Id, malditos, al fuego eterno preparado para el Diablo y sus ángeles (Mt_25_41). Como huyeron de mi presencia en el camino; tampoco la gozarán en el término. El impío dice en su corazón: no hay un Dios que repare en mis faltas; me emanciparé con fuerza; por ello el impío no está preparado a gozar de mi gloria. Si tiene un ser, es como el polvo, al que el viento de mi justicia levanta de la superficie de la tierra. El pecador ha hecho surcos en mi espalda, cometiendo pecado tras pecado: Sobre mi espalda araron aradores, alargaron sus surcos (Sal_129_3). Ellos me han ofendido por toda la duración de su eternidad; debo castigarlos en la extensión de la mía. El pecado los abandonó, antes de que ellos lo dejaran. Por ser impotentes, no pueden arrepentirse con un verdadero dolor de haberme ofendido; no han dado frutos dignos de penitencia. Como no quisieron recibir en ellos el reino de Dios al estar en la tierra, tampoco serán recibidos en el cielo. Fuera los perros, los hechiceros, los impuros, los asesinos, los idólatras, y todo el que ame y practique la mentira (Ap_22_15). En cuanto a los elegidos que hicieron mi voluntad, perseverando en los sufrimientos por mi amor, que vengan a mí, que entren en el gozo de su Señor: Dichosos los que [1003] laven sus vestiduras en la sangre del cordero, así podrán disponer del árbol de la Vida y entrarán por las puertas en la Ciudad (Ap_22_14). Que entren para ver mi rostro, del que proceden su juicio favorable y su plena felicidad. Fueron arrojados fuera de las ciudades, fueron odiados por mi nombre, se les maldijo diciendo toda suerte de males contra ellos, todo lo cual sufrieron pacientemente. Son felices por haber lavado sus túnicas en mi sangre, siendo fuertes a través de la cruz, que es árbol de vida (Ap_22_17s). Que entren en el cielo pasando por mis llagas, que son las puertas de la ciudad santa: Yo soy el Retoño y el descendiente de David, el Lucero radiante del alba. El Espíritu y la Novia dicen: Ven. Y el que oiga, diga: Ven. Y el que tenga sed, que se acerque, y el que quiera, reciba gratis agua de vida. Sí, vengo pronto. Amén. Ven Señor Jesús. Que la gracia del Señor Jesús sea con todos los elegidos. Amén.
Capítulo 143 - Tres formas de sacrificio en que mi divino amor me instruyó y que san Bartolomé fue un holocausto sagrado, cuya muerte fue preciosa en su presencia, 23 de agosto de 1641.
[1005] Como preparación a la fiesta de tu ferviente apóstol San Bartolomé, me hablaste acerca de tres formas de sacrificio, enseñándome que la Encarnación era un sacrificio de vida divina y humana, debido a que el compuesto apoyado por la segunda hipóstasis se vio teniendo dos vidas, las cuales presentó a su divino Padre para vivificar a los hombres; sacrificio admirable que el Padre aceptó divinamente, complaciéndose en ver a la humanidad asociada a las divinas grandezas, a las que se refieren las palabras del príncipe de los apóstoles: A los que por la justicia de nuestro Dios y Salvador Jesucristo les ha cabido en suerte una fe tan preciosa como la nuestra. A vosotros, gracia y paz abundantes por el conocimiento de nuestro Señor. Pues su divino poder nos ha concedido cuanto se refiere a la vida y a la piedad mediante el conocimiento perfecto del que nos ha llamado por su propia gloria y virtud, por medio de las cuales nos han sido concedidas las preciosas y sublimes promesas, para que por ellas os hicierais participes de la naturaleza divina (2P_1_4). El segundo sacrificio fue el de la Pasión: sacrificio de muerte en el que el Salvador murió por todos, convirtiéndose en la muerte de nuestra muerte y en el aguijón de nuestro infierno. Todos los cristianos que aman a Jesucristo mueren con él al ser bautizados y sepultados en su sangre.
Llevan siempre consigo la mortificación del divino Salvador, cuya muerte actúa en ellos: ¿O es que ignoráis que cuantos fuimos bautizados en Cristo Jesús, fuimos bautizados en su muerte? (Rm_6_3). El tercer sacrificio fue la venida del Espíritu Santo, sacrificio de muerte y de vida, de muerte admirable, porque el [1006] Espíritu Santo dio muerte al temor, revistiendo a los apóstoles y a los fieles con el poder de lo alto, encendiendo una viva llama en sus almas para abrasar a todos los hombres y comunicarles los frutos de la muerte del Salvador, haciéndolos vivir de su vida divina y triunfal y dándoles por adelantado el gozo de la alegría de su gloriosa resurrección. Ellos saben que el divino Jesús murió por la gloria de su divino Padre, ofendido por el pecado que causó la muerte y experimentan que su muerte les da la vida de la gracia, en virtud de la cual esperan la vida de la gloria. El mismo Espíritu los vivifica y les da testimonio de que son hijos del Padre celestial, hermanos de Jesucristo y herederos universales de todos sus bienes; el cual deseó y mereció para ellos la participación de su heredad, haciéndolos herederos con él. Querido Amor, después de que me instruiste en las maravillas de estos tres sacrificios, mi alma se ofreció para ser ofrendada en ellos, con ellos y por ellos en las formas que te plazcan, presentándote el cuerpo que ella anima para morir por ti, para ti y en ti, deseando ser un continuo holocausto en las llamas del santo amor, en espera de ser consumida del todo. Despójame del hombre viejo y revísteme de ti, Esposo mío. Cuán grande gloria reviste al apóstol San Bartolomé, que sufrió el ser despojado de su piel por la confesión de tu nombre. Fue una víctima de amor que se ofreció a ti en holocausto. Te mostraste admirable en este santo, el cual no sólo dejó sus vestiduras, sino su propia piel, mereciendo ser revestido de ti mismo y ser totalmente transformado por tus llamas. El divino amor lo hizo semejante a aquel que amaba, al que su alma estaba más atenta que al cuerpo que animaba. El te dijo amorosamente: Verbo Encarnado, vengo a ti, Yo exulto a la sombra de tus alas; mi alma se aprieta contra ti, tu diestra me sostiene (Sal_63_7). Tus rayos luminosos lo rodearon, colmándolo de júbilo. Revestido con la púrpura de su sangre, apareció ante los bienaventurados como un Rey magnífico, unido al Dios al que confesaba con su muerte preciosa, en presencia de su divina faz. De sus ojos amorosos recibió su juicio glorioso, que es la corona de justicia, corona de gloria y de honor que lo adornará por toda la eternidad.
Capítulo 144 - Cuidado que san Miguel y sus ángeles han tenido de mí. La soberanía de la Virgen redunda en gran provecho de ellos. Dios raramente se ha mostrado sin velos a la humanidad, complaciéndose en ser un Dios escondido en su penumbra. En la Eucaristía es Dios oculto y salvador. 18 de septiembre de 1641.
[1009] Esta tarde, víspera de san Miguel, me retiré a nuestra capilla, delante del Santísimo. Sacramento, y mientras que nuestras hermanas recitaban maitines, me dirigí a este príncipe y a todos sus ángeles, diciéndoles: Concédanme la claridad que tenía yo con ustedes antes de que el mundo existiera. Me refería a veinticinco años antes, en que yo no conocía al mundo, ni el mundo a mí, viviendo en casa de mi padre en un continuo retiro y soledad. No conversaba con hombres ni mujeres, sino que mi conversación estaba con ustedes, Oh inteligencias celestiales, que aceptaron ser mis maestros, ¿Qué soy al presente? No os fijéis en que estoy morena: es que el sol me ha quemado. Los hijos de mi madre se airaron contra mí; me pusieron a guardar las viñas, mi propia viña no la había guardado (Ct_1_6). Estos príncipes, tan corteses como caritativos, me hicieron escuchar: Vuelve, vuelve, vuelve, Sulamita, vuelve, vuelve, que te miremos (Ct_7_1) ¿Qué verán en la Sulamita, sino coros de ejércitos? Ustedes quieren verme; pero hay mucha diferencia entre estos y aquellos años: Tengo tantas y tan diversas ocupaciones, y tal cúmulo de asuntos. Tengo tantas personas a quienes dirigir, y hago todo tan mal, que me desconozco a mí misma. Si no lo sabes, Oh la más bella de las mujeres, sigue las huellas de las ovejas, y lleva a pacer tus cabritas junto al jacal de los pastores (Ct_1_7).
Ay, si supiera gobernar mis rebaños como lo han hecho todos aquellos y aquellas a quienes la divina sabiduría ha juzgado dignos de estas direcciones, de estos oficios, y de los cargos de [1010] pastores y pastoras, no me metería en las aflicciones en las que me encuentro, con frecuencia a causa de mis infidelidades. Yo sabía que mi esposo, Rey de ustedes y mío, me dijo que me había convertido en su yegüita, uncida al carro de su gloria, para llevarla por el mundo, y que me ha concedido mil y mil favores, dándome arras en prenda de su fiel y generoso amor.
Hermanos celestiales y caritativos; en otra ocasión me dijisteis: Tenemos una hermana pequeña: no tiene pechos todavía (Ct_8_8). Es verdad que soy su pobre hermanita, privada de los pechos de la constancia debido a mis ligerezas, por acudir tan raramente a la oración, y por carecer del fervor y cuidado que debo tener de las hijas que me son confiadas para alimentarlas con la leche de la devoción y del buen ejemplo. Tengan piedad de mí al decirse unos a otros: ¿Qué haremos con nuestra hermana el día que se hable de ella? Si es una muralla, construiremos sobre ella almenas de plata; si es una puerta, apoyaremos contra ella barras de cedro (Ct_8_9).
¿Qué haremos por nuestra hermanita el día en que deba hablar de las maravillas de su Rey delante de aquellos que deben interrogarla y ponerla a prueba? Si es un muro, al que la fuerza, la astucia y el poder humano quiere abatir o abrir en ella una brecha; si es una puerta abierta por su grande ingenuidad en toda ocasión, construyamos, sobre este muro, torreones de plata; hagamos resonar la doctrina celestial con la que se ha complacido el divino Rey en favorecerla. Procurémosle un renombre sonoro y brillante como la plata. Si, debido a su sencillez, es una puerta abierta en sus palabras, sin considerar la malicia de los tiempos, mostrando ella misma su debilidad, dando con ello ventaja a sus enemigos, revistamos este muro; reforcemos, realcemos o embellezcamos esta puerta con tablones de cedro, produciendo a través de ella la pureza. Suspendamos los espíritus cuando estén dispuestos a juzgar su franqueza en daño suyo, a fin de que, si es atacada, no sea vencida; que la prudencia humana y la terrestre cedan a la protección divina y celestial; hagamos toda clase de servicios en favor suyo. Bajemos y subamos continuamente por la escala de la divina benevolencia hacia ella, llevándole favores celestiales y trasladando sus deseos, sus palabras y sus acciones, sostenidos y unido en su conjunto a los méritos del Verbo Encarnado, su buen y misericordioso Salvador.
Nos dices que acudes raramente a la oración, por [1011] detenerte en el recibidor, hacia el que sientes disgusto. Piadosos admonitores; es verdad que me mortifico muchísimo cuando es necesario estar adherida a una reja, debido a las faltas que allí cometo, perdiendo horas enteras que podría emplear en la oración, en la que me encuentro indispuesta debido a achaques corporales como dolor de cabeza y de riñones, causados por las diversas visitas, que me obligan a estar sentada mucho tiempo. Al salir del locutorio, digo a todos ustedes: No lo advertí, se conturbó mi alma por los carros de Aminadab (Ct_6_11). Las consideraciones y los respetos humanos penetran con frecuencia en un espíritu demasiado fácil en condescender en lo que él mismo desaprueba. Esencias inmutables; les confieso mis debilidades y mis continuas faltas, que no dejan de ignorar; fidelísimos guardianes, ¿acaso no debería enrojecer por corresponder tan mal a sus constantes inspiraciones?
Vuelve, vuelve, vuelve, Sulamita, vuelve, vuelve, que te miremos. ¿Qué verán en mí sino batallones de diversos pensamientos? Si las bondades de mi esposo benignísimo me inspiran confianza, mis reiteradas caídas parecen reprocharme que abuso de sus grandes gracias. Qué lindos son tus pies en las sandalias, hija de príncipe. Las curvas de tus caderas son como collares, obra de manos de artista. Tu ombligo es un ánfora redonda, donde no falta el vino. Tu vientre, un montón de trigo, de lirios rodeado (Ct_7_2s).
Hija del Príncipe soberano, que es el Rey de tus afectos; sin reparar en las faltas que nos confiesas, admiramos los pasos de tus pies, que no rebasan los límites de tu amoroso temor; vemos que sólo tienes amor hacia él, a pesar de las debilidades y ligereza que lamentas. Admiramos tu castidad, con la que te ha privilegiado mediante la caridad, haciéndote insensible a todo lo que es sensual, rodeándote de su singular protección y destilando su divino rocío y gracias mil en tu alma y en tu cuerpo, cual perlas del océano de su bondad, hermosas como un collar que su industriosa mano, el Espíritu Santo, coloca en ti con destreza.
Ignoras acaso que eres el canal redondo que el amor ha hecho en torno a sus inclinaciones, al que su amor colma de [1012] bendiciones, embriagándolo santamente con el vino que produce los pensamientos virginales? Tu vientre, un montón de trigo, de lirios rodeado. Tu corazón está colmado del trigo de los elegidos, al que recibes todos los días, el cual se multiplica en favores celestiales y divinos, blancos como lirios que producen virginalmente maravillas de pureza. Nosotros somos los vírgenes del cielo, que se complacen en conversar con los vírgenes de la tierra, a quienes contemplamos como ángeles terrestres que viven angélicamente en sus cuerpos materiales y mortales.
Miguel, su príncipe y mi excelente Maestro, con su cortesía y caridad acostumbradas, se dignó explicarme las palabras de San Pablo: He ahí por qué debe llevar la mujer sobre la cabeza una señal de sujeción por razón de los ángeles (1Co_11_10), diciéndome: Ve más allá de la explicación ordinaria que suele darse a estas palabras, y escucha las que te enseño. Observa que este pasaje no dice precisamente que la mujer deberá llevar un velo, sino, en verdad, y a la letra: He ahí por qué debe llevar la mujer sobre la cabeza una señal de sujeción por razón de los ángeles; es decir, que debe tener poder sobre su cabeza a causa de los ángeles (1Co_11_10) y por eso debe tener poder sobre su cabeza a causa de los ángeles. Aprende esta tarde un gran misterio que he venido a declararte: debes saber que la mujer perdió el poder que tenía sobre su cabeza, cuando, desvelada de la modestia propia de su sexo, miró curiosamente y creyó en el ángel rebelde a su Dios, que se había velado bajo el cuerpo de la serpiente, el cual, al engañarla, le dio a entender que ella y su marido serían semejantes a Dios si comían del fruto que su bondad divina les prohibió. Movida por su vanidad, creyó en su fatal ardid, comiendo y dando a su marido del fruto, con cuya ingerencia infestó a toda su posteridad. Como aquella mordida causó la muerte a todos los descendientes de Adán, Dios reservó para sí a Jesucristo por naturaleza y a María por gracia, para que de ninguna manera fuesen involucrados en el pecado. Por eso la Virgen aunque también hija de Adán, dice: Antes de los siglos, desde el principio, me creó, y por los siglos subsistiré.
En la Tienda Santa, en su presencia, he ejercido el ministerio (Si_24_9). Antes de que existieran los siglos, María fue destinada a ser Madre del Verbo, que se encarnaría en ella; Verbo del que se habla al comienzo del mismo capítulo: Yo salí de la boca del Altísimo, engendrada primero que existiese ninguna criatura. Yo hice nacer en los cielos la luz [1013] indeficiente y como una niebla cubrí toda la tierra (Si_24_5s).
Ningún cristiano duda que el Verbo proceda de la boca y del entendimiento del Padre, ni que sea en la intimidad de Dios el principio de sus vías y el término de su fecundo entendimiento. Príncipe y doctor sutilísimo, no debemos discutir si la santa humanidad fue, según nuestra manera de pensar, la primera en la mente divina, porque debía ser apoyada y edificada sobre la hipóstasis del Hijo amado del Padre, ni que este sol haya aparecido resplandeciente en su luz indeficiente en el cielo y en tu presencia, que eres como el conjunto de los cielos admirables. En el tiempo de su encarnación, se cubrió de una nube; penetró en la Virgen, el Espíritu Santo descendió y el poder del Altísimo lo cubrió con su sombra. El Verbo, al hacerse hombre, podía decirle: Yo hice nacer en los cielos la luz indeficiente y como una niebla cubrí toda la tierra. Velaba la tierra a la que tomaba (Si_24_6); velaba a aquella en la que tomaba un cuerpo y se velaba a sí mismo, disfrazándose bajo el velo de nuestra naturaleza de tierra, a la que se unía mediante la unión hipostática. Profesor celestial, ¿por qué hablo tan largamente? Perdona, querido maestro, mi temeridad si así la considera tu prudencia angélica continúa, por favor, los discursos de tu elocuencia. Tu pequeña discípula te escucha con placer; haz que esto no suceda sin los frutos que deseas obtenga yo de todo, para gloria de Dios, mi salvación y la de mi prójimo. Una vez cometido el pecado, el Dios justísimo castigó a Eva por su grande falta, sometiéndola a su marido, lo mismo que a todas las que se han casado. El ángel engañoso causó dicha sujeción al dar su pernicioso consejo a la primera mujer. Por ello fue castigado con la maldición del Señor bajo la figura y velo de la serpiente.
Si nosotros, que somos espíritus como él, hubiéramos sido capaces de alarmarnos, hubiésemos temido ser exterminados. La divina sabiduría, sin embargo, no obró hacia los ángeles como con los hombres: que en uno solo, todos los otros fueran reputados culpables, como los descendientes de Adán. En un designio lleno de bondad y sabiduría, no quiso castigar a los ángeles fieles. [1014] Comisionó a Gabriel, ordenándole que se revistiera de un cuerpo luminoso y, bajo esta figura, descendiera a Nazareth para anunciar a la Virgen, velada de humildad y modestia, el decreto eterno de la Trinidad de que la segunda persona deseaba velarse en ella, tomando un cuerpo en sus puras entrañas y revistiéndose de su sustancia, para ser su hijo y su súbdito, a pesar de ser su cabeza, la de los ángeles y la de los hombres. Su divina maternidad le daría poder sobre él, dándole órdenes en calidad de Madre, y él la obedecería en calidad de Hijo, en sumisión a su divino Padre. Tomaría de ella el ser corporal y la forma de servidor sin dejar la forma de Dios, mediante la cual, sin detrimento, se equipara a su divino Padre en co-igualdad y consustancialidad. La admirable Virgen, velada con un virginal y maravilloso pudor, se informó sabiamente de qué manera podría ser madre, pues como deseaba permanecer virgen, no conocía ni pensaba conocer hombre alguno. El ángel, instruido por el soberano Dios, le dijo: El Espíritu Santo descenderá sobre ti, y la virtud del Altísimo te cubrirá con su sombra: por ello el que de ti nacerá será santo y será llamado Hijo de Dios (Lc_1_35). El poder del Altísimo te cubrirá con su sombra y, al velarte, tu virginidad será conservada, protegida e incrementada. Como el Verbo se cubrirá de tu carne virginal, tendrás más poder sobre tu hijo divino, cabeza universal de toda criatura, del que ninguna de las demás madres haya tenido ni tendrá sobre sus hijos porque su humanidad procederá de ti sin padre, así como recibe su ser divino de su único Padre, con el que este hijo te es común por indivisibilidad. Darás a luz para dicho Padre un adorador, Dios y hombre, cuyos méritos serán infinitos y sus acciones, teándricas. Toda la Trinidad espera tu consentimiento: un Fiat, y a partir de este momento serás para siempre, Madre de Dios, teniendo poder sobre tu cabeza, la cual reparará las ruinas que los ángeles rebeldes causaron en el cielo y en la tierra. El cielo, la tierra y los infiernos doblarán las rodillas, no sólo delante de tu hijo, sino también delante de tu majestad.
La serpiente venenosa y enfurecida de envida será aplastada por el poder que tu Hijo te concederá, y su astucia redundará en su propia confusión. Jamás tendrá la osadía de mirar [1015] tu luminoso rostro, porque tu talón, con un desdén eterno, le quebrantará la cabeza.
Señora, no hemos contribuido a su malicia como sus seguidores; pero por ser ángel como nosotros, su falta nos avergonzaría si Dios no hubiese comisionado a uno de nuestra milicia para anunciarte su designio de reparar las ruinas causadas por dicho apóstata. Esta elección no nos confiere la total osadía de ofrecernos a reparar dichas ruinas o culpas, de lo que no somos capaces ni dignos. Los serafines, que entre nosotros son los más elevados y llenos de fuego, parecen temblar de respeto y temor al adorar el trono del Dios que viene a encarnarse en ti. Estos espíritus ardientes y todo fuego, repliegan cuatro alas a manera de velo sobre sus pies y su cabeza, pareciendo excitarse con otras dos alas, animándose y exhortándose los unos a los otros a decir: Santo, Santo, Santo, es el Señor Dios, etc.
La tierra está llena de su divina gloria; serás tú, Señora, la que abarcará muy pronto al Hombre-Dios, que es Hijo y súbdito suyo, sobre el que tendrás poder, a pesar de ser tu cabeza: He ahí por qué debe llevar la mujer sobre la cabeza una señal de sujeción por razón de los ángeles (1Co_11_10). Se conmovieron los quicios y los dinteles a la voz de los que clamaban, y la Casa se llenó de humo (Is_6_4).
Todos estos espíritus, a pesar de ser esencias inmutables, que son los goznes mediante los cuales los cielos son silenciados y gobernados, parecen admirarse y atemorizarse ante el trono del Hombre-Dios, reconociéndose indignos de ser súbditos y servidores suyos, lo cual admite San Pablo, diciendo: Y nuevamente al introducir a su Primogénito en el mundo, dice: Y adórenle todos los ángeles de Dios. Y de los ángeles dice: El que hace a sus ángeles vientos, y a sus servidores llamas de fuego (Hb_1_6).
Uno de estos espíritus ardientes, al ver que el profeta Isaías, de la raza de David, estaba destinado a profetizar este misterio, después de ver con sus propios ojos al Verbo Encarnado sentado en su elevado trono, voló hasta él para purificar sus labios, llevando un carbón encendido que tomó con pinzas de sobre el altar del sacrificio de amor. Después de la purificación obrada por el serafín, el profeta dice: Y percibí la voz del Señor que decía: ¿A quién enviaré? ¿Y quién irá de parte nuestra? Dije: Heme aquí, [1016] envía me (Is_6_8).
El serafín hizo este oficio de obediencia y caridad, por conocer en él la voluntad de Dios al oír decir al Verbo, que era una de las tres divinas personas: ¿Quién de nosotros irá a encarnarse? ¿A quién enviaremos para anunciar este misterio a los hombres? El serafín no se atrevió a decir: Aquí estoy, envía me, cediendo ante el profeta a quien el Verbo, el Padre y el Espíritu Santo, escogieron para ejercer dicha misión. El profeta evangélico dice: Heme aquí, envíame. El Señor le responde: Ve y di a ese pueblo: Escuchad bien, pero no entendáis, ved bien, pero no comprendáis. Engorda el corazón de ese pueblo, hazle duro de oídos, y pégale los ojos no sea que vea con sus ojos y oiga con sus oídos, y entienda con su corazón (Is_9_10).
Profeta, ve a anunciar la llegada del sol, pero antes de que gocen de sus rayos, cierra sus ojos; antes de que escuchen al Verbo, endurece sus oídos, tápales las orejas; endurece y ciega sus corazones, por temor a que presuman de él y de sus bellezas según su punto de vista, con palabras mágicas de complacencia humana; como su corazón se vuelve a los afectos terrenales, nada comprende que no sea carnal y temporal. Deseo que cubras con velos a los judíos, a fin de que no me conozcan con los ojos de la carne y de la sangre, ni que pretendan que, por ser de su raza, les conceda grandezas terrenales. No quiero dar dones perecederos: iré a evangelizar a los pobres, para darles un reino del cielo y no de la tierra.
Ve, Profeta, y anuncia los misterios velados a la casa de David diciéndole: Oíd, pues, casa de David: ¿Os parece poco cansar a los hombres, que cansáis también a mi Dios? Pues bien, el Señor mismo va a daros una señal: He aquí que una doncella está encinta y va a dar a luz un hijo, y le pondrá por nombre Emmanuel: Dios con nosotros (Is_7_13s); un Dios velado con un cuerpo, un Dios oculto y Salvador.
Santo Profeta, la Virgen a la que él escogió por Madre es la profetisa divina que dará al hijo real y divino, el cual se adueñará del botín. El vencerá las fuerzas de [1017] Damasco, que representa la sensualidad, antes de que, según el orden y la naturaleza de los niños pequeños, haya alcanzado la edad de decir padre y madre. El despojará a Samaria, que tiene exceso de confianza en si misma, y todos los obstinados serán condenados por él, porque han endurecido el rostro para oponer resistencia a su gracia, como el diamante al martillo, ya que Samaria quiere decir guardia o diamante.
El escogerá para sí a los que se le entregarán sin reserva, los cuales serán según su corazón como David, quien poseía uno que, según él, se derretía como la cera: Mi corazón se vuelve como cera, se derrite en mis entrañas (Sal_22_15). La Virgen, su Madre, será hija de David, casada con José, de la misma línea. Su matrimonio servirá de velo a los demonios para ocultarles la Encarnación y para confundirlos en el tiempo destinado, en que el Hijo y la Madre aparecerán en su gloria, gloria que el Hijo-Dios y hombre no concederá a la naturaleza angélica, por no haberla tomado para sí en unidad de hipóstasis: Porque ciertamente no se ocupa de los ángeles, sino de la descendencia de Abraham (Hb_2_16). Nosotros adoramos sus voluntades y decretos, a los que cubre con sus velos. Miguel dice con humilde júbilo: ¿Quién como Dios? ¿Quién es soberano por esencia sino sólo Dios, que puede hacer equitativa y absolutamente todo cuanto quiere?
El nos hará un grandísimo favor al enviarnos como ministros de fuego; ante sus órdenes, volamos para servir a la humanidad. Grande será nuestra gloria al adorar al Verbo Encarnado en las entrañas de su Madre-Virgen, como cabeza de los hombres y de los ángeles, porque en él habitará corporalmente la plenitud de la divinidad. Consideraremos como un favor especial obedecer la voluntad, señales e inclinaciones de la Virgen, su Madre, Emperatriz nuestra y de los hombres, la cual tendrá poder sobre él, a pesar de ser su cabeza: He ahí por qué debe llevar la mujer sobre la cabeza una señal de sujeción por razón de los ángeles (1Co_11_10). Convenía que la Virgen tuviese el poder a causa de su humilde modestia, que Eva perdió por vana curiosidad. Eva era igual a su cabeza, y una compañera semejante a él, cuya inclinación a su sexo la convertía en su Señora: Dijo luego el [1018] Señor Dios: No es bueno que el hombre esté solo.
Voy a hacerle una ayuda adecuada. Entonces el Señor Dios hizo caer un profundo sueño sobre el hombre, el cual se durmió. Y le quitó una de las costillas, rellenando el vacío con carne (Gn_2_18s). Cuando Dios quiso crear o formar a Eva del costado de Adán, lo adormeció con un sueño que fue un velo y un misterio. Al despertar Adán de aquel sueño extático, Dios mismo le presentó a la virgen Eva para que fuera su esposa, y el texto añade: Por eso deja el hombre a su padre y a su madre y se une a su mujer (Gn_2_24). No dijo que la mujer dejaría padre y madre para unirse a su marido, esto debe entenderse. El Espíritu Santo no escribió esta consecuencia porque el abandono del padre y de la madre, así como la adhesión a la esposa, es figura del poder de la Virgen sobre el nuevo Adán, del que debía ser esposa y madre con el poder de darle órdenes para ensalzar la humildad de los ángeles buenos y confundir la soberbia de los malos. He ahí por qué debe llevar la mujer sobre la cabeza una señal de sujeción por razón de los ángeles (1Co_11_10).
Gran san Miguel, tú recibiste el nombre ¿Quién como Dios?, junto con la gloria del triunfo cuando combatiste y abatiste al dragón y a sus ángeles, que debían devorar al hijo y a la Madre, considerando como un gran favor el obedecer a los mandatos de la Virgen, Madre de tu cabeza, y de ser empleado en los designios de Jesucristo, que te honró con el titulo de espíritu de su boca, de protector de la Iglesia y general en jefe de sus ejércitos. Tu gloria resplandece en el cuidado que tienes de las almas que él rescató, sobrepasando a sus enemigos en virtud de la sangre preciosa que pacifica el cielo y la tierra; sangre que el Verbo tomó en la Virgen y de la Virgen al encarnarse, convirtiéndose en Hijo y súbdito suyo; ella tiene poder sobre él, dándole órdenes en calidad de Madre, aun cuando él es su cabeza y la de todas las criaturas.
Las mujeres tendrían alguna razón al quejarse de la naturaleza angélica a causa de la sujeción a la que la persuasión del ángel malvado las redujo con sus engaños, si la Virgen no hubiera retomado con mayor ventaja lo que Eva perdió al hacerse esclava del pecado y quedar sujeta a su marido. La ventaja de la Virgen es que ella es [1019] Señora de todas las criaturas, Madre del Creador, Emperatriz universal que da órdenes al mismo Dios, el cual, en la plenitud de los tiempos, realizó el eterno designio de hacerse hombre de ella: Pero al llegar la plenitud de los tiempos, envió Dios a su Hijo, nacido de mujer, nacido bajo la ley, para rescatar a los que se hallaban bajo la ley, y para que recibiéramos la filiación adoptiva (Ga_4_4s).
Se hizo hombre de una mujer, de la que tomó un cuerpo, sujetándose a la ley que dio para librar a los hombres y a las mujeres de la ley del pecado, haciendo a todos hijos por adopción de su divino Padre y de su Madre; hermanos y coherederos suyos, y todos súbditos de María.
Por un hombre y por una mujer, el pecado y la muerte entraron en el mundo, a causa de la sugestión del ángel malo. La mujer, curiosa, desobedeció y dio del fruto a su marido, quien, al creer en ella, perdió a toda su posteridad.
Por una mujer y por un hombre, la gracia y la vida nos es ofrecida y concedida; Eva sola no perdió a todo el género humano, ni tampoco María salvó al mismo género humano. Jesucristo, su Hijo, es el Salvador y Redentor, el cual quiso que María fuese su guía y tomar de ella un cuerpo, con cuya muerte nos rescató con la efusión de la sangre que la Virgen le dio voluntariamente.
Eva fue tomada de Adán mientras que él dormía, sin que Dios le pidiera su consentimiento. A la Virgen, en cambio, le envió un ángel para obtener el suyo mediante un Fiat, después del cual se hizo hombre cubierto por velos, mientras que la virtud del Altísimo daba su sombra en la Virgen y a la Virgen, la cual aceptó dicha sombra y velos diciendo: He aquí la esclava del Señor, hágase en mí según tu palabra (Lc_1_38). Fue como si dijese al embajador del Soberano Dios: Como he tomado la resolución de permanecer Virgen, te he dicho: ¿Cómo llegaré a ser madre si no deseo conocer hombre alguno? Si mi virginidad queda a salvo, no tengo curiosidad alguna por ver lo que Dios desea obrar en mí. Me dices que el Altísimo me dará sombra y que él mismo me cubrirá con sus velos. Acepto su voluntad. Yo soy la sierva del Señor; que él haga de mí y en mí según tu palabra...
[1020] Virgen sabia y prudente, qué bien instruyó tu espíritu el Espíritu, que viene a ti con creces y plenitud para obrar la encarnación a la sombra del Altísimo. Al convertirte en Madre de su Hijo, tendrás poder sobre tu cabeza. Observo que Dios prefigura tu poder en la autoridad que dio a Sara sobre Abraham, lo cual sucedió después de la promesa de darle un hijo, de cuya simiente descendería el Mesías.
Al recibir Abraham la promesa de Dios, que no puede mentir, y habiendo tomado las vacas, las cabras, los carneros, las tórtolas y las palomas, las partió según la orden que Dios le dio, mientras el sol se ocultaba, para velarlo todo: Y sucedió que estando ya el sol para ponerse, cayó sobre Abraham un sopor, y de pronto le invadió un gran sobresalto. Y, puesto ya el sol, surgió en medio de densas tinieblas un horno humeante y una antorcha de fuego que pasó por entre aquellos animales partidos. Aquel día firmó el Señor una alianza con Abraham, diciendo: A tu descendencia he dado esta tierra (Gn_15_12s). Dicha simiente es Isaac, hijo único de Sara, que es figura de Jesucristo, con el que Ismael no debía heredar ni aun jugar familiarmente. Vio Sara al hijo que Agar la egipcia había dado a Abraham jugando con su hijo Isaac, y dijo a Abraham: Despide a esa criada y a su hijo, pues no va a heredar el hijo de esa criada juntamente con mi hijo, con Isaac. Lo sintió mucho Abraham, por tratarse de su hijo, pero Dios dijo a Abraham: No lo sientas ni por el chico ni por tu criada. En todo lo que te dice Sara, hazle caso; pues aunque por Isaac llevará tu nombre una descendencia (Gn_21_9s).
Dios ordenó a Abraham obedecer la voz de Sara, diciéndole que esa era su voluntad, y que no consideraba grosero lo que dijo Sara, por ser madre de Isaac, al que daría la posteridad de bendición, de la que nacería Jesús. Dios reveló el nacimiento de este divino hijo a Abraham para alegrarlo, y, aunque lo hizo veladamente, el patriarca pudo saludar de lejos las promesas. Isaac se paseaba una tarde al declinar el día, es decir, cuando el sol se ocultaba. Vio entonces venir a Rebeca, la cual se cubrió con su manto. En cuanto el servidor le dijo que el hombre que iba delante era su señor, del que ella debía ser esposa, entonces ella tomó el velo y se cubrió. Isaac la [1021] condujo a la tienda de Sara, su madre, y la tomó por esposa: Y tanto la amó, que se consoló Isaac por la pérdida de su Madre (Gn_24_65).
Rebeca, al consultar al Señor acerca de los sufrimientos que tendría a causa dos hijos que llevaba en su vientre, fue respondida que llevaba en ella dos pueblos, de los cuales el segundo en nacer suplantaría al primero, y que el mayor serviría al menor, que era amado por él, y del que nacería el Mesías. Se trataba de Jacob, al que amaba Rebeca; a su vez, Isaac amaba a Esaú: Isaac quería a Esaú, porque le gustaba la caza, y Rebeca quería a Jacob (Gn_25_28), pero con un fin más alto que el del bueno de Isaac, porque ella había aprendido del Señor que Jacob era su elegido, y que sería padre del Mesías. Por eso lo revistió con la túnica de Esaú y la piel de los cabritos, tapándolo con sus velos para recibir la bendición y para convertirlo, según las promesas divinas, en suplantador de Esaú. Fue de Rebeca la idea de enviar a Jacob a casa de su hermano Labán, tanto para librarlo del furor de Esaú como para cooperar al designio de Dios bajo el pretexto de las aflicciones que le sobrevendrían si su hijo se casaba contrariamente a sus deseos: Rebeca dijo a Isaac: Me da asco vivir al lado de las hijas de Het. Si Jacob toma mujer de las hijas de Het como las que hay por aquí, ¿para qué seguir viviendo? (Gn_27_46). Qué espesura la del velo de Rebeca, y cuánto poder tenía sobre Isaac. Llamó, pues, Isaac a Jacob, le bendijo y le dio esta orden: No tomes mujer de las hijas de Canaán. Levántate y ve a Paddán Aram, a casa de Betuel, padre de tu madre, y toma allí mujer de entre las hijas de Labán, hermano de tu madre. Que el Dios omnipotente te bendiga, te haga fecundo y te acreciente, y que te conviertas en asamblea de pueblos. Que te dé la bendición de Abraham a ti y a tu descendencia (Gn_28_1s).
Llegó entonces a un lugar donde quiso descansar después de la puesta del sol. Tomó, pues, algunas piedras y las colocó debajo de su cabeza: llegando a cierto lugar, se dispuso a hacer noche allí, porque ya se había puesto el sol. Tomó una de las piedras del lugar, se la puso por cabezal, y se acostó en aquel lugar. Y tuvo un sueño; soñó con una escalera apoyada en tierra, y cuya cima tocaba los cielos, y he aquí que los ángeles de Dios subían y bajaban por ella, y vio que el Señor estaba sobre ella, y que le dijo: Yo soy el Señor Dios de tu padre Abraham, y el Dios de Isaac. [1022] La tierra en que estás acostado te la doy para ti y tu descendencia, etc. (Gn_28_16). Cuando Jacob se despertó dijo: verdaderamente Dios está en este lugar y yo no lo sabía (Gn_28_16), Jacob, Dios te veló con el sueño al revelarte tantas maravillas; él mismo se apoyó en esta escala mística, por la que subían y bajaban los ángeles, trayéndote presentes y gracias y ofreciendo tus razones para urgir la Encarnación. Los ángeles dispusieron todo de suerte que Jacob desposara a Lía y a Raquel, ayudándole a enriquecerse con las ovejas que concebían corderos, de acuerdo a los deseos de Jacob para compensar el alquiler que Labán le había impuesto por ellos. Jacob, al regresar con sus dos esposas y sus hijos se enteró de la cólera de Esaú, su hermano; pero los ángeles se ocuparon de todo: uno de ellos aparentó ser el mismo Dios en forma humana y, disfrazado, salió al encuentro de Jacob, que se había quedado solo durante la noche: Y habiéndose quedado Jacob solo, estuvo luchando alguien con él hasta rayar el alba. Pero viendo que no le podía, le tocó en la articulación femoral, y se dislocó el fémur de Jacob mientras luchaba con aquél. Este le dijo: Suéltame, que ha rayado el alba. Jacob respondió: No te suelto hasta que no me hayas bendecido. Dijo el otro: ¿Cuál es tu nombre? Jacob. En adelante no te llamarás Jacob sino Israel; porque has sido fuerte contra Dios y contra los hombres, y le has vencido. Jacob le preguntó: Dime por favor tu nombre. ¿Para qué preguntas por mi nombre? Y le bendijo allí mismo (Gn_32_25s).
Dios, velado en el ángel y éste velado bajo la figura de un hombre, luchó entre los crespones de la noche con Jacob, que prevaleció sobre el ángel, el cual sólo dañó un nervio a Jacob, que se había convertido en suplantador de Dios en el ángel. El Dios oculto, no deseando ser conocido, pidió tregua a Jacob al llegar la aurora, pero éste no quiso dejarlo ir hasta que le diera su bendición. El ángel simuló ignorar su nombre para cambiárselo por el de Israel, a fin de revelarle que había vencido a Dios disfrazado. Después, viéndose instado por Jacob para decirle su nombre, se apresuró a bendecirlo en el mismo lugar para no ser identificado.
Jacob, iluminado por la luz invisible que es la fe, que extiende velos bajo los cuales Dios es percibido por los espíritus [1023] fieles, llamó a ese lugar Fanuel, diciendo: He visto a Dios cara a cara, y tengo la vida salva. El sol salió así que hubo pasado Fanuel, pero él cojeaba del muslo (Gn_32_30s).
El buen Jacob dijo que había visto a Dios cara a cara, y que su alma estaba a salvo; pero todo sucedió veladamente, como ya dije antes. Repentinamente, después de la lucha, salió el sol, lo cual nos señala que vio a Dios bajo los velos de la noche, en el ángel en forma de hombre. Los ángeles se regocijaron al presenciar las comunicaciones de Dios con los hombres bajo diversos velos, considerándose muy honrados de que él se ocultara en ellos para visitar a la humanidad. También le servirían de velos en diversas apariciones que precederían a la Encarnación.
Cuando se mostró a Abraham como figura de la Trinidad, aparecieron tres ángeles y el patriarca, divinamente inspirado, adoró a uno de ellos, lo cual manifestaba la unidad de la esencia en la Trinidad de personas y señalaba al Verbo que deseaba encarnarse. Lo que ya he dicho acerca de la lucha de Jacob muestra además el placer que estos caritativos espíritus sienten ante las inclinaciones de Dios a conversar con la humanidad, cediendo con disposición angélica y con toda cortesía las ventajas a Jacob, en cuanto dijo su nombre al ángel que luchaba contra él: En adelante no te llamarás Jacob sino Israel; porque has sido fuerte contra Dios y contra los hombres, y le has vencido (Gn_32_28). Jacob quiso interrogarle Dime tu nombre. ¿Por qué te escondes de mí? Aquel espíritu, tan prudente como perspicaz, le dijo: ¿Para qué preguntas por mi nombre? (Gn_32_29). Tengo orden del soberano de ocultar su majestad en mí. ¿Por qué deseas identificarme y conocer al Dios oculto? Prefiero, desde ahora, darte mi bendición en este lugar, antes de que la aurora revele lo que tengo orden de mantener en secreto. En el mismo instante, desapareció.
Jacob, instruido por el Espíritu Santo, dijo que había visto a Dios cara a cara, y que su alma estaba a salvo. El buen Jacob había sido iluminado bajo los velos de la fe, mediante la cual el alma dice que ve a Dios según el rostro que él desea adoptar para hacerse visible a nuestra vista. Cuando Dios, oculto y salvador, quiso sacar a su pueblo de la esclavitud, se manifestó bajo la forma de un arbusto en llamas, desde el que habló a Moisés a través del ángel que lo velaba (Gn_28_11s).
[1024] Como Moisés deseaba contemplar su grande y maravillosa visión, el Señor oculto en el ángel le dijo desde en medio del zarzal ardiente: Moisés, Moisés, no te acerques aquí; quita las sandalias de tus pies, porque la tierra en la que contemplas esta maravilla es santa. Yo soy el Dios de tus padres, el Dios de Abraham, el Dios de Isaac y el Dios de Jacob.
Moisés se cubrió el rostro, porque temía ver a Dios (Ex_3_6). La majestad de Dios en el ángel era tan grande, que Moisés no se atrevía a levantar los ojos para mirarla; de ella recibió el mandato de ir con Faraón, para decirle de parte de su soberana majestad que liberase a su pueblo. Moisés respondió: ¿Quién soy yo para ir a Faraón y sacar de Egipto a los israelitas? Si voy a los israelitas y les digo: El Dios de vuestros padres me ha enviado a vosotros; ¿qué les diré si me preguntan el nombre del Dios que me envía a ellos? Dijo Dios a Moisés: Yo soy el que soy. Y añadió: Así dirás a los israelitas: Yo soy me ha enviado a ustedes (Ex_3_11s). Moisés no sabía otro nombre que el de Dios de sus padres, el cual en realidad es Yo soy. He ahí los velos. Moisés prosiguió: No van a creerme, ni escucharán mi voz pues dirán: No se te ha aparecido el Señor (Ex_4_1).
Dios le prometió el poder de hacer milagros para que su pueblo creyera en él y para atemorizar a Faraón. Los prodigios que obró Moisés no bastaron para que Faraón se rindiera, hasta que un ángel, bajo los velos de la noche, arrebató la vista y la vida a todos los primogénitos de los egipcios. Pero las tinieblas palpables de tres días no produjeron el terror suficiente para atemorizar y vencer al monarca endurecido en contra de las órdenes del Dios de Israel; fueron necesarias las de la noche, que fue para él y para todo Egipto una desolación universal: Levantóse Faraón aquella noche, con todos sus servidores y todos los egipcios; no había casa donde no hubiese un muerto (Ex_12_30). Aquella noche fue un crespón de aflicción general, que dio espíritu a Faraón, pero no de gracia, ya que temió su propia muerte al presenciar la de su hijo y la de todos los primogénitos de Egipto. Permitió, por tanto, que Moisés, Aarón y todo el pueblo de Israel salieran a sacrificar al desierto, según la voluntad de Dios. [1025] Aquella noche, que fue la desolación de los Egipcios, fue la alegría del pueblo de Israel; un día de gozo y de liberación de Faraón y del Mar Rojo, por el poder de la diestra de Dios oculto en el ángel, el cual los condujo a través de los desiertos para velarles las ciudades y que aquel pueblo, poco valiente, no volviese a Egipto al menor rumor de guerra, sufriendo con más libertad la cautividad que combatiendo con generosidad.
El Dios de bondad les envió un ángel que lo representaba bajo los velos de una columna de nube por el día, y una columna de fuego por la noche, alimentándolos con el maná, que era velo y figura del pan eucarístico que deseaba darnos, lo cual ignoraban; por ello dijeron: Man Hû ¿Qué es esto? (Ex_16_15), a lo que respondió Moisés: es el pan que el Señor desea enviarles para comer en los desiertos. Más tarde su bondad les daría el agua de la piedra, que fue también velo y figura del agua de la gracia que Jesucristo, la roca verdadera, daría a los cristianos que ingresarían a la Iglesia. Llegaron hasta el desierto del Sinaí, donde fijaron sus tiendas y pabellones frente al monte (Ex_19_1). El Señor les testimonió el cuidado que se dignaba tener de ellos y el favor que les hacía por encima de las demás naciones, de escogerlos como a pueblo suyo. Cuando Moisés les dio a conocer los favores que el Señor les prometía, el Señor dijo: Mira: Voy a presentarme a ti en una densa nube para que el pueblo me oiga hablar contigo, y así te dé crédito para siempre (Ex_19_9). Moisés se acercó y el Señor descendió del cielo hasta la cima del monte al que subió Moisés: Todo el Monte Sinaí humeaba (Ex_19_8). Aquel monte era terrible; el pueblo tuvo miedo Y se mantuvo a distancia, mientras Moisés se acercaba a la densa nube donde estaba Dios (Ex_20_21).
Moisés recibió la ley en la penumbra, cuando Dios le ordenó hacer el tabernáculo y colocar el arca en él. Le [1026] dijo: Lo haréis conforme al modelo de la Morada que yo voy a mostrarte y un velo de púrpura violeta y escarlata, de carmesí y lino fino torzal (Ex_25_8s). Dios les pondría velos. Nunca supieron algo acerca del misterio de la Trinidad debido a que, en su rudeza, aquel pueblo no hubiera podido aceptar que en Dios hay tres personas. Dicho misterio estuvo velado y oculto para ellos. Era necesario el Mesías para declararlo a los suyos, en especial a San Juan, que es el águila de los Evangelistas. Aquel pueblo de dura cerviz, obstinado en su sentir, tenía tendencia a la idolatría, como lo manifestó cuando Moisés tardó demasiado en bajar, prolongando sus coloquios con el Señor, que le dictaba la ley: impacientes por su regreso, fabricaron un becerro de oro al que adoraron. Si Moisés hubiese tenido la misión de anunciarles la Trinidad de personas, habrían creído que no podían ser tres hipóstasis sin ser tres dioses. No hubieran podido aceptar que, en la unidad de esencia, hay tres naturalezas distintas que son un solo Dios y una naturaleza simplísima e indivisible; su capricho los habría movido a decir que una de las tres personas era desigual; que el Padre era superior al Hijo, a pesar de que éste recibe su esencia sin dependencia, y que el Espíritu Santo era menor que el Padre y el Hijo que lo producen, el cual recibe de ellos el ser sin sometimiento, como de un sólo principio; y que está en ellos y ellos en él mediante la divina circumincesión.
Jamás hubieran perseverado en la creencia de que el Padre era tan fecundo en su entendimiento, que al contemplar sus divinas perfecciones, engendraba un Hijo igual y consustancial con él: una noticia, una dicción, un Verbo que es el principio de sus vías internas y el término de su entendimiento; Hijo que recibe toda la esencia sin que el Padre se prive de ella; Padre e Hijo que la comunican enteramente al Espíritu Santo por vía de espiración, sin división, sin disminución, sin partición. El Espíritu recibe su ser con inmensidad, por ser término de la única voluntad del Padre y del Hijo y el lazo que los une dichosamente. Es el círculo inmenso que abarca y termina todas las divinas emanaciones, siendo igualmente feliz al recibir el ser que el Padre y el Hijo [1027] se glorían en comunicarle. El nada produce en la Trinidad, porque en él todo es producido. El es su delicioso beso, su amor subsistente y todopoderoso, sapientísimo y buenísimo como el Padre y el Hijo. Es tan grande su deseo de ser enviado a los hombres, como el de ellos de enviarlo; como es el mismo Dios, sólo hay un mismo deseo. El es el bienaventurado suspiro de los dos espirantes, cuya gloria les es común desde la eternidad, y lo será por toda la infinitud. La divina sociedad es su felicidad soberana: un Dios que se basta a sí mismo, que mora en una luz inaccesible a las meras criaturas.
