DIARIO ESPIRITUAL I Capítulo 1 al 100

Capítulo 1 - Pequeño reglamento de las horas del día en mis primeros año.

    [1] En nombre de la santísima Trinidad y para su mayor gloria, deseo emplear el tiempo que su bondad me concede. Ruego a la gloriosa Virgen María y a todos los santos que me obtengan luz del Espíritu Santo para escribir y poner en práctica la distribución de este tiempo tan precioso de acuerdo al juicio de mi confesor, en cuyas manos lo pondré‚ para que lo corrija y apruebe.

    Desde la Pascua hasta Todos los santos me levantaré a las cinco; fuera de este tiempo, a las seis. El primer pensamiento ser de amorosa gratitud hacia aquel que me conservó durante la noche. Le presentaré el día que llega, en el que debo creer nuevamente en su santo amor. Al saltar de la cama, adoraré a este todo, consagrándole mi exterior y mi interior para su mayor gloria; tomaré mi relicario de rodillas e invocaré a los santos diciendo: santos de Dios, etc.

    A las cinco y media dedicaré una hora a mi oración: de las seis y media hasta las siete y media. A continuación iré a misa hasta las nueve más o menos, según el tiempo de que disponga y de lo que el Espíritu Santo obre en mi comunión según sus divinas operaciones (Mandato del [2] confesor) Asistirá a dos misas: en la primera comulgar y en la segunda dar gracias a Nuestro Señor.

    Ya de regreso, si no se me presenta algún quehacer doméstico, una vez que haya tomado lo que se me ha prescrito para mi salud en mi necesidad, leeré un libro espiritual en mi habitación, o bien escribiré o solamente me recogeré al hacer algún trabajo manual hasta la comida, cuya hora no necesito fijar. Anoto las once horas para los días en que no es necesario ayunar.

    En días laborables trabajaré desde esta hora hasta las dos, o hablaré con las personas que me visiten. También visitaré a las que crea conveniente, sobre todo a los presos y necesitados después de haber invocado la asistencia del Espíritu Santo, o iré a caminar, como tanto se me ha recomendado, para bien de mi salud (el confesor) ... Y que yo le aconsejo más que cualquier otro, tierna y afectuosamente en Jesús.

    A las dos debo retirarme y hacer mi examen. Recitaré vísperas a continuación, lo cual llevará media hora. En la media hora siguiente, podré bajar y, si es necesario, me quedaré‚ hasta las tres y cuarto. A partir de este tiempo hasta las cuatro, añadiendo el cuarto debo guardar silencio y lo [3] interrumpiré sólo por causa justa. En este intervalo podría escribir, trabajar, leer o descansar si me duele la cabeza como es frecuente a esta hora. El remedio que me aplico es colocar la cabeza entre las manos durante algunos minutos. Con el favor divino, esto me capacita para orar y hacer mi oración, la cual debo comenzar a las cuatro y media y terminar a las cinco y media o seis, según las mociones del Espíritu Santo.

    De seis a siete es hora de cenar; no porque dure una hora, sino debido a que ignoro exactamente el tiempo que la familia desear estar a la mesa. Desde este momento hasta las ocho y media podré dedicarme al trabajo o al arreglo de la casa. También podré conversar con los demás o, si es día de fiesta, salir de paseo a visitar algunas iglesias no haciéndolo sin motivo después de las ocho.

    Habiendo recitado maitines y laúdes, me retiraré a más tardar, a las ocho de la noche para hacer mi examen y recitar mi rosario u otras oraciones hasta las nueve. Me acostaré en seguida.

    Únicamente me podrán apartar de este orden mi confesor, el toque de campana del Santísimo Sacramento al ser llevado como viático a los enfermos, o la obediencia a mi madre. JESÚS, MARÍA. El confesor Mi querida hija en Jesús, sea muy exacta y cuidadosa en la observancia de este pequeño reglamento, y su divino y celestial esposo bendecirá sus santas acciones e intenciones.

    [4] La vigilia del día en que debía solemnizarse la beatificación del Beato Francisco de Borja, Duque de Gandía, fui muy consolada por mi dulce amor. Vi un umbral en el que estaba encerrada una persona muy querida. Parecía ser una joven o una mujer.

    Contemplé después un cetro y una corona de oro grande y muy macizo, que coronaba un globo como el que representa la tierra. Este globo se movía y la corona lo seguía por doquier, coronándolo en todo momento.

Capítulo 2 - Virginidad a la que Dios me llamó a la edad de once años. De la manera en que la Santísima Virgen la vivió. Las vírgenes participan, ya desde este mundo, de la alegría, fuerza y belleza del Señor (1616)

    [5] Mientras yo pensaba y preguntaba a mi amado si era de su agrado la respuesta que había dado a mi padre al rehusar un esposo mortal, me dio a entender que su Espíritu había hablado en mí. El me llamó desde antes de mi nacimiento para seguir al Cordero, pero muy en especial en un domingo, cuando contaba yo apenas once años de edad. En ese día, este divino Espíritu elevó al mío en un vuelo muy dulce y vigoroso para darle a contemplar la belleza de la virginidad y cuanto la aprecian su ciencia y sabiduría. También me hizo ver que entre las vírgenes, encuentra sus delicias más regaladas, y que la fuente esencial de la virginidad es la divinidad.

    Me enseñó que el Padre eterno engendra a su Verbo virginalmente, comunicándole su esencia por vía del entendimiento y de purísima generación. Por estar este Verbo divino en su Padre, la imagen [6] de su bondad, la figura de su sustancia y el esplendor de su gloria, lleva en sí todo su poder. El Padre se contempla en su Verbo con suma perfección, que se expresa mediante su purísimo, ardentísimo y castísimo amor. Es así como se abrazan mutuamente, produciendo por un solo principio al divino Espíritu, que es llamado el amor del Padre y del Hijo, que es con ellos un mismo Dios igual y consubstancial.

    El Espíritu es el lazo de unión y el término infinito de las divinas emanaciones o producciones. Es así como en estas tres divinas personas se encuentra la virginidad fecunda, lo cual hace exclamar a los bienaventurados arrebatados de admiración: Oh, cuan bella es la generación casta con esclarecida virtud. Inmortal es su memoria, y en honor delante de Dios y de los hombres (Sb_4_1).

    La Santísima Virgen (quien conocía el amor que Dios profesa a la virginidad, siendo su prototipo y como el Padre de ella) parece haber dicho estas palabras a su esposo san José y a todas las vírgenes: Cuando está ausente, la imitan, y cuando se ausenta, la echan de menos; y coronada triunfa eternamente, ganando el premio en los combates por la castidad (Sb_4_2). El Verbo eterno no quiso encarnarse sin haber [7] hecho aparecer antes en la tierra a la que había escogido desde toda la eternidad como su madre, a la cual poseyó con una posesión muy singular. Así como él nació desde la eternidad de un Padre virgen, quiso también nacer temporalmente de una madre Virgen, la cual parecía tener mayor inclinación a guardar su voto de virginidad que a ser elevada a la dignidad de madre de Dios. Ella, que creía humildemente en todos los misterios divinos, quiso informarse prudentemente de qué manera podría, conservando su virginidad, llegar a ser madre de Dios.

    Cuan grande estima demostró la santa Virgen hacia la virginidad, desconocida por la humanidad hasta el día de la Virgen. Ella sabía, como por espíritu profético, que el Verbo eterno sería la corona de esta virtud y la colocaría en tan alta estima, que llegaría a decir: la quiero dar como el premio a los vencedores, diciendo: Quien pueda entender, que entienda (Mt_19_12).

    La pureza acerca a Dios; ella hizo que María tuviera un hijo común e indivisible con Dios Padre, que es su corona. Este hijo, empero, es simiente, semilla divina. Es el germen prometido, sin el cual la línea de Israel no sería tan exaltada. En Jesucristo es fuerte de cara a Dios, pues Jesús, satisfizo en rigor de justicia al Padre eterno.

    [8] Este divino Jesucristo ha estado siempre viendo a Dios; su alma bienaventurada, en su parte superior, le vio desde el instante de su creación y unión al Verbo, el cual es su soporte mediante un cuerpo al cual, por derecho de esta unión, se debe semejante gloria, ya que los méritos del Salvador son infinitos en razón de dicho apoyo, por ser verdadero Dios con el Padre y el Espíritu Santo, el cual descendió sobre la Virgen para cubrirla y obrar en ella la Encarnación. La mirada sencilla de la Virgen hizo su cuerpo totalmente luminoso, ya que el sol de justicia, que venía a tomar su sustancia, la miraba fijamente pero a la manera de un rayo.

    Santa Virgen, no me sorprende la turbación que sentiste al ver tan grande resplandor. Sin la benignidad del Espíritu, este rayo te hubiera consumido con su calor, pues procedía del seno del Padre, fuente de luz inaccesible y columna de fuego, que es su eterno tabernáculo.

    Un sol brotó de este sol; luz de luz, Dios verdadero de un verdadero Dios. Salió como esposo para desposar nuestra naturaleza: Allí le puso Dios su tienda al sol, que sale cual esposo de su á lamo (Sal_18_5).

    Realizó su carrera de gigante desde el seno del Padre al tuyo. [9] Nadie podría soportar estos ardores infinitos y eternos si un Dios infinito, valiéndose de su industria, no fuera el parasol: el divino Espíritu, el cual obró la maravilla de maravillas, haciéndote madre y virgen. Aquel que podría haber destruido la subsistencia humana al tomar para sí un cuerpo de tu propia sustancia, deja intacta tu subsistencia al par que tu virginidad. Tu seno Virgen santa, fue el tabernáculo del sol, el cual penetró virginalmente en ti, donde moró virginalmente durante nueve meses, al cabo de los cuales salió sin deterioro de tu virginidad. Es por ello que exclamaste que el todopoderoso hizo en ti maravillas.

    Al contemplar de lejos estos prodigios, el profeta Isaías exclamó: ¿La generación suya, quién podrá explicarla? (Sal_18_53s). Santo profeta, aquel que es el único engendrado en el seno del Padre vendrá a describirla con una sola palabra. San Juan la declarar mediante la narración de la generación eterna, como águila del Espíritu Santo y predilecto de Jesucristo. El volar al seno paterno y contemplar a este sol oriente; de esta visión se dirigir al seno de una Virgen para reconocer al Verbo hecho carne, al que aferrar como a su presa, de la cual comer con tanta avidez, que dirá que posee su felicidad y soberano bien al contemplar su gloria como del unigénito del Padre, lleno de gloria, de gracia y de verdad. Donde se encuentra este cuerpo, ahí se reúnen las águilas virginales.

    [10] Si me fuera dado describir la pureza que el discípulo amado contempló en el seno de Jesucristo con sus ojos de águila, y el abrazo sagrado que se hizo mutuo en la noche de la cena, cuando esta águila virginal se alimentaba con la médula del gran cedro del Líbano y candor de la luz eterna. Volvió a gustar la suavidad de la divina esencia que habita en este cuerpo divino con toda su plenitud. Fue un sueño delicioso; el hálito sacrosanto adormeció a ese bebé‚ adherido a los pechos celestiales. Esta emanación, lejos de ofuscarlo, le iluminaba divinamente, penetrándolo con su pureza. Alcanza a todas partes, a causa de su pureza: siendo como es una exhalación de la virtud de Dios, o como una pura emanación de la gloria de Dios omnipotente: por lo que no tiene lugar en ella ninguna cosa manchada: como que es el resplandor de la luz eterna, y un espejo sin mancilla de la majestad de Dios, y una imagen de su bondad. Y con ser una sola lo puede todo y siendo en sí inmutable todo lo renueva, y se derrama entre las naciones y entre las almas santas, formando amigos de Dios y profetas (Sb_7_24s).

    Jesús, corona de las vírgenes prudentes, ¿no fue tu sabiduría la que hizo gozar a san Juan de estas divinas delicias? Le comunicaste después las revelaciones tan singulares que hiciste a tu santísima madre acerca del tálamo nupcial, haciéndolo partícipe de tu pureza y uno [11] contigo, así como tú eres uno con el Padre. Le concediste la luz que en que moran tú y tu Padre desde antes de que el mundo fuera creado y tu amorosa llama lo consumó en la unidad, para que donde tú estás, permanezca él por siempre.

    ¿Podría yo decir, bondad infinita, que me has concedido muchas veces gozar de estas delicadas comunicaciones? Lo digo porque es de tu agrado. Eres conmigo dulce y benigno y traspasas mi corazón con tus dulces y amorosas flechas sin dejar de morar en el seno de tu Padre.

    La sabiduría, hablando de ti, prosigue: Es más ágil que todas las cosas que se mueven (Sb_7_24). Siendo inmutable en si mismo, y siendo siempre el mismo, parece desplazarse al comunicarse a su esposa, y como todas las acciones hacia afuera son comunes a las tres divinas personas, excepto las que corresponden al Salvador en su calidad única de Hombre-Dios, por estar encarnada su sola hipóstasis, parece que la esposa recibe en sí a la Santísima. Trinidad.

    Es verdad que, habiendo recibido a esta divina palabra, que se denomina simiente, el Padre y el Espíritu Santo vienen con ella por concomitancia, pues son indivisibles. Ellos hacen compañía a este esposo y celebran nupcias como él, con la excepción de que él es en particular el esposo, ya que posee un cuerpo y un alma para efectuar la unión de cuerpo y espíritu con la esposa. El se identifica con la esposa más que el alma de Jonatán con la de David. El comunica a su esposa sus excelencias divinas y humanas, así como los secretos que escucha de su divino Padre. El es el rey eterno; la convierte en su reina y su reinado no tiene fin.

    [12] El Padre eterno no está comprometido a decir a este Verbo divino, este divino Jonatán, que él ama a esta esposa, así como lo estaba Saúl para decir a su hijo que le podía dar autoridad o quitársela, porque este reino es esencial al Verbo Encarnado, y tanto ama el Padre a esta esposa, que le da a su hijo para que él mismo la salve. Al entregárselo, lo conserva siempre en su seno, pues el Verbo se hizo carne sin abandonar la diestra del Padre. Alégrense los cielos y regocíjese la tierra; resuene el mar y cuanto lo llena; salte de gozo el campo y todo cuanto contiene (Sal_95_11).

    La esposa salta de alegría en su parte superior, lo cual repercute en la inferior. El corazón experimenta un gozo sin par; la médula (de sus huesos), como un mar, se agita de contento en plenitud de dulzura. Los sentidos, que son como los campos representados por las palabras salte de gozo el campo y todo lo que han en ellos, participan también de este santo júbilo, porque se encuentran llenos en la medida en que han sido fieles servidores del esposo y de la esposa.

    La iglesia militante, en su totalidad, participa en estas nupcias. Si la esposa está llena de Dios, participa también al purgatorio y los que se encuentran en él exclaman en medio de sus penas: Nuestro Redentor ha venido a nosotros por medio de su esposa. Ella no debe olvidarlos; ella tiene algo que dar a todos gracias a la bondad de Aquel que se ha llegado hasta a ella con abundancia. Ella es y hace todo lo que se ha dicho de la mujer fuerte.

    [13] Me extendería mucho al explicarlo. Ella participa, ya desde este mundo en la alegría de su Dios, el cual no espera a que llegue el último día para hacerla reír. Se encuentra revestida de fuerza y de hermosura porque está engalanada de Dios-Hombre. Como Verbo, él es su espada; como hombre es su túnica luminosa, puesto que su cuerpo es glorioso. Así como Jonatán dio todo a David, él da todo a su esposa, la cual exclama con razón: Jesucristo, hermano y esposo mío, eres amable por encima de todo el amor que las esposas han dado a sus esposos; haces gustar más delicias a los sentidos por medio de estas santas verdades, que son purísimas, que las que han proporcionado, en su totalidad, los sentimientos terrenales, que son indignos de este nombre.

    No puedo decir más por causa del santo sacramento del matrimonio, el cual es aprobado por Dios; pero yo alabar‚ las bodas que él celebra con sus fieles esposas, vírgenes dichosas que jamás deben separarse del esposo ni aun por el pensamiento, como dijo el apóstol. Es menester que la virgen sea toda de su todo, pensando en lo que es divino, en Dios. La pureza acerca a Dios; la pureza hace ver a Dios y ver a Dios es gozarlo. Gozarlo es ser divinizado, pasando de una claridad a otra. Esto es aparecer justificado por su justicia en su presencia y ser saciado de su gloria, la cual se manifestar ante la esposa.

    [14] Toda la gloria de la joven esposa del rey es interior. Todo lo que ya he dicho no hace sino mostrar la franja de la túnica, que es toda de oro. Es esto lo que toca la tierra, ya que se describe con palabras muy burdas, comparadas con las que he dicho, que parecen flores que se levantan sobre este elemento tan bajo. Que la tierra, representada por la palabra CARNE, guarde silencio, dijo Zacarías, cuando el Señor se levante de su tabernáculo y elija a una joven a ser su tabernáculo y su santa habitación, que es el SANTO DE LOS SANTOS. Este es su cielo nuevo y su tierra nueva; la santa Jerusalén pacífica, toda celestial, adornada por Dios como esposa del Verbo; es su templo sagrado.

    David pedía el favor de visitar el santo templo de Dios y gozar de sus delicias; la virgen que lo posee y es poseída por él, goza de estos deleites en su compañía; ella es el trono de zafiro que vio el profeta Oseas, y el que contempló Isaías rodeado de serafines velados; está llena de la majestad divina.

    La tierra de su cuerpo virginal y el cielo de su espíritu, ya purificados, están llenos de su gloria. Dios la santifica en su cuerpo y en su alma; la santifica en su divinidad. El hace que ella no viva más, sino [15] que Dios viva; o si ella vive, que sea por él y para él, ya que él murió para darle su propia vida. El está escondido en Dios en el cielo, donde ella debe estar con él. Si permanece en la tierra, que haga su morada en la eucaristía en compañía de este esposo, que es verdadero cuerpo a manera de espíritu, a fin de enseñarle la pureza virginal y divina. El desea enseñarle de qué manera debe vivir en su cuerpo, como si fuera espíritu; que permanezca muerta a todo lo que es sensible, para vivir con él una vida divina. El hará brotar de ella el río que vio san Juan, que se extender hasta las cuatro esquinas del cielo, ciudad cuadrada, y por toda la tierra.

    El árbol de vida ser plantado en su corazón por el Padre de las luces; ella poseer a este Verbo humanado que salva el alma y el cuerpo, y que hunde en ella sus purísimas raíces, convirtiéndola así en su elegida. Este es el deseo del Espíritu Santo que la llamar, por los méritos de la humanidad sagrada, primera esposa, esposa del Verbo, el cual, a su vez, que la quiere para sí. Amor, tú me llamas. Soy toda tuya, tuya para siempre. No deseo pertenecer a otro sino a ti.

Capítulo 3 - Amabilísimo Jesús que vive en la Eucaristía. Abandono al cuidado de la divina Providencia y entera sumisión a mi padre espiritual, caritativo guía de mi alma, en la ciudad de Roanne, viviendo todavía en casa de mi padre, que se encontraba ausente de ella. Votos. junio de 1625.

    [17] Misericordiosísimo creador y Salvador mío, gracias a ti tengo todo lo que poseo por naturaleza y por gracia. Mi alma y mi cuerpo son obra de tus manos. Si algunas virtudes hay en mí, son efecto de tus misericordias y de gracias que mereciste para mí por tu muerte y pasión. Te entrego y restituyo por deber y por amor todo lo que me has dado por caridad y misericordia. Me abandono y me arrojo ciegamente en el seno paternal de tu divina providencia; me entrego y me someto con un entero e irrevocable abandono de todo mi ser a tu divina voluntad, prometiéndote por voto obedecer hasta la muerte como a ti mismo, a aquél en cuyas manos deposito este abandono. Renuncio desde ahora, con toda la plenitud de mi libre arbitrio, a mis propias inclinaciones, juicios y voluntad; a todos los honores, [18] riquezas, dignidades y entendimientos; a todas las amistades, parientes y, en general, a todas las criaturas en la medida en que me impidan el ejercicio de este voto y abandono. Aquí estoy, Señor, despojada de toda voluntad, afecto y deseos; ¿Qué quieres que haga? No quiero nada, no me aficiono a nada; nada deseo sino tu santísima voluntad. A ti dejo el desear todo para mí. Si quieres que, durante todo el tiempo de mi vida, y después de ella, permanezca entre dolores e ignominias, lo deseo; si quieres que vaya al paraíso, ahí quiero ir; si no lo deseas, tampoco yo. Mi paraíso, mi heredad, mis aspiraciones y mi soberano bien consisten en hacer tu voluntad. La adoro y abrazo con toda la extensión de mis afectos en la ignominia y en la pobreza lo mismo que en la paz y en la prosperidad; en los sufrimientos interiores y exteriores así como en los consuelos y en la alegría; en la enfermedad y en la muerte tanto como en la salud y en la vida.

    Dios de amor y Salvador amabilísimo serás por toda la eternidad el único objeto de todos mis afectos y aspiraciones. No deseo ni ambiciono en el cielo y en la tierra, ni en el tiempo y la eternidad, felicidad alguna sino la que se encuentra en el cumplimiento de tu santa voluntad; Estoy firmemente segura de que no sabré encontrar esta [19] voluntad sobre la tierra mejor que en el amor y honor que te debemos en la muy augusta, amable y adorable Eucaristía. En ella me entrego una vez más como esclava; y como tal, me postro a los pies de tu divina bondad y majestad ocultas en este inefable sacramento.

    Me ofrezco, dedico y consagro por deber y por a ti, mi dulce Salvador y amorosísimo Señor, en tu trono de amor, en tu exceso de amor en esta sacrosanta y divina hostia, a la que adoro y abrazo con todos los afectos de mi corazón; a la que amo con todas mis fuerzas, con todo mi corazón, con toda mi alma y todas mis potencias. Prometo vivir y morir en este amor y trabajar con todas mis fuerzas hasta verter la sangre de mis venas, si se presenta la ocasión, para que todo el mundo conozca, ame y adore este maravilloso misterio de tu amor infinito.

    Renuncio al cuidado de mí misma y de toda otra cosa, deseando que, en el futuro, todas mis preocupaciones, pensamientos, palabras y acciones, sean por amor a este memorial de tu santo amor. Amoroso y muy amable Salvador, concédeme la gracia de cumplir y perseverar indefectiblemente en este amor, voto y abandono, los cuales confirmo y ratifico mediante mi firma en tu presencia y las de la gloriosa Virgen María, del glorioso san José y de mi Ángel Guardián. J. de Matel  [20] 

Para llenar este vacío, recibí el consejo de incluir en él la siguiente copia, sacada del original de los votos que hizo nuestra digna Madre Jeanne Chézard de Matel, piadosísima instauradora y fundadora de la Congregación del Verbo Encarnado, después de haberla escrito con su propia sangre el 14 de junio de 1635.

    Augustísima y adorabilísima Trinidad, Padre, Hijo y Espíritu Santo, yo, Juana Chézard de Matel, aunque la más pequeña de tus siervas y la más indigna de tus criaturas, confiando en tu divina bondad, movida por el deseo de servirte y de un amor especial a la adorable persona del Verbo Encarnado, Jesucristo, deseando contribuir según mi debilidad a la gloria de su Santo Nombre y de los misterios que obró por nuestra redención; de reconocer la amorosa dilección que le hizo vivir entre nosotros en el Sacramento de la Eucaristía y de honrar la Concepción Inmaculada de la gloriosa Virgen su madre, hago voto a tu divina Majestad, en presencia de la gloriosa Virgen, de su esposo san José‚ y de toda la corte celestial, de perpetua castidad, de vivir y morir en la santa congregación del Verbo Encarnado y de jamás abandonar el designio que plugo a él inspirarme para establecer esta congregación como una orden religiosa en la que el Verbo Encarnado sea perpetua y especialmente servido y adorado.

    Conjuro a tu bondad, por las entrañas de su caridad infinita, por los méritos de la sangre del Verbo Encarnado, por las intercesiones de su purísima madre y de su muy amado padre nutricio, reciba el sacrificio que le hago de mi cuerpo y de mi libertad en olor de suavidad, y me conceda una gracia muy abundante para cumplirlo. Amén. Jeanne Chézard de Matel

    Estos votos fueron pronunciados por nuestra mencionada madre ante el Santísimo Sacramento en la capilla de la congregación del Verbo Encarnado en Lyon, el 14 de junio de 1635, día de la octava de Corpus Christi. Nueve de las hermanas de la comunidad hicieron a continuación voto de castidad y de estabilidad en la congregación, después de lo cual comulgaron, tal como lo había hecho nuestra piadosa fundadora.

Capítulo 4 - San José supera a todos los antiguos patriarcas en bendiciones, gracia y santidad; es una montaña que exhala el vapor aromático de un sacrificio perenne. Marzo de 1626

    [21] El día de san José me encontraba muy cansada, y no pudiendo pensar en sus grandezas como lo deseaba, expuse ante Dios mi aridez y debilidad. El se complació en iluminarme al instante sobre estas palabras de David: Inclina los cielos y desciende (Sal_17_10); toca los montes y humean (Sal_103_32). Este Dios de bondad me dio a entender que él había inclinado los cielos de su grandeza no sólo para enviarle a los ángeles con objeto de manifestarle la divina encarnación de su Verbo, sino en especial para someter a su Verbo hecho carne a su autoridad, a la que María, la madre de este Hijo del Altísimo, estuvo igualmente sumisa.

    Este Verbo, que es de manera admirable el cielo animado de la divinidad del Dios todopoderoso, preparó dos montañas prodigiosas que fueron María y José, ya que hasta entonces no se había encontrado alguien que guardara virginidad continua.

    [22] Estas maravillosas montañas, tocadas divinamente por el Verbo que se hizo tangible por la Encarnación, exhalaron la fumarola aromática de un sacrificio perpetuo de alabanza. El sacrificio eterno de Jesús, que perdura hoy en día, pertenece a José‚ y a María, ya que Jesús es carne de la carne de María, cuyo cuerpo pertenece a José. Ambos contribuyeron, cada uno a su modo, a este sacrificio, en el que se ofrecieron muchas veces. José lo pudo hacer por anticipación, puesto que sabía muy bien que toda la economía de la vida del Salvador en la tierra debía desembocar en este doble sacrificio cruento e incruento.

    Después de este conocimiento, Dios me hizo ver cómo todas las antiguas generaciones habían culminado en José y en su Hijo, y que había participado de inmediato en todas esas bendiciones antiguas. José es el Adán creado en justicia y santidad, pues fue llamado 

Justus, el justo por excelencia, y por haber guardado el honor de la Virgen y el de su Hijo mediante una justicia admirable, preparándose a un exilio voluntario antes que faltar en este punto violando la ley o exponiendo el honor de María.

    [23] En santidad, por haber sido separado de todos mediante el prodigio de la vara florida para convertirse en esposo de la Virgen, y por haber sido santificado mediante el trato y conversación continua y familiar del Verbo Encarnado. Fue creado según Dios y para Dios, habiendo sido hecho digno de que Dios le diera como esposa a su hija antes de hacerla madre de su Hijo, a fin de que el hijo que nacería de la esposa legítima de José fuera de José, a quien había elegido para ser, de manera enteramente prodigiosa, el padre de su Hijo.

    Fue escogido para guardar el paraíso, mas no para trabajar en él, pues esta tierra de bendición debía producir el fruto sublime de magnificencia y el germen del Señor, sin ser cultivada por mano de hombre; él debía proteger la tierra del paraíso, el fruto de la Virgen que es el Verbo Encarnado. Habiendo Dios ocultado en sí mismo a su Verbo durante la eternidad; lo encubrió en el seno de José, a quien confió su cuidado al llegar la plenitud de los tiempos, que fue cuando le plugo enviarlo al mundo. Jamás caminó Enoc con Dios y delante de Dios como José, quien anduvo con Dios humanado corporal, sensible y espiritualmente. Las [24] ascensiones y las subidas del Verbo Encarnado fueron las gradas por las que hacía ascender a san José. El descansó en José. Se hizo el Verbo anonadado bajo la mirada de José, quien lo llevó en brazos en su infancia. San José es el superior de un Dios humilde; san José es transportado continuamente al cielo sin dejar la tierra, depositando sus afectos en la divinidad y en la humanidad de Jesús, unidas del todo; y que lejos de separar sus espíritus, los unieron adorablemente enlazados en la unión de una persona. El, más que cualquier otro, después de la Virgen, honró humildemente el misterio de la Encarnación del Verbo y la operación del Espíritu Santo en el seno virginal de María, su esposa. Sólo él ha honrado el alma de Jesucristo y de la Virgen de manera superior a todos los santos, por haber tenido sentimientos y conocimientos más sublimes.

    Noé, quien se encargó del gobierno del arca, esperanza del mundo perdido, sólo fue un bosquejo de José, quien poseyó esta arca admirable y divinizada, cuya única abertura era del lado del cielo, y que jamás fue conocida sino por el entendimiento celestial concedido a José. El era justo, y las aguas de un simple juicio no pudieron entrar jamás en esta arca, a la que la justicia de José había calafateado con brea muy [25] resistente. A él fue confiado el único engendrado que existe en el seno del Padre. ¿No es El quien ocupa el primer lugar entre muchos hermanos, el primer nacido de todas las criaturas, el cordero que ha borrado los pecados con el diluvio de su sangre?

    Cual paloma, María encontró en seguridad en José al ser librada de la calumnia y de la muerte a la que la ley la condenaba, ley que carecía de luz para conocer la venida del Espíritu Santo sobre ella, y la encarnación del Verbo en sus entrañas virginales.

    Jesucristo fue la viña que el Padre Eterno sembró y plantó en tierra de José: el seno virginal de María, la cual, junto con él, ofreció a este Salvador en sacrificio al derramar su sangre en la circuncisión, misma que recibió el Padre en un olor de suavidad mucho más suave que el que ascendió del sacrificio de No‚ después del diluvio.

    Abraham, según el significado de su nombre, es el padre exaltado y multiplicado, nombre que conviene eminentemente a José en la posesión que tiene de la Virgen y de su singular paternidad sobre el Hijo de Dios y, por consiguiente, de toda su generación.

    El Padre eterno es el altísimo Padre, y no el Padre exaltado, ya que no puede serlo y llegar a ser más grande; sin embargo, san José fue exaltado en su paternidad por haberse Dios abajado para ser su hijo, y por haber querido engrandecerlo con su pequeñez. Es en la simiente de [26] José que los hombres, las mujeres y los ángeles han sido bendecidos, así como todas las generaciones de la tierra.

    El Verbo, que por la generación eterna recibe todas las bendiciones de su Padre, al convertirse en el hijo de José bendice a todas las generaciones temporales. Abraham creyó y su fe le fue reputada en justicia; la fe por la que José creyó en la maravilla del misterio de la Encarnación, dio vida a su esposa la Virgen y a su Hijo. La ley, como ya he dicho, la hubiera condenado a muerte al ser convicta de un aparente y supuesto adulterio; y esta fe de José quien, sin infringir la ley, procuró conservar el honor de la madre y la vida de su hijo en esta sospecha que mostraba demasiada evidencia para no ser temeraria, su espíritu se abrió sin dificultad para creer en la revelación del ángel.

    Con esto vemos que la ley mata, mientras que la fe justifica y salva a los inocentes. ¿Cuál no sería la admiración y ternura de José, ante esta revelación? Habiendo tenido Dios el designio de mantener a distancia la muerte de su hijo para que no se extinguiera en cuanto llegara a la tierra, y deseando hacerlo nacer de una Virgen, se sirvió de José para apartar de él la muerte y prolongar su vida. Confió la custodia de su hijo a José, y no a la de los ángeles. Fue en él y en sus cuidados que Jesús reposó. La maravilla en este matrimonio y de esta [27] concepción fue que el Espíritu Santo asumió los deberes de esposo, mientras que san José guardaba el lecho y el tálamo divino a fin de que el Verbo Encarnado apareciera a los ojos de los hombres como hijo de José. Como aquellos eran todavía incapaces de conocer este misterio, lo hubieran considerado ilegítimo, tachando de adúltera a su madre.

    José cedió su lecho y su esposa al Espíritu Santo, y su trono al Verbo, al no haber querido tocar para nada ese cuerpo virginal que era para él, aceptando que su esposa concibiera por obra del Espíritu Santo. Tenía derecho al trono de David y debía sentarse en él, sea él mismo o los hijos que hubiera podido engendrar legítimamente, pues en la familia de David los hombres, no las mujeres, habían poseído siempre la realeza. Sin embargo, la divina sabiduría dispuso esta maravilla, haciendo que el hijo de María y suyo también, no por generación carnal, ni por simple adopción, se sentara en el trono de David y reinar eternamente en Jacob.

    Su reino no tendrá fin. Su trono es del todo luminoso; es el sol de justicia. El único argumento con el que los evangelistas justificaron y comprobaron el derecho que el Salvador tenía al trono de David, fue que José gozaba de esa prerrogativa. Por tal motivo, tejieron para nosotros la genealogía de José, demostrando así que él era nieto de David en línea recta. El Verbo Encarnado le dio, en cambio, el trono de gloria y el derecho de mandarlo a él mismo.

    [28] José veló el misterio oculto en la eternidad a todas las criaturas, en tanto que él mismo contemplaba un perpetuo Apocalipsis en revelación. No es un abuelo, ya que todas las generaciones terminan en él, aun la eterna, en cuanto que el Verbo quiso, por una extensión, tener una segunda. Abraham adoró de lejos las promesas y José recibió el efecto de ellas. Al primero le fue ordenado que se circuncidara para portar la marca y carácter de servidor. José circuncidó a Jesús a fin de hacerlo servidor de los hombres, sujetándolo a la ley y a sí mismo, por disponer la divina voluntad que estuviera sujeto a José por medio de María, su esposa.

    Isaac fue la alegría de su padre y de su madre; José fue la sonrisa y el gozo de Jesús, de su Padre eterno y de la madre de este divino Salvador. La Virgen es la Rebeca que le estaba destinada para esposa por Dios mismo. Los brazaletes y las primeras arras del matrimonio fueron las flores que el pontífice hizo brotar de la vara de José. Rebeca se cubrió con su manto al acudir al encuentro de Isaac, su querido esposo; la Virgen, al volver de casa de Zacarías, cuando ya era manifiesto su embarazo, y en el momento en que José pensaba llevarla a su casa, se [29] veló con un maravilloso silencio. Este encuentro hundió a José en una gran perplejidad, pero en medio de las tinieblas de la noche, el ángel lo libró de la ignorancia del misterio, que lo había sumergido en la duda. Habiéndolo iluminado la luz de la revelación, declaró todo a su esposa, cediendo al Espíritu Santo los derechos que el matrimonio le confería sobre ella, e hizo voto de virginidad perpetua. Esto es lo que nos dice el evangelista al declarar que la Virgen se encontraba encinta antes de que José y ella hubieran decidido, de común acuerdo, hacer este voto: Antes de que hubiesen vivido juntos, se halló que había concebido en su seno (por obra) del Espíritu Santo (Mt_1_14).

    Si Isabel, y Juan en su seno, fueron llenos del Espíritu Santo y de la luz de profecía, que es un favor de este Espíritu de bondad, ¿de qué plenitud no habrá colmado a san José? Es de creer que habrá recibido del Salvador el distinguir a las tres augustas y divinas personas con mayor claridad que la noche en que el ángel le dijo: Lo que se ha engendrado en su vientre es obra del Espíritu Santo (Mt_1_20). El fue el secretario más confidencial y depositario del Espíritu Santo. En un ímpetu de su amoroso corazón, dedicó al Padre Eterno la obra más excelente del Espíritu Santo, que es el Verbo Encarnado, el más hermoso de los hijos de los hombres.

    Jacob suplantó a su hermano, desposó a Lía y a Raquel y se enriqueció guardando sus ovejas. Vio una escalera que partía de la tierra [30] y llegaba al cielo, la cual servía de subida a los ángeles. Ungió una piedra y la consagró como altar; combatió con un ángel y, a pesar de que acabó cojo, obtuvo la victoria. San José es el suplantador, si me es lícito hablar así, de todos los patriarcas. Tomó al Verbo Encarnado y lo retuvo por los pies de sus santos afectos. Desposó a María, más hermosa que Raquel y más fecunda que Lía, que fue madre de un hijo que es Hombre-Dios. José no es únicamente padre de los doce patriarcas, sino que es padre de todos los hermanos de Jesús: la humanidad entera. Cuidó al Cordero de Dios; veló por María, la oveja escogida, guardando en ella al Verbo que sigue siendo en ella su divino pastor, con toda la plenitud de su divinidad, así como al Espíritu Santo, que había escogido ese lugar como su trono. No vio escalera alguna, porque el Dios de los ángeles descendió hasta él para morar con él, deteniéndose y como enclavándose ahí con él. Tampoco derramó aceite sobre la piedra; ungió al Salvador al darle el nombre de Jesús, y al circuncidarlo le ungió con sus lágrimas, que brotaron continuamente sus ojos y que alimentaron maravillosas llamas de amor. Fue herido en el nervio, la parte animal y sensitiva, sacudiéndose todo en él con los besos de Jesús, al que llevaba en brazos cuando se cansaba.

    [31] Al cabo de un ayuno de cuarenta días, Moisés recibió la ley, tan dura como la piedra en la que estaba grabada. Jesucristo recibió la ley de José, a quien comunicó la ley secreta de su amor. Existe un cierto secreto y misterio entre Jesús, María y José, que los otros santos no conocerán, aun en la gloria. Hay como un velo, ciertas tinieblas, que los otros bienaventurados no penetrar n. Existe en el cielo una nueva constelación del sol, de la luna y de la primera estrella que, al mezclar su luz, forman un orden aparte, ofreciendo un nuevo espectáculo a todas las demás estrellas, que son muy inferiores en luminosidad.

    David llevó gloriosamente la corona real. He aquí a su legítimo heredero, en el que resplandece la grandeza del reino de David, reinado que concluyó felizmente en Jesús para no tener fin. Jesús cerró el círculo, porque este reino, salido de Dios, vuelve a Dios en la persona de Jesucristo, hijo de José, el cual reinar con él y con su esposa por toda la eternidad. David dijo que con los santos se volvía santo; nosotros podemos decir de san José que Dios lo quiso elevar a una triple santidad. El santo de los santos que es el Salvador, lo santificó con su conversación. María, la santa por excelencia, lo santificó por su permanencia con él. Mediante la gracia, fue santificado cada día.

    [32] Después de otras mil maravillas de la gloria de san José que pude conocer, se me reveló que aparece terrible y espantable ante los demonios, enemigos del Verbo encarnado, a los cuales persigue y derriba cuando hacen la guerra a sus devotos y a quienes pertenecen a la orden del Verbo hecho carne, por haberlo escogido como nuestro protector especial. Mientras este gran santo me acariciaba un día, me dijo que me hacía saber que mis pensamientos le habían tejido un hermoso collar con el cual quería aparecer como mi cautivo, mientras que Jesús y María colocaban sobre mi cabeza una diadema resplandeciente de claridad, y que me prometía proteger a nuestra orden como la obra de su Hijo, el Verbo Encarnado, así como a todas las mujeres que serían llamadas a ella en espíritu y en verdad.

Capítulo 5 - Consuelos que mi Salvador me comunicó al verme triste porque el Sábado Santo me vería privada de la santa Comunión. Viernes Santo de 1625.

    [33] El viernes santo, el Padre Provincial de la provincia de Lyon me llamó a la Iglesia del colegio. Después de haber conversado conmigo acerca del amor de aquel que murió por mí, me dijo que me abstuviera de comulgar al día siguiente, lo cual fue para mí una cruel mortificación durante toda la tarde de aquel gran viernes.

    El sábado santo, durante el oficio, mi bien amado Jesús me consoló amorosamente, diciéndome que no había querido esperar hasta el tercer día para alegrarme; que él era la uva exprimida por la fuerza del amor divino, el cual derramó su vino en su pecho, sobre el que el discípulo predilecto se adormeció después de haberlo bebido con fruición, y que en aquel sueño extático había contemplado la dilección que Dios Padre tenía hacia la humanidad al darle a su Hijo único para ser él mismo su salvación. Con su muerte les dio la vida; solo pisó el lagar de la ira de su Padre para darnos a gozar el vino que es germen de virginidad. Habiendo sido ese grano que murió al ser sepultado en la [34] tierra, multiplicó y mereció a los elegidos, mediante su muerte, la salvación y la vida eterna.

    Habiendo comulgado el día de Pascua, contemplé dos espejos y escuché: Hija mía, yo soy el espejo sin mancha. Es menester que, a ejemplo mío, seas un espejo sin mancha; el más puro que sea posible con mi gracia.

    Otro día oí: Hija mía, no se me encontró en el sepulcro por dos razones: la primera, por estar tan apremiado por el amor, por lo cual me dirigí prontamente a los lugares destinados para la salvación de todos ustedes; la segunda, porque deseaban ungirme como a un muerto, estando yo vivo. Es privilegio de mi Padre eterno ungirme con el óleo de la alegría; por ello dije a Magdalena: No me toques, aún no he subido a mi Padre y vuestro Padre (Jn_20_17). Era como decirle: no sólo no tengo necesidad de tus ungüentos, sino que deseo ir a mi Padre para que me colme, a fin de que participes de mi abundancia. La que comparto contigo es celestial y divina. Hija mía, a partir del sábado, te he hecho partícipe de mi resurrección, pues te vi realizar acciones generosas. Impedí que me tocaras haciendo que te prohibieran recibir la sagrada comunión, para subir a mi Padre y para alcanzarte un amor más perfecto.

    El lunes de Pascua estaba afligida, o más bien contristada, al verme tan imperfecta. Mi confesor deseaba que yo comulgara, según el [35] permiso que desde hacía tiempo se me había concedido; pero el dolor y la contrición me oprimían con gran afluencia de lágrimas. Me amonestó por dar lugar a las lágrimas después de la tarde del día de Pascua, y para obedecerlo, acepté contenerme y demostrar a mi Jesús que estaba resignada a su voluntad, a pesar de que el dolor me estrujara el corazón. Este dulce amor no cesó de animarme, diciendo: Hija mía, se fuerte en la paciencia y poseerás tu alma. Yo soy el pontífice que conoce bien tus necesidades. Se te puede impedir que recibas la hostia, pero no evitar que recibas mi amor, el cual hará crecer tu hambre y tu deseo. Hija, mi deseo de darme a los míos duró treinta y tres años, durante los cuales me sentí presionado para comunicar a los que amo este divino sacramento. Cuando el tiempo se cumplió, el exceso de amor con el que me entregué fue percibido por san Juan mucho mejor que por los demás. Al dar mi vida por el mundo, querida mía, si mi sabiduría permitía que se te privara de ella durante algunos días, durante los cuales morías a ti misma, y hasta se burlaban de ti, yo te decía: Consuélate al hacerme compañía. Se dijo de mí: Dios lo ha abandonado, persigámosle; pero eso requería que perdiera yo el ánimo y la confianza, la cual, por el contrario, era entonces mucho más grande hacia mi Padre.

    Tenla también en él; y así como él hizo aparecer y confesar ante el pueblo que yo era su verdadero Hijo, así hará aparecer que tú eres su hija adoptiva y mi esposa muy querida, y que es él quien te ha enviado este pan del cielo, complaciéndose al ver que lo comes en este mundo.

    [36] Este es el cumplimiento de lo que escuchaste cuando te prometí la comunión de cada día: que pasarías por el tribunal de los padres de la Compañía. Sin embargo, por eso mismo estarías en paz, durmiendo en medio de estas pruebas y teniendo alas de plata, de pureza y sencillez de la paloma a pesar de lo que harán de ti. En tu interior conservas la caridad, toda de oro, mediante la cual me conocerás y poseerás. Quien permanece en la caridad, permanece en Dios; quien tiene a Dios, lo tiene todo.

    Cuando mi amado me hubo fortalecido, me acerqué a la balaustrada para oír la misa que se estaba celebrando. Mi corazón apremiaba a su divino amor mediante el impulso que sentía para entrar espiritualmente en ese castillo, pues con la otra comunión cumplí con la voluntad del P. Provincial, a cuya misa me uní diciendo: Amor, un día me invitaste a entrar en tu jardín; es decir, en el alma del sacerdote que decía la misa (el cual era mi confesor). Aquí estoy para entrar en él. Sin embargo, no fue así, pues en la elevación mi dulce amor me hizo escuchar: Hija mía, el hombre no vive sólo de pan, sino de toda palabra que sale de mi boca. Te he dicho en otras ocasiones que puedo hacer comulgar a mis predilectos sin necesidad de las especies.

    [37] Sentí entonces en mi lengua un dulce sabor, aunque no duró mucho, lo cual me hizo pensar que se trataba de la santa comunión, que se me daba mediante una palabra divina. David la llamó dulce sabor.

    En esta misma misa sentí a mi lado derecho un céfiro, junto con esta palabra: Dominus. El Señor está a mi derecha. Por ello, no tuve más pena o turbación, pues sentía que mi corazón se alegraba con una grande esperanza en el mismo Dios, el cual me concedía sus favores por pura bondad, la cual me probaba como el oro en el crisol. A pesar de ello, este santo amor me dio la paz de la resignación: me sentía contenta sin importar lo que otros me hicieran.

    Durante el día, mientras desempeñaba labores domésticas, no perdía en absoluto su divina presencia, ni el ardiente deseo de recibirlo sacramentalmente cuando se me permitiera.

    Al día siguiente por la mañana, fui despertada por el fuego íntimo de su amor, que hacía arder mi pecho colmándolo de dulzura, sin perder la disposición, si mi confesor lo ordenaba, de aplazar aquel deseo que me consumía. A pesar de todo, este divino amor siendo, como parecía, ávido, me hizo escuchar: Si te privan de ella, yo, que soy el que más ama, sentir‚ mayor pena. Dándome entonces la comunión, sólo él sabe las gracias que me concedió en ella. Vi un velo verde, con orla bordada en oro, el cual me [38] exhortaba a la esperanza. Después de esto vi un gran número de cintas rojas propias para formar lazadas amor, que me daban a entender que como las palabras de mi boca procedían del corazón, eran los lazos que lo habían aprisionado.

    Vi después un lugar del todo enrojecido, que parecía un lecho o una litera, y oí: Este es el amor ardiente, teñido de púrpura con mi sangre, donde te quiero hacer reposar. Este amor divino, que comprende muy bien de qué manera ha hecho arder su fuego en mi pecho, me dijo: He aquí, hija mía, la recompensa de tus deseos y de tu obediencia voluntaria. Esta demora ha hecho que te sientas más abrasada. No se pierde nada al amarme; yo se muy bien cómo devolver en un día el doble de lo que se te privó en otro. No son los hombres quienes te han dado este pan, sino mi Padre celestial, el cual se complace en visitarte todos los días en el sacrificio que lo honra porque yo mismo estoy en él para alabarlo. Hija, espera en mi palabra. Aun cuando tiemblen el cielo y la tierra, ella permanecer, tal como se lo dije a Ananías al manifestarle que yo haría saber a san Pablo lo que debía sufrir a causa de mi nombre. Te digo y te prometo que dar‚ a conocer al P. Provincial que te he elegido para ser mi morada sacramental. Cuando quise tener la sala de Sión, envié a dos de mis discípulos con estas palabras: El Señor quiere celebrar la cena aquí, lo cual bastó para que me la dejaran libre. ¿Por qué dije que siguieran a un hombre que llevaba agua? Porque con ella deseaba hacer un lavatorio. Es por ello, hija, que te he concedido el don de lágrimas, pues [39] quiero lavarte con ellas. Estas lágrimas son como el agua que Elías derramó sobre su sacrificio Ellas reavivan el fuego ayudadas por el puro amor que baja del cielo. Por este amor que arde en tu pecho, y mediante la exposición que te hago de la Escritura, sin que la leas, se sabrá que soy yo quien te conduce y te abre los ojos para comer de este pan. Quise morir para cumplir la escritura. Si ahora fuera yo mortal, moriría, si fuera necesario, para verificar los escritos que el amoroso Espíritu Santo y la obediencia te han hecho escribir. Recuerda que este Paráclito, que es la caridad verdadera, te ha hecho comulgar cuando la envidia parecía impedírtelo. ¿Acaso se enojó Jacob al verse perseguido, después de recibir la bendición y la heredad? Siempre salió victorioso, no sólo de los hombres, sino de mí mismo, después de obtener mi bendición y la promesa de que le daría el pan durante su peregrinación, y que yo sería su Dios, pues considero como un título de honor el ser llamado Dios de Jacob. Hija, me siento constantemente vencido por tu fervor. Te he prometido ser siempre tu Dios y Señor y darte tu pan. La aurora, mi santa madre, viene en tu ayuda en el [40] combatir de tus deseos, que no son tuyos, sino del Espíritu Santo, que intercede con gemidos indecibles. Es mi santa madre quien te alcanza no sólo mi bendición, sino también al Dios de las bendiciones. Es la mejor parte, que jamás te ser quitada. Nadie la arrancar de tus manos. Yo soy tu Pastor y, al mismo tiempo, tu pastura; mi Padre es más fuerte que las criaturas. Si yo les he enseñado a pedir naturalmente la vida corporal, ¿por qué no desear‚ que se me pida la vida espiritual de cada día que pedí al Padre? Jacob fue un suplantador y esas contradicciones lo hicieron más rico. Tuvo dos mujeres: Lía y Raquel. Yo soy quien te hizo ver una mujer que tenía cuatro mamas, con las que deseaba alimentar a su hijo lactante. ¿Es posible que puedas olvidar la promesa que el Espíritu Santo te hizo de ser tu nodriza? El posee ahora cuatro pechos porque quiere que comulgues diariamente, dándote, además, el doble deseo de comulgar en todo momento. El espíritu maligno que se te presentó al final de tu oración para perturbarte no cesar de quererte privar de él, mientras que está en ti como animal inmundo. Teme al cordero inocente que es su contrario. Yo se que tú [41] reposarás bajo este árbol. El te querrá arrancar de él, como has visto, pero la tierra de la confusión lo cegar y este árbol permanecer en pie. Es una falacia querer arrancar un árbol grande con el hocico, como si fuera una col. Hija mía, ha sido confundido; te he mostrado esta visión y la anterior para tu consuelo en todo lo que te digan en este tiempo de prueba para ti; como dije a mis apóstoles, no pienses en lo que responderás a tus jueces. Yo te dar‚ una boca a la que no podrán resistir. Que el P. Provincial juzgue estas cosas; su nombre es furriel, pues designa mi casa con su ratificación. Si yo prometo el paraíso por un vaso de agua que se da en mi nombre a un pobre famélico, ¿Qué no daré por una hambrienta a quien haré saciar por mi causa? No tengas miedo; tú darás testimonio delante de los reyes; es decir, los sacerdotes, sin ser confundida. Soy yo quien suelta la lengua de los niños; y como a hija mía, deseo alimentarte así yo como soy alimentado por mi Padre. Mi fuego que arde en ti provoca esta hambre, y este ardiente ardor consume tus fuerzas y hace que tu débil corazón se seque hasta que se le proporcione su pan.

 Capítulo 6 - La Santísima Trinidad es la primera Orden y la primera comunidad religiosa de la cual se derivan todas las que se han establecido en la Iglesia. Todos los religiosos y todas las órdenes religiosas deben conformarse a ella para cumplir con lo que pidió el Verbo Encarnado en la noche de la Cena.

    [45] Glorioso Espíritu Santo, guía mi pluma para mostrar que la Santa Trinidad es la primera orden y la primera comunidad religiosa, de la cual se derivan todos los religiosos y todas las religiones, y que todos y todas deben retornar a ella para dar cumplimiento a lo que pidió el Salvador en la noche de la cena: que todos sean consumados en uno, así como tú eres un Dios en tres personas distintas, y que Jesucristo es uno en tres sustancias. La naturaleza angélica es una; el orden difiere en tres maneras: superior, medio e inferior. Tres leyes se han impuesto a la tierra: la ley natural, la ley escrita y la ley de la gracia, las cuales tienen un solo fin, que es el de complacer a Dios, que es su legislador, sea inmediatamente por si mismo, sea por sus ángeles, sea por el Verbo humanado, el cual vino a la tierra tanto para enseñarnos como para salvarnos. Vino para ser nuestro camino, nuestra verdad y nuestra vida, dándonos a conocer a su Padre que lo envió por el Espíritu Santo. En esto consiste la vida eterna, según la verdadera palabra mediante la cual nos promete la claridad que tiene con el Padre, el cual nos ha amado hasta el punto de darnos a su propio y único Hijo, para ser verdadero hombre y para morir por nosotros. [46] Resucitó para ser nuestra gloria y el principio de nuestra resurrección, y se nos da en el divino sacramento como germen de inmortalidad, a fin de resucitar nuestros cuerpos en el último día y transformarlos en gloriosos por siempre. Este divino sacramento es prenda y arras de la vida eterna. Aunque en la iglesia militante está en forma velada, en la triunfante es el todo que está al descubierto. Si la una posee el gozo de la felicidad y la bienaventuranza, la otra tiene el bien de merecer y acrecentar, mientras espera la alegría de esta misma felicidad. Si la una es como una reina, sentada a su derecha, la otra es como una amazona o guerrera que combate por su gloria contra toda clase de enemigos. Una está gozando con él; la otra padece por él. Santa teresa lo [47] expresó muy bien a una persona que era devota suya: Nosotros los del cielo y ustedes los de la tierra somos uno en este divino sacramento: nosotros en el gozo, y ustedes en el dolor.