Oh abismo de la riqueza de la sabiduría y de la ciencia de Dios. Cuán insondables son sus designios e inescrutables sus caminos (Rm_11_33), exclama el gran apóstol, el cual nos enseña que los patriarcas y profetas saludaron de lejos las promesas, y que todo se les reveló en figura. Si Moisés tuvo el privilegio de ver al Dios invisible, fue como de paso. Lo expreso de este modo para no desviarme de las palabras de la Escritura, y para conciliar lo que, a primera vista, parece contradecirse en un mismo capítulo.
Todo el pueblo veía a Moisés cuando penetró en el tabernáculo; en cuanto lo hizo, descendió la columna de nube: Y una vez entrado Moisés en la tienda, bajaba la columna de nube y se detenía a la puerta de la Tienda, mientras el Señor hablaba con Moisés. Todo el pueblo veía la columna de nube detenida a la puerta de la Tienda y se levantaba el pueblo, y cada cual se postraba junto a la puerta de su tienda. Yahvé hablaba con Moisés cara a cara, como habla un hombre con su amigo (Ex_33_9s). Más adelante Moisés dijo al Señor que él le había asegurado que lo conocía por su nombre, y que había hallado gracia en su presencia: Si realmente he hallado gracia a tus ojos hazme saber tu camino, para que yo te conozca y halle gracia a tus ojos y mira que esta gente es tu pueblo. Respondió el Señor: [1028] Yo mismo iré contigo y te daré descanso. Contestó Moisés: Si no vienes tú mismo, no nos hagas partir de aquí (Ex_33_13s). Con estas palabras, Moisés dio a entender que no veía los ojos ni el rostro de Dios, a pesar de que se dice en el versículo once que hablaba con Dios cara a cara, y en el verso 14: Mi rostro te precede (Ex_33_14).
Moisés parece decir que dicha manera de precederlo con su rostro no se refiere al rostro que desea ver, sino a uno que lo representa; es decir, probablemente la faz de un ángel, el cual, con una sutileza angélica, parece desear conversar con Moisés con una cortesía celestial: Has hallado gracia a mis ojos y yo te conozco por tu nombre (Ex_33_17). A lo anterior responde Moisés: Déjame ver, por favor, tu gloria (Ex_33_18); muéstrame tu gloria, y a través de la luz de la misma conoceré claramente tu rostro. El ángel, tan diestro como Moisés, y aún más que él, respondió: Yo haré pasar ante tu vista toda mi bondad y pronunciaré delante de ti el nombre del Señor; pues hago gracia a quien hago gracia y tengo misericordia con quien tengo misericordia. (Ex_33_19). Como Moisés no quedó del todo satisfecho, oyó que el Señor añadía: No podéis ver mi rostro. No puede verme el hombre y seguir viviendo. Dios oculto en el ángel, permíteme expresar lo que pienso: ¿Acaso no son tuyas estas palabras: No puede verme el hombre y seguir viviendo? Las dices a fin de que Moisés no te apremie a descubrir el misterio escondido, temiendo su muerte al insistir en su petición de contemplar tu rostro. ¿Se debe a que deja de pedir lo que no quieres concederle? ¿A quién se ha revelado el origen de la sabiduría, y quién ha conocido sus sutilezas?
Moisés parece tranquilizarse un poco en su gran deseo de contemplar el rostro divino; Dios, al ver que no responde, le dice: Mira, hay un lugar junto a mí; tú te colocarás sobre la peña. Y al pasar mi gloria, te pondré en una hendidura de la peña y te cubriré con mi mano hasta que yo haya pasado. Luego apartaré mi mano, para que veas mis espaldas; pero mi rostro no se puede ver (Ex_33_21s).
Moisés, no deseo desconcertarte del todo; el hombre que vive una [1029] vida corporal no puede verme en la gloria con una vista estable, permanente y sin velos; pero como tengo tanto poder como sabiduría, permitiré que veas bien y contemples mi gloria, pero de manera transitoria. Cuando pase, mantente en la hendidura de la peña en la que te colocaré; mi diestra te servirá de protección en tanto que yo pase glorioso. Apartaré mi mano, la cual manifiesta y oculta mi gloria como y a quién me place, que es la misma mano que sostiene las estrellas como bajo un lacre o sello. Cuando la levante, verás mis espaldas, contemplando en ellas al Verbo que debe encarnarse, el cual lleva sobre sí, en cuanto Dios, la plenitud de la palabra del divino poder; y llevará sobre sí, en cuanto hombre, al encarnarse, todos los pecados del mundo. Al ver al Verbo podrás ver claramente, porque en él habitará corporalmente toda la plenitud de la divinidad; la divinidad se ocultará en él para reconciliar el mundo conmigo. En cuanto a mi rostro, que es un sol radiante, no puedes verlo sin perder la vista, a menos que haga yo un milagro, que no creo oportuno, por no ser absolutamente necesario. Debe contentarte el que tu suerte esté en mi mano. Los rayos de mi espalda, que proceden de mi rostro, son capaces de hacerte feliz al pasar. Mi Verbo es un espejo voluntario; que te baste verlo a través de admirables centelleos. Al penetrar por anticipado en el orificio de su costado, que estará abierto, eres favorecido por adelantado. Mi bondad y tus fervientes deseos te han obtenido esta gracia. Piensa por ahora en tallar dos tablas de piedra como las primeras que rompiste, y escribiré sobre ellas las palabras de mi ley. Procura estar listo desde la aurora, para subir con diligencia al Monte Sinaí, a fin de encontrarte conmigo en su cima, y que nadie suba contigo. El Señor descendió velado por la columna para dictar la ley. Cuando Moisés hubo permanecido con el Señor cuarenta días y cuarenta noches, descendió de la montaña y se dirigió al pueblo para manifestarle la voluntad y los mandamientos del soberano Dios.
[1030] Todo lo que he escrito acerca del Éxodo es para demostrar que Dios colocaba velos, no sólo ante el pueblo, sino aun ante Moisés, hablándole en la penumbra de la nube. En cuanto a mí, escribo bajo velos y sombras por ser incapaz de describir dichas luces, ni manifestarlas sin perjuicio de los múltiples rayos divinos tratando de proteger sus puntas. Tiendo crespones, adorando al que se veló en el ángel, mandando que se le creyera soberano Señor, diciendo que su nombre es admirable en él mismo y en el ángel que lo representaba, deseando que fuese adorado como Dios.
Se trataba de ti, glorioso san Miguel. Mi divino amor me lo dio a entender hace algunos años, y no lo pongo en duda. El quiso que fueses semejante a él, que te ama tanto como una esencia espiritual creada puede relacionarse con la esencia que es el espíritu increado y posee el ser en sí mismo. Fuiste el primero en adorarlo en espíritu y en verdad, atrayendo a él tus soldados, es decir, la milicia celestial, de la que el Dios justísimo te constituyó general en jefe. Eres como un signo en presencia de su rostro, el cual imprime en ti su esplendor. Eres el espíritu de su boca; dígnate, si te place, enseñarme alguna digresión en que haya caído; condúceme con Josué para destruir a Jericó y todas sus inconstancias; Jericó representa la luna, que es inconstante.
Josué levantó los ojos y vio a un hombre plantado frente a él con una espada desnuda en la mano. Josué se adelantó hacia él y le dijo: ¿Eres de los nuestros o de nuestros enemigos? Respondió: No, sino que soy el jefe del ejército de Yahvé. He venido ahora. Cayó Josué rostro en tierra, le adoró y dijo: ¿Qué dice mi Señor a su siervo? (Jo_5_13s). Le diste orden, gran príncipe, de quitarse las sandalias, diciéndole que el lugar que pisaba era santo. Josué obró según tu mandato. Fuiste tú quien sembró el terror en los espíritus de los habitantes de Jericó, y el que condujo y defendió al pueblo de Israel combatiendo por él, el cual te tomó por el mismo Dios.
Todos cuantos se acogían a tu poder [1031] decían que el Dios de los hebreos velaba por ellos. Tuvieron razón al decir: No hay otra nación tan grande ni que tenga dioses tan cercanos como lo está de nosotros nuestro Dios (Dt_4_7) Fuiste tú quien condujo a los espías, llevándolos a Raab, a la que escogió el Salvador para contribuir a su genealogía y para ser de su raza. Sabías muy bien que el Mesías vendría a llamar y salvar a los pecadores y prevenías con la luz de sus divinos rayos, sus amorosas inclinaciones, que eran velos para los pueblos, que ignoraban sus maravillas.
Josué detuvo el sol mientras combatía, pero esto se debió a que le diste la idea y el valor para hacerlo. A partir de aquel día te puedo aplicar estas palabras escritas en el Apocalipsis: Otro ángel que subía del Oriente y tenía el sello de Dios vivo (Ap_7_2). Fuiste tú quien ordenó a los cuatro ángeles no dañar la tierra, ni el mar, ni los árboles; fuiste tú quien, obedeciendo la orden divina, detuviste el sol ante la palabra de Josué, hasta que obtuvo la victoria de los enemigos del pueblo de Dios, y el que hizo durar ese gran día, como el que no ha habido otro semejante. Cuántas veces muestras tu poder a los que combaten contra los cinco reyes, que son nuestros cinco sentidos, a los que suspendes para después darles muerte en lo que les parecía lo más natural, manteniéndolos como sepultados, abrumados de mortificaciones que el cielo les manda, debido al peso del santo amor; tú los velas y Dios sale vencedor!
Fuiste tú quien condujo a los grandes guías del pueblo judío, aunque permaneciendo velado a sus ojos; tú el que instruyó a la sensata Débora para juzgar bajo su palmera como debajo de un velo, y tú el que dio un clavo a Jael para traspasar la cabeza de Sízara, enemigo del pueblo de Dios. Fuiste tú, sin manifestarte, quien urgió a la hija de Jefté a salir al encuentro de su victorioso padre, para ser una víctima virginal, aunque tuviera que llorar su virginidad.
[1032] A través de los velos, contemplarías el placer que el Verbo Encarnado experimentaría en la ley de gracia en los sacrificios voluntarios, no impuestos, de las vírgenes veladas y consagradas al divino esposo. Fuiste tú quien anunció el nacimiento de Sansón, volando al extremo de la llama del sacrificio para manifestar ante la tierra y el cielo tu amorosa fidelidad por la gloria del soberano Dios. Al rehusar el honor que se le ofrecía, Sansón fue asistido y tomado por ti, para sobreponerse a todo. Fuiste tú quien concedió a Ruth la constancia para seguir a Noemí, y tú quien dispuso a Booz para desposarla después de que ella siguió los consejos que inspiraste a su suegra, permitiéndole llegar a la grandeza de ser antepasada del Mesías. Tú presentaste las oraciones y lágrimas de Ana para obtenerle un Samuel poseído por Dios, al que presentaste las quejas de la ingratitud de los hijos de Israel, que deseaban un rey y un guía visible, por estar cansados de los favores del rey y guía invisible el cual los favorecía con milagros inauditos hasta entonces; milagros que tú mismo hacías por mandato suyo, de los que llegaron a hastiarse. Les describiste, con una sabiduría admirable que manifestó tu justo reproche, la ley del rey que ellos pedía n, la cual sería un fardo pesadísimo para ellos, mostrándoles que estaban ciegos.
Como castigo a su ingratitud, tuvieron un rey que desoyó las órdenes de Samuel y cuyo reino no se consolidó.
Tu penetrante mirada en los designios de Dios, aunque velados a los hombres, señaló a Samuel el rey que el soberano Dios escogió, que era un hombre según su corazón, al que reconociste como descendiente de la simiente de la que nacería y tomaría carne el Mesías, como me inspiraste escribir antes en este mismo tratado. No lo repetiré; ya lo he mostrado con mucha claridad, aunque velado.
¿No fuiste tú quien penetró en el templo el día de la Dedicación, representando a la majestad divina bajo los velos? Era la Trinidad, ignorada y oculta a la rudeza de aquel pueblo.
[1033] En el segundo Libro de los Macabeos se dice que todos fueron a buscar el fuego sagrado, encontrándolo oculto en un pozo profundo y seco: No habían encontrado fuego, sino un líquido espeso (2Mac_1_21). En cuanto éste fue colocado sobre la leña dispuesta para el sacrificio, fue encendida por el sol, que hasta entonces se había ocultado tras de la nube. Surgió un verdadero fuego: El sol que antes estaba nublado volvió a brillar, y se encendió una llama tan grande que todos quedaron maravillados (2Mac_1_22).
Gran Santo, en qué dédalo me has metido. Me he perdido en él sin tener la intención de caminar por él tanto tiempo. Llévame hasta Nazareth para ver ahí a la Virgen que concibió un hijo que es Dios velado con los harapos de nuestra humanidad, el cual permaneció con ella y San José durante treinta años, conocido a los ángeles y oculto a los hombres. Durante estos treinta años tus delicias se cifraron en verlo, servirlo y adorarlo en sus acciones y en sus divinas contemplaciones, pasando noches enteras en la oración de Dios, velado en sus divinas tinieblas, a pesar de que en él estaba la luz esencial en cuanto Verbo divino, luz de luz, Dios de Dios, y que por ser Dios no había en él tinieblas, aunque en cuanto hombre quiso sufrir el poder de las tinieblas, por lo que dijo: Pero esta es vuestra hora y el poder de las tinieblas (Lc_22_53).
Vino a los suyos y los suyos no lo reconocieron ni lo recibieron, queriendo cubrirse con las apariencias de pan y vino para entregarse a los hombres en banquete perpetuo hasta el último día, después de lo cual se dirigió al huerto para orar y ofrecerse a un combate espantosísimo a causa del horror de las tinieblas, como nos dicen Mateo y Marcos: Comenzó a sentir tristeza y angustia. Entonces les dice: Mi alma está triste hasta el punto de morir (Mt_26_37s). San Lucas habla de un ángel que se le apareció para confortarlo. Fuiste tú, gran Santo. Sabes cómo llegué a saberlo. Lo consolaste y le dijiste que su Padre lo había enviado para dar a conocer el amor que tenía por los hombres; que era digno de combatir, que se llevaría la victoria sobre todos sus enemigos y que tomaría la gloria que los demonios quisieron arrebatar a su majestad, añadiendo que vencería los poderes de las tinieblas, [1034] despojándolos de su imperio; que debía ser el esposo de sangre que desposaría a la Iglesia con su muerte, a fin de que dicho matrimonio fuera perpetuo e indisoluble; su amor por ella era tan grande, que retaría en duelo a todas las criaturas. Prosiguió diciendo que, como su amor era más fuerte que la muerte y su celo más duro que el infierno, había venido del cielo por expresa voluntad de su divino Padre, para consolarlo: Entonces, se le apareció un ángel venido del cielo que le confortaba. Y sumido en agonía, insistía más en su oración. Su sudor se hizo como gotas espesas de sangre que caían en tierra (Lc_22_43s).
Se ofreció a la muerte de la cruz y, al tener que subir a dicho altar, fue velado por la burla de los que le golpeaban diciéndole: Adivina, ¿quién te ha pegado? Habiendo llevado su cruz hasta el Calvario, y estando clavado en ella, las tinieblas lo cubrieron: Era ya cerca de la hora sexta cuando, al eclipsarse el sol, hubo oscuridad sobre toda la tierra hasta la hora nona (Lc_23_44). Cuántos misterios se cruzaron entre el Padre y el Hijo a través de su amor común, el Espíritu Santo, satisfecho ante la copiosa Redención de la humanidad, que su Salvador había realizado por un exceso de amor incomprensible a los hombres y a los ángeles. La Virgen, que estaba de pie junto a la cruz, contribuyó con todo lo que tenía a este rescate, dando amorosa y constantemente a su hijo Dios y Hombre, por la redención del género humano, llegando hasta privarse de la cualidad de Madre del Hombre-Dios, cuya voluntad fue ser sustituido por su discípulo, dejando de llamarla madre suya: Mujer, ahí tienes a tu hijo. Luego dice al discípulo: Ahí tienes a tu madre.
Después de esto, sabiendo Jesús que todo estaba cumplido, para que se cumpliera la Escritura, dijo que tenía sed y se le presentó vinagre. Cuando tomó Jesús el vinagre, dijo: Todo está consumado. E inclinando la cabeza, entregó el espíritu (Jn_19_26s). Esta muerte fue un velo; como el Salvador era la luz del mundo, su alma descendió a los limbos; la tierra no estuvo ya iluminada, salvo en sus regiones inferiores, a las que esa alma gloriosa descendió para iluminar a las que yacían en las tinieblas. Su cuerpo sagrado quedó en la cruz para completar las prodigalidades del divino amor, el cual, aunque carecía de ojos guió a un ciego para que clavara su lanza en el corazón del enamorado que moría de amor. [1035] Se dice que el amor es ciego, o que carece de ojos a pesar de lo cual conoce su objeto y penetra hasta donde la ciencia no puede llegar. La lanza, al abrir el costado del Salvador, manifestó el amor del Rey de los corazones y la dilección de su divino y real corazón, que deseaba demostrar su generosidad derramando el resto de sangre que aun quedaba en su divino cuerpo, junto con el agua milagrosa que mana de la piedra adorable sobre la que están fijas las miradas de los ángeles, adorando aquel velo que había quedado pálido, descolorido y privado del resplandor de su belleza.
Cuerpo que estaba colmado de la divinidad, la cual era su soporte, del que dicho cuerpo santísimo no fue abandonado, como tampoco el alma que estaba en los limbos. El compuesto fue destruido, pero el Verbo divino estuvo siempre unido al alma y al cuerpo; lo que tomó y apoyó una vez, no lo dejó ni lo dejará jamás. Ante su muerte, toda la tierra se sumergió en duelo; unidos, los ángeles y las mujeres lloraron amargamente, como dice el profeta, del modo en que pueden llorar.
Al caer la tarde fue necesario velar o amortajar el velo de la divinidad, que era aquel cuerpo precioso. José y Nicodemo ejercieron el mismo oficio que la Virgen cuando lo dio a luz en Belén, envolviéndolo en lienzos. Fue el mismo signo que el ángel dio a los pastores, ante el cual los apóstoles creyeron con más fuerza en su resurrección, a causa de los lienzos o sudarios que eran velos. Todo ello lo refirieron las mujeres a los apóstoles, cuando los ángeles se les aparecieron asegurándoles que había resucitado: Anunciaron todas estas cosas a los Once y a todos los demás. Pero todas estas palabras les parecían como desatinos y no les creía n. Pedro se levantó y corrió al sepulcro. Se inclinó, pero sólo vio las vendas y se volvió a su casa, asombrado por lo sucedido (Lc_24_10s). Helos ahí, seguros del nacimiento del Salvador; los velos de las tinieblas dieron a conocer la muerte del Hombre-Dios a san Dionisio; los velos con los que el cuerpo muerto del Hijo de Dios fue envuelto o amortajado, dieron la fe a Pedro, roca [1036] fundamental de la Iglesia, de la verdadera resurrección de su Maestro.
Cuando subió al cielo, la nube que lo veló a los ojos de sus apóstoles continuó atrayendo y extasiando sus espíritus en dirección al cielo, de suerte que Dios les envió a dos ángeles velados de blanco para hacerlos volver en sí y asegurarles que el mismo Jesús que habían visto subir, al que tapó la nube, vendría de nuevo en el último día; cosa que esperan todos los fieles, creyendo en ella como uno de los artículos de nuestra fe, que es un velo con el que nos acercamos a Dios y al misterio de fe, que es el Santísimo. Sacramento del altar, donde el Verbo Encarnado prometió morar entre nosotros hasta la consumación de los siglos, oculto bajo las especies sacramentales. Bajo los velos del pan y del vino, está la fuerza de la Iglesia, que es nuestro bello y buen Señor. El es el divino Moisés, que extendió sus velos a fin de que no seamos deslumbrados por la claridad de su rostro. Como está velado, se complace en visitar, conversar y unirse a las vírgenes veladas, confesándose cautivo suyo, dándoles poder por amor sobre sus inclinaciones, y diciendo a cada una de ellas: Deléitate, toda mía, en el Señor velado y él te concederá lo que pide tu corazón.
Qué gracias no concedió a las santas Catalina de Siena y de Génova, instruyéndolas en la ciencia más alta de su amor, de su prudencia y de su providencia. Su bondad no pudo sufrir que Sta. Clara de Montefalco fuese privada de la eucaristía por su superiora, la cual deseaba prohibírsela porque no se permitía que comulgaran las hermanas, cayendo en éxtasis bajo su velo por obra del amor de su Salvador, que era su Dios oculto, el cual se le apareció para darle la comunión bajo sus velos. Su caritativa cortesía se había sentido obligada a satisfacer los deseos de su enamorada. Lo que concedió a esta santa lo hizo por otras del siglo pasado.
Qué llama no hizo aparecer para Sta. Teresa, quitándole todos los impedimentos para comulgar, a fin de que ella se acercase a él todos los día s! Divinamente [1037] apremiado, voló hasta sus labios, saliendo de las manos del obispo, como para decirle que era demasiado lento en llevarlo ahí donde su amor lo hacía volar: Por la gracia del Espíritu Santo el alma nada sabe de perezosos empeños. En cuanto Verbo, produce al Espíritu Santo, y en cuanto Verbo Encarnado en la Eucaristía, ha recibido todas las gracias del Espíritu Santo, que se complace en reposar en él. Jesucristo, cuyo nombre es Gracia de Dios, probó la muerte por nosotros; muerte que aceptó complacido su amor, dignándose permanecer en este sacramento como en estado de muerto, aunque viviente, para dar la vida a los que le aman. Se encuentra en él con su cuantía interior, y no con su extensión local. En él es un verdadero cuerpo que no sufre y la sabiduría eterna para enseñarnos por sí mismo los misterios que oculta a los prudentes del siglo, realizando así el dicho del apóstol: Ha escogido Dios más bien lo necio del mundo, para confundir a los sabios (1Co_1_27).
Siempre le ha gustado tratar con las mujeres. Como sabe que son excluidas de las funciones eclesiásticas, ha querido que participen de la comunión, donde, bajo los velos de las especies sacramentales, es recibido en sus pechos. Aun cuando sólo hubiese existido su Santa Madre en la Iglesia, habría instituido este sacramento de amor para entrar impasible en su seno, recordando las alegrías que experimentó al morar en él durante nueve meses en estado pasible. El Verbo celebra las bodas que son como extensiones de la Encarnación cuando penetra en sus esposas mediante la Eucaristía. Al recibirlo en la comunión, son transformadas en su lecho nupcial y, en su calidad de esposas, les revela secretos que son divinamente llamados los secretos del tálamo, que destilan tanta pureza, que la esposa dice con Santa Inés: Amo a Cristo, en cuyo tálamo entraré; cuya Madre es Virgen, cuyo Padre no conoció mujer; cuya voz me canta con acentos de órgano melodioso. Cuando lo amo, permanezco casta; cuando lo toco, soy pura; cuando lo recibo, sigo siendo virgen. Estoy desposada con Aquel a quien los ángeles sirven y cuya hermosura contemplan el sol y la luna. [1038] Ha ceñido mi diestra y mi cuello con piedras preciosas y adornado mis oídos con perlas valiosísimas. Su cuerpo se ha unido ya al mío; su sangre adorna mis mejillas; Cristo me ha rodeado con centelleantes rubíes y preciosas gemas. El Señor me ha revestido con la túnica de salvación y me ha envuelto con el manto de la alegría. Por ser su esposa, me pone una diadema y recibo miel y leche de sus labios.
Amo a Jesús, a cuyo lecho me da acceso el amor divino. Mi Esposo nació en el tiempo de una Madre Virgen y dimana eternamente de un Padre que es Dios, fuente de toda virginidad. El es el Verbo y la alabanza de su Padre, en el que tiene sus complacencias. El divino Padre desea que comprenda y escuche su elocuencia y su voz, bella como un órgano amorosísimo, que hace latir con inocencia mi corazón, que se inclina a amarle castamente, en tanto que mis labios lo besan con pureza y todos mis afectos le dan el abrazo virginal. Me une a él divinamente; yo soy la esposa del Dios al que los ángeles sirven, y cuya hermosura admiran el sol y la luna. El es mi anillo de fe, mi collar de caridad, mis pendientes de entendimiento, y mis brazaletes de esperanza. En la comunión su cuerpo, pleno de la divinidad, se une al mío en calidad de esposo, haciéndome su esposa. De sus ojos de sus labios y de sus llagas brotan ardientes rayos, brillantes como rubíes y otras piedras preciosas, con las que me hace refulgir. Me colorea y embellece con su preciosa sangre; me hace consorte de su divinidad en calidad de esposa queridísima. Infunde leche y miel a través de su propia boca, y de su lengua sagrada recibe la mía dulzuras divinas. A él se refirió el profeta sagrado cuando dijo: La gracia se ha derramado en tus labios. Me encuentro en el tálamo divino, ante el que montan guardia sesenta de los más fuertes de Israel para protegerlo: son los ángeles, que espantan a los espíritus infernales que rondan siempre de noche privados de la luz de la gracia. Lo admirable, sin embargo, es que el esposo, en cuyos labios se difunde la dulzura de la gracia, conserva su espada real y divina ceñida a su costado; espada que hace [1039] temblar a las potestades y postrarse a las dominaciones, que adoran a este Señor en su cámara nupcial velada bajo la tienda de la divina penumbra.
En ella la virtud del Altísimo da su sombra a la esposa divina, en tanto que una de las tres hipóstasis se encarna en la Virgen, asumiendo en ella, la naturaleza humana, privativamente a las otras dos. De ella se obra una extensión de la Encarnación en la recepción del divino Sacramento de la Eucaristía, en el que se encuentra el Dios oculto y Salvador, ante el cual los ardientes serafines se velan los pies y la cabeza, exclamando: Santo, santo, santo, añadiendo que la tierra está llena de la gloria del Señor de los ejércitos. Ellos ceden seráficamente a la esposa del Verbo el privilegio de penetrar en el tálamo nupcial del divino esposo, al que guardan como servidores. Los eunucos de Holofernes dejaron entrar a Judith para ver a su príncipe sin informarse de la voluntad, las intenciones, ni los sentimientos de amor de su Señor, del que recibieron orden de dejarla entrar y salir sin preguntarle sus designios, que les estaban velados. Ella misma mandó o pidió a su pueblo que no averiguara lo que Dios hacía por su medio, sabiendo que él les ocultaba los planes secretos de su providencia, mediante los cuales la dirigía permaneciendo en ella como un Dios oculto y Salvador, para librarlos de sus enemigos y de la muerte.
Capítulo 145 - Poder, prerrogativas y maravillas de la gracia en la Virgen, Madre de Dios, y provecho que de la gracia obtienen los elegidos, todos los que perseveran hasta el fin en su amor, mediante la eficacia de la gracia los une a este principio, que es su fin y su gloria. A través de su misericordiosa caridad, el Verbo se ofreció a hacerlo todo y a padecerlo todo para hacerlos felices con él y consortes de su divina naturaleza y de su propia gloria, 25 de octubre de 1641.
[1041] Al conquistar David la fortaleza de Jerusalén, asentada sobre el Monte Sión, resolvió convertirla en su ciudad y capital de su reino, y para hacerla admirable ante todo el universo con su apariencia y embellecimiento, unió dos colinas y terraplenó el valle de la que estaba en medio, dejando una parte para construir allí el templo que sería una de las maravillas del mundo. Mandó edificar una torre tan alta y tan bien flanqueada de baluartes, que fue llamada la Torre de David, de la que pendían mil escudos y toda clase de armas. A ella se refiere Salomón en el Cantar, cuando describe la belleza del cuello de la esposa sagrada: Tu cuello, la torre de [1042] David, erigida para trofeos; mil escudos penden de ella, todos paveses de valientes (Ct_4_4); torre que es figura de la Virgen, que es nuestra fortaleza y aprovisiona-miento. La Trinidad eligió a la Virgen, que es la santa montaña de Sión y la fortaleza de Jerusalén, en la que el Padre y el Hijo, a través de su amor que es el Espíritu Santo, edificaron su morada, ciudad real y templo magnífico, terraplenando el valle de nuestra naturaleza, que parecía estar sumida en la confusión y en el abismo de su bajeza, y colmando a la Virgen, hija de Aarón, con la plenitud de gracia que le era necesaria para convertirse en digna Madre de Dios.
La Virgen es, pues, el monte santo en el que Dios levantó sus dos magníficos edificios. La gracia que recibió para prepararla a la dignidad a la que Dios la destinaba fue tan abundante, que llenó todo el abismo de desmerecimientos que se encuentran en la naturaleza humana.
[1043] Si se considera a la Virgen como una mera criatura, estaba alejada (de Dios) con una distancia infinita; ella misma se consideraba infinitamente indigna de merecer la Maternidad divina, pero Dios quiso echar fuera el temor, la desconfianza y la inseguridad en ella misma, asegurando su corazón virginal e instruyendo su espíritu. Por ello tomó posesión del corazón de la Virgen, llenándolo de confianza.
Cuando el rey profeta alaba la casa que está cimentada en la santa montaña, elogia a la Virgen según las intenciones del Espíritu Santo diciendo: Su fundación sobre los santos montes ama Yahvé: las puertas de Sión más que todas mas moradas de Jacob. Glorias se dicen de ti, ciudad de Dios: Yo cuento a Raab y Babel entre los que me conocen, etc. (Sal_87_1s).
El Señor amó más a las solas puertas de su Sión, que a todos los tabernáculos de Jacob; y cuántas cosas gloriosas se dicen de esta ciudad de Dios. Todas las figuras y las profecías que predijeron esta maravilla le dedicaron grandes alabanzas, pero las que las personas de la santísima Trinidad se dicen entre ellas nos son desconocidas porque sobrepasan los entendimientos angélicos y humanos; si hablamos de ellas, lo hacemos tartamudeando.
[1044] Dicha ciudad no es una Jericó que pueda ser abatida por las trompetas. Como está circundada por el arca que llevan los levitas, no está expuesta a las inconstancias de la luna. Jericó significa luna. La Virgen tiene la luna bajo sus pies. Raab, al recordar su ciudad destruida, admira la ciudad de David, que es la ciudad de Dios. Esta torre no se construye por vanidad ni en contra de los designios del Altísimo: la Virgen hunde profundamente sus raíces en una humildad abismal, agradando con ella al Altísimo, que se abaja hasta ella para hacerla su hija, su Madre y su esposa, perfeccionando la excelencia de esta torre con una divina inteligencia y sin causar confusión: los pueblos extranjeros encontrarán en ella asilo, porque su revestimiento es la caridad.
De esta Sión nació un hombre, un Hombre-Dios, que tomó su sustancia, a la que nunca dejará. Como la unió a él mediante la unión hipostática, está cimentada en la subsistencia del Verbo, que se encarnó tomando carne en María, que es su verdadera Madre. El es su Hijo común por indivisibilidad con el divino Padre, quien le dice: Tú eres mi Hijo, yo te engendré de mi sustancia divina antes [1045] del día de las criaturas en el esplendor de los santos. La Virgen le habla en estos términos: Tú eres mi Hijo, al que concebí por el poder del Altísimo, cuya sombra me cubrió para que no me derritiera con tus llamas ni me sofocara ante tu resplandor. Obraste con gran sabiduría al darme tu sombra para moderar tus ardores y tu luminosidad; el Espíritu Santo penetró en mí y sobre mí como una nube y cual divino rocío. Te dignaste, Oh Hijo del Altísimo, habitar nueve meses en mis entrañas y convertirme en tu morada y fortísima torre, haciéndome formidable ante los enemigos y causa de gloria para tus amigos. Soy una torre de enseñanza: todas tus escrituras hablaron de mí en el antiguo testamento, y las del nuevo expresan en una palabra mi excelencia, diciendo que naciste de mí: De la que nació Jesús, llamado Cristo (Mt_1_16). Los doctores que la siguieron han hablado elocuentemente de ella, instruidos por los ángeles acerca de mi excelencia; tu Espíritu divino mismo quiso convertirse en mi predicador, inspirando a los profetas e iluminando a los doctores que existirán hasta el último día. [1046] Me has convertido en tu domo de gloria y en la casa de tu alegría; por ello los elegidos se alegrarán en mí. Como me convertiste en Madre suya; son tus hermanos por adopción, ya que en la persona de San Juan los acepté y recibí en mi seno materno. Me elevaste a la realidad de la gloria al hacerme tu Madre, cuya dignidad es infinita. Me diste el poder de mandarte en calidad de Hijo mío, aceptando estarme sujeto; me has ensalzado por encima de todas las criaturas; me has sentado a tu diestra, dándome todo poder.
La divinidad es el templo de sí misma, pero por la Encarnación, habita en la naturaleza humana que fue tomada en la Virgen, la cual engendró al verdadero Dios y verdadero hombre, poseyendo en ella el templo en el que debemos adorar la [1047] divinidad; la torre es además la humanidad santa, que defiende a todos los pecadores, ajuareándolos con armas defensivas y ofensivas; torre de la que cuelgan mil escudos, siendo ella misma escudo al recibir sobre ella los golpes y las heridas que debían llevar sobre sí los pecadores. Al escuchar que la Virgen y la Santa humanidad deseaban mi bien, sentí una gran confianza; la gracia colmó los valles del temor y la aflicción y el amor me dio la seguridad de que, así como la gracia fue poderosa en María, su Madre, de manera incomparable, la misma gracia me ayudaría poderosamente en proporción. Por su medio los elegidos han logrado lo que tanto nos admira, siendo predestinados y elegidos para la gloria, lo cual me fue explicado del siguiente modo: El Padre eterno ve y ama en su Verbo, que es su gloria y otro él mismo, a sus elegidos, y en virtud del amor que comunica a su Hijo, y por los méritos y sufrimientos del Verbo Encarnado, comparte con ellos gracias que pensaba completar en la posesión de la gloria, que concede y otorga a nuestros méritos; pero esto después de habernos puesto a cubierto tras el escudo de su buena voluntad y de su gracia. Nuestras obras son indignas de la gloria considerada en ella misma, pero son hechas dignas por la gracia, sobre todo en la medida en que, a través del poder de la misma [1048] gracia, nos acerquemos a él hasta llegar a la posesión de su gloria.
Es ésta la gracia más grande y el favor más señalado de su entrega a nosotros, debido a su deseo de que lo poseamos en la gracia y en la gloria. No podemos ser Dios por esencia, pero sí por participación.
El amigo del rey está muy alejado de la majestad y dignidad real hasta que la amistad del rey le da amplio acceso a su lado, lo cual no impide que deje de existir una gran distancia entre el rey y su vasallo. La amistad no puede igualarlo con el soberano, salvo en el afecto, dejando siempre al favorito inferior al rey, a pesar de ser su preferido, por ser de rango menor y de más baja dignidad. El justo que en forma semejante llega a ser por la gracia amigo de Dios, está siempre infinitamente alejado de El. Dios, en razón de dicha distancia, podría negarle la posesión de su gloria, mediante la cual entra en posesión de su corona, a manera de participación.
Es, pues, un grandísimo favor que él se digne aceptar las obras de los justos en consideración de la gloria y que se las prometa, por no estar obligado a ello, [1049] a pesar de que la gracia confiera a las obras el merecimiento de la gloria.
Dios obra hacia nosotros con singular misericordia al darnos la gracia, que eleva nuestras obras a tan alta dignidad y nobleza, que pueden relacionarse, guardada la debida proporción y la condignidad, con la gloria. Es, sin embargo, una gracia y un favor eminentísimo el que prometa la gloria a nuestras obras, por no estar comprometido ni obligado a concederla. Pero a pesar de la relación y proporción que tengan en su conjunto, quiso él comprometer su palabra y su fe, pactando con nosotros y asumiendo una obligación que parece ser de justicia, lo cual nos muestra una misericordiosa e inconcebible caridad, que debe extasiarnos en amorosa admiración.
[1050] Es muy cierto, entonces, que la misericordia y la gracia son más resplandecientes en la recepción de la gloria y en su posesión que en la justicia, aunque ésta recompense nuestras buenas obras y sus méritos en la predestinación y preparación de la gracia, y en los medios para poder llegar a la gloria. La gracia y la misericordia existen en estado puro, sin mezcla de justicia. En este sentido nos dice San Pablo que la gracia no se concede por el mérito de las obras; de lo contrario, dejaría de ser gracia y favor. Después de narrar sus trabajos añade: Desde ahora me aguarda la corona de la justicia que aquel Día me entregará el Señor (2Tm_4_8). Con ello nos dice que esta corona le será concedida realmente por sus trabajos y en cuanto al resto, Dios se lo dará en su bondad, haciendo digno a un hombre mortal de semejante corona, y obligándose a dársela en justicia, sin cuya obligación y promesa nada podría él esperar. De este modo, la gracia es la mejor parte y casi el todo en la predestinación y elección, sin excluir, empero, los méritos de las buenas obras de los santos, según las cuales cada uno será recompensado por el justo juez.
[1051] Querido Amor, permíteme que admire tu bondad, que escogió un cuerpo y un alma para sufrir por nosotros; que te adore por ser la gracia de Dios que, por nosotros, quiso gustar la muerte, y que te diga con el apóstol: Vemos a Jesús coronado de gloria y honor por haber padecido la muerte, pues por la gracia de Dios gustó la muerte para bien de todos. Convenía, en verdad, que Aquel por quien es todo y para quien es todo, llevara muchos hijos a la gloria, perfeccionando mediante el sufrimiento al que iba a guiarlos a la salvación. Pues tanto el santificador como los santificados tienen todos el mismo origen (Hb_2_9s). Y para no extenderme en un discurso muy prolijo, con su muerte quiso destruir al que parecía tener el imperio: Así también participó él de la muerte, para aniquilar mediante la muerte al señor de la muerte, es decir, al Diablo, y liberar a cuantos, por temor a la muerte, estaban de por vida sometidos a la esclavitud (Hb_2_14s). Cuánto ha favorecido su bondad al hombre, que era de una naturaleza inferior a la de los ángeles; Porque, ciertamente, no se ocupa de los ángeles, sino de la descendencia de Abraham (Hb_2_26). Quiso hacerse en todo semejante a sus hermanos, para ser misericordioso y Sumo Sacerdote fiel en lo que toca a Dios, en orden a expiar los [1052] pecados del pueblo (Hb_2_26). El es nuestro pontífice y nuestro apóstol; es el más fiel y el más amado de su divino Padre, porque en todo procuró su divina gloria, haciendo gloriosa su Mansión celestial y terrestre, sea la triunfante, sea la militante: Pero Cristo lo fue como hijo, al frente de su propia casa, que somos nosotros, si es que mantenemos la entereza y la gozosa satisfacción de la esperanza.
Pues hemos venido a ser participes de Cristo, a condición de que mantengamos firmes hasta el fin la segura confianza del principio. (Hb_3_6s).
Seremos hechos participes de la gloria de Jesucristo si nos mantenemos firmes y sin vacilar, porque el Verbo que tomó nuestra naturaleza es engendrado eternamente en el entendimiento del Padre, que es el comienzo o el principio de sus designios internos; porque él es la segunda persona en la Trinidad, y a él dice el Padre en todo momento: Para ti el principado el día de tu nacimiento, en esplendor sagrado desde el seno, desde la aurora de tu juventud. Tú eres por siempre sacerdote, según el orden de Melquisedec (Sal_109_3s).
[1053]Tú eres el esplendor de la gloria del Padre y la impronta de su sustancia, llevando en ti la plenitud del poder de su palabra. Tú dimanas del entendimiento del Padre, siendo la primera emanación que da término a su entendimiento; tú produces con él, como único principio, la tercera persona que es tu amor sustancial, a la que das el nombre de Espíritu Santo, misma nos enviaste para iluminarnos y enseñarnos que todo lo que tú nos dijiste es verdad infalible. Nos dice que eres Dios y Hombre: Dios primeramente, porque eres eterno en tu esencia y sustancia divinas; tu sacerdocio es eterno, por ser tú el Pontífice que por propio mérito y excelencia nos hace agradables al Padre. Por tu medio somos hechos uno, así como tú eres uno con él. A través de esta persona divina que nos envías, al darnos tu verdadero cuerpo, en el que está tu sangre, tu alma portada por la subsistencia divina, la cual posee la misma esencia y sustancia que el Padre y el Espíritu Santo; Padre y Espíritu que [1054] te acompañan por concomitancia y seguimiento necesario. Al recibirte, recibimos todo bien; estamos en ti y tú en nosotros. Por ello nos dice el apóstol que seremos hechos participes de Jesucristo y consortes con él: a condición de que mantengamos firmes hasta el fin la segura confianza del principio (Hb_3_14). Si hoy recibimos el favor de escuchar la voz divina, no endurezcamos nuestros corazones para no causar la justa cólera del Dios trino y uno, privándonos del cielo que nos prometió si no recibimos sus gracias en vano. Gocemos de la gloria que Jesús nos adquirió y del reposo que nos mereció con sus dolores: Pues quien entra en su descanso, también él descansa de sus trabaos al igual que Dios de los suyos (Hb_4_10). Dirijamos nuestros afectos y deseos hacia en el reposo eternal, mediante el cumplimiento de su divina voluntad. Pidámosle que acreciente en nosotros la fe, que fortalezca nuestra esperanza y que perfeccione la caridad, difundiéndola en nuestros corazones mediante [1055] la inhabitación de su Espíritu Santo, que es el Santificador de los suyos; Espíritu que llenó a los apóstoles y toda la casa donde estaban reunidos, que era la verdadera morada de Dios, el cenáculo de Sión y fortaleza del verdadero David. No hablo de piedras inanimadas, sino de los apóstoles y los discípulos, que eran los cimientos de la Iglesia, la cual debía extenderse por toda la tierra mediante su predicación: Ciertamente, viva es la Palabra de Dios y eficaz, y más cortante que espada alguna de dos filos. Penetra hasta las fronteras entre el alma y el espíritu, hasta las junturas y médulas; y escruta los sentimientos y pensamientos del corazón (Hb_4_12).
Mediante esta palabra viva y eficaz, somos apartados de todo afecto corruptible, de todo lo que nos apega a nuestra carne y a todo lo que se relaciona con nuestras inclinaciones imperfectas, que son como nuestras médulas. Esta palabra viva y penetrante las manifiesta al espíritu tan depravadas como son e indignas de la presencia del divino amor, que desea ver [1056] un corazón puro y despojado de todo lo que no es Dios. El Verbo quiere que todo sea limpio ante sus ojos que todo lo penetran: No hay para ella la Palabra criatura invisible: todo está desnudo y patente a los ojos de Aquel a quien hemos de dar cuenta. Teniendo, pues, tal Sumo Sacerdote que penetró los cielos, Jesús el Hijo de Dios, mantengamos firmes la fe que profesamos. Pues no tenemos un Sumo Sacerdote que no pueda compadecerse de nuestras flaquezas, sino probado en todo igual que nosotros, excepto en el pecado (Hb_4_13s).
No tenemos un Pontífice semejante a los que se olvidan de sus pueblos y de sus ovejas. Nuestro Pontífice quiso compartir nuestras debilidades, probando todo menos el pecado: Acerquémonos, por tanto, confiadamente al trono de gracia, a fin de alcanzar misericordia y hallar gracia para una ayuda oportuna (Hb_4_16).
En cuanto a mí, confío en su gracia, que [1057] terraplena el valle de mis bajezas, disponiéndome ya desde esta vida a ser su monte santo, en el que edificará la torre de su poder y el templo de su santidad. La gracia puede obrar todo esto, y yo todo lo puedo en Aquel que me fortalece: el Verbo, que lleva en sí la plenitud de la poderosa Palabra del Padre, El cual, siendo resplandor de su gloria e impronta de su sustancia, y el que sostiene todo con su palabra poderosa, después de llevar a cabo la purificación de los pecados (Hb_1_3).
Recibiremos el efecto de esta purgación si, mediante la gracia y la caridad, somos hechas dignas de participar en el principio de la divina sustancia, lo cual no debe entenderse sólo de la fe, a la que algunas personas aplican estas palabras del apóstol: Pues hemos venido a ser participes de Cristo, a condición de que mantengamos firmes hasta el fin la segura confianza del principio (Hb_3_14). Jesucristo dice: En esto consiste la vida eterna, en conocer al Padre y a Jesucristo, su Hijo, al que envió; conocimiento que es una participación de la divina sustancia, lo cual expresa San Pedro en estas palabras: A vosotros, gracia y paz abundantes [1058] por el conocimiento de nuestro Señor. Pues su divino poder nos ha concedido cuanto se refiere a la vida y a la piedad, mediante el conocimiento perfecto del que nos ha llamado por su propia gloria y virtud, por medio de las cuales nos han sido concedidas las preciosas y sublimes promesas, para que por ellas os hicierais participes de la naturaleza divina (2Pe_1_2s); y San Juan, en su primera carta, dice: Lo que existía desde el principio, lo que hemos oído, lo que hemos visto con nuestros ojos lo que contemplamos y tocaron nuestras manos acerca de la Palabra de vida, pues la Vida se manifestó, y nosotros la hemos visto y damos testimonio y os anunciamos la Vida eterna, que estaba vuelta hacia el Padre y que se nos manifestó (1Jn_1_1s). El Padre, principio de este principio, es principio del Hijo y el Hijo con el Padre es principio del Espíritu Santo; Padre e Hijo que por amor nos dan en participación su divina naturaleza, no sólo mediante la gracia, como a los ángeles, sino en razón de la unión hipostática, mediante la cual somos hechos participes de esta divina sustancia, y coherederos de [1059] Jesucristo, si perseveramos unidos a él hasta el fin en su caridad perfecta: Sabemos que, cuando se manifieste, seremos semejantes a él, porque le veremos tal cual es. Pero sabemos que el Hijo de Dios ha venido y nos ha dado inteligencia para que conozcamos al Verdadero. Nosotros estamos en el Verdadero, en su Hijo Jesucristo. Este es el Dios verdadero y la Vida eterna (1Jn_3_2); (Jn_5_20). Vida eterna de la que Arrio se privó, lo mismo que a todos sus sectarios. Ninguno de ellos tuvo parte en estas palabras de Pablo: Pues hemos venido a ser participes de Cristo (Hb_3_14), porque no confesaron la divinidad del Verbo Encarnado, que es el principio de los caminos de Dios, por ser consustancial a su divino Padre. Jesucristo quiso ser nuestro precursor, entrando en la gloria que sus méritos nos adquirieron, la cual nos da en prenda y como arras en el Santísimo Sacramento de la Eucaristía, en virtud de cuya recepción resucitaremos. Es éste el germen de inmortalidad que dará la vida de la gloria no sólo a nuestras almas, sino además a nuestros cuerpos, que serán gloriosos en los cuatro confines de la gloria.
Capítulo 146 - La confesión de mis debilidades e imperfecciones movió a la divina bondad a derramarse con profusión en mi alma, lanzando sus rayos externamente sobre mí e interiormente en mi espíritu. Secretos que su amor me reveló, 18 de noviembre 1641.
[1061] Al R.P. Gibalin M.R.P. Un saludo humildísimo en Jesucristo, cuya caridad me apremia a estimar sus favores e informar a usted que desbordo en torrentes de consuelo en tanto que me veo privada de su presencia. Se me ha dicho que las señoras visitantes lo mantienen muy ocupado; por eso le informo por escrito acerca de lo que experimenté después de mi oración, a eso de las diez de la noche. Esta mañana del 18 de noviembre, mientras estaba con otras personas, sentí mi corazón herido por los deliciosos dardos de mi divino esposo. Al sentirlos, desee que fuesen todavía más agudos, ya que mi corazón gusta más de la herida que de cualquier curación. Consideré poca cosa todo lo que se me decía; es decir, nada, a pesar de que se me hablaba con grande afecto de las gracias que mi único amor me ha concedido.
No desprecio los dones, pero estimo al donante, al que amo por amor a él mismo. Al verme, después de varios meses, en una gran indiferencia hacia todo lo que no es Dios, no deja de admirarme el permanecer tanto tiempo en este estado. Me refiero al fondo de mi alma, pues la parte [1062] inferior no está siempre en esa indiferencia hacia todo lo que no es Dios. En cuanto a la parte superior, vive en paz. Lo que puede llegar a cansarla es oír que se me alabe, y para mantenerla en un gozo extraordinario, es menester que se me demuestre desprecio. Esta alegría no me viene por razonamientos ni por humildad, sino mediante un don que se me concede gratuitamente de lo alto, sin que contribuya a él mediante algún acto perfecto de virtud. Este don no impide que cometa yo algunas faltas muy materiales, que desedifican bastante a las personas que viven conmigo. Debería yo afligirme de ellas para corregirme, pero no puedo hacer ninguna de las dos cosas. Mi espíritu experimenta repentinamente la paz, y no atino a hacerme violencia para corregirme. Pienso con frecuencia que soy la persona más culpable de la tierra, pero en lugar de afligirme por ello, me humillo ante Dios, acusándome de todo cuando tengo acceso a mi confesor, aun cuando deba hacerlo varias veces al día. La confesión me da confianza para orar. Cuando acudo a la oración, como sucedió esta tarde a las cuatro, al entrar en nuestra capilla pienso que soy muy [1063] imperfecta para dialogar con mi divino amor, el cual me ha dado a entender que si la sangre de las víctimas y de los sacrificios antiguos servía para purificar, Cuánto más la sangre de Cristo, que por el Espíritu Eterno se ofreció a sí mismo sin tacha a Dios, purificará de las obras muertas nuestra conciencia (Hb_9_14). Ante estas palabras tan favorables, y prevenido por el mediador que apacigua a su divino Padre, mi espíritu fue acogido con gran caridad por la augusta Trinidad, a la que adoré sin tardanza, abandonándome a todo lo que quisiera hacer de mí y en todo lo que puede sucederme inmediatamente de su parte, o por medio de las criaturas, diciendo al divino Padre: Si la gloria de tu poder se acrecentó tan poco a causa de mi confusión y mis debilidades, las acepto. Y al amadísimo Hijo: Si la gloria de tu sabiduría brilla más en mi ignorancia, necedad y confusión, la deseo. Y al Espíritu todo amor, todo bondad, todo llamas: Si tu gloria es mayor en mis frialdades y aun en mis imperfecciones porque me humillan, acepto las primeras y sufro las segundas. Así, al presentar a las [1064] tres divinas personas, con una mente sencilla, el variado sentir de otras personas acerca de las repentinas gracias que se me conceden, el Padre de las misericordias y Dios de todo consuelo me dio a entender lo siguiente: todo don bueno y perfecto en sumo grado procede de lo alto, del Padre de las luces, que es él mismo; permitiéndome ver, en medio de delicias, el rayo que me es ordinario, pero extraordinariamente multiplicado, manteniéndose muy recto sobre mi cabeza, casi siempre a manera de antorcha y después en forma de globo, diciéndome: Esta claridad no tolera sombra alguna de las criaturas, porque están debajo de ella. El Verbo de Dios ha descendido a ti; no temas a los que lo desconocen. La Trinidad divina me inspiraba una grande confianza en ella; dentro de mi pecho, la llama se intensificaba, abrasándome del todo. A esto siguió un asalto impetuoso. No puedo ni me atrevo a expresar las muestras de ternura que el divino amor me dispensó por espacio de seis horas. Tampoco puedo repetir los nombres que me dio, que nos parecerían salir de su corazón y de su boca con la ternura e impetuosidad de un Padre, de una Madre, de un Esposo, [1065] urgidos, por no decir apasionados, por el amor hacia un hijo, una hija y una Esposa amada hasta el extremo. Me dio a entender que me amaba con más amor que Asuero a Esther, diciéndome en medio de un amor cordial y afectuoso: ¿Qué deseas, amada mía, querida mía, corazón mío y más de lo que le puedo contar; qué deseas de mí? ¿Me pides acaso la mitad de mi reino? No, mi divino amor, tu reino es indivisible. No puede ser dividido y jamás será abatido. Hija, me respondes sabiamente; mi reino no es semejante a los reinos del mundo, que no pueden ser repartidos sin ser aminorados o disminuidos; mi reino es inmenso e infinito; es incomunicable. Está todo en ti, y lo recibes todo, mas no totalmente. Está en tu corazón y en tu espíritu. Como el grano de mostaza, ha crecido y llegado a ser un árbol corpulento, en el que mis santos, que son mis pájaros del cielo, acuden a reposar, alegrándose en él y haciéndote parte de su contento, dándote elocuencia, por orden mía, sobre los misterios sagrados, y moviéndome a decirte [1066] las palabras que fueron dichas a Abraham: ¿Podré ocultar mis secretos a la que renunció a su gloria para procurar la mía? Dijiste que mi reino no podía ser dividido ni abatido; dices bien, pero es necesario que te confíe un secreto del amor que está oculto bajo los velos, porque me agradas en tus escritos.
Estoy de acuerdo con la explicación que das a mis misterios, expresándolos ingenuamente y cubriéndolos sabiamente, lo cual los hace parecer más augustos y amables.
La maravilla que deseo decirte es que yo te guío al propiciatorio del amor, ante el cual había un velo adorable teñido de la púrpura más preciosa que jamás haya existido: mi corazón es un propiciatorio velado con mi preciosa sangre. Debes saber, amada mía, que guardaba yo esa sangre después de mi muerte para manifestar que la verdad sucedía a la figura. El velo del templo se rasgó en dos partes a la hora de mi muerte. Quise que una lanza hiciera una abertura en mi costado, y que mi predilecto viera correr sangre y agua de dicha abertura. El amor, viendo que mi boca no pronunciaba más sus oráculos, encontró el modo de producirlos a través de mi propio corazón y de mostrar que él era el verdadero propiciatorio en el que habitaba la sabiduría con la plenitud de la divinidad en mí, corporalmente, como dice mi apóstol. Mi cuerpo jamás fue abandonado de su divino soporte y tampoco mi alma, a pesar de que el compuesto se mantuvo dividido por espacio de 40 horas. Mi costado ha quedado abierto desde que recibí la lanzada, a fin de recibir en él, mediante la gracia, a las almas que están en el término, así como el fuego material obra sobre las almas de los condenados. Aunque las almas sean espirituales, puedo esto y más con mi poder. Mediante mi sabiduría, deseo que las almas gocen de las delicias de mi cuerpo glorioso, a pesar de que esto convenga más a la gloria de los cuerpos glorificados que a la de las almas beatificadas. Nada me es imposible; todo es fácil para mi amor. Amo y hago lo que me place en el cielo y en la tierra; y como te amo y te digo mis secretos, que consideras preciosos, confiesas que tu doctrina procede de mí y no de ti. Aquellos profesan fidelidad a mi Padre, al Espíritu Santo y a mí, conocerán la doctrina que te enseño.
Capítulo 147 - Fui invitada por mi divino esposo, el Verbo Encarnado, para acudir al establo a recibir la corona de su sangre preciosa, después de haber saludado a su santa Madre, escuché la significación del hábito de las hijas de su Orden, 16 de enero de 1642.
[1069] El primer día del año 1642, al prepararme a la santa comunión, fui invitada a asistir a la Circuncisión del Verbo Encarnado, quien me dijo estas palabras: Ven del Líbano, novia mía, ven del Líbano y serás coronada (Ct_4_8). Escuché que el Líbano simbolizaba la pureza de mis intenciones; que me acercase a él y sería coronada con su sangre, que derramó en este día, la cual sería corona de sus esposas, y la carne que le fue amputada en dicha ceremonia, el anillo; que me acercase a la colina del Gourguillon, donde estuvo en otro tiempo el anfiteatro donde los hombres combatían con las bestias feroces. Al acudir con gran afecto a contemplar al Salvador, me mandó que saludase primeramente a la Virgen, la cual estaba revestida de la púrpura real del Rey de reyes, al que había dado a luz, y le dijera: Dios te salve, santa Madre, que engendraste excelsamente al rey. Escuché que, así como Elías, después de haber doblado la cabeza hasta sus rodillas, vio una nubecilla que ascendía del mar, la cual debía dar una copiosa lluvia capaz de regar toda la tierra, seca desde hacía mucho tiempo, la Virgen, al inclinarse en humilde reverencia ante las rodillas de su Hijo se levantó un vapor sagrado tanto del Hijo como de la Madre, como presagio de la lluvia de aquella sangre, cuyas primeras gotas cayeron por entonces, aunque el grueso del torrente desbordaría en la Pasión a causa del amor, los latigazos, las espinas, los clavos y la lanza.
Escuché que esta nube se elevó del mar de un grandísimo dolor y extrema angustia que experimentó el [1070] divino niño, el cual no era ignorante como los otros niños, ni incapaz de temer el futuro como ellos. Me dijo que, durante los ocho días antes de ser circuncidado, sufrió mucho por temor a la circuncisión, pero se abandonó al divino querer con gran sumisión, previniendo el abandono que profesaría en el Jardín de los Olivos antes de su Pasión. El amor lo movió a prevenir su circuncisión mediante el temor, que fue tan fuerte, que se manifestó al exterior, aunque sin causarle mal alguno.
La Virgen y San José, que participaron en sus dolores además de las incomodidades del establo, sufrieron también el golpe del cuchillo que debía cortar la carne inocente del niño. La leche de la Virgen, mezclada con la sangre del Salvador, produjeron una lluvia blanca y roja. Fui invitada a teñir mis cabellos, que debían ser canales tintos de esa púrpura real y colmados de ella. Escuché al divino Esposo decirme: Tu cabeza, sobre ti, como el Carmelo, y tu melena, como la púrpura; un rey en esas trenzas está preso. Qué bella eres, qué encantadora, oh amor, oh delicias (Ct_7_6s). El y su Madre se coronaron con esa sangre que corría sobre sus muslos, revelándoseme como Rey de reyes y Señor de Señores. Escuché al divino Rey que me decía: Mi toda mía, cómo me agradan tus cabellos, que simbolizan tus pensamientos, empurpurados de mi sangre preciosa, que es tu corona en el día de nuestras bodas. Recibe la sangre que fue cortada, como anillo y alianza nupcial. Es la sortija de mi fe, con la que te tomo por Esposa mía amadísima. Consumaré las bodas en la cruz, donde te unirás a mí totalmente empurpurada. La circuncisión provocó apenas una lluvia ligera; tú has conocido mi designio y has obrado sabiamente al mandar que mis hijas, en su toma de hábito, adopten el escapulario rojo con el nombre de Jesús, y que en la profesión, cuando mueren al mundo, sean cubiertas con el manto de púrpura, que es el manto real con el que son honradas. Puedes decirles con más derecho que David a la muerte de Saúl: Hijas del Dios de Israel, lloren la muerte de Jesús, su Rey, las ha revestido de la púrpura de su propia sangre en el día de sus desposorios con ustedes, que es el día de la alegría de su enamorado corazón. Añade que mi sabia providencia las atrae a sí con lazos de amor, ya que el cinturón rojo que llevan es más valioso para mí que las piedras preciosas, sean rubíes, sean diamantes, porque representa los lazos con [1071] os que fui atado, que fueron teñidos de mi sangre, los cuales no fueron conservados como las cuerdas y las cadenas con las que fue atado mi apóstol Pedro. Como no se encontraron con los otros instrumentos de mi pasión como los clavos, las espinas, la lanza y otros utensilios que sirvieron para torturarme, mi providencia ha querido que tú produzcas en su lugar cintos de cuero rojo, porque los lazos que me ligaron se ensangrentaron, casi volviéndose de carne viva. Como mi piel fue desgarrada, parte de ella quedó en jirones en las mismas cuerdas que estaban teñidas de mi sangre. Esos lazos fueron más preciosos que el tahalí con el que Aarón se ciñó. Cuando mis hijas lleven este cinturón rojo para honrar mis ataduras, que fueron teñidas y bordadas con mi sangre, mi carne y mi piel, me complacerán, por llevarlas en memoria de mi prendimiento. Si se presentan a mí ceñidas de pureza y su corazón inflamado en mi amor, entrarán en mi gloria, en la que gozarán de la eterna libertad que el amor divino les concederá. Recuerda, Hija mía, que ordené a Moisés mandar hacer las vestiduras de su hermano Aarón y de sus hijos señalándole el material y la manera y recomendándole, entre otras cosas, que hubiera lino y púrpura para honrar mi humanidad, mi pureza y mi amor. Su escapulario, que cuelga por delante y por detrás, representa el efod y el pectoral; el nombre que llevarán sobre su pecho estará rodeado de espinas, y en medio un corazón y tres clavos; y sobre el corazón: Amor meus. Todo esto es más augusto y misterioso que las hombreras del efod del sumo sacerdote, que portaban los nombres de los hijos de Israel. Ni los hombres son salvos, ni los ángeles glorificados, por dichos nombres; ni los bordados ni las piedras preciosas que llevaba sobre sí Aarón, tuvieron más valor que mi corona de espinas y mis clavos. Un corazón enamorado me agrada más que todos esos atuendos. Yo soy el amor único de mis hijas; yo soy, en grado eminente, Doctrina y Verdad, la belleza y el bien. Si ellas me reposan en su seno con verdadera dilección, seré en él, el verdadero propiciatorio y el santo de los santos. También seré víctima a manera de muerto, pero vivo, que agradará a Dios, mi Padre, porque él me recibirá. En ellas me ofreceré a través del Espíritu Santo como una hostia inmaculada. Ellas calmarán mis quejas; no volveré a decir: Las zorras tienen guaridas, y las aves del cielo nidos; pero el Hijo del hombre no tiene donde reclinar la cabeza (Mt_8_20), porque reposaré en su corazón. Al ser su amor, seré también su tesoro celestial y divino. Todas ellas podrán decir con más razón que Job que creen que su Redentor vive; que él les comunica su vida de gracia [1072] ya desde este mundo, y que en el último día se levantarán de la tierra, para contemplarme en su carne glorioso y sin velos, en lugar de ver un ángel. Soy yo quien las ha rescatado, dándoles, por medio de mi sangre una abundante redención, que es su manjar y vestido, por estar alimentadas por el pecho real y divino, y cubiertas con el manto real y divino.
He reservado para ellas un manto de reinas y la corona del reino. No quise aceptar el titulo de Rey sino hasta después de haber recibido la corona de espinas; fue entonces cuando fui coronado y consagrado Rey, con mi propia y sagrada efusión, ya que mi sangre hizo la función del óleo. Hija, esta coronación es un gran sacramento escondido en Dios durante los siglos pasados. Las espinas fueron el signo visible y sensible de mi realeza, y el amor la cosa invisible. Los reyes de la tierra reciben coronas que no pueden ostentar después de su muerte; la mía, cuyas espinas la dejaron señalada con perforaciones, debía entrar conmigo al sepulcro, para salir de él junto con mi cuerpo, resplandeciendo en mi propia gloria, por ser de mi propia sustancia. Mientras pude padecer, mi corona parecía mortal y sólo podía causar la muerte, por haber penetrado con mucha anterioridad en mi cabeza divina. Después de mi Resurrección, las marcas de mi corona son señales de vida, de gloria y de felicidad, que dejan ver las entradas y salidas de mi sabiduría y de sus fuentes, poderosas y plenas de vida. En ellas mis esposas son purificadas, embellecidas y alimentadas. En otro tiempo las espinas sólo podían punzar o animar el fuego; pero las de mi sagrada cabeza son ocasión de dulzura para los ángeles y los hombres. El pecado produjo las primeras junto al Jardín del Edén, y la amorosa gracia de las mías, en la Jerusalén terrenal, las cuales fueron puestas sobre mi cabeza, que las hizo dignas de ser adoradas en la Jerusalén celestial. Fueron plantadas en la gracia, y son ahora ensalzadas en la gloria. A través de las gloriosas perforaciones que me causaron, mi amor envía rayos blancos y rojos a mis dichosas enamoradas, para incitarlas a amarme. Son los conductos sagrados que les aportan mi propia gloria, para deleitarlas, alegrarlas y animarlas a estar conmigo. Así como por amor a mí despreciaron los reinos del mundo y los vanos ornatos del siglo, mi amor las corona y glorifica con mi gloria eternal.
Capítulo 148 - Verdaderas delicias que Dios comunica al alma a la que conduce a la soledad, en la que es alimentada con la leche de su doctrina admirable, por cuyo medio le comunica su ciencia cuando ella cumple fielmente su divina voluntad. Febrero de 1642.
[1073] Ayer, primer sábado de Cuaresma 15 de marzo, como a las siete de la tarde, estando delante del Santísimo Sacramento, pedía a mi Salvador de llevarme al desierto con él. El me hizo pensar que debería dirigirme al Espíritu Santo quien lo impulso, llevo y dirigió por un fervor divino en la soledad tan pronto como recibió el bautismo de manos de su precursor y el Padre hubo dicho: Este es mi Hijo muy amado en el que tengo todas mis complacencias. Me dirigí entonces al Espíritu de Amor que había arrebatado a mi Esposo, pidiéndole llevase mi espíritu al lado de mi fiel amor. Comprendí que dicho Espíritu bondadosísimo aceptaba mi súplica, y que mi amado deseaba hacerme espectadora del duelo al que el Espíritu Santo lo convidaba, y que, después de su bautismo, el mismo Espíritu lo había impulsado, conducido y llevado hasta el lugar de los hechos, que era el desierto: Entonces Jesús fue llevado por el Espíritu al desierto para ser tentado por el diablo (Mt_4_1). Al encontrarme en espíritu en el desierto, vi varias clases de ejércitos elevados en una especie de plataforma, fabricada con piedras de las rocas. Vi allí un cinto y una espada desnuda, lo cual me sorprendió en un principio, pero escuché a continuación: Amada mía, el objeto de estas armas es representarte el combate y el triunfo de aquel que desea mostrar cuánto te ama; el cinto y las cuerdas que has visto junto con estas armas te señalan el placer que él experimenta al estar atado a ti por el amor. Ni todos los enamorados juntos han salido con tanta gloria de los duelos en los que han participado por sus damas, porque sus duelos son criminales locuras. El Verbo Encarnado es un enamorado sin par; por ello emprende un combate sin igual contra todo el infierno, movido por una divina y amorosa vehemencia: su amor es más fuerte que la muerte.[1074] Aprendí cosas admirables del Espíritu, cuya sabiduría admira el sabio que la ha recibido en participación, conociendo por su medio cosas ocultas: Cuanto está oculto y cuanto se ve, todo lo conocí, porque el artífice de todo, la Sabiduría, me lo enseñó. Pues hay en ella un espíritu inteligente, santo, único, múltiple, sutil, ágil, perspicaz, inmaculado, claro, impasible, amante del bien, agudo, y el resto de este capítulo, que no cito para abreviar (Sb_7_21).
El desierto me pareció un regalado paraíso, por encontrarme en él con mi divino Esposo, cuya compañía nunca es molesta. Le pregunté dónde estaba yo antes de tener mi existencia. El me explicó que su bondad me contemplaba amorosamente en su mente por medio de la ciencia de visión; que yo moraba en este adorable desierto sin saberlo, y que él me había amado con un amor eterno en sí mismo, porque aún no estaba en mí, ya que me encontraba, como las demás criaturas, en la nada. Ante la palabra nada traté de humillarme y anonadarme en la presencia de Aquel que es el soberano ser, cuya bondad lo inclinó a acariciarme tiernamente, invitándome a pasear en su desierto con él. Le dije que mis faltas me causaban una confusión indecible, y que se dignara bautizarme de nuevo en su sangre, a fin de que su Padre me confesara como hija suya, y que el Espíritu Santo me concediera la moción de caminar junto con él, según lo desea en este desierto. El Dios del amor, que es en sí la bondad comunicativa, me hizo ver, no un arroyuelo de leche, sino un estanque, que cubría gran parte de la arena del desierto, con el propósito de lavarme y alimentarme, lo cual me ayudó a comprender estas palabras de Oseas: Por eso yo voy a seducirla; la llevaré al desierto y hablaré a su corazón (Os_2_14). Amada mía, he aquí sangre, agua y leche para lavarte, blanquearte y colorarte, a fin de que me agrades en este desierto, al que el Espíritu Santo te ha conducido. Hija mía, te alimento con el pecho de los reyes, complaciéndome en manifestarte cuando deseas ocultarte: Te daré un gozo supremo a través de los siglos, de generación en generación; serás alimentada del pecho del rey y sabrás que yo, el Señor, soy tu Salvador, y tu Redentor el fuerte de Jacob. Serás la suplantadora de tus enemigos a causa de mi poder: De día el sol no te hará daño, ni la luna de noche; el Señor estará contigo en la luz eterna, y tu Dios en tu gloria (Sal_121_6). ¿No eres acaso enseñada por la luz que es común a los estudiosos, quienes poseen únicamente la ciencia adquirida que [1075] ofusca y consume a tantos en el transcurso del día de su mayor claridad, debido a que presumen de su saber y su corazón está hinchado de vanidad? Ciencia que los arroja en medio del reflujo y cúmulo de sus pensamientos, no pudiendo digerirlos según su presunción. Un estómago demasiado cargado suele congestionarse; su calor natural es sofocado por el exceso de abundancia. La leche con la que te alimento no es pesada para ti; los lactantes del pecho de mi bondad, tú eres una de ellos, cantan mis victorias y mis alabanzas para confusión de mis enemigos: En boca de los niños, los que aún maman, dispones baluarte frente a tus adversarios para acabar con enemigos y rebeldes. (Sal_8_2). Yo dije a Adán que comería su pan con el sudor de su rostro, y que la tierra que labraría le daría con frecuencia espinas y cardos. Mis palabras se referían tanto a él como a los que trabajarían en la agricultura o abrirían surcos en la tierra. Los hombres que se afanan en profundizar la ciencia para comer del pan, lo hacen muchas veces con el sudor de su frente; y si con frecuencia encuentran en ella espinas y abrojos que los embrollan y los lastiman sensiblemente, cuando se humillan en mi presencia les muestro que el hombre no vive sólo de pan, sino de toda palabra que procede de la boca de Dios, que obra mientras habla. Mi Padre me engendra como Verbo, palabra y dicción suya. Yo soy el término de su entendimiento; su boca, de la que procedo, muestra la fecundidad de mi divino Padre, que me da a luz en el esplendor de los Santos, en el día de mi poder, debido a que produzco junto con él, sin sucesión de tiempo, al Espíritu Santo, que es nuestro amor común y nuestro eterno deleite, siendo infinito y un Dios con nosotros: un Dios suficiente a sí mismo. Si Dios se basta a sí mismo; ¿Cómo dejará de ser suficiente a su enamorada, que es su amada, a la que se complace en alimentar con la sabrosa leche que produce desde la eternidad; leche que desea darse mediante un beso de su boca meliflua y abundante en delicias? Su miel significa los misterios de la divinidad; su leche figura los de la humanidad, que están unidos por la unión hipostática: dos naturalezas en un solo soporte. Hija, esta miel y esta leche son para ti. Recíbelos de la boca y del seno del Dios que tanto te ama. El mismo se hace tu nodriza y te acerca a sus pechos, acariciándote como a hija suya y produciendo un río desbordante y gran abundancia de leche en tu alma. El te comunica esta doctrina y esta ciencia, que sume en la admiración no sólo a los hombres, sino aún a los [1076] ángeles cuando recibes el conocimiento de su verdad; favores que proceden de su bondad y no debido a tus méritos. Descansa, pues, tu mente en el Señor que se complace en comunicarte sus gracias, porque él mismo quiere ser tu alimento. Queridísima mía, nos has pedido ser bautizada de nuevo. Es éste es un nacimiento místico o regeneración, porque el amor se complace en renovar. En cuanto el hijo nace y es lavado, se le ofrece leche; para ello están colmados los pechos de la madre. Hija, en cuanto te lavé en el baño que te preparé, te ofrecí esta leche en abundancia, la cual tiene su origen en mi pecho. Mi sangre es convenientísima para blanquear las túnicas de los mártires que han sufrido por el Verbo de Dios; tú te has ofrecido a sufrir por el Verbo Encarnado todas las tribulaciones que permita mi providencia. Para manifestarte que me agradan tus deseos y te doy el céntuplo en esta vida, te lavo y te doy de beber en la fuente de agua viva y a cambio de las lágrimas que has vertido por mi amor, te preparo un baño con mi sangre, desde el que te elevo hasta mi divinidad. Tu subida es de púrpura. Te preparo también una vía láctea a fin de que vengas a mí rebosando en delicias. Yo soy para ti un desierto de miel y una tierra que mana leche. Cuando recibes la absolución, eres cubierta por la púrpura de mi sangre, que es el estanque que viste a la entrada de esta soledad; que está formado, por las absoluciones sacramentales que recibes. Si percibes el estanque y el río con la blancura de la leche, se debe a que me complazco en mostrarte su candor para decirte que deseo, por amor lavar tus ojos en la leche a fin de que poseas la sencillez de la paloma. Cuando me gusta verte morar junto a las riberas de las aguas, te manifiesto cómo mi divino Padre es la fuente y manantial de origen en nuestra divinidad, el cual me engendra y produce conmigo al Espíritu Santo: nuestros soportes distintos son ríos tan inmensos como la esencia que nos es común e indivisible, ya que somos un Dios simplísimo en tres personas consustanciales e iguales entre sí. Sus ojos como palomas junto a arroyos de agua, bañándose en leche, posadas junto a un estanque (Ct_5_12).
Mi divino amor me dijo amorosamente: Hija, ¿puede encontrarse en la tierra felicidad semejante a la que te doy? Ninguna se le parece si no se disfruta conmigo. Todo lo que hay en la tierra es vanidad y aflicción de espíritu. Escucha al sabio al que concedí el conocimiento de todo lo que puse debajo del sol, que [1077] ilumina a humanos y a animales: Yo, Cohélet, he sido rey de Israel, en Jerusalén. He aplicado mi corazón a investigar y explorar con la sabiduría cuanto acaece bajo el cielo. Mal oficio éste que Dios encomendó a los humanos para que en él se ocuparan. He observado cuanto sucede bajo el sol y he visto que todo es vanidad y atrapar vientos. Lo torcido no puede enderezarse, lo que falta no se puede contar (Qo_1_12s). Hija, Salomón, teniendo tanta sabiduría, no pudo hallar contento en lo que poseía como rey de Israel y como el más grande de todos los reyes de la tierra, reflexionó en su corazón acerca de la grandeza que poseía, a fin de poder hallar contento en ella: Me dije en mi corazón: Tengo una sabiduría grande y extensa, mayor que la de todos mis predecesores en Jerusalén; mi corazón ha contemplado mucha sabiduría y ciencia (Qo_1_16). Y para abreviar, en todo lo que no es Dios, aquel rey pacífico sólo encontró vanidad y aflicción de espíritu. Queridísimo Esposo, tú eres el Dios de mi corazón; nuestro corazón sólo se hizo para encontrar en ti su reposo en todas las cosas y estará inquieto hasta que descanse en ti, que eres su centro, su principio y su fin. Todo lo que hay en el mundo es vanidad; todo lo que aparece bajo el sol de la vana luminosidad del siglo, no es sino aflicción de espíritu. Renuncio a todo el brillo del mundo. Te adoro en esta dichosa soledad. Hija, como tú comprendes estas palabras de Jeremías: No me senté en peña de gente alegre y me holgué; por obra tuya, solitario me senté (Lm_15_17), tu alma se asienta felizmente en la soledad del amor, encontrando en ella el reposo amoroso de la santa ciudad de Sión, porque no ama sino a Dios, que es en sí y de sí el único amable, así como es el único bueno en esencia. Tu alma alaba al único Dios digno de alabanza por medio de un admirable silencio: A ti conviene el silencio en Sión (Sal_65_1). Al hacer votos de admiración en la Jerusalén de paz, en el corazón divino en el que reposa, es elevada por encima de ella misma por el Altísimo, que la levanta hasta él y le sirve de trono de gloria: un trono solitario (Est_14_3). Existe una comparación que deseo mostrarte: nunca has oído que en un mismo trono se hayan sentado dos reyes al mismo tiempo. Existieron, ciertamente, dos emperadores: uno en Oriente y el otro en Occidente, pero jamás fueron vistos dos reyes en un mismo trono. Los padres pueden sentar a sus hijos con ellos, pero éstos no pueden ser reyes mientras reina su padre, dándose sólo las apariencias de realeza y complacencia amorosa de un padre con su hijo, o las diferencias que el amor respetuoso y filial rinde a un padre.
Pero un trono es sólo para un rey. El alma que se encuentra en el desierto y en la soledad se sienta [1078] solitaria, reinando en la soledad, que es un trono para ella. Reposa en el seno de la divinidad, que es como su trono, y es amada por Dios con un amor singular. Esther, que sólo amaba al Dios únicamente amable, sabía muy bien que él se complacía en escuchar la oración de un alma retirada y solitaria, que derrama su corazón afligido en su presencia: Mi Señor y Dios nuestro, tú eres único. Ven en mi socorro, que estoy sola y no tengo socorro sino en ti (Est_14_3). Y más adelante dice: No entregues, Señor, tu cetro a los que son nada; que no se regocijen por nuestra caída, mas vuelve en contra de ellos sus deseos, y el primero que se alzó contra nosotros haz que sirva de escarmiento (Est_14_11). Dios escuchó su oración, lo cual se vio claramente en la dulzura que suscitó en el corazón de Asuero, convirtiendo su espíritu en mansedumbre a la sola vista de Ester: Alzando su rostro, resplandeciente de gloria, lanzó una mirada tan colmada de ira que la reina se desvaneció; perdió el color y apoyó la cabeza sobre la sierva que la precedía. Mudó entonces Dios el corazón del rey en dulzura, angustiado se precipitó del trono y la tomó en brazos y en tanto ella se recobraba, le dirigía dulces palabras, diciendo: ¿Qué ocurre, Esther? Yo soy tu hermano, ten confianza. No morirás, pues mi mandato alcanza sólo al común de las gentes. Acércate. Y tomando el rey el cetro de oro, lo puso sobre el cuello de Ester, y la besó, diciendo: Háblame (Est_15_10s).
El Rey de reyes, la gloria de la humanidad y de los ángeles, el Dios del cielo y de la tierra, que tiene tanto amor como poder, al ver a una de sus amadas retirada y sola en su habitación o en su interior, hablando con él en medio de una humilde, respetuosa y entera confianza en su bondad, se inclina amorosamente a ella. Desciende sin dejar su grandeza; ya que es así en su naturaleza, que se eleva infinita y divinamente por encima de todo lo creado. Viene al alma sin salir de sí mismo. La eleva. La acaricia. Se confiesa hermano, Padre y Esposo suyo y, si esto conviniera a su majestad, se declararía su esclavo, porque parece estar encadenado por las cadenas de una amorosa inclinación, que hace que su amor sea más fuerte que la muerte. Sostiene al alma entre sus brazos sagrados, haciéndola sentar me atrevo a decirlo en su propio seno y sobre su corazón divino, ofreciéndoselo como un trono en que el amor y la majestad moran unidos. Se encuentran de tal manera unidos por el amor, que no parecen ya ser dos, porque una misma llama los transforma en la unidad. El Dios de bondad diviniza al alma, obrando lo que pidió a su divino Padre la noche de la Cena, dándole en participación [1079] la gloria que posee con su divino Padre y el Espíritu Santo, que es el lazo inmenso en la Trinidad. Este mismo Espíritu es el lazo de complacencia amorosa entre el esposo y la esposa; complacencia que nace de la bondad que el corazón real y divino tiene hacia ella, otorgándole la corona de reina y el poder de su cetro y, lo que es más admirable, dándose a sí mismo. El Esposo y la esposa son, de este modo, consumados en la unidad por el fuego del divino amor.
Todo lo que he podido expresar con mi pluma es sólo una sombra o figura de la verdadera unión entre Dios y el alma que es amada de este modo y que ama a Dios con su mismo amor. Las rigurosas leyes para todos los demás no están hechas para ella. El divino Enamorado, al ver a la esposa aterrada a la vista de su majestad, le dice: Yo soy tu hermano, ten confianza. No morirás, pues mi mandato alcanza sólo al común de las gentes.
Acércate y toca el cetro (Est_15_12s). Si ella no osa tomarlo, él mismo le da el beso de esposo, que es el beso de su boca, de sus labios divinos que parecen darle la vida y la palabra al mismo tiempo que la besan: Háblame (Est_15_15). Ella la esposa tiene más razón al decirle que lo considera un ángel de Dios, que Esther a Asuero, porque el Verbo es el ángel del gran Consejo y Dios junto con su Padre y el Espíritu Santo; el que se sienta en el trono divino y cuya gloria es divina. Los serafines se estremecen delante de este trono, cubriéndose el rostro y los pies con cuatro de sus alas, adorando su majestad sublime, que se eleva divinamente sobre su augusto trono, diciendo: Santo, santo, santo.
La Esposa tendría motivo para lamentar o excusar sus imperfecciones como el profeta Isaías, pero Aquel que conversa familiarmente con ella en la tierra, besándola divinamente, le dice que es un fuego consumidor para purificar sus labios, enviándola, mediante una difusión de su divino amor, con la misión de anunciar sus maravillas, que son tan admirables, que ciegan a los que se creen clarividentes y ensordecen a los que se consideran los más inteligentes.
Se trata de la misión que el soberano Dios confió al mencionado profeta: Ve y di a ese pueblo: Escuchad bien, pero no entendáis, ved bien, pero no comprendáis. Engorda el corazón de ese pueblo, hazle duro de oídos, y pégale los ojos no sea que vea con sus ojos y oiga con sus oídos, y entienda con su corazón, y se convierta y se le cure (Is_6_9s). [1080] Mas ¿por qué, Señor, deseas que el profeta ciegue, apague la inteligencia y haga pesado el corazón humano? Hija, es porque quiero que mis enviados reconozcan la dependencia que tienen de mi soberanía, y que dejen de juzgar a través de sus propios sentidos, que hacen creer lo que con frecuencia es falso, como sucede con los dementes que se consideran en perfecta salud, aunque en la realidad sean los enfermos más peligrosos.
Hija mía, el mismo profeta, que conocía muy bien las extravagantes ideas de los hombres, no sólo de los de humilde condición, sino de los de más noble estirpe él era del linaje real de David, dijo en representación de Dios, que lo enviaba: Porque mis pensamientos no son sus pensamientos, ni sus caminos son mis caminos, oráculo del Señor, porque cuanto aventajan los cielos a la tierra, así aventajan mis caminos a los vuestros (Is_55_8s).
Si los humanos se humillan delante de mí, disponiéndose a hacer mi voluntad, conocerán las verdades que enseña mi Espíritu. Tendrán conocimiento de mi doctrina si hacen la voluntad de mi Padre, que se interesa en su santificación. Mi palabra es como una lluvia que fecunda la tierra que la recibe, deseando que la acoja con provecho: Como descienden la lluvia y la nieve de los cielos y no vuelven allá, sino que empapan la tierra, la fecundan y la hacen germinar, para que dé simiente al sembrador y para comer, así será mi palabra, la que salga de mi boca, que no tornará a mí de vacío, sin que haya realizado lo que me plugo y haya cumplido aquello a que la envié (Is_55_10s). A ti se dirige, hija mía, cayendo sobre ti; recíbela con reverencia porque en ella tendrás todo bien. La Palabra alimentará tu alma en el desierto de esta vida: es el maná bendito que debes recoger con toda diligencia, porque contiene sabores de toda clase.
No sólo de pan vive el hombre, sino de toda palabra que sale de la boca de Dios (Mt_4_4).
Capítulo 149 - San Juan vino a este mundo antes que el Salvador, junio de 1642.
[ 1081] Maravillas son tus dictámenes, por eso mi alma los guarda. Al abrirse, tus palabras iluminan dando inteligencia a los sencillos. Abro mi boca franca, y hondo aspiro, que estoy ansioso de tus mandamientos (Sal_119_129s). Padre eterno, ¿Qué has enviado a la tierra? Las maravillas de tus leyes y el Verbo hecho carne para divinizar la carne; Dios hecho hombre y hombre transformado en Dios. A esto se dirigen la ley y los profetas. Jesucristo envió a San Juan Bautista como su propia voz, para preparar a la humanidad a su venida. La ley natural, la ley escrita, son las predecesoras de la ley de la gracia, a la que su autor se sujetó para cumplirla hasta la última tilde, y para perfeccionar la fe que estuvo figurada en Abraham, quien creyó en las divinas promesas, lo cual le fue reputado en justicia; promesa que el santo patriarca sólo entrevió de lejos. Sin embargo, aquella visión lejana del nacimiento del Verbo lo hizo estremecerse. Isaac, su hijo, fue llamado risa como figura de Jesucristo, alegría eterna del Padre soberano; júbilo de los hombres y de los ángeles, a quienes el divino Padre ordenó rendir los honores debidos a su majestad, cuando lo introdujo nuevamente al mundo en Belén, porque, según declaró uno de ellos a San José, ya había nacido del Espíritu Santo en María en el instante mismo de la Encarnación: Porque lo engendrado en ella es del Espíritu Santo. Dará a luz un hijo, y tú le pondrás por nombre Jesús, porque él salvará a su pueblo de sus pecados (Mt_1_20s). [1083] En este nacimiento, los ángeles recibieron el mandamiento de adorarlo en el pesebre, donde yacía con las debilidades de nuestra naturaleza, resplandeciendo al mismo tiempo en el cielo, en el trono de su gloria: Yacía en el pesebre y refulgía en el cielo; fue rico y pobre también. Humilde y sumiso, fue llevado como un niño el que es adorado como Dios: pequeño en el pesebre, inmenso en el cielo.
Capítulo 150 - San Pablo, convertido y elevado hasta el tercer cielo, es la manifestación de la grandeza del Salvador, 30 de junio de 1642
[1085] Después de la santa comunión, me vi elevada hasta el paraíso junto con San Pablo, cuya fiesta solemnizábamos. Allí pude ver la irradiación de la gloria de Dios y las grandezas del Apóstol, que integra en parte la grandeza de Jesucristo, el cual se manifiesta grande y magnífico en San Pablo, por cuya causa descendió él solo después de su ascensión. Los demás apóstoles recibieron el llamado del Salvador durante su vida mortal en la tierra, pero cuando llamó a San Pablo ya era inmortal y glorioso. Todas las circunstancias de esta vocación la hicieron espacialísima, ya que fue rodeado de una luz celestial a eso del medio día, hora en la que Dios se paseaba por el paraíso terrenal; tres ángeles visitaron a Abraham también al medio día. El sol, a esta hora, está en su mayor fuerza, hora que parece destinada a obrar misterios fulgurantes, en la que el fervor anima al amor. Escuché el Salmo 8, aplicado a San Pablo: Señor, Dios nuestro, qué admirable es tu nombre en toda la tierra (Sal_8_2), ya que San Pablo, en su conversión y en su vida reveló la grandeza del nombre de Jesús, llevándolo también por toda la tierra. Por ser un vaso de elección y de dilección escogido por la soberana benevolencia de Dios en su entorno para tan noble ministerio, San Pablo manifestó la magnificencia del Salvador, que parecía esconderse en los cielos, dejándose ver a través de las gracias que derramó en [1086] aquel que lo había perseguido implacablemente; favores y dones que Pablo hizo repercutir en su origen y remontar hasta el seno de su autor, confesando que nada poseía que no procediera de la gracia y liberalidad de Jesucristo, el cual previene nuestras obras. Es bien cierto que de la boca de los hijos del pecho de la dulzura, recibe el Señor la alabanza, y que con su manecita destruyen y llevan a la ruina a sus enemigos. San Pablo, habiéndose transformado en un pequeñuelo dócil y obediente al Salvador, a cuyo pecho estaba siempre adherido, sólo se alimentaba de su leche; por ello la derramó en lugar de sangre cuando fue decapitado. Reconoció muy bien su debilidad cuando dijo que no era nada sin el poder de la gracia: Por la gracia de Dios soy lo que soy (1Co_15_10); a pesar de lo cual combatió contra los poderes de las tinieblas y los príncipes del mundo, saliendo vencedor de ellos, como él mismo lo confiesa. El Salvador lo elevó tan alto, que sometió todo a sus pies, de manera que el gran apóstol desafió a los ángeles, a los que espera juzgar un día él mismo. Llegó hasta explorar, según parece, los tesoros de la ciencia y sabiduría divina, encontrándolos ocultos en el seno de la humanidad de Jesucristo, y los de la divinidad en sus éxtasis, que lo llevaron tan alto, descubriéndole multitud de secretos admirables que no pudo expresarnos. El mismo fue un tesoro de gracias y favores divinos. ¿Quién podría expresar la unión que tuvo con Jesús, su maestro, su amor y su todo? Aquel lobo rapaz arrebató santamente al Cordero que es adorado por todos los santos, que es igual con el divino Padre y el Espíritu Santo. Jesús era la flor de la vid, contraria a la malicia de la serpiente antigua, la cual pidió a San Pablo perseguir no sólo a los santos, sino también a las mujeres, a las que deseaba encadenar, forzar y arrebatar de manos del Salvador, por ser [1087] la descendencia virginal de la admirable mujer que aplastó la cabeza de la serpiente infernal. El Cordero divino convirtió a su perseguidor: Jesús lo rodeó de luz en el mediodía de su ferviente amor, en el que se encendió, de suerte que fulminó anatema contra todos aquellos en los que no arden las llamas amorosas de tan amable objeto. En este punto llegó a desear ser anatema él mismo, para atraer a su amor a sus hermanos. Ah, qué exceso de amor. Es el Benjamín llevado por la profusión de su entendimiento hasta el conocimiento de la grandeza del poder de Dios, siendo felicitado por los príncipes de Judá por tanta dicha. Es el apóstol que llama a los gentiles a compartir estos favores, invitándome a participar en ellos y exhortándome a disponerme para ser otro vaso de elección y de dilección y, aunque en su época prohibió a nuestro sexo enseñar en la Iglesia, me ayudó a comprender que no prohibió referirse a las cosas de Dios en la conversación, y que no pone límites a las mociones del Espíritu Santo. En fin, mi alma fue tan altamente elevada con San Pablo, que no sabía yo si estaba fuera de mi cuerpo o en él: esta elevación, que en verdad puedo asegurar me llevó hasta la gloria, a la derecha de Dios, es un favor y una gracia inefable: mientras duró, no podría decir cuánto me disgustaba la vida de mi peregrinar mortal. Cuando volví en mí, después de la visión del paraíso, admiré la bondad del Salvador glorioso, que consideraba la elevación de San Pablo como su magnificencia, haciéndolo admirable ante los ángeles a manera de un vaso precioso y obra del Altísimo colmada de la luz divina, la cual lo rodeó y penetró, haciéndolo conforme a él, que es la imagen del divino Padre, y comunicándole sus perfecciones de manera muy sublime, de modo que su divino Espíritu le pudo asegurar [1088] que Aquel a quien perseguía era el verdadero Mesías y Redentor de los hombres que le dieron muerte, a los que ofrece el perdón y la salvación eterna. Así sea.
Capítulo 151 - Las grandezas de María, hija, madre y esposa de Dios, la unió a él de manera inefable, y penetró su corazón con amor divino y humano, 17 de septiembre de 1642.
[1089] El Apóstol, extasiado ante las excelencias de la divinidad, exclama: Oh abismo de la riqueza, de la sabiduría y de la ciencia de Dios. cuán insondables son sus designios e inescrutables sus caminos (Rm_11_33),y yo, llena de entusiasmo ante los privilegios y sublimidad de María, me veo obligada a decir: Oh altura, oh fecundidad, oh poder de esta hija, madre y esposa, revestida de sol, calzada de luna y coronada de estrellas: María de Dios, virgen de Dios, reina de Dios, María de Dios, hija amada del altísimo, contemplada en su mente desde la eternidad y enviada a la tierra mediante una emisión incomprensible a las criaturas. En cuanto fue concebida y su alma infundida en su cuerpo virginal, fue privilegiada con una excelencia que la independizó de todo lo que no era Dios, más aún: la divinidad derramó multitud de gracias en ella, engrandeciéndola en medio de un deleite admirable. El Padre, la contemplaba ya como madre de su hijo amadísimo, que debía serles común por indivisibilidad, pero con la maravilla de que, siendo igual por una feliz necesidad, al divino Padre, la ley del amor lo destinaba a estar sujeto a esta madre humana, que debía engendrar en el tiempo al hijo que la engendró en la eternidad. A este hijo, el Padre lo reconoció como Dios en presencia de los ángeles y de los hombres, por ser su impronta divina que expresa todas sus perfecciones internas, y mediante el cual da el ser y la vida a las criaturas externas: todo fue hecho por él, y sin él nada se hizo. En él estaba la vida y la vida era la luz de los hombres (Jn_1_3s). El Padre le comunica su ser sin dependencia. María da un cuerpo al Verbo con la condición de que se ponga abajo la ley de esclavitud; por ello puedo decir: María presenta a su hijo, Jesucristo; María da a su hijo como una prenda que expresa las excelencias que ella posee por derecho materno sobre el Hombre-Dios. De la misma manera afirmamos que el Padre y el espíritu santo están por concomitancia en el divino sacramento por un seguimiento necesario, porque la naturaleza divina, que es simplísima, es indivisible. [1090] Puedo decir que María es una torre eximia de claridad de abundancia y de fuerza, no sólo frente a cualquier enemigo, sino que parece prevalecer sobre el mismo Dios, aunque con más ventaja que Jacob. Puede llamársela fuerte contra Dios y la que ve a Dios; como Dios es hijo y súbdito suyo, es terrible como un ejército en rango de batalla en el orden divino y humano. no puede ella decir que ignora que Dios la haya escogido para ser su morada y puerta del cielo, ya que esta maravilla no pudo darse sino hasta que ella pronunció su fiat, no en sueños, sino mientras velaba y ponderaba en su mente la embajada que Dios le enviaba con Gabriel, su fuerza, quien le llevaba, no sólo la llave del empíreo, sino, por así decir, el imperio del soberano Dios, el Verbo, que es la llave y el cofre de los tesoros del divino Padre; Verbo que está en el Padre y en el espíritu santo por la divina circumincesión, ya que las tres personas están la una dentro de la otra. a través del Verbo encarnado hijo de María, ella posee la plenitud de la divinidad, que se le entregó, no por impotencia o por la fuerza, sino por amor, enviando su poder para hacer el trato con ella, a la que desea reconocer como soberana. María, hija de Dios, cuán noble eres en tu linaje.
María, virgen de Dios, ¡cuán pura eres por tu elección! tu mente está en Dios, sin estar atada a nadie más. Únicamente el Verbo divino ha podido penetrar en ti; el rayo luminoso del Padre llegó hasta ti y, con él, el Padre y el espíritu santo vinieron a morar en tu alma, no para encarnarse como el, sino para acompañarlo, por no poder ni desear dejarlo. Ninguna cosa creada o material penetró jamás en tus entrañas, que aportaron una vestidura adorable al Verbo increado, que se hizo en ellas, para siempre, el Verbo Encarnado. Estuvo en ti revestido de luz como con un manto, sin cuidarse de sentir horror hacia tus puras entrañas. El sol, la luna y las estrellas son astros luminosos.
¿No posees, acaso, en grado eminente, sus perfecciones y luminosidad? El Hijo que es tu Rey por naturaleza divina y humana, nació en el esplendor de los santos antes del día de la creación. Su generación eterna es inenarrable y su generación temporal, innumerable. Toda criatura confesará que el silencio es lo que más conviene para alabar a la una y a la otra. Digo también, ¡Oh María, oh Virgen, oh Reina! que la tuya es inenarrable, ya que sólo la Divinidad o el Hombre-Dios pueden enumerarla. Perdóname, Señora mía, si me he atrevido a tratar de describir con la tinta lo que Dios me ha mostrado con los rayos de su luz inefable. Confieso que esto es, ante todo, representar nieve deslumbradora con un carbón extinguido. Diría más bien que tus claridades son tinieblas, y tus tinieblas claridades. Como las tinieblas, así es la luz (Sal_138_12).