    Padre santísimo, manantial y fuente de origen, tú eres el general en el orden divino, al comunicar tu esencia a tu Verbo por vía de entendimiento, con lo cual produces, por un solo principio, por vía de voluntad, al divino y Santo Espíritu, que es amor. Es como si dijera que el Verbo es el provincial y el Espíritu Santo el guardián en un orden divino, en el que todo está ordenado hacia Dios. El Verbo recibe de ti y contigo produce al Espíritu Santo, guardián igual a ti y al Verbo. El es el término del ciclo de las emanaciones y el lazo divino en la divina Trinidad. Ustedes son, oh tres divinas personas, la primera sociedad, perfectísima y suficientísima para ustedes mismos. Oh Dios trino y uno desde toda la eternidad hasta la infinitud, eres el uno en el otro mediante tu circumincesión divina en unidad de esencia y distinción de hipóstasis: Gloria al Padre, y al Hijo, y al Espíritu Santo. Como era en el principio, etc. Tu orden es eterno e infinito, siempre permanente en sí mismo, inaccesible e incomprensible a las criaturas, a causa de su excelencia, las cuales nos hablan de ti con más propiedad por negación e ignorancia abismal, que por exultación. [48] Si no nos hubieras dicho por tu profeta: Vengan y vean que yo soy Dios (Sal_46_10), no nos habríamos atrevido a ocuparnos en pensamientos tan sublimes; pero ya que tu benignidad nos invita a ello, contemplando desde la altura de tu eminencia a las pequeñas criaturas como sepultadas en el lodo y en la tierra para colocarlas con los príncipes de tu pueblo junto con el glorioso san Miguel, quien es el primer general de tus ejércitos y el fiel escudero del divino Jonatán, el Verbo divino, que por amor quiso establecer una alianza con tu naturaleza, uniéndola por hipóstasis más íntima y fuertemente que el alma de Jonatán a la de David, por lo cual la santa Iglesia exclama con admiración: Oh admirable intercambio! El Creador del género humano, tomando un cuerpo y un alma, se ha dignado nacer de una Virgen, y hecho hombre sin obra de varón, nos ha donado su divinidad; lo que ya existía permaneció, y lo que no, fue asumido sin mezcla ni división (Vísperas de Navidad. Antífona). Esto que el Verbo divino tomó una vez, jamás le ser quitado.

    Te plugo, divina sociedad, tener desde toda la eternidad el convenio de comunicar hacia afuera tu felicidad; y recogiéndote en ti, [49] extender tu admirable religión y orden divina, enviando, oh Padre benignísimo, a tu hijo amadísimo como provincial en la tierra, estableciendo esta divina religión, siendo el fundador, el fundamento, el socio y su extensión inenarrable. Al considerar tu designio, mi alma exclama con el profeta Habacuc: Oí, oh Señor tu anuncio y quedé lleno de temor. Señor, aquella obra tuya, ejecútala en medio de los años (Ha_3_1).

    Verbo eterno, esplendor de la gloria paterna, figura de su sustancia e imagen de su bondad, que lleva toda palabra de verdad; te escucho, por el bien de nuestra naturaleza, responder al divino propósito de la Santa Trinidad: ¿A quién enviaré, y quién de nosotros ir? Aquí estoy, envía me (Is_6_8). Verbo adorable, te adoramos y damos gracias muy humildemente por esta resolución, y temblamos al presenciar la revuelta de los ángeles rebeldes, a los cuales te presentó tu Padre para ser adorado por ellos, según tu designio de hacerte hombre.

    Esta fue la primera rebelión que tramaron tus criaturas y tus súbditos. Si esto sucedió en la Jerusalén celestial, visión de paz, ¿qué no sucederá en la tierra, en el mundo, Babilonia de confusión, de contradicción? ¡Ah! de esta rebelión no dices palabra, dejando la disputa de tu derecho a san Miguel, el cual, como presidente, juzga tu causa y, como general de tu milicia, combate y sale victorioso en un silencio admirable y espantoso para los enemigos. Mediante una fuerza divina, los arroja hasta los abismos: Entretanto, se trabó una batalla grande en el cielo: Miguel y sus ángeles peleaban contra el dragón, y el dragón, con sus ángeles, lidiaba contra él, pero no resistieron, ni quedó después para ellos lugar alguno en el cielo (Ap_2_7s). [50] Cuando tomaste esta naturaleza, haciendo realidad en la tierra el designio eterno, ¡cuan gran contradicción causaste cuando Herodes se enteró de la noticia!: Al oír esto el Rey Herodes, se turbó, y con él toda Jerusalén (Mt_2_3). Al saber que debías nacer en Belén, mansión de paz, resolvió degollarte, ordenando que se te hiciera morir, a ti que le venías a dar la vida eterna después además de la temporal; y para no fallar en su inhumano designio, se volvió parricida además de deicida. Su rabia lo arrastró de tal manera, que hizo asesinar a su propio hijo en la cruel carnicería de los inocentes. Tú escapaste gracias al aviso del ángel y a la conducta de san José, el cual tomó a ti y a tu santa madre para conducirlos a Egipto, para derribar ahí a los ídolos mediante su entrada. Sin embargo, quisiste vivir ahí como Dios desconocido, acompañado por los dos primeros religiosos de la tierra: tu santa madre y san José, quienes integraban contigo la divina sociedad terrena que es la tercera extensión.

    La primera se da en tu persona, que tiene tres sustancias: la sustancia del cuerpo, la sustancia del alma y la sustancia divina; todas ellas se refieren a un Jesucristo.

    [51] La segunda está en el vientre de la purísima Virgen, donde eres religioso y ella religiosa, perfectísimo y perfectísima. Encerrado en sus entrañas y ella en tu corazón como su amor, en el que ella está más que en su cuerpo, al que anima, además del ser y de la vida que tiene en ti [52] y por ti como Verbo divino. Esta Virgen, sin embargo, no estuvo exenta de sufrimientos. Apenas te hubo concebido, al ver a su esposo, aunque justo, en perplejidad, pensando en su interior abandonarla, si el ángel no le hubiera advertido de parte del Espíritu Santo que la conservara, la alimentara y la defendiera; a ella y a su Hijo, todo el tiempo [53] que la prudencia se lo ordenara. En cuanto hubo cumplido con esta misión expiró, dejando a esta Virgen con su hijo en medio del abandono de los hombres, pero al cuidado de los ángel es, quienes, sin embargo, no impidieron que sus enemigos hicieran morir al hijo y traspasaran a la madre con la espada que es peor que mil muertes; y aunque el profeta dice que lo lloraron amargamente, el evangelista nos relata que después de que el Salvador fue arrancado por la fuerza de la compañía de sus tres discípulos, rogando a su Padre que apartara de él este cáliz, se le apareció un ángel del cielo, confortándole. Y entrando en agonía, oraba y vino un sudor como de gotas de sangre que chorreaba hasta el suelo (Lc_22_43s).

    ¿Qué consuelo es éste que sumerge en la agonía y que hace sudar sangre hasta formar arroyos sobre la tierra? ¡Qué visita tan dura, que oprime y estruja al Salvador hasta comprimir y hacer brotar la sangre por todos los poros! Oh Jesucristo, Verbo Encarnado. ¡Cuántos sufrimientos para extender tu orden en el cielo, en Belén, en el desierto, entre los demonios, en el templo, entre los príncipes de los sacerdotes que contradicen la alabanza que los inocentes te prodigan!: Entrado que hubo en Jerusalén, se conmovió toda la ciudad, diciendo: ¿Quién es éste? (Mt_21_10).

    [54] En la cena, ¿Qué contradicción habrás sentido, Señor de los ejércitos y Dios de las virtudes, Verbo divino, por el cual se afirman los cielos, después de exclamar: El que come el pan conmigo, levantar contra mí su calcañal (Sal_40_10); (Jn_18_18), al referirte a Judas, y al prometer la recompensa a los buenos? san Juan nos dice: Habiendo dicho estas cosas, se turbó en su espíritu y exclamó: En verdad, en verdad os digo, que uno de ustedes me hará traición (Jn_13_21).

    ¿Acaso cesaron las contradicciones cuando estuviste clavado en la cruz? No, todas las criaturas se turbaron. Un ladrón crucificado contigo te contradiría; después de tu muerte, tu sepulcro sería vigilado para impedir en vano tu resurrección, contradiciendo (así) tu estado de gloria tanto como el de sufrimiento.

    ¿Y cuando enviaste a tus apóstoles a extender la orden de la cual eres el fundador? Cuántas contradicciones les habías anunciado. Los sufrimientos les serían ocasionados por las mismas criaturas que pensarían hacer con ello un servicio a la divinidad, a fin de que los discípulos se conformaran al Maestro, y la sangre de los mártires fuera semilla de cristianos. Mientras las personas más deseen conformarse, transfigurarse o transformarse en él, más deben sufrir, aceptando tu doloroso cáliz y esperando de la bondad divina el descanso beatífico en la gloria eterna.

    Escribo esto, mi queridísimo esposo, a fin de disponernos a la cruz, después de suplicarte humildemente que nos llamaras y eligieras como [55] hijas tuyas y pobrísimas esclavas, en una esclavitud que nos llevar a reinar. Nos ofrecemos en sacrificio, aun de holocausto, a tu divina majestad, deseando seguirte a todas partes. Admítenos en la gracia, aunque por ahora sólo seamos hijas tuyas, conscientes de lo que dijo tu gran apóstol: Mirad, hermanos, quiénes habéis sido llamados. No hay muchos sabios según la carne ni muchos poderosos ni muchos de la nobleza. Ha escogido Dios más bien lo necio del mundo, para confundir a los sabios. Y ha escogido Dios lo débil del mundo, para confundir lo fuerte. Lo plebeyo y despreciable del mundo ha escogido Dios; lo que no es, para reducir a la nada lo que es. Para que ningún mortal se gloríe en la presencia de Dios. De él os viene que estéis en Cristo Jesús, al cual hizo Dios para nosotros sabiduría de origen divino, justicia, santificación y redención, a fin de que, como dice la Escritura: El que se gloríe, gloríese en el Señor (1Co_1_26s).

    Las palabras que pronunció el Espíritu Santo a través de esos labios apostólicos, tienen fuerza para darnos valor en las contradicciones. Cuan fiel fue al Señor este vaso de elección y de dilección, el cual lo escogió para ser su embajador universal. Cómo debemos agradecerle, nosotras, hijas de Francia, el haber dado a conocer el Dios desconocido a nuestro apóstol san Dionisio, cuando entró en Atenas para proclamar allí al Verbo Encarnado, a quien (aquel) desconocía ,saliendo victorioso de todos sus enemigos, ya que se había erguido para combatirlo y para derribarlo!

    Esos sabios mundanos habían prohibido bajo pena de muerte el que se admitiera cualquier religión nueva. San Pablo llevaba la vida y estableció allí al anciano de los días, al creador del cielo y de la tierra, al nuevo Adán, al Dios desconocido revestido de nuestra humanidad, al Verbo Encarnado; aquel que es el principio y el fin; el primero y el último, que nos llama a sí. Sigámoslo, hijas mías. Si él está de nuestra [56] parte, ¿Quién podrá contra nosotras? Morir por él es nuestra vida. Los honores, los menosprecios, las ignominias, dan gloria a su amor. Bienaventurados los que lavan sus vestiduras en la sangre del Cordero, para tener derecho al árbol de la vida, y a entrar por las puertas de la ciudad (Ap_22_14).

    Sigamos a nuestro pastor, entremos por la puerta del sufrimiento para franquear con él la de la gloria. Su santa madre y todos los apóstoles pasaron por ahí. Todos proclaman al unísono: La diestra del Señor hizo proezas, la diestra del Señor me levantó; la diestra del Señor hizo proezas. No moriré‚ mas viviré, y contar‚ las obras del Señor. Me castigó, me castigó el Señor, mas no me entregó a la muerte. Abridme las puertas de la justicia: entrando por ellas, dar‚ gracias al Señor. Esta es la puerta del Señor, los justos entrarán por ella. Gracias te dar‚ porque me escuchaste, y te hiciste mi salvador. La piedra que rechazaron los constructores ha venido a ser la piedra angular. Obra es ésta del Señor; es admirable a nuestros ojos (Sal_117_16s).

    He manifestado todo lo que antecede para gloria de Dios; para demostrar que la fuente de toda vida religiosa es él mismo, por él mismo, y debe volver a él. De manera especial, las que emiten la profesión religiosa mediante la observancia de los tres votos, y todas aquellas que serán y son llamadas a la Orden del Verbo Encarnado, deben tender perfectísimamente al fin que él les señaló, diciendo a todas nosotras: Sed santas como yo soy santo; sean perfectas como su Padre celestial es perfecto.

Capítulo 7 - Sublimes luces que Dios comunicó a san Dionisio, y cuan humilde y obediente fue en la recepción y manifestación de ellas, según la divina voluntad, que siempre fue la regla o directriz de su espíritu.

R.P., Salud en Jesucristo:

    [57] Estoy muy mortificada debido a que la medicina que hoy tomé me impidió comunicarle las innumerables maravillas que mi divino amor me ha revelado acerca de las excelencias de mi maestro san Dionisio. Después de conversar conmigo sobre ellas durante varias horas, me hizo ver varias veces montículos de arena dorada; y al sorprenderme la repetición de esta visión, me enseñó que se trataba de la multitud de los dones divinos y de las gracias conferidas a este santo, el cual, mediante su correspondencia a dichos favores divinos, multiplicó de tal manera sus méritos, que éstos llegaron a ser tan numerosos como las arenas del mar.

    Me dijo que la humildad y la obediencia de san Dionisio fueron admirables; que por la humildad se abajó hasta un abismo, y por la obediencia se elevó tan alto, que llegó a la penetración de los misterios más eminentes; obediencia que Dios me hizo ver como el seguimiento de su divina voluntad.

    Estas virtudes le mostraron destellos purísimos de las insondables claridades de la divina esencia, en la medida en que fue capaz de ello. Estas claridades le parecieron tan inmensas y adorables, [58] que anonadándose, confesaba la grandeza de la divina y supersubstancial divinidad; deidad invisible e incomprensible, impenetrable a todo entendimiento creado, luz y ser por sí mismo como de sí, que permanece en sí, infinitamente abstraído a todo lo que tiene el ser participado y creado. Tal fue el claro conocimiento de su ilimitada excelencia que Dios concedió a este santo.

    Este mismo santo decía que lo oculto de Dios estaba reservado a Dios solo, el cual se comprende totalmente, y esta totalidad no ha sido, ni ser jamás, conocida enteramente por las criaturas, aunque Dios haya concedido cierto conocimiento de su esencia a un pequeño número de almas, la cual, por ser indivisible, no puede ser fragmentada; aquellos a quienes a él place hacerla ver, la contemplan toda, aunque no en su integridad.

    san Dionisio gozó, pues, del favor que ha sido concedido a pocos santos de contemplar esta esencia simplísima, sin poder ver su totalidad, puesto que es inmensa. Esta visión lo hacía divinamente participante de este esplendor inefable y adorabilísimo, el cual la divina sabiduría le daba claramente aunque se lo escondía prudentemente, produciendo sombra en su espíritu tan humilde, a fin de que no perdiera la audacia de elevarse hasta los divinos misterios con respeto y libertad.

    Esta libertad le era necesaria para instruirnos, como lo hizo, acerca de estos espectáculos divinos que lo mantenían continuamente en suspenso, sin permitirle retroceder por timidez ni avanzar demasiado por temeridad. En la discreta luz veía reverentemente la luz, el divino rayo que lo elevaba al iluminarlo y lo abajaba al instruirlo. Veía en este espejo voluntario todo lo que la divina voluntad quería que le fuera manifestado; ella le velaba el rostro y los pies cuando quería que el adorara y admirara esta maravilla que es el principio y el fin de todo, siendo ella misma sin principio y sin término, como un ser indeficiente que siempre ha existido, y que ser infinitamente sin dependencia de las criaturas; sin caducidad ni disminución de su ser, ni de su excelencia super esencial.

    El gran santo hacía el oficio de los serafines, alabando la unidad de la esencia y la distinción de personas por medio de las alabanzas que el divino amor le inspiraba, amor que lo introducía tan íntimamente dentro de la divinidad a la que alababa, que penetraba hasta la caliginosidad donde recibía leyes inefables que no nos manifestó, porque la providencia guardó su secreto en sí misma con este santo, el cual nos [59] dice solamente que el amor, cegado por demasiada luz, penetra por pasión en lo que no puede alcanzar por acción, ni explicar por locución propia, una acción intelectual en sí misma.

    Ignoro si me explico con propiedad cuando digo penetra; diré más bien que el espíritu es penetrado, imbuido o empapado por esta divina presencia, que no se disemina o desparrama al entrar en el alma, ni se mezcla con las criaturas por confusión. Ella se une y transforma el espíritu que la recibe, sin agotarse cuantitativamente, ni aplicarse cualitativamente a ella. Es simplísima en todo momento; sumamente inmensa y pura, aun cuando en si misma es comunicativa, como el soberano bien que es lo bueno y lo bello que esclarece el entendimiento e inflama la voluntad, deificando, uniendo y simplificando el espíritu que se digna habitar; pero con una verdadera deificación participada, sin manumisión de lo que le es esencialmente propio y que de ninguna manera puede convenir al ser creado. Ella une a sí al espíritu creado, pero de un modo divino que es inefable aunque verdadero, lo cual simplifica al espíritu y lo configura con su arquetipo: ese divino patrón y sublime original que es forma divina e inmaterial.

    El espíritu se espiritualiza en esta hoguera todopoderosa, sabia y enteramente buena, la cual lo beneficia haciéndolo supereminente por encima de todas las cosas que le son inferiores. A esto se refirió el apóstol cuando dijo que la persona espiritual juzga todas las cosas sin ser juzgada por ellas en modo alguno, porque este divino rayo la eleva sobre ellas mediante su fuerza, retirándola así de su jurisdicción. El espíritu elevado en Dios juzga lo que está debajo de Dios con un discernimiento admirable, mediante la claridad que se comunica sólo a él. Es capaz de discernir distintamente las divinas perfecciones que existen en los ángeles y en los seres humanos, expuestos a su mirada por mandato de la suprema providencia, de este soberano Dios que se complace en constituir a este espíritu así como faraón constituyó a José, aunque con mucha más sabiduría .

    José poseía el poder del rey, pero el rey no hubiera podido hacerlo capaz de ejercer este oficio si la providencia, que lo había destinado para este favor, no lo hubiera capacitado para desempeñarlo. Ahora bien, Dios da la capacidad, como ya se dijo: al dar el ser, da las consecuencias del ser. Dios se posesiona de una persona, la hace capaz de su amor, y éste de los oficios que le encomienda. El amor puede hacer todo lo que Dios [60] desea de la criatura amada. Aquel que dice: Ama y haz lo que quieras, experimentó fuertemente el poder del amor que arrebata en éxtasis al Verbo que está en todas partes y cuya circunferencia no está en lugar alguno, aun cuando el Verbo eterno mora en el seno del Padre mediante una fusión inefable. El entró en María convirtiéndose en el Verbo humanado, a fin de permanecer nueve meses en el seno materno, en el cual nació y del cual salió para manifestarse a los hombres por los cuales había nacido; amor a la humanidad que lo arrobó en éxtasis, moviéndolo a esconder su grandeza bajo nuestra pequeñez, su majestad bajo nuestra vileza; sus riquezas bajo el embozo de nuestra pobreza.

    Fue el amor a nosotros lo que lo despojó, en apariencia, de sus ornatos. Su gloria, que guarda en efecto en el seno de su Padre, del cual es el esplendor y la figura de su sustancia, la imagen de su bondad, el espejo sin mancha de su majestad sincera, el aliento de su divina virtud, el cual no empaña este cristal adorable en el que el divino Padre contempla sus divinas perfecciones. El Verbo es la tierra inmensa de este entendimiento fecundo del cual emana, y en el que dimana conservando, sin embargo, sus propiedades personales.

    En unión con su divino Padre produce el amor común que es el término de su muy única voluntad, el cual se detiene en el interior de todas las divinas emanaciones, siendo personalmente distinto de las otras dos personas. Constituye la tercera subsistencia de la pacífica Trinidad, distinción fundamental que no divide la esencia simplísima de este ser super esencial, que era, que existe y existir sin detrimento, por ser invariable, inmutable, super eterno. Es la eternidad perenne que carece de todo antecedente o subsiguiente, abarcando, por así decir, del uno al otro confín. El Padre, que es principio y origen, penetra en la tercera persona, que es el término de todas las emanaciones, así como penetra al Verbo que está en su Padre y en el Espíritu Santo, el cual penetra al Padre y al Hijo así como es penetrado por ellos. Esta es la divina circumincesión. Sus divinas ruedas están una dentro de la otra. Una de estas ruedas apareció en la tierra para elevarnos al cielo, haciéndose hombre para constituir al Hombre-Dios y hacernos a todos consortes y participantes de la naturaleza divina, revelándonos su gloria como único Hijo del Padre, lleno de gracia y de verdad, que sobrepasa todo y que permanecer eternamente unido, mediante la unión hipostática que ha [61] unido a dos naturalezas infinitamente alejadas, la divina y la humana, las cuales están inseparablemente unidas en una sola persona que se llama Jesús.

    El nos enseñó los secretos que aprendió de su divino Padre antes de la creación del mundo, preparándonos el reino de su gloria a fin de que estemos a su derecha en el tiempo y en la eternidad, gozando de su claridad inmortal, en la cual seremos sumergidos como en un mar inmenso, y de la cual poseemos las arras ya desde este mundo, así como prendas muy ventajosas gracias a la divina comunión, que es un refrigerio divino y humano; un convivió en el que está Jesucristo para conferir a la esposa divina todo lo que es para su mayor gloria y eminente santidad, deseando que ella se conserve santa por participación, así como él es santo por esencia, y que nosotros lo imitemos transformándonos conforme a su belleza, la cual es la imagen de la bondad eterna, cuya perfección nos propone como modelo, diciéndonos:

    Sean perfectos como su Padre celestial es perfecto, y santos porque yo soy santo. Antes de instituir este sagrado convite, me santifiqué por ustedes, a fin de que mi Padre, que es santo, y el Espíritu Santo, que es el santificador que desea santificarlos de nuevo, los encuentren dispuestos, gracias a mis méritos, a la santificación amorosa que ellos les quieren dar en abundancia.

    Cuando yo sea glorificado, el Padre y yo lo enviaremos, pues él desea, con gemidos inenarrables, venir a ustedes y estar en ustedes, acompañado del Padre, como secuencia necesaria, en este divino sacramento. El Espíritu Santo ansía, como mi Padre y yo, hacer una morada espiritual en ustedes y difundir en sus corazones la divina caridad mediante su habitación. Anhela verter profusamente en ustedes su unción sagrada.

    Esteban colmó los anhelos del divino amor por haber recibido el bautismo, que es sacramento de iluminación. Siempre conservó su luz; siempre creyó en ella hasta el cenit de su gloria. Sus caminos fueron justos, y todo bien habitó en él.

    Moisés deseó ver mi rostro y yo le prometí enseñarle mis hombros; pero a mi bondad le pareció bien la idea de hacerle ver todo bien, pues no quería privarlo del deseo que tenía; no le prometí que vería mi cara, pero en cambio le concedí el favor de morir del beso de mi boca divina.

    Si, a la sombra de una ley rigurosa, concedí a Moisés [62] gozar de la vista de mi dulce luz, que jamás le quise prometer expresamente ¿Qué piensas tú, hija mía de las delicias que comuniqué a Dionisio, quien fue tan afortunado que pudo gozar de las claridades de la ley de la gracia, claridades que yo había merecido y pedido a mi Padre durante la Cena, pudiendo regalarlas como él, puesto que lo que es del Padre me pertenece? Por ello dije: Oh Padre. Yo deseo que aquellos que me has dado estén conmigo allí mismo donde yo esté: para que contemplen mi gloria, cual tú me la diste desde antes de la creación del mundo (Jn_17_24). Padre santo, si el mundo no te conoce, yo te conozco, yo que soy tu Hijo natural y consustancial. Los míos son tus hijos adoptivos, a los cuales he manifestado tu nombre. Ellos te conocen, y haré que te conozcan nuevamente y crezcan en tu conocimiento, a fin de que los ames con el amor con que me amas: Para que el amor con que me amaste en ellos esté, y yo en ellos (Jn_17_26). Si ellos desfallecen a causa de su debilidad, quiero morar en ellos para satisfacerte por medio del sacramento de amor. Ellos estarán en mí y yo en ellos a fin de que todos seamos consumados en uno.

    Dionisio recibió este favor y jamás lo perdió. Subió de grado en grado hasta llegar a Sión. Se dijo que yo amé a Jacob desde el vientre de su madre, como a un fiel servidor: Tú eres mi siervo, Israel: en ti ser‚ glorificado (Is_49_3). Lo que dije de Jacob, también se cumplió en Dionisio, pero de un modo más augusto. Jacob vio en sueños una escalera por la cual los ángeles subían y bajaban, y a Dios apoyado en lo alto de ella. Dionisio contempló una maravilla más grande, no en sueños, sino despierto. La de Jacob era una figura; la del divino Dionisio le mostró la verdad. Esta escala era su intelecto, la cabeza de Dionisio era el lugar admirable en el que aquel se apoyaba como la puerta del cielo y la morada de Dios. Ángeles de todas las jerarquías subían y bajaban en Dionisio, haciendo su circunvolución en su cabeza sagrada, en la que residía la divinidad gracias a un privilegio especial, que era como el primer móvil que impulsaba a todos estos cielos intelectuales.

    Si todas esas sólidas inteligencias eran impelidas, ¿me ser posible permanecer en mí y hablar de las maravillas obradas en Dionisio? Si me extravío, un abismo atraer a otro abismo. Me contento con que tus rayos me rodeen y circunden como a ti te agrade.

    [63] Hija mía, en la cabeza de Dionisio estaban toda la Trinidad y todos los ángeles en tres órdenes: superior, medio e inferior. Purificando, iluminando y perfeccionando, nuestra divinidad cumplir sus oficios en este divino Dionisio, a quien te he dado como maestro para que te enseñe la teología mística. Pablo, que fue el suyo, es mi conquistador; Dionisio es mi adorador.

    Pablo es mi legado apostólico; Dionisio permaneció a mi lado de una manera singular para recibir pausadamente el influjo de mi amor sagrado. Pablo es como el general de mis ejércitos; Dionisio es mi secretario después de Juan, el predilecto. El permanece tranquilo en mi gabinete sagrado para escuchar los misterios que deseo revelar en el tiempo establecido.

    Dionisio es un fénix que no resurgió de sus cenizas porque yo no fui reducido a ellas. Nació de las tinieblas de mi muerte, tinieblas que fueron luz para él, porque conoció, mediante mi sabiduría secreta, que yo sufrí en la carne. A través de estas tinieblas, Dionisio vio una gran luz, la cual no lo despertó del todo; la providencia aguardaba la hora de enviar al apóstol de la gloria que debía hablar del Dios desconocido, a quien Dionisio adoraba sin conocerlo, para instruirlo acerca de la resurrección universal.

    Entonces apareció este fénix, si no en vida perfecta, cuando menos deseoso de ella, el cual recibió la luz de la fe y el sagrado bautismo, en el que se sumergió tres veces, renunciando previamente a todo lo que no era Dios. Recibió el sagrado carácter de hijo adoptivo de la divinidad. Mi Padre, yo y el Espíritu Santo, produjimos nuestra imagen perfecta. Dionisio llegó a ser conforme a su prototipo; Dionisio ascendió en la palma de mis victorias.

    Dionisio hizo su nido dentro de mi corazón, donde multiplicó sus días s; Dionisio fue hecho semejante al que amaba; Dionisio se fusionó de un modo único a la unidad divina; Dionisio se extendió admirablemente en el conocimiento de las emanaciones divinas, sin salir de su centro. Dionisio fue esclarecido por montañas eternas mediante la admiración continua de los espectáculos divinos que la festiva deidad exponía ante él, y que a su vez contemplaba con respeto y admiración incesantes, siguiendo en todo momento la atracción del rayo de luz divino, [64] el cual lo conservaba en la voluntad divina. Permaneciendo en las divinas balanzas de la divina providencia, ascendía o descendía según la moción divina. Se detenía cuando ésta le ordenaba el descanso, durante el cual sufría a causa de las cosas divinas, que se le tornaban inefables. A pesar de las maravillas que dijo acerca de ellas, confesó haber dicho muy poco.

    Dionisio, hablas con verdad: este Dios inmenso es inenarrable. San Pablo, tu maestro, escribió: Oh profundidad de los tesoros de la sabiduría y de la ciencia de Dios: cuan incomprensibles son sus juicios, cuan insondables sus caminos (Rm_11_33). Estoy de acuerdo contigo en que el silencio es más decoroso cuando se trata de cantar sus alabanzas, y que la suprema deidad es más dignamente ensalzada por la negación que por la afirmación. A pesar de todo, el amor a la humanidad tuvo sobre ella el poder de atraer por compasión a una de las divinas hipóstasis a hacerse hombre, y como las entrañas de la misericordia, permítaseme la expresión, se conmovieron por piedad, hicieron posible que el Oriente que nació eternamente en ellas tuviera a bien venir desde la altura de ese seno paterno para tomar carne en la humildad de un seno materno, para desde ahí iluminar a todos los paralíticos que yacían en las tinieblas, a fin de convertirse en su camino luminoso y pacífico. Quienes han caminado en esta luz, han avanzado con seguridad; en esta luz visible han visto la invisible; en este Verbo hecho carne han contemplado la carne convertida en una misma persona con el Verbo, dos naturalezas en un solo soporte; un Dios hecho hombre y un hombre convertido en Dios sin confusión ni mezcla de sustancias. Por esta razón, la Iglesia exclama: Hoy se nos anuncia un misterio admirable: perfeccionando la naturaleza, Dios se hizo hombre. Lo que ya existía, permaneció, y lo que no, fue asumido sin que ocurriera mezcla o división alguna (Liturgia de Navidad).

    Si el Verbo invisible en su deidad quiso hacerse visible mediante nuestra humanidad, hablándonos de los misterios en un lenguaje humano, tú, en proporción, puedes muy bien hablar de ellos, según lo que él dijo: que en su nombre y por su poder, sus apóstoles harían los signos que él hizo, y aun mayores. ¿Puedo decirte que su sabiduría te ha ordenado hablarnos así como él te ha hablado, tal vez de un modo más claro, ya que los misterios ocultos en esta divinidad escondida a los siglos pasados han sido manifestados abiertamente en el presente?

    [65] Se bien que esta apertura no los manifiesta en su totalidad, exponiéndolos enteramente; de otra manera, cambiarían de nombre y dejarían de ser misterios admirablemente inefables. La fe no triunfaría como lo hace, y la gente se familiarizaría demasiado con ellos. Aun habría que temer que les faltaran al respeto, ya que en la tierra sus acciones tienen mucha rusticidad. Son como los rústicos que no pueden ser educados en sus hogares, sino que hace falta cambiarlos de lugar y transportarlos a la ciudad celeste o empíreo, donde aparecerán metamorfoseados por las divinas llamas de tu amor sagrado y real, que los convertir en sacerdotes, reyes y reinos. Todo se manifestar en la luz de la bienaventuranza: podrán ver al Dios de la gloria, el cual se les hará presente sin riesgo de ser menos respetado.

    Este Dios descubierto les enseñar por sí mismo sus divinas excelencias, tal y como se da a conocer a las inteligencias supremas, sabiendo que él las instruye acerca de sus deberes, a los que nunca faltan. Es el orden eminente que estas esencias espirituales reciben de la supereminente sabiduría divina, por medio de nociones muy luminosas, de la cual son vecinas, ya que, mediante una transmisión inenarrable para mí, comunican esta claridad en proporción a su capacidad, observando la primera regla que norma tanto su recepción como su producción, sin que se confundan por la circunvolución que efectúan ante el divino arquetipo, del cual reciben lo que comunican a sus inferiores. Los que son de Dios, guardan un orden (Rm_13_1).

    Este orden divino es observado inviolable e invariablemente por estos espíritus ígneos que, cual ministros de fuego, vuelan según su voluntad, y que son estables en sus decretos como esencias inmutables, detenidas en el orden que les fue señalado por el soberano que las creó, y que las ha glorificado al confirmarlas en su voluntad adorable, en la que encuentran su felicidad. Refiriéndose a esto, Jesucristo dijo después de haber pedido a su divino Padre que viniera a nosotros su reino: Hágase tu voluntad, así en la tierra como en el cielo (Mt_6_10). El pan de los ángeles es el cumplimiento de la divina voluntad, sea por acción, sea por pasión; agente o paciente, recibiendo o dando.

    [66] Voluntad divina que en la tierra era el delicioso alimento del divino Salvador, único en conocer la fidelidad de estos espíritus puros, los cuales habitan en el empíreo, siempre dispuestos a las inclinaciones de la divina voluntad, asistiendo alrededor del trono para recibir la divina efusión, que después ponen en evidencia a sus inferiores, quienes a su vez manifiestan una admirable adhesión a lo que les transmiten estas divinas claridades, mediante las cuales giran alrededor del divino principio, dispuestos siempre a obedecer sus mandatos con alabanza y bendición. Bendecid al Señor todos sus ángeles, poderosos en fuerza, ejecutores de sus órdenes en cuanto escuchan su palabra (Sal_102_20).

    ¿Qué los mueve a alabar y bendecir a la divina bondad? Es un río de amor que les es comunicado por el soberano bien, el cual los llena y colma, deteniéndolos ahí donde su beneplácito los quiere: Salía de delante de él un impetuoso río de fuego: eran millares de millares los que le servían, y mil millones los que asistían ante su presencia (Dn_7_10). Todos se conforman al mandato de la divina sabiduría, asistiendo con adoración, sirviendo de nuncios de esta voluntad con obediencia prontísima, como y a quien a ella le place, sin oponer resistencia alguna a lo que les es ordenado; obediencia que es amada de la divina beatitud, la cual es su recompensa. Por ello decimos que la gloria es aquella de la gracia, gracia que en la tierra es el comienzo de la gloria, así como la gloria que está en el cielo es la gracia consumada.

    El único que está en el seno del Padre quiso descender a la tierra para enseñar a la humanidad la etiqueta inmutable de esta suprema corte, a fin de pulirlos y hacerlos capaces de tratar con altura los misterios supremos que estas esencias sublimes penetran íntimamente en razón de su conformidad con los movimientos y decretos de la divina beatitud, de la cual observan invariablemente todos los designios que les son notificados. Están puestos como tiro al blanco de las divinas sabidurías, cuyas puntas los penetran sin herida ni dolor, atravesándolos con amabilísimas dulzuras que los deleitan con gozos inenarrables. David compartió su buena experiencia del impacto de estos dardos, al decir que el deleite de la gloria está en la diestra hasta el fin, que es infinito. Quien se adhiere a Dios, se hace un mismo espíritu con él por medio de la unión íntima.

    El Salvador nos dijo que su Padre jamás lo ha dejado solo porque [67] siempre hace todo lo que agrada a este divino Padre, el cual manda que él sea escuchado cuando habla del exceso de amor con el que manifestó que amaba a su Padre, aceptando la cruz para entrar en su gozo, haciendo a un lado la voluntad humana para cumplir la divina, a fin de que todas las criaturas supieran que él amaba a su Padre. Quiso morir para satisfacerlo en rigor de justicia, rescatando a la humanidad, para quien preparó su reino tal y como su Padre lo había dispuesto para él. Dijo así: Quien quiera venir en pos de mí, que tome su cruz y que me siga; perdiendo su alma en esta vida por mi amor, la encontrar en la vida eterna. ¿De qué sirve al hombre ganar todo el mundo si su alma sufre detrimento?

    Dionisio imitó perfectamente a los ángeles y al rey de los ángeles hecho hombre mortal, para rescatar a los hombres y ser su vida. ¿Quién murió una vez? El pecado. ¿Quién vive por siempre? Dios. La muerte quedó absorbida en la victoria del Salvador, el cual quiso elegir a Dionisio para señalar su triunfo, llamándolo a sí mediante la gloria de su resurrección, a fin de que poseyera desde esta vida el gozo de su Señor, y para darle el valor de salir de su tierra y de sus conocidos e ir al lugar en el que su providencia lo quería exaltar como padre: padre de multitudes, padre de los fieles franceses, padre de estrellas brillantes que engendró con su doctrina celestial y divina.

    Fue como si Dios hubiera dicho a sus ángeles: ¿podría esconder mis secretos a Dionisio? No, porque quiero que los comprenda divinamente y admire los brotes inflamados de mis llamas, recibidas por los ardientes serafines, los cuales iluminan a los sabios querubines, adornan a los tronos de belleza admirable, ordenan a las dominaciones, ennoblecen a los principados e instruyen a los arcángeles en el orden monárquico que se observa en el empíreo, para que sepan cómo deben guiar a los monarcas de la tierra.

    El Verbo Encarnado quiso traer estas llamas a la tierra para hacerlas arder en los corazones de los pequeños, a quienes atraía a si para que ejercieran el oficio de los ángeles, que se encargan de guiarlos sin perder de vista al divino Padre que está en el cielo. Este divino Señor nos dijo: Guárdense de escandalizar a uno de estos pequeñitos que creen en mí, pues les digo que están bajo la tutela de los príncipes que gozan del favor de contemplar sin intermisión el rostro adorable de mi Padre celestial.

    [68] Dionisio es otro Samuel puesto por Dios para servir en el templo divino y ser, él mismo, el santuario de la divinidad, la cual se complacía en hablarle en la penumbra más clara que los rayos del sol visible, mostrándole cómo se apacienta y reposa en el cenit de su gloria. Lo hizo juez de sus divinas claridades hasta donde puede ser capaz una criatura en su carne, de las cuales habló con tanta dignidad, que sus palabras nos hacen ver al vivo la majestad de Dios, de quien nos habla, llevando nuestro espíritu a las profundas y verdaderas adoraciones de esta adorable verdad, que era, es y ser eternamente el ser sublime, cuyo encubrimiento es visto clara y totalmente de si mismo, por él mismo y en él mismo; que es contemplado desde el Padre por el Hijo, cuya inmensidad termina en el Espíritu Santo con una dichosa felicidad, la cual se desborda sin salir de ella misma en sus moradores más próximos, a saber, como ya dije antes, los serafines, considerando la excelencia de estos ardientes espíritus.

    Todo su ser era de fuego, pero lo que elevó a nuestro Dionisio sobre todos ellos, fue la proximidad que tuvo con el Verbo Encarnado. Por ser sacerdote y pontífice, representaba a este soberano con toda magnificencia; siendo, como dice san Pedro, consorte de su divina naturaleza y de los elegidos para ver la gloria sobre la santa montaña de la divina contemplación, en la cual su espíritu purísimo se transfiguraba de claridad en claridad, hasta llegar a ser transformado por un poder divino en el espíritu del Señor a quien amaba y adoraba con entera fidelidad.

    El agradecía estos favores especiales y la familiaridad divina, redoblando sus muestras de respeto hacia esta deidad super esencial. Jamás olvidó su nada al elevarse hasta ese todo inefable, estimando como inapreciables las irradiaciones que le eran comunicadas, sea por esta deidad en el santo cobijo de su propia gloria, sea por la inteligencia de la palabra de las divinas escrituras, las cuales siempre admiró como preciosísimas, y por las cuales comprendía los sagrados misterios que (a su vez) nos comunicó con clara evidencia.

    Jamás se apropió lo que era debido a esta deidad, ni lo que ella concedió benignamente a las esencias sublimes y a los primeros doctores, de los cuales él se reconoce como un pequeño escolar, a pesar de que toda la Iglesia lo acepta como pontífice altamente iluminado, que entraba [69] no una vez al año en el santuario, sino que casi nunca salía de él, o, como he dicho antes, él mismo era la morada visible del Dios invisible que comunicaba por mediación de Dionisio sus oráculos infalibles con una mansedumbre admirable, siendo siempre muy dulce y humilde de corazón, y verdadera expresión de este favor divinamente concedido por el amable Salvador, que es por excelencia la humildad misma transformada en corazón, corazón del Salvador que se complacía en destilar estas amabilísimas perfecciones en su amadísimo Dionisio, que había llegado a ser conforme a la imagen del Padre, que es este Hijo amado en el que ha puesto sus complacencias desde la eternidad, lo cual seguir haciendo por toda la infinitud.

    Las tres divinas personas, que son montañas supra eternas, se complacían divinamente en derramar su dulzura inenarrable en Dionisio, cuyo nombre quiere decir divinamente destilado.

    El profeta Isaías, divinamente instruido acerca de este rocío sagrado, escribió: ¡Oh cielos!, derramad desde arriba vuestro rocío (Is_45_8), y que la nube llueva al justo; que ante mi voluntad, todo lugar se convierta en un delicado vaso que se llenar según mis deseos, a fin de que este divino rocío proveniente del seno paterno se difunda en nuestra creación.

    Dionisio apareció después de que este rocío fue comunicado a los hombres por la Encarnación, y de que ésta hubiera permanecido en el sacramento de la eucaristía, mediante la cual la recibió, entrando en ella y ella en él. Fue así como se vio transformado en aquel a quien amaba, del cual habló con sentimientos admirables. De la abundancia del corazón, habló su boca, y de la plenitud de su espíritu produjo su pluma ríos incomparables. Si en ocasiones guardó silencio, esto se debió a que el entusiasmo lo absorbía, de suerte que pudo exclamar: Tu ciencia ha hecho maravillas, me ha confortado y no me separar‚ de ella (Sal_138_6).

    Es menester que guarde yo un silencio adorable, adorando la deidad inefable, la cual habita en una luz inaccesible que no puedo alabar dignamente, pues está por encima de toda alabanza. Si las divinas balanzas lo llamaban a ensalzar una vez más a aquel que sobrepasa toda alabanza, seguía divinamente este atractivo del fulgor divino, que le servía de carro glorioso. En esta gloria, contemplaba la gloria; en esta luz infusa, veía la luz difusa; en todos los espíritus que habitan cerca de ella sin salir de su inmensidad y deidad original, iluminaba ella su espíritu con [70] una brillante claridad que lo llevaba a discernir la diferencia entre la luz creada y la increada, que es un océano insondable y un abismo que las simples criaturas no pueden penetrar, por ser muy profundo en su profundidad tan sublime, en su inmensa altura, en su amplitud extensísima, y en su longitud que es infinita.

    De lo finito a lo infinito no existe proporción alguna. Esto es lo que encantaba al gran san Dionisio, el cual gozaba al ver que la deidad super esencial no podía ser dignamente alabada sino por ella misma, que es la única alabanza suficiente. Deseaba que todo lo que posee un ser participado de ella la alabara según el poder que esta deidad le hubiera concedido, y que todas las criaturas confesaran su incapacidad, admirando la gloria de su excelencia divina y cantando con los espíritus ardientes: Santo, Santo, Santo es el Señor Dios de los ejércitos, dueño de todas las criaturas, que existen de él, por él y en él, así como las lides en las que combate y derriba todo cuanto resiste a su poder absoluto.

    Cuando él quería que el cielo y la tierra se llenaran de su gloria, de la cual Dionisio estaba colmado, ésta se desbordaba en él como un río impetuoso, alegrando esta ciudad de Dios, santificando este tabernáculo del Altísimo. El Dios de amor estaba en medio de su corazón, pacificándolo divinamente; corazón del que manaba el agua viva hacia el prójimo, sin vaciarse jamás. En el espíritu de san Dionisio residía el brote fontanal de la divinidad, sin que por ello saliera de sí misma y de su preexistencia, infinitamente abstraída de todo lo que existe fuera de ella, a pesar de que todo recibe su ser de ella, y que ninguna criatura puede subsistir sin esta deidad. Si se retirara, aquellas permanecerían en su nada, pues sólo ella conserva continuamente el ser que les dio al crearlas.

    Dionisio conoció esta verdad mediante una luz natural que las tinieblas de la pasión le aportaron. Este gran santo supo muy bien que el desorden de las criaturas insensibles provenía del desarreglo de las criaturas razonables. El creador sufrió por esta causa, a fin de establecer un orden nuevo en la tierra. No satisfecho con hacerse hombre, su amor lo hizo mortal, impulsándolo hasta morir bajo el poder de las tinieblas para iluminar a los hombres en esta humana penumbra, la cual permitió que el centurión percibiera su divinidad y conociera al divino Salvador, a [71] pesar de ser un Dios escondido. Dionisio es el Dios desconocido a quien ustedes deben conocer e ignorar: conocer por su resplandor aparente, ignorar por su fondo oculto.

    De este ocultamiento de Dios hablaste dignamente y lo adoraste humildemente junto con esos espíritus ardientes, remontándote en alas de complacencia y benevolencia, que no tienen necesidad de pies para caminar porque no lo pueden alcanzar, ni de ojos para ver lo invisible, al cual no pueden percibir, sino más bien adorar. Eres este trono ensalzado, más augusto que el cielo empíreo, que no es intelectual y, por tanto, incapaz de estos deleites divinos, por no ser un espíritu racional ni un cuerpo animado.

    ¡Qué arrobamiento tendría a estas inteligencias celestes en suspenso, alabando a la resplandeciente deidad que se complacía benignamente en producir sus rayos en ti, transpirando tu intelecto para hacernos partícipes de él después de que estuviera bien colmado, sin estar sobrecargado! La caridad se difundía en ti mediante la inhabitación del único Espíritu de esta sapiencia super esencial, cuya amorosa compañía no cansa. Ella te inundaba sin diluirte, pues morabas en ella como un delfín en el océano: Porque es más vasto que el mar su pensamiento, y su consejo más que el gran abismo. Y añade todavía: Yo, la sabiduría, derramé ríos. Yo, como canal de agua inmensa, derivada del río, y como acequia sacada del río, y como un acueducto salí del paraíso. Dije: 'Regaré mi huerto, y hartaré de agua los frutales de mi prado' (Si_24_30s).

    Dionisio, quiero que tú recibas mis ríos y mis torrentes, y que en la tierra goces de las delicias de mi paraíso. Eres mi jardín de recreo en el que deseo ser rociado; eres mi verde prado, al que deseo embriagar con mis aguas, a fin de que abundes en pasturas para apacentar a mis ovejas en mi Iglesia militante, de la cual fuiste constituido pastor. Te he escogido como a otro vaso de elección en el que hago destilar el deleite de mi gracia según tu nombre: Dionisio, el divino destilado. Tu cabeza es este vaso admirable, la obra del altísimo: Orgullo de las alturas, firmamento de pureza, tal la vista del cielo en su espectáculo de gloria. El sol apareciendo proclama su salida: ¡Qué admirable la obra del [72] Altísimo!' En su mediodía reseca la tierra, ante su ardor, ¿Quién puede resistir? Se atiza el horno para hojas de forja: tres veces más el sol que abrasa las montañas; vapores ardientes despide, ciega los ojos con el brillo de sus rayos. Grande es el Señor que lo hizo, y a cuyo mandato emprende su rápida carrera (Si_43_1s).

    Dionisio es este elevado firmamento en el que se contempla la belleza divina, la visión de gloria, leyes que emanan de sus divinas contemplaciones. Aparecía como un sol radiante que quemaba con sus rayos; todos los corazones que recibían sus rasgos, quedaban encantados de portar su atracción: Ante su ardor, ¿Quién puede resistir? (Si_43_3). Este horno era iluminado triplemente por el ardor de estas tres divinas hipóstasis, que son un incendio. ¿Quién de nosotros podrá cohabitar con estos ardores eternos? Sólo Dionisio puede ser el ciudadano de esta deidad, que es el horno de esta divina llama, que lleva en sí su fuente, su progreso y su término inmenso, infinito e increado; que es luz y tinieblas: luz para sí, tinieblas y luz para las criaturas, que se ciegan o iluminan por un mismo rayo, mediante el cual él era instruido claramente en esta semioscuridad divina. Vapores ardientes despide, ciega los ojos con el brillo de sus rayos (Si_43_4). Después de esto, él nos dice que es un esplendor invisible, incomprensible, insondable; a pesar de haber transmitido sus rayos en su interior, penetrándolo y circundándolo divinamente, lo trasladó con rapidez a donde lo quería. Aun después de ser degollado, el Verbo quiso hacer ver que la cabeza de Dionisio estaba llena de luz y que era llevada por su luz, la cual envió al regazo de una mujer, para representar la divina encarnación, mediante la cual la cabeza de los ángeles y de los hombres se encerró en el de una Virgen, que fue el tabernáculo de este sol divino: Encerraste en tu seno a aquel a quien el cielo no puede contener (Oficio de la Sma. Virgen).

    La humildad de Dionisio es inexplicable; arrebata a los ángeles y a los hombres, glorificando a Dios, el cual se complace en levantar a los humildes: Grande es el Señor que lo hizo, y a cuyo mandato emprende su rápida carrera.

    Admiramos el ingenio del profeta Elías, el cual colocó su cabeza entre sus rodillas para hacer caer la lluvia del cielo. Esto prefiguró la [73] Encarnación, por ser el Verbo una lluvia divina que el Padre quiso enviarnos en el tiempo propicio, en que el Verbo debía someterse al poder de una Virgen, tomando carne en su seno y abrigándose en su regazo: Envió Dios a su Hijo, nacido de mujer, nacido bajo la ley (Ga_4_4).

    Contemplo ahora a este divino Dionisio, que imita a su modelo, colocando su cabeza sagrada en el seno de una mujer para obtener una lluvia divina, en primer lugar, sobre nuestros reyes, que recibieron la gracia del cristianismo por intervención de una mujer: Clotilde. ¿Acaso no persuadió ella, con la fuerza del Espíritu Santo, al Rey Clovis, para que recibiera el santo bautismo, lo cual fue una lluvia abundante para toda la pobre Francia, desolada por la privación de la lluvia admirable que mojaba tantas otras regiones donde los apóstoles la atraían por la fe que predicaban, fe que obraba maravillas sin número para consolidar el conocimiento de la fe y del verdadero Dios en los recién convertidos?

    En la mente divina, Francia era la benjamina del Padre, a pesar de haber sido el Benoní de su madre la Iglesia, la cual ha sufrido grandes trabajos a causa de los errores que la han afectado durante tantos siglos. Francia tiene como protector al gran san Miguel, a fin de que el mismo príncipe que es tutelar de la madre lo sea también de la hija que ella engendra, guardándola por un amor especial en las entrañas amorosas, que movieron a compasión el Papa Clemente para enviarle a Dionisio con objeto de que destilara en ella los favores divinos como una lluvia sagrada que mitigara los ardores de la fiebre que la hacían delirar y preferir lo falso a lo verdadero; lo malo a lo bueno.

    Este sagrado y sabio médico, que tanto hizo para restablecer la salud de esta pobre enferma, aplicándole la unción divina que suaviza los miembros tullidos por una prolongada parálisis, la capacitó para seguir los pasos de su divino pastor, que no desdeñó prepararle el camino y unirla a su rebaño, que es uno así como él es el único y soberano pastor; unión que este Pastor de profetas y profeta de pastores había profetizado diciendo: Tengo también otras ovejas que no son de este aprisco: las cuales debo recoger y oirán mi voz, y se hará un solo rebaño y un solo pastor (Jn_10_16). ¿Quién las llevar a las verdes praderas? Ser Dionisio, que es la dulzura misma, mediante la cual los franceses son atraídos como por un anzuelo. Mostrarás el ramo de los varones a la oveja, y la atraerás; y será atraído el que corre, atraído el que [74] ama; atraído sin lesión de su cuerpo; atraído con el vínculo del corazón; atraído con todos sus deseos.

    Dionisio portaba la divina dulzura para atraer a todos los que deseaba embriagar con la abundancia de su casa. Dionisio era su dispensador; Dionisio mereció que el soberano rey visitara personalmente la prisión, apareciendo visiblemente mientras celebraba los divinos misterios. Dionisio contempló en la cárcel la gloria del soberano Dios estando en compañía de los demás prisioneros, no junto al río Cobar, sino el Sena; gloria que el mismo Dios que habita el empíreo.

    Jesucristo, que es el esplendor del Padre, la figura de su sustancia, la imagen de su bondad, el espejo sin mancha de su majestad, le proporcionó el consuelo de morir por su amor. Un ángel apareció al príncipe de los apóstoles en la prisión de Jerusalén para librarlo de las manos de Herodes y de la cólera del pueblo judío. Jesucristo se manifestó a Dionisio para invitarlo a dirigirse a la Jerusalén celestial por medio del fuego y del hierro. No, esto sucedió por un amor más fuerte que los tormentos y que la misma muerte, amor finísimo que traspasó el corazón de Dionisio. Después de este golpe de gracia, expiró, dejando la vida mortal para gozar de la inmortal por toda la eternidad. ¡Cuan preciosa fue la muerte de Dionisio a los ojos de Dios!

    Señor, sólo soy una servidora, la más pequeña discípula de este gran san Dionisio, por cuyos méritos rompes mis ataduras. Te sacrificaré una hostia de alabanza, invocando tu santo nombre.


Capítulo 8 - En el día de san Francisco de Asís: 4 de octubre, 1627. A La mayor gloria del Verbo Encarnado. Tratado sobre las ocho Bienaventuranzas, que servirá de materia en las conferencias espirituales de nuestra pequeña comunidad, congregada en su nombre para gloria suya. 

ORACIÓN

 [77] Quiera el Espíritu Santo que lo que voy a escribir sea lo que él desea para mostrarnos la manera de construir un templo a este admirable Salvador. Le ruego me inspire lo que anotar‚ aquí. Lo que está‚ bien, proceder de él; lo que no, de mí. Se le perdona a una joven que se ha puesto en disposición de obedecer y complacerle en todo.  

CONSIDERACIONES

El primer fundamento sobre el que colocaré las columnas de este templo, será la fe, la cual profesamos ante todo.

    Sobre este fundamento, situar‚ las ocho bienaventuranzas, que serán las ocho columnas.

    Dos mirarán al Oriente, dos al occidente, dos al septentrión, y dos en el cenit.

    Lo que rodear este templo ser la esperanza, pues a pesar de que somos débiles mujeres, no dejaremos de emprender la construcción de este edificio, confiadas en la providencia de aquel que no nos faltar si nosotras no le fallamos en fidelidad.

    Dejaré‚ para el final de este discurso el techo, el pavimento y las puertas.

La primera columna ser la paz: “Bienaventurados los pacíficos, etc.”(Mt_5_9). La paz es su lugar. Mis queridísimas hermanas, como hemos sido llamadas a llevar el nombre de hijas del Verbo Encarnado, construyámosle un templo en el que more con nosotros. Ahí reposar y ser nuestro doctor todos los días: “…y enseñaba todos los días en el templo.” (Lc_19_47).

La primera columna será la paz, pues este gran artífice del universo siempre ha querido verla en todas las obras maestras que ha establecido y fundamentado en el cielo y en la tierra.

 [78] Primeramente, habiendo creado el cielo, propuso a los ángeles la paz, si hacían el acto de adoración de latría al Verbo humanado. Ellos, rehusando este deber y buscando la guerra, fueron arrojados de ahí por san Miguel y precipitados en el infierno, donde están y estarán eternamente en guerra y en desorden, quedando el cielo para los ángeles de paz, por lo que es llamado visión de paz.

Cuando Dios creó al hombre, le concedió o le inspiró el espíritu de vida y de paz. Es su gracia, que coloca al ser humano en un orden pacífico por subordinación; es decir, de obediencia a Dios y de sometimiento de su parte inferior a la superior. Aun los animales le estaban sujetos, y no trataba con ellos sino en paz.

Sin embargo, habiendo creído al espíritu de la guerra, y cometiendo el pecado al desobedecer, perdió la paz y este bello jardín terrestre, pues Dios hizo que lo echaran de ahí, prefiriendo ver deshabitado ese lugar a verlo ocupado por el hombre, que estaba al margen de la paz y de la gracia. Aun así, el buen Dios le dio la oportunidad de la penitencia, prometiendo restaurar la paz en la tierra.

En el tiempo de la abominación de la corrupción, hizo que llovieran las aguas del diluvio, en las que se ahogaron todos los hombres, con excepción de ocho personas de la familia de Noé. La misericordia, movida a compasión, prometió la paz e hizo ver el arco en el cielo como signo de la paz que deseaba conceder al mundo. Quiso también mostrar el olivo como símbolo de paz, para que reposara la paloma, que es un animal sin hiel. En tiempo de Abraham, Dios prometió su Hijo a este santo patriarca, haciendo aparecer un ternero o cordero pacífico, verdadero signo de paz.

Desde la ‚época de este santo padre, quiso que Melquisedec, rey de Salem, le presentara su ofrenda. En tiempo de Moisés, que era la persona más amable y pacífica de aquel tiempo, le ordenó construir un arca de alianza y de paz entre él y su pueblo; no quiso una morada sino en la paz, y que ésta fuera edificada por gente pacífica

[79] David, el hombre según su corazón, habiendo prometido un templo a su majestad divina, para gloria del santo nombre de Nuestro Señor, hizo, o quiso hacer la argamasa destinada a dicha construcción, lo cual le fue prohibido a causa de la sangre que había derramado, y porque Dios quería que este templo fuese edificado por su hijo Salomón, rey pacífico.

Sin embargo, al acercarse el tiempo de la venida de nuestro dulce Jesús, éste, mediante su sabiduría, y el Espíritu Santo con su bondad, edificaron un templo, el más pacífico que el cielo y la tierra jamás tuvieron o vieron aparte del de la divinidad y de la santa humanidad, pues la Virgen jamás tuvo dificultades a causa de la imperfección o del pecado, que son inherentes a la humanidad. El espíritu de paz y el rey de la paz descendieron para hacer en ella su morada. Esta virgen no fue reconocida en especial como madre del rey pacífico hasta que llevó la paz a casa de san Zacarías, a Santa Isabel y a san Juan, y desde luego al buen anciano, el cual terminó su cántico diciendo: “Para alumbrar a los que yacen en las tinieblas y en la sombra de la muerte; para enderezar nuestros pasos por el camino de la paz” (Lc_1_79). ¡Qué cántico se escuchó en la noche de Navidad, mientras que todo estaba en silencio! Los ángeles cantaban: “Gloria a Dios en lo alto de los cielos, y en la tierra paz a los hombres de buena voluntad” (Lc_2_14). Era la gloria de Dios en los lugares más elevados, y la paz en la tierra a los hombres (y mujeres) de buena voluntad.

Este amable Salvador, que es nuestro rey pacífico, vino a dar a Dios su Padre la gloria que, en cierta manera, le había arrebatado el pecado, en tanto que Dios se glorifica en el alma que no está el pecado mortal, que es causa de enemistad entre Dios y el ser humano. Este manso cordero venía a consumarla, trayendo consigo la paz a los hombres de buena voluntad. Después de su resurrección, dio la paz en los lugares en los que se apareció, y además, al ver a sus apóstoles, les dijo: En cualquier casa

[80] donde entraren, digan: la paz sea en esta casa” (Lc_10_5). Ellos fueron los primeros fundadores de la Iglesia católica, verdadero templo del Dios de la paz. Amémosla, pues, de corazón, mis queridas hermanas, y llevémosla bien metida en nuestras almas; tengamos buena voluntad, que es la de Dios, haciendo a un lado la nuestra, que es fuente de turbación. La paz tiene tres objetos o distinciones: el primero es la paz con Dios, pues el alma que está tranquila sin estar en gracia de Dios, goza de una paz falsa. Es menester, por tanto, mediante la gracia y el amor, estar en paz con él, porque la gracia es su sitial. Tratemos de que él more en nosotras, para que esté, de este modo, como en su templo de paz.

 La segunda paz está en nosotras mismas, pues cuando el alma se inquieta, es incapaz de reconocer al buen espíritu. Nuestro Señor dijo a sus apóstoles: “No se turbe vuestro corazón” (Jn_14_1). Por tanto, lejos de inquietarnos, sobrepongámonos a nuestras pasiones y gozaremos de la segunda paz. También es necesario, sin embargo, que tengamos paz con nuestro prójimo; porque Dios no recibirá nuestras oraciones y ofrendas si no tenemos paz con el prójimo. Si traes tu ofrenda, etc.” (Mt_5_23). Si estamos en paz y en caridad cordial, él la recibirá. Tratemos de tener las tres clases de paz, y procurarla a quien la necesite, pues cada uno está obligado a servir a los demás en lo que pueda. Seamos mediadoras de la paz entre nuestro prójimo y Dios.

La segunda columna será la bondad o mansedumbre. Para obtener la heredad de nuestro rey y Padre celestial, es menester ser bondadoso. Su heredad son todos los mortales, por los cuales dio su vida y su sangre hasta la última gota. El Padre eterno dijo a Jesucristo, su hijo: Pídeme por los pecadores, y te los daré como tu heredad, a causa de tu mansedumbre. Este es un buen anzuelo para atrapar a los pecadores que están en el mar de este mundo. Nuestro divino pescador, al enviar a sus apóstoles para pescar hombres, les comunicó

[81] su ciencia en este oficio, diciéndoles: “Aprendan de mí, que soy manso y humilde de corazón” (Mt_11_29). La humildad se esconde en el corazón, pero Dios la ve. Es ella quien hace agradables a estos pescadores de almas ante su divina majestad. La dulzura es su red y el anzuelo que gana a las almas. He aquí una rica heredad, pues este buen Señor dijo que ganar almas redundar en beneficio para nuestros hermanos. Mediante la dulzura, ganamos la tierra virgen, porque la simpatía tiene mucha fuerza para hacerse amar. Ahora bien, la sacratísima Virgen, de quien se dice que era muy dulce y humilde, ser nuestra buena madre. Mediante la dulzura, poseeremos a Jesús, su divino Hijo, el cual se complace en ser recibido por las almas bondadosas.

Para guardar el arca, el rey profeta, o su hijo Salomón, dijo a Nuestro Señor: “Acuérdate, Señor, de David y toda su bondad” (Sal_132_1). Lo mismo Moisés, por ser bondadoso y tan amado de Dios, el cual permaneció tanto tiempo con él, y que murió junto a su boca. Dios se complace en extremo en los bondadosos. En fin, mis queridas hermanas, les diré todavía una cosa: la bondad posee su propio corazón; con frecuencia se percibe, en cambio, que los espíritus turbulentos no poseen la tierra de su corazón, la cual pertenece ante todo a la pasión que se adueña de ella, haciéndoles salir de sí mismos. La virtud más notable del Señor Obispo de Ginebra es la dulzura y la bondad, la cual se dedicó a estudiar casi la mitad de su vida. Este hábito vació su hiel, transformándolo y dejando en su lugar pequeñas piedras (o cálculos), según he sabido.

 La tercera columna es la pobreza. Bienaventurados los pobres de espíritu, etc.“  (Mt_5_3).

[82] Mis queridísimas hermanas, no es suficiente para las almas que desean llegar a la perfección apostólica y aun religiosa, el ser bondadosas y poseer todas estas tierras diversas que he mencionado; es menester llegar a una gran heredad que es el reino del cielo. Escucho a la divinidad, para alegrar a la cual Nuestro Señor dijo a sus apóstoles: Es menester que yo me vaya, para enviarles el Espíritu Santo, En verdad les digo, etc.“ (Jn_16_7). Vean pues, mis queridas hermanas, cómo es necesario despojarse de todo y hacerse verdaderamente pobres para poseer el reino de los cielos dentro de nosotras mismas; fíjense que Nuestro Señor no dejó para el futuro este reino celestial para darlo a los verdaderos pobres de espíritu, sino que dijo: “…porque de ellos es…” (Mt_5_3), lo cual proclamaba san Juan Bautista prediciendo la publicación de la pobreza evangélica. Muy pronto anunciaría Jesucristo el reino de los cielos, diciendo: El reino de Dios está dentro de vosotros” (Lc_17_21). Ahora bien, para tener este reino dentro de nosotras, es preciso hacer salir de ahí cualquier otro reino: no se puede servir a dos señores. El arca de la alianza no pudo permanecer con un ídolo. El espíritu que aloja en sí como en propiedad cualquier cosa, alberga en el templo del verdadero Dios a los ídolos. El espíritu que es verdaderamente pobre no sólo está libre de la posesión o de la propiedad de los bienes temporales, sino del afecto a los mismos. Por ello, evidentemente, es menester que la religiosa esté libre de esto, no teniendo al menos un alfiler como propiedad. Su cuerpo no le pertenece, lo mismo que su espíritu. No tiene ya voluntad (propia) y su alma no debe ser suya. Lo compruebo con la palabra de la verdad soberana, la cual dijo: “El que quiera seguirme, que renuncie a sí mismo y lleve su cruz” (Mt_16_24); es decir, el altar donde debe ser sacrificado mediante la mortificación del cuerpo y del espíritu, pero con un renunciamiento total, siguiéndome sin otro deseo que el mío, pues se trata de una pérdida de

[83] si mismo por amor a mí. Volver a encontrarse en la vida eterna, en el seno de Dios. Estando vacío de todas las cosas creadas, lo increado viene a llenarla, porque el buen Dios colocó este instinto de hacer el vacío en la naturaleza. La gracia también lo hace, y el Dios de gracia viene a llenar el alma; nos hizo para él y, como dice san Agustín, nuestro corazón estar inquieto hasta que se llene de Dios. He aquí, pues, de qué manera el reino de los cielos pertenece a los pobres de espíritu.

En el arca se guardaron las tablas de la ley y el maná (Me reservo hablar de la vara de Aarón para la última bienaventuranza). Estas tablas representan la obediencia. Lo propio de los pobres es obedecer a su señor. Ahora bien, las religiosas verdaderamente pobres, obedecen excelentemente y sin reserva, por carecer de algo que las retenga, ya que su vista debe ser la de su superior y superiora, y como no poseen más su espíritu, tampoco poseen su (propio) juicio. No teniendo ya cuerpo ni alma que pertenezca a ellas mismas, carecen del derecho de eximirse de obedecer cuando se les ordenan cosas penosas y fatigosas para el cuerpo. Nuestro Señor sometió el suyo, obedeciendo hasta la muerte de cruz, que por entonces era una ignominia, y perdió antes la vida que la obediencia. Sus esposas no deben tener otra voluntad que la suya. Valor, hermanas mías, obedezcamos sencilla y generosamente, pues los obedientes cantan victoria. El triunfo se celebrará en el cielo, más para entrar ahí es necesario, además, ser como niño, porque nuestro divino Maestro nos dice: Si no os hacéis como niños pequeños, no entraréis en el reino de los cielos” (Mt_18_3). Los niños son obedientes, pero con una obediencia amorosa y un temor filial. Explicar‚ la infancia en la siguiente bienaventuranza.

La cuarta columna es la pureza de corazón. “Bienaventurados los corazones puros y limpios, pues ellos verán a Dios” (Mt_5_8).

[84] La infancia que el Señor desea ver en nosotros no es una impotencia pueril, sino una pureza y candor que se encuentra en los niños por la gracia del bautismo y por el h bito que tienen de no temer ser castigados, o por no saber discernir el bien del mal, ya que carecen de razón. Tal vez me dirán ustedes que, sin embargo, la religiosa la tiene; a lo cual respondo que, en cuanto a la gracia recibida en el bautismo, ingresar en un monasterio para abrazar en él la vida religiosa mediante los votos de castidad, pobreza y obediencia, es un bautismo que hace entrar en la primera inocencia de los niños que lo han recibido, y son por naturaleza cándidos e ingenuos en sus acciones. Sepan, mis queridas hermanas, que el candor y sencilla apertura de nuestra conciencia a nuestros superiores y superioras, es un medio eficacísimo para obtener la pureza de corazón. “Derrama como agua tu corazón” (Lm_2_19), dice un profeta.

Este es el estudio que los antiguos anacoretas pedían hacer a sus novicios, tornándolos por este medio inocentes y tan puros de corazón, que quedaban preparados para gozar de la vista de Dios mediante la contemplación, ya que él es un sol que ama lanzar sus rayos como dardos sobre espejos sin tacha. Jesús y la santísima Virgen, su madre, son llamados espejos sin mancha. Este amable Salvador nos exhorta a ser como él, que es la luz y el candor eterno. Cuando su humanidad sagrada quiso mostrar a la divina María, ella apareció toda de blanco, hasta en sus vestiduras, y su cara relucía como el sol. Su alma bienaventurada era un hermoso cristal en el que el sol de la divinidad estaba encerrado. Este sol permanecía bien unido a su cuerpo, aun cuando no lo hacía resplandecer, pues diseñó un manto que

[85] cubriera esta gloria a los ojos de los hombres, ya que si lo hubiera hecho aparecer luminoso, ellos no hubieran podido fijarse en él. Si no podían mirar a Moisés al volver de la montaña, y le era necesario cubrir su rostro, con mayor razón el Salvador, a menos que les hubiera dado una vista (suficientemente) fuerte (para ello). Ahora bien, si Moisés podía hablar con Dios durante tanto tiempo solos los dos, no hay que dudar que esto no fuera en medio de una gran luz, ya que este profeta apareció todo resplandeciente de ella. Por medio de la pureza de corazón podía hablar con Dios cara a cara, como amigo. Tal vez me respondan ustedes que al pedir Moisés ver la cara de Dios, su santa majestad le dijo: “No podrás ver mi rostro; no me verá hombre alguno sin morir” (Ex_33_20). Mis queridas hermanas, podemos pensar que Dios se refería al rostro glorioso que muestra a los bienaventurados, que son fortalecidos por una cualidad que les infunde, a fin de poder verlo en la gloria, pues esta vista de Dios sobrepasa el alcance de la vista mortal; pero yo consideraría esta vista como una nube, o bien que, en su condición de todopoderoso, retiene sus brillantes rayos según la medida de la vista que él da a los corazones puros y limpios, pues si él ha dado a los hombres la inventiva para hacer lentes, según las diferentes edades, ¿ por qué no ha de conceder una dioptría para verlo en este mundo y otra para verlo en el paraíso?

Confesemos, mis queridas hermanas, que Dios hace todo lo que quiere en el cielo y en la tierra, y que todas sus palabras son efectos. Tratemos, pues, de alcanzar la pureza de corazón, que es el ojo de nuestra alma. Tengamos gran cuidado de que el polvo de las cosas terrenales no entre en él para empañarlo. Una insignificante pajuela de vanidad es para él un gran impedimento para percibir la luz. Si nuestro ojo es

[86] sencillo, quiero decir, si no lleva en si otra cosa que el amor de Dios, el interior sin duda ser luminoso.

Cuando una religiosa ama a su Esposo, que es la corona de las vírgenes, considerar la castidad con tanto afecto, y la conservar de un modo tan cabal, que aun todo su cuerpo ser luminoso, así como toda nuestra congregación, en la que la pureza debe brillar más que en cualquier otra, por estar particularmente dedicada al Verbo Encarnado. Es tan fácil dañar la castidad, que es menester cuidarla como la pupila del ojo y la pureza del corazón. Representa muy bien el maná, el cual sólo caía después del primer rocío, y después un segundo lo cubría. El primero es la gracia divina; el segundo es la guarda de los sentidos. El primero representa el voto de castidad que emite la religiosa; el segundo, la clausura. El primero es el guardián de la castidad; el segundo, el de los sentidos corporales. Si el sol daba sobre el maná, éste se corrompía. Si un alma religiosa permite que las vanas claridades o brillo del sol mundano de la vanagloria y sus rayos de concupiscencia dejen en ella algún falso brillo, permitir con ello que se corrompa la castidad.

Tengamos mucho cuidado en esto, mis queridísimas hermanas, se lo suplico por amor de nuestro divino esposo y de la santísima Virgen, su madre, que es también la nuestra y de este santo instituto. Vivamos como ángeles en nuestros cuerpos, puesto que deseamos seguir a este amable Salvador. Es a las vírgenes a quienes se ha concedido este privilegio, pero a vírgenes angélicas, que son sabias y prudentes, y que velan sin cesar con el aceite de las buenas obras. A estas se concederá el permiso de entrar con el esposo castísimo. Sigámoslo sobre el monte de Sión mediante la pureza, ya que es necesario subir a la montaña. Nuestro instituto está cimentado en el primer sermón que este amable Maestro pronunció sobre una montaña,

[87] en el que proclamó las ocho bienaventuranzas. He observado que, mientras vivió en la tierra, le gustaba manifestarse y obrar maravillas sobre las montañas. Sin embargo, ¿quién subirá al monte del Señor? El inocente de manos y limpio de corazón, que no recibió la vida en vano“ (Sal_24_3). Para ser inocente de manos, jamás hay que emplearlas en obras que ofendan a Dios, sino más bien en hacer buenas obras, asistiendo al prójimo, edificándolo y socorriéndolo con una verdadera caridad y haciéndolo progresar en el amor de Dios, mediante buenos ejemplos o instrucciones caritativas y fervientes, en especial a la pobre juventud. Subamos pues, mis queridísimas hermanas, y volemos como aguiluchos en seguimiento de nuestra gran águila. Si somos los pequeños aguiluchos de su corazón, veremos (de frente) al sol, que es el Verbo Encarnado, y él nos mostrar su rostro y nos dar su bendición, la cual recibiremos si permanecemos fieles a él.

Me he alargado mucho en esta bienaventuranza. Perdonen a aquel que tiene tanto poder para detener mis pensamientos y hacer correr mi pluma cuando así le place, lo mismo que a mi lengua, que quisiera cantar sin cesar las misericordias de nuestro gran Dios, el cual desea que siga platicando con ustedes acerca de su misericordia,

…a propósito de la quinta columna, que es la siguiente.  “Bienaventurados los misericordiosos” (Mt_5_7). Sabemos que el Dios soberano y autor del universo, ama tanto la misericordia, que la hace aparecer por encima de todas sus obras. El cielo fue creado por misericordia, y mediante su bondad, fue colmado, pues todos los bienaventurados están en él por su misericordia. Todos los doctores afirman que en el infierno también hay misericordia, pues no hay en él tantos castigos como amerita el pecado. El profeta conocedor de esta verdad, alaba y canta con frecuencia, y al alabar la misericordia y la

[88] justicia, dice que ensalzar al Señor porque es bueno, porque ser eternamente misericordioso, y por ello cantar su misericordia eternamente. Nuestro dulce Señor la recomienda tanto, que dijo que la prefiere al sacrificio, y para animarnos, añade: “Sed, pues, misericordiosos, así como también vuestro Padre es misericordioso” (Lc_6_36). A Moisés dijo que fuera un ejemplo como él, a quien había visto en la montaña.

Aprendan, mis queridas hermanas, lo que él nos dijo al bajar de la montaña de la oración, donde hemos visto al mismo Dios todo misericordia, el cual no desdeñó instruirnos por pura bondad, pues a pesar de que sólo somos polvo y ceniza, no ha dejado de hablarnos. Por ello, el rey profeta dice: Escuchar‚ lo que me dirá el Señor” (Sal_85_8). Este buen rey lo había escuchado tan bien, y fue tan misericordioso, que uno de los títulos que se daban a nuestro dulce Jesús para moverlo a misericordia era decirle: Jesús, hijo de David, ten piedad de nosotros” (Mt_15_22). 

Ahora bien, mis queridas hermanas e hijas, deben saber que, aunque se nos hayan dado prendas y arras mediante tantos favores recibidos, debemos esperar que tenga misericordia de nosotras si la ejercitamos hacia el prójimo. Hagamos primeramente misericordia a la divinidad. No les parezca extraño que hable de esta suerte. Diré, si me lo permiten, que Nuestro Señor, según nuestra manera de hablar, la requiere. Él es nuestro fin beatífico, pero su bondad ha querido, en cierto modo, encontrar sus delicias y complacencias entre nosotras: “Mis delicias son con los hijos de los hombres“ (Pr_8_31).

Dios hizo al hombre precisamente para ser su reposo, pues habiendo salido una vez para crear el cielo y la tierra, hizo al hombre y descansó a continuación el séptimo día. Habiendo estado en la acción de crear los seis primeros días, reposó al séptimo, después de haber creado al hombre. Al verlo en gracia, se alegró con él, haciendo que toda la tierra también se regocijara. Sin embargo, cuando el hombre cayó y fue

 [89] herido de muerte por el pecado, Dios se apenó. Digo esto según nuestra manera de hablar, sin por ello afirmar que hubo en él mutación o pasión. Al enviar el diluvio, dijo: “Me arrepiento de haber hecho al hombre” (Gn_6_7), como si hubiera dicho: Me siento dolido y herido por haber hecho al hombre, que es tan débil, que el pecado lo haya herido a muerte separándolo de mí, y que mi justicia lo haya abismado casi por completo en las aguas: Penetrado su corazón de un íntimo dolor” (Gn_6_6). He aquí, pues, a nuestro Dios lastimado de dolor y herido en el corazón. Es un mal que parece ser muy doloroso. Un profeta dijo con razón que Dios está enfermo, lo cual confiesa él mismo al hablar a su esposa en el Cantar: Heriste mi corazón, hermana mía” (Ct_4_9). Este Dios de amor está, por tanto, herido por un amoroso afecto hacia nosotros. ¡Ah, hermanas y queridas hijas, nosotras podemos curarlo! Su enfermedad proviene de ver al alma enferma de una enfermedad que la aleja de su soberano bien. Acerqué monos a él, visitémosle, pues para ser curado, no quiere otra cosa que vernos todas de él por amor. El alma que lo ha herido lo puede curar. Hagámoslo sin tardanza, y mostraremos misericordia hacia nuestro Dios y Salvador, que la tornar infinita. Recordemos que se dejó cubrir de llagas desde la planta de los pies hasta la coronilla de la cabeza; que desde la mañana de su nacimiento hasta el mediodía de su muerte, siempre ha tenido la pobreza, la escasez y los trabajos.

Queridas hijas, tengan compasión de nuestro querido Salvador; sintamos en nosotras sus dolores. Seamos como Magdalenas y samaritanas a través de las lágrimas de nuestra contrición ferviente y constante. Le dieron hiel cuando estaba cruelmente clavado en su cruz, desde donde clama hacia nosotras: “Tengo sed “ (Jn_19_28). Démosle el néctar de nuestros pensamientos castos y de nuestras dulces

[90] contemplaciones; que nuestros labios destilen miel que sea como un paraíso cuando pronunciemos palabras de cielo; que nuestras manos exhalen aromas de incienso y toda suerte de bálsamos perfumados de una verdadera piedad en nuestras ofrendas. ¡Ah, esta misericordia le agradará como lo hicieron las acciones de Magdalena a sus pies y sobre su sagrada cabeza! Es necesario, además, que nuestra misericordia se extienda hasta el prójimo, pues este buen maestro así lo quiere. Él dijo: Lo que hagan al más pequeño, me moverá a misericordia. El concede, después del motivo de su bondad, la posesión del reino de los cielos. Promete que un vaso de agua dado en su nombre no perder su recompensa. Sin embargo, la misericordia hacia el espíritu, que es más noble que el cuerpo, es más apreciada por la divina Majestad. Así, entre todas las obras, la de enseñar es la que nuestro querido maestro recomendó más a sus discípulos; a ella nos dedicamos en nuestro instituto.

Teniendo en cuenta lo anterior, mis queridas hijas, enseñemos con buenos ejemplos, practiquemos antes de enseñar, a imitación del Verbo Encarnado, de quien se dijo: Jesús comenzó a hacer y a enseñar” (Hch_1_1). El buen ejemplo es una enseñanza eficaz. Mi seráfico san Francisco, uno de mis protectores, cuya fiesta celebramos hoy, practicó todas las obras de misericordia: En primer lugar, siempre estuvo unido a la divinidad. Compartió los trabajos dolores y pobreza de la santa humanidad, pues fue pobre e hizo profesión particular de serlo. Sufrió grandes trabajos desde (que se entregó a) su vocación. Participó en los dolores de Jesús, su esposo, mediante una amorosa conmiseración, y se mantuvo como el vivo retrato del pobre crucificado. Regaló todo lo que tenía por amor a él. Enseñó a toda criatura el camino de la salvación, exhortando aun a los animales a alabar la divina misericordia que les había dado el ser. Enseñemos, pues, mis queridísimas hermanas, en nombre de la Santísima Trinidad, e imitemos a Jesús nuestro esposo, con cuyo poder arrojaremos los demonios fuera de las almas, exhortándolas a dejar el pecado, que es la causa de que hayan entrado en ellas. Tratemos de

[91] curarlas de los malos hábitos, desterremos de sus lenguas la jerga serpentina que son las murmuraciones contra el prójimo, aun las inútiles, tanto como nos sea posible. Enseñémosles el nuevo lenguaje, es decir, las cosas que se refieren al reino de los cielos; ayunemos por la salvación de los pecadores y hagamos penitencia por ellos. De este modo, impondremos nuestras manos provechosamente, liberándolos de sus malos hábitos.

Es posible que parezca extraño que yo diga que hagamos el oficio de evangelistas, y que se me objete que el apóstol dijo que las mujeres guardaran silencio. Yo respondo que, en la ‚poca en que este clarín celestial estaba en el mundo, su voz, fuerte y radiante, animada del primer fervor de la caridad, cuando todos los cristianos eran un sólo corazón y una sola alma, se bastaba a sí misma, afirmando sin vanidad que había hecho más que todos los otros. Sin embargo, en este tiempo, en que la profecía del Salvador se ha cumplido, en que la iniquidad abunda y la caridad de muchos se ha enfriado, no está mal que las mujeres enseñen, e insisto en que son delegadas por el mismo Salvador que envió a la samaritana a Samaria. ¿Acaso no es el soberano Mesías, que se dignó tomarse la molestia de enseñarle los altos misterios de nuestra fe, después de lo cual se dirigió ella a Samaria para anunciar la verdad y la llegada de nuestro Redentor, el verdadero Mesías, el cual quiso hacer, por medio de esta mujer, más de lo que había hecho a través de sus apóstoles o él mismo, permítanme la expresión, pues no ignoro que todo se hizo por el Salvador, pero que quiso valerse de una mujer, ya que se complace en escoger a débiles criaturas para confundir a los fuertes? El mismo san Pablo dijo que él había elegido a los frágiles del mundo. Sin embargo, deseando nuestro buen Maestro abatir o humillar la ciencia de los ricos y poderosos, habló con

[92] voz fuerte, reprochando al pueblo donde había enseñado y obrado muchos milagros, su maliciosa ignorancia: “Yo te glorifico, Padre, Señor del cielo y de la tierra, porque has tenido encubiertas estas cosas a los sabios y prudentes, y las has revelado a los pequeñuelos. Sí, Padre, por haber sido de tu agrado que fuese así “ (Mt_11_25s). 

Fue, por tanto, el Salvador quien envió a la samaritana después de haberle enseñado. Permíteme, dulce Jesús, decir que tú, el fuerte por excelencia, estando cansado del trabajo de ganar a las almas, enviaste a una frágil mujer a realizar una obra que habías dejado de hacer. Oh, Salvador mío, actúas como esos hábiles maestros que dejan una necesidad a sus jóvenes aprendices, llevándoles siempre la mano; y aunque más tarde se alabe a estos aprendices, nadie ignora sin embargo que el maestro haya sido el primer agente, lo cual es causa de mayor admiración. Esta fue, pues, la forma en que él envió en verdadera misión a una mujer durante su estancia visible en la tierra. Después de su resurrección, asignó una misión a Santa Magdalena, su enamorada, pero una misión tan excelente, que la convirtió en evangelizadora de los apóstoles, diciendo: Anda, ve a mis hermanos y diles: Subo a mi Padre y vuestro Padre, a mi Dios y vuestro Dios”  (Jn_20_17). Ella fue la santa evangelista, en el territorio mismo del príncipe de los apóstoles, a quien fue enviada por la voz de los ángeles, quienes dijeron a ella y a las otras mujeres que la acompañaban: “Vayan y digan a sus discípulos, y a Pedro” (Mc_16_7). Nuestro Señor envió a estas mujeres, pues después de que los ángeles les hablaron, él se apareció a ellas; y habiéndolo adorado a sus pies, recibieron el mandato de advertir a los discípulos que le verían en Galilea. Sin embargo, lo que Nuestro Señor enseñó a las mujeres y les

[93] envió a decir fueron grandes misterios. Basta leer lo que enseñó a la samaritana y a Magdalena, hablando de su divino Padre, que es el nuestro; de su Dios, que es también el nuestro. No sabría decir a cuántas mujeres o vírgenes este buen Maestro y amable Salvador ha conferido su misión y dado su misericordia. Envió un ángel a Catalina de Alejandría para otorgarle la misión de ir a predicar o discutir contra los 50 filósofos a los que ella ganó a la fe católica, así como un gran número de personas de toda clase. ¿Y quién instruyó a Catalina de Siena? Fue Nuestro Señor, y ella predicó hasta en presencia del Papa y los cardenales. ¿Quién rechazará entonces, a las mujeres y a las hijas de nuestro tiempo? ¿Acaso no fue él maestro de Santa Teresa? En una ocasión en que ésta le decía que estaba afligida por tener que ir a fundar un monasterio, y en consecuencia, enseñar a las almas a quienes admitiera en él, reflexionando en lo que dijo el apóstol san Pablo, exclamó: Me parece, puesto que este gran santo habló de encerrarlas, según se me reveló hace pocos días, y por haberlo sabido con anterioridad, que esto sería voluntad de Dios. El (en cambio) le habló así: Diles que no se rijan de acuerdo a una parte de la escritura, y que se cuiden de las otras. Pregúntales también si tienen poder para atarme las manos. Valor pues, mis queridas hermanas, ya que nuestro soberano maestro, al reunirnos aquí, nos ha enviado para instruir al prójimo; en especial, a la pobre juventud. Pero seamos muy humildes. Aun cuando tuviéramos la ciencia de los doctores, lo cual no es así, mantengámonos siempre bajo su obediencia. Cuando Dios quiere una cosa, hace que la deseemos con

[94] ardor. Si poseemos una caridad humilde, enseñaremos con provecho; empero, si somos soberbias, seremos como globos inflados de viento y nos convertiríamos en juguete de los hombres; todas nuestras obras serían humo, y Dios nos rechazaría y privaría de sus gracias, que reserva para los corazones humildes y misericordiosos. Yo las pido para ustedes y para mí, para que nos ocupemos en las obras de misericordia que él quiere que hagamos. Estemos seguras de que si lo hacemos, obtendremos la evidencia de sus divinas palabras, así como el efecto de sus promesas.

Sexta columna: Bienaventurados los que lloran”  (Mt_5_5). Mis queridas y muy amadas hijas, si poseemos la misericordia, ¿Cómo podrá ser que no lloremos ante tantas miserias que devastan este mundo, que es llamado valle de lágrimas? No debemos ignorar que tenemos que llorar. Lloremos, pues, que esto es propio de los mortales. Lloremos primeramente nuestras miserias, que son nuestros pecados, pues Nuestro Señor nos dice “…que lloremos sobre nosotras y sobre nuestros hijos“ (Lc_23_28). Sobre nosotras quiere decir sobre nuestro amor propio; sobre nuestros hijos se refiere a los actos del enemigo de nuestra perfección.

Si, pues, el Verbo Encarnado, quien jamás tuvo amor alguno por elección que el de su divino Padre, y sólo hizo obras que agradaban a su Padre eterno, este Hijo amabilísimo llegó hasta llorar lágrimas de sangre, ¿Cómo pensaríamos vernos eximidas del llanto? Jamás se oyó decir que Nuestro Señor se haya echado a reír durante su vida mortal; y este dulce Salvador, al anunciar lo que harían sus apóstoles después de su ascensión, les dijo: Discípulos míos, ustedes llorarán y el mundo se alegrará” (Jn_16_20), en sus diversiones y aun en sus pérdidas de tiempo, pues en estos 

[95] regocijos perderán la oportunidad de la eterna dicha. No nos asombremos si el mundo se alegra: es su eternidad, que pasa en un momento; llorar más tarde, por toda la eternidad. Su ceguera es lo que debe hacernos llorar y ser motivo de dolor, al verlo maltratado por sus pasiones, que lo arrastran a su pérdida, pues el celo de la casa de Dios que los mundanos profanan, debe, por así decir, devorar nuestras entrañas, aunque no se dediquen sino a reír al profanar sus almas, que deberían ser templos de Dios. Ellos reirán al demoler las iglesias; se reirán de nuestras mortificaciones y sufrimientos... Nuestro divino Maestro nos advirtió que hasta creerán hacer un sacrificio a su santa majestad al dar muerte a sus fieles servidores. Pero todo esto se debe, dice él, a que no conocen ni a mí ni a mi Padre, y porque no desean aceptar mi ley ni observarla, a pesar de ser tan suave. Estarán enfermos en sus almas, y a causa del pecado, encontrarán amargo todo cuanto les digamos; desvarían más por malicia que por ignorancia. Se alegrarán, pues, pero las almas apostólicas y religiosas como nosotras debemos ser, mis queridas hermanas.

Es menester que empleemos el tiempo que Dios nos ha dado en clamores, llanto y gemidos continuos. Ay, quién dará nuestra cabeza una fuente para verterla por nuestros ojos a manera de ríos corrientes que nuestro Dios nos dirá son dulces piscinas, de suerte que pueda decir: Tus ojos son como los estanques de Hesebón, que está a la puerta de la hija de la multitud” (Ct_7_4). Esta hija es la Iglesia católica, que es una multitud de congregaciones de fieles. ¿Quién es esta puerta? Es la Virgen Nuestra Señora, la cual presenta nuestras lágrimas y es una puerta de acceso al Hijo, que es la verdadera puerta, según dijo, por la cual entramos hacia su divino Padre. Si, este

[96] amoroso y amabilísimo Verbo Encarnado concede ingresar hasta su Padre mediante sus méritos, uniendo nuestras humildes lágrimas a las suyas, para presentárselas. Es más lloroso que Isaías y Jeremías aquel que llora por nosotros delante de su Padre. No afirmo que Jesucristo sea pasible en el presente, y que llore lágrimas como lo hizo cuando vivió sobre la tierra; pero quiero decir que ofrece las que derramó, por ser de un precio y mérito infinito. Las une a las nuestras, que son aceptadas por el Padre y el divino Paráclito, el cual viene a nuestros corazones para encenderlos y, como dijo el apóstol, “…ora o intercede por nosotros con gemidos inexplicables”  (Rm_8_26). ¡Ah! ¿Cómo presiona al corazón? Mediante la fe o las manifestaciones que les ha concedido de la bondad y belleza de Sión, que es la tierra prometida, en la que la leche y la miel forman ríos y manantiales. ¡Ah! Cuántas lágrimas vierte, deteniéndose de cansancio después de un largo trabajo, ante el pensamiento de las miserias que corren impetuosamente en pos de ella como el río de Babilonia, pues el mundo es una verdadera Babilonia de confusión y esclavitud para la pobre alma que mora en Sión. Si estando desprendida de él, desea volver a él, y si los mundanos la ven divertirse, o sobre todo, si ella les sirve de diversión, ¿no dirá con lágrimas a sus compañeras: No, no, no se puede reír en este mundo? Lloremos, pues, hermanas mías, nuestros pecados, los de nuestros prójimos y su ceguera; lamentemos sus trabajos y aflicciones, los dolores de Jesús crucificado por nuestra salvación. Seamos imitadoras suyas y de tantos santos, pues somos hijas suyas. Al gran san Pedro, las lágrimas, le marcaron canales sobre sus 

[97] mejillas, cruzadas por la abundancia de agua que sus ojos derramaron. San Francisco lloraba tan amargamente, que tenía el poder de hacer llorar a quienes deseaban disuadirlo de llorar, san Ignacio, que fundó a los Padres de la Compañía de Jesús, lloró muchísimo mientras trabajaba sin descanso por la salvación de las almas. Si una infinidad de santos derramó tantas lágrimas por los pecadores, a imitación del Verbo Encarnado, ¿por qué nosotras dejaremos de llorar? Gimamos como palomas, que nuestras mejillas sean cubiertas por nuestras lágrimas de contrición y de amor a los pies de Jesús, nuestro único todo. Es una carga que las hará agradables a este divino esposo. El ama por encima de todo esta voz que gime, cuando es producida y excitada por los movimientos de su puro amor, el cual vino a darnos mediante el fuego que vino a traernos, el cual quiere ver arder en nuestros corazones, deseoso de que este perfume se derrita y exhale su aroma en dirección del cielo. Esta agua volverá a brotar allí, diferente de la de la tierra, pues regresa a su origen que es el Espíritu Santo, fuente viva, fuego, caridad y unción espiritual. Juzguen pues, mis queridas hijas, si me equivoco al decir que ella vuelve a lo alto.

Nuestro Señor lo dijo a la Samaritana, incitándola a pedir esta agua. ¡Ah, mis queridas hermanas! pidamos el don de Dios con un gran fervor. Este don es el Espíritu Santo, quien dice ser fuego y adorno de los cielos. Para el alma religiosa que mora en su convento o en su celda, éstos ocupan el lugar del cielo. Ella misma es un cielo nuevo y una tierra nueva; es también una Jerusalén celestial adornada de su divino esposo. ¿Puede aspirar a dicha más grande en este valle de lágrimas? No, sin duda, sino vivir ahí de manera que responda a estas grandes dignidades y privilegios.

[98] Cuando la verdadera religiosa posee la gracia de Dios, y sobre todo, cuando ha recibido al autor de la gracia en el Santísimo Sacramento, es descrita muy bien por san Juan con estas palabras: y yo, Juan, oí una voz grande que venía del trono, y decía: “He aquí el tabernáculo de Dios entre los hombres, donde mora con ellos. Y ellos serán su pueblo, y él ser su Dios. El enjugar de sus ojos todas las lágrimas y a la hora de su muerte, todas serán enjugadas, por ser preciosas delante de él” (Ap_21_3s).  No habrá más dolores después de esta dulce expiración del alma. Cuando ésta sea dura y dolorosa, pensemos que nuestro amor, el Verbo Encarnado, murió con dolores indecibles. Sin embargo, el amor que tenía a su divino Padre, por ser más fuerte que la muerte, le hizo encontrarlos tan dulces, que clamaba: Tengo sed de sentirlos todavía más amargos. La hiel que se le dio no fue suficiente amarga, comparada con el deseo que tenía de sufrir por nosotros. Cuando todo fue consumado, Jesucristo murió una sola vez para no volver a morir. Los dolores, las lágrimas y la muerte no lo afligirían más. Después de que hayamos llorado suficientemente, este buen Salvador, nuestro esposo, enjugar nuestras lágrimas y las cambiar en gozo, pues muchas veces sentimos gran tristeza al sufrir.

Muchas personas están tristes, pero por vanidades y bienes temporales. Son éstas tristezas tontas, pues las verdaderas se refieren a nuestra salvación y a la de nuestro prójimo. Esto es llorar por amor, mediante el amor y de amor a Dios. Por ello, esta tristeza ser cambiada en gozo, como él lo afirmó a sus apóstoles y a nosotras, si somos apostólicas. Feliz el alma que derrama lágrimas de dolor y amor a sus pies, es y ser muy consolada por la divina Majestad, que las contempla con agrado.

Séptima columna:Bienaventurados los que tienen hambre y sed de justicia, porque serán saciados”(Mt_5_6).

[99] Es nuestro Dios quien lo promete. Después de que los niños nacen, lloran y sienten, además una necesidad natural de alimento. Si tuvieran uso de razón y pudieran hablar, pedirían el pecho. Demostré a ustedes con anterioridad cómo las lágrimas son las aguas del Espíritu Santo, mediante o en las cuales, Nuestro Señor dijo a Nicodemo que era necesario renacer. Omito el latín aquí y en algunos otros lugares, por ser la lengua francesa más familiar para ustedes. Habiendo un alma derramado lágrimas de las que hablé, y vertido por sus ojos su amor propio, desnudándose de ella misma, después de haber recibido la gracia del Espíritu Santo, que es la sabiduría y el agua que también es fuego pues el divino Paráclito es todo esto se encuentra ella inflamada por el ardor del fuego que ha hecho brotar el agua, lo cual llamaría yo humildad radical pero espiritual. No me refiero a lo que es natural dejo esto a los médicos pues estas lágrimas prenden el fuego, y este fuego hace brotar las lágrimas o las estimula. Todo esto vacía al alma, la cual, famélica y sedienta, clama con el rey: “Mi alma tiene sed del Dios vivo; ¿Cuándo ir‚ y contemplar‚ el rostro de Dios? Mis lágrimas son mi pan día y noche, mientras que los poderosos me dicen cada día: Dónde está tu Dios” (Sal_42_2s). Ellas me han causado más hambre y sed de verlo, recordándome que él es el pan que fortifica y el vino que vivifica y alegra el corazón. Al verme privada de él, mi alma se ha derretido y casi desvanecido de debilidad, pues sé que mi Dios se ha alojado en sus admirables tabernáculos. He sido impulsada por la porción que me ha concedido, de avanzar mediante la contemplación hasta el interior de sus tabernáculos, hasta la casa de Dios, por el camino del alborozo y la alabanza al son de la

[100] música. Me tranquilizaba, diciendo a mi alma: ¿Por qué me turbas? Espera en tu Dios” (Sal_41_6), sin dejar por ello de abatirme a mí misma al recordar que los habitantes del cielo tienen, no el Jordán, ni un claro monte terrenal, sino otro celeste y divino: la humanidad y la divinidad, que son el pan y el vino que no pueden saciar. Sin embargo, al encontrarme en este abismo de hambre y sed, el abismo de bondad me llamó mediante las sagradas llagas, abrió sus manos, que son las cataratas del cielo, y entonces todo lo que contiene el Altísimo, aun su río desbordante, se derramó sobre mí. Valor, queridas mías, estemos hambrientas y sedientas y seremos saciadas. Saquemos nuestros corazones de Egipto, lo mismo que nuestros cuerpos, y en la tierra santa de la religión nuestro amabilísimo Verbo Encarnado, que nos llama a su instituto, hará caer el maná de mil bendiciones, si poseemos la justicia. Al menos, mediante el deseo, estemos sedientas y cumplamos toda clase de justicia, como él lo dijo a san Juan: El que es justo, será aún más justificado. Este divino Salvador nos dio ejemplo de ello al recibir el bautismo. Sabemos que él es el cordero sin mancha, el candor de la luz eterna y figura de la sustancia del Padre. La voz que fue escuchada da testimonio de ello. Él nos enseña que mientras seamos peregrinos aquí abajo, debemos estar siempre, siempre, hambrientos de justicia.

La justicia consiste en que Dios sea amado con un amor incomparable, y que todas las criaturas le den gloria después de la que él se da a sí mismo, que es la suprema. Alegrémonos de que la posea, deseémosle la que pide a sus criaturas

[101]  estemos siempre hambrientas de todas las cosas que procuran su gloria, en especial la santa Eucaristía, la cual es el alimento de los niños y de los fuertes. ¿Acaso no somos niñas y aun hijas del Verbo Encarnado? Pidámosle continuamente este pan, en el que encontraremos nuestra vida y toda clase de bienes. Esta es la vida y el tesoro del Padre celestial. Él es nuestro fundamento, nuestro fundador. Recuerden, mis queridas hermanas, que durante la vida de todos los fundadores de monasterios y comunidades religiosas, éstas florecieron en todos aspectos, aunque su muerte fue, en ocasiones, causa de su relajamiento; pero nuestro Señor y buen Padre dijo: “Estaré con ustedes todos los días, hasta el fin del mundo” (Mt_28_20). ¿Acaso una promesa tan favorable y consoladora, dejar de animar nuestros corazones a la oración, al verlo en medio de nosotras? Caminemos, pues, generosa y constantemente en pos de él por los caminos de la santidad. El ser nuestra recompensa. Estemos hambrientas y sedientas de justicia, de suerte que se diga con verdad lo que se afirmó del padre y madre de san Juan Bautista, mi patrono: que caminaban delante de Dios en toda justicia, perseverando no sólo en la observancia de los mandamientos, sino también de sus consejos. Huyamos de la murmuración y todo lo que puede lastimar o alterar la caridad que debemos tener hacia nuestro prójimo. Soportémoslo y sirvámoslo en lo que nos sea posible, dándole siempre buen ejemplo y, por este medio, seremos saciadas con los frutos de nuestras buenas obras, pues para los justos todo se convierte en bien.

[102] Recuerden, mis queridas hermanas, el consejo que se nos dio de beber de las aguas de la cisterna de Belén, debido a que nuestro Salvador estaba aún en esta gruta cuando se le dio el nombre de Jesús. En ella nos presenta un abismo de humildad, de justicia que derrama sobre nosotros las aguas de sus méritos, que nos ofrece y participa. Él nos dice: Beban, fieles míos; embriáguense, mis muy amados, porque tienen sed de justicia. Yo soy pan, pues esta casa de Belén es la casa del pan. Coman y beban, yo soy la verdadera cisterna y el pozo que se derrama por ustedes; es más, soy todo de ustedes, y todos ustedes, míos. Como este amable pastor es todo nuestro ¿dejaremos de sentirnos bien saciadas? Él nos dice además: Mi querido rebaño, que es como una fuente que mana de mí mismo: derrámate y reparte las gracias que te doy, comunicándolas al prójimo, de manera que, en cualquier lugar, las aguas de tu instrucción se extiendan. A pesar de lo anterior, que cada una guarde esta cisterna para sí sola, y que los extranjeros no tengan parte en ella. Quiero decir que el humilde conocimiento de nosotros mismos guarda estas fuentes interiormente ocultas en nuestros corazones, que ya no nos pertenecen: son de Dios, el cual es de nosotras mismas si somos tales. Nosotras poseemos la justicia, la cual nos llevar a morar en un paraíso terrestre en esta vida, obrando en él y guardándolo como fue mandado al primer hombre cuando recibió la justicia original, a la que debemos aspirar, porque sin ella no podemos estar dispuestos para tomar posesión de la celestial. Es necesario tener esta justicia y, para lograrlo, caminar por todos los caminos que conducen derechamente allá, por los que se logra llegar al reino eternal de nuestro divino esposo, el Verbo Encarnado. Dios lleva al justo por sendas derechas” (Sb_10_10).

Octava columna: Bienaventurados los que sufren persecución por la justicia (Mt_5_10).

 [103] Dije antes que reservaba la vara de Aarón para mostrar o declarar esta bienaventuranza. La vara se aplica muy bien al sufrimiento y a la persecución, más para aquella que se sufre a causa de la justicia, pues muchas personas sufren, pero no por la justicia, sino a causa de sus injusticias. Como estos mismos no la soportan para llegar a ser justos, no se pueden contar entre los bienaventurados a los que se refirió Nuestro Señor. Son estos sufrimientos los que con frecuencia matan el cuerpo y hacen morir eternamente al alma de los pecadores endurecidos en sus crímenes, o los pecados de los cuales no quieren enmendarse. Dejemos esta clase de sufrimientos y hablemos de los meritorios, que en este mundo florecen plenos de esperanza y que dan frutos de gozo en el otro, a semejanza de la vara que floreció en manos del sacerdote Aarón.

Mis queridas hermanas y muy amadas hijas, seamos sacrificadoras, mortifiquémonos todos los días de esta vida, sea en el cuerpo o en el espíritu, pero con gran valor; no podremos morir a todo lo de aquí si no nos causamos la muerte a nosotras mismas. No temamos la mortificación, que nos santifica y que tantos santos han practicado. Seamos generosas y roguemos al Espíritu de Dios que tome posesión de nosotras. Si está con nosotras, encontraremos la mortificación llena de miel, como sucedió con Sansón en la boca del león que se arrojó a él. Créanme, hermanas mía s; el alma valerosa saborea la dulzura ahí donde las almas tibias y cobardes sólo encuentran amargura. Las generosas encuentran tanta dulzura en los actos de mortificación, que no querrían vivir sin ella. Santa Teresa decía: o padecer, o morir, y el gran san Ignacio

[104] mártir, decía a voces que ansiaba ser trigo molido por los dientes de las bestias, y que cuando fuera expuesto a ellas, las incitaría a que lo devoraran con toda crueldad. Amaba tanto el sufrimiento, que su amor estaba en la cruz, y la cruz en su amor, aun en su amor crucificado. Estaba tan enamorado del santo nombre de Jesús, que lo había grabado sobre su corazón con letras de oro. Era todo su tesoro y su vida, pues el alma vive más en el objeto que ama, que en el cuerpo al que anima. Él vivía más en Dios que en sí mismo, al igual que el gran apóstol, que decía que la vida presente lo contrariaba y como que lo avergonzaba, por lo que exclamaba: Estoy clavado en la cruz de mi Salvador Jesucristo que vive en mí; esta vida me es tan gloriosa, que a mí líbreme Dios de gloriarme, sino en la cruz de nuestro Señor Jesucristo, por quien el mundo está crucificado para mí, como yo lo estoy para el mundo!” (Ga_6_14).

Este santo Pablo aficionado a los sufrimientos de su buen Maestro los había impreso de tal manera en su espíritu, que afirmó no haber encontrado entre todos los hombres sino a Jesús crucificado. Por lo demás, no le preocupaba sufrir: para él era un placer llevar en su cuerpo los estigmas de Jesús, su Salvador, Pues, decía, mi espíritu está clavado en su cruz, mi cuerpo lleva también interiormente sus llagas y estigmas. Deseo tanto ver a este buen maestro, que siento un dolor que me hace exclamar: soy desdichado en este cuerpo, deseando verme separado de él para vivir sin obstáculo material, unido a mi señor Jesucristo. Esta es mi vida y mi ganancia. Después de todos los servicios que les he prestado, mis queridos amigos, pues he trabajado por su salvación con

[105] tanta rectitud de intención que puedo asegurar ser inocente de la sangre de toda persona, deseo derramar la mía por aquel que dio la suya por todos nosotros en medio de crueles e ignominiosos tormentos. Completo en mí su pasión, siendo un vaso elegido para llevar su nombre; pero para ser capaz de ello, él me da la gracia de sufrir por él, así como dijo a Ananías que me mostraría de qué manera debía sufrir por su santísimo nombre. Sin embargo, el amor y caridad con que este amable Jesús me ha atado a él es tan fuerte, que estoy cierto de que ni todas las criaturas, ni todos los tormentos me separarían del amor que le profeso, el cual está cimentado en su divinidad. Ahora bien, mis queridas hijas, todo lo que dijo este gran apóstol debe excitarnos a estar ávidas de beber el cáliz de nuestro divino esposo el Verbo Encarnado, y a sufrir toda clase de tormentos y contradicciones por la gloria de su santo nombre, que es justo por excelencia. El de Jesús le fue dado por justicia, pues por haberse humillado y hecho obediente hasta morir en la cruz, Dios, su Padre, lo exaltó por encima de todo nombre, de modo que al pronunciarlo, toda rodilla se doble en el cielo y en la tierra. Valor, hermanas mías, suframos y obedezcamos al santo amor hasta la muerte de cruz.