[1091] Tú sondeas mis entrañas y conoces los pensamientos que Dios y tú producen en mí. Te alabo porque eres dignamente ensalzada y nada está oculto a tus ojos. Mis labios te alaban, mi corazón desearía expresar al exterior, para gloria tuya, los sentimientos que le has comunicado al interior. Tus bondadosos ojos han visto y ven mis imperfecciones y, por la piedad que te es tan propia, obtienes de tu Hijo, que es como tus ojos un perdón general. A mi vez, te digo: He aquí la esclava del Señor; que se haga en mí según tu palabra; palabra que transformó al Hijo de Dios en Hijo tuyo.
El Verbo humanado me mueve a hablar y a callar, todo a una. No puedo poner por escrito lo que he visto y oído; mi corazón te habla y mi rostro, iluminado por tus esplendores, te busca sin cesar; no vayas a desairarlo. Adoro la Divinidad que he contemplado, y en ella tu Corazón admirable, saliendo sin dejar tu seno virginal, como una muestra del amor con el que Dios se encerró; y con El, todas las perfecciones que su sabiduría conoce. Purifícame con su blancura, inflámame con su rubor, cólmame de su dulzura, traspásame con estas dos flechas que perforaron el cielo y la tierra, no para dividirlos, sino para unirlos. Es éste el entendimiento que me concedes de la admirabilísima visión del Corazón sagrado atravesado por ambos dardos: el amor de la Divinidad y de la humanidad a la que ama, morando con él en el mismo cuerpo de la Madre que es cristífera, que es criatura del Creador y madre del Redentor, que quiso llamarse Hijo y súbdito suyo en el momento en que ella se convirtió en su Madre.
El gozó al obedecerla, amándola como a su madre, de la que nació en el tiempo, así como ama a su Padre, que lo engendra en la eternidad. El ama su Divinidad y nuestra humanidad: la unión de estas dos naturalezas se lleva a cabo en el seno de María, donde late su Corazón traspasado por dichas amabilísimas saetas, por las que deseo ser herida sin cesar, para dar impulso a mi llama, en cuyo extremo desearía mi alma elevarse y salir de su prisión, que es un cuerpo que la cautiva y es para ella un peso oprimente en demasía, que la retiene en la tierra a pesar de su vehemente deseo de volar al cielo. Perdona, querido amor, a la que se cansa de vivir entre los habitantes de Cédar; no dudo que las dos flechas que me permitiste ver traspasando el corazón de María, me muestren la doble caridad que tuvo mientras vivió en la tierra después de la Ascensión de su Hijo y su Dios, al que deseo ver en el Cielo, y procurar su gloria en la tierra para cooperar a la salvación de la humanidad que fue rescatada por su preciosa sangre. Urgida por las dos flechas, ella nos dice con más acierto que el apóstol: Me siento apremiado por las dos partes: por una parte, deseo partir y estar con Cristo, lo cual, ciertamente, es con mucho lo mejor; mas, por otra parte, quedarme en la carne es más necesario para vosotros (Flp_ 1_23s).
Capítulo 152 - Las pruebas que el divino esposo envía para dar a conocer al cielo y a la tierra la fidelidad de sus esposas. Delicias de su matrimonio sagrado, que es admirable por su pureza y maravilloso por la fecundidad que produce en sus esposas virginales. (Escrito por mandato de Mons. de Richelieu, Cardenal-Arzobispo de Lyon y director. Octubre, 1642)
[1093] Habiendo salido de casa de mi padre para obedecer a mi divino esposo y para procurar su gloria, él me acarició durante algunos días con grandes favores, elevándome en las sublimes contemplaciones de su generación eterna y temporal y mostrándome una montaña a cuya cima me invitó a subir, conduciendo a ella a todas las hijas de su Orden, a las que su divino Padre llevaba y engendraba con un amor indecible. A medida que las veía subir, escuchaba: Allí subirán las tribus, las tribus del Señor (Sal_122_4).
Pasadas dichas ternuras, pareció sumirme en una prueba que no puedo expresar, porque no me abandonaba. Después de languidecer durante algunos días por la ausencia de mi Esposo, temí haber olvidado mis deberes y que, por culpa mía, él no me amaba ya como en el pasado; temor que me causaba un gran dolor y me oprimía el corazón de melancolía, causándome una molesta aflicción y tristes pesares por la pérdida que temía haber causado con mis infidelidades, que desconocía del todo. Dicha ausencia me hizo pensar que tal vez hubiera sido mejor quedarme con mi Madre, a la que todo mundo consideraba una santa, la cual me permitía todas las devociones a las que deseaba yo entregarme. Al verla enferma casi desde mi salida, pensé que su bondad se había privado por Dios de aquella a la que amaba más que a todos sus demás hijos; y que consolar a tan buena madre, permaneciendo a su lado, era un deber que podía exigirme con toda justicia.
[1094] Admiré su virtud y culpé mi precipitación, y por dejadez pensé que, por mi parte, había sido demasiado fácil en creer a los fervores de mi espíritu; y que si hubiese esperado algunos días, habría podido quizás obrar mejor, pensando seriamente en lo que iba a emprender. Después de escuchar estos argumentos internos con mucha pena, escuché los exteriores, que no eran más favorables para satisfacerme. No consentí ni en unos ni en otros y, aunque me encontraba muy impedida en mí misma, no perdí enteramente la confianza en el amor de Aquel por cuya causa había salido de la casa de mi padre. Todas estas tristezas eran, ocasionalmente, dulcificadas por los destellos de algunos consuelos, como si mi amadísimo Esposo me enviara desde lejos cartas lacradas con su sello, lo cual me consolaba en ese momento, pasado el cual retornaba mi pena.
Dije a todos mis pensamientos: ¿Han visto a Aquel que ama mi alma? ángeles que son sus cortesanos, ¿Dónde se ha escondido Aquel que tantas veces ha testimoniado que amaba a su pobre e indigna esposa? Mi fiel Esposo, vencido de su amor, quiso venir en medio de la noche y del silencio, en cuyo transcurso la tristeza había cerrado todas las puertas a cualquier expresión de alegría. Dormía yo sumida en una inexplicable tibieza, en medio del disgusto de todo lo que era de esta vida. Podría haber dicho con el profeta Elías que la muerte me libraría de tantas penas, si no hubiese sabido que mi Esposo no deseaba que abandonara yo su designio. El, que es el fiel por excelencia, conocía los pensamientos más íntimos de mi corazón oprimido y poseía la destreza y el poder de abrir los resortes más secretos de mi cámara nupcial; por ello entró sutilmente, pero como yo era incapaz de conocerlo, por estar adormilada, dirigió un asalto a todas las potencias del alma, cuyas llamas sintió mi cuerpo. En mi corazón se abrió una brecha favorable, a la que el Esposo divino fue el primero en lanzarse para apoderarse de su esposa, que era el botín y los despojos más amados para él. La encontró en su lecho, que más que de reposo era de dolor, totalmente sorprendida ante esta alarma y sin darse cuenta de quién era prisionera.
[1095] Era incapaz de resistir a la fuerza que la asaltaba, por estar demasiado débil para oponerse a los designios de Aquel que la poseía como objeto suyo y presa de una guerra buena, tranquilizándola dulcemente y asegurándole que todo sucedía para protegerla y que el amor no le permitía disimular su nombre e intenciones: él era su Esposo seguro de su fidelidad, el cual quiso sin embargo tener el placer de sorprenderla para causarle un gozo indecible y, si no hubiese tenido el poder de conservarle la vida al darle estos asaltos, que con frecuencia hacen morir de espanto a las princesas delicadas y abatidas por la ausencia del príncipe su esposo, no hubiese hecho su entrada de este modo. El amor, empero, lo había apremiado a venir a verme antes de que tuviese yo noticia alguna de su venida. Mi Amado gozaba al encontrarse cerca de su esposa, aunque sin darse a conocer. Añadió que él tenía las llaves de todo su palacio, pero que llevaba consigo la de su cámara, para entrar en él sin esperar a la puerta; que su mano era una llave que abría todos los resortes del corazón de su amada, y que si se hubiese deslizado en él, ella se habría disculpado como la esposa del Cantar, no levantándose prontamente para abrirle: Me he quitado mi túnica, ¿Cómo ponérmela de nuevo? He lavado mis pies, ¿Cómo volver a mancharlos? (Ct_5_3), diciendo: No quiero preocuparme de nada.
Tal vez no sea mi esposo, sino algún príncipe que quiere halagarme. No amo a nadie más, ni puedo amar sino a Aquel en quien he depositado mi fe y mi primer amor. Prefiero parecer indiscreta y perezosa que infiel a Aquel por quien deseo vivir y morir constante. Dichos pensamientos apremiaron al divino Enamorado, el cual introdujo sus dedos en la cerradura, y con una sutileza divina, abrió el corazón afligido de su fiel esposa, que, estremecida de susto y de alegría, de pena y de contento, exclamó: Mi amado metió la mano por la hendidura; y por él se estremecieron mis entrañas (Ct_5_4). Ante este asalto de amor, la amada se despierta y, al darse cuenta de que se trata de su Esposo, y con el [1096] corazón abrasado por una nueva llama, parece salir de su pecho para entrar en el de su Amado. Al incrementarse el amor, ella parece morir a causa del júbilo de amor, causando cierta inquietud a las potencias del alma y aun del cuerpo, que es incapaz de recibir sus visitas divinas.
El espíritu, fortalecido por su divino Esposo, que desearía en verdad no tener otro pensamiento sino el de recibirlo, le presenta las mismas quejas del apóstol: ¡Pobre de mí! ¿Quién me librará de este cuerpo que me lleva a la muerte? (Rm_7_24); ¿Quién me librará de este cuerpo mortal para que more contigo, mi queridísimo Amor, por toda la eternidad? El la tranquiliza diciéndole: Amada mía, estoy contigo hasta la consumación de los siglos; ten confianza en mí y goza de mi divina presencia.
Ante palabras tan eficaces, todo su cuidado se redujo a reposar sobre su seno, en el que experimentó un deleite inexplicable, sintiendo la inspiración secreta de penetrar en él. Su corazón se dilató en tan amorosos deleites, que pueden experimentarse, mas no expresarse. El le aseguró que su fiel afecto había aumentado con mucho el de ella; que ella era su amada, su única, su paloma, su gozo y su corazón.
La Esposa sintió entonces un perfecto contento, no restándole ni temor, ni pena, ni dolor en el espíritu. El Esposo sagrado le dijo: Quise entrar cuando menos lo pensabas, para conocer cuánto suspirabas en mi ausencia, no deseando prevenirte con ilustración alguna. Penetré en tu corazón como en mi cámara real, estando recorridas las cortinas y cerradas las puertas, como cuando entré en el Cenáculo.
En este punto, los sentidos dejaron de actuar; ni el mismo entendimiento sabía lo que pasaba. El corazón, oprimido poco antes por la tristeza, se abría ante la comunicación del Esposo, que se derramaba en la esposa por medio de esta sagrada y extraordinaria agitación, daba testimonio del poder y la virtud del [1097] divino Esposo, que tiene en sus manos, como ya he dicho, los resortes de los secretos del corazón de su esposa, sabiendo bien darle impulso y movimiento según su deseo, a fin de que ella goce del placer que él encuentra en complacerla, lo cual constituye un divino contento. El es el estandarte siendo la luz divina aunque la tenga en la penumbra de su amor. El la penetra íntimamente y la esconde divinamente a todo lo que no es él. El le asegura que esta prueba no es porque él tenga duda de su fidelidad, sino más bien para darla a conocer un día a todos los de su reino y para tener motivo de alabarla él mismo. Cuando él le dice que él es todo a ella ya que ella es toda a él y como Rey de amor ella es la reina pues él se ha prendado de su belleza llamándola su perfectísima.
Mi alma escuchando todas estas palabras de confianza y dulzura, se encontró libre de toda clase de miedos y temores y entro en un entusiasta y delicioso reposo que fue como un paraíso de delicias. Al día siguiente, mi radiante Esposo quiso aparecérseme rodeado de esplendor y magnificencia, mostrando a todos sus príncipes celestiales el amor que sentía hacia su amada, a la que penetró con amorosa majestad. Con su luminoso cuerpo y una postura divinamente pura, se dignó abrazarme virginalmente, echándose a mi cuello como Esposo y niño a la vez. Todos estos abrazos son inocentes y muy castos: Cuando lo amo, soy casta; cuando lo toco, soy pura; cuando lo acepto, permanezco virgen. ¿Quién podría expresar los misterios de estas dos visitas, una mediante el sentimiento y la otra mediante la unión? Aquí se consuma el sagrado matrimonio entre el alma y el Verbo Encarnado, por medio de una fusión altísima seguida de una generación sin impureza, de una preñez sin molestias ni disgustos, de un nacimiento sin dolor y de una educación y alimento del fruto del matrimonio sin pena ni inquietud. Quiero decir que el alma, al purificarse en esta unión tan deliciosa, concibe sin marchitar su virginidad y porta su fruto sin pesantez ni trabajo, dándolo a luz sin dolor y sin que nada mancille su lecho divino, alimentándolo sin un cuidado que la agobie.
[1098] Para referirme a la unión y conjunción en que consiste la consumación de este sagrado matrimonio, quiero decir que es muy íntima y como sustancial; muy santa y muy deliciosa. Es necesario suponer que esto sucede no solo en el alma, sino también en el cuerpo, ya que el alma unida a su cuerpo es la esposa en este matrimonio. El Esposo es el Verbo Encarnado, no sólo en cuanto Dios, sino como Dios y hombre, a semejanza del matrimonio del mismo Verbo con la naturaleza humana, que no se realizó únicamente con el alma, sino también con el cuerpo. Esta unión conyugal se realiza entre el Verbo Encarnado y el alma que obra en el cuerpo, lo cual no sucedería si se obrara únicamente en la parte superior del alma, en la punta del espíritu, mediante operaciones en las que el cuerpo, al nada obrar ni sentir, no tendría parte alguna, como sucede con un alma realmente separada de su cuerpo, en la que sólo puede darse una unión de espíritu a espíritu. Es necesario entender en este punto que se trata de una unión que redunda también en el cuerpo, o que se realiza entre el alma unida a su cuerpo y el Verbo humanado, Jesucristo, que es Dios y hombre.
Todo esto sucede en el corazón de esta manera: el alma se retira de tal modo en el corazón, mediante el recogimiento de todas sus potencias, que se deshace de todo, dejando de obrar en toda función excepto las vitales y necesarias para conservar la vida, como sucede en las suspensiones.
Se encuentra en esa intimidad como en su tálamo real, entre velos tendidos y cortinas cerradas. En medio de tan profundo silencio, todas las criaturas le sirven de velo, sus potencias son felizmente absorbidas y la piel que contiene al corazón hace las veces de cobertura. El Verbo Encarnado, siendo el Esposo, se derrama y se encuentra presente, no sólo en cuanto a la divinidad, sino unido a su humanidad santísima. Penetra así en el corazón, quedando encerrado en su pequeño recinto. A su vez, el corazón se abre sensiblemente como un vaso sagrado, para recibir esta divina infusión. Dios se derrama mediante una efusión que llega hasta el cuerpo de manera admirable, mediante la cual éste es capaz de gozar de tantas delicias. La santa humanidad se comunica mediante una delicada penetración y presencia real, así como un rayo de luz se incorpora a un cristal. El alma y el Verbo Encarnado habitan verdaderamente en este corazón mediante una afectuosa correspondencia, [1099] sirviendo este corazón, al mismo tiempo de vaso y de prado al Verbo divino, que es la flor de los campos y el lirio de los valles.
El corazón se sublima y derrama en Dios, pareciendo, mediante esta destilación cordial, extenderse por todas las médulas, pero con mayor abundancia en el pecho, del que procede un santo desfallecimiento, de modo que la esposa dice: Mi carne y mi corazón se consumen: ¡Roca de mi corazón, mi porción, Dios por siempre! Mas para mí, mi bien es estar junto a Dios; he puesto mi cobijo en el Señor (Sal_73_26s). Ella vive, pero ya no ella: su vida es su divino Esposo, ya que el alma se encuentra con más fuerza en el objeto que ama, que en el ser al que anima. ¿Qué podría buscar esta enamorada y esposa queridísima fuera de su divino Esposo, que se derrama sin salir de sí mismo? El Verbo Encarnado se entrega a ella sin dejar el seno paterno. El alma favorecida de este modo, se derrama y se funde, por así decir, perdiéndose en Dios, porque su corazón se destila. Dicha unión es espiritual y corporal, todo a una, lo cual no sucede sólo con el alma despojada de su materia o en su parte superior en la suspensión total de los sentidos, sino en el corazón que participa en dicha unión, que recibe la infusión y derramamiento del Verbo Encarnado como un semen purísimo. Se abre, se dilata, se mueve, no sin algún dolor, mas deleitándose en el placer que le causa la fusión con un Hombre-Dios, que lo posee santísimamente. Insisto en que esta unión y fusión es muy santa y sin impureza, porque preserva la flor de la virginidad, a la que la copulación carnal marchita y corrompe. Así como se saca el veneno a la víbora y se toma una muestra de su carne para elaborar la composición de la pócima que sirve de antídoto a su mordedura ponzoñosa, Dios impide en este caso la imperfección que se da en los matrimonios ordinarios y, aunque el cuerpo participe también en esta unión, se realiza de una manera del todo divina y espiritual, a pesar de ser también corporal. Es como cuando decimos que el Cuerpo del Verbo Encarnado se encuentra bajo las especies sacramentales a la manera de los espíritus, sin ocupar lugar ni espacio.
Se trata, pues, de una conjunción de sustancia, pero no como la que se realiza en nuestros cuerpos corruptibles con las imperfecciones que la siguen. El mismo Verbo Encarnado es quien penetra en el corazón para colmarlo de una sagrada simiente junto con su humanidad ya impasible y su cuerpo [1100] glorioso incorruptible y espiritual, en el sentido en que San Pablo nos habla de los cuerpos de los bienaventurados, que son tan incorruptos y puros como un rayo de sol. El comunica sus delicias sin manchar, purificando a la persona que las experimenta. En fin, todo esto sucedía en mi alma y en mi cuerpo mediante la inhabitación de un Dios encarnado, el cual, poseyendo delicias para el alma y el cuerpo, desea comunicarlas a los dos, haciéndolo con suma pureza y santidad.
El Esposo divino, que no puede sufrir el menor rastro de impureza en su esposa, no ama el lecho que no esté perfumado de flores. Desea una cámara recubierta de cedro incorruptible y sólo bebe de una fuente sellada, encontrando todo su solaz en un huerto cerrado. Cifra su gloria en tener por esposas a las vírgenes, cuya integridad conserva con pasión, si se me permite la expresión.
Mi divino amor me enseñó que la santidad más eminente no impide el placer y las delicias que el alma y el cuerpo, por repercusión, experimentan en esta unión admirable; delicias que sobrepasan a las que los casados experimentan en sus relaciones matrimoniales. Primeramente, porque el alma, estando ocupada del todo en esta operación y penetración divina, y como recogida en el corazón, percibe, según la capacidad de sus potencias, estos placeres que la absorben del todo. Cuando el divino rayo la penetra y se difunde en ella, la inunda de un néctar delicioso. Es más: el alma se encuentra en esta fusión en su fin y en su centro, hacia el cual la impele su inclinación natural. Goza, por tanto, de un pleno y entero reposo, que es semejante al de los bienaventurados, aunque sin ser perdurable como el de ellos, y que en la tierra el alma goce de un bien y de un placer sin conocerlo en plenitud. De ahí proviene que el gozo y desfallecimiento del alma y sus potencias la mantenga distante de todas las criaturas y despojada de cualquier objeto, no estando atenta sino a su Esposo, abrazándolo fuertemente para no separarse de él; es decir, adhiriéndose a la promesa de su bendición, por no haber bendición alguna que pueda contentarla como la posesión de él mismo. [1101] Añádase a esto que las delicias y placeres crecen en la medida en que el bien es capaz de concederlas, y que su posesión o la unión con El es más íntima. ¿Dónde encontrar un objeto más delicioso que el Verbo Encarnado, que por ser la sabiduría increada tiene su diestra cargada de delicias? En su derecha delicias por siempre (Sal_16_11). Verbo que, en la Encarnación, se acomodó a la debilidad de nuestra naturaleza para difundirse en el alma que sigue adherida a un cuerpo material y mortal, el cual es incapaz de sufrir la vehemencia de las delicias de la divinidad, que sólo pueden captar los entendimientos puros a pesar de lo cual es necesario que sean elevados por encima de ellos mismos a través de la luz de la gloria. Sin embargo, Aquel que se anonadó en la Encarnación, elevando el alma por la gracia, obra maravillosamente una alianza sublime entre Dios y el alma, tal y como lo requiere el objeto y la potencia que llega a conocerlo y gozar de él; objeto que encierra en sí, exclusivamente, las delicias que se encuentran en todas partes, aunque proporcionando un deleite mucho más intenso.
El alma que, de este modo, es capacitada para gozar del Verbo Encarnado, posee en él todo lo que buscaría en vano en otra parte, y esto con mayor plenitud, debido a que posee todo a la vez y no en pequeñas porciones, como cuando mendiga contentos de las criaturas, ninguna de las cuales es capaz de ofrecérselos todos: este placer es más dulce y sensible cuando la unión entre el alma y el objeto es más estrecha; pero, ¿Dónde se hallará más íntima que en la unión conyugal cuando es sustancial? Ella consiste en una penetración de Dios en el alma y del alma en Dios; una pérdida del alma en el Verbo Encarnado y una destilación del corazón; una infusión de todo el Verbo y de toda su humanidad de una manera realmente sustancial y del todo espiritual. Toda el alma recibe y todo Jesucristo se comunica; la esposa goza de la totalidad del esposo, y éste posee completamente a la esposa.
En cuanto a los goces sensibles y las delicias del cuerpo, mi divino amor me dijo que sobrepasan cualquier deleite carnal, porque dichas delicias se hallan inmediatamente en el corazón, que parece en verdad sufrir al dilatarse mediante la apertura y la conmoción; sin embargo, al derramarse, recibe los efluvios sobrenaturales y divinos. Surgen por ello sentimientos y goces inexplicables, debido a que la sede del placer se encuentra en el corazón y, si lo experimentamos en alguna otra parte del cuerpo, se deba a correspondencia que [1102] tienen con el corazón, mediante la cual sustentan el dolor o el placer. Esto se encuentra, hablando con propiedad, en el apetito y no en la mano o en el brazo afectado, que mediante el tacto percibe ciertas cualidades agradables; las acciones de los sentidos exteriores son la causa de estos dos afectos, que dominan a todos los demás. Ahora bien, el apetito sólo se alberga en el corazón; cuando, por tanto, el objeto deleitable es aplicado inmediatamente al corazón, es menester, forzosamente, que el placer que percibe en él sea mucho mayor que cuando se aplica a cualquier parte más apartada, debido a que los espíritus, el calor y otras causas que sensibilizan más a cualquier parte del cuerpo, se encuentran con más fuerza en el corazón, sea para gozar del bien, o para sufrir el dolor y la aflicción.
Es muy cierto, por tanto, que las delicias de este matrimonio sobrepasan todo lo que los hombres buscan con tanto ardor. Experimenté y comprendí grandes secretos que no puedo expresar, mediante la visión de Jesús niño, el cual, como digo antes, tenía un cuerpo cristalino y como de una luz espesa y tenue, el cual se arrojó a mi cuello como lo haría un enamorado apasionado. Se me apareció con este cuerpo glorioso y como espiritual y todo de luz, para testimoniarme su íntima unión, comunicándose a mí como un rayo espeso, que era sustancia y no un etéreo accidente, como los del sol. La unión que se hace con él es sustancial: es un rayo que posee admirables poderes, porque ilumina, no sólo calienta; engendra, alimenta y deleita. Obró todo eso en mi alma, por ser un rayo penetrante que puede entrar sutilmente hasta el fondo del corazón: Llega a todas partes a causa de su pureza (Sb_7_24). Estos abrazos son uniones sagradas; ese cuerpo infantil y espiritual muestra que el esposo se estrecha, por así decir, haciéndose pequeño de manera espiritual para comunicarse todo entero al corazón y al alma recogida en él. Tenía, sin embargo, la majestad de un Dios, a pesar de parecerme un niño, porque en el alma queda grabado el sentimiento de la grandeza divina. Ella permanece en la humildad, en medio de un gran respeto, adorando la majestad y santidad que se oculta bajo esta infancia y su bondad, que se comunica mediante su luminosa inocencia. [1103] Todo, en esta unión, es santidad porque El es todo luz; también su cuerpo es luminoso a manera de un cristal, porque, de otro modo, ni el alma ni el cuerpo podrían resistir su amoroso rayo que penetra el corazón y obra prodigios. Es un cuerpo glorioso que comunica grandísimos y purísimos deleites, en los que el Padre eterno, con el Verbo Encarnado y a través del amor del Espíritu Santo, encuentran su sagrada complacencia. El Padre y el Espíritu Santo acompañan al Verbo Encarnado por concomitancia, y el alma conserva, no sólo los mandamientos, sino al Dios de la ley en ella. El Verbo Encarnado su esposo y las otras dos personas, hacen gozosos su morada en ella. La virginidad no queda estéril; por el contrario, es muy fecunda en este sagrado matrimonio. Cuando se da la esterilidad en los matrimonios de la tierra, produce tristeza y penosa aflicción, siendo la causa frecuente de su desdicha. Mi queridísimo Esposo, me ordenas describir esta virginal conjunción. Te obedezco, Rey mío y mi todo, diciendo que el alma en la que penetras de manera admirable, y que ha recibido de tu bondad la simiente divina, es cubierta por la misma bondad y, mediante el poder inefable del semen divino, se derrite y se pierde en ti, su Dios y su todo, que vives en ella. De la unión de estas dos sustancias, que se penetran divina y virginalmente, se obra además, por así decir, una producción que es un placer divino y una gracia infusa, la cual permanece en la esposa como el fruto de esta divina copulación espiritual y corporal, todo a una. El corazón, como una matriz santa y fecunda, mediante el poder generador que el Verbo le comunica, habiendo recibido la simiente divina, que no es otra que el mismo Verbo, concibe en sí una gracia que no puedo llamar de otro modo que el producto de este matrimonio, que es fruto del divino esposo y del alma, pero más bien del esposo divino que de la esposa.
Por eso no lleva el nombre de la madre, sino del Padre, ya [1104] que la aportación de ella es muy pequeña y casi nula, no consistiendo sino en su libre consentimiento. El principal contribuyente es Dios-hombre y, aunque Dios no puede obrar en ella sin la cooperación del alma, la simiente de la gracia divina es en verdad omnipotente. Su poder es maravillosamente activo; pero si la tierra que la recibe no obra en ella, jamás producirá cosa alguna. Se dice que la tierra, al calentarse, estimula el potencial de la semilla que recibe, y que el poder seminal quedaría como muerto y adormecido, sin desarrollo ni fruto, sin dicho calor. La diferencia que encuentro aquí es que la gracia no es estimulada por el alma, sino que ella misma incita al alma, dándole el poder de obrar. Es necesario, empero, que se dé esta correspondencia del alma y de la gracia, ya que el alma nada producirá sin la gracia, ni la gracia querrá producir algo sin el concurso del alma. Es menester que el alma se deje guiar por la gracia y que actúe con ella en la unión conyugal que aquí describo. El semen de la gracia obra poderosamente si el alma que la recibe corresponde siempre a ella mediante su libre consentimiento. Se sigue necesariamente la producción de algunas acciones generosas. Una nueva gracia concedida a la esposa, originada en este matrimonio, jamás queda estéril, sin fruto ni generación. Mas ¿por qué preocuparme para mostrar un producto de este matrimonio, siendo Jesucristo el que se reproduce a sí mismo? De esto nos da seguridad el Apóstol: Hasta que Cristo sea formado en vosotros (Ga_4_19). El es el esposo, el padre y el hijo o fruto del matrimonio. Es Él quien permanece en el alma como en el seno de su madre de manera admirable; por ello dijo que las que hacen la voluntad del divino Padre son sus hermanas y sus madres, lo cual permite que lo conciban de una manera mística y nueva. En verdad estas cosas del espíritu son inexplicables: las almas que reciben estos favores comprenderán por experiencia lo que no puedo expresar. La madre según la naturaleza lleva nueve meses su fruto, en circunstancias bien diferentes de las delicias que experimenta el alma que ha concebido por obra del Verbo Encarnado, [1105] porque las madres según la carne pasan muchas penas, disgustos y pesantez, conforme al tiempo de su espera. La esposa sagrada, por el contrario, habiendo sido hecha madre por la gracia, permanece virgen y, como no recibió imperfección alguna en la efusión y simiente de la gracia, no siente incomodidad alguna, por no haber recibido sino lo santo y lo divino. Los sentimientos que experimentó en esta inefable fusión duran en ella varios días, durante los cuales se siente toda transportada en el amor divino. Es esto lo que experimenté después del primer asalto, descrito más arriba, durante la visita secreta de mi esposo. Fue tan grande la violencia de su amor y de su fuego, que mi alma hubiera deseado salir enteramente del cuerpo, rompiendo los lazos y las rejas que la tenían prisionera, para gozar con entera libertad de su Amado por toda la eternidad, en la que el divino Esposo llena sus aspiraciones en banquetes sin fin y en un continuo saborear las delicias divinas. En realidad este enamorado, cuya pasión es dar placer por adelantado en la tierra a su esposa, obra en el entendimiento su banquete por medio de continuas luces y en la voluntad a través de éxtasis deliciosos y derramamientos sagrados, en los que participan todas las demás potencias. Dichos festines llevan consigo su propia música, que es un acorde entre la parte superior y la inferior y un regocijo amoroso entre el esposo y la esposa. ¡Alégrese el cielo y goce la tierra! (Sal_8_1). El cielo es Dios, que goza más que el alma; el esposo y el Padre se alegran al tener un fruto de su matrimonio con mayor alegría que la esposa, que es madre, por haber contribuido más y por haberse reproducido a sí mismo. El hijo lleva su nombre y ocupa su lugar; Dios se reproduce, por así decir, en esta concepción; por ello recibe la mejor parte del júbilo que ocasiona. La tierra se alegra, es decir, la esposa que se ve convertida en madre. La Virgen gloriosa y la humanidad del Verbo participan en este contento, que David describe a continuación, de la cita anterior, la cual anoto en un tema parecido sobre las bodas del [1106] Verbo con el alma que recibe tan insigne favor. Las mujeres grávidas son débiles y sufren pesantez, como ya he dicho. Por el contrario, el alma desposada con el Verbo Encarnado, se encuentra fortalecida a imitación de la santísima Virgen, la cual, en cuanto concibió al Verbo Encarnado, cruzó con rapidez la cima de las colinas más altas de Judea. Apresurándose (Lc_1_39). La razón de esta diferencia se debe a que el amor lleva su propio peso; el amor humano tiene un peso que lo impele a la corrupción y a la tierra, que lo entorpece y lo abruma. El santo amor eleva hasta el cielo, dando la incorruptibilidad. La madre agraciada con él, es aligerada por el divino y amabilísimo peso. La generación terrenal manifiesta la corrupción de la que procede, de la que jamás se exceptúa. A la generación celestial, que es purísima y va precedida de la gracia, se sigue la inmortalidad y la inocencia; y como esta admirable concepción proviene únicamente de la unión íntima del alma con Dios, sólo encuentra su fuerza, su apoyo, su sustento y subsistencia en Dios, al que está estrechamente unida, y con el que tiene una producción en común, que es el fruto de su santo y sagrado matrimonio. No quiero decir que la subsistencia del Verbo obre una unión hipostática en este matrimonio, sino que Dios sostiene al alma de manera admirable. La mujer encinta siente mareos, su color palidece o se ensombrece y su rostro se demuda y abate. La esposa celestial, en cambio, como es cristífera, se encuentra en medio de luces que le confieren, en ocasiones, una belleza arrebatadora que se manifiesta también al exterior, el cual participa a su vez de la luz interior que ilumina al alma con sus reflejos. En ocasiones percibimos ciertos rayos divinos en los ojos de la amada y hasta en su rostro, que reluce o se inflama; tornándose a veces luminosa como efecto de los rayos de la gloria que la circundan. Esto es un reflejo de la plenitud de la luz interior y un destello de la gloria que tendrán los cuerpos de los bienaventurados en la eternidad, si lo he entendido bien: Inmortal es su recuerdo (Sb_4_1).
La memoria de la generación casta es inmortal; por ello [1107] la esposa no desea recordar las cosas creadas, sepultándolas en un profundo olvido. Tampoco desea tener corazón sino para su divino esposo, no deseando retener en su memoria sino a él y sus favores divinos: A la vista de Dios y de los hombres (Sb_4_1). Dios se complace en que los hombres admiren la generación casta cuando él la da a conocer, lo cual es prueba de su grandísima pureza; la presencia de Dios y del Hombre-Dios la hace santamente gloriosa. Las uniones de los casados, aunque lícitas, que se encuentran en los términos de la caridad conyugal y de un lecho inmaculado, como dice el apóstol, son sin embargo imperfectas; por ello buscan la conveniencia de las tinieblas y la oscuridad, en tanto que la unión espiritual del divino esposo se practica en la claridad de la luz divina. La misma esposa es luminosa en todo su ser porque Dios es luz en sí mismo, y en él no tienen cabida las tinieblas. El alma es luz participada; la esposa castísima pide osada y piadosamente un beso de la boca de su esposo, inquiriendo en qué lugar reposa Él santamente a la hora del medio día. Jamás busca las tinieblas, y no podría siquiera encontrarlas, porque al unirse a Dios se convierte, como ya dije, en luz. ¡Cuán diferente es la concepción celestial y la generación castísima de las concepciones según la carne y la sangre! Es necesario, en fin, que la madre que ha concebido y llevado su fruto llegue al tiempo en que la naturaleza ordena que lo de a luz. Si el parto es feliz, causa gran contento al padre y alivio en la madre. Como la esposa divina concibe el fruto divino, habla de las grandezas de su divino esposo, que le concede una divina elocuencia, situándose él mismo en sus labios y derramando su gracia en ellos, para permitirle hablar con un gozo purísimo de sus sagradas y santas bendiciones. Si en ocasiones lo hace con dificultad, no pudiendo describir tan dignamente como lo desea, sus experiencias de la acción divina, obra como los serafines que se cubren los pies y la cabeza con sus cuatro alas, [1108] adorando al esposo al que confiesa tres veces santo. Santo en su divinidad. Santo en su alma, Santo en su cuerpo. Cuando así lo desea, y por ser la sabiduría divina, el esposo sagrado hace las veces de partera, ayudándole a dar a luz su admirable fruto y recibiéndolo con placer, por ser producto de su esposa. Su divino Espíritu mora en ella y da forma a sus palabras, mismas que El desea ver proclamadas a los demás, ya que es El quien da el habla a los pequeños y concede la elocuencia a su esposa queridísima. Cuando ella produce, a través de sus labios, el fruto de vida, lo engendra de nuevo en otros corazones: Hasta que Cristo sea formado en vosotros, etc. (Ga_4_19).
De este modo, se teje admirablemente la generación de Jesucristo y se escribe místicamente el libro de su genealogía: Libro de la generación de Jesucristo (Mt_1_1).El es engendrado en muchas almas y así como su Padre jamás deja de engendrarlo en sí por generación eterna, tampoco deja él de engendrar junto con su esposa, en los corazones. Es engendrado primeramente en el alma, su esposa, por ser él esposo y producto del matrimonio, todo a una. El nace en esta alma y después, por su medio, es engendrado en otros corazones, teniendo de este modo un doble nacimiento: el primero en María, su Madre augustísima, en el día de la Encarnación, como dijo el ángel a San José: Porque lo engendrado en ella es del Espíritu Santo (Mt_1_21), y el segundo como lo narra San Lucas: Porque hoy os ha nacido, en la ciudad de David un salvador, que es Cristo el Señor (Lc_2_11), que es para nosotros el día de Navidad, en que salió de las entrañas virginales de manera inefable. El otro nacimiento que obra en las almas y en los corazones, en virtud de las palabras, escritos, ejemplos y oración de la esposa que concibió con anterioridad y engendra en sí misma, por ser madre y esposa queridísima, coopera él como en el primero, imprimiendo en él su propia imagen y la de esta alma, a la que podemos designar como madre, porque estos nacimientos se considerarán admirables por siempre jamás; y como estos últimos se realizan en virtud de esta alma y fidelísima esposa, sus hijos llevarán la imagen de sus padres y de sus madres. Se obra, de este modo, una sucesión admirable de generaciones divinas, que gozan de verdaderos deleites por toda la eternidad. Por esta razón exclamó [1109] David: El asienta a la estéril en su casa, madre de hijos jubilosa (Sal_113_9). Las estériles según la carne son fecundas según el espíritu.
La esposa según el espíritu permanece virgen y, si llega a ser madre de un número infinito de hijos espirituales que se multiplican hasta el fin de los tiempos, se le concederán nuevos favores y gracias sublimes, ya que el esposo la ama cada vez más y no deja de colmarla de bendiciones en razón de su fecundidad. Sus hijos espirituales son los lazos que los ligan y unen más estrechamente, por ser sus producciones en común. Podía añadir los aplausos y las bengalas de gozo que suben hasta el cielo en el nacimiento de estos delfines; llamas que abrazan de nuevo al alma, así como los banquetes que se le ofrecen y felicitaciones parecidas, que pueden más pensarse que expresarse con la palabra o la pluma: Se alegrará el esposo en la esposa; se alegrará en ti tu Dios. (Is_62_25). Resta alimentar y ayudar a crecer a estos hijos del cielo y del espíritu, con gracias y bendiciones, lo cual se logra cuando el alma, a través de los favores que recibe, adelanta y aprovecha en virtud y perfección, ya que entonces es Jesucristo quien crece y llega a su madurez en ella. La esposa alimenta el ser que dio a luz, para ayudarle a desarrollarse. Durante este tiempo, el esposo se retira y deja de comunicarse con ella con tanta frecuencia. La esposa no sobrelleva con tanta impaciencia su ausencia, aunque su deseo no se aminore, haciéndose más fuerte y presentándose con mayor regularidad. El esposo sagrado no se guía siempre por reglas generales; porque aunque el uso del matrimonio corporal causa algún daño a los niños que reciben el alimento de la sangre y leche de su madre, esta imperfección no se da en el matrimonio espiritual entre el divino esposo y la esposa sagrada, cuyas delicias, por ser purísimas e inocentes, no dañan ni a la madre ni a los hijos; por el contrario, aprovechan a unas y a otros, porque el niño sólo aprovecha lo que hace bien a la madre, y ésta aprovecha en proporción a la comunicación del Verbo Encarnado con ella, originando así nuevas gracias. Esta unión jamás se da entre ella y el Verbo Encarnado sin un provecho y adelanto [1110] grandísimo. Si el esposo divino deja algún tiempo a su esposa, como si se tratara de una nodriza que se ocupa de la crianza de sus hijos sagrados, sin visitarla en la familiaridad y privacía conyugal, ella sufre durante las lactancias, pero sin aflicción ni angustia, porque se ocupa en todo momento de su amor, sea que lo abrace como a esposo suyo, sea que lo bese por haberse convertido en hijo suyo de manera admirable y mística.
Si su divina majestad no me hubiese mandado ni hecho que mis directores me ordenaran escribir algo sobre estas uniones divinas y el matrimonio purísimo y virginal del Verbo Encarnado con su esposa, jamás lo hubiera hecho. Los que aman la pureza y la virginidad los leerán con una mente pura: todo es puro para los limpios de corazón. En cuanto a aquellos que los lean preocupados por pensamientos ajenos a los del divino esposo, en nada contribuyo a su malicia: Para los limpios, todo es limpio; mas para los contaminados e incrédulos, nada hay limpio, pues su mente y conciencia están contaminadas (Ti_1_15). El esposo divino dice a su esposa: ¡Eres toda hermosa, amiga mía, y no hay mancha en ti! (Ct_4_7); y como admirando la pureza que él le comunica: ¡Qué bella eres, qué encantadora, oh amor, oh delicias! (Ct_7_6), comparándola con una palmera cultivada por su divino esposo, que la hace fecunda y le da la victoria sobre todo lo que es impuro y material, porque toda ella está espiritualizada, por no decir divinizada. Ella gusta del vino generoso de las delicias divinas, exclamando: Yo soy para mi amado, y hacia mí tiende su deseo (Ct_7_10).
A esta perfecta unión o unidad, se aplica admirable y divinamente lo que se dice en el Génesis: el esposo es todo para su esposa, siendo dos en un mismo espíritu, es decir, en una carne virginal y divina, en especial después de la santa comunión. Amén.
Capítulo 153 - Los dulces consuelos que Dios concedió a mi alma después de haberle manifestado mis penas y aflicciones, y admirables gracias que me envió su divina bondad, dándome luz sobre sus misterios de amor, 25 de diciembre de 1642.
[1113] En esta noche de Navidad, durante maitines, mi alma se encontraba abrumada de penas, tanto a la vista de mis continuas imperfecciones, como en la consideración de los disgustos que recibo de personas a las que favorezco diariamente, que parecen pagarme con ingratitudes. En esta disposición, cansada de mí y de todo lo que podía darme algún consuelo, me presenté al sacramento de la confesión para acusarme de mis faltas, tratando de tener contrición de ellas, lo cual me concedió mi Amor en su bondad, permitiéndome expresarle mis penas. Comencé con estas palabras: Me pusieron a guardar las viñas, ¡mi propia viña no la había guardado! (Ct_1_6). Los que me afligen me han puesto a vigilar una viña que está mal cuidada; soy incapaz de guiar a los demás, porque yo misma me aparto de los senderos que conducen sólo a ti, y el amor propio me aparta de mí misma. No sé cómo atreverme a ir a Belén para adorarte, en medio de disposiciones tan contrarias a las de todos aquellos que llamas allá. Ah, si me dijeras como David: ¿Quién será la valiente enamorada que me diera de beber, con un deseo de amor, de la cisterna de Belén? te ofrecería las lágrimas que derramo. No sé si son de temor o de amor, al verme culpable y al mirarte a ti, tan bueno.
¡Quién me diera que mirases mis ojos cual si fueran dos piscinas del Hermón! Soy en verdad hija de un tropel de pensamientos, porque el amor y el dolor me los producen continuos y dispares. Mis pecados causan los de mi indisposición, y tu amor los de mi confianza en tu infinita bondad. No sé cómo elegir; los primeros me hacen temblar y los segundos me harían, tal vez, muy atrevida. Permaneceré en mi propia confusión, en lo oculto de mi temor, pero no puedo retirarme, ni me atrevo a avanzar. Después de expresar mis penas, escuché: Si no lo sabes, ¡Oh la más bella de las mujeres!, sigue las huellas de tus ovejas (Ct_1_8): Querida [1114] enamorada, a la que mi amor ha favorecido por encima de todas las criaturas de tu sexo, después de mi santa Madre; sal de las consideraciones de tus propios defectos y de tu natural flaqueza, y ven al establo; pero, antes de entrar en él, observa los pasos de tu rebaño; con ello me refiero a tus inclinaciones y afectos. ¿No soy acaso el cordero de la roca del desierto, enviado a la cima del monte y al corazón de la hija de Sión? Este desierto es el seno de mi Padre eterno, cuyo Hijo único soy. Tú amas a mi Padre y a mí con nuestro mismo amor, que es el Espíritu Santo. Hija, las emanaciones eternas e internas son tus rebaños; el amor da de su sustancia al objeto amado; cuando el amor es omnipotente, como el divino, es todo magnificencia: en cuanto recibe se entrega, haciendo la voluntad de los que le temen y siendo las delicias de los corazones que le aman. El amor tiene recursos para alegrarlos, que son propios sólo de él. Quien tenga oídos, que escuche lo que el Espíritu dice a la hija de la Iglesia, por no decir a la hija de nuestro amor. Pero, mi todo amable, ¿Cómo podré seguir o alcanzar estas divinas emanaciones? Hija, después de haberte humillado, contempla cómo mi Padre me engendra como principio de sus vías, y admira cómo emano de su entendimiento, cuyo inmenso término soy desde el principio hasta el fin. Abarcarás una inmensidad al adorarlo. Amor, me perderé en esta senda si prosigo contemplando la producción del Espíritu Santo: la vía es inmensa, y el término infinito, lo mismo que el principio que produce este amor subsistente. Me abismo en ella; ¿es esto seguir las huellas de mis ovejas? Si te contentas con mis deseos y mi admiración, y que esto signifique ir tras los pasos de mi rebaño, por tratarse de mis inclinaciones y afectos amorosos, caminaré por tan inmensa vastedad: haz de mí, si así lo quieres, un traslado al interior de ustedes mismos, que será tan admirable como el de Henoc. Pero, ¿es acaso tu deseo que more yo en el paraíso de tu divinidad, para encontrar en ella delicias sin fin? Me dices que, con la segunda persona, desciendo de lo más alto de los cielos hasta la tierra.
¿Te dignarías comparar los pasos de una pequeñuela con los de un gigante, si él mismo no la porta en sus brazos, para ser su caminar? Se recrea, cual atleta, corriendo su carrera. A un extremo del cielo es su salida, y su órbita llega al otro extremo (Sal_19_6s).
El mismo se te presenta, hija mía, para escuchar. Acepta su caritativa cortesía, a pesar de que su apariencia sea la de un niño débil y mudo. A él se refiere San Pablo en la epístola de una de las misas de esta solemnidad: Muchas veces y de muchos modos habló Dios en el pasado a nuestros Padres por medio de los Profetas: en estos últimos tiempos nos [1115] ha hablado por medio del Hijo a quien instituyó heredero de todo, por quien también hizo los mundos, el cual, siendo resplandor de su gloria e impronta de su sustancia, y el que sostiene todo con su palabra poderosa, después de llevar a cabo la purificación de los pecados, se sentó a la diestra de la Majestad en las alturas (Hb_1_1s).
Querido amor, sé bien que estas ofertas proceden de tu benignidad, que hoy se manifiesta a la raza humana. Renuncio a mis imperfecciones y a los deseos del siglo, privándome de todo lo que no es Dios, y aceptando la gracia que me ofreces con tanta humanidad como bondad, la cual no se fija en mi falta de méritos, animándome también por tu gran misericordia, la cual te movió a hacer un baño con tu propia sangre para purificarme, derramándola sobre mí en abundancia. Siendo un gran Dios elevado en el trono de tu grandeza, te dignas aparecer como un niñito abajado hasta el pesebre de nuestra bajeza; tu Padre te engendra en su lecho, augustamente ensalzado, y tu Madre te tiende en el pesebre como un pobre esclavo, ligado no sólo de pies y manos, sino en todo tu cuerpecito, como dice San Lucas: Y dio a luz a su hijo primogénito, le envolvió en pañales y le acostó en un pesebre, porque no tenían sitio en el alojamiento (Lc_2_7).
Dulce cordero, me dices que siga los pasos de mis ovejas y que las apaciente junto a los albergues de los pastores. Como me hiciste semejante a tu yegüita, me has enlazado y unido a ti por amor junto a tu Santa Madre y San José. Los cuatro llevaremos la gloria de tu nombre por todo el mundo. Me considero feliz al no haber conocido qué camino seguir cuando llegué a maitines, porque he encontrado al Hombre-Dios que todo lo sabe, y que es mi guía. Estoy en paz y feliz en el establo, que es más ilustre que la mansión o palacio de Augusto.