Al contemplar a este amable Salvador que sufrió por todos los bienes que su amor deseaba conceder a los hombres, éstos lo crucificaron a causa de sus justísimas obras. Lo cargaron, por manos de los judíos, con todas las injusticias de las criaturas; Dios mismo pareció armar a todos contra este sapientísimo Hijo único. Padre eterno, se dice que tú armas a tus criaturas contra los insensatos. Mi Jesús, perdóname si te digo aquí que te echaste a cuestas todas mis locuras, dejando que te

 [106] tomaran por loco. Qué felices seríamos si los hombres nos consideraran locas por amor a ti. Si ellos te persiguieron, apedrearon y crucificaron por tus buenas obras, cometeríamos un grave error si nos quejáramos de que alguien se levantara en contra nuestra para oponerse a nuestro piadoso designio, que no es otro que procurar la gloria de tu santa Majestad, ¡Oh Verbo adorable!, y la salvación de las almas, que tanto te han costado, mediante la instrucción de la juventud. Sería demasiada dicha el ser estimadas dignas de sufrir a imitación tuya.

Mis queridas hermanas, sigamos a nuestro divino esposo, que nos dice: Confía, yo he vencido al mundo” (Jn_16_33), pues sin su victoria jamás triunfaríamos del mundo. Gracias al poder del Verbo Encarnado, podemos vencer a nuestros enemigos. Llevemos generosamente nuestra cruz, renunciemos a nosotras mismas, hagámonos violencia para entrar en la patria celestial, ya que el cielo sufre violencia desde los días de san Juan Bautista. Los violentos lo arrebatan por fuerza y se lo llevan. Antes de que el precursor apareciera en la tierra, nadie había sido capaz de asaltar el cielo, pues todos ignoraban las tácticas. El Salvador se las enseñó a este santo profeta, librándolo de la caída de Adán, del pecado original y situando su alma en gracia y en justicia. El lo armó con todas las piezas, poniéndole en la boca una espada tajante, lo cual (también) le sirvió de poderoso escudo. El fue la mano del Señor, el cual hizo de este profeta una saeta elevada en el aire para dar directamente en el blanco. Así, señaló con el dedo el reino del cielo, mostró al Salvador y los cielos se abrieron cuando bautizó a Nuestro Señor, el cual le dijo que era necesario que los dos cumplieran toda justicia.

[107] Juan Bautista, tú darás tu cabeza por la justicia al desear rescatar a una mujer a quien un hermano había quitado al otro, diciendo a esta justicia ofendida Dios, los hombres y yo, para rescatar a los pecadores y enseñarles la verdad, me crucificarán para cumplir toda justicia. Sin embargo, en virtud de la justicia que te he concedido, precursor mío, arrebatarás el reino de los cielos, pues entre todos los hijos de mujer, nadie ha sido más grande que tú, que haya podido llegar a los cielos. Si los ángeles son fuertes, eres un ángel, el ángel particular de mi Padre todopoderoso. Eres el profeta del Altísimo que traza sus caminos. Eres el temible cañón de la santa Sión; eres el asombro de sus puertas cuando les dices: "Ábranse, puertas eternas, para que entre el rey de la gloria. Él es el Señor fuerte y poderoso, el más formidable que haya venido a batallar contra ustedes". ( Salmo 24_ 7) El vino a consolarme desde el vientre de mi madre, escribiendo mi nombre en el registro de su memoria. El me armó de gracia y fortaleza, la cual he ejercitado en toda suerte de combates contra el mundo al retirarme para revestir las armas en el desierto y salir de ahí para atacar los vicios y la carne, la cual sujeté a rigurosa penitencia, alejándola de sus padres, que la hubieran halagado y causado su pérdida.

También combatí al demonio derribándolo no sólo por mi bien, sino por el de mi prójimo. Este gran guerrero se esforzó tanto, que se llevó la victoria, esperando

[108] triunfar con Jesucristo, su Maestro, en el reino eternal. Este santo profeta penitente llegó al limbo para ser en él heraldo y precursor de los primeros soldados que se habían retirado ahí, esperando como paga o salario que el mariscal de campo, el Verbo Encarnado, se manifestara en ese lugar, para ser admitido en su gloria y en el trono de Dios, a cuya diestra está sentado para glorificar eternamente a los bienaventurados que se encuentran ahí gozando de su gloria. Sigue en pie, no obstante, para auxiliar y animar a sus soldados con su gracia, los cuales combaten en este mundo. Tal fue el parecer de su bravo campeón san Esteban, quien sabía muy bien que su fuerza procedía del cielo, por lo que fijó en él su mirada. Valor, mis queridas hijas, seamos amazonas del Verbo Encarnado, combatamos y él nos fortalecer con una mirada llena de amor. Que las piedras de las persecuciones no nos sorprendan. Amemos a los que nos contradicen, y a ejemplo de san Esteban, roguemos por ellos. Podría suceder que algunos se convirtieran, como san Pablo, en los más entusiastas protectores de nuestra congregación. Nuestro Señor, con su poderosa virtud, los convertirá. No podremos conseguir la victoria sino combatiendo; el triunfo es posterior a la victoria. Nadie será coronado si antes no combatió con valor. El Verbo Encarnado, nuestro esposo, a quien la gloria era debida esencialmente, la quiso comprar, afirmando él mismo que era necesario que sufriera para entrar en su gloria. Reprendiendo a sus dos discípulos, les dijo: “¿Por ventura no era menester que el Cristo padeciese todas estas cosas para entrar en su gloria?” (Lc_24_26). Y en otra ocasión les dijo: "Deben perseverar a pesar de la tentación. Así como mi Padre puso a mi disposición el reino eternal, voy a preparar un lugar para ustedes" (Jn_14_2). Si el Padre eterno lo hizo comprarlo a un precio tan

[109] elevado, que el Hijo tuvo que darlo todo y padecerlo todo, sepamos renunciar enteramente todas las cosas; suframos todo, pero comprendiendo que lo que sufrimos y damos es una nada, a la cual, sin embargo, el Señor concede el premio de su eterna gloria, merecida por su Hijo, Dios y hombre. Gracias a él gozaremos de esta gloria, pues su bondad desea contemplar nuestra nada en sus méritos infinitos. Es por mediación suya que nuestras más pequeñas obras son meritorias, aunque este amable Salvador las alaba para animarnos al sufrimiento, diciendo: Bienaventurados los que sufren” (Mt_5_10). Más adelante, en otro encuentro, dijo: Dichosos seréis cuando los hombres por mi causa os maldijeren, y os persiguieren... Alegraos y regocijaos, porque es muy grande la recompensa que os aguarda en los cielos” (Mt_5_11s). Mis queridas hermanas, digámosle pues: dulce Jesús, te bendecimos y damos gracias con todo nuestro amor, por las grandísimas recompensas que nos prometes. Esperamos, sin embargo, que la dicha de seguirte por el duro camino que nos trazaste, nos lleve a alcanzar tu reino eterno y a gozar en él tu divina esencia. Aceptaste el designio o promesa que hizo David a tu santa Majestad de construir para ti un templo, prometiéndole a tu vez que harías su sitial y su trono como un sol delante de ti, y como una luna perfecta.

He aquí un templo que deseamos edificar a tu Majestad divina, pero esto será a expensas tuyas, pues eres rico. Nosotras no somos sino pobres y débiles hijas tuyas. Tu gloria será de este modo, más grande. Acepta estas ocho columnas sobre las que deseamos apoyarlo y colocar el pavimento, el techo y los muros.

[110] El pavimento que debemos colocar en él, mis queridas hermanas, debe ser la humildad, la cual este gran Dios contemplará con agrado, pero esto será después de que hayamos hecho todo lo que he señalado, y aun todo lo que los santos han hecho para complacerle, después de lo cual debemos convencernos de que somos siervas inútiles que no han cumplido bien todos sus deberes, pues nada podemos por nosotras mismas. Es la divina misericordia a quien debemos el ser, y sólo por ella no somos consumidas por la nada del pecado. Si pensáramos ser algo, mentiríamos. Deseemos más bien ser reconocidas como nada y tenidas por tal. Estemos contentas de ser menospreciadas; en esto se manifestará la verdad, y vendrá la divina misericordia. Alguien se anticipó a la verdad: fue Jesucristo, el Verbo eterno y Encarnado, el cual, reparando en nuestra nada, vino a revestirse de ella. Porque habéis de tener en vuestros corazones los mismos sentimientos que tuvo Jesucristo, “…el cual teniendo la naturaleza de Dios” (Flp_2_6). Por medio de esta humildad, Dios su Padre lo exaltó y le dio un nombre sobre todo nombre, a fin de que al nombre de Jesús se doble toda rodilla. Deseamos llevar este nombre adorable sobre nuestros corazones junto con nuestras santas libreas. Humillémonos, pues, en verdad en nuestro interior y en el exterior. Hagamos todas nuestras obras para glorificar su santo nombre, lo cual es andar en justicia, a la que dará el beso de paz. La misericordia y la fidelidad se saldrán al encuentro,”…la justicia y la paz se besarán” (Sal_84_11s). Ahora bien, después de que todas las columnas están colocadas, y terminados los muros, es muy razonable construir un techo en el templo de nuestro querido esposo. Durante su estancia en este mundo, pasó mucho tiempo expuesto al sereno, sujeto a los trabajos y siendo tan

[111] pobre, que no tenía dónde reposar su cabeza. Se acostaba sobre la dura tierra sin lecho, sin almohada y sin cobertor. Es necesario que seamos más caritativas que las personas de aquel tiempo. El techo del templo en cuestión debe ser la caridad, virtud que es la más grande de todas las otras y la pieza principal, pues ella mantiene a cubierto esta construcción, resguardando a sus habitantes de las injurias del tiempo. Además, el techo se presta a cobijar a los pájaros, pero sólo en primavera y en otoño, pues durante el invierno no viven ahí. Con esto quiero decir que, cuando florece la caridad en piadosos y santos pensamientos, lo mismo que en buenas obras, es entonces cuando los pájaros celestes anidan en él; pero si uno es frío y perezoso, no deseando esforzarse en producir, mediante el calor del santo amor, frutos primaverales y la claridad de los bellos días de otoño, las aves celestiales vendrán sólo por milagro, pues la prueba de todo se manifiesta en la producción de buenas obras, que acompañan a la caridad. Esta es una reina que lleva consigo a su séquito. Es la esposa del rey que se sienta a su derecha revestida de oro y toda enjoyada, como dijo el profeta, pues la caridad abarca el amor a Dios y al prójimo. La caridad es paciente y benigna con todos, como lo dijo el apóstol; “…es el árbol que produce los dulces frutos que sacian a los habitantes del cielo y de la tierra. La fe y la esperanza son buenas, pero la caridad las sobrepasa" (1Co_13_13), prosiguió diciendo el apóstol de las naciones. Y aun cuando tuviera el don de profecía, y penetrase todos los misterios,

[112] y poseyese todas las ciencias, y tuviera toda la fe que hace trasladarse de una a otra parte los montes, no teniendo caridad, soy nada.” 1Co_13_2),

Aun cuando yo distribuyese todos mis bienes a los pobres, y entregara mi cuerpo a las llamas,” si la caridad me falta, todo lo dicho no me sirve de nada” (1Co_13_2s). Ahora bien, mis queridas hermanas, que cada una busque la forma más excelsa de caridad. Es la vía más excelente que, después de este apóstol, les puedo enseñar. Alcancemos la caridad, pero la más sublime, la que sobrepasa todas las cosas creadas. Son éstas las manzanas y frutos de la granada que aman y mencionan el esposo y la esposa del Cantar. Su fruto lleva la corona y es más bello por dentro que por fuera. De igual manera la reina, que es la caridad, hija del rey, porta toda su gloria en el interior, quiero decir, en el corazón; pues esta caridad bien ordenada es como el estandarte divino implantado en el corazón. ¿Cuál es el título y nombre que blandimos, sino el estandarte que es todo amor? Es el santísimo y sagrado nombre de Jesús, Verbo Encarnado, que es tan augusto, tan dulce y deleitable a la boca. El paladar del esposo es dulcísimo en todo, los labios de la esposa que lo pronuncia adquieren el sabor del sol divino, sol que destila el cielo, pues cuando el alma inflamada pronuncia estas palabras: Jesús, o Verbo Encarnado, amor mío, ¡cuánta dulzura no experimenta! Pidámosla a san Francisco y a san Bernardo, el doctor melifluo. Mis queridas hermanas, nuestro divino enamorado nos dice amorosamente: Ponme por sello sobre tu corazón, ponme por marca sobre tu brazo” (Ct_8_6), y el resto que anoto aquí en lengua francesa para su consuelo: Esposo mío, ponme como un signo sobre tu

[113] brazo, porque el amor es más fuerte que la muerte. Ella es implacable, vigorosa su emulación, pero no hay cosa que el amor no queme con un fuego que no puede extinguirse, en tanto que sea amor. Mis lámparas están llenas de fuego y de llamas, que los grandes no pueden extinguir, ni los ríos más impetuosos anegar. Aun cuando el hombre diera toda su sustancia por la caridad, ella lo reputaría por nada, pues la caridad sobrepasa todo en cuanto amor perenne. "Te he amado, dice el divino enamorado a su amada, y te he grabado en mis manos a fin de contemplarte por siempre" (Is_49_16),  Sin embargo, me dirán ustedes que preferirían que el divino esposo hiciera esto en su corazón. ¡Ah! Bien resguardada está ella en las manos de este amable Salvador, ya que poseen todos los recursos de este bajo mundo y los mismos tesoros del Padre celestial. Este Hijo, sabiendo que su mismo Padre tenía todo en sus manos, y que el amor y gran caridad que tenía hacia la humanidad lo hizo salir de la diestra para venir a la tierra, y que por amor regresaría al cielo, habiendo amado a los suyos que estaban en el mundo, al final los amó hasta el fin. Dulcísimo Jesús, ¿Qué quiso decir este discípulo de amor? no podría expresarlo, pero diré lo que pueda: En la última hora de tu vida mortal, tu amor se redobló de tal suerte, que hubieras muerto de él si no hubieras deseado retenerlo para exaltarlo sobre una cruz, a fin de que combatiera contra los dolores de tu Pasión, en la que salió vencedor. Dios mío, es que los amaste con un amor infinito, de modo que, si hubiera sido necesario que tu cuerpo y la parte inferior de tu alma

[114] soportaran una pasión hasta el infinito, lo hubieras hecho. Nos amaste hasta el fin. Es por ti, que eres nuestro último fin, aun conociendo que jamás sabríamos amarte como tú nos amaste en este fin, ni brindarte la reciprocidad del amor, que tu Padre nos amó al enviarte a tomar carne humana. Hiciste el acto de amor infinito, ofrendándole este amor como suplemento al nuestro. Nos amaste hasta el fin para siempre al permanecer con nosotros en el Santísimo Sacramento, en el que nos demuestras el amor que nos tienes, morando en nosotros a fin de que moremos en ti y que así como en todo vives por tu Padre, también nosotros vivamos por ti. ¡Dios de amor, cuan amoroso eres; eres el mismo amor! El amor iguala a los que se aman, bien nos lo hiciste ver. El amor saca de sí mismo al que ama, para introducirlo en la cosa amada; y ésta, al penetrar en quien la ama, ya no es más que una cosa en él. Para demostrarles esto con mayor amplitud, mis queridas hermanas trataré, en toda su extensión, si dispongo de tiempo, el capítulo 14 de san Juan, el predilecto, en el que este divino enamorado lo explica al que ama. El, ora por los suyos a fin de que Dios su Padre los guarde en el mundo así como él los defendió mientras fue pasible. El pide que la misma claridad de que gozaba y goza con su Padre, nos sea comunicada, pues también rogaba por todos los fieles. “No solo te pido por estos, sino por aquellos que han de creer “ (Jn_17_20). A fin de que todo el mundo crea que me has enviado, y la claridad que me has dado, se la doy, a fin de que todos sean uno como nosotros somos uno. Que sean siempre consumados en la unidad, y que el mundo conozca que me has enviado y que yo los he enviado así como tú me amaste. [115] Padre mío, quiero que los que me has dado están donde yo estoy, pues deseo tenerlos conmigo, y que vean la luz que me has dado, porque me has amado desde antes de la constitución del mundo. Padre justísimo, el mundo no te conoce, pero yo te conozco, y éstos me conocen y saben que me has enviado. Les he dado a conocer tu nombre y se lo hará conocer de nuevo. Después de estas palabras, nuestro amable Redentor se dirigió a la muerte, efecto supremo del amor que nos tenía y el signo más grande de un verdadero amor. Nadie tiene mayor caridad que aquel que da su alma por su amigo. Permíteme, mi dulce Jesús, decirte que superas a todos, ya que diste tu vida por tus enemigos.

Ahora bien, hermanas y queridas hijas mías, amemos constante y ardientemente al Verbo Encarnado, nuestro supremo bien y caritativo Salvador. Amémonos todas en él y a nuestro prójimo.

Son éstos los tres portales del templo que vamos a construir en su honor y para su mayor gloria. La caridad lleva en si todo lo que Salomón puso en el templo. Esperemos con paciencia, fervientes oraciones y sacrificios de holocausto de nosotras mismas, la venida de la nube que se difundir en el templo de la divina majestad. Después de esto, transportadas de admiración, nos abismaremos delante de Dios. ¡Oh abismo feliz y deseable, moremos siempre en él! Mi mayor deseo es verme cada vez más sumergida en él. Amen. Fiat. Jeanne de Matel [116]

N.B. Para completar lo que resta de la página en blanco, pienso que no estar fuera de lugar escribir en ella la copia fidedigna de una carta importante que nuestra citada madre Jeanne Chézard de Matel, piadosísima instauradora y fundadora de la Orden y Congregación del Verbo Encarnado, escribió como respuesta al Señor Canciller Séguier con motivo de un consejo que él le había dado en 1644, urgida por el verdadero celo que este piadoso magistrado mostraba hacia nuestro monasterio de París. Esta carta es muy consoladora para el (monasterio) de la ciudad de Lyon, al que la divina Providencia me ha hecho volver por cuarta vez según los designios de su gloria.

    Monseñor:

    Que aquel de quien deriva toda paternidad en el cielo y en la tierra colme a Ud. de sus más preciosas bendiciones.

    Encontrándome ayer más triste que alegre cuando salió Ud. de nuestro recibidor, me dirigí a mi divino esposo con la confianza que Ud. Sabe me ha concedido, buscando la causa de mi pesadumbre. El me hizo escuchar: Tu pesar procede de mí, pues he deseado mezclar tus dulzuras con amargura, a fin de que acudas a consultarme. Di a mi Canciller, a quien que te he dado como padre y protector, que apruebo su modestia, su humildad y su celo. Sin embargo, el pensamiento que tiene de que vendas mi casa de Lyon no es el mío; que Jacob derramó aceite sobre la piedra donde había dormido, mientras que los ángeles subían y bajaban por la escala mística que le fue mostrada en visión, exclamando al despertar: En verdad esta es la casa de Dios y la puerta del cielo (Gn_28_17).

    Esta casa de Lyon es mi Betel; en ella has sido testigo de la elección que hice de él; en ella te hice ver los sellos que quise le fueran encomendados mediante el ministerio de mi fiel Miguel. Pudiste contemplar los grados a los que lo elevaré, apoyando mis propios favores en mí mismo y en mis dones, que él debe siempre reconocer y ofrecerme con acciones de gracias, amando primero al donador y después a los dones.

    El se ha afligido ante el disimulo de su hija natural. Yo deseo que se regocije ante la sencillez de su hija adoptiva, quien debe decirle de mi parte que no hay consejo contra el Señor, y que deseo que haga mi voluntad en todo, para que sea, como David, un hombre según mi corazón. Mío es Galaad, y mía la tierra de Manasés; y Efraín el yelmo de mi cabeza (Sal_108_8).

   [ 117] Hija mía la casa de Lyon está bien representada por Galaad. Galaad, a su vez, figura el testimonio del siervo. Ella es también amada de aquel que debe estimarla; la elegí de tal manera, que la cimenté sobre la sangre de mis mártires, que son mis testigos congregados para confesar mi nombre en ese lugar, y sellar su fe con el derramamiento de su propia sangre. Ella es Manasés, olvidado de los hombres; pero a quien amo y sobre el que fijo mis ojos. Ella es mi Efraín fructífero que crece sin cesar, del que he recogido frutos antiguos y de quien retirar‚ frutos nuevos en el tiempo designado, y aunque ella parece estar desolada y abandonada, y también casi destruida, debe ser por ahora tu carga y tu dolor; más adelante se convertir en tu alegría. No temas el amor propio al amarla. Soy yo quien te da esta inclinación. Este afecto no es contrario a tu perfección; amo esta puerta de Sión sobre todos los tabernáculos de Jacob. Cosas gloriosas serán dichas de esta casa, a la que designo como mi ciudad, regalada y defendida por mis ángeles, quienes la guardan con gran solicitud. El Cardenal de Lyon no ha osado destruirla, porque yo la protejo, aunque él ignora mi protección.

    Estando mi Canciller y tú instruidos por mi luz, ¿podrían deshacerla o destruirla? Deseo reinar en ella y recibir la alabanza y la confesión de mi nombre, que es santo. Si el Canciller hace todas mis voluntades, yo ser‚ su gran recompensa, y mi luz lo conducir; que siga caminando en mi presencia. Y tu, hija mía, espera en mi Providencia; no te abandonaré, ni tampoco a mis designios.

    Monseñor, después de estos divinos consuelos, me sentí tranquilizada, habiendo recibido el mandato de la Majestad santa de comunicar a Ud. lo que ha hecho saber a su hija, que después de haber dado gracias humildemente por sus bondades, estima como un favor singular el llevar esta cualidad de la que se considera muy indigna, permaneciendo en un respeto profundo.

    Monseñor,

De su monasterio del Verbo Encarnado de París, el 14 de septiembre, 1644. [118]

               De Usted, la más humilde, obediente y agradecida hija y servidora en Nuestro Señor.

               Jeanne Chézard de Matel

               N.B. A petición de nuestra mencionada madre fundadora, esta carta fue remitida el mismo día al Señor Abad de Cérisy, el cual era en ese tiempo superior de nuestro monasterio de París. Este eclesiástico afirmaba sin cesar en toda ocasión que era hijo espiritual de la madre, en vista de las gracias que había recibido del Verbo Encarnado, del que había llegado a ser muy devoto y entusiasta en lo que concernía a todos los monasterios de nuestra Congregación.

               En 1642, predicó en presencia del señor Canciller, que se encontraba entonces en la capilla de nuestra casa de Lyon, donde entrevistó por vez primera a nuestra citada piadosa madre, movido por los grandes relatos que se le habían hecho sobre su mérito y sólida virtud, de los cuales se persuadió muy pronto el buen magistrado a través de los temas espirituales de que fue objeto la conversación que ambos tuvieron. Quedó tan edificado de ella y de su humilde modestia, que depositó en ella una confianza sin límites, pidiéndole que de ahí en adelante contara con su protección, de la que le dio pruebas admirables, sea en favor de los asuntos de las casas de su instituto, o para consolar a personas afligidas que pedían ayuda.

               Cuando este ferviente funcionario recibió de manos del Abad de Cérisy la susodicha carta se puso tan contento, que él mismo acudió a asegurar a nuestra digna madre la continuidad de su protección, así como su confianza en sus consejos y santas oraciones, que le pidió con más insistencia aún por mediación del Abad, confidente de los pensamientos más íntimos de su interioridad, encargándole confirmara sus buenas intenciones respecto a la extensión de los conventos de su instituto, al que deseaba poder establecer más allá de los mares, para gloria del Verbo Encarnado.

               En espera de que la ocasión se presentara, su celo le había llevado a dar el consejo mencionado, en la carta que antecede, de vender la casa de Lyon, creyendo que con ello se consolidaría la de París, que nuestra digna madre compró en ese lugar en cuanto pudo, pagando por ella ochocientas libras anuales. En ella vivió con su comunidad desde que nos fundó y estableció en medio de felicísimas circunstancias, hacía casi un año. Los dos períodos de turbulencia que hubo en París retrasaron los arreglos de compra que hizo después del restablecimiento de la paz en 1653. [119]

               Esta adquisición, que comprendía tres casas y cinco jardines contiguos alrededor de cuatro arapendes por los que habíamos rehusado (pagar) sesenta mil libras, causó verdadera alegría tanto al Canciller y su esposa, la Sra. Séguier, como a los demás amigos de la piadosa fundadora, quienes admiraban la solicitud del Verbo Encarnado hacia todo lo que concernía su instituto, y para sostenerla en la ilimitada confianza que ella depositaba en la infinita bondad de aquel de quien se la veía esperar todo su auxilio.

               Esto redobló su aprecio y la seguridad de su protección, pues ella, a su vez, les había asegurado la de la divina bondad hacia sus personas y todas sus familias. El permitió que hicieran la prueba de esto en dos ocasiones muy importantes, que pienso debo señalar en esta narración, por haber sido testigo de la conmoción que causaron en todo París, cuyos habitantes las comentaron, y que me fue confirmado por la señora de la Chambre, pues ella y su esposo se habían alojado en la casa de Séguier, por ser aquél su médico familiar y gozar de un mérito altamente reconocido. A su vez, su esposa tenía reputación de sólida piedad y gran caridad hacia los pobres vergonzantes.

               Sucedió que, durante los disturbios de París, la vida de este buen magistrado se encontró en peligro inminente al ser perseguido (en una ocasión) por el populacho apoyado y soliviantado por los envidiosos enemigos de su influencia en la corte, a causa de sus méritos y fidelidad por el bien del estado, de lo que daba pruebas en toda ocasión. Se le persiguió con tanto furor por las calles, que, viéndose cerca del Hotel de Ville, entró en él y se ocultó como pudo en un lugarcito de uso común muy sucio, que estaba circundado por una vieja cerca de tablas tan mal unidas, que a través de las rendijas podía ver fácilmente a las personas que lo buscaban con un furor tan intenso, que las cegaba. En el ínterin, clamaba con todo su corazón al Verbo Encarnado, el cual acudió en su auxilio de tal suerte, que (libró de la muerte) al generoso protector de su instituto. La fundadora, que, con sus hijas, se encontraba en oración rogando por su preservación, fue advertida prontamente y dio gracias a la divina bondad por el cuidado que había tenido de él.

               No obstante, una secreta envidia continuaba reinando en el corazón de los adversarios del Canciller, los cuales no se cansaban de perseguirlo sordamente en toda ocasión, principalmente en la corte, [120] para hacer que se le retiraran los sellos. Esto llegó a tal grado, que en dos ocasiones parecieron lograr su intento, valiéndose de astutas sorpresas y malignos ardides; los cuales, habiendo sido descubiertos, se convirtieron en gloria para él y confusión para sus enemigos. Sin embargo, mientras esto último sucedía, tuvieron éstos el placer de afligirlo con sus embrollos, los cuales causaron (gran) desolación al Canciller y a su ilustre familia debido a los hechos que se le imputaban, de los cuales era inocente.

               Como su señora esposa acudiera a consolarse al lado de nuestra piadosa fundadora, ésta le dijo: No se aflija, Señora, ya fui advertida de su justo dolor, el cual compartí de corazón a los pies del Verbo Encarnado. Consuélese mediante la sumisión a sus órdenes. El ha querido probar su virtud y la del señor Canciller al permitir que los sellos se le hayan quitado también esta vez. El sabrá cómo hacer que le sean devueltos. Espero en la infinita bondad que, por haberlos recibido de la bondad y justicia del rey, jamás volverá a ser privado de ellos en cuanto su inocencia sea reconocida. .

               Esto, que era la verdad, sucedió poco tiempo después, pues su majestad, al depositarlos en sus manos una vez más, le dijo: Señor Canciller, sé que Ud. tiene muchos enemigos, y estoy persuadido de su celo. Siga siendo siempre fiel a su rey.

               Este digno y primer oficial de la corona continuó siéndolo hasta su último momento, conservándolos todavía más de veinte años, al cabo de los cuales, considerando su avanzada edad y delicada salud, hizo llevar los sellos al rey junto con su humilde gratitud por el honor que le había concedido al habérselos confiado con tan gran voluntad hacía ya tanto tiempo. Empero su Majestad, para colmarlo, tuvo la bondad de devolvérselos en ese mismo instante, guardándose de disponer de ellos hasta que el Todopoderoso así lo hiciera.

               Es fácil comprender el consuelo que experimentó el bueno y piadoso Canciller, así como la alegría que embargó a toda su ilustre familia, en especial a la señora, su piadosísima esposa, la cual reconoció sin tardanza, en cuanto recibió la noticia de este favor, con el que la bondad del rey distinguió a sus personas, las seguridades que le había dado la buena madre de Matel al consolarla en su aflicción, prediciéndole que los sellos serían devueltos al señor Canciller, y que jamás le serían quitados. [121]

               De este modo, la alta estima que ambos esposos profesaban desde hacía algunos años a los méritos y virtud de la piadosa fundadora de la Orden del Verbo Encarnado, creció más y más. Redoblaron las muestras de su protección hacia su monasterio de París y en las causas de las personas que acudían a solicitarla ante este gran magistrado, después de cuya muerte todos sus sucesores han gozado, hasta el presente, de la guarda de los sellos.

               Anoto en este cuaderno las observaciones que evidencian los títulos gloriosos con los que plugo al Verbo Encarnado honrar nuestro monasterio de Lyon, los cuales se mencionan en la carta que antecede, escrita por nuestra citada venerable madre de Matel al señor Canciller Séguier. La he transcrito en uno de los últimos cuadernos del grueso volumen de la vida y obras de esta piadosa fundadora, en la cual incorporé diversos hermosos tratados que su obediencia la llevó a escribir, y que he recuperado, así como otros que hasta el presente habíamos dejado sueltos en manos de algunos prelados y otras personas de importancia, que habían solicitado datos acerca de los grandes relatos que les hicieron algunas personas honorables, a quienes la secretaria las había prestado con permiso del director de nuestra piadosa fundadora, la madre de Matel, sin que ella lo supiera. Tuve la dicha de ser puesta en sus manos por mi difunto padre, según mis deseos, para ser dedicada al Verbo Encarnado cuando apenas iba a cumplir los seis años de edad y su orden no se había establecido, la cual gestionaba ella en ese tiempo en Aviñón, donde fue recibida un mes después por los habitantes de toda la ciudad entre grandes manifestaciones de alegría.

               Esta fiel servidora de Dios sólo pudo permanecer en ese lugar alrededor de cinco meses, ya que sus hijas de la comunidad de Lyon reclamaban su presencia (Lyon) tuvo la dicha de verla de regreso y victoriosa del infierno, el cual había puesto en juego todos sus recursos a fin de impedir o postergar más aún el establecimiento de esta orden que es tan digna de veneración, de respeto y de amor por muchas razones que se refieren a la gloria del Verbo Encarnado y a la salvación de las almas [122 ]a las que él quería redimir, en cuyo número tengo la dicha de encontrarme a pesar de mi indignidad.

               Ingresé en ella, en seguimiento de esta caritativa fundadora, a fines de abril del año 1640, en la mencionada casa de su congregación de Lyon, por haberme prometido al recibirme de manos del señor Bély, mi padre, en Aviñón, según mis deseos, que me revestiría con la santa librea de la orden del Verbo Encarnado en cuanto tuviera la edad requerida para ello, pues aun no tenía seis años. Gracias a su generosa bondad, ella cumplió su palabra el 30 de mayo de 1649, regalándome el nombre de Jeanne de Jesús, el cual añadió al de Lucrèce de Bély, sin tener en cuenta mi indignidad e incapacidad, sino únicamente el deseo que tenía yo de ser muy fiel y agradecida al Verbo Encarnado, su esposo, al cual me consagró para que también fuera mío.

               Él ha observado una conducta particular sobre mi indigna persona, por permitir que permaneciera algunos años en los cuatro primeros conventos de su instituto, que fundó esta virtuosa madre en honor de este amable Salvador. También (permitió) que ella me favoreciera con su confianza particular, hasta el punto de ocuparme como secretaria suya en nuestro monasterio de París, cuando la antigua se encontraba ausente, para servir a la congregación en la que esta joven fue recibida a los quince años de su edad. Ella fue una de las diez primeras que emitieron los votos de estabilidad en la orden en 1655, así como de proseguir su establecimiento.

               También tuvo la dicha de asistir a la fundación del primer convento, habiendo tenido el consuelo de acompañar a nuestra digna madre en los viajes de Aviñón, Grenoble y París, lo mismo que a Lyon, donde había pronunciado los votos antes mencionados.

               El cielo ha permitido que me encuentre por quinta vez, después de mucho tiempo cerca de seis años en que la divina Providencia me hizo descender con tres de nuestras hermanas de París, para los asuntos que menciono en otra parte (Al presente) mi pluma puede dedicarse holgadamente a comentar temas espirituales, que son más satisfactorios para ella que las actividades de que tuvo que ocuparse en París para defender los intereses de la pobre casa desolada, a la que los vientos tempestuosos de una violenta y prolongada persecución terminaron por derribar. Nosotras fuimos echadas fuera de ella por haber querido mantener nuestros estatutos en (toda) su pureza frente a la ambición de una religiosa Agustina, que deseaba mandar ahí de por vida.

Capítulo 9 - Caricias que me prodigó la santa Trinidad durante el viaje de Lyon a París. Inefables favores del cielo cuando la tierra me abandonaba. 1628

    [125] Al estar en Orleáns vi que toda la Trinidad me acogía y atraía dulce y fuertemente hacia ella. El Padre, acariciándome, me hacía ver cómo se complacía en abrigarme en su seno junto con mi divino esposo, que se encontraba en él como en su cámara nupcial. Este divino Padre, por un afecto admirable, cuidaba de preparar esposas a su Hijo y encauzarlas hacia el amor a la virginidad, cuya corona es el Hijo, pues estas esposas virginales son coronadas el día de sus bodas. Fue con referencia a la virginidad que Jesucristo dijo: Quien pueda entender, que entienda (Mt_19_12).

    Comprendí que, estando en el seno del divino Padre, debía regocijarme divinamente, por ser él el todopoderoso y que, si le era fiel, nadie sería capaz de quitármelo; que el Verbo Encarnado se complacía en acariciarme allí como en su deleitable y mullido lecho, por ser la corona de las vírgenes.

    Se me dijo que el que va a la cabeza de los mártires me invitaba con su ejemplo, me fortalecía con su gracia y me iluminaba con su luz; que deseaba hacerme mártir del amor para volverme, si no digna, al menos no tan indigna del glorioso título de esposa suya, participando en sus sufrimientos por medio de deseos amorosos de sufrir por su amor. Este divino amor me dijo que el Espíritu que recibió de él su esencia me enseñaría los misterios divinos; que este docto Espíritu instruye a los doctores de la Iglesia, de la cual es esposo, y a la que comunica estos dones de muchas maneras, enseñándoles sus secretos. El es comunicado mediante la inspiración, para explicar las Escrituras, descubriendo su sentido a los apóstoles, a quienes concede la inteligencia de las mismas, después de lo cual les confiere su misión mediante el valor para llevar la palabra, que es el Verbo, a todo el mundo, verificando así la profecía de David: Por toda la tierra corre su sonido, y hasta los confines del orbe sus palabras (Sal_18_5). Este Espíritu, que aceptó de buena gana ser mi nodriza para alimentarme con el pecho del Padre, que es el Verbo, me dio a entender que me sustentaba con la leche de la sabiduría que daba a los doctores, sin exigirme el trabajo que reclamaba de ellos, pues me trataba como a su hija pequeña y [126] delicada por medio de deliciosas infusiones, dándome el pecho en la boca; que su amor lo impulsaba a darme su leche en abundancia, lo cual me ocasionaba eructos sagrados que no eran signos de un recargo de alimento corruptible, sino de una plenitud de espíritu, de agua de vida que es fuego y fuente viva y poderosa que produce ríos de vida eterna en los corazones de quienes él toma posesión, transformándolos en tronos de la Trinidad en toda su integridad.

    Seguí escuchando que tenía demasiada experiencia de la bondad de esta adorable sociedad, la cual, por un exceso de amor, me había dicho que era como un cielo inclinado sobre la tierra para hacerme morar en él con menos trabajo porque, sin esta compañía, me vería en un destierro que me parecería insoportable. Que si había yo tenido necesidad de su inhabitación en mi alma cuando todavía me encontraba en casa de mi padre en un continuo retiro, esa permanencia me era más necesaria aún al dirigirme a París para sufrir ahí lo que no hubiera podido resistir sin su admirable asistencia.

    Pedí entonces a los ángeles, a los hombres, a la Sma. Virgen y a la humanidad sagrada, le dieran gracias; y a esta misma Trinidad, de alabarse a sí misma con digno loor, diciendo: Gloria al Padre, etc.

    Tenía gran confianza en este Dios trino y uno, el cual me favoreció indeciblemente todo el tiempo que estuve en París, donde tuve grandes contradicciones; sin embargo, los consuelos divinos fueron tan admirables, que me parece debí morir a causa de la afluencia de las delicias celestiales. Mientras que, delante de los hombres, parecía abandonada de todos, la divina providencia multiplicaba su ciencia en mí a una con sus caricias, como si sólo tuviese a mí a quien acariciar. Aunque los hombres me habían desamparado, no sentí temor alguno a mis enemigos, pues el Señor era mi auxilio. ¿Qué podían hacerme las personas? Llegó al cabo de sus designios por su poderosa bondad.

Capítulo 10 - Santo Tomas de Aquino se me apareció mientras meditaba yo en la inmaculada concepción de la Virgen, estando de acuerdo con los sentimientos que el Espíritu Santo me inspiraba en ese tiempo. 1630

    [129] Al estar en París paseándome por un bosque contiguo a un jardín, meditaba yo sobre la concepción inmaculada de la Virgen y en cómo se afirmaba que Santo Tomás había enseñado lo contrario. Admirada de que Dios hubiese permitido a este gran doctor tener una opinión que restara honor a la Virgen, experimenté un gran resentimiento. De repente, el santo se me apareció mostrando un rostro sonriente, pareciendo querer congraciarse conmigo y aprobar mi manera de pensar. Me contempló largo tiempo con una dulce sonrisa, la cual me mostró que aprobaba de buen grado que mi pensamiento rebasara con creces las injusticias contra la Virgen, madre del Verbo Encarnado, por vivir en un siglo en el que Dios esclarecía el conocimiento y privilegios de su madre, elevando mi alma de claridad en claridad por medio de su divino Espíritu, el cual aprobaba lo que yo escribía sobre su esposa, así como el Verbo Encarnado aprobó lo que el santo escribió sobre él.

    Este santo doctor, al aprobar mis pensamientos, parecía hacerme saber que le había causado un grandísimo placer y que, no podía afligirse a causa de lo que no llegó a conocer en su tiempo, debido a que aún no había llegado la hora en la que Dios quería manifestar este misterio. Sin embargo, le llenaba de alegría el que en mis tiempos hubiese sonado esta hora en la que el Dios de bondad quiso complacerse en declarar esta maravilla a una jovencita, a fin de verificar el dicho del apóstol: que Dios eligió a los débiles para confundir a los fuertes, llamando a aquella que no estudió y que se tenía por ignorante, para destruir a los que piensan ser algo por la suficiencia en los estudios, mediante los cuales los hombres se glorían de su ciencia y se inflan de vanidad. Dios los priva de su sabiduría. Los que aúnan la caridad y la ciencia, edifican a las almas.

    Este grande y humildísimo santo me reveló que en el cielo los bienaventurados no pueden contristarse a causa de lo que [130] ignoraron, y que se alegran cuando Dios lo manifiesta a quienes todavía se encuentran en camino. Ni el disgusto ni la tristeza los pueden afectar, pero sí la caridad y el gozo, los cuales pueden ocasionarles nuevas delicias de un modo accidental. Ellos son miembros gloriosos del Salvador, que se alegran ante el acrecentamiento de luz y de gracia de quienes pertenecen a los rangos de la iglesia militante, con los que están unidos mediante la caridad. Por ser Jesucristo la cabeza de los hombres, de los ángeles y del cuerpo místico, se complace en ver cómo los del cielo y de la tierra se congratulan ante su gloria y su gracia, sea en este camino, sea al llegar a su fin.

    Este santo desapareció dejándome colmada de alegría y confirmada en la creencia de la inmaculada concepción de la Virgen, en cuyo honor estaría dispuesta a morir. Me causó un gozo inmenso el pensar que su Santidad el Papa nos concedió indulgencia plenaria en este día, en la bula que nos concedió primeramente para París y después para Lyon.

    El día de Santo Tomás, en 1636, al pensar en las grandezas de este santo, y en la opinión que tienen los religiosos de su orden, lo cual me siguió causando pena, recordé la visión mencionada que tuve en París y escuché estas palabras del capítulo 12 de Daniel: Tú, ¡Oh Daniel!, ten guardadas estas palabras y sella el libro hasta el tiempo señalado; muchos le recorrerán, y sacarán de él mucha ciencia (Dn_12_4). Dios había mantenido oculto este conocimiento hasta el último siglo, y la Providencia, por justas razones, no lo declaró al gran doctor, complaciéndose en manifestarlo, en el presente, a una pequeñuela, porque así le plugo, ya que es un espejo voluntario y un oráculo libre.

    En otra ocasión, dije a la Santísima Virgen con filial confianza: Santísima Virgen, ¿Podrías perdonar mi osadía al preguntarte por qué permitiste que tu hijo Santo Tomás ignorase tu Inmaculada Concepción, y que esto fuera un motivo para que todos los de su orden, que tanto te aman, se opusieran a ella? Esta buena madre, queriendo satisfacerme de algún modo y para no incriminar a sus hijos me hizo escuchar:

    Hija, he recibido tantas rosas de Domingo, que tolero sin dificultad esta espina de Tomás y todos sus seguidores, sin ofenderme ante lo que [131] piensan de mi Inmaculada Concepción. Aguardo el momento que se lo revelaré abiertamente. Hija mía ,para recompensarte por el cariño con que apoyas esta verdad, he hecho aprobar la orden del Verbo Encarnado según la promesa que recibiste en el año 1615, precisamente el día en que se celebraba la fiesta de mi Inmaculada Concepción.

Capítulo 11 - Dios protege y consuela a los que sufren por su amor. 12 de noviembre de 1641.

    [133] Esta mañana del 12 de noviembre de 1641, supe que algunas personas de alto rango se disgustaron mucho al enterarse de las gracias que la divina bondad me ha concedido, las cuales, con gran sencillez, que podría considerarse imprudente, di a conocer tan fácilmente, que me desestimaron al grado de decir que estoy loca.

    Por esta razón, quise humillarme delante de Dios acusándome de esta imprudencia, que podría hacer aparecer como ridículos sus favores en los espíritus que juzgan según la prudencia humana, y enfurecer a los que quisieran verme cubierta de confusión y de desprecio. [134] Cuanto más trataba de culparme, tanto más este Dios bendito me disculpaba, diciendo: Bienaventurados los que no se escandalicen por causa tuya.

    El colmó mi espíritu de delicias, hasta verme transportada de alegría. Yo decía que me contentaría con que se me cortara la cabeza por el Verbo, y que mi corazón saltaba de alegría con sólo pensar que se afirmaba que estaba loca. En el mismo instante, vi un altar bajo el cual se encontraban personas que habían sido degolladas para dar testimonio o confesión del Verbo Encarnado, las cuales seguían vivas después de ser decapitadas porque el Verbo de Dios les había infundido nueva vida.

    No me entretuve con esta visión, pero hoy me dijo su amor en la santa mesa: Hija mía, recuerdas el altar que viste ayer y las personas que tenían la cabeza cortada. Tú eres de este número, no exterior o físicamente, sino en lo moral. [135] ¿Aceptas que se te llame loca? ¡Sí, mi Señor, y experimento con ello un gozo grandísimo en cuanto pienso en ello! Te decapitan al llamarte loca, lo cual no es un martirio cruento, pero ciertamente muy duro para un espíritu que amaría tener una reputación de cordura, afecto del que tú careces. Me alegra el verte contenta cuando otros te han apenado por haber hablado de mis verdades y de las visiones que te he comunicado. Yo soy la visión beatífica; por haber confesado que soy Hijo de Dios, los mártires perdieron su vida física. A tu vez, no te aflige perder toda la estima de los hombres por causa mía; al contrario, te llena de gozo. Todo coopera en bien de los que me aman. Tú lo comprobarás, hija mía.

Capítulo 12 - Santo Domingo ofreció rosas a la santa Virgen, y santo Tomás espinas. San Dionisio la contempló purísima y libre de toda mancha, 8 de diciembre De 1631.

    [137] El día de la fiesta de la Inmaculada Concepción de la Virgen, al ponderar en la afirmación de que Santo Tomás había sostenido la opinión contraria, y que, sin embargo, el Hijo de Dios había aprobado sus escritos por un milagro tan señalado, comprendí que estas palabras: Tomás escribió bien de mí; contenían una limitación. Jesucristo aprobó lo que Santo Tomás dijo de él, pero no lo que toca a la concepción de su gloriosa madre, que es inmaculada en sí misma y en su concepción; y que no había aprobado lo escrito sobre otras materias, pues de otro modo jamás hubiera sido lícito disentir de la opinión de este doctor. [138] Sintiéndome todavía insatisfecha, me quejé a la Virgen madre por haber permitido que esta opinión, tan poco honrosa para ella, fuera defendida con tanto ardor en una Orden consagrada del todo a su servicio. En ese momento la Virgen madre tuvo a bien hacérseme visible, manifestándome benignamente que sufría esta espina de Tomás porque Domingo le había dado y ofrecido tantas rosas.

    Mi divino amor, tomando entonces el partido de su santa madre, me mandó consultar, en favor de esta augusta reina de su divino corazón, a san Dionisio, de quien Santo Tomás confesó ser discípulo, por cuya mediación, en su calidad de doctor jerárquico, nos reveló tantos misterios ocultos. Prosiguió diciéndome que el mismo nombre de Dionisio significa la lluvia y el rocío de Dios, pues el rocío de la doctrina divina nos es comunicada por su boca sagrada y por sus misteriosos secretos, y al cual me concedió para ser mi maestro y doctor en la ciencia de la [139] teología mística, así como a san Jerónimo en la inteligencia de las Escrituras.

    Me vino a la mente que este santo, al contemplar a la santa Virgen en varias ocasiones, quedó tan sobrecogido ante su majestad, que si la fe no le hubiera enseñado que era una mujer y una pura criatura, la habría adorado como a una deidad: tan deslumbradores eran los rasgos e improntas que la divinidad, a la que había recibido en su seno, había grabado en ella.

    Escuché: Si este mismo santo, al tratar de los ángeles, no hubiera reconocido con sutileza sus jerarquías, sus órdenes y sus acciones jerárquicas, podrías pensar que consideraría en esta Virgen divina una falta de conocimiento y distinción entre Dios y las criaturas. Admira, sin embargo, cómo estos esclarecidos entendimientos son purificados, iluminados y perfeccionados, así como las comunicaciones de los primeros a los de en medio, y de éstos a los inferiores. El habla altamente de estos órdenes y jerarquía s: cómo se acrisolan, ilustran y perfeccionan mediante el orden y conexión admirables que existen entre la diversidad de sus rangos.

    [140] Jamás advirtió purgación en la Virgen. Si la hubiera vislumbrado, la habría considerado bien alejada de la divinidad y nunca hubiera estado indeciso para rendirle la adoración debida a la majestad de Dios. Si hubiese advertido en ella impureza alguna, no sólo a la manera de los ángeles, cuyas purificaciones conocía, sino lo que es más, de la culpa original, aunque borrada, no se la hubiera Dios mostrado toda pura, sin rastro de mácula.

    Vio a la Virgen como un bello témpano de cristal, sin imperfección alguna, recibiendo sobre sí y en sí, aunque con esta diferencia: nuestros espejos reflejan al sol, pero sin unirse a él ni formar un solo cuerpo con él. Cuando la luz es intensa, sólo percibimos los rayos del sol que refleja el espejo, y no a éste, que se oculta a nuestros ojos y los deslumbra con el resplandor más intenso del sol, que encubre al espejo y al cristal que lo recibe.

    [141] La Virgen recibió de tal manera al sol de la divinidad del Verbo, que se hizo una con esta luz de manera mística y supereminente. El Verbo es un sol que es, a su vez, una emanación sustancial del Padre y una luz de la luz. El no sólo representa al Padre, sino que es la imagen natural y el carácter sustancial, pero conservando su identidad.

    De igual manera, la Virgen, con cierta ventaja y proporción, aunque infinitamente distante, se convirtió ella misma en sol a través de las divinas irradiaciones, como jamás fueron comunicadas a ninguna otra criatura. No sólo vemos al cielo en este espejo, sino que, favorecidos por el mismo sol, los espíritus esclarecidos como san Dionisio lo contemplaron, sin tacha y libre de impurezas, apareciendo como otro sol en medio de la luz que lo revestía sin ocultarlo.

    De esta contemplación resultó que san Dionisio estuvo a punto de adorarla como una deidad o un sol divino, lo cual jamás [142] le sucedió en la consideración y conocimiento de los ángeles, aun tratándose de luces y conocimientos intelectuales y de espíritus puros, siendo Dios la primera inteligencia y una esencia purísima, soberanamente abstracta, como escribe san Dionisio.

    Del discurso anterior se puede conocer que este santo observó en la Virgen una mayor pureza, una luz más brillante y una perfección más sublime que en los ángeles, lo cual lo sumergió en una sensación de admiración y percepción de la majestad de la madre de Dios, lo cual no puede coexistir con la inmundicia del pecado original.

    Mi divino Amor prosiguió enseñándome de qué manera pudo darse la concepción sin mancha, diciéndome que había hecho realidad lo que anunció David: Tú que das firmeza a los montes con tu poder, ceñido de potencia (Sal_64_6). Estos montes son san Joaquín y Santa Ana, a quienes él preparó desde la eternidad. Se ciñó de su poder, impidiendo divinamente la impureza que hubiera resultado en esta concepción, para impedir que salpicara a la Virgen, la cual era su sangre, que jamás vio en si, [143] ni delante de si, corrupción alguna. No consentirás que tu Santo vea corrupción (Sal_15_10).

    La hiciste participar, desde el momento de su concepción, de los caminos de la paz; tu diestra la recibió con rostro amoroso, por serte agradabilísima en el tiempo y en la eternidad. A ella destinaste incomparables deleites en el trono de gloria cuando la hiciste sentarse a tu derecha como reina y soberana emperatriz de la humanidad y de los ángeles, y madre augusta tuya, para cuya gloria te complaciste en ser el humilde súbdito de su augusto y amoroso imperio.

 Capítulo 13 - Aguinaldos que se dieron el Salvador y su santa madre, que fueron sus pechos colmados de leche admirable en dulzura; el título de Verbo Encarnado para la Orden

    [145] El último día del año 1631, estando en París, fui elevada en espíritu. Mi divino enamorado me comunicó que me daría aguinaldos deliciosos: la Virgen madre me mostró sus pechos, ofreciéndomelos con gran demostración de amor maternal para nutrirme con ellos, ordenándome que me acercara y recibiera la leche de sus sagrados senos, que estaban colmados por el cielo.

    Al punto sentí en espíritu que no debía ya envidiar esta dicha a san Bernardo, pues lo que él recibió tal vez en forma sensible, sucedía en mí de manera intelectual que no aportaba provecho ni dulzura a mi alma, lo cual experimentaba con un contento indecible que es imposible expresar. Después de haber recibido esta gracia tan inmerecida e inestimable, se me ordenó tomar un gran libro, como al profeta Isaías, y escribir con pluma humana las maravillas con las cuales Dios deseaba instruirme, que eran los anhelos de su amor de hacerse hombre y Verbo anonadado: Destrucción y disminución hará el Señor Dios de los ejércitos en toda la tierra (Is_10_23); y san Pablo: Porque en su justicia reducir su pueblo a un corto número; el Señor hará una rebaja sobre la tierra, como predijo Isaías (Rm_9_28).

    Este Verbo es la semilla divina y el Hijo único de Dios, que quiso hacerse hijo del hombre. En él la Virgen nos dio el germen bendito que el Santo Espíritu sembró en su seno virginal, que es el medio de la tierra. Mientras que esta raíz de Jesé germinaba al Justo y la virtud del Altísimo cubría y daba sombra a la Virgen, esta estrella de Jacob se elevaba en el horizonte del entendimiento de aquella que era un firmamento y una aurora que [146] debía engendrar a este sol, el cual ella deseaba transmitirme para reproducirlo en estos últimos siglos, haciendo una extensión de su Encarnación. El cielo y la tierra serían testigos del don que ella me concedía, para que escribiera yo con la pluma de un Dios amoroso que se había hecho hombre por amor a la humanidad, convirtiéndose en Emmanuel: Dios con nosotros (Mt_1_23); que ella me ofrecía sus pechos para nutrirme con esta leche sagrada que hacía las delicias del rey de reyes.

    Al succionar sus divinos senos, él encontraba en ellos manteca y miel. Al gustarlos aprobó la bondad de su madre y reconoció la malicia de los pecadores, que fueron causa de la espada que esta Virgen recibió según la profecía de Simeón. Y es que el Salvador debía morir a causa de los pecados de los hombres. Por ello, cada vez que este niño sorbía los sagrados pechos, la Virgen recordaba que él debía ser la ruina de aquellos que contradecían las voluntades de su divino Padre, ofendiendo a su Majestad y cometiendo un deicidio al hacer morir a este Hombre-Dios. Esta Virgen era, con antelación, traspasada por la espada del temor, que hubiera sido mortal si su hijo no hubiera conservado dos contrarios en un mismo sujeto: lo dulce y lo amargo, y la vida a pesar de las aprehensiones de la muerte.

    Esta caritativa madre, al ofrecerme sus pechos, no me hizo sentir sus penas sino sus deleites, asegurándome que este niño, por estar ya resucitado, ya no podía morir; que no me atribulase ante estos temores, y que pusiera por escrito las intenciones de su amor, que lo había hecho tratable como un niño que es la dulzura misma y que diera a conocer que él deseaba extender su Encarnación.

    Prosiguió pidiéndome que me ofreciese a sus deseos de ser nuevamente su madre para engendrarlo en la Iglesia y en las almas; que me hiciera pequeña para imitarlo y que ella me alimentaría junto con él del pecho de los reyes, diciéndome que yo tendría un camino de leche, porque mis escritos son una senda de ciencia que conduce al cielo con dulzura, la cual puede ser llamada vía láctea. Muchos serán conducidos por ella en medio de la abundancia de sus dulzuras, porque en todo esto se ha complacido el divino amor, cuyas divinas invenciones amorosas no dejo de saborear.

    Este divino niño me dijo que en nada temiera las contradicciones de los hombres; que pidiese al Papa el título de Verbo Encarnado como nombre de mi instituto, y que en éste tendría todo lo que había sido desde la eternidad y lo que seguiría siendo en el transcurso y duración de la infinitud, diciéndome además: La boca del Señor ha hablado (Is_58_16).

Capítulo 14 - San Pablo, convertido y elevado hasta el tercer cielo, es la magnificencia del Salvador.

    [149] Después de la comunión, me vi elevada hasta el paraíso en compañía de san Pablo, cuya fiesta era solemnizada. Contemplé allí el esplendor de la gloria de Dios y las grandezas de este apóstol, que formaba parte de la magnificencia de Jesucristo, el cual aparecía grande y magnífico en san Pablo, por cuya causa tuvo a bien descender después de su Ascensión.

    Los demás apóstoles fueron llamados por el Salvador cuando aún estaba en la tierra, pasible y mortal; sin embargo, cuando llamó a san Pablo era ya inmortal y glorioso. Todas las circunstancias de esta vocación la tornan magnífica. Se vio rodeado de una luz celestial a la hora del medio día, hora en la que Dios se paseaba en el paraíso terrenal; tres ángeles visitaron a Abraham a la hora del zenit. El sol, en esta hora, alcanza su mayor intensidad; hora que parece estar destinada para la realización de misterios deslumbradores, en que el fervor animar al amor.

    Escuché el octavo salmo, explicado a favor de san Pablo: Señor, Dios nuestro, cuan admirable es tu nombre en toda la tierra (Sal_8_1). San Pablo: ¡qué manera de mostrar, mediante su conversión y su vida, la grandeza del nombre de Jesús, el cual llevó a toda la tierra como un vaso de elección y dilección, escogido por una soberana benevolencia de Dios hacia él, para ejercer tan noble ministerio!

    San Pablo hizo ver la magnificencia del Salvador, que parecía estar oculta en los cielos, la cual se manifestó a través de las gracias que concedió a su encarnizado perseguidor; favores y dones que san Pablo hizo repercutir en su fuente y remontar hasta el seno de su autor, confesando que él no poseía cosa alguna si no era por la gracia y liberalidad de Jesucristo, el cual previene nuestras obras.

    La boca de los niños que maman la dulzura de su pecho es en verdad la que rinde al Señor su alabanza, el cual destruye y arruina a sus enemigos por medio de sus débiles manos. Como san Pablo llegó a ser como un niño pequeño, dócil y obediente al Salvador, a cuyo pecho estuvo siempre adherido, alimentándose sólo con esta leche, fue ésta la que derramó en lugar de sangre al ser decapitado. Reconocía enteramente su debilidad cuando decía que si era algo, se debía al poder de la gracia: Por la gracia de Dios soy lo que soy (1Co_15_10). A pesar de ello, luchó contra las potencias de las tinieblas y los príncipes [150] del mundo, venciéndolos, como él mismo confesó. El Salvador lo elevó tan alto, que todo lo puso bajo sus pies, aun cuando este gran apóstol desafió a los ángeles, a los que esperaba poder juzgar un día.

    Podría parecer que hurgó hasta en los tesoros de la ciencia y sabiduría divinas, que encontró ocultas en el seno de la humanidad de Jesucristo, lo mismo que en el de su divinidad durante sus éxtasis, los cuales lo llevaron a tal altura, que le descubrieron los secretos tan admirables que no pudo explicarnos.

    ¡Quién podría explicar la unión que tuvo con Jesús, su maestro, su amor y su todo! El lobo rapaz arrebató santamente al cordero que es adorado por todos los santos, coligual al divino Padre y al Espíritu Santo. Jesús es la flor de la viña contraria a la malicia de la serpiente antigua, que incitaba a san Pablo a perseguir, no sólo a los hombres, sino a las mujeres, a las que deseaba encadenar y arrancar por fuerza de manos del Salvador, germen virginal de la admirable mujer que aplastó la cabeza de la serpiente infernal.

    El divino Cordero convirtió a su perseguidor: Jesús lo rodeó de luz en el medio día de su ferviente amor, con el cual lo abrasó, de suerte que fulminó anatemas contra todos aquellos que no sienten llamas amorosas hacia tan amable objeto, llegado al extremo de desear ser anatema él mismo para atraer a su amor a sus hermanos. ¡Ah, qué exceso de amor el de este Benjamín, que fue llevado por el exceso de su entendimiento al conocimiento de la sublimidad del poder de Dios! Es a él a quien cumplimentan los príncipes de Judá por tanta felicidad. Es éste el Apóstol que llamó a los gentiles a participar de sus favores.

    Como me invitara a participar en ellos, exhortándome a prepararme para ser otro vaso de elección y dilección, a pesar de que en otro tiempo prohibió a nuestro sexo enseñar en la Iglesia, me dio a entender que de ninguna manera prohibió que hablásemos de las cosas de Dios en la conversación ordinaria y que tampoco puso límites a las mociones del Espíritu Santo. En fin, mi alma fue tan altamente elevada junto con san Pablo, que ignoraba si estaba fuera de mi cuerpo o dentro de él. Esta elevación, que estoy bien segura me llevó a la gloria, hasta la diestra de Dios, es un favor y una gracia inefable. Después de haber contemplado el paraíso, me es imposible expresar hasta qué punto llegó a desagradarme la vida en este mortal peregrinar, sobre todo mientras duraron estas gracias.

    Al volver en mí, admiré la bondad del glorioso Salvador, que elevó a san Pablo hasta hacerlo formar parte de su magnificencia, convirtiéndolo en admiración de los ángel es por ser vaso admirable y obra del Altísimo, plena de [151] luz divina, la cual lo circundaba y penetraba transformándolo conforme a él, que es la imagen del divino Padre, y comunicándole sus perfecciones de manera muy sublime, ya que su divino Espíritu lo impulsó a afirmar que aquel a quien perseguía era el verdadero Mesías y Redentor de los hombres, que lo hicieron morir y a los cuales ofreció su perdón y salvación eterna .

Capítulo 15 - La adorable Trinidad es la fuente primera de toda vida religiosa y de todos los religiosos, 1632.

    [153] A la mayor gloria de Dios: todo lo que de Dios procede, conserva un orden. (Rm_13_1).

    Mi Dios y mi todo, ya que plugo a tu amor servirme de maestro y director, anotar‚ aquí lo que has tenido a bien enseñarme sobre el origen y excelencia del estado religioso.

    Te complació elevar mi espíritu hasta tu adorable Trinidad, fuente, prototipo y excelencia de todas las órdenes religiosas y de todos los religiosos, los cuales, por proceder de ti, deben retornar a ti, su principio y su fin.

    Me dijiste, Padre y santo amor mío: Hija, ¿quieres ver mi primera comunidad religiosa en su esencia y subsistencia; la orden divina y admirable de la que se derivan todas las órdenes? Contempla la persona del Padre comunicando su esencia a su Verbo por generación, y al Espíritu Santo por producción, el cual es el término inmenso e infinito y el guardián en la divinidad. El Padre es el general; el Hijo, el provincial. El Padre no es engendrado, sino que engendra. No es producido, sino que produce al Santo Espíritu. El Hijo es engendrado sólo por el Padre, junto con el cual produce en un solo principio al Espíritu Santo, que es el custodio, recibiendo su producción del Padre y del Hijo y terminando en si este orden divino, que es Dios mismo. El ha perdurado por toda la eternidad y permanecerá por toda una infinitud siempre poderoso, siempre sabio y siempre bueno.

    [154] El rango que existe en esta religión divina no es de superioridad y dependencia de una persona a la otra, sino de divina unidad y divina Trinidad; unidad de esencia y Trinidad de personas, las cuales poseen sus tres distintas hipóstasis. El Padre no es Hijo, ni el Hijo es Padre; el Espíritu Santo no es ni el Padre ni el Hijo. Estas tres personas forman una divina sociedad, permaneciendo la una dentro de la otra en su circumincesión divina, con su inefable relación; clausura inmensa en su longitud sublimísima, en su altura infinita, en su fondo abismal, en su hondura. ¡Oh profundidad...! (Rm_11_33). Como este orden no se guarda por dependencia, sino por eminencia, los tres votos de castidad, pobreza y obediencia corresponderían aquí a las excelencias divinas, comunes y distintivas.

    El Padre, por tener su esencia, es ante todo Padre, pues tiene un Hijo; el Padre y el Hijo no anteceden al Espíritu Santo, que es una divina eternidad. Quien dice Padre, significa que existe un Hijo; quien dice Santo Espíritu, dice Espíritu común, que es el amor del Padre y del Hijo: un solo Dios que es espíritu y verdad, verdad increada, esencial, pura y simple, sin composición ni mezcla de materia o cosa creada. Para hablar de esta pureza y simplicidad divinas, es necesario eliminar todo lo que es creado, pues nada de lo que es participado es Dios y todo lo que es participado procede de Dios.

    Para hablar menos indignamente de Dios, es necesario que digamos que él no es todo lo que pueden comprender los ángeles y los hombres, sino aquel que es por esencia, un acto puro que es Dios riquísimo, pobreza que, por esencia y eminencia, constituye la riqueza divina, el reino de los cielos y el reino divino que es Dios. [155] Este divino Padre, fuente y origen de pureza y virginidad, al contemplarse a si mismo sin salir de si, engendra eterna y virginalmente a su Verbo, esplendor de su gloria, figura de su sustancia e imagen de su bondad, en la cual se expresa toda su virtud, la cual este divino Hijo le representa divina y virginalmente. Por medio de un amor común a este Padre y a este Hijo, el divino Santo Espíritu es producido, el cual abraza virginalmente al Padre y al Hijo. !Oh virginidad divina, oh ¡Oh fecundidad divina, oh pureza esencial!

    Lo que aquí es obediencia, es libertad divina y orden excelentísimo, que muestra la maravilla de maravillas. El Padre, como general, según lo que antes afirmo, no recibe su origen sino de él, que es origen y fuente en la divinidad, sin tener otro principio que él mismo. El es principio del Hijo y del Espíritu Santo; el Hijo es principio del Espíritu Santo junto con el Padre. Este Hijo es como el provincial, el cual considera a su Padre como su principio, y al Santo Espíritu como su producción, el cual es custodio de todas las perfecciones divinas que posee en la misma beatitud que el Padre y el Hijo. ¡Oh divino orden que jamás ser alterado!; tu rango es tu orden, oh Dios, y tu orden es perseverancia eterna: Según tus decretos, subsisten en todo tiempo, porque todas las cosas te sirven (Sal_118_91).

    El Padre, como general, envía a su Hijo, sin dependencia. El Hijo viene sin servilismo; [156] el Espíritu Santo lleva a cabo la obra de la Encarnación. El Hijo retorna al cielo y junto con su Padre envía al Espíritu Santo, el cual es amor sin barreras, libérrimo y deseoso de venir con la misma voluntad del Padre y el Hijo que lo envían. Oh fidelísima fidelidad, oh igualdad bien ordenada; procesión distintísima. Oh religión y religiosos sin semejanza en su eminencia, fuente de toda vida religiosa y de todos los religiosos angélicos y humanos.

    El gran san Dionisio habló muy bien de la excelencia de los ángeles y del Salvador, diciendo que en el cielo todos serán como los ángeles han querido ser mediante la operación de la gracia en la tierra. No hablar‚ de esto aquí, y si lo hago, es para afirmar que, a partir de su confirmación en gracia, permanecieron siempre constantes en su obediencia, según el dicho del apóstol, el cual desea que seamos religiosas como los ángeles, y que la vida religiosa de los ángeles signifique la pureza y la perseverancia que debemos profesar a la observancia del divino querer.

    Jesucristo, amor mío, dijiste que tu Padre es mayor que tú, y, en otro pasaje afirmaste que el que te ve a ti, ve también a tu Padre; que tú estás en él y él en ti, que todo lo que tienes es de él, y todo lo que él tiene es tuyo. Tú eres la soberana verdad y no puedes mentir. No debo extenderme y explicar estas palabras, por disponer de poco tiempo libre.

    He dicho que la Trinidad es la comunidad religiosa sin par, lo cual es una verdad incontestable. Declaro también que el Verbo Encarnado es todo lo que es en la Trinidad. Siendo Dios, eres también indivisible; el Padre y el Espíritu Santo son también inseparables, aunque distintos, de tu persona. Permanecen siempre en ti, así como tú permaneces en ellos. Toda la plenitud de la divinidad habita corporalmente en la humanidad, la cual no tiene otro apoyo, que el de tu divina persona. Esta es su bien y su gloria divina; sus acciones son su soporte, y a pesar de haber sido hechas humanamente, son de un mérito infinito, por ser teándricas.

    [157] Verbo divino, que vienes para forjarte una vida religiosa que represente la religión divina, has venido pobremente y por obediencia a tomar virginalmente un cuerpo y un alma, encerrándote en el claustro más pequeño que haya existido, si tomamos en cuenta la extensión exterior.

    Verbo eterno, te uniste en verdad al cuerpo que tomaste de María, y al alma que recibiste, al igual que el común de las almas; la diferencia está en que la tuya es impecable, lo mismo que el cuerpo. El alma y el cuerpo del Verbo debían tener esta pureza por naturaleza y por excelencia, a la manera en que este sagrado cuerpo fue concebido y esta alma infundida, así como para otros fines que no mencionar‚ aquí. Veo, pues, al Padre que te envía y a ti tomando este cuerpo y esta alma. Contemplo a dos que te revisten y a ti revistiéndote, obrando junto con ellos, para ser el único revestido de nuestra carne mortal.

    ¡Qué! Vienes a instituir una vida religiosa como y según aquella que has visto y contemplas en la divina Trinidad, en la cual y de la cual eres la segunda persona. Acudes a practicar una obediencia admirable, permaneciendo de pie detrás de la pared, atisbando por los resquicios de la ventana de los sentidos de la Virgen, la gota purísima de su sustancia que deseabas tomar, la cual no quisiste aceptar sino hasta después de que el largo discurso de su prudente humildad hubiera terminado, al decir al ángel para concluir su embajada: He aquí la sierva del Señor. Hágase en mí según tu palabra. En el mismo instante, obedeciendo, mira en ti al Verbo Encarnado, con el que concurren el Padre y el Espíritu Santo.

    ¿Qué obediencia practicaste? Todo lo que te fue ordenado, momento a momento, por tu Padre. Aparte de los lazos de amistad y amor, los de las entrañas de tu madre Virgen te mantendrán ligado nueve meses completos sin permitirte salir. Su sustancia [158] ser tu alimento, así como lo es tu naturaleza. Tu subsistencia humana está anonadada a pesar de que posees la sustancia divina, pareciendo que te vales del apoyo de tu santa madre: a donde ella, te dejas conducir. Su respiración te da el aire; su vida es tu vida.

    ¡Ah, pobre Salvador! Vives de las limosnas que te da tu santa madre, a la cual san José alimenta con el sufrimiento de su trabajo. ¿Acaso no eres un pequeño Lázaro, que recibe las migajas y las gotas de la sustancia, del cuerpo y la sangre de tu querida madre? san José y tú, Virgen humilde, comparten su pan con aquel que, siendo Dios, es rico y liberalísimo. El colma a todos los animales con la abundancia de sus bendiciones. La inmensidad es encerrada en este claustro virginal. Virgen santa, al amar a tu hijo te conservas casta; al besarse ambos de corazón a corazón, eres pura y te abrasas interiormente en tus sagradas entrañas. Son dos vírgenes que producen en el corazón de san José sentimientos de pureza virginal. San José es el guardián de esta dichosa sociedad.

    Aquel que, sin estar sujeto al Padre eterno, se hizo hombre, se sometió a él y a su santa madre según el mandato que Dios le dio, y al que lo impulsó el amor. Jesucristo, Dios y hombre, Verbo Encarnado, en tu persona existe una admirable congregación religiosa: Verbo general, amado como provincial, que es guardián de toda la plenitud divina. En ti, Jesucristo, reside toda la plenitud al estar en las entrañas de tu santa madre. Contemplo esta excelente comunidad religiosa que duró treinta años con ella.

    ¿Qué prácticas de observancia religiosa de un novicio no habrás practicado? Si tu Padre te retiene en el templo, se te dice: [159] ¿Qué tienes que hace tres días te buscamos afligidos? si no expresabas tu obediencia al Padre, se podría haber creído que desobedecías a san José y a tu santa madre. Después de exponer con sencillez tu obediencia, regresaste para cumplir la voluntad de san José y de tu santa madre con una sumisión que amabas más que cualquier otra libertad. La aprovecharías delante de Dios y de los hombres hasta los treinta años, cuando hiciste una especie de profesión en el río Jordán, sometiéndote a san Juan Bautista, hijo de Zacarías, el gran sacerdote, al recibir de él el bautismo como tu Padre lo mandó, y donde él y el Espíritu Santo te dieron a conocer como auténtico profeso y novicio irreprensible, por haber cumplido siempre las órdenes del Padre eterno y sus divinas voluntades.

    El Espíritu Santo, en su calidad de guardián tuyo, te llevó después al desierto para ejercitarte en el ayuno y para ser tentado ahí, como si quisiera probar tu voluntad y tu virtud. ¡Ah, qué maravillas practicaste en el desierto! Tu ayuno y oración incomparable no pueden ser suficientemente admiradas. Pasaste todo el tiempo en oración con Dios, adquiriendo lo que te era esencialmente debido, distribuyendo a la parte inferior del alma y a tu sagrado cuerpo, según el mandato divino y tu sagrada economía, lo que juzgabas a propósito y como muy necesario. Llegó a parecer que no pensabas en atender la necesidad de tu cuerpo. Los demonios, tus enemigos, salieron de los infiernos para pedirte que tomaras el pan necesario a los hambrientos fatigados por el ayuno; no porque tuvieran deseos [160] de aliviarte, sino para causarte un grandísimo mal, deseando saber si eras el Hijo de Dios, a fin de impedir tu obra de redención, y para ver si podían tener algún ascendiente sobre el nuevo Adán.

    Pero el príncipe de los infiernos se engañó a causa de tu obediencia a los decretos divinos, teniendo que llevarte a la muerte después de misionar tres años junto con tus apóstoles. Quisiste consagrar tu cuerpo y tu alma santa en un holocausto perfecto sobre el Calvario, y antes de hacerlo público y cruento, lo entregaste impasible, aunque aún eras mortal, en la Cena, estableciendo la última orden en la tierra, en la cual está el más reducido de todos los demás mortales. Es en la institución del divino Sacramento donde eres orden religiosa y religioso más estrechamente aún que en el seno virginal de tu santa madre. Te encuentras como en estado de muerte en este sacramento, como un cordero sacrificado con tus sagradas llagas, reducido y careciendo de tu extensión local, teniendo ojos y no viendo, oídos y no oyendo, lo mismo que los otros sentidos. Tu santa alma no actúa más por medio de sus sentidos. Conservas tu verdadero cuerpo a manera de espíritu, y así ser hasta el fin del mundo.

    ¡Oh Dios inmenso! ¡Qué claustro tan reducido: un fragmento puede contenerte! Por tu voluntad, un pequeño estómago te delimita; un corazón cerrado te niega hospedaje; con frecuencia solitario y ¡ay! en demasiadas ocasiones, se encuentra en tu lugar tu enemigo, de donde te expulsa si en él eres el primero. Si todavía fueras mortal, qué sufrimiento, aunque no seamos menos culpables de él.

    ¿Cuál es tu castidad? Es tal, que, siendo verdadero cuerpo y verdadera sangre, existes, como ya lo expresé, pura y espiritualmente, [161] espiritual y virginalmente. La carne no aporta nada a los sensuales e impuros, si no es para purificarlos, ya que esta carne es trigo de los elegidos, y tu sangre el vino que engendra vírgenes.

    Tu pobreza se reduce a un fragmento que apenas puede percibirse, siendo únicamente la sombra o el accidente que te oculta. Cuanta necesidad te haríamos pasar si fueras capaz de sufrir. Serías siempre el pobre Lázaro llagado y macilento, a la puerta de nuestros corazones, mendigando una migaja de nuestro recuerdo o compasión. Nuestros ingratos corazones te las rehusarían con frecuencia, y te echarían a los perros rabiosos de nuestras pasiones para acrecentar tus males y arrojarte fuera del todo. Después de sufrir algo semejante, los ángeles llevaron a Lázaro al seno de Abraham, pero los hombres, peores que los demonios, te llevan al antro de los hechiceros.

    He aquí la más incomparable obediencia que jamás haya resplandecido ni resplandecer. Cualquier sacerdote puede hacerte descender donde le plazca si dispone de pan y vino; y cuando lo desee, aun al antro mismo de la superstición, como ya lo dije. ¡Oh, amor mío, qué exceso de obediencia! Permaneces en cualquier lugar hasta que las especies son consumadas, aun en el cuerpo de las bestias o cuando los pecadores se comportan hacia ti peor que los judíos, los paganos y los herejes.

    Qué más te hacen los malos cristianos, tú lo sabes, lo ves y lo sufres. El amor es lo que te ha llevado a hacer todo lo que escribo, y todo lo que ni los ángeles y ni la humanidad entera podrían explicar. Tú mismo, que eres la palabra del Padre, has querido explicármelo con claridad diciendo: Tanto amó Dios al mundo, etc. (Jn_3_16), hasta dar a su propio Hijo para salvar a ese [162] mundo, sin explicar la inmensidad de los sufrimientos que tienes que soportar.

    Mi divino amor, tú me has ayudado a entender que las palabras del profeta Isaías son verdaderas, es decir, que las cosas que tienen primacía en la intención de tu sabia bondad, deben perdurar hasta el fin de los siglos, así como enviaste a todos los patriarcas y profetas, con sus figuras y profecías, hablando por medio de ellos de diversas maneras y dando la ley escrita a aquel que predijo que de la raza judía saldría el Mesías, el cual fue en la tierra el Hijo único, el Verbo de Dios.

    El apóstol dice que Dios nos habló por medio de él, y toda la Iglesia cree en él como verdad divina y fundamento de la vida religiosa en el cielo y en la tierra, ante el cual el Padre eterno ha querido que los ángeles en el cielo, desde el momento en que fueron creados, doblaran las rodillas; más tarde, habiéndolo enviado y hecho reconocer aun más en la tierra, lo proclamó como su Hijo amado, diciendo que en él tenía sus complacencias, y que recibiéramos de labios de este Hijo sus voluntades, para cumplirlas e imitar a este divino y amabilísimo Verbo Encarnado.

    Ahora bien, entre todos y todas aquellas que deben escuchar e imitar al Verbo Encarnado, se encuentran las que son llamadas para servirlo en el instituto antiguo y nuevo que al presente promueve en la tierra. Antiguo, porque fue el primero de todas las disposiciones o designios del Padre: los ángeles en el cielo, la creación, los apóstoles en la plenitud de los tiempos, todos hicieron profesión solemne de ser servidores y servidoras, adoradores y adoratrices del Verbo Encarnado, con quien están el Padre y el Espíritu Santo, un Dios en tres personas, [163] que reconocen a Jesucristo como Dios y hombre verdadero, Salvador y Redentor nuestro; legislador bueno y verdadero hacia nosotros; nuestro capitán y nuestro todo.

    Así como eligió a doce apóstoles como fundamento de sus designios, cuando apareció visiblemente, siendo él mismo el primero y único fundamento en su calidad de Verbo Encarnado, Dios y hombre, solo mediador y redentor, ha querido escoger al presente a doce jóvenes para que practiquen en el claustro lo que se hacía en los comienzos de la Iglesia primitiva. Si estas jóvenes son fieles a su vocación, él las enviar, aunque encerradas en sus claustros, a lugares donde gloria las trasladar a trabajar por la salvación de las almas.

    El les dice de un modo especial: "Sean perfectas y santas como yo soy santo". Así como mi Padre me ha enviado, yo las envío para que lo complazcan. El me envió a un claustro virginal, donde permanecí todo el tiempo que él destinó para mí, después de lo cual, como verdadero religioso, fui un verdadero novicio por espacio de treinta años, obedeciendo a san José y a mi santa madre con toda perfección.

    Hice mi profesión en el Jordán, en presencia de la santa Trinidad y de Juan Bautista, mi precursor. Aunque fui escogido como superior, por resolución divina, humana y también de los ángeles, me hice inferior a toda criatura, anonadándome; toda mi vida mortal no fue sino humillación y abajamiento. Ahora que poseo una vida inmortal, he deseado dar a conocer que mi amor es más fuerte que la muerte, y a pesar de estar glorioso en el cielo, he querido permanecer en el divino sacramento como muerto, estando vivo, para ser ejemplo y cabeza de todos los mortales y por muchas otras razones, en especial para ser la forma y el fin hacia donde deben orientarse todos los religiosos y religiosas que son, mediante un título singular de mi Providencia, mis discípulos, mis hijas y mis esposas. [164] Ellas deben ser recipientes unidos a la fuente que soy yo y mi santa madre; y así como mi Padre es el manantial de origen en la divina Trinidad, mi santa madre lo es en la humanidad.

    Yo soy la fuente abundante y viva de la divinidad, que produce al Santo Espíritu, que es Dios conmigo y mi Padre. Deseo, en unión con mi santa madre, producir cristóforas que consideren a esta digna madre como un prodigio celeste en el rango de mi Instituto.

    El día de san Ignacio mártir, la petición que solicita el establecimiento de mi orden a mi Vicario Urbano VIII, le fue presentada en este día del año 1631. Un año después, fue expedida en un día semejante mediante la aprobación que hizo de ella mi Vicario. Es necesario también que mis hijas, que son y serán recibidas en la congregación de mi Orden, que lleva el nombre de Verbo Encarnado, se inmolen para mi gloria e imiten el fervor de este santo mártir, lleno de amor por mí, y que sean trigo mío. Como este día de su martirio y de su muerte, es, además, la víspera de la triple fiesta de la Purificación, la Candelaria y mi presentación al Templo, mis hijas no deben dejar de purificarse de nuevo a imitación de la Virgen, mi madre purísima, la cual, toda inmaculada como es, no dejó de presentarse para obedecer la ley, a pesar de que hubiera podido dispensarse de ella por ser virgen. Deben, además, ser luminosas mediante la práctica de las virtudes cristianas y religiosas, como lo exige su calidad [165] de hijas del Verbo Encarnado, la cual no se puede valorar y estimar suficientemente por ser tan eminente, pero que las obliga a una profunda y continua humildad.

    Cuando vine al mundo por vez primera, las tinieblas no me comprendieron. Deseo que ellas, mis religiosas, sean hijas de la luz para recibirme en ellas, que deben ser una continua presentación a mi divino Padre, apoyadas en mí por amor. Así como mi humanidad dejó su propio soporte, deben renunciar a ellas mismas y vivir sólo para mí, y que todo su amor sea para su Salvador crucificado. Si ellas son levantadas en esta cruz de amor, serán mis queridísimas esposas y verdaderas imitadoras; por su mediación, atraer‚ a muchas almas.

    Que a sus ojos sean tan pequeñas como un grano de mostaza, y llegarán a ser mi reino de amor en el que todos mis santos pájaros celestiales anidarán. Si perseveran guardándome con ellas y en ellas, mi Padre y el Espíritu Santo vendrán conmigo para establecer en ellas una perpetua morada en el tiempo y en la eternidad, en la que su fidelidad ser coronada por la visión de nuestras tres divinas personas.

    ¡Oh Jesús, amor mío!, concédenos esta gracia por todo lo que eres, mediante la intercesión de tu santísima madre y de todos los santos.

Capítulo 16 - El Verbo Encarnado me instruyó acerca de los misterios representados por las libreas de su santa Orden, que se consagra en especial a honrar su Encarnación y los misterios de su Pasión.

    [166] Hija, en espera de que llegue mi hora para manifestar la obra para la cual te he destinado desde la eternidad para mi gloria y para demostrarte abiertamente mi amor, a fin de que el mundo conozca que eres mi esposa queridísima, deseo que instruyas a mis hijas, de las que te he hecho madre, enseñándoles que deben considerarte más que nunca como tal, y conocer por tu medio mis intenciones por ser la madre fundadora de mi Orden, la cual debe honrar en particular no sólo el profundo misterio de mi Encarnación, sino también los de mi Pasión. Deben, por tanto, portar con gran respecto las libreas con las que revestirás a esas hijas de la congregación de mi Instituto, de la que te he constituido madre.

    En calidad de tal, las revestirás de una túnica de tela blanca, sin forma, que caiga hasta los pies, pero sin tocar la tierra, diciéndoles que, mediante este color, honrarán mi pureza; y por la sencillez del modelo, mi humildad, así como los desprecios que recibí en mi Pasión, en la cual me impusieron por burla una vestidura blanca que permitió a la corte de Herodes tratarme como imbécil.

    El cinto de cuero rojo que mis hijas recibirán el día de su vestición, deber moverlas a recordar las cuerdas con las que fui tan cruelmente ligado, que se tiñeron de mi sangre durante mi flagelación al estar yo atado a la columna, y que brotó abundantemente de todo mi cuerpo en este cruel suplicio. La segunda librea de mi orden debe ser un colgante o escapulario de sarga roja de color sangre, el cual ser para mis hijas símbolo de mi cruz, y les traer a la memoria el exceso de mi amor hacia los ingratos pecadores, por cuya conversión me rogarán con todo el fervor que les sea posible al ponerse diariamente su escapulario. Recordarán también la sangre que el cuchillo de la circuncisión hizo brotar de mi cuerpo, y cómo mediante ella comencé a pagar el rescate de todos los pecadores a fin de apaciguar la justa [167] cólera de mi Padre eterno, irritado contra todo el género humano.

    Sobre este escapulario habrá una corona de espinas bordada en seda azul, en la que la figura de mi cruz se apoyar sobre mi nombre de Jesús, bajo el cual deber aparecer un corazón simbólico traspasado por tres clavos, y bajo éste: Jesús, amor meus. Esta corona de cuatro varas entrelazadas, evocar a mis hijas, al besarla, los crueles dolores que sufrí en mi cabeza al ser hundida en ella con gran fuerza, lo cual resentí en mi alma tan vivamente como en mi cráneo, en el que las espinas penetraron hasta mis ojos, que fueron vendados. Después me golpearon las mejillas, preguntándome quién me había pegado y saludándome a continuación como si fuera rey, para llevar al colmo la burla. ¡Ay, hija mía queridísima! este indigno trato, unido a muchos otros, causó a mi alma grandes dolores al ver tanta dureza en el corazón de aquellos desleales judíos.

    El manto rojo que mis hijas recibirán públicamente el día de su profesión, después de haber hecho sus votos de castidad, pobreza y obediencia, que son los triples lazos mediante los cuales se declaran públicamente como mis esposas ante el cielo y la tierra, las hará aparecer como otras tantas reinas al ser revestidas de él. Esta capa es también un signo externo de mi singular protección, que las obliga doblemente, no sólo a reconocer mi amor hacia ellas, sino a honrar en particular las afrentas e ignominias que sufrí en silencio al verme cubierto por la vieja [168] clámide que Pilatos ordenó se me impusiera sobre la espalda, después de ser desgarrada por la flagelación, y que apenas la ocultó. En este cruel suplicio fui tratado con tanta abyección e inhumanidad, que el profeta, dijo de mí con razón: Gusano soy, y no hombre (Sal_21_6).

    Tus hijas, mis queridas esposas, al conocer parte de mis sufrimientos, deben compartirlos más que nadie y reflexionar en ellos con frecuencia, para estar mejor dispuestas a recibir generosamente los que mi providencia permita que les lleguen, para su progreso en los caminos de la perfección, en los que deseo verlas avanzar de día en día bajo tu dirección, a la cual deben estar tanto más sumisas cuanto más fiel te vean a la mía y a la de los padres espirituales que mi providencia tiene el cuidado de enviarte.

    Reservo gracias especiales para las hijas más fervientes y constantes a mi amor, pero aquellas que deseen obrar por sí mismas y fuera de tu jurisdicción, serán humilladas de tal suerte, que, creyendo avanzar grandemente en lo que respecta a mi gloria, se desviarán, aun contra las más bellas apariencias, en las que se las veía confiar al apoyarse en el brazo de la carne. Ten la seguridad, mi queridísima esposa, que el mío te sostendrá en todas partes porque has puesto toda tu confianza en mí y no en los poderosos de la tierra.

Capítulo 17 - Mi divino Esposo, viéndome temerosa de presentarme ante él a causa de mis ligerezas, me puso a la sombra de su bondad, invitándome a retomar mi libertad de hija hacia él.

    [169] El domingo de la octava del Santísimo Sacramento, no atreviéndome a presentarme a mi esposo con mi familiaridad ordinaria, pues temía haberlo disgustado me parecía por haber dado excesivas muestras de afecto a algunas personas que podían ayudar a agilizar el establecimiento de su orden, que yo proseguía .Me parecía que cualquier afecto que no se encaminaba directamente a mi amado, era una infidelidad.

    Mi divino esposo, que penetra los corazones y los pensamientos más íntimos, me consoló prontamente. Me vi a la sombra del Espíritu Santo de manera admirable, y escuché estas palabras: ¿Qué deseas, queridísima mía? El Espíritu Santo te servir de sombra en todas tus amistades, que no lo son sino en mí. No dejar‚ de enviar el maná de mis consuelos y de mi doctrina a causa del amor que profesas a todo el universo.

    Contemplé este maná que la divina y amorosa bondad derramaba sobre las cuatro partes del mundo, en una de las cuales caía menos que sobre las otras tres. Me vi toda rodeada de este maná delicioso, como si la caridad divina hubiese querido volcar en mí su magnífica munificencia, aunque yo me veía en un estéril desierto, por no encontrar en mí virtud alguna a pesar de las insignes gracias que el Dios del cielo me comunica.

    Me guarda bajo su protección y se hace todas las cosas para alimentarme y deleitarme en mi camino, a fin de que no desfallezca en él y, aunque no sigo todos sus atractivos con la fidelidad que merece semejante bondad, toma en cuenta que confío en su benignidad. Por ello, cuando mi espíritu se desvía o actúa con ligereza, debe volverse a ella con sencillez, buscarla sin tentar su poder y confiar en su dilección, que es más fuerte que la muerte, diciéndome que sus lámparas son todas de fuego y de llamas que los ríos [170] de mis imperfecciones no podrán extinguir ni disminuir en su ardor. Veo, al contrario, que su misericordia redobla su amor como una antiperístasis. ¡Oye, Dios de todo bien! ¿Es que el agua de mis frialdades reaviva tus llamas? Donde ha abundado el pecado, ¿quieres que sobreabunde la gracia? Lo puedes, lo sabes y deseas hacerlo en mí. Seas bendito con toda bendición.

    En otra ocasión me quejaba a mi divino esposo de tanto afecto que me demuestran todos los que tratan conmigo, protestando ante él que de ninguna manera quería ganar para mí los corazones; que yo rendía un homenaje voluntario a su majestad, aduciendo que sentía confusión al verme amada por las criaturas, pues temía ser infiel a su único amor. Este incomparable enamorado me dijo entonces:

    Habla, amada mía, yo pondré cordeles en tus labios. Fiado en tu palabra, echar‚ la red (Lc_5_5). Quiero dejarme atrapar por tus expresiones de cariño; deseo que sean hilos y redes. Por ello te he concedido la gracia de explicarlas e insinuarlas en los afectos de quienes te escuchan, que exclaman admirados: ¡No habla como una joven, Dios habla por ella! Te he hecho el anzuelo con el cual atraigo los corazones como a peces que viven en el mar del mundo.

    Mi divino amador, mientras se complacía en conversar conmigo acerca de sus divinas liberalidades hacia mí, me prometió darme grandes alas de águila, como las que fueron concedidas a la mujer del Apocalipsis, figura de la Iglesia y de la Santa Virgen, para que volara a los desiertos cuando me cansara la conversación de las criaturas, diciéndome que me daría los ojos de san Juan a fin de que, al elevarme mediante la contemplación, pudiera penetrar los misterios más secretos y elevados, así como el predilecto del Verbo, san Juan, de quien había recibido la misma promesa hace ya muchos años.

    El espíritu del hombre vano se va para no volver; el espíritu de Dios permanece. Cuando ha entrado en un alma, es para no salir si ella no lo echa fuera por el pecado. La vanidad y la impureza lo hacen salir, así como el humo y la podredumbre a las abejas y a las palomas. Quien tiene el espíritu de Dios, saca miel de todos los pensamientos y se inflama divinamente con toda clase de consideraciones piadosas. La sabiduría es muy sabrosa; las almas que obran sencillamente la encuentran y permanecen con ella, pues su compañía no cansa jamás.

    [171] La esposa que se complace con el divino esposo saborea por adelantado las delicias sagradas. Lo que es duro como piedra produce dulzuras inefables a las almas que le son fieles y que experimentan su bondad. Ellas clamarán: Señor, ¡cuan suave es tu Espíritu, en quien manifiestas a tus hijos tu dulzura; pan suavísimo que desciende del cielo para colmar de bienes a los necesitados y despedir vacíos a los ricos injustos!

    Las almas que desprecian el mundo y superan la timidez que detiene a muchas en el camino de la perfección o las hace retroceder en él, gozan de este maná escondido mediante la amorosa y filial confianza que se apoya en la benignidad de este divino esposo y bondadosísimo Padre, que no muestra las varas de castigo, sino a los hijos que se apartan de su deber y que resisten los mandamientos que les ha dado.

Capítulo 18 - Jesús, ejemplo de vida afligida en el cuerpo, en el alma y en la reputación.

    [173] De tal manera amó Dios al mundo, que le dio a su propio Hijo para salvarlo, y aun cuando la sabiduría no juzgó a propósito extenderse mucho para declarar esta verdad, nos la dejó para meditarla y considerarla.

    Hombre-Dios, que tanto has amado al hombre, ¿me atreveré a explicar entre balbuceos lo que me enseñaste sobre ella? Los judíos, al ver lo que sucedió en ti cuando resucitaste a Lázaro, dijeron: Mirad cómo le amaba (Jn_11_36). Te turbaste con un estremecimiento de espíritu; tu rostro, cubierto de lágrimas, los llevó a pronunciar esas palabras. Amor mío, diré lo que pueda, que ser poco. Sin embargo, al igual que tú, dejar‚ a la mente lo que ignore o deje de expresar. Tú lo supiste y lo sufriste porque fuiste rey desde el día en que tomaste nuestra naturaleza: rey de los mártires, rey de los afligidos y el único afligido por todos tus súbditos por mandato del poder divino contra la debilidad humana, de la sabiduría divina contra la locura humana; de la bondad divina contra la malicia humana. Esta naturaleza humana, por ser culpable de lesa majestad, no podía cargar con las penas debidas a sus crímenes.

    ¿Qué dices al ver a esta naturaleza insolvente e incapaz de sufrir los rigores de las penas merecidas? Heme aquí, envía me, Padre. Ir‚ por toda tu Trinidad ofendida: soy parte y juez. Como testigo, no olvidar‚ nada de lo que toca a nuestros derechos divinos. Haré sufrir a la humanidad con tanto rigor, que sólo yo lo podré soportar. Soy una persona divina; al igual que tú y el Santo Espíritu, me llamo Dios de los ejércitos. Se todo lo que haré sentir a la humanidad, y se lo advertir‚ en el momento de la Encarnación.

    Tomar‚ un cuerpo pasible bien integrado: el más sensible de todos los cuerpos, [174] lo cual le hará sufrir más que a todos los demás cuerpos. Tomar‚ un alma capaz de comprender la índole del crimen que deseo pagar en rigor de justicia hacia Dios ofendido. Ser‚ el varón de dolores. El dolor ser ante todo mi rostro, no sólo la apariencia exterior de hombre. Nadie, empero, podrá conocer del todo su intimidad. Es un secreto que me pertenece, es el secreto vinculado a mi alma y a mi cuerpo, que son los únicos en conocerlo por propia experiencia.

    San Pablo dice que muere todos los días por ti, oh mi Jesús, de muchas muertes reiteradas, pero ¡ay! tú moriste en cada momento a partir de tu Encarnación. Fue una muerte continua y sin intermisión que tu divino amor escogió para mostrarnos su llama. A los criminales se les oculta la sentencia dada en contra suya hasta su ejecución, por temor a que mueran por adelantado de diversas muertes, no estando condenados sino a una. Si son reos de lesa majestad en primer grado y merecedores de varias, se les reserva para aquella que debe ser presenciada por el pueblo para darle un escarmiento, pues es obvio que sólo pueden sufrir una muerte. Sin embargo, tú sufriste todas las muertes. Fuiste llamado el primogénito de los muertos; los quisiste tomar como tu heredad en la tierra, cargando sobre ti todas las maldiciones, como el macho cabrío que era enviado al desierto portando sobre sí todas las imprecaciones. Siendo eternamente el Hijo de Dios bendito, quisiste ser temporalmente el hijo del hombre maldito.

    Este macho cabrío era echado fuera del campamento para no ser visto más, llevando sobre si, simbólicamente, los pecados. Podría parecer que daba compasión y que se lo alejaba de la presencia de los hombres, pero no se lo podía apartar de la vista de Dios. No fue así contigo, pues cargabas en verdad con nuestros pecados. Fuiste arrojado fuera de la ciudad, seguido de tus crueles verdugos y desalmados enemigos, que más bien deberían llamarse la crueldad misma, a fin de sufrir las contradicciones de los pecadores con todos los dolores inherentes al pecado. Siempre estuviste uncido al sufrimiento, y tu dolor estuvo siempre delante, detrás y dentro de ti. Cordero sacrificado desde el origen del mundo, cordero inmolado en el Calvario, cordero que guardar las marcas de su sacrificio en el cielo empíreo tanto cuanto dure la tierra, para demostrar cuanto ha amado a la humanidad. Presentas a tu Padre el recibo que obtuviste al pagar por sus [175] derechos, después de sufrir de parte de las criaturas conforme al mandato de un Dios ofendido.

    Divino apóstol, tú nos dijiste: Sientan en ustedes lo que Jesucristo sintió. Sería necesario tener la forma de Dios y anonadarse como Jesucristo, sufriendo interiormente en el alma y exteriormente en el cuerpo como él, para sentir lo que él sintió. Sólo hay un hombre Dios, un solo Jesucristo. Confieso, gran apóstol, que sufriste muchísimo, y aun tormentos que Jesucristo no padeció, porque dices que completas en ti lo que faltó a su pasión; y esto en tu cuerpo, por su cuerpo místico que es la Iglesia.

    El no debía sufrir la corrupción ni la rebelión de la carne por ser su cuerpo santísimo, pero sufrió las angustias de la muerte, aunque no como los condenados. Su alma no podía quedar desamparada en los infiernos en calidad de enemiga de Dios, por estar siempre unida a la divinidad, por ser bienaventurada y por tener la visión beatífica mediante su unión con el Verbo, que era su soporte, lo mismo que del cuerpo. El hizo al uno y a la otra impecables. No dejó ella de sufrir las penas indecibles de un abandono extremo, desamparo de su mismo Padre, del que quiso quejarse amorosamente a él, sabiendo que ni los hombres ni los mismos ángeles eran capaces de conocer la extremidad de su dolor. No se quejó a causa de los tormentos que le aplicaron los poderes de las tinieblas. Job dice que no hay poder como el de ellos. Estas palabras quedaban bien en boca de Job, que fue probado por aparecer como hombre justo, aun cuando no dejaba de ser pecador.

    Jesucristo, empero, que parecía ser pecador por llevar sobre si todos los pecados, sufrió todas las muertes debidas al pecado original y actual. Es inocente y parece pecador; bajo esta figura todo se dispone en contra suya: la creación entera y el mismo Dios, quien lo afligió con rigor al negarle la asistencia que podía haberle consolado. No contento con haber visto las penas de toda su vida, las angustias, tristezas, sudores del huerto, y las muertes frecuentes y continuas, fue abandonado por un tiempo. Para sacarnos del eterno destierro, abrevió las semanas en que los elegidos debían sufrir la pena de sangre y la privación temporal, pagando las penas eternas merecidas por el pecado. Daniel, cuando Gabriel te toca en el sacrificio vespertino, te revela la muerte [176] del Salvador, diciéndote que su amor disminuía nuestras penas: Se acabará la prevaricación, y tendrá fin el pecado, y la iniquidad quedar borrada (Dn_9_24).

    Amor Jesús, ¿Quién podría reconocer la ternura que has tenido hacia nosotros al consumar la prevaricación y abreviar la pena debida a nuestros pecados, consumiéndote en los tormentos, llevando a cumplimiento las Escrituras y concluyendo tu vida mortal, mediante la cual tomaste sobre ti nuestros pecados para borrarlos y saldar nuestras iniquidades? ¡Ay!, me digo, ¿Quién podría conocer lo que no puede saberse sino por tu propia experiencia como Hombre-Dios? Eres tú el que fue enviado para que se acabe la prevaricación, y tenga fin el pecado, y quede borrada la iniquidad; y para que venga la justicia perdurable y se cumpla la visión y profecía, y sea ungido el Santo de los santos (Dn_9_24).

    Adquiriste para nosotros la justicia por siempre jamás, a fin de que todas las visiones se cumplieran y que todas las profecías se realizaran en ti. Era preciso ungir el Sancta Sanctorum, el Santo de los santos. Tú fuiste ungido con óleo de alegría por encima de todos tus compañeros; fuiste ungido con óleo de tristeza interiormente todos los días de tu vida. Sin embargo, la unción fue extrema en la postrimería del agua y de la sangre, las cuales, al brotar de tus venas y poros, te ungieron exteriormente con un óleo singular, pues tu dolor era incomparable.

    Fuiste ungido sobre la cruz, oh Santo de los santos, cuando de tu costado abierto manaron el agua y la sangre aun después de la muerte. Magdalena te ungió durante tu vida; tú quisiste ungirte con tu propio ungüento antes de que José y Nicodemo acudiesen a hacerlo. Contemplo aquí un nuevo misterio.

    Quisiste ungir la cruz, que es el altar sagrado del Santo de los santos. Es el Sancta Sanctorum al que se permite a todos los cristianos tener acceso en todo momento, así como ser hijos del sumo sacerdote que nos concede el poder para ello, llamándonos ahí y diciéndonos que en ese lugar recibió la unción que mitigó los rigores de la ley. ¿Puedo decir de la cruz? Sí, mi Jesús, esto es lo que deseas expresar. Quiero subir a ella, amado mío; [177] es el monte de la mirra y la colina del incienso. Que Dios te bendiga y te haga fecundo en frutos de bendiciones, de flores y frutos que son producto de Jesucristo, Dios y Hombre, que es el Verbo injertado, producido y hecho por acciones teándricas, acciones divinamente humanas y humanamente divinas.

    Al meditar sobre el juicio durante mi oración, fui presentada ante el juez. Viéndome culpable, caí en la confusión, lo cual mi benigno y misericordioso juez pareció no poder permitir en su bondad. Me dijo que pagaría por mí y que yo encontraría los derechos de su justicia en sus sufrimientos; que se los ofreciera como prenda para satisfacerla, y que apelara al trono de la misericordia a fin de que ella me librara de la paga, que ya había sido ofrecida por el amor.

    Viendo claramente que, por mí misma no tenía con qué pagar, ofrecí en consecuencia el pago que me ofrecía mi divino amor, admirando la misericordia que presentaba a la divina justicia la justicia del Hombre-Dios. Sentí la presencia de un rey divino, majestuoso y adorable, pero muy amable, que abogaba por mi causa en mi favor, no sufriendo que se argumentara en contra mía. Presencié cómo el divino Padre dejaba el juicio al Hijo, remitiéndole todo el conocimiento de una deuda que él mismo había saldado enteramente, lo cual me dio la audacia de dirigirme con confianza al Padre, al Hijo, al Espíritu Santo y a la Virgen, así como a todos aquellos a quienes consideraba presentes en este juicio. A pesar de que veía claramente que era culpable, me daba cuenta, sin embargo, de que se me perdonaba y que Dios deseaba que todo quedara oculto bajo el manto de la divina caridad, que, por exceso de bondad, parecía borrar secretamente mis faltas.

    Después de desligarme de mis ataduras, el Hijo me convidó a redoblar mi confianza. Me elevó hasta su gloria, en la que me hizo entrar y gozar delicias muy grandes. El mismo estaba presente para asegurarme su benevolencia, comportándose en todo como un rey que, muy enamorado de la reina, deseaba colmarla de contento y alegría. Subió, para ello, a su trono a fin de manifestarse en el resplandor de su noble [178] majestad, fijando en ella su mirada y haciéndole una divina reverencia para significarle el favor que había encontrado allí.

    Esta visión, unida al sentimiento de la gloria de mi esposo, de la que gozaba, no me impedía ver mis faltas ante Dios y dentro de mí, sin que esto último me turbara ni disminuyera el contento interior que experimentaba por la gloria de mi esposo, el cual me mantuvo en una actitud de adorable respeto y en un bajísimo sentimiento de mí misma.

    El divino rey me hacía subir con él la cuesta de púrpura de su sangre preciosa, y esta sangre elevaba y purificaba mi alma. El Salvador se llegaba hasta mí de una manera divina. Enviado del seno materno para una misión de amor, este divino enamorado parecía inclinarse hacia mí con una propensión singular a semejanza del sol, el cual inunda e ilumina todo el cielo con su luz, penetrando sin embargo algunos lugares e insinuándose en los cuerpos que están más convenientemente dispuestos a recibirlo. De semejante manera, Jesucristo, sol de bondad, llega a ciertas almas para iluminarlas y penetrarlas, concediéndoles una infinidad de bienes sin que ellas, con frecuencia, lo perciban o estén preparadas para ellos.

    Lo veía venir a mí como un rey apasionado que hace mil presentes a la reina, visitándola y estando a su lado sin que ella pueda prever su venida, complaciéndose en llegar cuando ella menos lo espera. Mi divino Rey me dijo que me concedía este favor viniendo a mí por el ardor de su amor y abajando su divina grandeza mediante el exceso de este mismo amor, así como se comportó Asuero con su amadísima Esther, para darle a besar el cetro de oro de su real clemencia, y no para condenarla a la muerte que ella temía, pues la ley común no estaba hecha para ella; nada debía inquietarla, pues él era su hermano y esposo. Con ello, le llenó el corazón de seguridad y confianza.

    Este divino rey me ofrecía las mismas seguridades: yo veía que podía ser justamente condenada, pero esta visión no me daba miedo, y admiraba cómo mi alma se sometía amorosa y justamente a la justicia de Dios, a la que percibía continuamente en mí. Su corazón me invitaba a abandonarme a su misericordia, que intercede amorosamente por mí, y que gana su causa en virtud de la sangre del Cordero. Veo claramente la justicia de Dios en mi condena, lo mismo que su bondad por haberme librado de las penas que merecía. Me adhería fuertemente a los cuernos del divino altar, que era mi único asilo, mientras que la sangre de la víctima fluía no sólo en derredor de sus cuernos, sino que los mismos sagrados y admirables cuernos vertían favores inefables por mandato del amor. No temía que alguien pudiera arrancarme de este altar que es Jesucristo. Sus pies y manos eran sus adorables cuernos.

    Admiraba el canal mediante el cual sobrenadaba yo en abundancia de sangre y agua. Era su costado abierto, en el que encontraba su corazón, que no es otra cosa sino inclinación de amor hacia mí, corazón que jamás ha clamado en contra de los criminales, intercediendo más bien por ellos. Este corazón del Hijo nunca ha pedido a su Padre que los condene, sino que les conceda, por bondad, el perdón. Ignora lo que es el odio; está abierto para amar y no para odiar. La divinidad aborrece esencialmente el pecado pero sin crueldad ni pasión, pues no puede amar la iniquidad. Por ser el corazón de Jesucristo el mismo corazón del Salvador, está lleno de amor, no de odio. El ama y está ceñido de un cinto de oro de caridad para amar, a fin de que jamás se ensanche hasta llegar al odio. El furor centellea en sus relucientes ojos; su boca es una espada de dos filos y sus pies son de bronce; pero lleva el amor en el corazón. Ve el mal, lo condena y lo castiga, pero siempre con un corazón lleno de amor y compasión. Al afligirse a causa de aquellos a quienes condena y castiga, este corazón tan bueno vuelve a encontrarse consigo mismo.