Amada mía, tú eres mi pequeña Augusta, más dichosa que él, porque sabes que posees a Aquel a quien él poseyó ignorándolo, lo cual dije a Pilato afirmando que el poder de condenarme le era concedido de lo alto. Jamás Augusto me habría obligado, a través de un edicto, a enrolarme en el número de sus súbditos, si el poder no se le hubiera dado de lo alto, por tratarse de la ostentosa vanidad de dicho príncipe, que intentaba hacer un inventario de toda la tierra. Se trató más bien de un concilio eterno para dar cumplimiento a la profecía de Miqueas, a fin de que yo naciera en Belén de Judá, como Hijo de David según mi humanidad, e Hijo de Dios en mi divinidad. El deseaba mostrarme como miembro de una tribu de un humano, y lo hizo de [115bis] uno que bajó del cielo para colmar el cielo y la tierra; mismo que es el cielo supremo y la tierra sublime que es plenitud increada y plenitud creada. En mí habita corporalmente la plenitud de la divinidad. En mí se ocultan los tesoros de la ciencia y la sabiduría de mi Padre. Hija mía, Augusto no conoció la gloria de este imperio. Como ignoraba la posesión de la verdad, se glorificó en la vanidad de la extensión de su imperio. Tú, en cambio, pequeña Augusta, que eres instruida por mí acerca de los gloriosos e inmensos tesoros que posees, eres mucho más rica y noble que él. Su carro triunfal en nada iguala al tuyo, porque, al apoyarte en mí, te elevo en la naturaleza que he tomado para igualarla con la divina. En mi individualidad, en mi cuerpo y en mi alma, toman ustedes posesión de la divinidad, pues lo que el Verbo tomó una vez, no lo dejará jamás. Dos naturalezas tendrán, por toda la eternidad, una divina hipóstasis: el hombre y Dios serán, por toda la extensión de la infinitud, una sola persona; la comunicación de los idiomas es ventajosa para ustedes; pero mis acciones divinamente humanas y humanamente divinas, en cuanto teándricas, son de un mérito infinito. Como Augusto ignoraba mi excelencia, era pobre en medio de sus riquezas e infeliz en su prosperidad. Dominaba un mundo según su ambición, pero estaba dominado por sus pasiones. Ustedes han oído decir que en su tiempo apareció una Virgen que llevaba un hijo en sus entrañas. Hija, es mi voluntad que todo, trátese de fábulas, mito o realidad, obtengas provecho para la gloria de tu amor, que es Dios, a quien la Virgen engendró.
Soy yo, mi toda mía, el que para ti nació y el que te ha sido dado, por medio de mi Padre y de Ella, porque has conocido el don de Dios y quién es el que te habla, para ofrecerte el agua de la vida que salta hasta la vida eterna, y que al poseerme llegues a poseerla. Sal de ti y sigue el curso de este manantial, que te servirá de senda y de vida; mora conmigo cuando te detenga; camina cuando te lo pida. Seamos las cuatro ruedas impulsadas por mi Espíritu: Yo, mi santa Madre, san José y tú. Este carro será más excelente y más glorioso que el de la visión del profeta Ezequiel. Si lo deseas, permanece conmigo en Belén; quédate a vivir en esta casa de David, en la que se encuentra la fuente de la gracia abierta a tus inclinaciones. Admira cómo mi Padre envía a los ángeles para adorarme y para recrearse en sus motetes angélicos. ¿Qué ninfa, en los mitos, ha sido más afortunada que tú en la realidad de la fe animada de mi caridad, que me impulsa a darte todo bien? Cuando me entrego a ti, llegas a poseer el todo.
La Esposa pedía que le hiciese el honor de [1115ter] conducirla al lugar donde me solazo al mediodía, a fin de poder conocerme en pleno día. El medio día de la ley no era tan luminoso como la media noche de la fe, que es la noche de mi nacimiento, más clara para los gentiles que el cenit para los judíos: El pueblo que andaba a oscuras vio una luz grande. Los que vivían en la tierra de sombras, una luz brilló sobre ellos (Is_9_1).
Los judíos no festejaron mi nacimiento; únicamente los pobres pastores, que nada significaban ante la sinagoga, debido a que los escribas y fariseos los tenían por basura de su casa. El profeta Isaías dijo con mucha razón: Acrecentaste el regocijo, hiciste grande la alegría (Is_9_2). El que nació en esta noche, más clara que el día, vale más que diez mil; las hijas de Israel no deben tenerme en menos que a su padre David, el cual, en mi nombre, venció a Goliat. Hija mía, haz lo que omitieron los judíos: intensifica tu alegría al adorarme y considerarme en mi nacimiento como Rey de los gentiles, con la misma vehemencia con que los judíos me desconocieron en presencia de Pilato, prefiriendo ser tributarios de Cesar y no hijos míos, con la libertad que yo les ofrecía. Mi Apóstol diría que, después de haberles anunciado mi reino, y haberles ofrecido la parte que mi bondad deseaba darles por ser el pueblo que había escogido para mí, naciendo de su raza y siendo de su nación, prefirieron a aquel que dijo que no deseaba tener parte en David ni en la heredad del hijo de Isaac, hostigando a Israel y reduciéndolo a su tabernáculo.
Querida hija, esto se ha prolongado hasta el presente. Déjalos en su ceguera, enfrascados en las sombras y en las figuras, que no son sino vanos elementos; y goza del sacramento del amor, que es en ti y para ti el pan vivo y vivificante: en Belén se encuentra la casa donde comerás el pan del trigo puro y virginal elaborado por el Espíritu Santo y cocido en el fuego del santo amor. Mi santa Madre te lo ofrece y mi Padre te lo entrega del todo. Bebe de este vino purísimo, en el que no hay ni habrá hez alguna. Come manteca y miel con el divino Emmanuel, y considera a mi Madre como una admirable Débora, que significa abeja, la cual te dará la miel lo mismo que mi Padre, que es la piedra del desierto que la destila, porque la divinidad es inaccesible y abstraída de todo lo creado, por ser en sí superesencial, ya que sólo ella se comprende total y divinamente. Mi Padre me ha enviado a ti al lugar que es, gracias a nuestra bondad, una montaña en Sión, en la que enseñamos con dulzura nuestra ley de amor y no más el terror en medio del cual se dio la ley al pueblo judío, que no se atrevía a acercarse a la cima de la montaña ni oírme hablar a través del ángel, sin miedo a morir de espanto. [1116] Mira cuán bueno y amable soy, manifestándome como la misma bondad, lleno de gracia y de verdad. Escucha a los ángeles que cantan la gloria de Dios mi Padre en los cielos y la paz para los hombres de buena voluntad, porque les ha nacido un Salvador que el amor les ha enviado, el cual es término de la voluntad del Padre y del Hijo, y es conocido como su bondad. Contempla la deferencia de los ángeles hacia los hombres desde que me ven hecho hombre. Alaban a mi Padre en el cielo y, súbitamente, para alabarme en la tierra, alaban a los hombres mis hermanos y coherederos, considerándolos hijos de adopción y príncipes de sangre, que son honrados por los celestiales cortesanos en medio de un respeto angélico.
Al contemplarme cual pequeño infante, me contemplan como un gran Dios que yace en el pesebre y brilla en un trono de gloria en el cielo. Admiran mi silencio y, no pudiendo adivinar los pensamientos que no les revelo, están como temblando en presencia de mi majestad. Aun las potestades, como canta la Iglesia en el prefacio, y las dominaciones están en adoración continua. Los ángeles y arcángeles se van a proclamar mi nacimiento a los pastores, en tanto que los principados se convierten en mis pajes de honor; las virtudes en el escabel de mis pies; los tronos en mi trono; los querubines en mis abanderados y los serafines en guardias de mi cámara, como los sesenta fuertes de Israel, para espantar a los enemigos nocturnos que arden de rabia y se hielan de envidia al ver a la humanidad honrada de esta suerte, hurgando en sus mentes para averiguar si soy yo el Verbo Encarnado que destruirá su imperio. Lo que les da algunas pistas es el ver a la milicia ocupada a mi lado, mostrando tanto respeto. Si tuviesen la luz del apóstol, sabrían que mi Padre los envió desde lo alto de los cielos y han bajado hasta la tierra para adorarme. Estos espíritus, privados de la gracia y de la luz de la gloria, no pueden ver lo que sucede en el cielo, ni escuchar lo que mi Padre dice a los cortesanos celestes. Los demonios no están enteramente seguros de quién soy. Saben que se trata de un gran santo y un profeta extraordinario, porque escuchan las maravillas que ensalzan los pastores y los reyes; pero al verme tiritar en un pesebre y sujeto a las miserias humanas, no pueden imaginar que deseo valerme de la humildad para abatir su orgullo. Solían temer mis rayos y truenos, preguntándose qué pasaría en el Sinaí cuando, por mediación de un ángel, entregaba yo la ley a Moisés.
Capítulo 154 - La santísima Virgen se sienta en el establo como una Débora; en él, junto con su Hijo, juzga a Israel. A dicho juicio son llamados los Reyes y los pastores. Gracias que recibió mi alma en este lugar. 25 de diciembre de 1642.
[1119] Mi divino amor, después de conversar conmigo desde maitines hasta las dos de la mañana y esto por espacio de tres meses, me permitió acostarme y dormir, para volver a acariciarme en cuanto despertara. No me dejó para nada en esos tres meses, de modo que podía yo decirle: Mi amado para mí, y yo para mi amado (Ct_2_16).
Querido amor, pareces mudo como un niño, y me hablas como un doctor. El que ama nunca termina de decir a su amada cuánto la ama: Lo que se ama nunca produce hartura. Así como me complacía en manifestar mis misterios a mi discípulo amado, me complazco en revelártelos. Mi Madre, que te dio sus alas así como Juan sus ojos gozaba mientras que yo te instruía durante vísperas, el sermón, maitines y las misas. Ven, corazón mío, a adorarme sobre su seno, que es adorable como su trono, del que verás salir rayos y truenos a manera de destellos más deliciosos que espantables. Ven al establo para presentarte ante el juicio del amor y de la gracia. Contempla a la que juzga a Israel: es mi santa Madre, la admirable Débora que se sienta bajo la palma victoriosa de todas las criaturas y es Madre del Creador, que es súbdito suyo. A pesar de ser rey, está bajo su tutela. Ella es regente, preceptora y autoridad, por ser mi Madre, algo que no tuvieron ni los reyes de [1120] Judá, ni los jueces de Israel. Ella sostiene la balanza y el cetro, colocando digna y diestramente la espada sobre su muslo, ocultándola entre lienzos que sirven de vaina a la justicia para tratar a los hombres con misericordia: Ciñe tu espada a tu costado, oh valiente (Sal_45_3). Los muslos de mi Madre, que son todos de mármol virginal, son fecundos y poderosos. ¿Quién podrá contar dignamente su generación? Produjeron un Hombre-Dios, un bravo David, al que ella ocultó con sus lienzos a los demonios, cuando hicieron que Herodes lo buscara para quitarle la vida; ella esconde su arco, que tú ves tenso sobre el pesebre, listo para lanzarte sus flechas. Las vendas de lienzo que me envuelven son las cuerdas de dicho arco, y mis suspiros y miradas de fuego, los dardos amorosos que lanzo una y otra vez hacia ella y contra el cielo, a fin de atraer gracias para la humanidad.
Mi Padre envía a los ángeles para invitar a los que deben venir a adorarme. Como en el último día, habrá señales en el cielo. En este primer día, vemos una estrella; la diferencia es que en el último día los signos serán espantosos y causarán terror, ya que será un día de ira y de venganza; el día de mi nacimiento, en cambio, será un día de gracia y de clemencia, cuyas señales significan dulzura y alegría. La gracia y la benignidad aparecieron para que reinara la paz en la tierra y la gloria en el cielo, para todos aquellos que son y serán personas de buena voluntad. Nadie asiste a dicho juicio sino los buenos, porque los malos no son invitados a él. El ángel anuncia a los pastores: deben acudir a este juicio, que es un jubileo. No temáis, pues os anuncio una gran alegría, que lo será para todo el pueblo: os ha nacido hoy, en la ciudad de David, un salvador, que es el Cristo Señor; y esto os servirá de señal: encontraréis un niño envuelto en pañales y acostado en un pesebre. Y de pronto se juntó con el ángel una multitud del ejército celestial, que alababa a Dios, diciendo: Gloria a Dios en las alturas y en la tierra paz a los hombres de buena voluntad (Lc_2_10); [1121] Los reyes son invitados a él por una estrella que los guía hasta el palacio de Herodes, donde desaparece por no ser signo de alegría para el tirano, ya que no merecía verla ni asistir a dicho juicio, que era un jubileo. Se redujo a darle señales de terror, ya que los ojos de este niño son signos de dulzura, como los de su Madre. No fue llamado al juicio de los buenos. Los reyes salieron de su palacio y, Al ver la estrella se llenaron de inmensa alegría. Entraron en la casa; vieron al niño con María su madre y, postrándose, le adoraron; abrieron luego sus cofres y le ofrecieron dones de oro, incienso y mirra (Mt_2_10). Encontraron al niño real y divino sobre su trono, en el regazo de su Madre, adherido a sus pechos plenos de leche celestial y más dulce que la miel. Ambas colinas destilaban una dulzura espiritual y misteriosa que enseñó a los reyes los secretos del cielo, pudiendo decirse que fueron alimentados sobrenaturalmente del pecho del Rey de reyes, que se alimentaba naturalmente de ellas. Dicho trono dio para ellos una leche mil veces deliciosa. Esta admirable Débora se encuentra bajo la palma, Jesucristo, quien es la victoria que vence al mundo. El es nuestra victoria y su autor; él es la miel que esta deliciosa Débora liba para nosotros, por ser la abeja, el panal y el dulce producto y la cera virgen, Débora quiere decir abeja. Sus pechos alimentan el fuego sagrado que está adherido a ellas. ¡Ah! qué antorcha ésta, que es luz de luz; que arde en su Madre y sobre su Madre sin consumirla. El es el sol que esta aurora produjo a media noche. Jamás hubo un día tan grande; el de Josué fue nada en comparación. La Escritura dice que, ante su palabra, el sol se detuvo, y que Dios obedeció a la voz y al mandato del hombre hasta que se hubo vengado de sus enemigos. La misma Escritura dice que el sol estuvo sujeto, mediante su ley, a una mujer y a su esposo, no sólo por un día, sino para siempre, durante el cual Dios dio y seguirá dando la gracia a sus almas, porque dicho sol, que alumbra a su Madre, no lo hace para ser delante de ella como una tea de su cólera, sino un astro de su bondad, que sólo juzga por benevolencia y misericordia; por ello este día de bondad es propio de ella. No encontramos a su Hijo en el establo sin ella; [1122] él sólo habla por medio de ella, siendo como un niño que está bajo la tutela y autoridad de su Madre. En él es Israel, su Dios y su súbdito, en el que ella se glorifica por ser su salvador. Ella alaba su reino, ofreciéndole reyes como súbditos y tributarios, que presentan con sus propias manos el tributo al hijo y a la Madre, acompañándolos de profundas adoraciones. Ofrecen oro, incienso y mirra, reconociéndolo como rey, Dios y hombre mortal. Fue voluntad de su sabiduría que estuviesen presentes en este juicio, en el que le ofrecen las obras de sus manos: el oro, para enriquecerlo con tesoros en cuanto rey; el incienso, para ofrecerle sacrificio en cuanto Dios; y la mirra, para ser utilizada en su muerte, ya que el amor lo convirtió en mortal. Es necesario señalar que sus presentes debieron ser de gran valía, puesto que el evangelista los llama tesoros. ¿Quién vio jamás una mujer con más dignidad que María, Madre de Jesús, la cual le presentó reyes para ser capitanes de sus ejércitos, los cuales juraron fidelidad, depositando sus cetros y sus coronas a sus pies? Los pastores, que representan a los reyes de Israel, fueron los primeros en ser invitados, lo cual no sucedió sin misterio, ya que los primeros guía y reyes de Israel fueron pastores; Adán mismo fue el primero de ellos, porque Dios condujo hasta él todos los animales (para ser sus rebaños) en el paraíso terrenal, mandándole que les diera su nombre y los cuidase, guiase y dominase.
En cuanto a Abraham, ¿no tuvo acaso numerosos rebaños? Isaac y Jacob apacentaron en los campos como pastores, y el segundo tuvo en nada guardar las ovejas de Labán durante catorce años para obtener a Raquel, cuyo nombre significa oveja. Moisés y David fueron pastores. La Virgen es la Madre y la pastora del soberano pastor, que es el cordero al que engendró virginalmente del desierto de sus entrañas virginales, conservando su integridad al darnos a este cordero, que lleva siete cuernos de luz, más brillantes que las estrellas: Allí suscitaré a David un fuerte vástago (cuerno,), aprestaré una lámpara a mi ungido (Sal_132_17). En el día de la luz, una multitud de ángeles llama a los elegidos del pueblo judío, y una estrella a los primeros escogidos del pueblo gentil. Dicha estrella fue sin duda el Espíritu Santo, o uno de los ángeles de mayor rango. Estrella mañanera en la que debió ocultarse el Espíritu Santo, porque la [1123] vocación de los gentiles debía ser poderosa, a fin de que el nombre del Salvador fuera grande entre los gentiles. El de la Virgen no fue engrandecido por los judíos, como sucedió entre los gentiles. Aquellos ingratos, por desprecio, dijeron: María, su madre, José y sus hermanos, ¿no viven acaso entre nosotros? ¿Es que no sabemos que él es Hijo de este pobre carpintero? omitiendo, en cambio, decir que pertenecía a la raza real de David. El cuidó al cordero que es más precioso que todo el cielo y la tierra, el cual es más valioso que el vellocino de oro. José guarda a la oveja sin par, que es la santísima Virgen, con la que Raquel no se puede comparar. María edifica un trono para su Hijo, conquistando para él los reinos junto con sus reyes: más que hacerles la guerra, les ofrece llamados de paz. Ella es más fecunda que Lía. Los deseos que el pueblo de Belén y los amigos de Booz expresaron cuando tomó a Ruth por esposa, se cumplen eminentemente en la Virgen, que es ejemplo de todas las virtudes, norma de toda santidad y cuyo nombre es alabado en el cielo y en la tierra. Ella dio a luz en Belén a Aquel que debe regir el pueblo de Israel y el pueblo gentil. A través de su Hijo reinan los reyes, porque servirle es reinar.
Débora salió para ir con Barach, a fin de que éste obtuviese la victoria; sin ella, le hubiera sido imposible asediar al enemigo. El Verbo no quiere entrar al mundo sino por su Madre, la cual le entrega las armas de nuestra flaqueza. Ella lo acompañará hasta el Calvario, teniéndose en pie junto a la cruz para recibir el botín junto con el muy Amado del Rey de los ejércitos, su Hijo, que está constituido en representación suya: El amado del Rey de los ejércitos, comparte los despojos con la hermosa de la casa. No desea vencer ni obtener la victoria de todos sus enemigos sobre el Calvario en ausencia de su Madre, complaciéndose en que se la llame coadjutora suya en la redención, y que por su medio sean vencidos los demonios. Ella destroza la cabeza de la serpiente con su talón y desconcierta al enemigo con leche cuando alimenta al que debe alcanzar el triunfo. Ella trastorna a Satán, representado por Sízara, cegándolo en las tinieblas infernales y castigándolo con una muerte eterna; es Jael, que lo conculca [1124] bajo sus pies después de haberlo clavado, con un desdén eterno, en el centro de la tierra sin otro martillo que su calcañar, cuando él se aprestó a guerrear en contra de Barach, su Hijo, y de todos sus hermanos. María es Madre en Israel. La victoria le pertenece; Barach venció con ella, porque su santa humanidad es de la misma carne de María. Levántate, Débora, gloriosa Virgen; estás llena de gloria y de victoria. Eleva tu palma después de vencer a tus enemigos y compártela con tus amigos. Juzga a Israel. Da gloria a tu Hijo, que es Dios y hombre. Juzga los méritos de estos pastores y de estos reyes, que fueron llamados por la gracia para asistir a este juicio. Bendice a los benditos del Padre celestial y hazlos participes del reino de David en Belén, de la unción real, de la devoción, del santo amor, de su resplandor. Pero, ¿Qué digo? Eres la esposa de Lapidot que significa rayo (Jc_4_4); es decir, del Espíritu Santo, que es todo fuego y emisión de rayos. ¡Mira! Los experimento en este asalto, pues al mismo tiempo que contemplo a tu hijo como un arco extendido, soy herida por sus saetas, que son más ardientes y fuertes que un proyectil de cañón. ¿Es necesario, Señora, que este juicio de gracia ponga fin a mis días con la muerte preciosa que es la muerte de amor? En este lugar, el fuego está sobre la paja y la pólvora; es una mina secreta que eleva mi corazón y mi espíritu hasta los cielos; aunque sin salir de este establo me encuentro ya en el cielo, porque contemplo en él al trono de gracia, que es más excelente que el de la gloria, por estar animado y por ser el cuerpo de la Virgen, del que fue formado, edificado y perfeccionado el del Hombre-Dios, que es arco y arquero a la vez, que hiere dichosamente. El libra la guerra del amor para dar la paz de la gloria, iniciada en la tierra y, por la gracia, consumada en el cielo.
Capítulo 155 - Luces admirables sobre el bautismo del Salvador, y de los favores que recibí, contemplándolo después como ardiendo todo en amor, enero de 1643.
[1127] Mi divino Salvador, el Verbo Encarnado, deseoso de instruirme en el misterio de su bautismo, me dijo que consultara la Escritura, que es como las cartas de los enamorados, que nunca dejan de encontrar algunas cosas que pasan por alto en la lectura de las cartas que les dirigen sus amigas. Por ello, en la Santa Escritura, dictada por el Verbo e inspirada por el Espíritu Santo, que es el mismo amor, la amada aprende siempre nuevos significados. Al ser animada a leerla, escuché que veía en ella cosas que dejé de observar en otras ocasiones; por ejemplo, que el sacrificio de Elías fue figura del que el divino Salvador ofreció en el Jordán en su bautismo, durante el cual el fuego subsistió y ardió en medio de aquellas dichosas aguas, [1128] diciéndome que San Juan Bautista había venido con el espíritu de Elías; que era más que un profeta y, por ello, más grande que Elías.
Este profeta poseía las llaves del cielo, al que cerró y, en él, las aguas y las lluvias; a las que, al abrirlo, dejó correr en abundancia. Cuando San Juan Bautista bautizó al Salvador en el Jordán, el cielo se abrió.
Elías preparó canales de agua para su sacrificio; San Juan, en cambio, tuvo el Jordán a su disposición. El Espíritu Santo descendió sobre el Verbo Encarnado, de la misma manera que el fuego del cielo sobre la víctima de Elías. San Juan conocía al Salvador mediante el anuncio de su enviado, el ángel Gabriel, el cual recibió el mandato de anunciar los misterios del Verbo Encarnado.
Escuché con gran placer que el Salvador apareció en el Jordán como el árbol del Paraíso, plantado sobre la corriente de las aguas, cargado de frutos de felicidad y hojas de salvación y manifestándose como un sagrado delfín en medio de las aguas, [1129] presagiando la calma y disolviendo las tempestades. Era como un águila que subía desde el Jordán hasta la fuente misma de la luz en el entendimiento del Padre, del que emana en cuanto Verbo; era como un manantial que brotaba y se elevaba desde el cauce de ese río. Mientras admiraba tales maravillas, mi alma fue divinamente iluminada, contemplando cómo el Verbo producía al Espíritu Santo, y a esta Persona descender sobre el Verbo Encarnado. Vi la fuente de la divinidad derramándose en él, y comprendí que el diluvio de Noé, aunque abismó a los hombres, no ahogó sus pecados. El divino Salvador, en cambio, se sumergía en las aguas para ahogar en ellas los pecados y apartar de ellos a los pecadores; su amor lo movía a buscar el pecado para darle muerte en medio de esas aguas, bajo las cuales seguía respirando y envenenando al mundo. ¿No es éste un pecado inaudito? Por ello, a la vista del divino pecador, se abrieron los cielos que hasta entonces habían estado cerrados y el Espíritu Santo, deteniéndose sobre el Salvador, apareció en forma de paloma para simbolizar la plenitud de la unción con la que había sido ungido y consagrado por encima de todos sus [1130] hermanos. La unción que fue derramada sobre la cabeza de Aarón, aunque abundante, sólo figuraba la del Salvador, a quien el Padre nunca da con medida. El posee toda la bondad y la belleza esencial, al igual que el Padre y el Espíritu Santo, de los que es inseparable.
San Miguel y sus ángeles, al ver descender al Espíritu Santo sobre Aquel que habían deseado ver desde hacía tanto tiempo, fueron presa de un júbilo nuevo; y el divino Padre, como arrobado ante la belleza de su Hijo, exclamó: Este es mi Hijo muy amado, en quien tengo mis complacencias (Mt_3_17). Como él era la luz del sol de justicia, gozó con su vista. Por medio de sus rayos, tan admirables como amables, el Espíritu Santo dio a conocer lo que obraría en las almas a las que se comunicaría con amorosa dilección.
Durante todos estos conocimientos, sentía en mí la operación del Espíritu Santo, una especie de unción sagrada que se derramaba en mi alma y una llama en mi corazón, mediante la cual todos mis afectos fueron consagrados. Un río de paz y de [1131] facilidad en todo se difundió en mí, sobre todo porque amo la penitencia de la confesión, en la que me lavo con tanta frecuencia, purificándome de mis defectos e imperfecciones.
El resto de este gran misterio fue representado en mi corazón, siendo bautizada con un bautismo nuevo, ahogando en él mis pecados mediante el poder de Aquel que los siguió hasta el fondo de los abismos de las aguas, el cual me dio a entender, con sentimientos inenarrables, que el amor lo apremiaba a salvarme y a perseguir por todas partes a mis enemigos: mis pecados e imperfecciones, que se alimentaban en las aguas de mi ligereza. Me manifestó la manera en que permanece estable e inflamado por mi amor en estas aguas, y que todos los torrentes, aún el mar de mi fragilidad, no podrían disminuir la llama que le devoraba las entrañas; y para demostrarme lo que decía, se me apareció en visión, mostrándome su seno y su costado abierto por una gran abertura, invitándome a que me acercara para contemplar atentamente sus entrañas, que estaban quemadas del todo.
Expresar los sentimientos de mi corazón ante este espectáculo, me parece imposible. Dije a mi amado: Como el fuego todo lo ha consumido en ti, al grado en que no veo en ti ni corazón ni entrañas, comprendo bien el misterio: es tu deseo que ocupe yo su lugar. Acepto. Te doy mi corazón, mis entrañas y todo lo que soy por ti. Ya no me pertenezco; soy toda tuya, mi incomparable amor. Era muy necesario para aliviar tu llama un río o un mar, por no decir para extinguirla. Aquel que presumía de tragar el Jordán no te esperaba. Su rabia no merece ser masacrada por tu dilección. Ven, amor mío, entra en mí, o piérdeme en ti: el amor esta del todo en el amor. El amor no tiene punto de retorno. Tú amas porque amas. ¿Podría culpárseme ante mi vehemente deseo de morir para amarte?
[1133] Al considerar esta consumación de amor, mi alma se perdió felizmente en tu amor. Donde hay amor, no existe el dolor. Me dijiste que la consumación obrada por el amor te complacía, pero que la crueldad de los pecadores obstinados te resultaba muy dolorosa; que ellos no sólo se contentaron con arar sobre tus espaldas, sino que cavaron fosos en tu humanidad; que su ingratitud se ahondaba sin cesar, lo cual no habría podido expresar el profeta Isaías al describirte como un hombre de dolores, sino diciendo que eras el dolor y el menosprecio personificados, al grado en que llegaste a carecer, si es que puedo explicarme, de apariencia humana.
¿Podría yo decir, Salvador de los hombres, que me pareciste semejante a un cadáver quemado, no percibiendo cómo tu alma podía animar el cuerpo que veía yo en pie, en el que no vi ni corazón, ni hígado, ni entrañas, porque todo estaba quemado? Si el corazón es el primero en vivir, el último en morir, y sede de la vida: ¿Cómo podías vivir sin tenerlo? No puedo explicarme la vida que veía en ti. No podía verla, pero te veía vivo gracias a un milagro que me parece tan incomprensible como inefable.
Capítulo 156 - El divino Salvador es consagrado rey eterno por su Padre, 5 de enero de 1643.
[1135] El 5 de enero, víspera de Reyes, en la oración, consideré al Verbo Encarnado consagrado por su divino Padre como Rey del cielo y de la tierra. Supe que dicha unción fue la divinidad y su propia sangre, la cual se derrama sobre todo lo que le rodea, hasta la franja de su vestidura.
Fui invitada por mi divino esposo a llegar hasta él, diciéndome que por ser yo el borde de su vestidura, recibía la unción en abundancia y que cualquiera que me tocara sería curado. Como signo y señal de esto, tenía yo los favores que había concedido a varias personas en consideración mía, añadiendo que agradecería todos los servicios que se me hicieran; que llevaba yo las granadas y las campanillas, teniendo todas las cosas a los pies de mi esposo y que, al tocar sus santos pies, tocaba sus afectos.
[1136] En esta franja sagrada se detenía el ungüento, ya que el contacto se realiza por la fe, que siempre ha sido grande en mi alma.
Capítulo 157 - Arrobamiento en que el corazón de la amada es el incensario de oro que exhala humo de incienso y mirra. 6 de junio de 1643.
[1137] El día de Reyes sufrí un gran asalto y transporte, durante el cual sentí que en mi corazón se hacía la ofrenda que los Reyes presentaron en este día, porque mi corazón palpitó de manera extraordinaria.
Escuché que mi corazón era como un incensario de oro fino a causa de la caridad que mi divino esposo me concedía, y como el altar de oro de Timnat, se exhalaba cual fumarola de incienso, en la que no faltaba la mirra. En el mismo instante fue herido mi corazón, no habiendo sólo un sacrificio de incienso, sino una víctima que el amor ofreció en holocausto. La mortificación, [1138] representada por la mirra, se encontró en él, y mi divino amor me dijo que en esto sentía él que mi ofrenda era más preciosa que la de los reyes, que sólo dieron presentes materiales e inanimados. Lo que más le agradó de ellos fue su devoción y fervor; pero que mi incienso le agradó por tener entendimiento y mi oro por estar vivo y animado, lo mismo que la mirra; por ello podía yo decir con el apóstol: Por amor a ti, deseo mortificarme todos los días y llevar la cruz sin descanso alguno, sin apartarme de la mortificación que me pides. Deseo adherirme a la cruz muriendo a mí misma, viviendo sólo para ti, diciendo con el mismo apóstol: Vivo, pero no yo; es Cristo quien vive en mí (Ga_2_20).
Capítulo 158 - Diversos estados en que se encuentran las almas a las que Dios prueba cuando lo cree conveniente para su provecho, 4 de febrero de 1643.
[1139] Esta mañana, al pensar en que se me reprocha como un defecto que hablo con demasiada libertad al referirme a dios, mi espíritu fue elevado en un sublime conocimiento de los designios del dios de bondad sobre mí, el cual me dijo que él revelaba cuando así lo quería, lo que a los hombres parecía tener que estar oculto; que los secretos de los reyes no pueden ser publicados, porque, al ser descubiertos, manifestarían los proyectos de estado y dificultarían su ejecución. Los de su consejo divino, en cambio, tienen sus propios efectos cuando él desea recurrir a su poder y providencia infalible, complaciéndose en elevar a los pequeños y darlos a conocer como sus predilectos. Al verlos fieles en lo poco, los constituye en mucho, coronándolos de gloria y de honor y poniendo a su disposición su reino así como su padre lo preparó para él. Me pidió que contemplase al Verbo humanado, y cómo el espíritu santo formó para él un cuerpecito que creció como el de los demás niños, hasta llegar a la edad perfecta, aunque se alargó debido a las cuerdas que dislocaron sus miembros moribundos cuando fue tendido en la cruz. después de su muerte, acrecentó su imperio: su cuerpo permaneció en el sepulcro, pero su alma fue hasta los limbos, donde manifestó sus grandezas a las almas de los santos padres, compartiendo con ellos su magnificencia, coronándolos de su benignidad, rodeándolos con su luz y anunciándoles que él era la muerte de su muerte y el aguijón del infierno, cargando de hierros al príncipe de las tinieblas y abismándolo, con todos sus secuaces, en una confusión eterna: y una vez despojados los principados y las potestades, los exhibió públicamente, incorporándolos a su cortejo triunfal (Col_2_15). Me aseguró que yo sería su victoria, con la condición de que nada le robase, por amor propio, de lo que le [1140] pertenece, y de que no impidiera sus designios oponiéndome a su voluntad; que nada decía yo temer, aunque sí recordar lo que me prometió el día de san Ignacio, lo cual cumpliría enteramente, y que su amor era el peso que lo atraía hacia mí por exceso de bondad que me parece indecible.
Lamenté con él los sentimientos de cólera que mi mal humor me causaba, y que llegaba a sentir aún durante sus comunicaciones divinas, admirando su incomprensible caridad que me favorecía al mismo tiempo con una luz purísima en el extremo superior del espíritu, a pesar de la turbulencia de su parte inferior. Mientras le describía mi pena en medio de la confusión y la confianza, me hizo saber que su sabiduría obraba con frecuencia este prodigio, situando al alma en estados bien diferentes; no sólo sucesivamente, uno sucediendo al otro, sino al mismo tiempo, de manera que ella puede sentirse en el paraíso, en el infierno, en el purgatorio y en el limbo casi en el mismo instante.
Añadió que el trono de su Majestad está rodeado de un arco iris, y cuando emite rayos y truenos, el alma puede encontrarse en el paraíso por la gracia y por la luz que ilumina la parte superior, pero también en el infierno a causa de sus culpas, que son materia de la desesperación, de la rabia, del disgusto, de la tristeza, del rechazo a la vida y sentimientos parecidos. Ella se ve en el purgatorio mediante el deseo de ver a Dios en las diversas ocasiones de pena y de dolor y en la esperanza diferida de la mortificación con que es necesario enfrentar las pasiones, a las que desea ella dominar enérgicamente en su interior; y en el limbo, mediante la negación y privación de la luz, a pesar de que esto suceda sin mayor sufrimiento; la esperanza de volver a ver la luz después de las tinieblas impide que esto se convierta en un infierno: Me levantaré: espero la aurora después de las tinieblas (Jb_17_12). Dios se complace en probar a las almas a las que deja en diversas tribulaciones, permitiendo que el espíritu de desesperación, de cólera, de melancolía y de codicia las tiente para servirles de materia de gloria y para manifestarles que al mismo tiempo que se libra este combate en su parte inferior, siguen gozando, en la superior, de la paz; y que ellas son el trono circundado por el arco iris y hecho de esmeralda; a saber, de una firme esperanza que jamás será confundida. Cuando el alma es alcanzada por el rayo, parece quebrantarse bajo los truenos del temor; los demonios, sin embargo, no se pueden acercar a ella, ni en medio de su confusión destronar al que está sentado en el fondo del corazón, al que [1141] posee por medio de su gracia. Escuché que el alma de la dulcísima Virgen nunca estuvo en el infierno y el paraíso al mismo tiempo, porque jamás cometió pecado alguno; y que tampoco estuvo sujeta a sus pasiones, que en nada llegaron a turbar su razón. Jamás experimentó la confusión, sino siempre el reposo celestial en un paraíso continuo. Hija, así como hice un prodigio de bondad en mi Madre, hago un milagro de poder en ti, uniendo todos estos estados, tan diferentes en una misma alma, la cual no deja de ser el tabernáculo del Dios Altísimo, a pesar de verse invadida de sus tempestades. Los demonios no pueden acercarse al tabernáculo santificado por mí a través del sufrimiento. De este modo, consolándome y confortándome, el Dios de amor me exhortó a esperar en él, porque él mismo sería mi luz, mi salvación y mi poderosísimo protector. Me aseguró en su providencia que dispondría de todo para su gloria y mi mayor bien, a pesar de que mi alma no percibiera claramente que él era en ella un Dios escondido y Salvador, el cual rodeaba su lecho nupcial de tinieblas para no ser visto en ella por los espíritus nocturnos, a los que vela sus designios. Prosiguió acariciándome, diciendo que confiara en él; que confirmaba mis palabras; que desde hacía varios años me había iluminado con la verdad de sus luces, entregándome los sellos; que todo lo que tuviera la impronta de éstos sería siempre auténtico, que su espíritu rendía testimonio a favor del mío, y cuanto yo decía era ratificado por su sabia bondad, para que no cayera en el error, dándome signos para el bien y amándome porque es bueno e infinitamente misericordioso.
Capítulo 159 - Así como el amor movió al Padre a dar a su Hijo para salvar a los hombres, debemos estar dispuestos a morir a nosotros mismos para vivir en el divino Salvador, que murió por nosotros, 28 de agosto de 1643.
[1143] El día de nuestro Padre San Agustín, me diste a probar el poderoso amor que te inclinó, Padre divino, a dar a tu Hijo único a los hombres para salvarlos y glorificarlos él mismo. Dicho amor, que es el mismo que el Hijo los amó y los ama, lo movió, lo mueve y lo moverá a transformarlos, atrayéndolos a ti a fin de que todos sean uno; es decir, que sean consumados en uno mediante el fuego que produces con él: tu divino y común Espíritu. Es él quien se complace en obrar esta sagrada consumación y perfectísimo holocausto, que te es acepto por los méritos de Jesucristo, con el que son configurados los que le aman, prevenidos con la felicidad del amor hermoso.
Es propio del amor transformar a los que se aman, sacándolos de lo que animan para penetrar y morar con placer en lo que aman. Al conocer el amor con que tu Hijo los ama, pronuncian con fervor ardentísimo las palabras del gran apóstol, quien, estando muerto en su amor natural, sólo vivía del sobrenatural; es decir, de su divino Salvador: El que no quiera al Señor, ¡sea anatema! (1Co_16_22).
¡Oh Trinidad augusta! ¿Cómo podría yo expresar las maravillas que cada una de tus divinas personas me permitía escuchar, y la alegría que mi alma recibía al amar, caminar y atravesar este abismo de amor? Al perderme dichosamente, me encontraba en ti. Si vivía en apariencia, ya no era yo, sino Jesucristo el que vivía. Repetía yo maravillada: Y no vivo yo, sino que es Cristo quien vive en mí; la vida en que vivo al presente en la carne, la vivo en la fe del Hijo de Dios, que me amó y se entregó a sí mismo por mí (Ga_2_20). Un alma que ama no se pertenece más a ella, sino a su amor, lleva en su interior un movimiento sagrado que la impele a avanzar: Los que son hijos de Dios, dice San Pablo, son movidos por su Espíritu, que los conduce. El mismo apóstol dice [1144] a los que aman con autenticidad: Están muertos y su vida está escondida en Jesucristo, en Dios. Cuando aparezca en su gloria, aparecerán con él. Así como Dios está en Cristo reconciliando el mundo consigo, que encuentre en ustedes una morada digna para atraer a él a las almas a las que llama a una sublime perfección, las cuales no deben detenerse en el camino. Cada una de ellas debe decirle con amorosa confianza en su bondad: Sondéame, oh Dios, mi corazón conoce, pruébame, conoce mis desvelos, mira no haya en mí camino de iniquidad. Que tu Espíritu bondadosísimo me guíe por la tierra de los inocentes y rectos de corazón que se adhieren a ti, que es la tierra de los vivos, donde se encuentra mi porción y mi heredad para gloria de tu santo nombre. Haz que viva de tu vida de amor, y llévame por el camino eterno (Sal_139_23s).
Capítulo 160 - Dios es la fuente de toda bendición. El da la gracia, la gloria y bendición a los santos, dándoles en participación este gozo bendito, 6 de septiembre de 1643.
[1145] Un día en que mi alma meditaba en estas palabras: bendigan al Señor, orígenes de Israel, la luz divina me hizo saber que estas fuentes sagradas eran Jesucristo, la Virgen, los antiguos Patriarcas y los nuevos; es decir, los fundadores de órdenes religiosas, que han merecido ser llamados Israelitas por haber tenido visiones divinas y superado las tentaciones con las que el Dios del amor quiso probarlos, como hizo con Abraham. Todos ellos son orígenes de Israel porque concibieron y engendraron a los hijos de la luz y del cielo, que, como estrellas, brillarán por toda la eternidad, a manera de fuentes celestiales que bendicen al Dios de Israel, que los hizo participantes de sus divinas bellezas. Mientras admiraba esta adorable bondad, contemplé al Padre eterno, que es la fuente de origen, y al Hijo como fuente de vida que sale de la fuente sin dejar el origen Paterno, y cómo toda la esencia del Padre y del Hijo se derramaba en el Espíritu Santo, que recibe toda la inmensidad del Padre y del Hijo, siendo una fuente tan perfecta como el principio del que recibe su abundancia y su ser. Pude contemplar cómo él detiene el torrente que lo produce, por ser el término de las emanaciones divinas. Lo vi tan fontanal como el Padre y el Hijo, considerándolo como un recipiente inmenso, que recibe todas las aguas producidas por el Padre y el Hijo. Contemplé estas tres fuentes distintas, coeternas e iguales entre sí, que son Dios y están en Dios; las tres [1146] son idénticas porque no contienen sino una misma agua que, sin división ni disminución, se encuentra en la vasta extensión de tres recipientes, que son las tres hipóstasis: el Padre nada recibe de persona alguna, por ser la plenitud fontanal y la fuente original que se derrama en el Hijo y ambos en el Espíritu Santo, hasta el que llegan todas las emanaciones y derramamientos.
Dichas fuentes se bendicen suficientemente a sí mismas, y nosotros no podemos alabar más altamente a Dios sino presentándole la alabanza y bendición que él se da a sí mismo.
El curso de las divinas aguas, que se detuvieron en el Espíritu Santo antes de la Encarnación, se descarga, por un maravilla adorable, en Jesucristo y en la Virgen, y por medio de ambos, a manera de canal, sobre todos los elegidos, lo cual da origen a tres clases de santidad: una de suficiencia, que es común a los santos; otra de abundancia, que es propia de la Virgen, y la tercera de excelencia y eminencia, que reconocemos sólo en, Jesucristo, el Hijo de Dios y Santo de los santos.
Capítulo 161 - El Verbo divino me ordenó hablar de sus bondades, sin temor a las contradicciones de las personas del mundo, 15 de septiembre de 1643.
[1147] Un día del mes de septiembre, pensaba en algunas conversaciones que había yo tenido con personas doctas, a las que mis discursos parecían demasiado elevados para una mujer. A pesar de que dichas luces demostraban con gran evidencia que me venían del Padre de todas las ilustraciones, me reproché a mí misma mi temeridad y grandísima facilidad para comunicar lo que Dios me concedía. Mi amado se dignó consolarme, diciendo que no debía yo temer; que este desbordamiento había agotado las aguas de la fuente eterna, que deseaba correr por mi medio; que los manantiales pequeños pueden ser contenidos, y que las riberas tienen lechos y canales para ello; pero que el mar era extenso y no se le pueden fijar límites. Añadió que la voz que oyó San Juan era la voz de muchas aguas, de las cuales unas impelían a las otras con tanta impetuosidad, que una ola era empujada por otra como intentando precipitarse en el océano. Comprendí que jamás daría más de lo que Dios me concede, que la palabra del Padre es eterna; que de él emana un Verbo eterno y que el día produce la palabra que es el Verbo, luz de luz, y la noche anuncia a otra noche su saber: El día anuncia su palabra a otro día (Sal_19_2); que durante los días clarísimos de las dulzuras y prosperidades, y durante las noches de las aflicciones, el Dios de bondad me hablaría siempre, enseñándome la ciencia de los santos. El sería mi luz y mi salvación, y nada debía yo temer, porque el hombre no puede afligir para siempre a los que Dios ama con un amor eterno, porque es bueno y su bondad es en sí comunicativa. El profeta Isaías se arrepintió de haber callado, y las disculpas de Jeremías no fueron válidas para dispensarlo de anunciar lo que Dios le decía para comunicarlo al pueblo; que [1148] casi todos los profetas, al anunciar su palabra, sufrieron desprecios, injurias y, muchos, la muerte. El Verbo Encarnado recibió un bofetón por haber respondido al pontífice que él no había enseñado su doctrina en secreto a unos cuantos de sus discípulos, sino que había hablado en público en sus sinagogas; y que podía indagarlo de algunos que lo habían escuchado decir que lo verían venir sobre las nubes del cielo en majestad, en el día en que dictaría sentencias de confusión para los malos y de gloria para los buenos. Dicho pontífice se ofendió ante esta verdad, diciendo que Jesús había blasfemado al afirmar que era el Hijo de Dios; por ello no hacía falta otro testimonio para declarar reo de muerte al inocente. Caifás dijo que su palabra misma lo condenaba a morir. Hija, que no te asombre el que los hombres tengan qué decir ante tu ingenuidad, y que intenten hacerte callar. No pueden obrar de otro modo, porque su prudencia no es conforme a la mía. Yo dije al que me golpeó delante del pontífice que repitiera todo lo que yo había dicho, para que se pudiera juzgar si había yo hablado mal o faltado al respeto al confesar que yo era el Hijo de Dios.
Habiéndome conminado él mismo a decir la verdad, se disgustó ante ella. A pesar de ello, la verdad permaneció y permanece eternamente. Yo soy la verdad, el camino y la vida; quien habla por medio de mí y por mi causa, no puede mentir. El que va por esta senda no yerra; el que vive de mi vida, no está sujeto a la segunda muerte. El mundo prefiere a los suyos; su espíritu no concuerda con el mío, al que no puede ver ni recibir. Sus máximas son contrarias a las mías. Los mundanos creen ofrecer a Dios un sacrificio cuando afligen a mis servidores, los cuales son purificados y santificados en el sufrimiento. Pocos profetas son aceptados en su tierra.
Se intentó aprehenderme cuando reprendí a los vendedores y compradores del templo; se pretendió sorprenderme en mis palabras, y se me dijo abiertamente: Se hace y se dice Hijo de Dios; es reo de muerte. Hija mía, yo dije que mi palabra debe ser anunciada en toda la tierra: los escribas y los fariseos trataron de hacer callar a los niños en el día de ramos, pero vanamente, porque mi Padre les ordenó hablar. De los niños y niñas del pecho de la gracia, recibiré alabanza perfecta, para confusión de mis enemigos.
Capítulo 162 - Inclinación que tiene Dios de comunicarse y las divisiones y uniones que obra el amor. Cuatro génesis que me dio a conocer, 7 de febrero de 1644.
[1149] El 7 de septiembre de 164, Dios me reveló, en una altísima contemplación, que la inclinación que tiene a comunicarse es tan grande, que si supiéramos que no puede estar sujeto a pasión alguna, y que su soberana sabiduría es infalible, calificaríamos su amor de santa locura y pasión extrema.
Entendí que el amor lleva a la división y a la unión al mismo tiempo, porque quien ama quisiera desprenderse y arrancarse de sí mismo para comunicarse y unirse a su objeto, haciéndose uno con él. Sansón permitió que su querida Dalila lo atara y encadenara externamente, por estarlo ya interiormente. Los lazos sensibles del cuerpo parecían aligerar los que ya llevaba en su espíritu, porque, cuanto más fuertemente se está atado en el alma, tanto más ardientemente se desean los lazos que atan nuestro cuerpo con el objeto que [1150] amamos, si es sensible. En medio de los bulliciosos amores del mundo, vemos que los listones, las trenzas, los cabellos y otros lazos parecidos son testimonios de afecto; tan verdadero es que el amor exige los lazos, la unión y la división. Se goza en sus heridas, sin que la una impida la otra, a pesar de parecer contrarias entre sí. Comprendí que Dios, al multiplicarse en sí mismo mediante la distinción de personas, retiene la unidad de la esencia y de la divinidad, permaneciendo siempre indivisible.
Contemplé cómo las personas en Dios, a pesar de su distinción y multiplicación, están unidas en la identidad de la simplísima naturaleza que poseen. Las admiré enlazadas por el vínculo indisoluble de su amor, que es el Espíritu Santo, que liga al Padre y al Hijo, uniéndose a ellos con un mismo lazo que lo afianza a ellos con un mismo nudo. Dios está dividido en sí mismo, permítaseme la expresión, mediante la división de personas, y sin afectar su unidad, se difunde fuera de sí compartiendo sus perfecciones con las criaturas por una división admirable, a pesar de permanecer en sí mismo con toda la inmensidad de sus atributos y de su grandeza, pues esta división no se efectúa con jirones o piezas arrancadas del ser de Dios, sino por una participación de perfecciones semejantes que Dios comunica a las criaturas al compartir con ellas su ser. Si, movido por su amor, quisiera, además, recolectar, por así decir, estas divisiones y como parcelas de su bondad, y ligarse a criaturas con entendimiento, que son las únicas capaces de este enlace, las atraería a sí con ataduras de caridad para entregarse a ellas: atrajo a Adán con sus cordeles. Son éstas las continuas atracciones de Dios hacia la criatura, y de ésta hacia Dios, cuya intermediaria es la caridad.