    Parecía afligirse y desgarrarse de ternura y dolorosa compasión mientras era mortal; haría lo mismo hoy en día si la gloria inmortal no se lo impidiera. En el ejercicio de su justicia, me aseguraba que me amaba porque me había dado un corazón incapaz de odiar a nadie a pesar del mal que se me hace, diciéndome que mis enfados no son sino arranques y chispas diminutas; que jamás había sabido lo que era odiar de verdad y alimentar la hiel de la amargura; y aunque sólo viese en mí mis pecados, debía tener confianza en su bondad y asirme a los cuernos de este [180] altar, pues la justicia divina estaba satisfecha por la sangre que había sido vertida sobre ellos; que la sentencia no pudo ser pronunciada en contra mía ,sino modificada a mi favor, y que el arresto de cuerpo y espíritu que hubiera podido decretarse había sido impedido debido a que los demonios tenían la boca cerrada para no acusarme. Mi divino esposo me dio a conocer sus bondades por medio de un sentimiento intelectual, pero yo ignoraba si había sido perdonada para siempre, en forma definitiva e irrevocable. Acepté la voluntad de mi Dios y permanecí contenta en el estado presente, sin inquirir en otro ni pensar en el futuro.

    Más tarde vi y sentí cómo mi esposo descendía dentro de mí. Experimenté sus sagrados acercamientos sin cambiar de lugar y únicamente por los cambios que obraba en mi corazón y los bienes con que me colmaba. Sin abandonar el seno de su Padre, tomaba posesión de mi alma, la cual, al sentir estas divinas operaciones, le preguntaba amorosamente quién era y si se trataba del caballero blanco que portaba una corona y salía para vencer.

    Escuché que sólo él posee por sí mismo la blancura de la inocencia. Todas las demás han sido blanqueadas por su sangre. Mi alma se sentía elevada en él y por él, ascendiendo con la fuerza de mi amado. Los ángeles y los santos estaban presentes, preguntándose entre ellos quién sería la que subía en esa forma. Se les respondió: Es aquella que sale de las grandes tribulaciones, que ha pasado por el agua y por la sangre, lavando con tanta frecuencia su vestidura en la confesión y en la comunión, que se ha blanqueado en esta sangre conservando, por este medio, su inocencia.

    Al mismo tiempo vi un sinfín de flores que caían del cielo, atravesando el aire en manojos. Me vi entonces circundada de luz, cuya extraordinaria belleza se reflejó largo tiempo en mi rostro. Advertí un nuevo descenso de Dios significado en esas flores: el Verbo Encarnado se reproducía a si mismo en esas operaciones, dándome a entender que aún había muchos misterios ocultos. Por esta razón, el divino amor respondía así a la pregunta de los ángeles: ¡Es aquella, es aquella!, dando a entender mucho [181] con tan pocas palabras.

    ¡Qué glorioso eres, Monte Calvario, por haber sido rociado con la sangre de Jesucristo, rey de reyes! ¡Cuan grande es tu dicha por ser el lugar en que el hierro cruelmente dulce encontró un corazón divino para atravesarlo, a fin de que mostrara su real y divino amor! No fue éste un Saúl presentado para ser rey y acuciado para reinar sólo por un tiempo; se trataba de aquel que fue pedido, enviado y concedido para reinar eternamente. Su reino no tiene fin. Murió con el título de rey, así como nació siendo rey. Es el rey de reyes, el rey de los enamorados, el rey del amor; el mismo amor, que es más fuerte que la muerte. Su dilección es más duradera que el infierno. Todos los ríos y todos los mares han sido incapaces de extinguirlo, porque es un amor eterno.

    La sangre que brotó de sus venas y el agua que manó de sus poros y de su costado son capaces de amortiguar las llamas del fuego creado. Esta misma sangre, junto con el agua que san Juan vio distintamente, son la púrpura y la simiente doblemente teñida con la que él desea revestir a sus reales esposas. El invita a todos para que vengan a verlas el día de sus bodas y de la alegría de su corazón, ciñendo su diadema; él desea adornarlas, a semejanza suya, con su púrpura y su escarlata.

    Lloren, hijas de Israel, al considerarlo muerto por sus pecados; compadézcanse de sus dolores, pero no lloren por él ya que su madre le dio un cuerpo para morir sobre el madero y, mediante éste, reinar. Por María, fue coronado de espinas, aunque ella no produjo sino rosas porque siempre fue inocente. El amor la hizo morir más allá de la misma muerte.

    Es sorprendente que esté muerto, este bravo Jonatán, que jamás volvió armado de saetas, y que jamás disparó una que no diera en el blanco del seno de su padre y de su madre, la cual quedó traspasada por su causa: fue una espada de dolor transformada en dulzura, ya que él sufrió por amor y para el amor, el cual reveló grandes secretos y los pensamientos más íntimos de los corazones.

    Jesucristo, Hombre-Dios, murió por todos; sus dos naturalezas en nada se separaron ni en la vida ni en la muerte. Es el escudo de Israel fuerte contra Dios y, con mayor razón, contra todas las criaturas. Siendo fuerte como un escudo, apareció con nuestra debilidad para ser rechazado por los hombres y abandonado por el Padre, como si jamás lo hubiera ungido. Es éste un misterio muy grande, [182] escondido en Dios en los siglos pasados, y descubierto después a los hombres en nuestros tiempos para manifestar las riquezas de la sabiduría eterna, que nos son insondables.

    Aunque parezca muerto y ensangrentado, es él quien ha dado este golpe y no los filisteos. Aunque antecede al primero, si este bravo Jonatán ha muerto, no es menos amable después que antes de su muerte. El amor vive para atraernos a él como el águila. El sabe cómo hacernos volar hacia la cruz con él. La cruz es un cielo, es un trono de gloria más bello que el de Salomón. Este león de la tribu de Judá es un vencedor que aparece como vencido.

    ¡Alégrense, hijas de Israel!, dice el Salvador, que tiene dos naturalezas. El las revestir eternamente de su púrpura y de oro muy reluciente, concediéndoles sus dos naturalezas. El es su esposo. Es amable por encima de todo lo que ha sido creado, no sólo sobre el amor de las mujeres. Me alegro en ti, Jesucristo, hermano mío, porque mi alma se une a la tuya por toda la eternidad; porque en tu muerte has hecho ver tu fuerza, has demostrado que eres el escudo de los más fuertes de Israel. Eres amable como tu madre, la más amada de todas las mujeres. Eres su Hijo único, pero eres amable como el Hijo único del Padre, lleno de gracia y de verdad. Si durante tu vida fuiste conocido como Hijo de Dios, lo eres mucho más en la muerte, porque ante todo, el amor te hizo morir para hacer ver al mundo que amas a tu Padre y para demostrar a tu Padre que amas a la humanidad con un amor infinito hasta el fin.

    Tu cruz es el lecho nupcial donde consumaste el matrimonio amoroso con tus esposas; pues si en éste te conviertes en su esposo de sangre, ellas saben que tu Padre así lo ordenó, a fin de que conozcan que eres el esposo incomparable.

    Esta sangre preciosa es mirra destilada por cuyo medio las purificas, uniéndote a ellas y ellas a ti, lo cual es la verdadera casa de marfil. Recíbeme entre tus brazos, recíbeme, querido amor mío, en tu corazón. Amoroso pelícano, que tu muerte sea mi vida, pues no puedo vivir sino por tu muerte. Que abrace al modelo de la vida afligida en el cuerpo; que pierda mi alma en el dolor amoroso de tu vida afligida en el alma; que sea el consuelo de tu alma apenada. Que llegue a ser verdad que el alma afligida de Jesús y el alma de Jeanne se aglutinan con el mucílago de la sangre amorosa; [183] que ame tu alma más que la mía. ¡Ah!, mi alma es la tuya. He perdido la mía en ti.

    Que sea yo totalmente transformada en Jesús crucificado y afligida en el cuerpo, en el alma y en mi reputación; que mi amor sea crucificado. Me abrazo a tu cruz, rey mío, pierdo mi vida en la tuya. Me atrevo a cantar el triunfo de mi gloria: Vivo, o más bien, no soy yo el que vivo, sino que Cristo vive en mí (Ga_2_20). Amén, amén. Que así sea, corazón mío, te lo suplico por todo lo que eres.

Capítulo 19 - Pureza y dulzura que experimenta la esposa al contacto sagrado con las llagas del Verbo Encarnado

    [185] El martes de Pascua me acerqué a comulgar sin mucha preparación, por no habérmelo permitido mi indisposición y debilidad corporal, viéndome por ello obligada a comulgar antes de asistir a misa. Al recibir a mi divino Salvador le dije que, así como en este día había entrado al Cenáculo, estando las puertas cerradas, para visitar a sus apóstoles, del mismo modo podía entrar en mi corazón y en mi alma visitando todas mis potencias, aunque no viera en mi alma las disposiciones y preparación necesarias. Se me apareció entonces una flor color violeta de incomparable belleza, y sobre todo, de una admirable suavidad al tacto. No se ve algo parecido en nuestros jardines ni en nuestros prados. Cuando desapareció esta flor, pregunté a mi divino esposo qué quería significarme con ella.

    Me dio a entender, mediante una sublime elevación, que él mismo era esta flor, por ser el esposo floreciente; que no era sólo una flor, sino todo un jardín, un prado entero, según el decir de la esposa en el Cantar de los Cantares: Tus mejillas como eras de plantas aromáticas, plantadas por perfumeros (Ct_5_13), (Prosiguió diciéndome) que esta flor me había sido representada de color celeste más bien que blanco, porque esta pintura causa mayor impresión que la blanca, la cual, por dispersar la vista, no impresiona tan fuertemente al desvanecerse, o más bien, perderse. El color azul o violeta representa la mortificación; es por ello que la Iglesia, que durante el Adviento y la Cuaresma gime en medio de las penitencias mientras espera el nacimiento o la muerte de su esposo, se cubre o reviste de este color. .

    Por la inocente delicadeza que se sentía al tocar esta misma flor, me reveló las delicias de que gozan las almas adelantadas en la mortificación al contacto de su humanidad glorificada y de sus llagas. Me hizo comprender, ver y experimentar de qué manera realiza este contacto el espíritu espiritual aunque se trate de un objeto sensible, y cómo por este medio se alcanzan contentos más deleitables que los que se encuentran en los contactos más agradables de los cuerpos. Me hizo ver la gran diferencia que existe entre unos y otros: los que son sensuales y terrenales, y los espirituales y celestiales, más deliciosos en una eminente pureza e inocencia.

    Los que sólo se obtienen mediante el contacto corporal, son groseros, impuros y apegados a la materia. Son propios de los animales y del hombre animal que se hace semejante a ellos al desearlos. Por ello es incapaz de concebir o penetrar las cosas divinas que son espirituales, con las que las almas santas gozan con mayor inocencia y placer que el que procede del cuerpo de cualquier persona, quienquiera que ella sea.

    El principio del placer que experimenta el sentimiento ante el contacto sensible y corporal, es sobre todo la vida que existe en el objeto tocado, del que procede que el sentimiento de los cuerpos vivos sea más dulce, más delicioso y agradable. La carne, que sólo está animada por una vida brutal, sólo puede producir contentamientos brutales y animales.

    Ahí donde la humanidad del Verbo está viva con la vida más excelente -humanidad que es vivificada y vivificante por la vida del mismo Verbo en el que subsiste- es divinizada por su divinidad, ungida incomparablemente con el óleo de la alegría y engendra sentimientos y deleites proporcionados a la vida de un Dios Encarnado, que es su fuente.

    Comprendí que así deben escucharse las palabras de san Juan: Lo que contemplamos y palparon nuestras manos referente al Verbo de la vida.. (1Jn_1_1). El Verbo que es la vida se hizo palpable, tratable y manejable mediante la humanidad a [187] la que él se unió en unidad de persona. Este contacto no es el de una carne muerta o viva con una vida meramente animal, sino con una vida divina. Y así como se dice que tocamos a toda la persona, a pesar de que sólo palpamos su carne y no su alma, y que miramos al sol, aunque con frecuencia sólo vemos el aire iluminado o una nube radiante, así tocamos al Verbo de Dios, que forma un compuesto admirable con esta divina carne, que subsiste divinamente en él y por él. La nube no siempre se interpone para ocultarnos al sol e impedirnos la visión y el gozo de su belleza, pero lo hace con frecuencia para atenuar y cubrir el brillo cegador de sus rayos, que la debilidad de nuestros ojos no podría soportar, y para hacer a este sol más visible y más proporcionado a nuestra vista y que así podamos tolerar su claridad. Esta carne ha servido para hacernos tangible al Verbo.

    Comprendí que si las cosas espirituales, al unirse al cuerpo, se vuelven casi corporales y caen, en cierta forma, bajo el dominio del sentimiento, de un modo mucho más elevado la humanidad, unida a la hipóstasis del Verbo, fue como espiritualizada, pudiendo así dar su consentimiento al espíritu, para que pudiera cortar la flor de todas las delicias que se encuentran en los cuerpos y en los sentimientos de éstos, sin caer en imperfección alguna.

    Mi divino amor me ayudó a comprender la manera en que las almas bienaventuradas penetran en sus llagas, cómo las tocan mediante una aplicación de ellas mismas en una íntima presencia, y los sentimientos admirables que experimentan al hacerlo. Añadió que deseaba ser esta flor y el esposo florido en el centro de mi corazón, cuyo jardinero sería él mismo; que, recíprocamente, fuese yo una flor en él, donde me alimentaría y crecería.

    Este benignísimo enamorado me hizo tocar sus sagradas llagas de la manera antes descrita, que es propia de las almas despegadas del cuerpo, sumergiéndome en un torrente de delicias indecibles. [188] Mi corazón se abrió a la alegría en un estremecimiento de amor, y él me preguntó si después de estos deleites podría yo desear algo más.

    Me dio a entender que en los contactos corporales no podía darse algo semejante a estos santísimos placeres, y con cuanta predilección me favorecía su bondad al permitirme gozar de todas estas voluptuosidades sagradas, que no se encuentran en los matrimonios de la tierra. Me llamó a estos contactos celestiales en la eminencia de una pureza inexplicable, que me hacía semejante a una abeja que gira sobre las flores de las que va libando y sorbiendo lo mejor y lo más dulce que encuentra en ellas.

    Me dijo que, sin ofender mi inocencia, es decir, adquiriendo una gran santidad, debía tocar sus sagradas llagas con frecuencia; que él me participaba de las mismas delicias que su humanidad concede a los bienaventurados mediante su inefable contacto. Prosiguió comunicándome que deseaba que describiera esta gracia por escrito para confundir a los que creen que no es posible sentir el placer del cuerpo, porque siempre es corporal y engendra sentimientos de impureza. Me aseguró que me había comunicado este favor para enseñar a los hombres que los matrimonios de las almas con el Verbo Encarnado no suprimen los placeres inocentes, sino que generan y conservan la virginidad sin empañarla, a pesar de ser causados por el contacto con esta carne divinizada, pues sus sentimientos no son corporales y carnales más que en razón de su objeto, y no del sujeto, ni del efecto que producen.

    Fui invitada al banquete que este divino Señor celebró con sus apóstoles después de que tocaron sus llagas. Me hizo saborear la dulzura de su amor mientras yo gozaba de su divinidad, que se encontraba en la humanidad como en su abismo. El pez asado era la misma humanidad en la parrilla del fuego de la pasión, toda en retazos como un pescado emparrillado; su amor producía delicias inexplicables.

    Este divino enamorado me dijo que no se comunica ni enseña a todas las almas en la misma forma; que a unas las premia [189] con favores a causa de su bondad, y a otras por la mortificación y otros ejercicios que practican; que a las de condición ordinaria las ilumina mediante el ministerio de los ángeles y de los hombres, pues los doctos tratan de mejor gana con los eruditos y los inteligentes, y sólo por condescendencia se abajan, en ocasiones, a enseñar a los ignorantes. Sin embargo, de ordinario confían este cargo a aquellos a quienes han instruido directamente, que son destinados a instruir a los de pobre condición. Los más instruidos aprenden directamente de boca de los doctores.

    Mi divino esposo me dijo que trataba conmigo de esta suerte, enseñándome él mismo que los ángeles habían producido la imagen de esta flor en mi imaginación sólo para que sirviera de símbolo; a esto se debió que desapareciera repentinamente. Las divinas instrucciones me fueron infusas en la cima del alma, que es el Sancta sanctorum, donde sólo el sumo sacerdote desea entrar. Este es el divino Salvador, quien, como único Dios, está con el Padre y el Espíritu Santo, los cuales erigen su trono en la parte superior del alma que es su morada.

    Me enteré de que hay personas que no creen que semejantes operaciones ocurran en el alma en tanto que está unida al cuerpo, ni que pueda obrar por los sentidos exteriores o percibir los objetos que la rodean en su justa proporción. Se obstinan en negarlo, razonando según su principio de que Dios no puede, en el plano sobrenatural, obrar estas maravillas en el alma y con el alma, actuando divinamente en ella y con ella, a pesar de seguir adherida al cuerpo al que informa. Dios la eleva mediante una elevación [190] muy sublime, que ya desde este mundo la transforma anticipadamente, haciéndola partícipe del estado en que se hallar cuando se vea libre del cuerpo mediante su separación del mismo. El alma dominará e imperará sobre éste. Después de su resurrección, sus operaciones en la gloria serán y parecerán poderosísimas y muy gloriosas, pudiendo, conforme a esta doctrina, gozar del cuerpo cuando le plazca, sin excitar sus órganos ni depender del mismo. Qué cierto es que ni un ángel ni cualquier otra criatura pueden elevar a este modo de obrar tan sublime a un alma que sigue atada a la materia, ni liberarla de su cuerpo, de cuya acción tanto depende.

    De aquí se sigue que, gracias a la misericordia de Dios, este conocimiento, este favor, ha sido grande y muy sublime para mi alma, sin ilusión ni engaño, ya que su sola causa es el mismo Dios, el cual no está sujeto a las leyes naturales. Si alguien dijera que esta admirable operación no es verdadera, menos confesar al menos la pena de los ángeles que son atormentados por las llamas, y que Dios puede producir tormentos en las almas que animan sus cuerpos, a los que siguen unidas. Si Dios obra este portento para atormentar a los culpables y satisfacer su justicia, ¿qué podrá impedirle, mediante un exceso de bondad, producir en las almas que escoge para si algún contento exterior y corpóreo?

    Ni el ojo vio, ni el oído oyó, ni el corazón del hombre animal ha podido imaginar los deleites espirituales que Dios ha preparado, por toda una eternidad, para sus amados. Los misterios de su sabiduría sólo se entienden entre los perfectos a quienes Dios mismo se digna enseñar, en ocasiones, en el origen de su luz deslumbradora, y otras veces, en el santo ocultamiento de su adorable semioscuridad, que semeja una noche de la que habla David: Las mismas tinieblas no serán oscuras para ti, y la noche como el día lucir: la oscuridad es para ti como la luz (Sal_138_12).

 Capítulo 20 - El divino amor acepta la confianza del alma a la que honra con su benigna y poderosísima dilección. Favores que le concede. 2 de abril de 1633.

    [193] Hoy, 2 de abril, me sobrecogió un temor amoroso de que mi manera de tratar privadamente con Dios fuera demasiado atrevida y casi temeraria. Le pregunté si esta libertad le complacía, y si no sería más conveniente callar los favores que recibo a diario de su bondad, en lugar de descubrirlos con tanta franqueza a mi director y ponerlos por escrito según su mandato.

    Mi divino amor me dijo que el amor producía en mí esta audaz confianza, y que con este sello de amorosa confianza me sobrepondría, según su voluntad, a toda clase de dificultades, [194] repitiéndome con frecuencia estas palabras: Con este signo vencerás. Acércate a mí, hija mía muy querida, mi predilecta. Te entrego mi corazón. Si pudiera sufrir, me apenaría tu temor de acercarte a mí. Tu confianza me agrada, pues con ella juzgas bien mi bondad, que ama tu sencillez de paloma.

    Añadió que san Pedro lo complació al confesar audazmente su divinidad y al recibir como palabras de vida las promesas que hizo de darse como alimento, que a los cafarnaítas parecieron tan duras y que algunos discípulos no pudieron sufrir. Prosiguió diciendo que san Pedro lo había complacido tanto con su confianza, cuanto más tarde lo disgustó con su temeridad e incredulidad, la cual le echó en cara llamándole Satán, es decir, amenazándole con no tener parte con él si se dejaba llevar por semejante pusilanimidad.

    Mi amado prosiguió instruyéndome para asegurar mi alma en su santa confianza, afirmando que su bondad me la había concedido porque jamás, ni en mis afectos ni en mis [195] palabras, la había apartado de su divino Padre, en cuyo seno se encuentra con toda igualdad; que él había respondido a san Felipe cuando éste le pidió que colmara su felicidad mostrándole al Padre: El que me ve a mí, ve también al Padre (Jn_14_8). Padre de quien es espejo sin mancha y figura de su sustancia, dentro del cual él idéntico al Padre y en el que está por razón de la unidad en la esencia y de la circumincesión de personas; y aunque le fue inferior en su humanidad, el Padre no dejó de considerar esta humanidad como unida al ser mismo del Verbo, ni a este hombre como fusionado con Dios; que el amor del Verbo Encarnado y Hombre-Dios producía esta santa osadía y confianza amorosa, y que él mismo deseaba que me acercase a él como Ruth a Booz, para pedirle todo lo que necesitara o deseara de él; que así como por mediación de Noemí estableció Ruth una alianza con Booz, así a través de la Virgen madre fui recibida por él con muestras de benevolencia como esposo amoroso; que esta alianza se hacía por amor y que su bondad producía una nueva generación que Nicodemo no pudo comprender, por la cual mi alma volvía a entrar a su principio, del que salió Jesús cuando asumió la existencia.

    Estas invitaciones amorosas me elevaron y unieron a este Dios de bondad, que es el origen de mi ser. vi con claridad que, mediante la unión con Jesucristo, se realiza el retorno admirable del alma hacia Dios, diciéndole que, cuando por su amoroso poder se elevara sobre la parte superior de mi alma y la ocupara enteramente, atraería entonces a sí todo lo que había en mí misma: la parte inferior y el mismo cuerpo; que en esta atracción sagrada se considera la muerte como una dicha, y deseable la pérdida del alma afortunada que se pierde en la vida eterna, la cual no debemos llamar únicamente futura ni venidera, sino vida presente, de la cual ella goza en Dios; pues como el alma está más en lo que ella ama que en lo que anima, al amar a Dios sale de sí misma para permanecer en su Dios.

    Cuando el alma se despoja de todas las criaturas, casi deja de animar su cuerpo en esta elevación que la lleva hacia su Dios. Su amor la impele a perderse en [197] él, y aunque siga informando la materia, lo hace con gran languidez, no abajándose sino con gran trabajo a ejercer las funciones vitales y, en ocasiones, al estar suspendidas todas sus potencias, parece no poder animar su cuerpo mas que con pesadumbre, deseando dejar de informarlo y deshacerse de él enteramente para gozar de un bien mayor. Sucede, sin embargo, que el afecto natural que tiene a su otra parte y querida mitad continúa reteniéndola como a la fuerza y ofreciéndole resistencia. En los desvanecimientos naturales, por ejemplo, parece que el alma huyera dulcemente para dejar el cuerpo, pero resiste cada vez, retirándose al corazón. La vida desfalleciente y moribunda combate tanto como puede, pero si el alma cree entonces poder entrar en posesión de un bien mayor, toleraría de buen grado este desmayo y huiría con placer del cuerpo, a pesar de toda la resistencia e inclinación natural que tiene como forma de esta materia.

    [198] Mi divino Amor me trajo a la memoria lo que en otras ocasiones me había hecho ver en un caos o abismo tenebroso mediante el destello de su luz: todas las criaturas que había hecho de la nada, dándoles su ser participado en un exceso de bondad que volvía hacia él al alma en dicho exceso, mediante divinos atractivos; que esta alma, abandonándose a él, no se acordaba más de ella ni de la inclinación que tenía hacia su cuerpo, por estar así elevada en esa luz nebulosa que es la santa caliginosidad, en la que es divinamente protegida por aquel que le da la vida. En dicha condición, el alma puede comprender las palabras del apóstol: Vuestra vida está escondida en Dios (Col_3_3). Por la unión que nosotros tenemos con Jesucristo, que está en el seno del Padre, el alma vuelve a su principio sagrado, viviendo en la intimidad de Dios una vida oculta a semejanza de la humanidad, que vive de la vida del Verbo, en el que subsiste conservando, no obstante, su ser y su existencia distinta del ser y existencia del Verbo, como ya lo expliqué en otra parte.

    Así pues, por medio de esta estrecha alianza con Cristo Jesús, el alma [199] vive con una nueva vida en Dios, y no hay por qué maravillarse si de dicha unión, producida por el amor, nace la confianza que demuestran estas almas en su conversación familiar con Dios, en el que viven y en el que permanecen ocultas y como perdidas.

    Mi amado me invitó a volar como un aguilucho real al origen de la luz divina, y a caer como un águila grande sobre la presa de su sagrado cuerpo, aferrándolo fuertemente en el Sacramento Eucarístico. Fui tan altamente elevada en la divinidad, y tan amorosamente transportada en las delicias de su diestra, que me es imposible poner por escrito las admirables maravillas que mi divino amor me enseñó, o las cautivadoras palabras de sus labios sagrados, que procedían de la plenitud de su corazón amoroso.

    [200] Tan solo diré que este divino esposo me demostró tanto amor, que puedo definir nuestra conversación con estas palabras que manifiestan el exceso de su bondad: Hija mía, me dijo, ¡sufre el que yo te ame!

    No es necesario dudar que todas las delicias del paraíso me fueran prodigadas junto con estas palabras tan obsequiosas como divinamente encantadoras. Permanecí desvanecida de amor y de placer consintiendo en los excesos de tu amorosa bondad, a la que pertenezco y a la que me abandono del todo.

    Al verme prevenida por tu misericordia en esta mañana, a pesar de mi pereza, y de la distracción de varias visitas, puedo decir que, repentinamente, me volví a ti, querido amor. Te vi como una madre con el pecho descubierto y los senos tan rebosantes de leche, que ésta chorreaba sobre ella. Su pequeñuelo, en tanto, distraído con diversiones infantiles, parecía despreciar el dulce licor que era [201] su alimento y su vida. Su madre, empero, lo apretó dulcemente contra su pecho, le colocó el pezón en la boca, y oprimiendo su corazón con tan agradable fardo, se derritió de gozo vertiendo un raudal de leche como una amorosa explosión sobre su amor. Si él se retiraba y hacía ademán de irse, la apasionada madre le descargaba torrentes enteros por sus canales de amor, casi bañándolo en su leche.

    Este bebé que no tenía tanto deseo de recibir como la madre de dar, puede, sin embargo, ser disculpado por desconocer su bien; pero yo, querido amor, soy culpable en verdad por huir de quien corre tras de mí para otorgarme estos favores inexplicables. Mas, ¡Oh maravilla de la benignidad divina! mientras más indigna me considero de sus grandes favores, más tu amor se vuelve pródigo en ellos. Después de haber cometido mil ligerezas y haberme derramado y distraído con tantas y diversas ocupaciones, [202] tus atractivos llaman a mi espíritu a contemplar tu bienhechora bondad sobre mí, obligándole a rendirse a tu santo amor, que corona tus misericordias y las realza con tu luz. En tus manos pongo mi suerte, que está pletórica de bendiciones de dulzura en las que me pierdo a mí misma para no vivir sino en ti y de tu misericordia.

Capítulo 21 - El agua, la sangre, el alma y la santa humanidad dan testimonio de la divinidad, 3 de abril de 1633.

    [203] El miércoles, mientras admiraba al Salvador resucitado, mi alma fue altamente elevada con relación a las palabras de Salomón en el capítulo 7 de la Sabiduría, las cuales me figuraron la resurrección de este primer nacido de los muertos, que es la sabiduría del Padre, el cual es verdaderamente el vapor de la virtud del Altísimo, que sale del sepulcro. El es la emanación auténtica y veraz, el candor de la luz eterna que resplandece en las tinieblas de esta noche. Es la imagen de la majestad de Dios, que aparece sobre su faz radiante, bondad que brilla en esta majestad, haciéndose ver y tocar por sus apóstoles y conversando familiarmente con ellos por una condescendencia admirable. Es un espejo oblicuo. Todas las maravillas hechas en si mismo las realizar [204] en las almas y en los cuerpos de los bienaventurados en la gloria al terminar el hermoso día que él comenzó, abarcando eficazmente de un extremo al otro la mañana hasta el mediodía ,ya que no habrá ocaso en este día ,que ser ante todo un zenit perpetuo. Por el agua y por la sangre (1Jn_5_8). Dios vino por el agua y por la sangre; la sangre, el agua y el espíritu dan testimonio: el Verbo se hizo hombre para darnos su espíritu y su divinidad.

    El alma está en la sangre; por ello se bebe la sangre y se reservaba a Dios en los sacrificios, pues él deseaba que su divinidad se uniera a nosotros y nos sirviera de alma. El hombre pecó por fragilidad, simbolizada por el agua, y por sensualidad, cuyo signo es la sangre. El mal espíritu tentó al hombre, empujándolo a su desgracia.

    El agua de las lágrimas superó la sangre de todos los sacrificios. Fueron el acercamiento a Dios, aunque inútiles sin el espíritu, el espíritu de Dios que previene al hombre; el espíritu del hombre que debe adherirse al Hombre-Dios. El espíritu de Dios se ha [205] acercado siempre a nosotros hasta tomar nuestra sangre. Ahora viene con el amor, el corazón y el espíritu, a fin de que ya no vivamos de nosotros mismos. El no quiere ya esta sangre porque subió a donde estaba desde el principio. San Juan contempló el agua, la sangre y en ellos la divinidad, pero se necesitaba también el espíritu para colmar el tesoro. Hemos sido engendrados en las fuentes vivas que saltan hasta su primer manantial y origen; de este modo se realiza la poderosa atracción del alma hacia Dios.

    La cubierta del arca era de piel de cabra; debemos cubrirnos con el velo de la humildad. La pobreza de los apóstoles encubría el propiciatorio de la humanidad del Salvador, pero Dios subió y apareció en ella. La columna de nube y de fuego es la fe, y Jesucristo, que se queda en el sacramento donde poseemos al Verbo, es la humanidad, el fuego y la nube. Raab escondió a los espías bajo haces de lino (Jos_2_6). El Salvador ocultó la divinidad bajo almas débiles y ardorosas.

OG-04 Capítulo 22 - El día de la Anunciación de la Virgen me ofrecí a ella como esclava; el tributo que me fue impuesto. La Virgen, por estar libre de toda culpa, no estuvo sujeta a la enfermedad.

    [207] El 4 de abril, día en que la Iglesia de Lyon solemnizaba la fiesta de la Anunciación de la Virgen, me presenté a ella como esclava, haciéndome ligar los brazos y las manos con una cuerda que pendía de mi cuello. Llevaba un cirio encendido, y haciendo propósito de enmienda, me arrepentí de todas las faltas que había cometido. Ofrecí a la Virgen su hijo, y al Hijo todo lo que yo era. Se me impuso entonces la obligación de pagar un tributo de amor a este rey y a esta augusta princesa. Tuve el honor de penetrar al seno de la madre Virgen con el pequeño Jesús y, adorando a este Verbo encarnado de nuevo, le dije con toda generosidad: Hazme un lugar si te place (Rt_2_7). Este seno virginal es capaz de recibirme en tu compañía; en él aprender‚ a adorar a tu divina majestad en espíritu y en verdad.

    Se bien que hay muchas moradas en la casa de tu Padre, porque es muy espaciosa. Puedes ensanchar o alargar este seno materno, pero, ¿Qué digo? a pesar de sus inmensas dimensiones no es como el de tu madre, el cual es más capaz de contenerte que el cielo de los cielos. Su latitud amorosa puede recibir en tu compañía a todas las que te aman, ya que ella es la madre del santo amor y de la hermosa dilección. Es la casa de marfil en la que una hija del rey puede morar honorable y amorosamente, y veo con claridad que este seno se abre para recibirme. Sus entrañas me quieren alojar junto contigo, ya que este corazón es como la granada: sin envidia, cada uno ocupa en él su rango. Querido amor, allí tendrás el lugar de Dios y de hijo suyo, común con el divino Padre por ser indiviso, hijo y heredero natural y legítimo de todos los bienes de este divino Padre y de esta augusta madre, por ser de su sustancia; [208] pues si no tomaste toda la de tu madre, sino parte de ella, ella en cambio te dio todo lo que era necesario para formar un verdadero y perfectísimo cuerpo, nutrido en sus entrañas con su sustancia virginal, purísima, delicada y buena en sumo grado. Podemos decir de esta madre lo que se dice de David en el Eclesiástico: Como la grosura se separa de la carne, así fue David separado de entre los hijos de Israel (Qo_47_1). Ella es la grasa de la tierra y las delicias del rey de amor; su sagrado cuerpo jamás estuvo sujeto, como las demás, a la enfermedad como castigo del pecado; como siempre estuvo exento de corrupción, nunca estuvo sujeto a las dolencias comunes.

    Su alma, perfectamente ordenada en sus operaciones tanto superiores como inferiores, no le causó indisposición alguna a causa de las pasiones. Todo estaba divinamente ordenado en la Virgen. Su bendita sustancia aprovechaba al niñito que llevaba en sí, a ti, mi amor, que eres mi peso. No tomes a mal si su inclinación me impulsa y me lleva a ti para morar contigo, a quien pertenece esta tierra virginal y sacerdotal. Te contemplo en ella como al pequeño Samuel y como al verdadero sacerdote eterno según Melquisedec, sin padre de tu humanidad y sin madre de tu divinidad. Me ofrezco a ti como diezmo, me ofrezco a ti como víctima. Si deseas ofrecerme en holocausto sobre el altar del corazón virginal, tu Padre aceptar este sacrificio de tus agradabilísimas manos.

    David no rehusó el presente que Abigail le presentó a pesar de que estaba justamente irritado ante el rechazo que le hizo Nabal. Se bien que mis pasiones te han dado con frecuencia motivo para destruirme y retirar de mí tu favorable asistencia, por haber menospreciado tus bondades. Pero, Señor mío, me arrepiento de todo y vengo a tus pies a implorar tus misericordias. Empléame en los oficios más bajos si hay algo que sea bajo en tu casa. Elijo ser la última de todas, despreciando el primer lugar cuando el mundo me lo ofrezca. Soy tu humildísima [209] esclava. Recíbeme, Señor y Dios mío, para hacer de mí y en mí, enteramente, tu voluntad.

Capítulo 23 - Perfecta alabanza que ofrece el Verbo Encarnado a su divino Padre. Sus manos alcanzan la victoria por la fuerza del amor. abril de 1633.

    [211] En este jueves de Pascua, en que cantamos en la antífona de entrada de la misa: Todos juntos, !Oh Señor! alabaron tu diestra vencedora (Sb_10_20), comprendí que los antiguos sacrificios fueron instituidos para dar alabanza a Dios con la dignísima satisfacción que su Hijo le ofrece por nosotros, y que toda esta alabanza y esos sacrificios antiguos eran imperfectos en si mismos, por no tener más valor del que les participaba el sacrificio que este divino Hijo ofrecía en la cruz sobre el Calvario, y que ofrendar cada día en nuestros altares como sumo sacerdote según el orden de Melquisedec.

    Sacrificio que contiene eminente y divinamente todas las alabanzas de los antiguos holocaustos. Este amable Hijo de Dios se ofrece a si mismo en sacrificio con amorosa voluntad: Se ofreció porque así lo quiso (He_7_27). [212] Al instituir el Santísimo Sacramento, se llevó a sí mismo entre sus manos y por sus manos, a semejanza de David en presencia del príncipe de quien quería ser reconocido: llevado por sus propias manos (1S_22_13). En la institución de este divino sacramento, que es un memorial de su pasión, se ofrece como muerto, estando vivo: igualmente o en proporción, habiendo equiparado supereminentemente todas las ofrendas que habían sido presentadas a la divinidad, y dando, con su propia excelencia, la alabanza equivalente al deseo de su Padre eterno, el cual no puede exigir una más grande por ser ésta de un mérito infinito. Lo alaba asimismo por los hombres y los ángeles, por ser cabeza de unos y otros.

    El Padre se alaba por su Verbo, el Verbo recibe la misma alabanza que ofrece al Padre y ambos la comunican al Espíritu Santo con su propia sustancia y todas sus perfecciones. Esta alabanza encerrada en el Verbo Encarnado continúa en la hostia eucarística, en la que las dos naturalezas son como dos manos [213] que alaban a la divina bondad por los prodigios que ha hecho a través de la muerte del Hombre-Dios, Cristo Jesús, que se humilló hasta la muerte de cruz, por lo cual Dios le exaltó y le otorgó el Nombre que está sobre todo nombre (Flp_2_9), ante el cual toda rodilla se dobla en el cielo, en la tierra y en los infiernos, confesando que está victorioso y sentado en un trono de grandeza a la diestra de su divino Padre, al que es igual sin menoscabo y merecedor de esta gloria que participa a sus santos, para los que adquirió esta felicidad por medio de sus padecimientos voluntarios.

    Adoremos estas admirables manos rogándole que salgan victoriosas por nosotros, que combatimos en el camino; y que por su medio se digne elevarnos en triunfo cuando lleguemos al término. Como el profeta se atrevió a decir que Dios se complace indeciblemente en sostener el globo terráqueo con tres dedos (Is_40_12), ¿ por qué no esperar que este Verbo hecho visible, que concedió su soporte a nuestra naturaleza, no se digne levantar de la tierra a los hombres de tierra y glorificarlos en el cielo, donde, ya desde este mundo, les permite [214] conversar con él, según las palabras de san Pablo, al cual humilló abatiendo su cuerpo hasta el polvo, para después elevar su espíritu hasta el cielo cuando lo convirtió camino a Damasco, donde proclamó Dios santísimo, al mismo a quien pensaba perseguir como hombre condenado por los pontífices?

Capítulo 24 - Admirables luces, favores y profusiones que Dios, el Verbo Encarnado y su madre, me comunicaron durante mis ejercicios.

    [215] El 5 de abril de 1633 comencé los ejercicios espirituales, durante los cuales Dios me concedió señalados favores. Sin embargo, mi debilidad e indisposición de entonces me impidieron ponerlos por escrito; de ahí la dificultad que experimento para hacerlo ahora.

    Con algunos días de anterioridad, mi confesor me dijo que mis escritos son apresurados, que da trabajo encontrar en ellos ilación y secuencia. Me quejé amorosamente a mi divino esposo, por cuya orden había escrito, y me respondió: Estas personas son curiosas: desean que cuentes y pongas en orden las gracias que te doy, que son innumerables. Este oficio corresponde a los pequeños comerciantes, quienes llevan sus mercaderías en un bulto colgado al cuello, para exhibir los pocos efectos que poseen.

    Hija mía, ¿te has detenido a considerar cómo en los grandes almacenes se apilan bultos uno sobre otro, sin orden alguno, lo cual es signo de abundancia y de riqueza? Una reina no tiene más que guiñar un ojo o volver dulcemente el cuello para que de inmediato sus damas se apresuren a vestirla o desvestirla, quitarle o cambiar sus joyas. El rey, que la ama, jamás se cansa de proveerla de nueva pedrería y de flamantes atavíos. Mi largueza hacia ti es mucho mayor: siempre se está prodigando. Que acomoden tus aderezos como quieran o como a ti te guste. Las personas que te hablan de este modo son pajes de honor, cuyo oficio es poner en orden la habitación de la esposa, así como es propio de mi amor dar sin escatimar todo cuanto quiero que tengas.

    Que ordenen, si pueden, las profusiones de mis gracias, que son agradabilísimas en la amorosa confusión que no constituye un desorden, sino una admirable liberalidad. Cuando san Juan contó los miles marcados en la frente, dijo que vio [216] una multitud de toda lengua y nación que ni él ni hombre alguno sería capaz de contar. No te dije hace algunos años que no estaba en tu poder enumerar los favores que deseaba concederte, y que en proporción puede aplicarse a ellos lo que dijo Isaías de mis generaciones: ¿Quién podrá contarlas? (Is_53_8)

    El Reverendo Padre Poiré, quien deseaba dirigirme en estos ejercicios, me dio como tema de mis meditaciones la obligación y el modo de buscar a Dios. Mi divino esposo me dijo que no era necesario que lo buscara, puesto que estaba dentro de mí y en mí; que él era mi principio, mi medio ambiente, mi fin y mi todo para ganarme en todo y en todas partes. Que él era mi Isaac, cuya vida debía imitar; que deseaba que viviera yo de él, por él y para él; que era mi camino, por el que debía andar, y que encontrara en él mi solaz no solo en el cielo y en la tierra, sino en las perfecciones de su santísima humanidad.

    Prosiguió diciendo que lo adorase admirando la unidad de la esencia y la distinción de las personas; que los grados y peldaños serían las tres divinas personas, quienes me apoyarían mediante un privilegio suyo que procedía de su amor, por ser mi enamorado. Que él era el deseado de las colinas eternas, las delicias del Padre y del Espíritu Santo, que el divino amor me dotaría de fuerza para una subida tan alta y me elevaría mediante poderosos y maravillosos atractivos a contemplar la inaccesibilidad del Padre, el nacimiento del Hijo, y cómo el Espíritu Santo es producido por un sólo principio del Padre y del Hijo, al que inspiran y suspiran como su espiración, del todo única.

    Continuó afirmando que debía adorar esta admirable espiración con un amor inflamado, por ser la generación del Verbo, que es imagen de su bondad paternal, esplendor de su gloria, candor de su luz eterna y figura de su sustancia, que contiene en sí toda la palabra de la virtud divina; que en este Verbo y por este Verbo, me elevase hasta el seno paterno, donde se encuentra la fuente de origen, la alegría de Dios, la plenitud divina en la que Dios engendra a Dios, en la que Dios produce a Dios, en la que Dios contempla a Dios, en la que Dios abraza a Dios... Que adorase a Dios, que es esencialmente trino y uno; que adorase la unidad de la [217] esencia, que adorase la fecundidad y multiplicación de personas que forman una sociedad perfecta; y que, por un favor inconcebible, podría contemplar en mí misma, como en una Sión, este incomprensible misterio, estas emanaciones eternas de personas sin división en la esencia, y que al contemplar en mí a este Dios de dioses, encontraría en mí desde este mundo una Sión más favorecida y amada de él que los tabernáculos de Jacob.

    Ese mismo día, al descender de tan sublimes elevaciones para considerarme como una pequeña criatura que va por el camino sujeta a las imperfecciones y aun a los pecados, sentí deseos de verter lágrimas amargas por los que había cometido. El Espíritu Santo, con su amoroso aliento, quiso soplar para derretir mi corazón. Su amor hizo que mis ojos destilaran lágrimas dulcísimas, inspirándome que las ofreciera amorosamente a mi divino esposo en unión con las suyas para ablandar los corazones de los pecadores empedernidos.

    De no conocer la bondad de mi esposo, habría quedado atónita al ver que la multitud de mis pecados no le impidió verter su corazón en mí y sobre mí; que me atrajera a si y que un peso sagrado me sumergiera en el abismo de su divino amor. En medio de un contento indecible, me veía como la Ciudad de Dios regada por un río impetuoso que me alegraba; y que era yo el tabernáculo del Señor santificado por sus méritos y por su santidad esencial, la cual me decía que yo era su esposa ataviada con los adornos de su justicia y que cubriría los defectos y la desnudez de su amada con sus propias virtudes.

    Hubo un combate entre mi divino Salvador y mi alma, pues él se complacía en darme con largueza. Yo, al recibir, quise expresar mi agradecimiento. Deseando que estas aguas de gracia se remontaran hasta la fuente de la cual brotaban, y llevada por ellas, subía hasta mi amor para vivir en él, por él y para él. Mientras duraban estas caricias y las profusiones de sus torrentes de amor, percibía yo claramente mi abyección y bajeza, confesando que jamás había existido criatura más indigna que yo de los favores divinos, o que hubiera hecho menos buenas obras. Me parecía haber ofendido más que todas las otras criaturas a esta bondad; y viendo que sobrenadaba en gracias tan exquisitas, me sentía más confusa de lo que puedo expresar.

    Me dirigí entonces a la Virgen madre del amor santo y hermoso como a la única inocente y singularmente llena de gracia y de gloria, a la que mediante una confianza filial, más bien infantil, llamaba mi buena mamá, diciéndole que, ya que Dios se complacía en llenar lo vacío, [218] le suplicaba que, mediante sus favores, mi vacío y mi nada fueran colmados por la divinidad de su hijo y que se dignara vaciarme de todo lo que disgustaba a Dios para que él mismo me llenara.

    Contemplé al amor divino que obró el inefable misterio de la Encarnación en el seno de la Virgen, y cómo este amor excesivo hizo descender al mismo Verbo Encarnado hasta las partes inferiores de la tierra para buscar allí a mi alma y llevarla en su corazón hasta el seno de su madre; y una vez ahí, junto con el corazón de esta misma madre, introducir el mío al seno de su Padre en compañía de estos dos incomparables corazones.

    Me comunicó, por último, lo que no puedo expresar, que la Virgen vio y conoció perfectamente. Me reconocí y confesé por siempre esclava de esta reina de amor, ofreciéndole como tributo de amor a todas las criaturas y todo lo que es voluntad de Dios. Le ofrendé también todos los favores que le concedió su querido hijo, que es mi todo, el cual me ha sido dado por el Padre de las misericordias para que sea para mí todas las cosas y, mediante ellas, por lo que ambos tienen de común e indiviso, me una, corazón a corazón, a este hijo de los corazones, de los que él es rey.

 Capítulo 25 - Se me apareció san Joaquín llevando en brazos al Salvador crucificado, que le pertenece por ser su cuerpo sagrado sustancia de Joaquín, padre de la Virgen madre del Salvador.

    [219] El 5 de abril de 1633, día en que se celebra la fiesta de san Joaquín, al que profeso una particular devoción junto con Santa Ana, cuyas oraciones me han favorecido. Por ser hija adoptiva de esta abuela del Verbo Encarnado, me sentí también hija de san Joaquín y hermana de Nuestra Señora.

    Durante algún tiempo me detuve en esta consideración, en la que vi a mi divino Salvador quebrantado y sostenido por un hombre venerable, vestido a la usanza judía. Se me dijo que era san Joaquín, el cual, después de la Virgen, tenía más derecho sobre el cuerpo del Salvador que todos los padres de la antigüedad, el cual fue dignamente instruido con grandes gracias que recibió en virtud de la elección que Dios hizo de él para que fuera padre de la Virgen y de su Hijo.

    Comprendí que engendró a esta misma Virgen sin mancha ni rastro de pecado original mediante un privilegio singular, y que ella recibió favores singulares; que siendo el origen del cuerpo de la Virgen, de la cual el Espíritu Santo formó el cuerpo del Salvador, Joaquín hubiera podido decir: He aquí la carne de mi carne, hueso de mis huesos; esta joven convertida en madre del único Hijo de Dios es mi carne, de la que nació Jesús. El Salvador y yo somos uno. El es mi hijo y mi heredad; la heredad de mi salvación.

    Gran Patriarca, ¡cuan grande es tu gloria; cuan afortunado tu destino! La belleza que posees en aquel que es el más bello de los hombres no tiene comparación: es divina y humana. Tu florido lecho es de cedro, la corrupción no se atrevió a acercársele ni permitió Dios que la vislumbraras. Santa Ana y tú se unieron por voluntad del Espíritu Santo, y vuestra unión fue santa. La hija aún más santa que recibió su ser de ambos, y el hijo santísimo que ella concibió, es el Hijo del Altísimo, que se complacer en llamarse hijo del hombre. Se le considerar hijo [220] de san José, pero ser en realidad hijo de san Joaquín, el cual engendró a María de su propia sustancia, por lo que puede afirmarse que antes de su resurrección final resucitó en él y con él y que en su carne vio a su Redentor vivo con la vida de Dios y la vida humana. Es éste el mismo hombre que nació de María y sufrió la muerte por todos los hombres, convirtiéndose así en su Redentor. Estos mismos hombres deberían bendecir el día en que san Joaquín engendró a la Virgen y aquel en que Santa Ana la dio a luz.

    ¿Quién podrá describir dignamente la excelencia de esta generación? Los ángeles la admiran, proclamándola inmaculada gracias a la diestra del Altísimo, que santificó su tabernáculo desde antes de la aurora con su presencia favorable. Que los doctores y toda clase de personas creadas pongan en tela de juicio esta concepción; si no hablan dignamente de ella, el Altísimo se reirá de ellos. El está en medio de sus corazones para confirmar la gracia que comunicó a aquella que es el tabernáculo de su Hijo, que es abundantísima: El río alegra la ciudad de Dios, santísimo tabernáculo del Altísimo: Dios la socorrerá al despuntar la aurora (Sal_45_5).

    El Señor fue refugio y fortaleza de san Joaquín y Santa Ana en las tribulaciones que tuvieron que sufrir durante el tiempo de esterilidad que los convirtió en desecho de los hombres. El poder de Dios, que los había elegido, los consideraba abuelos de su Hijo, por lo podían decir: El Señor de los ejércitos está con nosotros, nuestro baluarte es el Dios de Jacob (Sal_45_8). El Señor fuerte está con nosotros, nos ha unido a él y se ha aliado con nosotros al dar su hipóstasis a una parte de la carne de nuestra hija, la cual es, al mismo tiempo, hija de gracia y de naturaleza según el eterno designio que Dios ha tenido de eximirla de todo pecado. Como Dios de Jacob, abatió y superó todo lo que se atrevió a presentarse para causarle daño. ¡Que todos los ángeles del empíreo salgan para venir a ver la obra del Señor, que es un prodigio sobre la tierra: la Virgen que ha nacido de Joaquín y Ana!

    San Ignacio alabó dignamente a María, llamándola prodigio celestial sobre la tierra, pues es madre del Salvador, que es la tierra sublimada, el cual se sometió a esta madre Virgen como un hijo a su madre, por cuya causa rompió y redujo a pedazos el arco y todas las demás armas, quemando los escudos porque jamás ofreció resistencia a la gracia: es toda santa y toda pura. El quiso que todos los hombres y los ángeles contemplaran y supieran, en el juicio, de qué manera ha elevado a María, y con cuanta grandeza levantó [221] a san Joaquín, a quien podemos decir: Mas tú habitas en el Santuario, ¡gloria de Israel! En ti esperaron nuestros padres, esperaron, y los libraste; a ti clamaron, y fueron salvos; en ti confiaron, y no se avergonzaron (Sal_21_4s).

    San Joaquín fue ensalzado en Jesucristo, el Santo de los santos, que es su hijo. El es la gloria y la alabanza de Israel, que ha esperado en él; al disponerse a morir, adoró el extremo de la vara; al retirar sus pies, dijo que esperaría en el sepulcro y en el limbo a su salvador. San Joaquín debía ser la preparación más próxima, como su nombre lo indica.

    San Joaquín pudo dirigirme estas palabras del Rey-Profeta: Mas yo soy gusano y no hombre, el oprobio de los hombres y el desprecio de la plebe (Sal_21_7). Los que me vieron despreciado del sumo sacerdote cuando recibía mi ofrenda, rehusándola porque Ana no había recibido la bendición, se burlaron de ella y de mí, lo cual me obligó a retirarme a las montañas entre los pastores y a practicar una gran humildad. Los dos nos abajábamos delante del Altísimo, y esto atrajo al Verbo y al Santo Espíritu, los cuales se complacen con los humildes y sencillos de corazón.

    Dios no sólo preparó a san Joaquín para ver su zarza ardiente en figura, sino a producirla de su propia sustancia, por ser la Virgen la realidad de lo que contempló Moisés. San Joaquín no dio a los hombres la ley escrita sobre una piedra, sino a la madre del Señor de la ley, que debía ser la piedra angular en medio de la cual está escrita la ley del amor, el cual, al venir al mundo, se ofreció a su Padre eterno en sacrificio de justicia para rescatar a los hombres.

    Al hacerse niño y estar sujeto a una mujer que era hija de Joaquín, se puso bajo la ley para librar a los hombres de la ley del rigor, estableciendo la de la gracia, que es admirable y que recibe su eficacia del sacrificio del Salvador. Es éste un gran sacramento que contiene la sustancia de la hija de san Joaquín, sustancia que se apoya en la hipóstasis del Verbo, que es la figura de la sustancia del Padre, el cual, teniendo la forma de Dios, y para hacerse hijo de Joaquín en las entrañas de María, quiso tomar la forma de siervo, convirtiéndose en verdadero hijo del hombre, hijo de san Joaquín y Ana por María, en cuyo seno ofreció el sacrificio en calidad de hombre, para recibirlo en calidad de Dios.

    Fue pastor y cordero, sacrificio y sacrificador, holocausto perfecto sobre el altar admirable del seno virginal que san Joaquín dio al cielo y a la tierra para redención de los hombres y en olor de suavidad a Dios, quien lo recibió con una complacencia mil veces mayor que el de No‚ después del diluvio que lavó la tierra infectada por los crímenes de la carne, que había corrompido sus caminos.

    Al concebir a su hija, Joaquín y [222] Ana la engendraron sin la maldición del pecado, que David lamenta en la suya, que fue semejante a la de todos los hijos de Adán: Mira que en culpa nací, y que en pecado me concibió mi madre (Sal_50_7). Salomón, iluminado por la sabiduría, vio en espíritu la que obraron san Joaquín y Santa Ana y exclamó: ¡Cuan bella y radiante es la generación casta! Inmortal es su memoria, y en honor delante de Dios (Sb_4_1). Generación hermosísima a los ojos de Dios, que la bendice con toda bendición divina y humana y preserva a la Virgen para ser madre de su Hijo e hijo del hombre, que fue, aún más que David, según su corazón, porque siempre hizo su voluntad. La Virgen por un derecho especial, presentó al Padre eterno al niño divino y humano quebrantado por su gloria y la salvación de los hombres.

    Si Abraham contempló el nacimiento del Salvador y se regocijó en él; si David vio en espíritu los sufrimientos del mismo Salvador y si Isaías los describió como si hubiera sido uno de los evangelistas, ¿Cómo no pensar que san Joaquín tuvo conocimientos que no han llegado hasta nosotros, semejantes a las revelaciones que tuvo san José, respecto a este hijo, con el que era uno por medio de su propia sustancia, pero que pertenecía al otro por el derecho que le confería el matrimonio sobre el cuerpo de la Virgen?

    Si Jacob sufrió un dolor indecible al ver la túnica ensangrentada de su hijo José, ¿Qué sufrimientos no habría experimentado san Joaquín, si aún viviera, al contemplar con sus ojos al Salvador desgarrado y clavado en la cruz? san Simeón, después de encontrarse con este niño, que debía ser la ruina de los malvados y la resurrección de los buenos, y a cuya muerte la Virgen sería traspasada por la espada del dolor, pidió salir de esta vida según la voluntad del Espíritu Santo.

    San Joaquín no debía ser, en esto, más que san José. No era necesario que tres hombres murieran por todo el pueblo. La justicia de Dios sólo quería uno, que fue Jesucristo, Hijo del Padre eterno y de san Joaquín, que murió en el Calvario. San Joaquín que vio declinar su vida cuando Jesús era todavía un mortal. Le hubiera sido imposible seguir viviendo después de contemplar a su hijo destrozado y clavado a la cruz en que murió por nosotros.

 Capítulo 26 - Dos consumaciones en las que el alma estuvo perfectamente unida a su fin y centro que es Dios, no poseyendo sino a este soberano Ser y teniendo en nada todo lo que no es Dios.

    [223] Al prepararme con gran deseo a recibir la santa comunión, mi divino Esposo Jesucristo me dijo que yo era su litera, semejante a la que Salomón se mandó hacer: Ved la litera de Salomón (Ct_3_7); que los peldaños o gradas de púrpura eran mi lengua y mis labios; las columnas de plata mis dientes y mi garganta, y el centro adornado de caridad su interior tapizado de amor (Ct_3_10), era mi corazón, al que había abrasado con el fuego de la caridad, y que él mismo era la caridad viva que lo llenaba para las hijas de Jerusalén; que los ángeles y los bienaventurados se alegran con mis comuniones tanto cuanto su gloria accidental aumenta con ellas, y que este Dios del todo bueno concede muchas gracias a aquellos por los que pido, a quienes aplico los méritos de mi Salvador ya que llevo en mí todos los tesoros del Padre eterno, cuya inclinación conozco: él da sin agotar jamás su abundancia, complaciéndose más en dar que en recibir. Me decía que, con amorosa confianza, distribuyera sus bienes a todas las criaturas que fueran capaces de recibirlos.

    Al acercarme a la santa comunión con esta amorosa confianza, recibí a este divino esposo mío, que deseaba conducirme al reclinatorio de oro y a lo más íntimo de su corazón divino, ordenándome cerrar la puerta a las vírgenes necias que son los sentidos, por temor a que perturbaran nuestra felicidad; mejor dicho, él mismo la cerró. De inmediato fui elevada por una suspensión de todas mis potencias durante dos horas. El Verbo me iluminó con una luz nueva y sobrenatural y escuché estas palabras: De toda perfección vi que había límite (Sal_119_46).

    [224] Comprendí que mi divino esposo me llamaba a una doble consumación que quería obrar en mí mediante su poderosísima sabiduría y amorosa bondad. La primera consumación consistió en un despojo total y universal, que es el entero desprendimiento de mí misma y de todas las criaturas, de tal manera, que repentinamente me encontré sin tener ni poder tener afecto alguno hacia mí o hacia cualquier otra criatura, por no vislumbrar en mí perfección o cualidad alguna; únicamente la nada o un ser sin apoyo, sin subsistencia, desfalleciente y perdiéndose y consumiéndose en la nada. Todas las criaturas me parecían infinitamente más pequeñas que un punto sin adorno, sin atavío, sin perfección.

    Es imposible que, ante semejante panorama, el alma se aficione o ame a criatura alguna, pues no descubre en ninguna perfecciones o cualidades que la atraigan; sólo una nada que en nada es amable, a la que el alma que la perciba claramente jamás se aficionar, pues lo único que hay de amable es el bien y la belleza. Nada de bello y de bueno existe en el ser que se encuentra en la nada, y el no ser en el que se pierde. Junto con el ser se pierde todo lo que podría atraer el afecto de la voluntad. No es, pues, de maravillar si, en semejante estado se encuentra el alma en una desnudez total, que es consumación y pérdida de si misma.

    Mi segunda consumación fue de perfección y persistencia, pues en el mismo instante vi la esencia divina como la plenitud del ser. Contemplé un ser soberano y perfectísimo, subsistente en sí mismo, origen, principio, medio, fin y apoyo de todo ser creado. No vi a las tres personas distintas, pero si la esencia divina como origen y fuente de todo ser, que está y existe en Dios, de Dios y es Dios mismo.

    Vi cómo en la plenitud del ser, o de la divina esencia, tenía mi propio ser, vida y movimiento. Mi ser brotaba de esta fuente, no subsistiendo ni persistiendo sino en el apoyo de este gran ser de otro modo, desfallecería y se perdería en su nada. Vi en él mi vida natural operando sólo en virtud de este ser soberano, y no viviendo sino de la vida emanente de dicha esencia. Contemplé en él mi vida sobrenatural de la gracia y sus perfecciones, y cómo poseía mi libertad para rehusar o recibir la vida de la gracia y los dones sobrenaturales que Dios me comunicaba.

    También me pareció que todas las criaturas estaban [225] en este ser como en su origen, en su idea, en su apoyo, en su subsistencia y en su causa total. Conocí cómo Dios comunicaba su ser; no como el mismo persistente infinito, independiente y esencial que es en si mismo, sino como un rayo y emanación que sólo subsiste mientras y en tanto que está adherido al ser soberano y persistente del que sólo es un reflejo. Vi en esta plenitud del ser cómo Dios llenaba mi nada con su ser: él mismo y sus perfecciones de naturaleza y de gracia. Percibí de qué manera Dios estaba en mí y yo en Dios, recibiendo un ser persistente, perfecto y consumado. Vi que el ser de Dios era luz, y que yo me transformaba en luz y en día por participación.

    Escuché estas palabras: Mientras alumbre el sol permanecerá su nombre (Sal_72_17). Por el orden que el Verbo de amor ponía en mi alma, el día de su luz perseveraba en ella. Toda mi perfección y consumación procedían de él, por él y en él; y así como dije antes que el alma divinamente iluminada no puede amar la nada de las criaturas, en la misma proporción siente una inclinación y un divino atractivo para amar a este ser soberanamente amable, en el que percibe todo bien y toda plenitud esencial. En esta plenitud ve cómo se sumerge en Dios, protegida y apoyada por el Verbo, el cual, mediante su palabra, lleva en si toda virtud divina, humana y angélica.

    Me veía subsistiendo y persistiendo en Dios como en mi ser, en mi origen, en mi medio y en mi fin. Contemplaba en mi interior a este Dios divinamente amoroso, como el ser amabilísimo que colmaba mi nada, el cual me perfeccionaba y sostenía con su poderosa diestra. Yo abrazaba con todos mis afectos y todo movimiento de mi libertad amorosa a este ser soberano, del que a mi vez era divinamente abrazada y acariciada.

    Por si consigo alcanzarlo, habiendo sido yo mismo alcanzado por Cristo Jesús, dice el apóstol san Pablo (Flp_3_12). Este divino apóstol se explica de algún modo a través de estas palabras y de las que siguen: Yo, hermanos, no creo haberlo alcanzado todavía (Flp_3_13). [226] Cuando digo que yo abrazaba a este Dios del que a mi vez era abrazada, no quise decir que abarcara yo su inmensidad, sino que abrazaba su bondad tanto cuanto ella me hacía capaz de hacerlo. Por ser indivisible esta esencia, la abarcaba entera; pero por ser inmensa, no podía abrazarla en su totalidad. Un niño pequeño puede ser totalmente abrazado de su buena madre, la cual lo abraza como puede. El, no teniendo los brazos suficientemente grandes para abarcar el cuerpo de su madre, rodea su cuello por ser proporcionado a sus bracitos, contentando así a su madre. De modo similar, Dios muestra una satisfacción indecible al alma que lo estrecha según la gracia, el poder y la inclinación de la libertad que Dios le ha dado, y que recibe de ella admitiéndola en su interior para ser su todo. De esta manera, encuentra ella en él todo su bien y nada fuera de él. El alma se olvida de si misma voluntariamente junto con todo lo que la ocupaba antes de conocer a este bien soberano, diciendo con el mismo apóstol: Mi única mira es, olvidando las cosas de atrás, y atendiendo sólo y mirando las de adelante, ir corriendo hacia la meta, para ganar el premio a que Dios llama desde lo alto en Cristo Jesús. Pensemos, pues, así todos los que somos perfectos (Flp_3_13s).

    El alma sabía que todo se debía a los méritos de Jesucristo, y que por su amor había sido elevada al gozo del bien adorable que la atraía, mediante su suavísimo atractivo, a no amar sino a Dios, que es amorosamente amable y que la hace rebosar de él.

    Al encontrarme en esta divina posesión, no tenía ni deseaba tener otra unión ni adhesión que Dios mismo, ni otro afecto que el suyo, olvidándome de todas las cosas cualesquiera que ellas fuesen. No consideraba nada digno de amarse en las criaturas, de no ser el grado en que estuvieran llenas del ser de Dios, que les ha comunicado en su bondad. A pesar de esto, era bien consciente de que poseía mi libertad, y que, absolutamente hablando, Dios me dejaba libre para rehusar o aceptar sus favores, de amarlo o dejar de amarlo, de desdeñar la vida y el ser sobrenatural que él me daba, y que su amor no era una imposición.

    Amaba libremente y aceptaba de buen grado estas gracias, sabiendo que Dios era mi principio, mi centro y mi fin. [227] Lo amaba con el amor que él me daba. No podía amar cosa alguna fuera de él, ni ser atraída por el amor a las criaturas, porque no veía en ellas sino nada. Mi espíritu y mi corazón estaban adheridos a este objeto en el que tenía todo mi ser, todo mi apoyo y toda mi perfección, aunque la libertad que experimentaba en este amor y adhesión a Dios radicaba propiamente en el hecho de no tener que hacerme violencia alguna, y que Dios me dejaba el poder de optar y el de aficionarme a algunas otras cosas, así como el de sustraerme a la afluencia de gracias que recibía. Esto jamás lo hará el alma que se encuentre en este estado, por no encontrar en si misma ni en el resto de las criaturas cosa alguna que pueda contentarla o atraerla. En una palabra, esta libertad es un mero poder físico, pero no moral, pues hablando en sentido moral, el alma que goza de esta alegría no puede, sin odiar su bien, alejarse de Dios, en quien encuentra toda su dicha, y al que tiende infaliblemente con toda su inclinación amorosa. Su amor es su peso.

    Fue tal la claridad que me comunicó mi divino sol, y tan abundante la plenitud de luz en que me sumergió, que todo que digo me parece extremadamente alejado de lo que vi y conocí de manera tan eminente como inexplicable. Cuando digo que contemplé la esencia de Dios, quise decir que la vi tan claramente como plugo a Dios hacerla ver y conocer a un alma peregrina en este mundo, y que sigue unida a su cuerpo mortal, de modo transitorio.

    Se me podría preguntar por qué razón no contemplo a las tres personas si percibo su esencia. Yo respondería que Dios es un espejo voluntario y libérrimo; que aún no estoy en el empíreo, donde los bienaventurados contemplan la unidad en esencia de la Trinidad de personas a la luz de la gloria, y que Moisés no vio a la Trinidad a pesar de que nos dice la Escritura que hablaba con Dios cara a cara, como un amigo con su amigo. Para Dios es muy fácil dejar ver su esencia sin mostrar la distinción de los soportes, así como no encontró dificultad en que la segunda persona se haya encarnado y no la primera o la tercera, las cuales la acompañaron por concomitancia y secuencia necesaria. [228] Por ser indivisible su divina naturaleza, son inseparables; se encuentran la una dentro de la otra por circumincesión, por su inmanente penetración y porque, como dijo el arcángel Gabriel a la Santa Virgen, nada es imposible para Dios, que es todopoderoso.

    El hizo todo lo que quiso en el cielo, en la tierra y en todas partes. Todos los bienaventurados contemplan en su integridad la esencia divina porque es simple e indivisible, pero ni todos ellos congregados pueden verla en su totalidad porque es inmensa. Los habitantes del cielo poseen diversos grados de gloria, así como lo fueron en niveles de gracia. San Pablo nos describe esta diferencia diciendo: Una es la claridad del sol, otra la claridad de la luna, y otra la claridad de las estrellas, y aun hay diferencia en la claridad entre estrella y estrella (1Co_15_41).

    La visión que se complació este amoroso Dios en comunicarme, elevando mi espíritu sobre todo lo creado, fue tan augusta y eminente, que mi entendimiento pareció transformarse en la claridad de su espíritu, experimentando estas palabras del mismo san Pablo: Porque el Señor es Espíritu, y donde está el espíritu del Señor, allí hay libertad. Y así es que todos nosotros, contemplando a cara descubierta como en un espejo la gloria del Señor, somos transformados de claridad en claridad por el Espíritu del Señor (2Cor_3_17s).

    Después de iluminar mi entendimiento, este claro conocimiento abrasó mi voluntad con una llama ardentísima; admiraba y amaba las divinas perfecciones de este Dios que me favorecía comunicándome sus claridades. Veía cómo todas las luces creadas se eclipsaban en presencia de esta luz increada, y cómo toda la belleza de las criaturas se desvanecía delante de esta soberana hermosura, que posee su ser y subsistencia de ella misma, por ella misma y en ella misma. Estas visiones producían en mí un amor muy ardiente, depurado y unificante con la divina belleza que con tanta bondad se dejaba ver, uniéndose con aquella que podía recibir estos ardores y esplendores, aunque sin poder expresarlos.

    Es ésta la unión soberana y la más afortunada que el alma tiene con Dios, exceptuando la de la gloria, ya que se une a Dios sin la mediación de las criaturas. Es una admirable deificación o transformación del alma en Dios, [229] la cual sólo conocen las almas que gozan de ella por un privilegio especialísimo. Estas almas son muy pocas en número, ya que este favor requiere la desnudez del alma y el desasimiento de todo lo creado. Es un anonadamiento muy íntimo del alma que es favorecida por el divino amor. Señor, líbrame de los hombres; de los hombres, cuya riqueza es esta vida, y cuyo vientre hinchas de tus tesoros (Sal_17_22).

    Señor, tú te complaces en colmar de bondades interiores a un reducido número de almas que son pequeñas a sus propios ojos y a la vista de los hombres. Estas almas saborean en el camino de esta vida las dulzuras de la gloria a la manera de quienes viven todavía en el mundo. Mediante estos preceptos, sus corazones son colmados de deleites sagrados y del maná escondido. Estas almas felizmente sumergidas en ti, donde se encuentran en su centro, se ven vacías de todo; al renunciar a permanecer en ellas mismas, se introducen en Dios, en el que se consuma su matrimonio con este Dios de amor. Escuché, al respecto, estas palabras del apóstol: Gran misterio es éste, lo digo respecto a Cristo y la Iglesia (Ef_5_32), por cuyo medio comprendí la unión soberana de Jesucristo con su iglesia.

    Escuché que el alma es toda de Dios y está toda en él, recibiendo su ser, su vida y movimiento en la interioridad de Dios. El está en ella por bondad inefable para acariciarla y apoyarla, dándole y comunicándole sus divinas perfecciones y la persistencia en este mismo ser. Mientras que ella se encuentra en este estado de gozo, no puede aficionarse a nadie sino a Dios, viendo y encontrando fuera de él solamente la nada, que no puede invitar a ser amada.

    Mi divino esposo me hizo ver esta sagrada pérdida como muy venturosa, y felicísimo este retorno del alma al interior de Dios, que es su principio y su fin. El divino enamorado me aclaró y explicó estas maravillas con unas palabras de David: Se inflamó su corazón y mis entrañas se conmovieron; he sido reducido a la nada y no lo sabía. Porque en este anonadamiento del alma sólo resta una llama que es como la quintaesencia, llama que ha consumido, al parecer, todo el ser material; [230] llama que sólo vive y subsiste en Dios, que la conserva para ser divinamente amado por el amor purísimo de su amada. Por esta razón, el profeta añade que los reinos han sido transformados, pues estos afectos terrenales, materiales y groseros que siguen a los objetos creados a los que se apegan, han sido cambiados en afectos divinos. Aquellos desfallecieron ante esta llama que impulsa enteramente al alma hacia Dios. Por eso continúa diciendo: He sido reducido a la nada y no lo sabía.

    Este es el anonadamiento del alma que se pierde en Dios, pero no mediante una identidad del ser, o por una confusión y mezcla con el ser infinito de Dios, sino porque ella ve que su ser se pierde en la nada y sólo subsiste en el de Dios. Al contemplarse a si misma, se ve sin apoyo ni soporte, a semejanza de la humanidad del Verbo. Aunque dicha humanidad tenga su existencia y su ser distintos de los del Verbo, sólo subsiste en el Verbo y por el Verbo. Si se considera a si misma, se ve sin apoyo o soporte propio, dándose cuenta de que dejaría de existir si Dios no obrara la maravilla de apoyarla de esta suerte. Habiéndola privado de sustentáculo o subsistencia creada, él la sostiene con su fuerza, dándole seguridad él mismo por medio de un concurso extraordinario, lo cual sería decir que esta humanidad subsiste únicamente en lo que ha recibido de él, y, haciendo a un lado lo que recibe del Verbo, no podría obrar ni actuar.

    El alma que se encuentra en esta suspensión tan alta ve que su ser subsiste en Dios y que, por ella misma, se va perdiendo y consumiendo; y que toda su perfección está en aquel que le ha dado su ser y le concede la persistencia. Esto mismo se aplica a las especies sacramentales, pues al perder su ser el pan que las sostiene, se encuentran sin apoyo, y si no fuese porque tienen un ser distinto de su materia de pan, perderían este ser si no fuera conservado por una mano todopoderosa que suple la falta de la materia del pan. He aquí la nada a la que el alma se ve reducida, considerándose en si misma mediante esta visión. Ella no ve sino un ser desfalleciente que se pierde en la nada, por lo que exclama con el rey profeta: Estoy reducido a la nada y no lo sabía.

    [231] Es éste un gran secreto, pues la nada no puede ser conocida. Es tan sutil, que se eclipsa aun de los ojos del alma, de donde se sigue que, aunque nosotros estemos siempre en esta nada, no podemos verla. Dios, empero, da una especie de cuerpo a esta nada, haciéndola al parecer material y cognoscible al alma a la que eleva de la manera antes mencionada: Como un jumento fui delante de ti. Mas yo estar‚ siempre contigo (Sal_72_22). En esto ella ve que el divino amor se descarga sobre ella, sin que tenga que hacer otra cosa que recibir esta dulce carga de sus divinas liberalidades, dejándose conducir como un asno o un caballo por su escudero. Jamás desea abandonar a Dios, en el que ella se encuentra y se ve subsistir, lo cual se expresa con más claridad en el versículo siguiente: Tomaste mi mano derecha (Sal_72_23). Dios la sostiene y la apoya. Es un grandísimo favor el que Dios se digne ser el apoyo del alma.

    ¡Oh grandeza de la divina caridad! El Salvador, el mismo Verbo Encarnado, quiere conducir a esta alma en el día de su triunfo así como Amán condujo a Mardoqueo para realzar su gloria delante de toda su corte, diciendo a todos los príncipes: Así se honra al que el rey quiere honrar (Est_6_9).

    El sostiene la mano derecha de su amada, conduciéndola hasta el conocimiento de su esplendor y al interior de sus bondades. Con humilde reconocimiento, ella le dice: Tomaste mi mano derecha; con tu consejo me guiarás, y me recibirás al fin en la gloria (Sal_72_23s). El le revela, mediante un claro conocimiento la nada de su ser, y cómo su caridad la apoya y la recibe en su intimidad mediante un sagrado retorno y a través de delicias inefables. El alma que regresa a Dios, su principio, se vuelve toda gloriosa, participando en la gloria de aquel que la colma de alegría al entrar en ella para recibirla en él. Al captar esto, exclama ella: y me recibirás al fin en la gloria. Por estar inundada de esta gloria, no es de sorprender que se encuentre despojada de todas las criaturas y del afecto hacia ellas, no encontrando cosa alguna, ni en el cielo ni en la tierra, por grande y sublime que parezca, que pueda atraer y retener su corazón.

    Esta alma generosa y santamente gloriosa se dirige con admirable impetuosidad a su divino esposo diciéndole: ¿Quién hay para mi fuera de ti en el cielo?, y si contigo estoy, no me deleita la tierra (Sal_72_25). [232] Su amor ardiente la hace caer en un admirable y amabilísimo desfallecimiento. La naturaleza, representada por el cuerpo y la carne, comienza a flaquear: como el corazón languidece de amor, late precipitadamente en aquel que causa (esos latidos), llegando hasta parecer que deja de latir, pues carece de fuerza suficiente para aportar el calor y energía necesarios al resto del cuerpo. La esposa llega a sentir que se desvanece, diciendo por ello: Desfallecen mi carne y mi corazón, ¡Roca de mi corazón, y mi parcela Dios para siempre! (Sal_72_26). Dios ocupa todo este corazón que no pide participación alguna ni heredad fuera de Dios, así como tampoco posee cosa alguna que no sea Dios, descubriendo sólo el vacío fuera él.

    Todo lo contrario sucede a los que se alejan de Dios, ya que al no apoyarse más en él, se pierden. Como su ser carece de subsistencia, por haberse alejado de aquel que es el único que puede ofrecérsela, él pierde a todos aquellos que se retiran de él por el pecado y dirigen sus afectos a otra parte. No los pierde por afirmación, exterminándolos en su ser, que sólo les permite ver en los infiernos, sino por negación, dejando de comunicarse con ellos por la gracia, como lo hace con las almas que permanecen en la caridad, a las que él mismo sirve de soporte. Estos desventurados, al salir de su ser, de su principio, de su centro y de su fin, se quedan sin apoyo ni sostén por haberse alejado de Dios: Pues los que se apartan de ti, perecerán, pierdes a todos los que, dejándote, adulteran (Sal_72_27).

    David añade con toda razón que es bueno adherirse soberanamente a Dios; adhesión que lleva el alma a poner toda su esperanza en Dios, ya que sólo en él puede subsistir. Mas para mí, bueno es estar cerca de Dios, poner en el Señor Dios mi refugio (Sal_72_28). Esperanza que el alma deposita en Dios su Señor y en Jesucristo su esposo, gracias a cuyo favor puede llevar a cabo esta soberana adhesión y unión tan estrecha, el cual desea que ella anuncie sus maravillas y enseñanzas a las a puertas de la hija de Sión, a las almas que están en su iglesia, que es su (nueva) Sión. Para que anuncie todos tus loores en las puertas de la hija de Sión (Sal_72_28). Porque el alma, al volver de este exceso, del que jamás quisiera salir, por haberse perdido felizmente una vez, no querrá volver a encontrarse. Contar entonces las maravillas de la bondad de Dios, de las que la colmó por su pura misericordia y no [233] por sus méritos, exclamando con el amigo de Job: Pues estoy lleno de conceptos, y no caben ya en mi pecho (Jb_32_20).

    Si, al volver a sus sentidos, esta alma toda espíritu y llena de las delicias celestiales, encontrara en la tierra otros espíritus capaces y voluntariamente dispuestos a escuchar las maravillas que contempló durante estas elevaciones admirables, les contaría sus sublimes conocimientos; y si no pudiera hacérselos comprender, las exhortaría a no blasfemar de lo que no entienden y a conocer que Dios comunica estas gracias admirables como y a quien le place. Por eso dice a cada uno de ellos: y así no verás en mí cosa maravillosa que te espante; ni te será molesta mi elocuencia (Jb_33_7).

    Que la maravilla que la bondad me ha concedido no te asuste ni extravíe tu espíritu al no poder comprenderlo. Que mi elocuencia no te oprima. Te ruego que, al compartir contigo las luces que la sabiduría me ha infundido en estas sublimes suspensiones, no sea yo una carga para ti con mis elocuentes discursos. Si pluguiera a este Dios, que te ha formado de la misma materia que a mí, y que te ha dado un alma sacada de la nada como la mía, sabrías por experiencia que digo muy poco de lo que él me ha enseñado. He aquí que abro mi boca; formar la lengua palabras en mi garganta (Jb_33_4). Saboreo esta dulzura que la sabiduría me ha infundido aunque no puedo infundirla en ti según los deseos de mi corazón, que ama la sencillez: Mis discursos saldrán de un corazón sencillo, y mis labios proferirán sentimientos de verdad (Jb_33_3).

    Lo que te he dicho es lo mismo que aquél que es un Dios simplísimo y un puro acto sin añadidura me ha enseñado. Son sus propias palabras, las cuales son expresiones purísimas, que purifican mis labios como el carbón del serafín purificó los de Isaías, el profeta evangélico que se consideraba infortunado por haber callado y por convivir con un pueblo que estaba corrompido por las acciones y palabras que disgustaban al Dios de la pureza, el cual eligió a este profeta para anunciar su admirable Encarnación, que debía realizarse por obra del Espíritu Santo en las entrañas de la Virgen más pura que el Sol. Este mismo Espíritu, que efectuó esta operación admirable, es aquel que, con el Padre y el Hijo, te ha creado como a mí: El espíritu de Dios me creó, y el soplo del Omnipotente me dio la vida (Jb_33_4).

    Habiéndome hecho, me dio la vida con su soplo divino. Es todopoderoso [234] y todo bueno; la bondad, que es de suyo comunicativa; me ha comunicado sus insignes favores, que son luces comunicantes. Si puedes resistir a ellas cuando te las expongo, hazlo.

    Respóndeme, si puedes; y opón tus razones a las mías (Jb_33_5). Si no puedes hacerlo, adora a este Dios que hace disertar las bocas de los niños, y que se complace en revelar sus secretos a los pequeños y a los sencillos, ocultándolos en tanto a los grandes, a los sabios y a los prudentes del mundo. Honra lo que no puedas comprender y no te escandalices por ello. Y así no verás en mí cosa maravillosa que te espante; ni te ser molesta mi elocuencia (Jb_33_7).

    Trata de despojarte de todos los afectos que no son de Dios ni para Dios. Recibe las gracias que él quiere concederte haciendo buenas obras, si en la tierra no has alcanzado la vida contemplativa. En el cielo gozarás de la unitiva, y poseerás la gloria según la medida de la gracia. Amen. J. de Matel

Capítulo 27 - Bondad de Dios hacia todas las criaturas. Ella conserva el ser a los demonios y a los condenados, que la odian obstinadamente. Mi alma deseaba sufrir sus penas a fin de que reconocieran esta bondad. 8 de abril de 1633.

    [235] Al detenerme en la consideración de la bondad de Dios, que se difunde en todas las criaturas, visité el universo entero en compañía de mi amado, el cual me condujo hasta los infiernos para hacerme ver en ellos los rasgos de su bondad y las muestras de su dulzura en medio de los rigores de su justicia. Vi las llamas de su amor en el centro de los braseros de su venganza, dejando al demonio el ser natural, sin aplicar a estos revoltosos toda la severidad que podría emplear.

    Me hizo saber que así cumplía el oráculo de Isaías: ...ni apagar el pabilo que aún humea (Is_42_3). Comprendí que los demonios son tizones humeantes que el Salvador no extingue. Tampoco destruye su ser mediante una aniquilación o exterminio, aun cuando estos obstinados persistan en su rabia. Por este humo hediondo debe entenderse la cólera y la furia que han concebido y conciben contra el Verbo Encarnado, el cual, no obstante, los sufre y los sufrir. Cuando se rebelaron en su contra, no quiso combatirlos en persona ni destruirlos del todo. Como no le gusta destruir sus obras, confió a san Miguel la misión de expulsarlos del cielo por resistirse a obedecer sus divinos mandatos.

    [236] Mi alma, arrebatada ante tanta bondad, se sintió impelida a pedirle la confiscación de todos los bienes que en otro tiempo poseyeron estos demonios, es decir, las gracias y favores que había concedido a las almas condenadas. Solicité además todos los méritos que, mediante el ejercicio de buenas obras, habían adquirido durante el tiempo que permanecieron en gracia, rogándole que me los apropiara en vista de que todos estos méritos inútiles para ellos, pues al llegar su fin estaban en pecado mortal. Proseguí diciéndole que si su bondad me concedía todos sus bienes y todas sus gracias, sería para glorificarlo en el tiempo y en la eternidad.

    Después de estas peticiones, le di las gracias por el ser y los otros bienes naturales que poseen estos desventurados, que se niegan a reconocer como beneficios de su bondad, o a rendir voluntariamente el tributo y homenaje debidos a esta Majestad, de la que dependen en todo como tributarios, y que les deja la existencia y el ser por considerarlos esencias espirituales, formas sin materia, y de tal manera obstinados, que son invariables en su esencia.

    Mi alma, llena de amor, deseaba satisfacer por ellos a esta divina Majestad por medio de humildísimas y amorosas acciones de gracias. Me ofrecí como intermediaria en estado de gracia para sufrir [237] todas las penas de los condenados, para satisfacer a su justicia, si esto fuera posible, y, si fuera de su agrado, vaciar el infierno a fin de que lo alabe tan gran número de criaturas que blasfemar contra él por toda la eternidad.

    Mi divino amor me manifestó que estos actos le habían sido agradabilísimos. Me hizo reconocer su bondad hacia los judíos al no haberlos acusado delante de su Padre cuando lo crucificaron, diciéndome que los había disculpado por su ignorancia, rogando por ellos, y que el exceso de su amor lo movió a piedad hacia ellos después de haberles permitido unir su odio con el de las tinieblas para afligirlo, consintiendo en que todas las criaturas tuviesen poder sobre él.

    Este divino enamorado podría parecer insensible y pasar como tal si no fuera la soberana sabiduría y si la locura de Dios no fuera más sabia que la sabiduría del mundo. A imitación de san Pablo, quisiera poseer la santa locura por Jesucristo y reputar en nada la sabiduría y la prudencia que Dios reprueba porque es vana, engañosa y conduce a los infiernos a quienes la siguen. Una vez en estos abismos, sólo tienen ojos y luz para ver sus suplicios, y horror para avistar a sus patrones, es decir, los demonios. No tienen otro sentimiento que el de atormentarse en su horrible desesperación. Desengañados de sus falsas ilusiones, caen en verdaderas confusiones en estas tiniebla exteriores; atadas de pies y manos, no pueden salir de ahí, y así permanecerán por toda la eternidad, incapaces de amar a aquel que los creó y condenó con toda justicia.

    Tendrán arrepentimientos eternos, no de amor, sino de rabia, pues odiarán [238] eternamente a su creador y Redentor, ya que no quisieron aprovechar la abundante redención que él obró por ellos. Verán su extrema locura, rechinando los dientes de furor cuando sus cuerpos malditos se reúnan con sus almas, a causa del pecado que los ha desfigurado y por las llamas que los quemarán en estas mazmorras en las que no reina el orden, sino un eterno desorden.

    Padecerán remordimientos agudísimos que no serán de arrepentimiento por haber ofendido a Dios en su bondad, sino por [238] verse encadenados y atormentados por los demonios a quienes odiarán más de lo que amaron estarles sujetos cuando, voluntariamente y con placer, siguieron sus intenciones y encauzaron sus pensamientos a complacerlos, mofándose de Dios y de sus santos mientras vivieron. Son justamente castigados por sus crímenes. Mientras los santos viven en paz y alegría, sus remordimientos serán sin conversión ni remisión. Comparecerán llenos de espanto por el remordimiento de sus pecados, y sus iniquidades se levantarán contra ellos para acusarlos. Estar entonces el justo en pie con gran confianza en presencia de los que le afligieron y despreciaron sus trabajos. Al verle, quedarán estremecidos de terrible espanto, estupefactos por lo inesperado de su salvación. Arrepentidos, y arrojando gemidos de su angustiado corazón, dirán dentro de sí presas de un dolor desgarrador al ver a los santos, a quienes antes despreciaron: Estos son los que en otro tiempo consideramos como gente sin valor, blanco de nuestros desprecios y de nuestras burlas, a quienes vemos ahora coronados de gloria, compartiendo la suerte de los santos, en el número de los hijos de Dios y revestidos de la estola resplandeciente. Estábamos ciegos a causa de nuestras vanidades, errábamos por el camino y el sol de la verdad y la justicia no brilló en nuestros entendimientos porque le oponíamos los obstáculos de nuestros vicios, que nos conformaban a los demonios, cuya malicia imitábamos (Sb_4_20); (Sb_5_1s).

    Ahora estamos confinados en sus profundas fosas, acompañándolos en sus suplicios así como imitamos sus crímenes, y aunque al presente conozcamos que Dios nos castiga por su justicia, no queremos amarlo; estamos confirmados en malicia y en nuestra desesperación. Si pudiéramos, destruiríamos su poder en esta postrimería, así como despreciamos su bondad cuando aún estábamos camino hacia él. Amén.

Capítulo 28 - El divino amor, en su bondad, se complace en comunicar sus favores a los que confían en él. Diversas gracias que recibí del Salvador y de su santa madre.

    [239] Los días 9 y 10 de abril de 1633, después de recibir la santa comunión, vi un río de leche. Mi amado Jesús me invitó a lavarme en ese delicioso baño, que podía blanquearme y alimentarme. Al admirar la hermosura de ese río, comprendí que procedía de los senos sagrados de la Virgen, en cuyo pecho entraba con mi amabilísimo esposo. Una vez ahí, paladeé las caricias de su divino amor, que me parecen inexplicables. Su bondad me colmaba de gozo y confusión. Adoraba a este real y divino niño Jesús sobre el corazón de la Virgen madre como sobre un altar. Presenté en él mis ofrendas después de mis adoraciones, deseando ser consumida en un perfecto holocausto, recordando que este divino Salvador era la víctima que el Padre eterno exigía. Habiendo despreciado los sacrificios de las antiguas víctimas, aceptó la que su Hijo le ofrecía, que era de un mérito infinito, por ser sacrificador y sacrificio, pastor y alimento, creador y criatura, Dios y hombre, bondad y belleza antigua y siempre nueva.

    La noche de ese mismo día, estando despierta y padeciendo una sed intensa que provenía de mi indisposición, ofrecí esta sed a mi esposo, el cual me dijo que David, después de haber deseado ardientemente beber del agua de la cisterna, y habiéndola recibido gracias al valor de sus soldados, la derramó en sacrificio ante Dios, privándose de ella. Como recompensa, la divina Providencia le dio toda la cisterna de Belén, la cual era figura de los pechos de la Virgen, de la misma Virgen y de su hijo, el Verbo Encarnado.

    Hija mía, tú posees el mismo favor. La madre y el Hijo se entregan a ti con sus pechos colmados de dulzura. Debes alabarlos amorosamente cual hija de estos pechos sagrados, para confusión de los enemigos de la gracia.

    Poco tiempo después caí en cierta inquietud, [240] preguntándome si todas estas caricias y agradables favores procedían de Nuestro Señor, o si se trataba de una ilusión. Este temor me daba pena, predisponiéndome a recordar una conversación que me había visto obligada a escuchar para sacar a un alma de su lodazal, temiendo que, al hacerlo, me hubiera dejado llevar de mucha curiosidad. Aunque muchas veces mis confesores se esforzaron en quitarme este temor, dándome ánimo y confianza, derramé gran abundancia de lágrimas. Mi corazón se oprimía paulatinamente y me quejaba a mi esposo diciéndole que parecía olvidar sus promesas de que el demonio jamás se acercaría a mí para afligirme, habiéndome asegurado que yo sería su fuente sellada y su jardín cerrado; que yo era su tabernáculo que él santificaría como si fuera el santísimo y el altísimo.

    Su bondad, no pudiendo verme turbada durante largo rato, me rodeó repentinamente de una valla que consistía en un enrejado de hierro erizado de agudas puntas de varios colores, diciéndome: No se te acercar el mal (Sal_90_10). Me aseguró que estos barrotes detendrían todos los esfuerzos de los demonios, y que permanecerían abiertos a fin de que se divisaran las flores del jardín que era mi alma, adornada de diversas gracias, y que las obras de este Dios de bondad en mí no eran obra de las tinieblas; que la diversidad de colores simbolizaba la multitud de gracias que él se complacía en concederme, las cuales me guardaban y continuarían protegiéndome. Abajo de mi cabeza percibí un arco iris que era promesa de esa paz que sobrepasa todos los sentimientos, arco que era para mí un signo de clemencia. Como a pesar de todo mi corazón, oprimido por la melancolía, no se expandía y mis lágrimas no cesaban de correr, se me presentó un racimo de granadas circundado por un rayo de luz para consolar mi corazón. Esta granada significaba la dulce conversación de mi esposo, la cual me concedía por pura bondad.

    Poco tiempo después vi cuatro espadas flameantes. Comprendí que eran otros tantos querubines que Dios había puesto alrededor de mi corazón para guardarlo, como en el paraíso donde se encontraba el árbol de la vida.

    Me es imposible describir los mimos y caricias que, por espacio de cuatro horas, me prodigó este divino esposo mío para alegrar mi corazón. Parecía un enamorado apasionado por el amor de su amada. Cuan dulcemente enjugó mis lágrimas, y cuántas muestras de su amor experimenté durante la jornada que siguió. Me colmó de tal exceso de favores para devolver a mi alma su inefable tranquilidad y reposo. Alejó de mí toda clase de desconfianza y me dio a entender que, debido a su compasión, el amor lo hacía participar de mis sufrimientos, y que si el [241] estado de gloria no lo hubiera vuelto impasible, se habría identificado con la aflicción misma para condolerse.

    Cuántas veces me dijo que, siendo tan amorosamente amada por él, carecía yo de motivo para apenarme o desconfiar de su misericordia. Me instó caritativamente a beber de la cisterna de David, la cual me pertenecía por el nuevo don que de ella me hacía: Bebe del agua de tu cisterna (2S_23_15), hija mía amadísima, y compártela con tu prójimo. Los pechos de mi santa madre te son ofrecidos y entregados junto con el río que corre desde el seno paterno hasta el seno de María; todo llega hasta su humanidad como a una cisterna.

    Me prometió que, así como las aguas que Moisés había hecho brotar de la piedra habían seguido a los hebreos a través del desierto, sus misericordias me seguirían todos los días de mi vida; que al llevarlo en mi seno, portaba en mí la piedra misma de la fuente en toda su integridad; que esta piedra y esta fuente, según la explicación del apóstol, se referían sólo a él: La piedra, sin embargo, es Cristo (Ef_2_20). Que él estaría siempre en mí, que jamás me dejaría, aunque no siempre se dejara ver, diciéndome que los ardores que yo sentía demostraban suficientemente su presencia, como lo notaron los dos discípulos que se dirigían a Emaús, los cuales sintieron los efectos de la suavidad de su presencia sin conocerlo cuando desapareció. Me recordó además las palabras de Jacob, que estuvo con Dios sin saberlo, recibiendo sus gracias mientras dormía.

    Me dijo que le complacía mi confianza amorosa, y que David ofendió más su amor y su bondad, tan magnífica y liberal hacia él, mediante el censo de su pueblo que mandó hacer a Joaz que con muchos otros pecados que fueron más graves y enormes, debido a que aquello provenía de la poca confianza que tenía en aquel que deseaba asistirlo. Con ello demostró su vanidad, pues quiso medir sus fuerzas, portándose como un hijo emancipado. Este estado no agradó a Dios, el cual quería que en todo lo tratara como a su Padre bueno. San Pedro, habiendo oído decir a san Juan, Es el Señor (Jn_21_7), se arrojó desnudo al agua para llegar más pronto que él. A este buen santo y a sus compañeros les falló la confianza más tarde, por creer que era un fantasma.

    Hija mía, este es el sentir de un alma desconfiada, que habiendo reconocido al principio a su Salvador, y habiéndose impuesto el deber de seguirlo, lo toma por un fantasma cuando debería abrazarlo. Pierde así todo el mérito que ha ganado en esta sagrada búsqueda, ahí donde las almas generosas [242] y confiadas caminan sobre las aguas como el Espíritu de Dios, al que están adheridas.

    Espíritu que, al cernirse sobre estas aguas les comunicó en su bondad la fecundidad, dejando la simiente de los peces y de los pájaros que más tarde se formarían en ellas. Esto representa la versión que se aplica a las almas inclinadas al bien, las cuales conciben y engendran todo a una como Dios, el cual, al conocerse a si mismo, engendra a su Verbo y produce a su Espíritu en el mismo instante; es como el sol, que lanza sus rayos, iluminando y aclarando todo al mismo tiempo. Lo mismo sucede en el alma mediante la operación del Espíritu Santo, que en ocasiones obra imperceptiblemente. El hace escuchar su voz sin que se comprenda su eterna producción ni la infinitud de su amor, al que desea conducirnos: El viento sopla donde quiere: y tú oyes su sonido, mas no sabes de dónde sale o adónde va (Jn_3_8).

    La confianza es la llave de David que abre el corazón de Dios y que encierra al alma en él con exclusión de todo lo que pueda perturbarla si permanece fiel a él; llave que este Hijo de David me da por ser su amada.

    Quiso seguir consolándome, por lo que me aseguró que yo era amada por su Padre, el cual se complacía en mí y me consideraba su hija amadísima; él, como su esposa, y el Santo Espíritu como su niña de pecho. En cuanto a su madre, que ella tenía el seno abierto para recibirme y llevarme sobre sus rodillas; que me animaba por ser ésta la voluntad de su divino Padre, y que me concedía benignamente muchos consuelos de los que ella se había privado santamente; que ella había conservado en su corazón muchos grandes misterios, según nos dice san Lucas, su secretario, para comunicármelos como lo hacen las madres, que adornan con sus aderezos y joyas a sus hijas para lucirlas mejor.

    Esta incomparable madre me dio a entender que me había hecho preparar dulzuras sumamente deliciosas, que había dispuesto para mi deleite espiritual, y que en mi corazón había guardado ardiente y preciosamente a aquel que lleva en si toda dulzura divina y humana. Su seno virginal era el horno o el fuego del amor sagrado que les daba cocimiento. Se distribuían mediante el conocimiento de las misericordias de la divinidad y de la humanidad del Verbo Encarnado, conocimiento que esta Virgen había guardado en su corazón, el cual me comunicaba a través de su dilección maternal. ¿No era todo esto capaz de levantar mi corazón abatido y consolar mi alma en las aflicciones más amargas que hubiera podido tener?

    Al día siguiente, mi divino esposo me reconfirmó todos estos favores diciéndome que todo lo que su amor me comunicaba por medio de su [243] santa madre y de sus santos, y él mismo, no debía caer bajo sospecha de ilusión; que en ello se podía observar una eminente pureza que el espíritu de mentira no podía producir; que su sabiduría ,mediante las sagradas comunicaciones de su puro y santo amor, confundir a aquellos que no pueden encontrar deleite sino en el deseo brutal, ni amar sino con afectos sensuales e imperfectos. Que así como los buceadores, después de llenar su boca de aceite, se lanzan a buscar perlas en el fondo del mar, y gracias al aceite ven tan claro debajo del agua como en la superficie de la tierra, del mismo modo las almas purificadas por obra de la gracia divina encuentran la perla de la inocencia y de los placeres del paraíso allí donde los [244] impuros se pierden en el fango y lodazal de los malos deseos.

    Para poner su sello en esta grande confianza, en medio de una infinidad de gracias que mi divino amor me concedió, me dijo que son tres los que me daban testimonio en el cielo: el Padre, el Verbo y el Espíritu Santo (1Jn_5_7); y tres en la tierra: el espíritu, el agua y la sangre (1Jn_5_8), complaciéndose en mí y dándome permiso de llamarle mi papá; recibiéndome en su seno, desbordando sobre mí un río de paz, y complaciéndose en que lo abrace con mis bracitos de niña, derramando tanta dulzura, que parecía no tener otro quehacer que deleitarse conmigo, diciéndome: Mira lo que significa ser papá de una niñita que es divinamente amada.

    Los que se admiraban al ver a un rey divirtiéndose con sus hijos recibieron de él una respuesta muy acertada: No saben ustedes lo que es ser padre. Este divino Padre de misericordia y de toda consolación, fuente de toda paternidad en el cielo y en la tierra, hacía desbordar en mi alma todas sus delicias mediante la dulzura de sus entrañas misericordiosas, la cual redoblaba mi confianza en su bondad paternal.

    El segundo testimonio consistía en que mi divino esposo, el Verbo Encarnado, me decía que todos aquellos que observen con cuántos juegos se recrea conmigo, confesarán con dificultad que es mi esposo y yo su esposa queridísima. Abimelec, al ver por una ventana a Rebeca y a Isaac intimar entre ellos y divertirse juntos, reconoció la amistad conyugal que existía entre ambos. De igual modo, las personas que me vean rodeada de estos favores, no podrán ni deberán formar de él y de mí otro juicio que la santa privacidad que su amor purísimo me concede. El mismo se complace, por un exceso de amor, en mirarme por la [244] ventana de su sagrado costado, recibiéndome en su corazón, en el que gozo hasta el presente de todas las delicias del paraíso, y donde soy toda de mi amado, y mi amado es todo mío. El se constituye cono la feliz consumación de este matrimonio santísimo que no marchita la pureza, sino que la hace florecer y engendrar la virginidad.

    El tercer testimonio de seguridad que recibí fue que mi amado me dijo que yo era la niña de pecho del Espíritu Santo, el cual se complacía en nutrirme con el pecho de los reyes, recordándome que en otra ocasión me había visto envuelta en pañales por este Espíritu todo amor, y fajada con bandas amarillas, las cuales simbolizaban el oro de su caridad. Por medio de este color, me hacía parecer un niño al que su nana recuesta en su cunita. Me hizo saber que, durante mi sueño, se acercaba como mi dama de honor, vistiéndome o desvistiéndome con un inefable amor, y haciendo en mi alma su delicioso cielo, al que adornaba con los dones de su caridad amorosa. Después de estas caricias, ¿Qué más podría yo pedir, o cómo dudar o desconfiar de tu bondad inefable, oh adorable y amabilísima Trinidad?

    A todas estas seguridades siguió el afecto de la reina del cielo, la cual, como dije antes, me había reservado el conocimiento de todos los misterios de su hijo, los cuales había querido callar, llamándose a sí misma la hija del silencio, y a mí la hija de la palabra para moverme a anunciarlos, diciéndome que el tiempo de manifestarlos había llegado. Tú, querido esposo mío, me invitaste a proclamarlos con valentía, por haber recibido esta clase de misión de la santa Trinidad.

    Comprendí que los tres que dan testimonio en mi interior sobre la tierra, son su espíritu, que es la divinidad del Verbo; la sangre, que es su cuerpo, y el agua, que figura su alma. Mi divino amor me aseguró que era todo mío en el misterio de la Encarnación y en el sacramento eucarístico, el cual me concede todos los días, otorgándome mediante él un manantial de nuevos favores y gracias escogidísimas.

 Capítulo 29 - El alma que se confía a su divino esposo es protegida por su bondad en todas las aflicciones que él permite para hacerla crecer en gracia, en merecimientos y en gloria, la cual él mismo da a probar anticipadamente, por medio de una gran paz y misericordia ya desde ésta vida.

    [247] Después de recibir algunas noticias referentes a los asuntos del establecimiento de la Orden, que me causaron motivos de aflicción, me vi al mismo tiempo combatida por dos afectos contrarios: uno consistía en la amorosa confianza y resignación a la divina voluntad, la cual producía en mi alma una gran dulzura y quietud; la otra, el fastidio ante las dificultades que obstaculizaban mis proyectos, que había emprendido sólo para gloria de Dios y por su inspiración particular, los cuales se había convertido para mí en cruz y motivo de pena.

    Estas dulzuras y afectos tan diversos oprimían mi alma y mi corazón; haciéndolo sudar con su violencia y destilar por mis ojos. Debido a ello, me sentí como una piscina a la puerta de la hija de la multitud; muchos pensamientos me arrastraban en pos de ellos. El divino y pacífico Salomón, ángel del gran Consejo, agitó espontáneamente la piscina, y arrojando en ella a la pobre paralítica para curarla y tranquilizarla le ordenó que cargara su camilla.

    En verdad mi divino amor no toleró mucho tiempo que mi alma permaneciera en semejante turbación y pequeña inquietud, y habiéndome prohibido romper la carta que debía ser el instrumento de las gracias que yo recibía, me calmó dulcemente con su [248] íntima presencia, que no perdí un momento de vista hasta las nueve de la noche, hora en que acrecentó en mí la amorosa confianza, situándome en este espíritu con estas palabras: Tú que das firmeza a los montes con tu fuerza, ceñido de potencia, que amansas el estruendo del mar (Sal_65_7).

    Todas las virtudes se encuentran en Jesucristo, pero las que le son más propias son la dulzura y la misericordia, que manifiesta singularmente a mi alma, reanimando mi debilidad y dándome valor a fin de que no tema la conmoción de las pasiones corporales ni las sacudidas de las montañas, es decir, de las potencias superiores. Aun cuando todo esto sea arrojado en medio de un mar tempestuoso y de amargura, no me estremeceré, pues el favor divino que me fortifica es más poderoso que la rudeza con que me asaltan mis enemigos. Todo se transforma o tiene éxito en favor de aquellos que aman sinceramente a Dios, sin cuyo permiso jamás sucederían estas cosas. Estos ruidos y alborotos son incapaces de alterar la paz de un alma que, al mismo tiempo es consolada y consolidada por el mismo Dios, el cual difunde en ella un río impetuoso de delicias, que con su sonido y dulce murmullo sofoca las estruendosas olas de la tempestad, que es la rabia de los demonios.

    Si se impedía, al son de instrumentos, que los gritos de los niñitos inmolados a Moloc enternecieran el corazón de los padres y madres desnaturalizados, con mucha mayor razón podemos decir que el amor del corazón de Dios imaginó esta admirable invención de ahogar en un torrente de alegría los sentimientos extraños al alma a quien rodea o ciñe como su ciudad y santifica como su tabernáculo.

    El está presente, con todos los encantos de su benevolencia, en medio del corazón oprimido, a fin de que no sea perturbado: Dios en medio de ella, no ser conmovida (Sal_46_6). Me hizo ver de qué manera [249] ocupa en verdad mi corazón, o mejor aún, que él era mi verdadero y único corazón; que él me prevenía, me detenía y me seguía en todos mis pasos, contemplándome para, a su vez, ser avistado y contemplado por mí. Continuó diciendo que me ayudaba desde la aurora del día y la madrugada por medio de su clarísima preciencia y graciosa providencia. Abraham no se daba bien cuenta de lo que decía cuando respondió a su querido Isaac, que le preguntaba dónde estaba la víctima: Dios proveerá el cordero para el holocausto, hijo mío (Gn_22_8), porque Dios no sustituyó únicamente a Isaac con un cordero, sino con su propio Hijo, que es Dios y hombre.

    El mismo amor que proveyó una víctima tan extraordinaria sigue haciendo que Jesús prevea y provea por sí mismo en todas las necesidades y dificultades de las almas que tiene en calidad de esposas, y si su estado impasible se lo permitiera, y la necesidad así lo exigiera, se ofrecería voluntariamente, por segunda vez, en holocausto.

    Este divino amor mío añadió que su rostro siempre me sería propicio, sea que aparezca desfigurado por los pecadores, sea configurado con la gloria de su Padre, del que es el verdadero rostro; que ella sería para mí un auxilio fortísimo y delicioso en extremo. Dios la socorrerá al despuntar la aurora, Dios volverá su rostro hacia ella (Sal_46_5). Todas las inquietudes se desvanecieron, y aquellos que creían estar tan seguros de su poder, cegados por su amor propio, sabrán un día, no sin pesar, que creyendo haber expulsado a los enemigos de fuera, conservaron a los de casa y pecaron con ellos mismos.

    Comprendí que podía muy bien decir con todas mis potencias que el Dios de Jacob era mi fuerza, acudiendo en mi auxilio cuando todas las criaturas me fallaran por impotencia o por malicia, y que ponderara este versículo de David: Venid a contemplar los prodigios del Señor, el que llena la tierra de estupores. Hace cesar las guerras hasta el extremo de la tierra (Sal_46_9). Porque él quebrar el arco, las flechas y todas las armas con las que se me querrá ofender, empleando su justicia en contra de los que lo [250] hagan por malicia, y de misericordia hacia aquellos que fallarán por ignorancia y por sorpresa; que el fuego que quemar las armas de sus enemigos ser para mí una clara y ardiente llama que me servir al mismo tiempo de refrigerio, pues este fuego sagrado arde y conserva lo que abrasa, siendo, por consiguiente, muy razonable que yo dejara todo y por su medio acudiese a mi esposo: ¡Venid a contemplar! Reposo más ventajoso que todos los apresuramientos de aquellos que se jactan de la nobleza de su oficio y ocupaciones, que con frecuencia relumbran y resuenan mucho, pero que son estériles y vacíos de frutos.