El amor infinito de Dios no se contentó con estos lazos y divisiones, sino que ideó un medio por el cual Dios, indivisible en sí mismo, se situó en estado de sufrir cierta clase de división y sujeción, lo cual puso por obra en la Encarnación, mediante la cual, al hacerse hombre, experimentó en su alma las divisiones y sentimientos del amor en la diversidad de sus afectos y en la variedad de las mociones de su corazón. Lo mismo sucedió con las heridas del mismo amor en su cuerpo, que, por dichas razones, quiso que fuera pasible. Por ello, fue dividido y guardó, como trofeos del amor, las huellas y cicatrices de las llagas y divisiones que el amor imprimió en su carne inocente, aunque para esto se haya servido de la mano mortífera de sus enemigos.
[1152] Comprendí que, aunque Adán no hubiera pecado, el Verbo se habría encarnado a fin de satisfacer la tendencia de su amor, y hacerse capaz de dichas divisiones. Para hacerlo con mayor provecho, no impidió la ofensa de Adán, la cual le dio ocasión de exponer su vida y recibir en su cuerpo pasivo y mortal las heridas y fragmentaciones cuyas cicatrices seguimos adorando.
En cuanto a los lazos, su propia hipóstasis sirvió de atadura al Verbo para unirlo estrecha y sustancialmente a la criatura humana. Se ligó a las entrañas de su Madre virgen, adhiriéndose de tal suerte a ella que se fundieron en un solo ser, por lo que ella pudo exclamar: Cayéronme los cordeles en parajes amenos; y me encanta mi heredad. Bendigo al Señor, porque me dio consejo (Sal_16_7). La bondad y la belleza divinas me poseen admirablemente, por haberse ligado a una parte de mi sustancia. Bendigo al Padre eterno por haberme entregado a su Hijo, que es el término de su entendimiento, para hacerse hijo mío, el cual nos es común por ser indiviso. El es heredero universal de todos sus bienes. Es mi hijo y mi heredad. Es el primogénito de todos sus hermanos. Lo que es por naturaleza, quiso que fuera yo por la gracia. Está ligado conmigo como con su madre. [1153] Estamos unidos eterna, deliciosa, humana y divinamente. El ama estos lazos y se ha atado con las especies sacramentales en la Eucaristía. En ella ha ligado sus sentidos, que subsisten sin ejercer sus funciones; y así como los que aman se miran y dejan atar voluntariamente, el Salvador ama el estado al que lo reduce el sacramento, porque en él se contempla en un verdadero estado de amor, permaneciendo siempre uno en conjunción con su Padre, aunque parezca estar dividido y separado de él por la Encarnación. Es éste el gran misterio que reveló a San Juan, su predilecto, al que apretó contra su pecho, ligándolo a su seno para figurar la unión que deseaba tener con todos sus elegidos por la gracia y por la gloria.
Después de la gran inclinación de Dios, que lo mueve a amar hasta las divisiones y uniones, mi divino amado me reveló cuatro clases de génesis: uno eterno en Dios; otro temporal en la creación del mundo, que duró seis días; un tercero en la Encarnación del Verbo, que fue el término y restauración del segundo, y un cuarto que es el de los bienaventurados en la gloria.
En el primer génesis, que no tuvo principio ni terminará jamás, observé la comunicación que de su ser hace el Padre al Hijo, y del de ambos al Espíritu Santo. Vi también que en esta distinción de personas radica la unidad de la esencia que impide que la multiplicación cause la división del ser, así como la circumincesión, por la que el Padre está en el Hijo y el Espíritu Santo en ellos. Vi cómo el Espíritu Santo, como amor subsistente y sustancial, es el lazo de unión entre el Padre y el Hijo, a los que él mismo se ata. Comprendí que el génesis del tiempo, que Moisés nos describió, ocupó a Dios por espacio de seis días, a pesar de que hubiera podido terminar esta obra en un momento. Sin embargo, quiso comportarse como un joven aprendiz que se ejercita en trabajos muy fáciles y de poca monta, antes de ocuparse en los más importantes. Vi que el hombre fue la última pieza del universo en la que Dios trabajó, habiéndose como ensayado en las demás; y que no descansó hasta la formación de Eva, no sólo porque Adán no debía quedar sin compañía, pues no fue creado únicamente para él, sino porque Dios no terminó su obra sino hasta después de haber creado a María, de la que Jesús, el ornato del cosmos, para cuya gloria trabajó Dios, debía nacer. Por ello, sólo ocupó seis días en este segundo génesis. En el tercero, que es el de Jesucristo y de María, transcurrieron más de cuatro mil años. Dios y la naturaleza engendraron tan [1155] maravillosa obra. El génesis que escribió para nosotros San Mateo es mucho más noble y misterioso que el que nos dejó Moisés.
Dios se arrepintió de haber creado al hombre, ya que su obra distaba de ser perfecta porque él mismo, con sus propios delitos, destruyó y empañó la belleza que recibió de su divino artesano. Dios permitió esta destrucción para hacerlo mejor. Tales son las industrias de Dios: derriba para construir y afirmar, cuando se piensa que el edificio se ha desmoronado y es una ruina. En el tercer génesis, los designios de Dios consistieron en abolir la maldición en que el hombre, su obra principal, había incurrido. Quiso que su Hijo, al tomar esta maldición sobre sí, nos atrajera la bendición. Para figurarla, impidió que Balán maldijera al pueblo de Israel durante la persecución del rey Balac, pues su propio Hijo quiso llevar y borrar esta maldición con la infamia de su muerte, y levantar así la maldición fulminada sobre el orden natural. El se perdió para liberarnos, amando sus propias pérdidas para hacerse nuestra ganancia y remuneración, y permitiendo que los mismos vicios sirvieran para su reparación. Así, el incesto de Lot dio comienzo a la raza de Moab, de la que descendió Ruth, una de las antepasadas de Jesús, Dios y hombre, lo cual, no sin misterio, recordó San Mateo.
[1156] Ahora bien, como todo este génesis ocurrió en el seno de María, y su hijo la amó más que a todo el resto de las criaturas, puedo afirmar no sólo que esta Virgen Madre levantó la maldición del mundo, sino que su hijo la creó y comenzó a existir en ella, librándola de las impurezas de la concepción y de los dolores, manchas e inmundicias que acompañan a los partos, así como de toda clase de culpa original y actual; y que este divino Hijo de sus benditas entrañas la amó con una pasión más grande que la de Rebeca hacia Jacob, pues esta última, deseando obtener la bendición de Isaac, su marido, y el derecho de primogenitura para su querido Jacob, se expuso a recibir una maldición sobre ella si el buen anciano se daba cuenta del engaño. Jesucristo sufrió en verdad el anatema para alcanzar las bendiciones del cielo sobre sus elegidos, haciéndolo por prevención en su madre. Le profesó tanto amor como el Sansón cuando vio a la filistea; de cuyos encantos quedó tan prendido, que le fue imposible seguir morando con sus padres y dejó todo por ella. De manera semejante, cuando el Verbo contempló a María en la mente divina desde la eternidad, a partir de entonces, por así decir, resolvió dejar el seno de su Padre para encarnarse en sus entrañas.
Fue María quien lo atrajo a la tierra, y fue por María que se entregó, o tuvo lugar, el primer combate en el empíreo entre los ángeles. Lucifer y sus secuaces, hinchados de la vanidad de su propia hermosura, no pudieron sufrir que el Verbo se dejara atraer y atar a una naturaleza que consideraban inferior a la suya, pues desconocían las excelencias de aquella hija, madre y esposa, cualidades sobremanera incompresibles.
Este Hijo divino surgió del seno virginal como del seno del Padre eterno, sin lesionar la virginal pureza de su madre. El Espíritu Santo había purificado y santificado divinamente su seno, comunicándole claridades adorables para concebir al que el divino Padre engendra en el esplendor de los santos, que es su Hijo único. El Espíritu Santo, viendo que la Virgen no hubiera podido resistir tan resplandeciente luz, la cubrió con la sombra de una adorable nube, a manera de pabellón, cuya hermosura hacía palidecer la belleza de los pabellones de Jacob, a pesar de que su encantador panorama arrebató de admiración a Balán, moviéndolo a cambiar su maldición en bendición; belleza que es imposible comparar a la que adornó a María.
El Verbo Encarnado se lanzó como otro Jonás al fondo del océano para apaciguar la justicia de su divino Padre y para seguir sus inclinaciones. Se ligó a María, y por ella a los elegidos, mediante el cordel de Adán y con lazos de caridad, lazos que lo unían primeramente a su madre; lazos de caridad con [1158] los que se ató para librarnos de las ataduras con las que el pecado nos tenía impedidos. Se ligó con las cuerdas de su paciencia, que la gravedad de los tormentos no pudo romper; y a los que se habría atado, si lo hubiera juzgado más conveniente para nosotros, hasta el fin de los siglos y por una sola alma. Estos lazos son inexplicables; únicamente la Virgen conoce los secretos de las ataduras del amor en la Encarnación. Ella es la Dalila que abatió la fuerza divina, permítaseme la expresión, como Dalila los cabellos de Sansón. Dicha fuerza le descubrió los misterios de su amor; pues él reposó sobre sus rodillas con nuestras debilidades y nuestras dolencias, para comunicarnos su fortaleza.
Los que participan de las gracias de la misma Virgen María, reciben con frecuencia claros conocimientos de los lazos que unen al Salvador con nosotros.
Dios descansó en la consideración de su obra después de la creación, complaciéndose en la hermosura que plasmó en sus diversas criaturas, pero fue presa de un grandísimo amor al contemplar su obra póstuma.
En cuanto Jesucristo apareció en el Jordán y sobre el Tabor, el Padre eterno, como sorprendido por un exceso de gozo, y arrebatado ante la belleza de aquel Hombre-Dios, exclamó: Este es mi hijo amadísimo. He aquí a mi querido Hijo, mi amado, [1159] mi único, al que amo. Que todas las criaturas lo reconozcan como tal; que sea honrado y obedecido. En él encuentro mis complacencias; en él tengo mis delicias y mi reposo desde la eternidad.
Escuché que el cuarto y último génesis tendrá lugar en la gloria, que es como el sábado y el reposo que seguirá los precedentes durante el transcurso de la infinitud, en la que veremos cómo Dios nos ha amado, sin jamás poder comprender del todo cómo es admirable. Será sábado de sábados, pasando del Padre al Hijo y del Hijo al Espíritu Santo, contemplando que nos han amado con el mismo amor con el que se aman ellos mismos. Allí se hará la unión de todos los corazones en aquel que sólo es su amor.
Allí veremos la creatividad del amor de un Dios para comunicarse, para compartirse y dividirse, si es necesario expresarlo de este modo, a fin de unirse y ligarse a sus criaturas y a ellas con él. Si nuestros corazones no recibieran la capacidad de soportar este amor, se dividirían y estallarían de amor por el mismo esfuerzo del amor.
Mi alma, suspendida en la admiración y consideración de estos génesis, exclamó: ¿Quién podrá contar su generación?
Mi divino amor me respondió que yo misma lo haría, asombrando al mundo con mis palabras y mis escritos; que yo ensalzaba la gloria de este Dios todo bueno, que [1160] nunca parece tan grande como cuando se vale de los seres pequeños y débiles para cumplir sus designios. Me aseguró que ya me había dicho que sentía gran inclinación hacia mi sexo, y hacia mí en particular, debido a mi sencillez y candor. Me hizo notar que todos los nombres de Dios son femeninos: divinidad, trinidad, sabiduría, felicidad, y otros semejantes.
Mi divino esposo me dijo además que siempre había enaltecido con sus bendiciones y favores más escogidos a quienes le habían levantado altares, como No‚ después del diluvio, Abraham, Isaac, Jacob y otros, y que no sería mezquino conmigo, que le preparaba una orden en la que tendría una gran multitud de altares sobre los que reposaría en el adorable sacramento de la Eucaristía; y que obraría un génesis tan agradable y numeroso en esta orden, que no se podría nombrar su generación en mí.
En este mismo día escribí acerca de las grandezas de la Virgen, sobre la anchura de las cuatro dimensiones.
Capítulo 163 - El Espíritu Santo apremió al Padre y al Hijo a comunicarse al exterior. La divina bondad eligió a san José para darle la verdadera posesión de la divinidad humanada. José fue el eunuco que pagó el precio de la virginidad y bebió de la fuente de vida que poseyó, por haber sido guardián del mismo Dios, 18 de marzo de 1645.
M.R.P. Que el Verbo divino sea siempre nuestro todo.
[1161] Ayer vi este Verbo en medio del Padre y del Espíritu Santo, sosteniendo una esfera y mostrándome que llevaba el mundo con tres dedos porque su reino es más grande que él, por ser inmenso y divino; la misma esencia de su Padre es su reino. Fue el Hijo amadísimo quien dijo: Ungiré a mi Hijo amado con óleo de mi cuerno: él es su fuerza, su dulzura, su sustancia, su claridad, su sabiduría, su eternidad, etcétera.
El Padre, principio, fuente y origen de la Trinidad, comunica en su interior toda su esencia a su Verbo, constituyéndolo Rey de este modo; es el cuerno de la abundancia del el aceite que es fuerza divina, dulzura divina, claridad divina, sabiduría divina, inmensidad divina, belleza divina y plenitud divina. Le comunicaré, en nuestra próxima entrevista lo que podría decir acerca de esta fuente, de esta claridad, de esta sabiduría, de esta inmensidad, de esta belleza, de esta plenitud y de esta bondad que produce el amor, el cual abrasa y [1162] contiene todo en su interior, a través de un ardor indecible que impulsa al Padre y al Hijo a comunicarse al exterior.
Hoy por la mañana, día de San José, medité en la elección que la divina bondad hizo de este santo, dándole el privilegio de la verdadera posesión de su divinidad, al entregarle a María, que llevaba a Jesús en sus entrañas: María estaba desposada con José y, antes de empezar a estar juntos ellos, se encontró encinta por obra del Espíritu Santo (Mt_1_18).
Mi divino amor se dignó revelarme que retó en duelo a José, permitiéndole elegir las armas y el campo y que, sin ser vencido, lo hizo vencedor, obteniendo, a causa de su virginidad, a la Virgen coronada y encinta del Rey de las vírgenes. José es el eunuco que pudo llevarse el premio de la virginidad, ganando, por una gracia indecible, al ángel del gran consejo, sin lesión de nervio alguno, sin que la aurora ni la claridad del mediodía le obligaran a retirarse, y sin pedir permiso para ello como sucedió con Jacob. José, al permanecer virgen, conservó su integridad. El sabía que combatir para ganar a Dios es combatir por la unión, es decir, por la unidad y por la integridad divina.
Así como Dios combatió para salvarnos, unirnos y hacernos uno [1163] con su Padre, él permitió que su cuerpo y su alma se separaran unos días y horas a fin de pagar en rigor de justicia la falta cometida por la naturaleza humana, separándose de Dios por el pecado. Los designios de Jesucristo consisten en regresarnos, con todas las criaturas, a la única divinidad de la que tomamos nuestro ser, y que permanezcamos en la integridad divina.
El Padre eterno ganó a María con su arco y su flecha, arrebatándola a los amorreos, ásperos y rebeldes. Dios de mi corazón, qué puedo decir, Dios envió al Verbo y al Espíritu Santo para María, para preservarla de la amargura del pecado y de las rebeliones de nuestra naturaleza. Porque María, a causa de la naturaleza heredada de nuestros primeros padres, debía ser esclava del pecado y del diablo; pero el Verbo, arco del Padre, es engendrado de su entendimiento, al que el Verbo abarca de un confín al otro permítaseme la expresión, por ser Hijo de su principio, que es su Padre, y principio junto con el Padre del Espíritu Santo, al que produce; el cual es término de las emanaciones divinas, así como el [1164] Padre es la fuente de origen. La flecha que parte del carcaj de la Trinidad, de su pecho amoroso, es el Espíritu Santo; saeta que el Padre y el Hijo enviaron a María, no para dividir, sino para darle sombra, ocultar este arco en sus entrañas y obrar su encarnación sin lesionar su virginidad, realzando el lustre y esplendor; es decir, transformando su virginidad natural en una pureza sobrenatural y divina por participación, convirtiéndola en jardín admirable que contiene las perfecciones que Dios puso en ella por encima de todas las demás criaturas y privativamente a todas ellas, posando o produciendo en sus prados la plenitud de la divinidad y rodeando sus entrañas y su seno virginal, de modo que, al ser Madre de Jesucristo, posee al Hijo común por indivisibilidad con el Padre y, por estar preservada de pecado, es el vergel donde se encuentra la fuente de Jacob, la fuente del Padre eterno, la fuente que es dada a nuestra naturaleza para purificarla y saciarla. Dicha fuente, que se encontraba en el prado de José, hizo su morada en sus entrañas durante nueve meses, y varios años fuera de ellas me refiero al seno de María. Aquella fuente se sometió a la voluntad de María y de José, a quienes no pareció una ofensa el preguntarle dónde había pasado tres día [1165] sin su permiso. El les dio razón de su ausencia, diciendo que había ocurrido por mandato de su Padre eterno.
Era una fuente tan alta y tan profunda, que, a pesar de que María y José la poseía n, no les era posible penetrar en ella ni comprenderla.
María y José bebieron de esta agua, que llevaba en sí la vida eterna. Ellos contemplaron al Mesías, hablaron con el Verbo y fueron custodios del mismo Dios, sabiendo que era el don que Dios les daba. Con él, tuvieron todo lo que ha tenido el ser, lo que es y lo que será; el comienzo y el fin. El Rey eterno e infinito, que a todo sustenta, el cual salió del monte eterno, alto y extendido, al que regresó después de haber alimentado todo, dando todo al todo, pero, ¿qué digo? dando lo suyo unido al todo.
Mi adorable Jesús, me pierdo en este todo que me permitiste contemplar en la visión de esta mañana. Es una raíz luminosa, que me dijiste ser la [1166] raíz de Jesé, portada por tu hipóstasis. Espero la visita de Ud. para comunicarle el resto.
Capítulo 164 - Transfiguración del Verbo Encarnado, nuestro Señor, que es el sacrificio de gloria y de luz, al que asistieron Moisés, Elías y los tres apóstoles escogidos, 6 de agosto de 1645.
[1167] El Padre eterno quiso, en esta día, dar testimonio de su Hijo en presencia del cielo, de la tierra y de los infiernos. Quiso felicitarlo por su generoso valor, y darlo a conocer como el generalísimo de todos sus ejércitos de naturaleza, de gracia y de gloria. En su nacimiento, envió a los ángeles para cantar: Gloria a Dios en las alturas y en la tierra paz a los hombres de buena voluntad (Lc_2_14). Es muy claro y evidente que los cielos se abrieron, envolviendo en luz a los pastores a los que el ángel anunciaba las buenas nuevas concedidas a los hombres: La gloria del Señor los envolvió en su luz (Lc_2_9), como nos dice el evangelista San Lucas. En dicho nacimiento, la naturaleza humana se vio elevada por el soporte divino y el Salvador fue reconocido como Rey, habiendo nacido Rey, pero Rey armado de nuestras debilidades, mediante las cuales sometió desde entonces toda la creación a su divina grandeza.
Los ángeles, los hombres, los seres animados y hasta las estrellas, se sometieron humildemente a su imperio. El las sostuvo en su mano como bajo un sello, ofreciendo al Padre, al nacer, el sacrificio de naturaleza en el primer día de su vida mortal.
Presentó el sacrificio de la gracia en el bautismo, en presencia de su precursor, del divino Padre y del Espíritu Santo, que estuvieron presentes en él y dieron testimonio del divino Salvador. Los cielos se abrieron, el Padre hizo oír su voz, y el Espíritu Santo se [1168] apareció en forma de paloma. En este día viene al Tabor para ofrecer el sacrificio de gloria, acompañado de tres de sus discípulos. El Padre eterno reitera su testimonio: Este es mi Hijo muy amado, en el que me complazco, añadiendo: Escuchadle (Lc_9_35). ¿Qué dice tu Padre, santo Hijo? Habla del exceso que se cumpliría en Jerusalén. ¿Con quién habla? Con estos dos hombres, que aparecen en gloria y majestad: Y he aquí que conversaban con él dos hombres, que eran Moisés y Elías, los cuales aparecían en gloria y hablaban de su partida, que iba a cumplir en Jerusalén. (Lc_9_30s).
¿En qué día les habla? Al día siguiente de la confesión de San Pedro, en el que manifestaste su generación eterna en el divino esplendor, que es invisible para la carne y la sangre. Fue la octava de ese día, en el que el Mesías dijo: Porque quien se avergüence de mí y de mis palabras, de ése se avergonzará el Hijo del hombre, cuando venga en su gloria, en la de su Padre y en la de los santos ángeles. Pues de verdad os digo que hay algunos, entre los aquí presentes, que no gustarán la muerte hasta que vean el Reino de Dios. Sucedió que unos ocho días después de estas palabras, tomó consigo a Pedro, Juan y Santiago, y subió al monte a orar. Y sucedió que, mientras oraba, el aspecto de su rostro cambió, y sus vestidos eran de una blancura fulgurante, y dos hombres hablaban con él (Lc_9_26). En el día de la octava de mi promesa, fue voluntad de mi Padre que mi gloria se manifestara en el Monte Tabor; y como yo estoy seguro de su buena voluntad, que es la mía, vine a orar y a ofrecer el sacrificio de gloria, que Moisés y Elías encomiaron llamándolo exceso, porque yo lo hago parecer admirable. Yo soy la piedra que será rechazada por los fariseos y los escribas, misma que debían recibir para gloria de su Jerusalén terrenal; sin embargo, como optaron por su confusión, odiando la verdadera gloria, hinchados de ambición, sedientos de avaricia e inflados por la concupiscencia, su fin sería ignominioso. Enemigos de la cruz, jamás entrarán en el gozo; los que, en cambio, aman mi cruz, tendrán parte en mi gloria. [1169] Tienen, desde ahora, su conversación en el cielo: Pero nosotros somos ciudadanos del cielo, de donde esperamos como Salvador al Señor Jesucristo, el cual transfigurará este miserable cuerpo nuestro en un cuerpo glorioso como el suyo, en virtud del poder que tiene de someter a sí todas las cosas (Flp_3_20s). Este glorioso apóstol no estuvo presente en el Tabor para contemplar en él al Salvador glorioso, porque aún no se había convertido; pero vio a Jesucristo en el camino de Damasco en todo su esplendor, el cual lo sacó de tal manera de sí mismo, que su conversación dejó de ser de la tierra porque el Espíritu está más en lo que ama, que en lo que anima. San Pedro dormía mientras que el Verbo Encarnado oraba, despertando cuando se hablaba del exceso de gloria; el esplendor de Jesucristo hirió sus pupilas. Si sus palabras se hubiesen referido a la cruz, San Pedro no hubiera pedido establecer su morada en aquel monte, ni levantar tres tiendas: una para su Salvador, otra para Moisés, y otra para Elías. Tenía demasiada aversión a oír hablar de la muerte de su Maestro. No podía sufrir que se encontrara en la ignominia, considerando esto indigno del Hijo del Altísimo y pensando que la muerte no convenía al Hijo del Dios vivo.
Se me puede objetar que San Pablo dice que Jesucristo se humilló y anonadó a sí mismo, tomando la forma de siervo sin dejar la de Dios, pudiendo, con todo derecho, considerarse igual a su Padre, queriendo humillarse hasta la muerte de la cruz, por la cual recibió un nombre sobre todo nombre, ante el que toda rodilla se debe doblar. Estoy de acuerdo, pero él habla de la morada permanente de Jesucristo a la diestra de gloria. Por mi parte, me estoy refiriendo a la de la Transfiguración, que debe pasar en pocas horas, sobre la que escuché, hoy por la noche, que sería el sacrificio de gloria ofrecido por el Hijo. Como era peregrino, aunque comprensor, deseaba ratificar la promesa que hizo a sus amigos, de que verían al Hijo del hombre en la dulzura de su gloria, ya que debían probar la amargura de su muerte.
Deseaba demostrar que él no era Moisés, ni Elías, ni Juan Bautista resucitado, y que a él correspondía [1170] hacerlos gloriosos en la eternidad; que él tenía el poder de prevenirla, permitiéndoles momentáneamente ser revestidos de gloria en la cumbre del Monte Tabor, ya que acudían a presenciar su digno sacrificio, por cuya causa el Padre lo confesó como sus delicias y el legítimo heredero de su gloria, por ser el esplendor de la misma; su Hijo amadísimo, la impronta de su sustancia, la imagen de su bondad, el espejo sin mancha de su majestad; en fin, el que lleva en sí toda la palabra de su poder, de la que Moisés y Elías sólo eran ministros, encontrándose ante ella para rendir homenaje a su divina grandeza; Palabra que los adornó de gloria para poder hablar de la gloria que le es esencialmente debida, a la que ocultaba por un exceso de amor a todos los demás hombres, a fin de morir por el rescate universal. Si los judíos hubieran conocido claramente su gloria, no lo hubieran crucificado: Desconocida de todos los príncipes de este mundo; pues de haberla conocido no hubieran crucificado al Señor de la Gloria (1Co_2_8).
Si el Salvador hubiese querido tratar de su pasión, o que coincidieran las tinieblas y la luz, vistiendo hábitos resplandecientes para tratar de la muerte y del poder de las tinieblas, que estaban reservadas para el día de su afrenta, el Padre eterno habría guardado un extremo silencio hasta el momento en que su Hijo le preguntara por qué lo había abandonado a las angustias y a la ignominia, en un lugar donde el sol se avergonzaría y se cubriría de confusión. En este día el Verbo Encarnado apareció como el sol verdadero, cuyo rostro brillaba y resplandecía. Jamás había yo tenido una visión tan clara sobre este misterio de la Transfiguración, deteniéndome tan sólo en las explicaciones comunes; pero en esta noche mi divino amor me confió que posee secretos que aún no ha revelado, ya que tiene un tiempo para hacerlo; que dejase yo a otros explicarlos, sin refutarlos, pero que no temiera decir un día lo que él me enseñó esta noche, porque la Escritura me sirve de texto formal, y la luz que él me da me ilumina abiertamente, de suerte que soy confirmada en esta verdad aun por el sentido común, por la razón [1171] y por la hermosa conformidad entre este misterio y las personas que asisten a él, de que él no hizo oración en el Monte Tabor para revelar la cruz, reservando dicha oración para la noche después de la Cena, en el Huerto de los Olivos, donde trataría de la misericordia hacia los pecadores, saliendo fiador por ellos. En el Tabor quiso manifestar que no se había llamado Hijo de Dios sin serlo, y que su Padre daba testimonio de todo lo que había dicho, proclamándolo como su Hijo amadísimo, en el que tiene sus complacencias desde la eternidad, y en el que encuentra y encontrará para siempre todas sus delicias. Quiso revelar que moriría porque había querido aceptar la cruz para entrar en su gozo, que le era debido en razón de la naturaleza divina. Es verdad que, al hablar de su gloria, muestra el exceso de su amor, que aceptó enfrentarse al cabo de algunos días horribles desprecios, y que era menester un exceso de amor divino para resolverse a sus sufrimientos; y así como el negro sirve de lustre para destacar mejor la blancura, que Moisés y Elías conocieran, mediante estos contrarios, la maravilla del Hombre-Dios, y cómo podía permitir dos contrarios en un mismo sujeto. Elías pudo constatar cuán adorable y divino era el Salvador, que fue el verdadero carro y el más excelente auriga de Israel, el cual llevaba en sí la totalidad de la gloria, no sólo de los ángeles, sino de la divinidad, siendo un Dios único sobremanera con el Padre y el Espíritu Santo. Moisés proclamó con toda razón en su cántico: Escucha, Cielo, conoce o percibe, tierra, lo que quiero decir; que mi boca les anuncie la abundante alegría de mi corazón.
Pero no, soy tartamudo; escuchemos al Verbo del Padre según sus mandatos, el cual habla a los ángeles y a los hombres con su divina elocuencia, que los arrebata. Es un Dios que habla con palabras que todo lo penetran mediante su agudeza, ensalzando todo a través de su excelencia, llenándolo todo con su abundancia y fortificando todo con su [1172] amoroso poder, que puede crear un cielo nuevo y una tierra nueva. Las primeras palabras que pronuncié deben desaparecer, como avergonzándose de su fealdad. Escuchemos al divino legislador de la ley de gracia y de amor. Si yo fui un fiel administrador y servidor de la casa de su Padre, él es el Señor en ella, por ser el mismo Hijo, que hace siempre lo que place al divino Padre, el cual acaba de testificar que se complace en él desde la eternidad.
La ley que bajé conmigo del monte estaba grabada sobre piedras. La que él viene a anunciar está impresa en corazones de carne purificados de toda sensualidad. El mismo viene trayéndola sobre su propio corazón, que es la caridad misma. El es el Dios todo de fuego y llamas, pero llamas deliciosas que no espantan a las almas, sino que las unen a su principio y centro, elevándolas al lado de los serafines. Las del Monte Sinaí, en cambio, existieron para imprimir el temor en el corazón endurecido del pueblo, que era de dura cerviz y llegó hasta tentar la bondad del Dios de majestad por espacio de cuarenta años en los desiertos, donde le llovió el maná, cuya dulzura lo fastidio.
Fue necesario tratarlos como meras personas de la tierra y no del cielo, por tener los sentimientos del hombre viejo. Los de la ley de gracia, en cambio, recibirán el don de ser revestidos de la justicia y santidad del nuevo, que es del todo celestial. Me refiero al profeta divino que su Espíritu me manifestó, para anunciar a ustedes que debía ser Dios, hombre y hermano según la carne de los de nuestra nación: de los descendientes de Abraham y de David, el cual se mostró resplandeciente como la nieve y cuyo rostro brillaba como el sol en lo más fuerte de su claridad. El es el carro glorioso que levantará a los suyos para introducirlos en su tálamo divino: su pecho adorable, sobre el cual su Benjamín dormirá en reposo en la noche de la cena, que será un día pleno de delicias y radiante de claridad cuando diga que aparezca la luz que fue creada al comienzo del mundo. Al final de su vida mortal, al referirse a la claridad inmortal que tenía con su Padre desde antes que el mundo existiera, [1173] la produciría en el entendimiento de su predilecto, que llegaría a ser el águila evangélica que miraría fijamente el sol divino, que es luz de luz y Dios de Dios, el cual se hizo carne para morar entre los hombres, a los que quiso mostrar su gloria por adelantado en la cumbre de aquel monte de la pureza.
Capítulo 165 - Caminos por los que Dios lleva a las almas santas. Me entregó su estandarte y me nombró su abanderada, 7 de abril de 1646. Sábado de Pascua
[1175] Hoy medité en la bondad y justicia del Salvador de los hombres en los caminos que les propone, que son santísimos, por ser sendas de vida y leyes inmaculadas para las almas que las observan fielmente, amándolas como lo hizo David. Se dice en el Éxodo que Dios condujo a su pueblo; del mismo modo se complace en guiar a las almas a través de las dulzuras sensibles de su humanidad, hasta los conocimientos y alegrías más íntimas de la divinidad, según lo que está escrito: Las maravillas que he puesto en tu mano (Ex_4_21); puso un signo en la mano de los israelitas.
Escuché que me había entregado su estandarte, para que pudiera yo ser llamada su abanderada, porque llevaba el signo de amor y de esposa; que tenía siempre un monumento y un memorial delante de mis ojos [1176] al contemplar en todo momento al divino Salvador: sea naciendo, sea creciendo, enseñando, instituyendo el divino sacramento, o crucificado, sepultado, resucitado o presentándose a sí mismo a mi entendimiento, diciéndome que era para mí un signo de bondad para confundir a mis enemigos y que había puesto su ley en mi boca: La ley del Señor en tus labios, añadiendo que deseaba que la llevara en la mano para contemplarla y observarla. Por ser una ley de amor debía estar en mi corazón, el cual debía amarla con una perfecta dilección y una amorosa dilatación, inclinándose a observarla con un deleite pacífico, porque la abundancia de paz es concedida al alma que ama esta ley inmaculada, que fue la nube que alumbró a los hebreos, en tanto que las tinieblas cegaban y confundían a los egipcios. La misma nube sigue guiando amorosa y fuertemente a todos: los buenos encuentran en ella sus delicias y los malos la consideran como una sentencia que los condena al suplicio. Por su mediación, los buenos se acercan al Padre y al Hijo a través del amor del Espíritu Santo, cuyos dones aprovechan. Los malos, en cambio, lo contristan mientras está en ellos, [1177] resistiéndose a sus designios y haciéndose indignos de su inhabitación a causa de los pecados que cometen contra sus continuas inspiraciones, a las que conocen pero, a causa de su malicia más que por debilidad, se niegan a seguir, o corresponder a las gracias que se les ofrecen.
Si las reciben, es en vano a causa de su frialdad, con la que ahuyentan el fuego que su bondad desearía encender en su corazón, obrando como aquellos a los que se dirigió San Esteban: ¡Duros de cerviz, incircuncisos de corazón y de oídos! ¡Vosotros siempre resistís al Espíritu Santo! (Hch_8_51).
Capítulo 166 - Incomparable pureza de la Virgen, exenta de todo pecado original y actual. No incurrió en la deuda del pecado a causa de la gracia de conveniencia con que la honró el Verbo Encarnado, 8 de septiembre de 1646.
[1177] En el principio creó Dios los cielos y la tierra. La tierra era caos y confusión y oscuridad por encima del abismo, y un viento de Dios aleteaba por encima de las aguas (Gn_1_1s).
Este principio es el Verbo, por quien y para quien la Virgen fue la primera en ser creada, siendo también el cielo y la criatura que el Verbo, que es Dios, poseyó desde el inicio de sus vía s. María fue la primera en la intención, aunque haya existido después de Eva en la ejecución; suele suceder con frecuencia que la primera intención viene a ser la última en la práctica, por ser el fin perfecto al que se dirige el objeto. Toda consumación mira a su fin según el orden divino, llegando al día que fija el cielo y no la tierra, porque el cielo ilumina la tierra.
Dios creó, por tanto, el cielo y la tierra. María es el cielo y Eva la tierra vana, vacua y errática. Vana porque fue soberbia, deseando ser semejante a Dios; vacía porque se privó de la gracia por el pecado; vagabunda porque fue expulsada del paraíso terrenal, estando sujeta a la ignorancia que lleva al error. Su desobediencia la condujo al desorden, destruyendo el orden que Dios había establecido al formarla para Adán, tomando una de sus costillas para edificar aquella obra admirable que debía ser llevada hasta el cielo empíreo sin jamás caer a tierra, si el pecado no la hubiese reducido al polvo. Fue, sin embargo, tierra descompuesta y reducida a la corrupción; a ello se refirió una de las amenazas que Dios hizo a Adán: Porque eres polvo y [1178] al polvo tornarás; serás labrador y te ganarás la vida con el sudor de tu frente. Por estar ocioso, aceptaste morder lo prohibido de manos de tu mujer, que lo recibió de la serpiente, la cual se arrastrará sobre la tierra: Sobre tu vientre caminarás, y polvo comerás todos los días de tu vida (Gn_3_14). Adán, como castigo a tu falta, la tierra te dará espinas, aunque la trabajes para obtener flores y frutos: Espinas y abrojos te producirá (Gn_3_18).
En cuanto a ti, delicada Eva, padecerás dolores agudísimos en tus partos, y te verás sujeta a tu marido, del que eras compañera; mejor dicho, señora, porque en tu creación fuiste más noble, por haber sido creada en el paraíso y de su costado, que se levantaba por encima del limo del que fue creado; barro cuyas obras fueron objeto de maldición cuando Dios maldijo la tierra. Adán, cegado por el amor de su mujer, no se fijó en las imperfecciones en que incurrió al caer en el pecado, siendo a partir de entonces madre de los que mueren, a pesar de que él la llamó madre de los vivientes, como debió serlo antes del pecado.
El bueno de Adán se embriagó con el mosto que había gustado, que yo pienso fue una uva, en la que la serpiente introdujo su veneno y engaños: Eva no hubiera sido tan descortés como para ofrecer a su marido una manzana después de haberla mordido. Como la uva viene en racimo, después de comerla, la ofreció a su marido. Dicha uva fue alimento y bebida. Por la uva se entregaron al pecado y fueron despojados de la gracia de Dios, según el propósito de la serpiente, que deseaba privarlos para siempre del amoroso afecto de Dios, que podía hacerlos felices, a fin de que fuesen eternamente infelices con ella; pero el reptil se engaño a sí mismo.
La sabiduría eterna sabía como obtener el antídoto de la misma serpiente. Por un hombre y una mujer, el pecado entró en el mundo; por un hombre y una mujer, el pecado fue expulsado de él. No vemos que Dios haya escogido la manzana ni el higo para curar, como signo o sacramento, los males espirituales, ni para comunicarse con la humanidad. Lo que sí nos consta es que escogió el pan y el vino para darse a nosotros. El pan alimenta y el vino nos alegra. Subrayo lo que dijo a Adán: Con el sudor de tu rostro comerás el pan, hasta que vuelvas al suelo, pues de él fuiste tomado (Gn_3_19).
[1179] Fue como si Dios hubiera dicho: Planté para ti un árbol en medio del paraíso, para que admirases mi sabiduría y para darte su alegría cuando lo deseara. Si hubieses sido fiel en lo poco, te hubiera constituido sobre mucho, dándote el pan sin trabajo y el vino sin esfuerzo; pero como pecaste, las espinas serán tu pan y con el sudor de tu frente lo comerás, en lugar de la dulzura del vino que deseaba yo ofrecerte después de haberlo prensado con mi amor. Es menester fijarse en el titulo que David asignó al octavo salmo: A la manera del cántico Los Lagares (Sal_8_1), en el que habla del nombre de Dios, que es admirable en la tierra. Después de ponderar su magnificencia sobre los cielos y alabar las obras de sus manos, (David) se asombra ante el cuidado que tiene del hombre, de que se digne visitarlo y de que lo haya constituido sobre todas las cosas, a pesar de tener una naturaleza inferior a los ángeles antes de la Encarnación, después de la cual lo coronó de gloria y honor, haciéndolo señor de las obras de sus manos, divinizándolo y confiriéndole el poder de producir su cuerpo.
Pero, ¿Cuál fue la obra singular de las manos de Dios? San Juan y los otros evangelistas dicen que Jesús tomó el pan y lo bendijo, diciendo: Este es mi cuerpo, que será entregado por ustedes. Y tomando la copa de vino: Este es el cáliz de mi sangre, que será derramada por ustedes y por muchos en remisión de los pecados.
¿Podré pensar en la uva? Sí, ya que te serviste de la materia que causó el mal para hacerla sacramento de curación y de vida para los elegidos: su trigo y el vino que engendra vírgenes. Jesús mandó a los apóstoles y a los sacerdotes que hicieran lo mismo en memoria suya.
Jacob, por haber tenido la visión de tan gran misterio, se refirió a él dignamente, dirigiéndose a Judá, su hijo, y diciéndole con espíritu profético: El cetro no será quitado de Judá, ni de su posteridad el caudillo, hasta que venga el que ha de ser enviado y este será la esperanza de las naciones. El ligará a la viña su pollino y a la cepa, ¡Oh hijo mío, su asna! Lavará en vino su vestido, y en la sangre de las uvas su manto. [1180] Sus ojos son más hermosos que el vino, y sus dientes más blancos que la leche (Gn_49_10).
Judá, hijo mío, no se irá el cetro de ti ni de tu linaje, ni el bastón de mando de entre tus piernas hasta que venga en persona el Mesías prometido, el cual será la esperanza de las naciones. El atará a la viña su pollino y a su cepo la indómita naturaleza humana de Adán y sus descendientes; es decir, a sí mismo, que es la verdadera vid y cuyo Padre es el viñador, porque el Padre lo engendra y lo guarda en su seno hasta enviarlo a la tierra para atarse a nosotros con un lazo indisoluble, pero de manera inefable a la carne de María, tomándola para no dejarla jamás. Con la carne y la sangre de María desea alimentarnos y curarnos, uniéndonos a él por su mediación.
Jacob, arrebatado de admiración, lanzó esta exclamación de gozo indecible, viendo a través de la luz divina la obra del Mesías, que sería su Hijo: ¡Oh hijo mío! su asna. El primer milagro que obró Jesús fue para su Madre, para la cual cambió el agua en vino. Eva fue causa de que el vino de alegría se transformara en agua de dolor al persuadir a Adán que comiera del fruto, perjudicando así a toda la humanidad. María hizo cambiar el agua en vino, alegrando a todos los convidados. ¡Oh Jesús, cuán inefables son estas palabras!: ¿Mujer, qué nos va a ti y a mí? Aún no ha llegado mi hora (Jn_2_4).
Mujer digna de soportar todos los pensamientos humanos, ¿Qué hay entre tú y yo? El secreto de mi Padre te ha sido revelado, por ser mi Madre y mi esposa. ¿Era necesario que tu hora sonara antes que la mía, que aún no ha llegado? Sí, Hijo mío, el amor no puede esperar hasta la última cena. Es menester que en este día manifiestes el gran sacramento que debes instituir, cambiando el agua en vino a favor de Eva, madre de los vivientes, y colmando de alegría a este pueblo, por ser yo el amoroso lagar que te presiona. Estás ligado a mí por ser la madre que te concibió, te dio a luz y te amamantó. Tu ley te obliga a obedecerme, en espera de obedecer a tu Padre en el día de la Cena, en el que lavarás tu túnica en el vino y tu manto en la sangre de la uva sobre la cruz. Tus ojos son bellos como el vino; sólo el mirarte, embriaga, ocasionando la pérdida de sí mismo y el [1181] vivir sólo para ti. Tus ojos engendran la virginidad y tus dientes son más blancos que la leche de la inocencia que el pobre Adán y su mujer perdieron al comer del fruto prohibido que aún no estaba maduro, legando tan contagioso mal a su posteridad, del cual sólo tú y yo estamos exentos. Por ello me atrevo a pedirte que obres este milagro, en nombre de la inocencia y a favor de estos casados que te invitaron. A través de estas bodas de la tierra, anuncia las bodas del cielo, revelando qué clase de vino darás a beber a los tuyos, ya que lo das a beber de manera tan excelente en la tierra.
Muestra un destello de la visión beatífica a través de tus ojos bellos como el vino, y su fruición en tus dientes blancos como la leche, que son un festín para fuertes y débiles; un banquete divino y humano.
La Virgen conocía bien el poder que tenía sobre las inclinaciones de su Hijo y el secreto que había entre ellos. Como el amor no puede ocultarse, se manifiesta en los ojos y en la boca de los enamorados. Jesús no pudo disimular el amor que tenía por su Madre y por la humanidad. El era la vid y su Padre y su Madre eran los lagares. Sus esposas son también sus lagares porque aman y son amadas, presionándolo de manera inefable mediante la fuerza y el peso de su amor, que les da, unidas a él, todos estos recursos.
Jacob sabía muy bien que el amor era poderoso y dulce; su Raquel fue figura de María, por la que Jesucristo se hizo servidor, no catorce años, sino treinta y tres; pero, ¿qué digo? por toda la eternidad; y si quiso estar sujeto por medio de ella a su Padre, continúa administrando del mismo modo la gloria a los elegidos: Yo os aseguro que se ceñirá, los hará ponerse a la mesa y, yendo de uno a otro, les servirá (Lc_12_37).
El bueno de Jacob se extasió de admiración al ver las maravillas de Judá y su gran belleza; el poder del vino, del Rey, de la mujer y de la verdad, es grande. María es eminentemente todo esto: María aportó el vino, María engendró al Rey, María es mujer, pero mujer fuerte y sin par.
Jesucristo, que es el camino y la vida, por ser la vía del entendimiento paterno y de la vida del Padre, cuando dijo: [1182] Yo soy el camino, la verdad y la vida, se refirió a lo que es en verdad, sin recurrir a metáfora alguna. El es la verdadera vid y los elegidos unidos a él son los pámpanos o sarmientos.
Josué y Caleb nada encontraron más admirable en la tierra prometida que el fruto de la vid. Al llevar como muestra un racimo, hicieron falta dos personas para cargarlo. ¿No era acaso necesario que el cepo que sostenía dicho racimo fuera un árbol grueso? Pero, ¿por qué es menester que la vid tenga apoyo? ¡Ay! es nuestro infortunio y nuestra dicha; yaceríamos en tierra sin fruto si el Verbo divino no nos hubiese apoyado con su propia naturaleza, misterio que figuraba que Jesús y María nos darían la uva de la gracia y de la gloria. La esposa habla con mucha frecuencia de la vid y de la uva, mostrando así la gran estima en que la tiene. Mejor dicho, el Espíritu Santo se expresa en ella, prensándola y poniéndola entre sus pechos, para alimentar en él a los elegidos, que lo encuentran más sabroso que el vino ordinario, por tratarse de un vino celestial y divino que embriaga para embellecer.
Fue así como Jacob pudo contemplar en toda su belleza los ojos de Judá y la blancura de sus dientes, que eran más bellos aún después de haber tocado a Aquel que sigue siendo leche para las almas infantiles e inocentes.
La flor de la vid es adversaria de la serpiente. Jesucristo, flor del campo paterno y admirable y bello retoño virginal de María, es contraria a la serpiente. Existe la enemistad entre la descendencia purísima de María y el veneno de la serpiente; la flor de Jesé, que se eleva hasta el trono divino, humilla a la serpiente hasta el centro de la tierra maldita que toca con el vientre, la cual es su elemento y alimento por haber engañado a la mujer que acechaba, la cual, con un desprecio y desdén representado por el talón, destroza y humilla su soberbia, simbolizada por su cabeza, a la que aplasta valerosamente: Ella te pisará la cabeza mientras acechas tú su calcañar (Gn_3_15).
La viña llora al ser podada: Jesucristo es la viña que llora tempranamente, al ser circuncidado. Lloró también al ver que Jerusalén se apartaría de él mediante el tajo de sus ingratitudes. Lloró cuando estuvo en el huerto, pero lágrimas [1183] mezcladas con sangre y agua; en ese lugar ató a la viña su parte inferior, que es su pollina. Amarró su sagrada humanidad a la viña de la justicia divina, deseoso de lavar en el vino su túnica, que es su alma, y su manto, que es su cuerpo, en la sangre de la uva. Su alma santa se santificó y su sagrado cuerpo se consagró más plenamente en el sufrimiento, doliente pero amoroso; por ello le agrada la viña. Nunca dijo que el manzano hubiera servido para nuestra redención, quiero decir como materia para aplicarle la forma de algún sacramento; el vino, en cambio, le sirve de materia. Antes de la caída de Adán, la viña era un hermoso árbol en el paraíso terrenal, y su fruto era el mejor. Dios mismo la plantó, y podría pensarse que su tronco era recto. Después del pecado, sin embargo, pudo haberse torcido para simbolizar el camino desordenado al que el pecado redujo al hombre, y para figurar la malicia de la engañosa serpiente, que se escondió debajo del árbol donde Dios la maldijo.
En ninguna parte se nos dice que el pobre Adán haya jamás gustado de la vid, ni que haya sabido cultivarla: antes de Noé, ninguno de su generación había probado el vino. Dios reservó esta planta para el buen Noé, después de la purificación del mundo. Adán no debía probarlo de nuevo sino con el nuevo Adán, en el reino eterno.
Cuando el buen Noé se embriagó de vino, no cometió pecado, a pesar de lo cual se desnudó y Cam, el maldito, cometió el mal burlándose de él. A pesar de ello, no dejo de ver aquí un gran misterio. Cuando Adán y Eva se vieron desnudos, tuvieron vergüenza de aparecer desnudos ante Dios. Fue éste un ardid de la serpiente, que les sugirió esta disculpa para evitar la curación de su falta, que les hubiera sido perdonada si, al mismo tiempo, con una humilde contrición, se hubiesen arrodillado ante Dios, su Padre bueno, pidiéndole perdón con una verdadera sencillez. Mas no lo hicieron; por el contrario, trataron de culpar a la sabiduría divina por haberlos creado desnudos, como si una vestimenta pudiese ocultar a Dios los cuerpos que hizo y que puede ver aun cuando estuvieran en el centro de la tierra, ya que está en todo por presencia, por esencia y por poder, penetrándolo todo y llevando todo en sí.
[1184] Dios permitió que un solo hombre, aunque inocente, fuera señalado para castigar en Noé la falta de Adán, que aún no tenía un hijo que se burlara de él, el cual, me atrevo a decirlo, se hubiera burlado de su Padre, que era Dios. San Lucas narra la generación de Jesucristo del pasado al presente y San Mateo del presente al pasado. San Lucas dice para no comenzar con mucha anticipación y nombrar lo que antecedió: Hijo de Enós, hijo de Set, hijo de Adán, hijo de Dios (Lc_3_38).
Como si Adán hubiese dicho a Dios: Me preguntas por qué huyo de tu rostro; es porque estoy desnudo. Ignoro lo que había en tu mente cuando me creaste de este modo; la serpiente se ha burlado ya de mí.
El ardid de la serpiente consistió en infiltrar en el espíritu de Adán un juicio contra las obras de Dios y, sobre todo, murmurar de su sabiduría, llegando a enloquecer a causa del pecado, en castigo del cual Dios permite que los dementes se desnuden sin pecar por ello, porque sus pensamientos no son como los nuestros: los suyos están más distantes de los nuestros de lo que están el cielo y la tierra. El permite que los locos se desnuden a fin de mostrar a la humanidad la insensatez del pecado, cuyo cuerpo quiso destruir al enviar a su Hijo desnudo al seno de una Virgen, desnudo al pesebre y desnudo a la cruz. Por eso San Pablo dice que él destruyó el cuerpo del pecado, a fin de que no sirvamos más al pecado. Dios reprobó la insensata sabiduría de la carne, del mundo y del demonio por medio de la vida y muerte de su Hijo. ¿Ignoráis, dice el apóstol a los Romanos, que cuantos fuimos bautizados en Cristo Jesús, fuimos bautizados en su muerte? Fuimos, pues, con él sepultados por el bautismo en la muerte, a fin de que, al igual que Cristo fue resucitado de entre los muertos por medio de la gloria del Padre, así también nosotros vivamos una vida nueva. Porque si nos hemos hecho una misma cosa con él por una muerte semejante a la suya, también lo seremos por una resurrección semejante; sabiendo que nuestro hombre viejo fue crucificado con él, a fin de que fuera destruido este cuerpo de pecado y cesáramos de ser esclavos del pecado (Rm_6_3s). El nos mandó despojarnos de esta mortalidad y [1185] caminar en una nueva vida. La carne se rodea de sus concupiscencias; Jesucristo la priva de ellas, crucificándola en él, aunque inocente, por todos los culpables. El mundo ama la vanidad; Jesucristo escogió las afrentas y desprecios, desnudándose de todo honor creado.
El diablo ofrece astucias y engaños; Jesucristo, la sinceridad y la sencillez, asegurando que los hombres no entrarán en el cielo, del que fue expulsado el demonio, si no son como niños pequeños, cuya única preocupación que permanecer en el seno de sus madres, que es su elemento y su alimento, y dejarse conducir y llevar a donde ellas desean.
Jesucristo quiso dar muerte de una sola vez al pecado, a fin de que Dios viva para siempre y que los elegidos, despojados de las cosas creadas, sean revestidos de la divinidad increada, haciendo que, por sus méritos y su fidelidad, puedan entrar en el gozo de su Señor, que viste su desnudez. Por ello el apóstol dice que el fin no consiste en despojarse, sino en estar revestido de inmortalidad. Fue éste el plan inicial de Dios al crear desnudo al hombre, a fin de que pudiera desear, estando sobre la tierra desnuda, ir al cielo a ver al descubierto la divina bondad y belleza, para ser revestido de ella, adorándola con amorosa humildad y reconociendo que por ella y su caridad posee este bien, para no hincharse de ambición, como sucedió con Lucifer, en castigo de la cual fue privado para siempre de la gracia y de la gloria, permaneciendo en una horrible desnudez y abatido en una profunda confusión en el centro de la tierra, que se avergüenza de haberlo recibido a causa de su continuo desorden: El sheol, allá abajo, se estremeció por ti saliéndote al encuentro (Is_14_9). Más adelante el profeta, lleno de asombro, le dirige estas palabras en la persona del orgulloso monarca: ¡Cómo has caído de los cielos, Lucero, hijo de la Aurora! ¡Has sido abatido a la tierra, dominador de naciones! Tú que habías dicho en tu corazón: Al cielo voy a subir, por encima de las estrellas de Dios, alzaré mi trono, y me sentaré en el Monte de la Reunión, en el extremo norte. Subiré a las alturas del nublado, me asemejaré al Altísimo. ¡Ya!; al sheol has sido precipitado, a lo más hondo del pozo (Is_14_12). [1186] El profeta Isaías tuvo mucha razón al mofarse de este soberbio, describiendo los pensamientos de su corazón, inflado de arrogancia, y mostrando la vergüenza que le ha servido de patrimonio junto con los tormentos eternos, lo mismo que a todos aquellos que han imitado su vanidad, los cuales no sólo son despojados de la gloria, sino afligidos con los golpes mortales de su indiferencia, porque la ambición de ser grande sin la sumisión a la divina grandeza es como tener un corazón laxo y desear la nada; ya que sólo a Dios corresponde conceder la verdadera grandeza a los que son humildes en su presencia. Por ello San Gabriel dijo que Juan Bautista sería grande delante de Dios y Jesucristo, ratificando la palabra del ángel, dijo: No ha surgido, entre los nacidos de mujer, uno mayor que Juan el Bautista (Mt_11_11). Como a este ángel del gran consejo se habían revelado las inclinaciones del Padre eterno, que lo había enviado, se consideró indigno de desatar la correa del calzado del Mesías, el cual, al elegirlo para que lo bautizara, lo ensalzó por encima del astro supremo del cielo empíreo, colocando a su humilde precursor a mayor altura que su adorable cabeza, a pesar de las humildes protestas de su indignidad. Jesucristo es el sol de justicia que mandó a San Juan que cumpliera en él toda justicia. Lucifer y sus secuaces cometieron y siguen cometiendo toda clase de injusticias contra Dios y contra ellos mismos. Por haberse despojado de todo bien, son sumergidos en el abismo de todos los males por toda la eternidad. El mandato del gran Dios no da lugar a término medio. Cada uno es recompensado según sus obras; por eso dice San Mateo: Estos irán al suplicio; los justos, a la vida eterna (Mt_25_46). Las vestiduras de los condenados son los suplicios eternos en el fondo de los terribles abismos. Se burlaron de Dios en el camino, y Dios se ríe y se burla de ellos en el término. Los justos vivirán en perpetua alegría, contemplando la justa venganza de Dios sobe los inicuos, que se verán obligados a confesar en alta voz: Dios es bueno en sí y justo con nosotros, admitiendo su desastroso final como el resultado de haberse desviado de la rectitud para la que Dios les había creado. Como se mofaron de su creador y Padre común [1187], son maldecidos justamente por no haber querido recibir la segunda bendición que Dios Padre envió a la tierra: su Hijo benditísimo, que se hizo anatema por sus infames culpas, a fin de que la justicia divina, satisfecha en todo rigor, no tuviera que exigir algo más. Fue desnudado y befado por los suyos, para reparar el escarnio que el pecado cometió en contra de los mandatos divinos. Después de embriagarse en la Cena con el vino de nuestro amor, del que mostró un gran signo en su último sermón y en el don adorable que hizo de sí mismo en el divino sacramento, en el que cambió el pan en su cuerpo y el vino en su sangre, se plantó como una vid admirable en medio de los corazones. Judas se burló de él y le vendió, pero su bondad paternal no lo maldijo por ello como enemigo; al contrario, lo llamó amigo desde aquella Cena. El se embriagó de tal manera, que le fue necesario subir al lecho de la cruz después de derramar toda su sangre, durmiendo en el sepulcro durante cuarenta horas, en espera de beber y dar de beber a los suyos en el reino de su Padre del vino de la gloria, en la que, despojado de toda mortalidad, está revestido de vida eterna, cubriendo con ella a sus elegidos, que para entonces estarán despojados de todo rastro de pecado y desnudos de toda materialidad, es decir, de sí mismos. La sabiduría de Dios pareció locura a los insensatos demonios y a los hombres que tropezaron con esta piedra viva; los que cayeron sobre ella, se sintieron ofendidos; y aquellos sobre los que cayó, fueron aplastados. Los demonios quisieron situarse sobre ella, al verla destinada a ser un astro admirable. Dios Padre reservó a Jesucristo, su Hijo, para ser el sol del cielo y de la tierra, a lo que ellos se opusieron, considerando que su naturaleza era mucho más noble que la humana. Por ello dijo Lucifer: Al cielo voy a subir, por encima de las estrellas de Dios, alzaré mi trono, y me sentaré en el Monte de la Reunión, en el extremo norte. Subiré a las alturas del nublado, me asemejaré al Altísimo (Is_14_13s).
Escuché el anuncio de que un hombre debía ser exaltado en el cielo, lo cual es decreto y alianza. Me opondré a ello y me elevaré por encima del Hombre-Dios, del astro divino que será también humano, por estar compuesto de alma y cuerpo, teniendo dos naturalezas: según la divina, es más digno que [1188] yo; según la humana, está muy por debajo de mí. Por ello pondré mi trono a mayor altura que él, sentándome en el monte de la reunión del lado de aquilón. Seré un frío desprecio hacia esta tierra o esta nube, que se halla tan elevada por estar unida a la divinidad; pero como existe una gran diferencia entre mi naturaleza espiritual y el natural corpóreo que él desea asumir, demostraré que debe ceder ante mí, porque yo soy más conforme al Altísimo. Obtendré el derecho de heredero de la alianza, o bien lo suprimiré.
Te equivocas, ciego de tanta luz, empequeñecido de tanta grandeza, pobre en la demasiada riqueza, loco e ignorante en el exceso de suficiencia y de conocimiento: al sheol has sido precipitado, a lo más hondo del pozo (Is_14_15). Miguel te expulsará del cielo empíreo para precipitarte hasta el centro de la tierra; la mujer vestida de sol será protegida en el seno del mismo Dios, que es un desierto. Desde la eternidad Dios ha permanecido en su propio ser, debiendo obrar la creación ad extra: hacia el exterior. Su bondad lo movió a darte el ser, lo mismo que a todas las demás criaturas, pero su amor eligió a María entre todas y sobre todas ellas, para ser Madre de su Hijo único, que sería el primogénito de María. Por esta razón ella es el primer cielo creado en las intenciones divinas, siendo poseída desde el inicio de su senda, que es el Verbo, por el que fue creada y destinada a ser su Madre. Por ello el Espíritu Santo preparó un millón de favores que deseaba desbordar en María, que es como un mar sobre cuyas aguas se cierne el Espíritu Santo, protegiéndola y reservándola para sí: Desde el principio, antes de los siglos, etc. (Si_24_14). María es el cielo admirable que el Verbo asentó y que el Espíritu de su boca adornó con tantas bellezas y bondades arrebatadoras, de las que la Trinidad se prendó y sigue prendada amorosamente. A ella corresponde ser Madre, no sólo de los vivos, sino de la vida, por ser Madre del Verbo Encarnado. María no es, como Eva, tierra vacía, por haber engendrado al que es toda plenitud; sino el cielo en el que la luz se hizo carne: Dijo Dios: Haya luz, y hubo luz (Gn_1_3).
Desde el primer instante de su concepción, Dios dijo que se hiciera en María la luz de la gracia, y surgió María llena de gracia, la cual permanecerá eternamente en la [1189] plenitud de las gracias: En todos los pueblos busqué dónde posar, y en la heredad del Señor fijé mi morada (Si_24_11).
Ella debía morar para siempre en la heredad del Señor como posesión suya, incontaminada desde la eternidad: ella fue ordenada por Aquel que lo ordena todo. Es la tierra sacerdotal exenta de los tributos que los hijos de Adán deben y han debido pagar, porque el Verbo divino es su Padre, su esposo y su Hijo que llega a la madurez.
Este sacerdote eterno escogió a su Madre entre todas y por encima de las simples criaturas, como hostia viva y agradable a Dios; es la mujer rodeada de sol, coronada de estrellas y calzada de luna. Adán y Eva fueron creados bajo la luna, que fue, cual infortunada Jericó, el lugar en que se los despojó de la gracia, se les afligió con toda clase de golpes mortales y se les abandonó al borde de la muerte, hasta que muriera el Samaritano que les daría una segunda vida a través de su primera resurrección.
María tomó posesión de su herencia en Jerusalén suya, y hundió sus raíces en Dios; las tres divinas personas eran los pueblos con los que María trataba y conversaba pasivamente, en tanto que Dios la miraba bondadoso y complacido: Judá, mi rey (Sal_107_9). María, de la tribu de Judá, fue Reina desde la eternidad en la mente eterna y reservada para ser Madre del Verbo Encarnado, a fin de que él se pudiera gloriar de nacer de una Madre impecable por la gracia y por conveniencia, así como se ufana de nacer de un Padre impecable por naturaleza.
El Verbo quiso manifestar el misterio oculto a los siglos que transcurrieron dentro de su ser, que constituye las inmensas riquezas del divino Padre. Aquella Madre, destinada para ese hijo nobilísimo, no debía degradar la genealogía de su Hijo, el cual sería caballero en línea directa, por derecho y no por favor acordado. María es súbdita por creación y Dama por su elección, que existió antes de que Adán fuera creado. Así como decimos, discurriendo con la razón, que el ser es anterior al acto, según nuestra manera de pensar y de hablar, no podemos definir en
Dios una sucesión de tiempos anteriores y posteriores. Lo único que afirmamos es que, como [1190] María debía engendrar a Jesús, tuvo que existir antes de comunicar su sustancia a Jesús, su Hijo. Pero como confesamos en Dios un poder eminente que puede hacer todo en un instante, sin necesitar, como nosotros, comenzar, proseguir y terminar. Decir Fiat, Hágase, es pronunciar una palabra perfecta. Decir: María es Madre de Jesús, y Jesús es Hijo de María, es afirmar que el Verbo se hizo carne y nació en María, porque así lo dijo Dios. Ella es la primera entre todas las criaturas: Reina de los ángeles y de los hombres, súbdita de Dios por su creación y Señora por su elección, a la que el Verbo Encarnado quiso someterse en calidad de Hijo, para que, a su vez, ella lo sometiera al divino Padre en el tiempo y en la eternidad.
¡Oh Señora ensalzada, Señora iluminada, Señora que da luz que nace rodeada de sol del centro mismo de la luz y del océano del divino amor! Tu Oriente nace con el Oriente, no por la esencia común a las tres divinas personas, que son un solo Dios en su naturaleza simplísima, sino por tu participación en el ser divino; emanas de Dios y eres ungida por encima de todas las demás criaturas, con óleo de alegría.
Eres la mirra purísima que no tuvo necesidad de una incisión y fuiste rodeada de luz como con un manto. Eres la casa de marfil; eres la amada y la enamorada del divino Rey. En Sión está su dignidad; a esta casa conviene la santidad por estar destinada a ser la habitación de Dios: Poseerá el Señor a Judá, porción suya en la Tierra Santa, y elegirá de nuevo a Jerusalén. ¡Silencio, toda carne, delante del Señor, porque él se despierta de su santa Morada! (Za_3_16s).
Que la carne guarde silencio si quiere hablar con torpeza. Es menester dejar hablar al Espíritu de Dios por boca de María, que es el santuario divino que se eleva hasta Dios, que se ha complacido en preservarla de toda corrupción, sin permitir que su santuario viera la corrupción ni que ésta lo mirara. El pecado jamás se atrevió a contemplar a María, ni Dios permitió que ella lo viera: el privilegio de amor la [1191] eximió de ello. Ella es Virgen de Dios, oculta en Dios: Alma: Santa Madre Virgen reservada para el Hijo del Altísimo, que quiso honrarla con su divina dignidad: Es un honor para quien el Rey quiere honrar (Est_6_7).
A ella se refirió David cuando dijo: Se me ha prescrito en el rollo del libro hacer tu voluntad, etc. Hay que observar que ella dice en el verso anterior: Ni sacrificio ni oblación quería s; dije entonces: Heme aquí, que vengo. Se me ha prescrito en el rollo del libro hacer tu voluntad. Dios mío, en tu ley me complazco, en el fondo de mi ser (Sal_40_7s). Como ella nada debía por el pecado, Dios nada le exigió por él, invitándola a presentarse ante él con toda su pureza. Ella responde: He aquí que me presento ante ti como la primera inscrita en tu libro, que es el Verbo, el Cordero divino, el libro de vida en el que escribiste mi nombre Antes de la creación del mundo, antes de Adán y Eva, junto con el Verbo Encarnado que es su Hijo. En tanto que encarnado, se sitúa después de mí; pero en cuanto Verbo, va delante de mí. Sin Verbo no hay libro, porque él es el libro.
El miró de frente el pecado y lo llevó sobre sí, haciéndose pecado y muriendo por el pecado sin ser pecador. Como es Dios, pudo pagar en rigor de justicia y combatir el pecado que ofendió a la divinidad, algo de lo que era yo incapaz por ser sólo una criatura; era necesario un mérito infinito, que mi Hijo dio a la carne que tomó en mí. Se acepta el que yo haya sido concebida sin pecado, debido a que no debe negarse el privilegio que las tres divinas personas me concedieron de no estar sujeta a él. Jamás estuve bajo el pecado de Adán, sino retirada y preservada en Dios como su primogénita, la primera en ser engendrada antes que todas las criaturas. Yo tuve la primacía en todo debido a que el Verbo tomaría en mí la carne, para llegar a ser una hostia viva y agradable a Dios, sin estar sujeta a caer; de otro modo Satán hubiera podido decir: Tienes una Madre que debía caer con las demás, a la que rescataste con anticipación. Debía ser esclava como los demás hijos de Adán; me arrebataste lo que me [1191] pertenecía a causa de la caída de Adán. Esto sería verdad si hubiera estado bajo Adán, pero estaba sobre él con el nuevo Adán, que fue el primero en la intención divina, aunque existía después de él en la realidad.
Jesús es impecable por naturaleza y María por gracia, gracia perfecta que no permitió que incurriera en la obligación de los hijos de Adán, ni en las declaraciones de culpas, como implicada en el atentado divino. No hubiera yo podido vivir al presenciar semejante crimen. Mi Hijo, que es Dios, pudo hacer aquello por tener una naturaleza divina que sostuvo el alma y el cuerpo en el día de la venganza. Yo pagué en él lo que no debía, aportando la materia y él, el precio y la dignidad. Si este cuerpo y esta carne hubieran debido caer, la ofrenda hecha a la divina justicia hubiera detectado al culpable, que hubiera tenido necesidad de redención y mi Hijo sería el fruto de una mujer que debía ser esclava. Pudiendo eximirme de esta obligación, ¿por qué no haberlo hecho? Yo debía aportar la materia para rescatarme. ¡Cuán indigno sería esto para la Madre del Altísimo!
Si Adán y Eva no hubiesen caído, jamás hubieran tenido necesidad de redención. Los ángeles no fueron rescatados, pero sí confirmados en gracia mediante la adoración que rindieron a mi Hijo. Que este privilegio me fue concedido con ellos, nadie puede negarlo, porque estoy tanto más elevada cuanto la dignidad de Madre eleva por encima de la de servidor. Los que nacen príncipes son más nobles que aquellos a quienes el rey nombra príncipes, ya que carecen de este titulo por haber nacido rústicos: El Señor me tuvo consigo al principio de sus obras, desde el principio, antes que criase cosa alguna. Desde la eternidad tengo yo el principado, desde antes de los siglos, primero que fuese hecha la tierra, etc. (Pr_8_22s).
El Señor me poseyó desde el inicio de sus vías, antes de crear cosa alguna, antes de dar comienzo a las criaturas. Yo soy más antigua que todo; antes de que hiciese la tierra, ya estaba destinada a ser su madre; los abismos cubiertos de tinieblas aún no existían y yo ya estaba concebida en las claridades divinas. Era yo una nube de gracia [1193] antes de que las fuentes brotaran; aún no había montes ni collados y yo ya estaba en Dios, quien disponía conmigo todas las cosas, sometiéndomelas en él junto con su Hijo, que debía nacer de mí. Yo fui su deleite cada día de la creación y trazaba un círculo sobre la redondez de la tierra. El jugaba conmigo y yo con él, por él y en él, porque yo no vivía en mi ser, careciendo por entonces de la existencia y subsistencia propia. Estaba yo en la mente de Dios sostenida por su ser, para el que nada es pasado ni futuro, porque todo está presente. El que me halla, ha hallado la vida, ha logrado el favor del Señor. Pero el que me ofende, hace daño a su alma; todos los que me odian, aman la muerte (Pr_8_15s).
Estuve exenta de la deuda del pecado porque el Señor se colocó a mi derecha mediante su presciencia y providencia divina: Pongo al Señor ante mí sin cesar; porque él está a mi diestra, no vacilo. Por eso se me alegra el corazón, mis entrañas retozan, y hasta mi carne en seguro descansa; pues no has de abandonar mi alma al sheol, ni dejarás a tu amigo ver la fosa. Me enseñarás el camino de la vida, hartura de goces, delante de tu rostro, a tu derecha, delicias para siempre (Sal_16_8s). Pero a mí, que estoy siempre contigo, de la mano derecha me has tomado, me guiarás con tu consejo, y tras la gloria me llevarás (Sal_73_23s).
Por eso mi corazón está siempre alegre, mi lengua lo alaba y mi carne descansa segura en espera de ser Madre del Verbo, que jamás buscó la mayor dignidad para que yo estuviese en el rango de los tres. Evitó espantarme con el horror del pecado, tratándome como a una delicada princesa a la que no se desea mostrarle lo que la disgusta.
El príncipe, que es más fuerte debe estar alerta para quitarlo y ahuyentarlo de su vista. Mi Hijo, que es Dios, pudo avistar el pecado para obligarlo a morder el polvo y precipitar [1194] su muerte; mas no yo, que soy una simple criatura a la que Dios ha mostrado las sendas de vida por las que debe pasar, colmándola de alegría con la visión de su rostro divino, que me ha mirado y mandado contemplarlo con delicia, sin temor al pecado, porque estoy a su derecha, y él en la mía. Por ello me tomó de la mano derecha, conduciéndome deliciosamente con su gracia, recibiéndome en la posesión de su gloria y glorificándose en mí: Tras la gloria me llevarás (Sal_72_24). Siempre me he mantenido a su diestra, donde se encuentran los goces eternos. Nunca he deseado tener sino a Dios en el cielo y en la tierra. Mi amor me ha llevado hasta él, de suerte que mi cuerpo y mi espíritu desfallecen anhelando vivir sólo para Dios y por Dios, que es el Dios de mi corazón y mi porción por toda la eternidad: Bueno es para mí estar con Dios y hallar mi refugio en el Señor y anunciar tus mandatos en las puertas de la hija de Sión (Sal_72_28).
A fin de publicar todas tus obras en la puerta de las hijas de Sión (Sal_72_28): para anunciar a los ángeles, que son las hijas de Sión, tus predicaciones públicas. Los ángeles las conocen, mas no las que haces en privado. San Pablo dice que él juzgará a los ángeles, y que evangelizará a los principados y a las dominaciones.
¿Puedo dejar de anunciar a los ángeles los secretos que aprendí de mi Hijo? Yo le di un cuerpo virginal y él me comunicó su secreto escondido a los ángeles y a los hombres. Se trata de un secreto virginal, que sólo debe revelarse a la Madre Virgen, que es una misma carne, un mismo espíritu, un mismo amor con él, que consiste en una admirable y adorable unidad de Dios con su criatura, de la Madre con el Hijo, de la esposa con el esposo, de la parte con su todo, que es para ella todas las cosas. San Pablo quiso juzgar; yo, en cambio sólo deseo abogar, porque no quiero el oficio de juez, sino el de abogada de los pecadores, intercediendo por su causa con autoridad y mostrando que jamás tengo dos seres bajo la ley del que litiga, porque mi Hijo aceptó someterse a la ley naciendo de mí, a fin de tomar en mí un cuerpo para redimir a los que estaban bajo la ley. Es verdad que yo jamás hubiera podido hacer este rescate de condigno, porque, siendo finita, no podía satisfacer al infinito si mi Dios-Hijo no lo hacía. Como las acciones son de los soportes, las suyas eran teándricas. [1195] El presenció la corrupción, es decir, sondeó la llaga, por ser médico. Yo era demasiado delicada para tolerar la vista de tan horrible herida; no hubiera podido soportarla sin desvanecerme. Al estar junto a la cruz, estuve de pie en todo momento sufriendo que el cuerpo de mi Hijo fuera desgarrado, taladrado, herido y torturado hasta la muerte para librar al género humano del mal de la culpa. Como soy Señora e hija amada en la mente divina, llevo y llevaré el nombre del señorío principal que Adán y Eva poseyeron por algún tiempo, que es la gracia. Por ser Madre y esposa del primogénito entre muchos hermanos, dicho señorío me corresponde, porque así lo desean mi Padre, mi Hijo y mi esposo. Asuero descendió de su trono para levantar a Ester, que se había desmayado por temor a la ley que él había decretado. El príncipe, acariciándola, le dijo que dicha ley no se había hecho para ella, porque ser su hermana y su esposa. Estas consideraciones, unidas al amor que sentía por ella, la hicieron su igual y no súbdita suya. Más aún: el amor la constituyó en Dama y Reina suya, aunque no en Madre suya, como María, que es madre del Verbo Encarnado, el promulgador de todas las leyes. El Padre sólo da órdenes a través de su palabra; ¿sería propio del Verbo, que todo lo sabe, todo lo prevé y todo lo puede, anotar el nombre de su madre bajo esta ley para después librarlo de ella? No, ella siempre ha experimentado su bondad, que reina en el cielo y la tierra.
El Espíritu Santo, que la llama su esposa y dos veces su toda hermosa, ¿hubiera permitido que estuviese en peligro de ser [1196] afeada, que fuera necesario prever el peligro de una esposa gravada por la culpa? No hubiera sido toda pura y sin mancha estando en esta obligación, para ser librada de ella. Sería una suerte de infamia el ser presentada a la puerta de una prisión, aunque un liberador esperara en ella para impedir que una ingresara en ella. Se la podría reprochar: De no ser por éste, habría quedado prisionera. El ha cancelado tu ficha.
Esta exención en nada disminuye el agradecimiento que debe a la santísima Trinidad y a su Hijo, que la eligió desde toda la eternidad: Dios la eligió y la predestinó, llevándola a morar a su tabernáculo (Sal_90_10). Ella fue el tabernáculo de Dios, y Dios fue el suyo: No ha de alcanzarte el mal, ni la plaga se acercará a tu tienda (Sal_90_10).
El mal se acercó al Salvador, porque él lo tomó sobre sí para pagar a la divina justicia, que mandó se le azotara con todo rigor. La respuesta que dio a Pilato nos muestra que el procurador no habría tenido poder sobre él para entregarlo y condenarlo al látigo si dicho poder no le hubiera sido dado de lo alto.
David dijo en la persona del Salvador: Pues yo estoy a punto de resbalar, y siempre tengo presente mi dolor (Sal_38_17). Dios no obligó a María a ley alguna. Cuando fue a la Purificación. El evangelista dice que se dirigió al templo según la ley de Moisés, aclarando que María no estaba sujeta a ella por haber concebido un hijo del Espíritu Santo, sin lesión ni menoscabo de su virginidad. Ella no podía ser impura como las demás mujeres de la tierra, porque de ella surgió la estrella de Jacob. La Virgen dio a luz al Salvador así como los rayos del sol dan brillo a una estrella.
Al nacer de María, fue verdaderamente hombre mortal, nacido de María, sin dejar de ser en todo momento el Hijo del Padre eterno: Es un hálito del poder de Dios, una emanación pura de la gloria del omnipotente, por lo que nada manchado llega a alcanzarla (Sb_7_26). Al salir de María como la claridad divina y omnipotente, [1197] no permitió que María fuese mancillada, porque debía ser la madre del candor sin mancha de la majestad divina. Era necesaria una majestad para engendrar la majestad. A esta imagen de la bondad y la belleza increada, quiso él contraponerle una creada que fuese la copia más perfecta jamás reproducida, deseando conservarla por siempre en su gabinete divino, para no exponerla al peligro de ser decolorada, manchada o robada. Sólo él permaneció unido a esta imagen, que jamás se apartó de sus divinos ojos: Es ella, en efecto, más bella que el sol, supera a todas las constelaciones; comparada con la luz, sale vencedora porque a la luz sucede la noche (Sb_7_29s). Es hermosa como el sol que la escogió para él antes de asentar las constelaciones; me refiero a los ángeles, que son estrellas confirmadas en gloria, para coronarla con la corona que no puede ser vista por ojos legañosos, ya que la diadema con que la santísima Trinidad ciñe su frente no puede ser percibida por el ojo creado, ni el oído del hombre es capaz de oír los elogios que el Verbo le tributa, ni el corazón puede ascender con el pensamiento para valorar el premio que le otorga el espíritu de amor. La divinidad reservó para sí y para María este conocimiento, ya que la amó y la ama con un amor singular antes de llegar la noche de Eva, a la que sucedió. Dios no hubiera puesto su obra maestra en peligro de ser robada. No, Jacob nunca tuvo tanto miedo de perder sus bestezuelas, sus hijos y la misma Lía, como el de quedarse sin su Raquel; temeroso de que ella se espantara al ver a Esaú furioso y encolerizado, quiso hacer las paces con él enviándole presentes antes de que ella llegara, asegurando su buena disposición hacia él, y pidiéndole se marchara para no apresurar a su Raquel o verse privado de su belleza durante los días que tardara en reunírsele. El amor tiene recursos admirables para no alejarse del objeto amado, porque el enamorado está más en la amada que en sí mismo, no pudiendo abarcarla enteramente en él; pero lo que es imposible a la criatura, es posible para Dios. El escogió a María como su Sión celestial, en la que reina [1198], quebrantó el poder de los enemigos; no hubo que fabricar escudos ni espadas, porque la guerra cesó para siempre. El Señor de los ejércitos sólo combatió por su Madre en el sagrado combate del amor, al que la llevaría. Si en cuanto Dios él la lleva, en cuanto hombre e Hijo suyo le da el triunfo, porque el amor condesciende: María, por ser Madre, ama a su Hijo y es como ejército en orden de batalla (Ct_6_4). Así lo confiesa en respuesta a las alabanzas que se le tributan por ser la aurora que se levanta bella como la luna, brillante como el sol y terrible como un ejército bien ordenado, después de haber sido llamada cuatro veces por las tres personas divinas y otras dos por el Hombre-Dios, a través de los ángeles y de todas las criaturas, para ser admirada. Ella responde a los que claman para mirarla: ¿Qué veréis en la Sulamita, sino ejércitos ordenados en coros? (Ct_7_1) ¿Qué pueden ver en mí sino un coro de ejército comparado a un coro de música? No hay en mí confusión alguna de pecado. Si me turbara, sería por piedad, al ver que el diablo desea entrar con sus carros en las almas rescatadas por mi Hijo, pero estoy en paz al ver que no son forzadas a darle entrada si no lo desean. Mi hijo mostró gran turbación en la Cena al verlo apoderarse de Judas. Yo sigo teniendo los corazones en orden; en mí ha erigido Dios su propio corazón, en el que se ama con amor interior e inmenso. Me escogió para amarme y comunicarme sus luces inefables, así que de mí, por encima de toda otra persona, puede decirse: Fulgurante de luz Tú, poderoso, viniste, de los montes eternos. Se turbaron los ignorantes de corazón (Sal_75_5s). Aquellos que no son iluminados con las luces de la sabiduría, se turbarán al verme resplandecer con las irradiaciones que las tres divinas personas me comunican, así como de los eternos procedimientos con que se [1199] dignan iluminarme, invitándome a subir en su luz hasta ellas. Al verme ascender, me alaban de este modo: ¡Qué lindos son tus pies en las sandalias, hija de príncipe! (Ct_7_2). ¡Ah, bellos son tus pasos! La luna te sirve de calzado, estás revestida de sol y coronada de estrellas. Sólo tú puedes andar sobre la luna, donde las demás sufrirían peligrosas caídas. Sabes mantenerte firme, hija de Príncipe, hija de Dios exenta de todo pecado y del gravamen de la culpa. Que los ignorantes se turben en su ignorancia. Aquel que dijo: Obraba escondida desde la constitución del mundo (Mt_13_35), llama roca al alma a la que se digna besar, manifestándole que está lleno de amor hacia su Madre y que está en su corazón como en su trono, porque ella es un trono para él.
Es ésta una admirable circumincesión, en la que están el uno en la otra. El se denomina Dios escondido y Salvador de María, pero, habiéndola preservado para sí antes de la caída, la llama Alma, Santa: una virgen escondida a las criaturas, que son incapaces de verla tal y como existe en la divinidad y ante Dios; todo lo que no es Dios está debajo de ella. Sólo Jesucristo, su Hijo, es capaz de conocerla en cuanto Dios y hombre; de otro modo, jamás habría sido conocida por la pura deidad. Aun cuando sólo existiera María en el mundo, Dios se hubiera encarnado para honrarla y servirla dignamente. El Padre dijo desde la eternidad: A través del Verbo divino, es necesario que la luz sea hecha porque yo soy la luz increada emanante e inmanente en ti como luz de luz, Dios de Dios y término de tu entendimiento. Yo no soy la luz creada; es necesario que María sea la meta de nuestras delicias al exterior, y la luz admirable que manifestará la luz adorable, Separemos las tinieblas de la luz. Separemos a María de las demás criaturas, de los ángeles y de los hombres, que son como noches comparados con ella, que es un bello día. Es menester llamarla día; cuando la luz fue creada, Dios vio que era buena y separó la luz de las tinieblas: Vio Dios que la luz estaba bien, y apartó Dios la luz de la oscuridad; y llamó Dios a la luz día, y a la oscuridad la llamó noche. Y atardeció y amaneció: día primero (Gn_1_4s). Cuando Dios apartó a María de las tinieblas, llamándola día, a fin de que fuese reconocida distintamente, tuvo piedad de las tinieblas. Quiso que, por compasión [1200] fuese ella un día oriente junto con la tarde poniente de Eva, que yacía en las sombras de la muerte. María trajo consigo la claridad, la vida y una hermosa mañana que alegra a los pobres afligidos, brindándoles la esperanza de la salvación eterna. E hizo Dios el firmamento; y apartó las aguas de por debajo del firmamento, de las aguas de por encima del firmamento.
Y así fue. Y llamó Dios al firmamento cielos (Gn_1_7s). Para mostrar la excelencia de María por encima de todas las criaturas, la separó como un firmamento de todas las que son mutables y cambiantes y, aunque María tuvo la misma naturaleza humana de Adán y Eva, fue sin embargo exenta del pecado y confirmada en la gracia que Dios le había reservado antes de la creación de Adán. Fue un firmamento cuyas aguas fueron reservadas en lo alto para solaz del Espíritu Santo, para su tálamo y sus delicias: El espíritu de Dios aleteaba por encima de las aguas (Gn_1_2). La tierra, empero, estaba vacía, vana y sin rumbo. Cuando las tinieblas fluctuaban en la superficie del abismo, María poseía la luz y la luz la poseía; la luz se hizo al mismo tiempo que María, porque ella poseyó la claridad en cuanto tuvo el ser. Al ser producida por la naturaleza humana, apareció como un firmamento en el que brillaban todas las virtudes que la coronaban. Antes de su nacimiento, la aguardaba ya esta corona. María nació Reina; el sol de justicia la revistió en cuanto tuvo el ser y la luna se ocultó a sus pies para recibir la firmeza y por no atreverse a ser vista con sus inconstancias en este sólido firmamento. María apareció y fue llamada cielo por el Verbo, para mostrar la distancia que hay entre ella y la tierra, manifestando que ella pertenece al primer cielo creado, que fue el primero en ser concebido en la mente divina, fundamentado por el Verbo y adornado por el Espíritu Santo. Dios Padre creó, pues, este cielo desde el comienzo, en el principio que es su Verbo, el cual es el comienzo de las vías del Padre o de su intelecto, en el que se contempla y todo lo ve. El conoce a su Verbo mediante la ciencia de visión, la ciencia de simple inteligencia y la ciencia condicional de todo lo que ha existido, existe y existirá; de todo lo que puede ser y no será, así como lo que sucedería si se hiciese esto o aquello. La libertad de la criatura no siempre la mueve a obrar como desearía Dios para [1201] concederle su gracia si ella obrara según su beneplácito. Esta ciencia no difiere en Dios de la ciencia de visión ni de la de simple inteligencia, sino en la criatura, que hace o deja de hacer, recibiendo lo que Dios le ha prometido bajo ciertas condiciones.
La Virgen fue poseída por el Verbo con una posesión perfecta. El la contempló como la más bella de todas las criaturas, favoreciéndola con la maternidad divina privativamente a toda otra. Como permaneció virgen, cumplió perfectamente todas las condiciones que Dios le exigió para tomar en ella sus delicias, para salvar a la humanidad, para acrecentar el gozo de los ángeles, para reparar las ruinas ocasionadas por los malos y para llegar a la meta señalada por la suprema grandeza que Dios preparó para ella. María cumplió la voluntad y los deseos del Espíritu Santo para su santificación. Jamás recibió la gracia en vano; el autor de la gracia no encontró ningún otro receptáculo digno de él fuera de su Madre. Ella contentó a Dios fuera de él, porque Dios es Shadday, es decir, se basta a sí mismo en el interior de su esencia simplísima. Dios es todo interior y no un compuesto; la pureza de su ser sólo es perfecta y totalmente conocida por las tres divinas personas, que están la una en la otra penetrándose divinamente y abarcándose con inmensidad. Es una sola majestad, una misma bondad, un solo poder; es un Dios más adorable que visible, más amable de lo que puede ser amado, a no ser de sí mismo, porque se ama con tanta perfección como perfecto es.
La fe nos asegura que esta verdad nos concede el descanso amabilísimo de saber que Dios se glorifica con una gloria condigna a su grandeza divina; con la gloria que tenía antes de crear los siglos y todas las criaturas. El alma, satisfecha ante el contento divino, se alegra al ver que Dios no necesita de sus criaturas; pero Dios ha comunicado su bondad a su exterior, a sus criaturas, deseoso de hacerlas felices ya desde este mundo, porque la gracia es la gloria iniciada, así como la gloria en la otra vida es la gracia consumada. Ella se alegra al saber que en Jesucristo se encuentra la plenitud de la gracia y de la gloria, es decir, de la divinidad, porque cuando era mortal, [1202] la plenitud de la divinidad moraba corporalmente en él. Ella sabe que lo que Dios concedió una vez a nuestra naturaleza, que fue asumido una vez por la divinidad, jamás lo dejará ni desaparecerá; Dios no se arrepiente de sus dones. La naturaleza divina permaneció en el alma y en el cuerpo de Jesucristo a pesar de que el compuesto haya sido separado: el Verbo Divino jamás abandonó el alma que se estaba en los limbos ni el cuerpo que yacía en el sepulcro.
El eterno decreto no impuso una necesidad al Verbo divino. Se hizo hombre porque así lo quiso. Se le propuso el gozo y escogió la cruz. Pudo haber conferido a su humanidad la gloria que podía tener sin sufrir la cruz, pero quiso satisfacer en rigor de justicia a la divinidad ofendida, redimiendo a la humanidad de manera inefable. Para satisfacer su amor, que es extremo, sufrió el dolor hasta el extremo, a fin de que lo amáramos sin límites, según la fuerza que nos diera.
Su santa Madre, que es Madre del amor hermoso, lo amó, lo ama y lo amará incomparablemente, por ser la incomparable; lo cual constituye la alegría de los elegidos, que aman parcialmente por haber recibido parcialmente la gracia. María la posee en plenitud. Como está llena de gracia, está llena de gloria junto a su Hijo, que es su cabeza; y ella, el cuello por cuyo medio nos son dadas las gracias. A nosotros corresponde recibirlas en abundancia, ya que el Hijo y la Madre tanto nos aman.
Virgen santa, Madre del Dios de amor, concédenos el puro amor, del que eres Madre después de Dios, que es su Padre. Así lo esperamos de tu bondad, que participa de la de Dios por encima de todas las criaturas. El que tiene el amor de Dios, el que tiene a Dios, tiene al todo, al todo adorabilísimo. Sé para mí todo en todo, para siempre.
Capítulo 167 - La inmaculada concepción de la Virgen Madre. La sabiduría eterna preservó para él, en su santa Madre, la simiente de la gracia original, que pudo ser conocida por los ángeles y los profetas.
[1205] ¡Oh altura y profundidad de la sabiduría, que es tu consejera! ¿Quién podrá saber tus secretos y tus vías, sino aquellos a quienes te complace revelarlos?
Salomón, refiriéndose a ti, dice: Sesenta son las reinas, ochenta las concubinas, e innumerables las doncellas. Única es mi paloma, mi perfecta. Ella, la única de su madre, la preferida de la que la engendró (Ct_6_8); que tú tenías sesenta reinas, ochenta concubinas y un número infinito de jovencitas, pero que por encima de todas tienes una paloma única e inmaculada, que es la Virgen sagrada, la única concebida sin pecado. Por medio de dichas jóvenes nos das a conocer la primera modalidad de la gracia que concediste a la naturaleza humana, que después cayó en el pecado original.
En el vientre de la Virgen Madre obras la santificación, así como en Jeremías, San Juan Bautista y algún otro. El número de sesenta representa a los que se santifican durante la noche. La cifra de ochenta concubinas simboliza la confirmación en gracia que el Espíritu Santo [1206] concedió a los apóstoles el día de Pentecostés, favor que concede también a otras personas. La mención de innumerables jovencitas se refiere a las almas que, después de su muerte y durante su vida, están en gracia suficiente para ser salvadas y morar un día en la corte del gran rey. Son llamadas jóvenes porque siguen sujetas a caer por debilidad en faltas muy grandes; no saben si se salvarán, pero Dios sí lo sabe, ya que puede levantarlas con su gracia.
Ahora bien, la paloma es la única Virgen concebida sin pecado y preservada para el lecho de Salomón con exclusión de toda otra, lo cual afirma la sabiduría en la persona de la Virgen: El Señor me tuvo consigo al principio de sus vías (Pr_8_22).
Nos dices de este modo, Virgen sapientísima en toda doctrina, que Dios sólo ha tenido una senda; y haciendo a un lado varias de las más básicas, por así llamarlas, me fijaré en dos de las que mencionas, mediante las cuales te poseyó. La primera es divina; la segunda, humana. En la primera, Dios, desde toda la eternidad, vio en su Verbo, que es la vía de su entendimiento, a todas sus criaturas, amándolas como tales por vía de su Espíritu Santo, que es el camino de la voluntad del Padre y del Hijo; y si desde toda la eternidad las amó en sí, las amó con mayor afecto según el grado en que llegarían a poseer la perfección que su bondad debía comunicarles.
La Virgen es poseída por Dios por las [1207] vías de la sabiduría y de la bondad: la primera la escogió por Madre y la segunda por esposa y el mismo Padre, como hija. Las tres personas se complacieron en esta elección, tomando posesión de la Virgen como la más singular y perfecta de todas las criaturas, ángeles u hombres, y para dar comienzo a la manifestación de este misterio. Me separaré de estas vías, que no tienen principio, por ser Dios y estar en Dios.
La Virgen nos dice que, desde su inicio, dichas vías se dirigen al exterior; me refiero a las tres divinas personas, a su sustancia y a su única esencia, en seguimiento a la acción eterna de sí mismo, que es interna. Dios quiso iniciar las vías externas, que están fuera de él. Dejo la creación de los cielos y de los ángeles, es decir, la creación de la tierra y de las demás criaturas, para detenerme en la creación del hombre para el cual las creó. Dios al mirarlas, dijo que todas eran buenas, no tanto en su ser, como en su fin, que es el ser humano, que es más excelente que ellas; porque Dios dijo una palabra y fueron creadas. Dios, misteriosamente, quiso decir más de una palabra al crear al hombre, haciendo a un lado el singular para hablar en plural y diciendo en una asamblea de tres personas: Hagamos al hombre a nuestra imagen y semejanza (Gn_1_26), como diciendo: hagamos el compendio de todas nuestras obras y posemos en él nuestra imagen, nuestra impronta, para que las criaturas al verlo puedan conocernos en él; y si ellas se unen contra él, sabrán que lo hacen contra nosotros mismos, porque una de nuestras personas irá a vengar el daño que se le haga, revistiéndose de la naturaleza humana, en cuya acción [1208] participarán las otras dos. Yo por la misión; y el Padre dice; y yo dando la sombra del Espíritu Santo. Partamos y mostremos nuestra imagen a la naturaleza angélica, a la que deseamos sea superior a causa de nuestra imagen, que ven grabada en ella, y porque un día el Verbo asumirá esta naturaleza. Pero dejaremos a todos para que su voluntad escoja libremente: o adorar nuestra imagen en nuestra divinidad humanada, o de no hacerlo. Todos los ángeles son comunes en su creación, porque ángeles fueron creados al mismo tiempo, sin comenzar con uno y seguir con el otro, como los seres humanos, a los que hice dependiendo sólo de mí en su creación, pero dejándolos en libertad para elegir sin que un ángel dependa necesariamente de otro para ir donde lo desee, en caso de no querer seguir al otro.
Ahora bien, dijo Dios, les presento a mi Hijo humanado, al que rendirán honor como a mí, y que se sentará con su humanidad a mi derecha. Si lo hacen, serán eternamente confirmados en gracia; si no, ustedes mismos se ratificarán en desgracia, porque su pecado no será de ignorancia, sino de malicia, en la que serán asentados por mi justicia. Los buenos, en su deber de santa humildad y reconocimiento, aceptarán la confirmación de gracia procedente de la mano de la misericordia, adorando al Verbo humanado; los otros, llenos de presunción al verse libres en sus opciones, preferirán caer en manos de la justicia, antes que reconocer a Dios en el hombre que consideran inferior a ellos. Enfurecidos al ver que no pueden ser independientes de Dios según la creación y su naturaleza, terminarán por no desear depender según la gracia, que les sería confirmada al reconocerlo como su soberano Señor, el Verbo humanado. Al decir ¡No!, fueron confirmados en malicia. El humildísimo san Miguel se había ofrecido como servidor de Dios; pero movido por amor a él y también a la humanidad, tomó las armas contra Lucifer: Entonces se entabló una batalla en el cielo: Miguel y sus ángeles combatieron con el Dragón. [1209] También el Dragón y sus ángeles combatieron, pero no prevalecieron y no hubo ya en el cielo lugar para ellos (Ap_12_7s). Estalló una gran guerra en el cielo, mas no sólo por la causa de Dios, por el que clamó san Miguel: ¿Quién es como Dios para no adorarlo de cualquier manera que lo desee, y porque le complace hacerse hombre? Combato, pues, por el hombre, del que no depende defender su querella. Veo que es voluntad de Dios que yo luche por él, y no sólo a esta hora, sino para siempre, como se verá, porque yo seré príncipe de la Iglesia militante para combatir en contra tuya. A esa hora Lucifer fue expulsado del cielo con todos sus cómplices, y los otros fueron constituidos ciudadanos eternos del cielo.
Dios dijo: Hagamos al ser humano a nuestra imagen. Su poder unido a la sabiduría había creado todas las cosas de la nada. Su bondad creativa la inició, aunque parece que la sabiduría se involucró más en la creación del hombre que las otras personas, ya que San Juan dice en su Evangelio refiriéndose al Verbo: Todo fue hecho por él, y sin él nada tuvo vida (Jn_1_4). En él todos los seres [1210] tienen vida; es pues muy cierto que la sabiduría hizo al hombre: Entonces Dios formó al hombre con polvo del suelo, e insufló en sus narices aliento de vida, y resultó el hombre un ser viviente (Gn_2_7). La tierra misma se petrificó para formar su cuerpo, después de lo cual Dios inspiró en su rostro el aliento de vida, soplo que procedía de él y que imprimió en Adán los admirables atributos de la justicia original en la que fue creado; y Dios, al ver a esta criatura tan perfecta, que tenía todas las propiedades de las otras, sea del cielo, sea de la tierra, quiso darle parte de las suyas, reservándolas para unirla a la divinidad.
La divina sabiduría previó la caída que causaría la instigación de la cautelosa serpiente, la cual, más tarde, para vengarse del Verbo, engañaría al ser humano, moviéndolo a desobedecer con sus argumentos con una desobediencia que empañaría la imagen de Dios en el hombre. Fue así como, no pudiendo atacar directamente a Dios en su ser, agredió su imagen grabada en el hombre que, siendo el primero, mancillaría en consecuencia a toda la naturaleza humana. La sabiduría, empero, no reveló todo lo que haría para impedir los malvados designios de los enemigos. Es ella quien nos dice: Si comienzan una construcción y no la terminan, se les llamará insensatos. El gran arquitecto construyó de tal manera el edificio de la naturaleza humana sobre la columna fundamental de la justicia original de Adán, que ideó, en su divina previsión, el medio de conservarla en pie a través de la misma naturaleza, a pesar de que Adán la perdió. Su amor [1211] nos daría pistas para ello, porque su divina sabiduría quiso siempre, en medio de la ruina de sus criaturas, conservar algunas cosas para que sirvieran de memorial a la posteridad, obrando como un jardinero que, al ver el fin de las plantas, conserva semillas para preservarlas y, de este modo, renovar la planta moribunda para transformarla en una planta viva y más bella.
El quiso que una parte de los ángeles, me parece que la mayoría, quedara en pie después de la ruina de los que apostataron. Cuando envió el diluvio a la tierra, mandó a Noé que conservara todas las especies de animales, metiéndolos en el arca para, después del diluvio, devolverlos a la tierra, donde crecerían gracias al poder que él les dio de engendrar, a fin de que sus obras no fuesen destruidas, ya que eran buenas, como él mismo pudo comprobar. Si la sabiduría recurrió a su prudencia para la conservación de las criaturas inferiores, no dejó de utilizarla más admirablemente para la preservación de la gracia original. El mismo quiso guardar esta piedra preciosa en los campos de su ser, para confirmar la aprobación que otorgaba a la justicia original, escondiendo su misterio a Lucifer para demostrarle un día que su ciencia natural no era sino ignorancia, [1212] y que un día humillaría a la naturaleza humana valiéndose de la mujer, débil y fácil de engañar, por no estar hecha a sus trampas para cuidarse de ellas, como si se tratara de una jovencita inexperta. Por ser menor de edad, Dios cuidaría de su herencia en calidad de tutor.
Habiendo creado Dios al hombre como un hijo queridísimo, su amor natural y paternal, por voluntad suya, lo movió a conceder a Adán el premio de la justicia original para deleitarse al verla en manos de su querido primogénito, lo cual fue un efecto del amor.
La sabiduría sabía muy bien que Satanás era un mono que deseaba obrar en contra de sus acciones y que, a sus expensas, había indagado la clase de culpa que perdería, mediante la desobediencia, la justicia original, pensando en un fruto de bella apariencia que le haría perder y echar por tierra, al desobedecer, el hermosísimo fruto de la gracia de su Padre.
Bestia cruel, tu envidia no pasa desapercibida a este buen Padre, que sabrá cómo castigar tu malicia, deseosa de anonadar a la más bella criatura de sus manos. ¡Ah! no la hizo para dejarte destruirla con tus ardides, que están patentes a su mirada. El te echará el velo de la ignorancia, porque ve que tu malicia y tu envidia desean exterminar la bella planta que trasplantó del campo de Damasco a su vergel del paraíso terrenal. El mismo sembrará el grano y el germen de la justicia original, que es germen de inmortalidad, preservándolo en [1213] el vientre de Sta. Ana germen del que sería concebida la Virgen sin pecado original. David dijo refiriéndose a dicha simiente: No dejarás a tu amigo ver la fosa (Sal_16_10).
Dios mío, no permitiste que pereciera ese santo germen, porque un día lo uniría hipostáticamente al Verbo, que eres tú mismo. No, Señor, tu sabiduría no quiso que Adán viera a tu Hijo, a causa de su puerilidad: lo habría revelado a la serpiente, que deseaba engañarle. Lo ocultaste a Satán a causa de su malicia, para un día confundirlo con el mismo sujeto con que él pensaba desquiciarnos: una mujer y un hombre, ambos vírgenes y corona de las vírgenes, que lo confundieron para siempre; y como la serpiente se dirigió primeramente a la mujer, creyéndola más débil, Dios quiso también fortalecerla antes que al hombre que vino a tomar su fuerza de ella. Me refiero a la humanidad de Jesucristo. Por esta razón los evangelistas nos dicen que se sometió a su Madre hasta los treinta años: Y les estaba sujeto (Lc_2_51). Porque, a causa de la divinidad, dijo a su Madre cuando le pidió cambiar el agua en vino: Mujer, ¿qué tengo que ver contigo? Mi divinidad no depende de otros, sino de mi Padre y yo. Y la respuesta que le dio cuando ella le preguntó: Hijo, ¿por qué hiciste esto? muestra su divinidad, que daba fuerza a todos estos hechos. Pero volvamos a su [1214] humanidad. El amor a la naturaleza da la fuerza, constituyéndola en la Virgen. Por eso Dios, amenazando a la serpiente, le dijo: Pondré gran enemistad entre ti y la mujer, que será inmortal; yo haré que, para humillar tu soberbia, te aplaste la cabeza con su talón: Enemistad pondré entre ti y la mujer, y entre tu linaje y su linaje: ella te pisará la cabeza (Gn_3_15), desdeñándote de manera que no podrá verte, y tú serás vencida por ella, que es sólo una criatura.
En cuanto a mí, que seré Dios y hombre, no habrá necesidad de que se me admire por mi poder o el de mi madre, que es hija de Adán, porque lo sumiré en un sueño. Pero, Dios de mi corazón, ¿qué trabajo hizo Adán para tener necesidad de reposo? Hace apenas unas horas que fue creado. Parecería más razonable que permanezca despierto y en pie, para manifestar la buena disposición que le concediste al crearlo.
Pero, querida nodriza, Madre amorosa y Padre todo bueno, ya dije antes que tu amor paternal te movió a conceder a Adán la justicia original como una joya para recrearlo; de un precio tal, que bastaría para enriquecer eternamente su raza al conservarla, o empobrecerla al perderla. Tu sabiduría, que nada ignora, al ver acercarse al engañador, que es Satán, para arrebatársela, estableció el orden diciendo: Yo haré que mi hijo duerma y le sacaré una costilla, de la que formaré a Eva, su compañera, que le parecerá ser todo lo que le prometí; y al verla dirá: Esto es hueso de mis huesos y carne de mi carne (Gn_2_23); pero le ocultaré el germen de inmortalidad que mi amor paternal le quitó mientras dormía, ya que [1215] me pertenece como Creador y bienhechor. Al asignarme su tutela y la de todos sus hijos preservaré este germen de inmortalidad para revestirme de él al hacerme hombre, siendo su primogénito, porque desde el día de su nacimiento me engendró mientras dormía, a causa de lo cual no supo bien lo que pasó. Mi real profeta diría: Te engendré de mis entrañas antes de la aurora (Sal_109_3). De otro modo, no sería Hijo del hombre, como me haría llamar en varias partes de mi santo Evangelio; y observen que me llamaré Hijo del hombre y no Hijo de los hombres. Mi apóstol San Pablo, que fue instruido en el cielo, me llamaría el nuevo Adán y heredero de su nombre y de su justicia, lo cual se debe a mi divina sabiduría, que preparará sólidamente esta maravilla para oponerse a los planes de mis enemigos, y suavemente para mis amigos. Mi Madre dijo con toda razón: El Señor me tuvo consigo al principio de sus vías (Pr_8_22), diciendo Señor y no Dios, por referirse a mí, que soy Señor de la humanidad; ya que me ha sido dado todo poder en el cielo y en la tierra (Mt_28_18), lo cual se refiere a mi humanidad, ya que soy igual a mi Padre en lo concerniente a mi divinidad.
[1216] Escucha lo que el Cantar dice de mi Madre: Yo te levanté debajo de un manzano donde fue desflorada tu madre, donde fue violada aquella que te dio a luz (Ct_8_5). Es decir, bajo el árbol del mal, donde tu madre Eva fue violada, te desperté antes de que el pecado te hallara con ella. Quise sacarte de la costilla de Adán antes de la culpa; eres la única de tu madre y llevas el nombre que tenía antes del pecado. Como yo soy el nuevo Adán, tú eres la nueva Eva; como yo soy el Hijo mayor, tú eres la primogénita. Puedes decir: El Señor me tuvo consigo al principio de sus vías y seguiré viviendo en los siglos futuros (Si_24_14), porque así como prometí a Adán y Eva trasladarlos al cielo en cuerpo y alma si perseveraban en la justicia original, si no hubiese yo sabido en mi previsión que tú sería Eva y yo Adán, no hubiera hecho esa promesa, porque mi sabiduría no habla en vano. Di cumplimiento al sentido literal y al sentido místico de mi palabra porque No pasará una sola i o una tilde de la ley (Mt_5_18). Por eso mi Madre y yo subimos al cielo en cuerpo y alma con las dignidades de rey y reina, para administrar a la humanidad y a los ángeles los dones de Dios: Cristo subió a la altura, llevando cautivos y dio dones a los hombres (Ef_4_8).
Dios preservó, de este modo, el germen de inmortalidad para revestirse de él al tomar nuestra humanidad en la Virgen, lo cual no se dio [1217] sin el misterio. ¡Oh sabiduría eterna! que en cuanto hombre moriste entre dos ladrones, dado que tomaste la humanidad en un santo robo, a pesar de que todo derecho es tuyo; pero puede ser que, si hubieses dicho a nuestros primeros padres: Mi sabiduría prevé que ustedes perderán, por el pecado, toda la belleza natural que ella les dio. Denme una de sus semillas para que yo la conserve en su integridad, para que con ella pueda purificar y redimir su naturaleza. Ustedes, en su aventura, desobedecieron el mandato que les di de no comer del fruto. Esta fue, señor, la causa por la que perpetraste aquel feliz latrocinio. Querido tutor de tus hermanos, que te agradezcamos el habernos quitado la heredad de nuestro Padre. Preservaste para nosotros este germen, haciendo de él un gran árbol para alimentar a toda la naturaleza humana. Cuán felices somos al tener un tutor como tú, que añade a nuestra herencia la suya, que es la divinidad que recibe de su Padre. Como Hijo único, tu filiación es única en todos sus aspectos, porque eres el único del Padre eterno, el único de Adán, el único de Eva, el único del Espíritu Santo, que te formó en el vientre [1218] de la Virgen, tu santa Madre. ¡Oh tú, Hijo único de la misma Virgen, que desea ser el único de nuestras almas! haz que ellas no den a luz lo que no seas tú. De este modo, engañarás a la serpiente que te quiso burlar en Adán y Eva, los cuales se avergonzaron al verse despojados de la túnica de la inocencia, no atreviéndose a presentarse ante tus ojos que son como una vara vigilante para castigarlos y expulsarlos del paraíso terrenal. Pero, Padre, bueno, para poder alojarlos un día en el celestial, fue necesario que les hicieras sentir el dolor para su bien, a pesar de que lo que esto repugna a tu bondad paternal, y a que tu misericordia detiene el paso de tu justicia hasta el mediodía: El Señor Dios se paseaba en el paraíso al tiempo de la brisa después del mediodía (Gn_3_8). A esta hora, en verano, nos detiene como cansados de caminar. íbamos despacio mientras te paseabas por el paraíso terrenal, preguntando a Adán: ¿Dónde estás? dándole tiempo para admitir el extremo al que el pecado lo había reducido, a fin de que pidiera perdón a la misericordia antes de que la justicia pronunciara la sentencia de muerte y de destierro del mismo paraíso, hasta tu resurrección, que les entregaría las cartas de su readmisión, pero esta vez al paraíso celestial. Mas, pobre Adán, no pides perdón, disculpando tu falta y echándola sobre la mujer que él te dio.
Acababas de decir: Esto es hueso de mis huesos, al verla en [1219] la inocencia, y a esta hora, en que la ves mancillada por el pecado, aduces: La mujer que me diste por compañera me dio del árbol y comí (Gn_3_8). Culpas a la que Dios te dio, como atribuyéndole tu falta, y ella se excusa con la serpiente.
Señor mío, maldice, pues, a la serpiente y la tierra por la que andará, y no a tus hijos porque tus varas no están cegadas por la pasión, como las de los padres de este mundo, que sin consideración maldicen más a sus hijos que a sus pecados. Tu vara vigilante, en cambio, ve bien dónde los golpea y de qué manera los echa fuera.
Helos ahí, fuera del paraíso. Cuando la peste infesta una ciudad, causando la muerte de todos sus habitantes, no se cierran las puertas de algunos lugares que no están infectados, a los que algunos dignatarios se retiran y en los que se conserva un gran tesoro reservado al príncipe o gobernador de la ciudad. ¡Oh amor mío! me enseñas con esto que preservaste para ti el tesoro y germen de la inmortalidad, queriendo, con esta levadura, hacer buen pan para nosotros. Algún día nos lo revelarías al decir que el reino de los cielos es semejante a un poco de levadura que la mujer añade a la harina. ¿Quién es esta mujer, sino tu divina sabiduría, que nos ocultaría la levadura de inmortalidad hasta que tomara forma en el cuerpo de la Virgen, para que después, al ser ensalzado por la gracia de Belén, pudiéramos verle y adorarle?
[1220] Es un grano de mostaza que conservas para hacer salir de él un árbol que ofrezca albergue a los pájaros del cielo: Es ciertamente más pequeña que cualquier semilla, pero cuando crece es mayor que las hortalizas, y se hace árbol, hasta el punto de que las aves del cielo vienen y anidan en sus ramas (Mt_13_32). Mandaste entonces un querubín llameante para que guardara el paraíso terrestre, a fin de que el resplandor de su espada atemorizara a los pobres desterrados, impidiéndoles la entrada a él y ocultando este misterio a Satán, que pensó haber logrado que nuestros primeros padres lo perdieran todo.
Pero, ¿reservarás este tesoro hasta el tiempo de tu Encarnación en el paraíso terrenal? Henoc y Elías, como se piensa, harían en él su morada hasta los últimos tiempos, en que volverían para predicar. Mas no, me parece que buscarás muy pronto otros lugares para trasplantarlo, haciéndolo mediante la inspiración a tus profetas y la gracia a los patriarcas. ¿Acaso no lo revelaste a Abraham cuando le dijiste: Vete de tu tierra, y de tu patria, y de la casa de tu padre, a la tierra que yo te mostraré? (Gn_12_1).
¿Verdad que en este punto le permitiste ver que sembrabas esta semilla en su generación? Por eso se humilló tanto, sintiéndose indigno de hablarte, como expresando: Deseas colocar este precioso tesoro de inmortalidad en la ceniza y polvo mortal que ocasionó el pecado. Y para probar que Abraham vio de lejos este misterio, dijiste estas palabras a los judíos: Vuestro padre Abraham se regocijó pensando en ver mi día; lo vio Isaac y se alegró (Jn_8_56). [1221] La vio de lejos al hablar de este campo aromático, dirigiéndose no sólo a su hijo Jacob, sino a ti, el heredero del reino de Jacob. Este, a su vez, pudo verlo mientras dormía sobre la piedra, en la que contempló la escala mística que llevaba de la tierra al cielo, en cuya parte alta estaba Dios y por la cual subían y bajaban los ángeles. A causa de este germen enviaste a tus ángeles en embajada a los hombres, llevándoles presentes en signo de la alianza que deseabas establecer con ellos. Tú estas en lo alto de esta escalera, para descender muy pronto y venir a nosotros después de recibir nuestras plegarias, que fueron llevadas por los ángeles.
Jacob, empero, ¿vio algo más? Un lugar terrible e inaccesible a los demonios, diciendo: ¡Qué temible es este lugar! ¡Esto no es otra cosa sino la casa de Dios y la puerta del cielo! (Gn_28_17) ¿Cuál es la casa de Dios sino el germen de inmortalidad? Habla también de la puerta del cielo, lo cual nos muestra que dicha casa no es el cielo empíreo, sino sólo la puerta. Buen Jesús, tú eres la puerta por la que entraremos: tu Madre es la primera puerta que nos conduce a ti, que eres el más cercano al palacio paterno.
Jacob dijo que lo ignoraba. Santo Patriarca, si esta maravilla hubiese procedido de la divinidad, no hubieras tenido razón al decir que la desconocías, porque está en todas partes; pero hablabas de la humanidad, como diciendo: He aquí una casa divina cuyo material es mi naturaleza; y yo no lo sabía. Esto, [1222] por voluntad de Dios, me pertenece, y yo lo ignoraba. ¿Qué debo hacer para poseerla o para ver claramente en qué consiste? No puedo percibirlo con claridad. Pero, ¡cómo, gran Dios! ¿Quieres que yo luche para ver si puedo conquistarla? Reto a duelo al que la robó por amor a mi padre Adán. El me liga con el lazo de su caridad, mediante la cual me impele a combatir. Yo, a mi vez, deseo tirar del lazo de Adán, con el que le veo atado; por esta verdad, no me preocupa perder la vida.
Esto es todo lo que tengo; por eso huí de mi hermano Esaú, que desea quitármela, a causa de la heredad de mi padre, que obtuve con su bendición; pero veo aquí una herencia más grande a conquistar, en la que poseeré la bendición de aquel que desea combatir conmigo, porque aunque me hiere en el muslo y cojeo por esta causa, no dejaré de luchar. He ahí a Jacob combatiendo con el ángel del gran consejo, revestido místicamente con e germen de inmortalidad como de un vestido hecho para él, que, como ya dije, robó por amor, obrando como los ladrones que se retiran al llegar el alba, por temor a ser descubiertos, porque no desean devolver lo que han robado. Así, fue Jesús quien dijo: Suéltame, que ha rayado el alba (Gn_32_17). Deja que me retire, llega la aurora y su claridad revelará lo que tomé de la naturaleza humana, lo cual aún no deseo aún revelar a sus hijos hasta que nazca mi Madre, que es la verdadera aurora, porque yo soy su sol. Prefiero darte mi bendición. Cómo, [1223] Dios mío, ¿deseas retirarte en las nubes? Yo moro con el Altísimo y mi trono se asienta en una columna de nubes, me respondes. O, como dijo el profeta, haré un trono de zafiro en los cielos; mas, ¿Qué es lo que veo? La Virgen es el verdadero zafiro del que nace el rubí que brillará sobre el Monte Tabor, en el que mostrará su brillante resplandor, cuya gloria hará exclamar a San Pedro: Bueno es para nosotros estar aquí. (Lc_9_33). Fue lo mismo lo contempló Moisés en la zarza ardiente, cuando dijiste: No te acerques aquí; quita las sandalias de tus pies, porque el lugar en que estás es tierra sagrada (Ex_3_5). Es necesario descalzarse del pecado original en esta tierra santa, que es la justicia original en la que la divinidad, como arbusto ardiente, conserva a los animales, que son los hombres que a causa del pecado, han perdido la razón y se dejan llevar de los quemantes apetitos que los transforman en bestias, viéndose impedidos a entrar en el lugar donde el fuego de la divinidad preserva para Jesús el germen de inmortalidad sin consumirlo.
Moisés, ¿dejarás ahí la heredad que has ganado? El amor de Dios, vencido por tu oración, te dirá, como cansado de oír tu voz: Deja ya de clamar, para conceder al fin tu petición y entregarte dicho tesoro. Sube solo a la montaña. Debes hacer para él un tabernáculo y un arca, que será el propiciatorio que guarde el germen de la [1224] inmortalidad. Esto manifestará que tu pueblo obtendrá tantas victorias, que tendrán razón al decir: Ninguna otra nación es tan grande, que tenga dioses tan cercanos a ella (Dt_4_7). La Sabiduría preservará siempre este germen, que es su tabernáculo, deseosa de guardarlo en la tienda fabricada por ti. Mas cuando nazca David, ¿podrá ver algo de él? Sí, porque tendrá una mirada penetrante, capaz de verlo en el sol, ya que nos dice: Asentó su tienda en el sol (Sal_19_4). Sabe, además, que el germen está en el arca debido a las grandes bendiciones que la casa de Obed recibió de Dios, y por tantas maravillas que obra en los Israelitas, castigando a sus enemigos. David, ¿Qué ves en esta arca, que te obliga a danzar alegremente delante de ella, sino dicho germen? Micol, tu mujer, incapaz de verlo, se burló al verte bailar de ese modo. Conocías bien la excelencia de dicha simiente, y quisiste prepararle un templo que construiría tu Hijo Salomón. Y tú, Salomón, ¿percibes algo de él? Serás tú quien posea el don de sabiduría, y quien dirá el día de la dedicación del templo que Dios descendió en una nube.
Se trata de este germen, acompañado de la divinidad. ¿Dónde reposará? En el Santo de los Santos o propiciatorio, lo cual hará él mismo, porque su madre será el Santo de los santos. Pero, ¿Quién guardará este tesoro? Los querubines, que fueron los primeros guardianes del paraíso terrenal; permaneciendo en él tal vez hasta la plenitud de los tiempos, en que el designio de la Trinidad se cumplirá: Y el Verbo se hizo carne. A manera de velo, enviará un ángel a Santa Ana para decirle que en su vientre estéril será concebida una hija sin par. Pero, ángeles, ¿le dicen cómo se hará esto? Ana no se lo pregunta de este modo, no, pero el silencio de ustedes nos da a entender que esta concepción es admirable, ya que, milagrosamente, concibió a María sin pecado original. En esto consiste el germen de inmortalidad que Dios puso en ella, originando así la Inmaculada Concepción de María.
¡Oh Virgen! Hallaste tu reposo en todo lugar, pudiendo decir con toda razón: Busqué mi descanso en todo lugar, y en la heredad del Señor fijé mi morada. Has habitado, desde la eternidad, en la heredad del Señor, porque Dios te atesoraba en sí para convertirte en Madre de su Hijo único y en esposa del Espíritu Santo, siendo tú la única hija de este Padre de amor, y heredera sin par de él mismo y de todos sus [1226] bienes. Sólo tú puedes decir: El Señor me tuvo consigo al principio de sus vía y seguiré viviendo en los siglos futuros. Cuando Dios te creó, te poseyó por encima de las demás criaturas. Por ello puedes continuar diciendo: Entonces el creador de todas las cosas dio sus órdenes, y me habló; y el que a mí me dio el ser, estableció mi tabernáculo, y me dijo: Habita en Jacob, y sea Israel tu herencia, y arráigate en medio de mis escogidos (Si_24_11s).
Te dijo: Descansa en mi tabernáculo. Habita en Jacob y asienta en Israel tu heredad. Mora, arca mía santísima, con este pueblo mientras permanezca sea fiel a mí, y con mis elegidos, que son redimidos por mi Hijo, que es la verdadera sabiduría. Hunde tus raíces en los que forman la Iglesia, su esposa, la cual celebrará tu Inmaculada Concepción proclamando en alta voz por inspiración del Espíritu Santo: ¡Eres tú la toda hermosa, por no tener pecado original; eres toda bella, por estar preservada del pecado actual; en ti nada hay manchado! Eres toda hermosa, amiga mía, y mancha no hay en ti.
Capítulo 168 - Dios da generosamente la gracia suficiente para la salvación en virtud de los méritos del Salvador, que murió por la humanidad. Algunos se condenan a causa de su resistencia a la gracia por hacer mal uso de su libertad. En cualquier estado en que sean llamados, pueden obtener la salvación, 23 de noviembre de 1649.
[1229] Esta mañana, día de San Clemente, papa, me desperté después de las dos, pareciéndome difícil levantarme, como es mi costumbre, debido a que tenía un dolor de costado y una extraordinaria pesadez de cabeza.
La compasión que tiene el alma del cuerpo al que informa, la mueve con frecuencia a ser muy indulgente con él y, como dice el apóstol, nadie odia su propia carne. Dicha inclinación natural encontró la razón favorable para concederle un alivio, permitiéndole un poco de reposo para fortalecerla, a fin de que pudiera soportar los dolores que padece todo el día. Me dejé [1230] ganar por sus persuasiones, tratando de conciliar el sueño, pero el guardián de Israel, que nunca duerme, me comunicó que deseaba instruirme y que la debilidad, aunada a mi dolor de costado y a los desagradables humores que abrumaban mi cabeza, no estaba por encima de sus potencias, invitándome a entrar en ellas, aunque débil e ignorante, por lo que dije con David: Como soy pobre en letras, me apoyaré en la sabiduría del Señor (Sal_70_15s).
Hija mía, aunque no hayas aprendido las letras, no dejes de escribir lo que escuchas de mí, que fortalece tu debilidad e ilustra tu ignorancia por medio de una clemente dispensación.
Hoy elevo tu espíritu y te muestro a mi fiel servidor Clemente, papa, al que mi Iglesia festeja en la solemnidad de este día, y a quien el Cordero mostró la fuente. Hija mía. fue él quien envió a su Maestro, san Dionisio, el apóstol de Francia, a París, para llevar a ese lugar la luz de la fe, que había arraigado en él, pero en el que había disputas referentes a la gracia.
El santo dijo maravillas de los misterios divinos, y para [1231] conocer tú misma su profunda humildad, considera cómo se sometió al juicio del que fue su discípulo, así como Timoteo lo fue de Pablo.
Cuando Dionisio, divinizado, habló de la Trinidad, de nuestras personas y de la unidad de nuestra simplísima esencia, mostrando con una claridad divina la fuente de luz y haciendo gustar la fuente de la bondad, confesó que él alaba más convenientemente por negación la Trinidad y la unidad, y que adora en la clara penumbra lo que no puede conocer y mirar fijamente en el luminoso esplendor de la divina claridad.
Su inteligente entendimiento lo elevó hasta Dios, y su profunda humildad lo anonadó por debajo de todo lo creado, al adorar humildemente lo increado, lo cual debe servir de lección a los doctores del siglo, que discuten sobre la gracia con más curiosidad y apego a su propio sentir, que entusiasmo por mi gloria. [1232] Muchos abundan en sus puntos de vista, estando muy lejos de humillarse ante el de nuestro espíritu. Esto, hija mía, es lo que me aleja de ellos y de muchos sabios, en tanto que mi clemencia me mueve a acercarme a los humildes y pequeños, que se confiesan ignorantes, al grado en que acudo a despertar a una pequeñuela a la hora en que me pide compasión de sus enfermedades, viéndose incapaz de la acción intelectual y sintiéndose impedida a causa de los humores e indisposiciones de sus órganos corporales: Levántate pronto, hija mía, asistida de mi gracia, que está muy por encima de la naturaleza, y escribe más movida por la misma gracia.
Señor, permíteme comenzar con las palabras del apóstol San Pablo, exclamando: ¡Oh abismo de la riqueza, de la sabiduría y de la ciencia de Dios! ¡Cuán insondables son sus designios e inescrutables sus caminos! (Rm_11_33). Señor, es tu voluntad que les hable como tu oráculo; obedezco: En virtud de la gracia que me fue dada, os digo a todos y a cada uno de vosotros: No os estiméis en más de lo que conviene; tened más bien una sobria estima según la medida de la fe que otorgó Dios a cada cual (Rm_12_3). La medida que tu bondad [1233] divina se complace en darme. Obraré según tus luces y asistida por ellas. Hija, hay tres distinciones de tiempo, por no decir tres leyes: la de la naturaleza, desde que Adán cayó en el pecado, al que verás sufrir sus propias flaquezas, en lo que mi justicia se satisfizo, teniendo paciencia hasta el diluvio y reservando para mí a Noé, que era figura de la gracia, el cual la encontró antes de mi venida, en previsión de los méritos del Salvador.
Comencé mandando a Abraham la circuncisión, que fue una señal mediante la cual deseaba yo poner orden al desorden de la naturaleza. Después de haber conducido a los hijos de Abraham, de Isaac, y de Jacob a través de los desiertos, bajo la guía de Moisés, no suprimí dicha ley, añadiéndole abundantes mandatos y preceptos rigurosos, y dando la ley escrita en dos tablas de piedra por ministerio de los ángeles, que trataban con los hombres como lo creían conveniente, instruyendo a Moisés en todo lo que debían observar. Para entonces [1234] ya había dado a los ángeles la misión de gobernar en calidad de preceptores a los hombres que me eran fieles, y con algo más de rigor a los demás, afligiéndolos en ocasiones para concederles el espíritu. Ellos se hicieron temer cuando hablaron, produciendo truenos, relámpagos y rayos, ya que conocían bien a ese pueblo, rebelde y de dura cerviz, lo cual también sabía Moisés, el cual me representaba los males que sufriría si el divino poder no lo preservaba de su malicia, o si mi soberana bondad no les concedía lo que deseaban tener para vivir a su gusto en los desiertos por los que los conduje después de sacarlos de Egipto, para que se arrepintieran de sus imperfecciones, mediante las cuales se apegaban a los ajos y cebollas, que simbolizan la corrupción de la naturaleza desordenada. Mi justicia les dio codornices, las cuales devoraron tanta avidez, que asfixiaron su vida natural y se orillaron a la tumba, a la que se dio el nombre de sepulcro de concupiscencia.
Aquellos a los que guió Josué a la tierra prometida, fueron obligados a la observancia de la ley como en tiempos de Moisés, ley que retuvo el nombre de Ley [1235] Mosaica hasta la promulgación de la ley de la gracia. Por ello el secretario del divino amor, Juan Evangelista, el águila que hizo inteligible el Evangelio de Dios, dice en su primer capítulo que el Verbo se hizo carne, y que vino a habitar con los hombres, los cuales vieron su gloria, como del hijo único y natural, igual al divino Padre, lleno de gracia y de verdad.
Quiso decirnos así que la ley natural y la ley escrita fueron sólo rigores y sombras de dulzura, ya que el Verbo Encarnado traería la verdad y la gracia de la que está colmado, por ser él mismo la gracia de Dios y la gracia sustancial. El Padre dio a su Hijo la gracia sin medida, teniendo una plenitud de gracia y de gloria de la que todos reciben: De cuya plenitud todos hemos recibido, y gracia por gracia, que nos han llegado por Jesucristo (Jn_1_16s).
La ley fue dada por comisión y a través de Moisés, pero la gracia fue creada y la verdad aportada por Jesucristo, que es autor de la gracia y la Palabra de la eterna verdad: él es la verdad esencial y la gracia sustancial; la verdad de Dios y la gracia de Dios, el cual fue a la muerte por todos: Por la gracia de Dios, gustó la muerte para bien de todos (Hb_2_9), dando amorosa y voluntariamente su vida, que era de un mérito infinito, para salvar a toda la humanidad. El nos dio a conocer claramente que desea nuestra salvación, deseoso de salvarnos a todos, obrando una copiosa redención y dando gracia por gracia.
Muchos se detienen a discutir la predestinación y la reprobación; a saber, si Dios predestina [1236] previniendo los méritos, o después de ellos. Unos dicen que la gracia suficiente no lo es, en tanto que otros afirman que la gracia eficaz impulsa poderosamente al espíritu a consentir, sin que la libertad pueda resistir. Esto es suprimir el franco arbitrio, y decir que Dios salva por demasía de amor a éste, condenando a aquél con denso aborrecimiento. Unos dicen: Es seguro que yo soy del número de los predestinados o de los reprobados. Si estoy predestinado, me salvaré; si estoy reprobado, me condenaré.
Si sólo tengo la gracia suficiente, no me puedo salvar; si poseo la eficaz, no puedo condenarme, ya que ésta me es concedida por Dios por exceso de bondad. Aquella me es dada por compasión, porque soy indigente e impotente para hacer alguna buena acción sin la gracia, pero ésta es una gracia que no sobrepasa mis debilidades, las cuales me abaten de suerte que, más que caminar, me arrastro; más que vivir, boqueo. El menor ataque de la tentación me abate. Hago el mal que aborrezco, y no el bien que amo. La fidelidad a la gracia en este estado significa, para éste, estar en el camino de la salvación.
Querido amor, me ordenas escribir que tu secreto está en ti, que la predestinación es ante todo un acto de benévola misericordia que concede tu bondad, porque es buena en sí y tu justicia, al ver las resistencias de alguna otra, dice: la abandonaré, no teniendo cuenta de aquella que se niega a reconocerme y adorarme en espíritu y en verdad.
Capítulo 169 - La dimensión del seno de María es inexplicable por haber encerrado a aquél que los cielos no pueden contener.
[1237] Mi amor me instruyó explicándome el gran signo que vio San Juan en su Apocalipsis: una mujer coronada de estrellas, revestida de sol y teniendo bajo sus pies a la que todos suelen considerar inconstante. Su corona son los profetas, los santos y todo el firmamento; la luna con sus fases, mas no las estrellas del firmamento, que conservan siempre la misma plenitud de luz. ¿De dónde viene que la luna simbolice la inconstancia? Sus cambios apuntan a la mutabilidad del estado de esta vida, en tanto que las estrellas figuran la de la gloria, que no está sujeta a las vicisitudes.
La Virgen manda su influencia a todas partes; es decir, sobre seres humanos inconstantes en medio de los cambios. Ella siempre da con largueza en todo lugar, tanto en su vida mortal como ahora en la gloria, sobre los hombres y los ángeles, que conocieron muchos secretos por medio de la Virgen. Si San Pablo dijo que él juzgaría a los ángeles y los enseñaría. ¿Quién podrá dudar que este privilegio haya sido concedido con mayor titulo a la Virgen? El sol simboliza la divinidad. La luna es un planeta húmedo, que representa para nosotros el Espíritu Santo, que refrescó, a través de la humedad de su sombra sagrada, el ardor que consumió a la Virgen en el momento de la Encarnación; luna que podemos tomar por el Espíritu Santo, aunque él toma posesión en la unidad.
Capítulo 170 - Un alma poseída por Dios no puede tener sentimiento o resentimiento alguno hacia otra cosa que no sea complacerlo, abril de 1653.
[1239] En esta semana de Pascua, mi divino Esposo abrasó mi corazón con su amor, ardiendo con tanto amor en mi pecho, que me vi obligada a recurrir a remedios refrescantes para moderar las llamas que me consumían poco a poco, provocándome desmayos que la debilidad de mi cuerpo casi no podía soportar.
Me encontraba en tal estado de indiferencia, que todo lo que no era Dios no me inspiraba sentimiento alguno: el honor, el desprecio, las alabanzas, las calumnias, las injurias y las aflicciones; todo me era igual y no llegaba a alterarme. Aun los furores concebidos en mi contra en las materias más sensibles, y otras muchas consideraciones que debían interesarme, por proceder de una persona de dignidad eclesiástica que me [1240] ofendía extrañamente, influida por otra persona que era religiosa. Tanto el uno como la otra intentaban gobernar mi alma, lo cual no era voluntad de Dios, porque yo no podía dejar a aquel que se ocupaba de ella con tanto fervor.
Estaba alegre en medio de los desprecios que se les ocurrían. Supe que mi director, por el que él, tenía un gran afecto, habiendo venido a Lyon no había podido visitarme a causa del entorpecimiento de su parálisis. Me dirigí entonces a mi divino esposo, diciéndole que no tenía yo ningún otro afecto sino él, y que si era su voluntad que no pudiese ver a este padre; que no sentiría pena alguna por ello, diciéndole con David que me permitiera hacer todo lo que fuese agradable a sus ojos.
Aquello en lo que tus ojos se complazcan. Solo miraré los movimientos de sus ojos para hacer y seguir su voluntad, ya que ellos son los resortes mediante los cuales deseo entrar y salir según sus divinas inclinaciones.
Mi divino amor me manifestó que le había agradado este acto y el estado en que se encontraba mi alma gracias a su misericordia, [1242] pero que no me privaría del consuelo de esta visita; que el padre vendría, porque él así lo deseaba para consolarlo, ya que su fidelidad al dirigirme lo había complacido, añadiendo que San Pedro le tenía cariño al ver que apacentaba sus ovejas.
Capítulo 171 - El amor ardiente de san Martín, la alabanza y la gloria que el divino amor le concedió, y mediante la intercesión de dicho santo, a su indigna enamorada. Tres testamentos, 11 de noviembre de 1653.
[1243] Como te complace, divino amor mío, que continúe por obediencia la narración de tus gracias y de tus bondades hacia mí en todo tiempo y lugar, quiero obedecer y decir que, habiendo estado durante varios días en una tristeza inexplicable, ésta se acrecentó la víspera de (la fiesta) de San Martín, de suerte que me parecía estar en un abismo de miseria, por no decir de desesperación. Sentía pena al acercarme a los dos sacramentos que podían aliviarme, y si el temor a disgustarte, divino Salvador mío, que los diste a la Iglesia en un exceso de caridad para lavar y alimentar a los tuyos, no me hubiese apremiado, tal vez me hubiera retirado de ellos de inmediato. Digo tal vez, porque casi durante cuarenta y tres años he comulgado todos los días, no siéndome posible, sin hacerme una extrema violencia, retirarme de la [1244] santa mesa que tu caridad preparó y adornó para fortalecerme y defenderme de aquellos que desean afligirme. Al verme en un dolor extremo y afligida por mil imperfecciones, te dignaste, en tu divina piedad, derramar la unción de tu benignidad, dulcificando mis males y lavando mis heridas con el agua de mis propias lágrimas, a las que añadiste el vino de tu amor, mezclando con ellas el óleo de tu misericordia. Convertiste mi alma hacia ti, mi dulcísima esperanza, infundiéndole una dulce esperanza, alegrando mi corazón y abriéndolo con destreza para entrar en él por ti mismo, echando fuera todas las contrariedades. Ante estos prodigios de gracia y de bondad se encontró presente el Señor Abad de Cérisy, al que describí mis dolores y mis penas de la mañana, las cuales habían pasado de mí a ti para dar inicio a mi alegría, por ser tú su origen, que a eso de las seis de la tarde se manifestaba como un oriente de delicias.
Así como la aurora obligó a retirarse al ángel que luchaba con Jacob, porque no deseaba ser descubierto, la noche obligó a retirarse al Señor Abad de Cérisy, al que tú mismo llamaste el ángel que ayudó a preparar tus caminos para el establecimiento de tu Orden en París en 1643, y para [1245] venir tú mismo al corazón que te pertenece con exclusividad a cualquier otro. Me dijiste que él era el amigo del esposo, que se alegraba al saberte conmigo, tu esposa, aunque indignísima, para colmarme de tus divinas dulzuras, apoyándome tú mismo en elevaciones sublimes de tu poderosa diestra, que manifestaba su fuerza en mi debilidad.
Al verme desfallecer, me dijiste: Mi carne y mi corazón se consumen; ¡Roca de mi corazón, mi porción, Dios por siempre! (Sal_73_26). Reconocí, mediante la felicidad de tu presencia, cuánto se sufre en tu ausencia: Sí, los que se alejan de ti perecerán. Tú aniquilas a todos los que fornican lejos de ti (Sal_73_27).
No puedo expresar cuánto bien y provecho experimentó mi alma. Elevándome a tu bondad, que es en sí comunicativa, puse en ti toda mi esperanza, sabiendo que no sería en vano. Merecía la tribulación por mi desconfianza en el pasado, y tu amor me dio la gloria. Tomando mi mano derecha, me condujo hasta el torrente de tus dulzuras, no sólo según tu santa voluntad, sino mediante la inclinación de tu abundancia sagrada, en la que me embriagaste con el néctar delicioso de tus amabilísimas dulzuras.
[1246] ¡Cuán bueno es el Dios del amor con los que le aman con intención pura, deseando complacerlo sólo por amor a él! Experimenté las palabras del apóstol: Por lo demás, sabemos que en todas las cosas interviene Dios para bien de los que le aman; de aquellos que han sido llamados según su designio (Rm_8_28).
Padre de las luces, me permitiste conocer divinamente que San Martín, cuyas vísperas ya había cantado la Iglesia, era uno de tus santos predilectos, al que previniste con tus bendiciones, predestinaste en tu amor y transformaste conforme a la imagen de tu bondad, que es tu Hijo amadísimo, figura de tu sustancia y esplendor de tu gloria, en la que fue transfigurado.
Al admirar a este Pontífice revestido de luz, adornado de divina belleza, mi alma se elevó fuerte y suavemente, exclamando en diversas ocasiones: ¡Oh feliz Pontífice que amó a Cristo entrañablemente, sin jamás temer al rey ni a los príncipes del imperio!
Escuché lo siguiente mientras contemplaba a este santo, que ardía con un fuego más que seráfico: Francisco es figura de la sagrada humanidad del esposo divino y Martín de la divinidad, la del Verbo hecho carne. Ambos, despojadas en la tierra a causa del [1247] divino amor, entraron ricos en el cielo, alabados por los coros angélicos y glorificados por el soberano Dios, que es admirable en sus santos, los cuales se congregan, por mandato divino, al lado de su Majestad, que manda esto a causa de su testamento eterno, porque su reino no tiene fin.
En esta admirable narración, fui instruida acerca de tres testamentos que la divina bondad se dignó hacer a favor de los hombres, en consideración a sus elegidos.
La primera se refiere al testamento de los bienes de naturaleza y de fortuna se mantuvo, de hecho, en medio de sombras, figuras y profecías, lo cual es fácil de observar en la mayor parte de los patriarcas y de los justos de la ley, sin detenerme a especificar. Por referirse este primer testamento a bienes naturales y perecederos de fortuna, podría parecer un testamento de muerte.
El segundo testamento tuvo lugar en la Última Cena, con los primeros padres de la Iglesia militante, que son los apóstoles, a través de los cuales fue comunicado a sus sucesores y a todos los cristianos y fieles católicos. Este segundo testamento, que es una alianza de gracia, fue hecho a la muerte del Salvador, que debía morir para vivificarnos. Gracias a su muerte los cristianos recibieron la vida; por ello nos dice San Pablo que su vida debe estar escondida con Jesucristo en Dios, y que deben morir con Jesucristo para resucitar con él. Primeramente en él, que es su cabeza y que está en Dios; es la primera Resurrección, pero como aún no ha llegado lo definitivo, los cristianos todavía no resucitan en sus propios cuerpos físicos y naturales, los cuales, en el último día, se levantarán de la tierra en la que fueron sembrados por ser meros despojos y cuerpos terrestres. Se levantarán más tarde pero [1248] celestiales y espirituales, para ser impasibles, inmortales y espirituales por toda la eternidad, teniendo atributos gloriosos que el rey de la gloria y Señor omnipotente adquirió para ellos, llamándolos reyes y pueblo que redimió.
Después de sacarlos de las tinieblas y sombras, los ilumina con su propia luz en la Iglesia: primeramente con la de la fe, que recibieron en el bautismo, que es sacramento de luz. Después los fortalece con el sacramento de la fe ¿del amor?: la adorable Eucaristía, en la que les ofrece su gracia en plenitud. En este segundo testamento, que es de muerte y de vida, se encuentra el germen de la gloria eterna, llamada tercer testamento.
Por ser un testamento de paz, de vida y de vida eterna, sus herederos son admitidos a la heredad eterna del soberano bien, que es indeficiente. En él son hechos participes de la gloria de Aquel que los eligió antes de la creación del mundo para que poseyeran la luz eterna y fueran uno con su Padre y él, que es el Hijo amadísimo, y por mediación del Espíritu Santo en la unidad de su amor, su eterno beso y su círculo inmenso que termina divina e inmensamente las divinas emanaciones y que, mediante un ardor inefable a todo espíritu creado, abrasa a todos los santos para consumarlos en uno, según la divina y amorosa inclinación del Salvador, [1249] entregándose con sus propias manos después de que su Padre le hubo entregado todo, porque amaba a los suyos con un amor infinito, con un amor que llega hasta el éxtasis. Al hablar de todo esto, me parecía salir de mí para penetrar en sus llamas, que me abrasaban interior y exteriormente. En cuanto a San Martín, las llamas del amor aparecían exteriormente, cual globo de fuego, cuando él celebraba la santa misa, en la que el fuego esencial es ofrecido al divino Padre, ya que con este cuerpo y esta sangre, el alma y la divinidad del Verbo no se aparta del Padre y del Espíritu Santo, quienes lo acompañan por concomitancia.
Al considerar al glorioso pontífice revestido de claridad y fuego divino, me vi toda iluminada y participando de su gloria, alegrándome con todos los ángeles ante su dicha. Te plugo, divino esposo mío, hablar a tus ángeles con palabras dignas de tu amor bienhechor, que, por exceso de cortesía divina, se complace en coronar sus misericordias, confesando haber recibido dones de aquellos a los que todo lo dio en otra ocasión. Les conté una vez que Martín, cuando sólo era catecúmeno, me cubrió con la mitad de su manto; ahora les digo que esta querida hija me ha revestido en todas las hijas a las que ha ayudado a ser religiosas, privándose ella misma de la dignidad del hábito [1250] por mi amor y para gloria mía. Me glorifico en lo que ella me da en sus hijas congregadas, vistiéndolas y alimentándolas. Me complazco en los hábitos de mi orden, que me representan los que una vez llevé. Me complazco en los monasterios que ella me levanta y funda. Me complazco en recibir de sus manos y de su corazón los dones que me ofrece y me da en calidad de dones concedidos a ella por mi sabia providencia. Si tanto estimé la mitad de una capa recibida de un catecúmeno; ¿en qué estima no tendré todo lo que mi esposa me regala?
Querido amor, ¿Quién no se confundiría y gloriaría ante estos testimonios amorosos de un Dios por su criatura, que sólo es lo que tu amorosa bondad le permite ser? De tus ojos benignísimos y de tu rostro adorable procede mi juicio.
Hija, no temas los poderes creados. Yo soy la fuerza y tu mayor recompensa; has vivido ya muchos años favorecida con la intercesión de este Pontífice, al que amas y que a su vez te ama fuerte y tiernamente. Los ángeles, tus hermanos, cuidan de ti. Los santos son también tus hermanos, que desean para ti la madurez sagrada. Hijita, tienes un gran Dios que te protege: El que mora a la sombra del Altísimo, habitará bajo la protección del Dios de los cielos (Sal_91_1). [1251] Hija, estás bajo mi protección. Si los grandes de la tierra parecen desampararte o abandonarte, el Dios del cielo se complace en demostrarte que te ama. Dices que tu padre y tu madre, que te criaron con tanto cariño, te han desamparado; pero yo te levanto y te llevo en mi regazo. Dime, pues, junto con David, que yo soy tu refugio y espera en mí, porque yo soy tu Dios, que te libra de la malicia y engaños de tus enemigos. Mi santa humanidad, simbolizada por mis hombros, te da su sombra. Levanta el vuelo en mi corazón divino con un amor ardentísimo, con la esperanza de que mi gracia te engendrará a la gloria. Hija, mi verdad es mi escudo. No temas los espíritus insensatos y nocturnos; sus saetas envenenadas no te dañarán.
Sus tenebrosas tácticas desaparecerán ante la claridad que mi amor envía a tu alma. Si ellos tratan de producir luces fatuas, no te alarmes pensando que el espíritu que se transfigura en ángel de luz causará tu pérdida en el mediodía de la falsa presunción. Yo los venceré en todo: en los densos vapores de la tristeza y en las vanas alegrías de su júbilo aparente. Cuando con aspavientos de pena, piensen haberte hecho caer en la desesperación, o que a través de las tentaciones de propia suficiencia se apoyen en tu espíritu y en la ciencia que te concedo con preferencia a los demás, estaré a tu lado y en ti, prohibiéndoles acercarse a mi santuario.
Los abatiré a tus pies, sea en el tiempo de la aflicción, sea en el de la prosperidad, porque daré a conocer claramente que todo lo has recibido de mí y nada de ti. El látigo del rigor no se acercará a ti, que eres mi tabernáculo. Mis ángeles tienen la misión de cuidarte en todas partes; yo, que soy el ángel del gran consejo, nunca te abandonaré. En esta noche te hago caminar sobre el áspid y el basilisco, que con sus miradas, desearían ofenderte. Pisa con un coraje viril al león y al dragón, que parecían querer devorarte esta mañana. La esperanza que tuviste en mi te libró de ellos. Su rabia es vana y yo te he liberado. Canta, pues, el cántico de alabanza a tu liberador y redentor.