    Finalmente, me dijo estas palabras: Mira, hija, yo soy tu Dios todo bueno hacia ti y para ti, exaltado delante de los pueblos, yo ocupo tus potencias superiores y las exalto en la tierra, poseyendo tu cuerpo, que no es de la tierra repitiendo las primeras palabras que había pronunciado para mí, añadió:

    Te he destinado, mi queridísima esposa, para ser una montaña en mi Iglesia: tú que das firmeza a los montes con tu poder (Sal_65_7); que dar firmeza consiste en derramar en mí las abundantes gracias que recibo cada día; que en mi debilidad hace aparecer su fuerza, ceñido de poder (Sal_65_7); y que su brazo está siempre dispuesto a socorrerme. Es él quien agita el mar: que amansas el estruendo del mar, y el estruendo de sus olas, (Sal_65_8), porque así como él envía aflicciones a los que bogan por el estruendoso mar del mundo, ellos mismos se espantan y atemorizan ante el horror de sus olas. Estos son los que viven en el extremo de la desesperación, que no pueden avizorar el estandarte de las aflicciones y de la cruz... Y el tumulto de las naciones. Y temen por tus portentos, los que moran en los términos de la tierra. (Sal_65_8s).

    Por el contrario, las almas que aman a Dios, encuentran la calma en el vaivén de las olas, regocijándose en medio de las aflicciones; al ver aparecer el estandarte de la cruz que temen los otros, lo adoran y se encuentran repentinamente henchidas de gozo y de contento. Para ellas, la tormenta y las aflicciones sólo duran una mañana. Esto lo sé por mi propia experiencia, pues Dios me visitó con gran intensidad en esa tristeza que poco a [251] antes me apretaba el corazón, visita de la que David habla con mucho provecho en las siguientes palabras del mismo salmo 65: Visitaste la tierra y la regaste, en gran manera la enriqueciste (Sal_65_10). Mi divino amor me habló así: Mi sangre, que corre sobre tus labios, se convierte en un dulcísimo néctar, y tu boca se llena de un celeste licor y divina ambrosía. Tus músculos se funden por amor y se unen con el amor como dos cirios que juntos se derriten. Amor que llena al alma de tal plenitud de gracias con estas efusiones, que todos estos favores se multiplicarán y crecerán sin interrupción por un exceso de mi misericordia, que me mueve a verter sobre ti el río de mis aguas saludables y de consuelos sobrenaturales. Siempre serás este río colmado a perpetuidad, aunque corra y se desborde continuamente. El río de Dios rebosa de agua (Sal_65_10), por no tener otra fuente que el seno inagotable de la divinidad, que, además de esto, te ha preparado desde la eternidad un alimento delicioso en extremo al prevenirte de este modo con sus bendiciones y dulzuras junto con todos sus elegidos. Preparaste sus trigales; así, pues, la preparaste (Sal_65_10).

    Este alimento no es otra cosa que Dios mismo, que quiere ser el alimentador y el alimento de tu alma. No te dar una saciedad perfecta como en la gloria, donde los amigos beben a su placer y según su deseo, del torrente de la divina abundancia en el que se sumergen santamente, abismándose así en el río de Dios.

    De este modo, durante el peregrinar de estas queridas almas, les envío torrentes impetuosos que los embriagan santamente: su río rebosa de agua, lo cual les permite producir, tanto en la parte superior como en la inferior, muchas plantas de virtud bendijiste sus gérmenes (Sal_65_11), sobre las que la divina sabiduría destila gota a gota una prudencia y una medida desconocida a cualquiera que no sea ellas. A su vez, estas virtudes atraen nuevos favores, de suerte que germinan todos los días, proporcionando una gran alegría al corazón que las posee [252] y a Dios, que las siembra. Al regarlas, les ayuda a nacer y a crecer bajo la influencia y el rocío de sus bendiciones, que producen en un momento coronas capaces de recompensar (los esfuerzos de) años enteros: Coronaste el año con tu largueza, y tus huellas destilan abundancia (Sal_65_12).

    Todo esto se logra a través de una bondad sin medida. Oh Dios, que favoreces a estas almas que han encontrado gracia delante de tus ojos amorosos, a las que atesoras como posesión tuya; ¿no es de maravillar que, con tu presencia, las conviertas en campos fertilísimos? Ellas se han vaciado de todo lo que no es tu voluntad, morando en un desierto que es bellísimo por ser de tu agrado; desierto que cambiará sus tierras estériles en campo fértil por obra de tu favor: destilan los pastos del desierto (Sal_65_13).

    Todos sus pensamientos son como colinas elevadas que alegrarán la vista de quienes las contemplen; por estar impregnadas de tu deliciosa exultación: los collados se ciñen de alborozo (Sal_65_13). En fin, las acciones generosas de estas débiles ovejas son revestidas de una fuerza grandísima, las colinas se cubren de rebaños (Sal_65_14). Todos los pensamientos de sus bajezas se transforman, mediante tu bondad, en abundancia de trigo: los valles se cubren de trigo (Sal_65_14).

    Estas almas reconocerán sin vacilar el principio de todo su bien y le darán gracias con himnos y cánticos: Aclaman y cantan un himno (Sal_65_14).

 Capítulo 30 - El Verbo divino me mostró de que manera está en el seno de su Padre, del que salió para venir a dialogar con las criaturas

   [255]  El día del gran Papa san León, después de muchos consuelos que recibí en la comunión, mi divino esposo quiso conversar amorosamente conmigo sobre el misterio de su Encarnación, diciéndome que él era el Verbo en el entendimiento y seno de su Padre, así como su tabernáculo eterno; que él era el divino sol oriente de lo alto que procede de su Padre por vía de generación eterna, recibiendo su esencia de él sin dependencia alguna. Admiraba cómo el Padre le entrega todo lo que tiene sin detrimento de su plenitud. Más tarde aprendí de qué manera este mismo Verbo descendió a la Virgen, a semejanza de un navío, para bogar en y sobre este mar, colmándola de su divinidad, ya que una parte de su sustancia virginal fue unida al soporte divino sin detrimento de su virginidad. Ella fue convertida en madre admirable del Verbo Encarnado, el cual, como águila real, se había dejado caer sobre la Virgen para hacerla su presa y hacerse la nuestra, pues al tomar la pura sustancia de María Virgen, se hizo hombre el Verbo eternal, Dios de Dios, luz de luz, corona de virginidad unida hipostáticamente a nuestra naturaleza; él nos dio su cuerpo, su alma y su divinidad en la eucaristía. Quién puede fijarse en los rasgos de este divino colibrí al entrar y al salir en el seno y en el corazón de María, donde se esconde. Toma en ella un cuerpo que es verdaderamente suyo. En la eucaristía nos da su cuerpo, su alma y su divinidad. Quién puede captar los rasgos de este divino colibrí cuando entra y sale del seno al corazón de María, donde se esconde. Toma en él un cuerpo que es verdaderamente suyo. Dios es cabeza de Cristo, y Cristo es cabeza de la Iglesia, aunque muy en particular va a la cabeza de las vírgenes. El es su padre, su esposo y su hijo; el Verbo es cabeza de su humanidad, que es su cuerpo natural. No dejo de pedirle que encabece todos mis designios e intenciones. Conocí la senda por la cual comenzó a andar el joven (Pr_22_6), de qué manera nació Jesucristo de María en el tiempo sin dejar rastro de impureza, pero este camino purísimo sólo puede ser contemplado claramente por los [256] bienaventurados y por aquellos que poseen la pureza por medio de una gracia grandísima y un favor muy especial, los cuales son lavados en la sangre y el agua que brotan del costado y de las llagas de este Hijo amadísimo, así como de la leche de los pechos de su misericordiosa madre. Adheridos a sus llagas, prendidos de sus pechos, levantados hasta su costado, contemplan como otro san Juan la distinción del agua y de la sangre, vislumbrando por medio del Hijo al divino Padre que lo engendra en el esplendor de los santos.

    Los pequeños aguiluchos de este corazón contemplan fijamente, tanto como a él le place fortalecer sus ojos, por estar todavía en un cuerpo mortal, a este sol oriente naciendo eternamente de su Padre eterno; ven al Verbo en su principio, a esta luz de luz, a este Dios de Dios, por cuyo medio el Padre hizo los siglos, y sin el cual nada de cuanto existe ha sido hecho, salvo la maldita nada del mal que es el pecado, al que Dios odia tanto como se ama a sí mismo.

    Ellos contemplan la gloria del único Hijo de este divino Padre, que igual a la suya, y que no es sino una mismo gloria, así como es un solo Dios con el Espíritu Santo, simplísimo y único por excelencia, que quiso venir a nosotros, haciéndose hombre para habitar con los hombres y conversar con ellos. Es este Dios que despide la luz y ella marcha; y la llama y ella obedece, temblando de respeto. Las estrellas difundieron su luz en sus estaciones, y se llenaron de alegría: fueron llamadas, y respondieron: Aquí estamos; y resplandecieron, gozosas de servir al que las creó Este es nuestro Dios, y ningún otro ser reputado por tal en su presencia. Este fue el que dispuso todos los caminos de la doctrina, y el que la dio a su siervo Jacob, y a Israel su amado. Después de tales cosas, él se ha dejado ver sobre la tierra, y ha conversado con los hombres (Ba_3_33s).

OG-04 Capítulo 31 - Recompensa que otorgó el divino Salvador al que me concedió la santa Comunión; de las gracias con que me favorece su bondad, 12 de abril de 1633.

            [257] Pregunté con amorosa confianza a mi divino esposo qué daría al padre que me había permitido recibir con frecuencia la sagrada comunión. Al decírselo con amorosa confianza, escuché estas palabras: Al que bajo dos especies di mi carne y mi sangre, para dar de comer a todo el hombre bajo dos sustancias; que le daba todo al darse a sí mismo bajo el pan y el vino, y que le concedería el refrigerio interior y exterior, espiritual y corporal si correspondía y cumplía los designios de su bondad. Di por ello gracias a mi divino esposo, y alabándole por un doble afecto de complacencia en todos sus designios y benevolencia en sí mismo, la cual no quita nada a su excelencia porque Dios es inmenso en sí, y no puedo desearle más de lo que ya posee en este todo. Mi benevolencia hacia Dios encuentra su reposo viéndolo suficiente en sí mismo y en su soberana beatitud y perfectísima felicidad.

            Después de la santa comunión vi un [258] laúd, y mi divino amor me dijo que, al escuchar mis alabanzas, encontraba en ellas tanto placer como un rey enamorado al oír sus loores cantadas por su amadísima esposa; que complacía yo su divino gusto, que mi deseo de alabarlo en voz muy alta, si podía, era para él un laúd cuyo armonioso son le parecía muy placentero. La esposa encuentra en su presencia un favor muy grande cuando lo alaba; sus divinos ojos se clavan en mí, y sus oídos están atentos a esta voz resonante.

            Vi además una guirnalda hecha de ramas de olivo, que significaba la misericordia y la esperanza. No era una corona terminada en círculo y redondez perfecta, porque debía yo seguir trabajando para merecerla mediante mi correspondencia a la gracia que su bondad quiere concederme. Debo perseverar en la esperanza de que su misericordia me acompañar todos los días de mi vida si le soy fiel como David, y que, para fortalecerme, me ha preparado una mesa mediante la cual puedo resistir a todos mis enemigos, manteniéndome sobre aguas refrescantes apropiadas para convertirme a él y en él, a fin de librarme de las asechanzas de los espíritus de las tinieblas que quieren hacerme caer en sus lazos. Su bondad me sostiene, dándome como apoyo el báculo de su cruz, [259] consolándome en mis aflicciones con el óleo de sus dulzuras, haciendo que su cáliz, aunque a veces amargo, me embriague y me embellezca.

            Al considerar esa bondad en la cruz, derramando toda su sangre por mi salvación, sentí un valor renovado para sufrir todo lo que su sabiduría ordenara, sabiendo que nadie ser coronado si antes no combatió legítimamente, y que él se complace en estar con los que sufren tribulación, con objeto de glorificarlos por toda la eternidad a cambio de los momentos de dolor en esta vida, sufrimientos que no pueden compararse con el premio de la gloria que él ha preparado para los que ama. Ni el ojo mortal, ni el oído mortal, ni el corazón mortal han visto, oído ni imaginado lo que Dios ha preparado para los que le aman y adoran en verdad.

            ¿Qué hermosura increada puede compararse a la de Dios? ¿Qué música puede asemejarse a la que se canta en el empíreo? ¿Qué puede haber más encantador que esta invitación: venid, benditos de mi divino Padre, a poseer el reino que les estaba preparado desde antes de la constitución del mundo? ¿Qué amor puede compararse con esta bondad incomparable? Que nuestros ojos, nuestros oídos y nuestro corazón se priven de todas las bellezas de todas las melodías y de todas las delicias de esta vida para regocijarse según los deseos del Dios de amor en las de la otra. El nos ofrece gracia para ello, si queremos permanecer fieles a él.

 Capítulo 32 - Traslación de pensamientos o digresión de espíritus que la bondad de la divina Providencia obra en mí por un gran favor, a los que la Santísima Virgen unió los suyos. 13 de abril, 1633.

            [261] Al afligirme por mis pecados, que me parecían grandes por haber ofendido al que es la grandeza sublime e inmensa, su bondad me invitó a pasar prontamente el Jordán de la penitencia porque deseaba que detuviera mi espíritu en su amorosa inclinación, que le movía a venir a mí para acariciarme por medio de la recepción del sacramento de amor.

            Aprendí que, mientras las especies no se consumen, Jesucristo, mi divino enamorado, estaba presente en ellas según su humanidad, y que debía yo decirle como Eliseo a Elías: Vive Dios, que no te abandonar‚ hasta que me hayas prometido tu protección, tu bendición y, con ésta, tu doble espíritu, espíritu que es Dios, producido por dos espiraciones que son un único principio. Te pido el espíritu que anima tu cuerpo, que es tu alma santísima. Te pido el cuerpo animado de este espíritu creado y apoyado por tu hipóstasis. Quien es Dios, es espíritu. El Padre eterno es espíritu; tú, Verbo divino, eres espíritu; el Espíritu Santo es espíritu. Este es el nombre que le conviene, y que tú mismo nos has enseñado y manifestado. Es indivisible de ti y de tu Padre. Quien recibe a una de las personas de tu Trinidad, recibe a las [262] otras dos por concomitancia, siendo inseparables aunque distintas. Tú eres la una en la otra mediante una divina circumincesión y admirable penetración. Pido tu espíritu como Dios, y tu alma como hombre para poder vivir sobre la tierra y conversar en público, porque no me permites morar en los desiertos. Querido esposo, extiende sobre mí tu manto; seamos dos, virginalmente, en una carne; seamos uno por la unidad del Espíritu de amor, que nos consume en uno según lo que pediste la noche de la Cena. Mereces ser escuchado a causa de tu reverencia.

            Como su bondad, hizo a un lado los pensamientos de mis faltas para que me ocupara de su amor, su justicia me permitió pensar en las postrimerías para que ya no pecara y deseara morir a todo lo que no es Dios. Decía que Jesucristo era mi vida, y morir por él, mi ganancia. Al detener mi espíritu en el pensamiento del juicio, en el que este juez justísimo debe pronunciar la sentencia de cada uno, mi alma se sobrecogió de temor al contemplar al Hijo de Dios como Hijo del hombre encolerizado. Sufría y me afligía indeciblemente al ver a mi rey en esta actitud, a pesar de que no estaba indignado en contra mía. Esta visión me mostró cuan grande ser la pena de los culpables al ver a este juez airado con una ira infinita. Consideré que los buenos estarán en el aire y los malos en el valle mientras el juez delibera con equidad, pareciéndome que el amoroso juez de los buenos ocultaba la maldad de la vista de los elegidos. Yo podía observar sin malestar los rigores de la cólera de Dios hacia estos desventurados, el cual se complacía en alegrar a sus santos en todo, apartando de su vista los objetos deplorables.

            [263] No deja de ser una gran providencia que el infierno está‚ en el centro de la tierra, porque si bien se ha dicho que los elegidos se regocijarán al ser testigos de la justa venganza de Dios, justamente irritado conforme a sus justísimos decretos, se producir la apariencia del horrible rechinar y los tormentos espantosos, que no agradarían a los justos como las alabanzas sagradas. Si el estado de beatitud que los exime de todo mal y los colma de todo bien no los dispensara del sufrimiento, se podría decir de ellos lo que se dijo del mismo Dios cuando envió el diluvio: y penetrado su corazón de un íntimo dolor (Gn_6_6), dolor que causó que Dios dijera que borraría a los hombres criminales de sobre la faz de la tierra. Esto hace pensar que la benevolencia que muestra hacia los justos les oculta a los réprobos, que son horribles de ver.

            Después de la santa comunión, se me apareció la Santa Virgen con el seno cargado de rosas blancas y rojas, invitándome a reposar en ese lecho que ella misma me había preparado, donde no había una sola espina y la inocencia y el amor se encontraban unidos. Fui invadida de un sueño sagrado y de un dulce reposo. De este seno virginal pasé al costado de mi esposo para visitar su santo templo, gozando del deseo de David, aunque me veía muy lejos de merecer este gran favor: contemplar la abundancia del Señor y visitar su santo templo radiante de luz y ungido con óleo de alegría, pues dicho templo estaba animado por dos clases de vida: una divina y otra humana; vida espiritual y vida corporal; delicias redobladas, gloria superabundante.

Capítulo 33 - Diversas gracias y redobladas caricias con las que plugo al Verbo Encarnado favorecerme por su pura bondad, que es en sí comunicativa.

            [265] El 15 de abril, al despertar, escuché‚ estas palabras del Apocalipsis: Bienaventurado y santo, quien tiene parte en la primera resurrección (Ap_20_6), que me sirvieron de meditación y de preparación para la santa comunión. Por ellas me di cuenta de que aquellos de que habla san Juan son los elegidos que murieron en Jesucristo para resucitar a una vida nueva en él; que el germen de la resurrección, aun corporal, era el santo sacramento y que el cuerpo del Salvador, por haber estado siempre unido, aun en la muerte, al Verbo que es la vida sustancial, esencial y divina, había elegido la vida que se daría a nuestro cuerpo, y que ahora en la Eucaristía era el germen de David, Si Dios no nos hubiera dado el germen, seríamos como Sodoma y Gomorra (Is_1_9). Este germen sagrado produce la pureza de cuerpo y espíritu.

            Después de la santa comunión, mi corazón fue acometido por tres violentos asaltos que casi me hicieron entregar el alma en un dulce desmayo de amor que me duró todo el día. Sólo podía reaccionar como una persona moribunda: no podía hablar ni mucho menos explicar lo que sentía. Deseaba en verdad morir a fin de que el amor viviera, fuese mi vida y reinara en mí. Recordaba las ambiciones de aquella emperatriz que tenía anhelos dignos de un hijo mejor que el suyo, la cual quiso edificar su imperio con su propia muerte. Mi alma deseaba que Jesús, que murió una sola vez por el pecado, sofocara en mí todo lo que podía desagradarle, y que viviera en mí y yo en él y con él, para nunca más morir o vivir para otro.

            Durante este tiempo, sólo amaba a mi Dios, viéndome incapaz de sentir afecto hacia criatura alguna; así de violento fue aquel [266] golpe para mi corazón, al que mi amado ocupaba y llenaba enteramente con su presencia. Redoblando sus favores, mi divino amor me sugirió muchas veces que pesara el fuego y midiera el viento, y que entonces podría yo nombrar y pesar las gracias que su amor me concedía continuamente, que me parecen incontables.

            El día siguiente, 16 de abril, me vi otra vez extraordinariamente acariciada por este esposo mío, todo amor, al grado, que sería necesario que un serafín del paraíso tomara la pluma para describir las caricias que el celestial esposo dispensó a mi alma mientras duraron esas sagradas conversaciones y divinos coloquios. Con todo, lo poco que yo diga al respecto, aunque bien alejado de la majestad de las palabras de este sagrado enamorado, y de la dulzura de las delicias del paraíso, que inundaba dulcemente mi corazón, ser suficiente para anhelar la dicha de ser esposa del Verbo Encarnado y admirar la condescendencia y bondad de este mismo Verbo, que a partir de su Encarnación se ha vuelto tan amoroso y como apasionado de las almas puras e inocentes, en cuyo número y rango no me atrevería a contar la mía.

            Lo que es aún más admirable es que, a pesar de mis múltiples imperfecciones, todo un Dios se complazca en acariciarme con tanto deleite, desbordando en mi alma el torrente de su bondad, que es de suyo comunicativa.

            Al volver en mí, pregunté a mi amor dónde se apacentaba, dónde reposaba al mediodía: Dime dónde tienes los pastos, dónde el sesteadero al llegar el mediodía (Ct_1_6). Recordé algo que había leído en otra ocasión: que este dulce Salvador en ningún lugar del mundo se complacía tanto como en el corazón de Santa Gertrudis, a excepción del santo sacramento del altar; y como buscara razones por las cuales dicho esposo se complace tanto en ocultarse bajo las especies sacramentales, descubrí que su amor lo llevaba a amar un estado en el que siempre está dispuesto a darse a todos aquellos que desean recibirlo y que pueden tranquila, confiadamente y sin temor a su majestad, acercarse a él; que la calidad de la ofrenda y del sacrificio mediante el cual apoya continuamente a su Padre en la Eucaristía, concuerda muy bien con el título de mediador y Redentor, ya que sufrió con tan buena voluntad morir por la humanidad.

            Continuó diciéndome que él sigue amando la representación (de esa muerte), que se perpetúa en el santo Sacramento; que la ofrenda de su sangre, reiterada en el sacrificio de la misa, era una invención del mismo amor que es, a su vez, un invento para difundirse a sí mismo y a su Santo Espíritu sobre los hombres; que después de conquistar todo su reino y subyugado, o según la expresión de san Pablo, haber vaciado o despojado a todas las potestades y principados, destruir a la muerte, enemiga de la vida: En seguida será el fin; cuando hubiera entregado su reino a su Dios y Padre, cuando habrá destruido todo imperio y toda potencia, y toda dominación. Entretanto, debe reinar hasta que todos los enemigos sean puestos debajo de sus pies. Y la muerte será [267] el último enemigo destruido (1Co_15_25).

            Mi divino esposo me dijo que en otro tiempo se había complacido verdaderamente en el corazón de Santa Gertrudis, pero que ahora se deleitaba y explayaba en el mío, al que había señalado como su albergue ordinario, y que su amor lo atraía continuamente hacia mí; que se complacía en hacer en mi corazón su morada; que así como Santa Magdalena era elevada desde la tierra hasta el cielo varias veces al día, mi espíritu subía mucho más alto, como si mi divino amor hubiera querido decirme que, después de haberlo amado durante muchos años y crecido más ardientemente en su amor día tras día, no podía él vivir sin mí, a quien llamaba su amada, y que con este fin me elevaba y atraía hacia él, estando continuamente ocupado en concederme gracias aunque yo siga considerándome llena de grandísimas imperfecciones.

            Me aseguró entonces que combatía por mí contra el ejército de las criaturas, y que después de haber subyugado y vencido a todos mis enemigos, los cuales no podrán resistir su fuerza, colocará todas estas coronas sobre mi corazón, por el cual habrá combatido y vencido, complaciéndose en hacerlo aparecer victorioso, coronado de gloria y de honor, y haciéndolo su carro de triunfo seguido no sólo por los enemigos vencidos y cautivos, sino aun llevado sobre las plumas de los vientos:

            Este es el Espíritu que produce los vientos en la tierra, el Espíritu Santo que comunica sin cesar un soplo sagrado y un viento impetuoso a tu corazón, mi querida esposa, el cual te lleva sobre sus plumas y te eleva más allá de ti misma y de todas las criaturas hasta el seno de la divinidad. Espíritu Santo que te hace participar de manera admirable en las delicias y placeres de nuestra apacible Trinidad, pues lo que recibe del Padre y del Hijo, que es ser su amor, te lo comunica porque es bueno. Pesa, pues, si puedes, este fuego de amor divino y mide este viento de gracias divinas.

            Después de todas estas victorias, me quedé tranquila y deudora con mi esposo, que canta el triunfo con los coros de escuadrones bien ordenados que son el espanto de los enemigos, por ser sus ejércitos. Ellos alegran a los amigos que aman la paz, ya que son coros y cantores celestiales que asocian felizmente los laúdes con el fuego y la guerra. Estos santos producen una música admirable. [268] David dice muy atinadamente: ¡Bendito sea el Señor mi Dios, que adiestra mi mano para el combate y mis dedos para la guerra! (Sal_17_35). Todas estas victorias eran muy merecedoras de este canto de triunfo, pero, ¡oh maravilla del divino amor! mi esposo mismo quiso cantarlo a favor de su esposa, contando las perfecciones que le ha comunicado generosamente. Esta voz era tan encantadora y amorosa, que me hacía desvanecerme de amor al escucharla resonar dulcemente en el oído de mi corazón.

            La naturaleza inmortificada sólo escucha con gusto sus alabanzas, aunque de ordinario sean más adulación que verdad. No existe música más agradable para una esposa que oírse alabar por su esposo; para él solo siente afecto, y aunque con frecuencia los del mundo, cegados por sus pasiones, alaban lo que es reprochable, el divino esposo, que adorna a sus esposas con bellezas y perfecciones, se ha dignado escogerme para demostrar sus maravillas. A pesar de considerarme indignísima de ellas, ha querido, pues, como digo antes, alabar las perfecciones de su esposa diciéndome: ¡Con qué gracia andan esos tus pies en tu calzado, hija de príncipe! Las junturas de tus muslos son como goznes (Ct_7_1).

            ¡Oh hija de príncipe! ¡Cuan bellos son tus pies en tu calzado; qué agradable tu andar! Quienes aman a las criaturas caminan con los pies desnudos y llevan riesgo de herirse; pero tú, como hija adoptiva del rey de reyes y como hija suya, vas calzada con los afectos de tu esposo, o de tu mismo esposo, si esto te agrada más, en cuyo corazón estás engastada. El Padre, yo y el Espíritu Santo admiramos tus pasos majestuosos y audaces en tu amorosa confianza; tus pasos son un vuelo de espíritu que te impulsa gentilmente. Tu modestia es agradable como un collar de piedras preciosas, muestras de tu pureza. Tú arrebatas a los bienaventurados que te ven subir de la tierra al cielo, del corazón del Hijo al seno del Padre a través del ardor del Santo Espíritu; y así como el divino esposo vino dando saltos de una colina a otra, saltando por los montes (Ct_2_8), del mismo modo subes por las colinas adorables del corazón de la humanidad del Salvador hasta llegar al Espíritu Santo, y del Espíritu al Verbo. El te conduce hasta su Padre, donde te sumerges en las divinas dulzuras como una esponja en el mar, y embriagada en el torrente de la divina abundancia, estando saturada de su bondad y dulzura, eres recluida, mejor dicho, absorbida, en la amplitud e inmensidad de la inestimable circumincesión de las divinas personas. Reposas volando y vuelas reposando con amorosa majestad. Eres besada y acogida por una boca que destila miel, cuyos sagrados labios, puros como la azucena, te llaman en secreto, al oído del corazón, su muy amada.

            Mientras duraron estas caricias, experimenté [269] sentimientos del todo inexplicables. El amor es misterioso en sumo grado; el silencio es su alabanza conveniente en Sión; los votos que proceden de un corazón amoroso son dignamente emitidos en Sión.

            No sólo me decía el divino esposo que admiraba mi caminar audaz, sino que deseaba alabar su donaire, diciéndome que él era el ángel del Gran Consejo que había tomado sobre sí el cuidado o encomienda que acostumbra confiar a sus ángeles destinados al ministerio y servicio de los elegidos de guardarme en todos mis caminos, y que me llevaba dulcemente entre sus brazos y en sus manos adorables. Me dijo que no pretendiera poder describir en su totalidad los grandes favores que me concede, sino más bien decir algo sobre ellos para revelar su bondad, y que llegan a ser tantos, que me es imposible contarlos, pero que en obediencia a mi confesor y para hacer su voluntad, que tantas veces me ha mandado hacerlo, dijera lo que me pareciera más fácil de contar.

            Me dijo además: Pequeña mía, confíate a mí por temor a que te hieras golpeándote contra alguna piedra de desconfianza o de dureza de corazón. A fin de que camines con seguridad sobre el áspid o el basilisco y aplastes bajo tus pies al león rugiente y al dragón devorador que revienta de despecho al verse bajo los pies de una chiquitina, recuerda estas palabras: Porque se volvió a mí, le libraré; lo protegeré porque conoció mi nombre. Me invocará y lo escucharé, con él estaré en la tribulación, lo libraré y lo glorificaré. Con larga vida lo saciaré, y le mostraré mi salvación (Sal_91_14). Diré con un placer divino: Mi hija me ha llamado dirigiéndome estas amorosas palabras, y yo la escuché. Estoy con ella en sus aflicciones, de las cuales la librar‚ para glorificarla mediante la gracia en esta vida, y, después de ella, colmarla de felicidad en todo lo largo de los días eternos. Allí le mostrar‚ a su salvador, dándole a conocer que quise salvarla por propia iniciativa, porque yo soy bueno.

            Después de estas seguridades, me invitó de nuevo a proseguir mi ruta con las mismas palabras del cántico de amor, repitiendo amorosamente: ¡Ah!, qué bueno es ver tu andar, amada mía. Tu donaire me ha hecho salir del seno de mi Padre como un gigante para venir a ti con la alegría y los atavíos de un esposo real y divino. Es menester que [270] llegues a ser grande por mis dones y que crezcas en gracia y en amor. Querida esposa, vas admirablemente calzada por tu esposo, es decir, por sus afectos; quiero que vengas brincando y saltando hasta el mismo seno del que yo partí. Ahí encontrarás tu tabernáculo, el sol de justicia, la sabiduría eterna delante de este trono majestuosamente dulce. Los espíritus celestes se abaten o absorben al adorar el exceso de bondad de mi divino amor. Aguilucho del corazón divino, contempla fija e insistentemente a este sol que es tu fuerza, tu vida y tu objetivo. El Padre que se complace en mí te ha mirado desde toda la eternidad, destinándote estos admirables favores.

            Al escuchar estas palabras, mi alma se humillaba, pero mientras más me abatía, más él me exaltaba, haciéndome ver cómo me había hecho semejante a él mismo, otorgándome en la comunión sus títulos de honor y sus arrebatadoras perfecciones, instándome a que admirara cómo lleva escrito sobre su muslo y sobre su túnica el nombre de rey de reyes y Señor de señores, enseñándome que el muslo significa la divinidad y la túnica la humanidad, que recibe todas las perfecciones de la divinidad del Verbo, en el que se apoya por una unión inefable. Prolongando sus caricias, me decía: Mi querida esposa, deseo que lleves la corona del reino y el nombre de reina. Has sido exaltada como otra Esther, pero con una majestad más augusta en razón de la unión matrimonial que yo, el Verbo Encarnado, rey de reyes, contraje contigo. Mi muy amada, esta unión es tan admirable, que hace comunes nuestros bienes y nuestros títulos. Yo mismo, que soy tu esposo, la alabo magníficamente: Las junturas de tus muslos son como goznes labrados de mano maestra (Ct_7_1). Esta juntura y unión conyugal significada por los muslos, símbolos de la generación purísima y virginal, sobrepasa la belleza y riqueza de todos los goznes trabajados por las manos de los más excelentes artesanos.

            Comprendí con un entendimiento sublime que hay tres admirables enlaces o uniones del Verbo: la primera, de la divinidad con la humanidad en la hipóstasis del mismo Verbo, que es en ella como el nudo; la segunda, del Verbo Encarnado con la Virgen, madre y esposa suya; y la tercera, con la Iglesia, con la que se ha enlazado por medio de un matrimonio indisoluble y por un gran misterio, en un gran sacramento. El mismo Verbo me decía: Niña mía, quiero renovar estas uniones y venir como por segunda vez al mundo aliándome a ti, mi querida [271] esposa, y por tu medio me dar‚ a mi orden. Por este nuevo instituto, me unir‚ de una nueva manera y me dar‚ a toda mi Iglesia. Debes saber, hija mía, que en estas bodas sagradas me uno en proporción a tu alma, que se convierte en mi esposa y en mi madre, pues me concibes dentro de ti misma y me darás a luz en una gran multitud de almas a través de las bellas palabras que pongo en tu boca, habiendo tenido el cuidado de proporcionarte la hermosura y la gracia que encanta santamente a los corazones. Tú me engendrarás en tu orden, a la manera de san Pablo, que no sólo engendró a los cristianos, sino a mí mismo, a quien iba formando y figurando en ellos. Por quienes segunda vez padezco dolores de parto, hasta formar a Cristo en vosotros (Ga_4_19).

            Por temor de que alguien empañe la eminente pureza y blancura de nuestro sagrado matrimonio y sagrada unión por medio de pensamientos carnales propios de una generación manchada a causa de la palabra esposo, digo expresamente: Las junturas de tus muslos son como goznes, ya que nuestra unión es tan bella e inocente, que no se compara en belleza con el cuello de una reina y de una esposa castísima y modestísima, adornada y cubierta de gargantillas y collares preciosos.

            Mi querida esposa, cuando tú me amas, eres casta; cuando me besas, te conservas pura; cuando me abrazas, permaneces virgen. Esta unión es el origen y sello que abarca la totalidad de la nobleza y la realeza que te he comunicado, la cual, como un collar de la orden supraceleste, te distingue del común de las almas ordinarias o que no son levantadas hasta esta divina nobleza. Una esposa participa de las cualidades de su esposo.

            La mano que tan artísticamente enlazó y realizó esta unión del esposo contigo es la de las tres divinas personas; es la mano de Dios. El Padre quiso como clarificar por ti a su hijo mediante una segunda encarnación, deseando hacerlo aparecer de una manera especial en el mundo. El Hijo, que es el Verbo, se une a ti para contribuir a la fundación de esta orden por ser su propia obra, la cual realiza en la mitad de los tiempos, obra que he vivificado por ser la verdadera vida que permanece en ti, no sólo por mi inmensidad, por la que estoy en todas las criaturas, ni por una presencia de gracia común a todos los justos, sino por la presencia de mi santa humanidad, sobre todo porque estoy frecuentemente contigo, esposa mía, mi predilecta, tanto por la comunión sacramental, que recibes diariamente, como por una presencia íntima y amorosa, multiplicándome para visitarte. Aunque no veías las especies, antes de que te concedieran el permiso de comulgar todos los días te daba la comunión de una manera divina cuando te veías privada de hacerlo. Tú sabes que puedo [272] hacer lo que me plazca en el cielo y en la tierra; es por ello que puedo concederte comulgar sin las especies visibles.

            Mediante su íntima y real presencia, el divino esposo, el Verbo Encarnado, acompaña casi continuamente a su querida esposa, la cual se ocupa en todo momento en platicar y jugar con él. Experimenta con tanta frecuencia la presencia de su amado, que es incapaz de dudar de ella, esforzándose por hacerla más estrecha. El se complace en adornarla todos los días y en dar vida a la obra que realiza en mí, la cual destina para crear su santa orden por mediación mía. De ahí que me diga que soy mucho más audaz que Habacuc, quien se atemorizó al comprender el designio que Dios tenía de llevar a cabo, por una amorosa osadía, la primera unión en la Encarnación con la humanidad, la Virgen madre y la Iglesia su esposa.

            Tú has trabajado en esta nueva unión, que es una representación de la primera, y que encierra un mundo de maravillas. Mi Padre te ama de tal suerte, que me entrega a ti. El Espíritu Santo experimenta un placer singular en esta unión, que es una obra maestra del amor. Es el Espíritu Santo quien te nutre por ser mi esposa, y el que cuida de adornarte y engalanarte a fin de que parezcas hermosa y agradable a los ojos de tu esposo y de toda la corte celestial. ¡Benjamina mía!, ¡Cuan perfecta es esta unión, cuan santa! ¡Cuan bien han sido trabajados estos zarcillos de oro, que han salido directamente de manos de la augusta Trinidad, la cual se complace en hacer resplandecer su bondad, su sabiduría y su poder en semejantes obras!

            No dudes, esposa y predilecta mía, que sobre tu muslo virginal está‚ grabado el nombre de reina, así como el de rey sobre el muslo y vestiduras del Verbo Encarnado, tu esposo. Se dice en el Apocalipsis que la túnica de la esposa es de un lino blanquísimo en pureza, resplandeciente de gloria y majestad. Quiero manifestar que te he hecho semejante a mí mismo Tu ombligo es un ánfora redonda donde no falta el vino (Ct_7_3). Por el ombligo debe entenderse el corazón tan puro como el marfil, fabricado en el torno por las manos del esposo. Esta pureza muestra la virginidad y está hecha a manera de copa o ánfora para ser llenada por la mano del esposo y recibir en ella el divino néctar que derramo en ella continuamente, pues yo soy la fuente impetuosa y viva que me descarga en tu corazón como en un recipiente del que yo mismo he de [273] beber, como si tuviera sed de mis propias aguas.

            Me complazco en estar junto a la fuente que he producido en este vaso sagrado, para distribuir el agua a los que quiero, y dar de beber a muchas almas estas aguas que son tanto tuyas como mías. Las he entregado, junto conmigo mismo, a tu amor. Por el amor todo es común entre nosotros, y como el amor se complace en obrar metamorfosis, y ha hecho todo para poseerte, me hago a mí mismo trigo de los elegidos, escogiendo tu corazón como mi granero: Tu vientre como montoncito de trigo, cercado de azucenas (Ct_7_3).Así como José construyó inmensos graneros en Egipto para almacenar toda clase de granos, así yo he acumulado en tu purísimo e inocentísimo corazón, rodeado de azucenas, un número casi infinito de gracias, muchas de las cuales contribuirán a la salvación de otras personas. ¿Recuerdas, amada mía, que viste en sueños tu pecho agobiado bajo un montón de trigo, sobre el que una bandada de palomas blancas se acercaba a banquetear con esos granos y a tomar su alimento de tu seno? Lo recuerdo, querido amor, y cómo me lastimaban sus picos.

            Valor, hija; alimenta a mis expensas a las almas que te envío y que darás a luz, aun cuando esto sea entre gemidos. Yo te daré con qué, pues soy rico en misericordiosa bondad, la cual ansía comunicarse. Vengo de mi Padre con abundancia, y de ti regreso a mi Padre con la misma abundancia.

            Divino esposo mío, tienes dos pechos que son tus dos naturalezas, con las que me alimentas y deleitas al mismo tiempo, pues eres mi deleite y mi vida. Por medio de tu bondad, produces en mí tu amor y el del prójimo, que son las dos maneras en que deseas que yo dé a luz. divino esposo, haces a tu esposa semejante a ti, te complaces en conceder tus dones y dices amorosamente:

            Mi esposa tiene dos pechos como dos cervatillos mellizos, con y entre los cuales me complazco y apaciento como entre lirios purísimos. Tu cuello es como torre de marfil (Ct_7_4). Por tu cuello, deseo que me devuelvas los dones que has recibido de mí con idéntica pureza. Yo soy la fuente que salta hasta la vida eterna. Al morar en mí y yo en ti, ambos habitamos en la torre de marfil.

            Me alargaría muchísimo si quisiera extenderme para explicar otros mil favores, delicadezas y caricias de mi divino esposo, que, por ser tan extraordinarios, [274] no me permiten anotarlos aquí para poder contarlos; son admirables en demasía. Diré únicamente, para gloria de este divino esposo, que, releyendo, mediante una paráfrasis del todo divina, el texto de los cantares, él me dijo que de mis ojos fluían gruesas perlas y cristalinos ríos, pues toda yo estaba bañada en lágrimas que eran de consuelo y confusión al mismo tiempo. Estas lágrimas arrebatan su espíritu amoroso, moviendo a toda la multitud de sus santos a alabarme y a procurarme nuevos favores, pues se alegran al ver contento al rey de reyes, que es su Señor y su Dios, así como el mío.

            El me dijo que mi nariz era como la torre del Líbano, que mira contra Damasco, a causa de la juiciosa cordura que él me daba para discernir lo que había que aceptar o rehusar, oponiéndome a los enemigos, concretamente a la carne y a la sangre, que resisten al Espíritu divino. Añadió que mi cabeza era como el Carmelo, en el que este Verbo Encarnado se muestra glorioso. Por ser mi corona, hacía nacer en mi cabeza pensamientos del todo divinos y empurpurados, encontrando, por este medio, un singular placer en que lo atrajera más y más hacia mí. De estos pensamientos, representados por los cabellos, formaba canales que estaban unidos a la púrpura de su sagrada humanidad por un maravilloso misterio, pues la humanidad del Verbo se abre con dos salidas al jardín por la fuerza del dolor, temor y tristeza. Los tormentos le marchitaron y abatieron el corazón; y la generosidad y audacia de su valor, impulsado por el amor de nuestra salvación, y el deseo de obedecer a su Padre, lo obligaron a reaccionar contra la tristeza de la muerte en cruz. Estos esfuerzos de amor y de dolor esparcieron la sangre, recogiendo sus espíritus en torno al corazón para socorrer su angustia. Sangre que, al ser sutilizada de esta suerte, transpiró como un vapor que escapó por los poros que dilató el ardor de su extraordinaria caridad, espesándose al contacto con la frialdad del aire: y le vino un sudor como de gotas de sangre que chorreaba hasta el suelo (Lc_22_44).

            El amor y el dolor abrieron todos sus poros, por ser propio de un corazón generoso demostrar su valor en el combate legítimo y glorioso mediante el cual estos mismos poros se expandieron, mediante la dilatación, al exceso de gozo y de dulzura que el Salvador tenía en mente para los elegidos, complaciéndose en verter su sangre mediante este sudor, que formó arroyos sobre la tierra. Estos poros eran como aberturas o conductos a los que se adhirieron los cabellos y pensamientos de la esposa, que pueden ser de tristeza que comparte los dolores de su amado, o de alegría y amor, regocijándose ante la gloria que posee como comprensor y viajero, todo al mismo tiempo. Mientras fue pasible, gozó de la visión beatífica en la parte superior de su alma santísima, sin dejar de ser en todo momento esplendor de la gloria de su Padre, figura de su sustancia, imagen de su bondad y hermosura, a pesar de que apareció en la carne del pecado y que se hizo mortal para morir por nuestro rescate.

            Mi amor me dijo que introdujera todos mis cabellos, que como he dicho, son mis pensamientos, en sus poros dilatados y que los anudara fuertemente a ellos; que serían transformados, según la promesa, en canales que me aportarían diversas gracias, y por mi medio, también a los demás; que así como no puedo contar mis cabellos, tampoco podré‚ contar los favores que he recibido de su bondad, la cual me ha escogido, y que, depositar mis pensamientos en sus poros es propiamente echar raíces en el primero de los elegidos, que es el primogénito entre muchos hermanos y el primer predestinado.

            Este rey de amor continuó demostrándome sus amorosos afectos, diciéndome: ¡Cuan bella y agraciada eres, oh amabilísima y deliciosísima! (Ct_7_6). Eres bella, querida mía, eres agradable, amada mía. Tú sales victoriosa de todas las dificultades, victoriosa de las criaturas y de tu amado, que es, de un modo místico, tu vencido. Te considera como una palma cargada de fruto, elevada con recta intención; tus pechos como ramos de ciprés. Desfallezco a la vista de tus bellezas, pero este vino que corre de tus pechos me fortifica el corazón y me provoca un deseo de levantarme y subir como un bebé hasta el seno de mi amada, para cortar el fruto de esta palma, estimando como mías estas victorias. Vengo, amada mía, a cortar este racimo sin herirte y sin violencia, para después pegarme a tu boca y aspirar el suave olor que sale de ella como de una viña florida. Vengo a beber por el canal de tu boca, a la que uno la mía, el vino delicioso que contiene tu pecho, y que da tanta suavidad a tu paladar; vino que revolver‚ en mi boca, saboreando su bondad y cantando alabanzas a mi Padre eterno, que es mi amigo y que está siempre conmigo y yo en él, el cual te ama, queridísima mía, porque tú también me amas.

            Estando toda confusa ante tantas caricias, de las que me reconocía indignísima, me abandoné a mi divino amor, diciéndole que era toda suya así como él se complacía en ser todo mío. El me dijo cosas tan arrebatadoras, acompañadas de caricias tan admirables, que me es del todo imposible [276] expresarlas porque su grandeza sobrepasa toda descripción. El apóstol san Pablo dijo que había escuchado palabras secretas, y su espíritu arrobado fue elevado hasta el tercer cielo, es decir, el paraíso celestial, las cuales no le era permitido revelar a los hombres de la tierra, pues fue arrebatado al paraíso, donde oyó palabras inefables, que no es lícito a un hombre proferirlas (2Co_12_4).

            Sin pretender comparar estos secretos con los que oyó el apóstol, afirmo que no es posible declarar a los hombres lo que el Verbo, fuente de sabiduría, me reveló: fuente de sabiduría la palabra de Dios en las alturas (Pr_18_4). Cuando él se dignó elevarme hasta el paraíso de su amor, donde mi alma ha escuchado estos misterios secretos, pude decirle: Callen todos los mortales ante el acatamiento del Señor; porque él se ha levantado y ha salido de su santa morada (Za_2_13).

            El Verbo, que apoya con su divino soporte la santa humanidad que tomó en María por una divina y amorosa dilección, apoya y eleva al alma a la que ama tan altamente, que ella es incapaz de decir aquí abajo, en la tierra, lo que ha oído en el cielo de esta divina ilustración. Dirá a su esposo: Inclina tus cielos y desciende para hacer ver tus divinos fulgores con tus propios esplendores, o por tus ángeles que son brillantes claridades, llamas ardientes. Ellos son esencias espirituales que no están adheridas a cuerpos groseros y opacos como los humanos. David se refirió a estos espíritus innatos cuando dijo: A los vientos haces tus mensajeros, y tus ministros al fuego ardiente (Sal_103_4).

            Pero, oh mi divino enamorado, mi alma, toda tuya, no puede detenerse con estos espíritus que no son Dios. Como otra Magdalena, se ve obligada a seguir su atractivo y su peso, que eres tú. La belleza de aquellos no es sino una imagen de tus perfecciones; tú eres su todo por ser su Dios: Yo soy de mi amado, y está siempre inclinado a mí. Ven, querido mío, salgamos al campo, moremos en las aldeas (Ct_7_10s). Soy tuya, amado mío, y todas estas bellezas que admiras no son mías sino tuyas y para ti. Mi gloria es mucho mayor al poseerte a ti mismo, que eres todo mío; me parece que sólo tienes ojos para mirarme, ojos en los que me miro como tu amada.

            Jamás quiero tener a nadie sino a ti. Ven, pues, amor mío, sácame del bullicio que me envuelve al frecuentar las ciudades y los hombres. Todo lo que no viene de ti, es nada para mí. Lo dejo voluntariamente para poseerte. Vayamos al campo espacioso del seno de tu divino [277] Padre, en el que deseo vivir contigo y morir a todo lo demás. Moremos en la aldea de tu santa humanidad, deteniéndonos ya en una llaga, ya en la otra. Si es de tu agrado que sirva yo al prójimo, derrama el óleo de tu gracia en mí, para que sea tu cristófora. Te prometo que no te apartarás de mí, fuente perenne e inagotable de la gracia. Al estar en mí, atraerás a las almas hacia ti. Levantémonos de madrugada y vayamos a las viñas para indagar si la mía está florida, y si da esperanza de virtud sólida. veamos si los granados florecen bajo tu favor, el cual me hace esperar todo si tú moras en medio de mi corazón y me asistes desde temprano, según tu promesa: Dios la socorrer al apuntar la aurora, volver su rostro hacia ella, Dios está en medio de ella, no se estremecer (Sal_45_6).

            Únicamente los rayos de tu divina faz me darán fuerza. Si place a tu amor hacerte como un lactante, pequeño y amoroso, adhiérete a mi pecho en estos lugares apartados del ruido y del gentío del mundo, donde con toda tranquilidad te dar‚ a comulgar mi leche, dándote el pecho y el jugo de mis granadas. Las mandrágoras embalsaman ya el aire con su aroma.

            Que todo lo que hay en el cielo y en la tierra se rinda a mi todo. ¡Oh, amado mío!, te he consagrado, conservado y destinado todas las cosas viejas y nuevas. ¡Ay! ¿Cuándo gozar‚ de este favor? Verbo Encarnado, hermano mío, que al mamar los pechos de una misma madre, la Santa Virgen, te pueda renovar, viéndote solo, la oblación que te es debida.

            Los que no experimentan tus deliciosas delicadezas me acusarán, tal vez, de temeridad al ver las intimidades que el exceso de tu bondad permite a mi amor y confianza. Es por ello que deseo encontrarte solo en el seno de mi madre la Virgen, o en el de tu divino Padre.

            ¡Oh, amigo de mi corazón! estaría segura y fuera del alcance de las criaturas si me escondieras en el seno de tu Padre junto contigo; pero estando en ti, estoy en tu Padre, ya que tú estás en él y le has pedido que aquellos que te fueron dados están donde tú estás, gozando de tu claridad por el exceso de amor mediante el cual todas nosotras seremos consumadas en uno. Esta es la admirable clarificación que deseas hacer con todos tus elegidos en el seno de tu Padre, a fin de que el que era antes de que el mundo fuese, siga siendo en el presente y después de que el mundo acabe, retornando a su principio eternal de sí, por sí y en sí; de él, por él y en él.

Capítulo 34 - Mis confesiones hechas con dolor y confianza, y mis comuniones recibidas con amorosa dilección, me hicieron recibir de Dios la bendición de Jacob a su hijo Judá.

            [278] Las caricias que menciono duraron varios días, durante los cuales mi alma se encontraba sumergida en un mar de delicias y de dulzura. Mi divino Señor continuaba mostrándome cómo él me había hecho semejante a sí mismo por participación, añadiendo que me había escogido para hacer revivir la raza de Judá, y que así como él es el león de Judá, quería que yo fuese su leona, concediéndome la misma bendición que a su hijo Judá. Me explicó Génesis 49 en un sentido profundamente misterioso: A ti, Judá, te alabarán tus hermanos (Gn_49_8).

            Judá quiere decir alabanza. Amada mía, mediante las alabanzas que rindes continuamente a Dios, y por la confesión que haces de tus faltas y debilidades, acusándote a ti misma, elevándote mediante la contemplación a las alabanzas de Dios y abajándote por medio de la contrición hasta un vil sentimiento de ti misma, tus hermanos, los bienaventurados, te honran porque yo, tu Salvador, te he escogido entre mil para ser respetada por todos como mi muy amada: Tu mano en la cerviz de tus enemigos (Gn_49_8). Yo armé tu brazo con mi fuerza para que resistas a tus adversarios, cuyo espíritu humillarás, superando a los sabios del mundo y a los prudentes del siglo, quienes, al someter los consejos y obras de Dios a las reglas y máximas de la prudencia humana, se opondrán a mis gloriosos designios. Tú abatirás a los demonios, quienes experimentarán que todas sus fuerzas unidas no son sino debilidad y su ciencia ignorancia y tinieblas: Inclínense ante ti los hijos de tu padre (Gn_49_8). Los ángeles y los bienaventurados me adorarán en ti, respetándote como a la esposa de su rey y postrándose ante el escabel de mis pies.

            Después de estas promesas, oh mi divino esposo, me exhortaste a tener valor y a convertirme en una leona pequeña y ardiente en la cruz: Cachorro de león es Judá, de la presa, hijo mío, has vuelto (Gn_49_9).

            Leona en generosidad y valor. Tú eres esta leona, amada mía, que duerme con los ojos abiertos en razón de las grandes luces que te iluminan, mientras reposas dulcemente en el seno del Padre de las luces. En este sueño de la contemplación eres de tal modo iluminada, que llegas a conocer lo que pasa en ti y ves el rayo que te ilumina. Puedes manifestar lo que has visto y conocido a favor de la luz divina, en la que de ordinario las almas [279] más elevadas miran sin ver ni poder retener lo que les fue revelado. Vieron tanta grandeza, tanta majestad y luz durante su sueño, que quedaron deslumbradas, por no decir ciegas, ante ese exceso de claridad. Habiendo escuchado al oráculo, quedan mudas como el profeta.

            El león y la leona despiertan a su cachorrillo con sus rugidos. A los hijos que nazcan del celestial matrimonio que yo, el Verbo Encarnado, contraje contigo, por ser de los dos, los despertaremos con los rugidos de nuestra voz y la eficacia de nuestras palabras, sobre todo al establecer nuestra orden, nueva en la Iglesia. A través de estos gritos saludables, la tierra, que está desolada, retumbar y no quedar en ella nadie que no piense en mí de corazón o que deje de regular sus afectos con los pensamientos que las divinas luces producen en los corazones de quienes las reciben.

            Hija mía, leona de Judá, tú también despiertas, con tu fuerte voz, a la leona incomparable, la Virgen, mi santa madre, y al mismo león, tu esposo, que parece no poder resistir tus amonestaciones, complaciéndose en ser dulce y santamente apremiado por los ardientes suspiros de su enamorada, a la que, si persiste en su fidelidad, entregar‚ el cetro de Judá: No se irá de Judá el báculo (Gn_49_10), que no es otro que yo mismo, que soy tu rey y tu reino.

            Habiéndome dado a ti en calidad de esposo, me entregaré a título de rey, haciéndote reinar en mi Iglesia como en un nuevo reino. Yo mismo reinaré en ti y en la Orden. Vendré como de nuevo para bien de tantas almas que me esperan en tantas provincias y en diversas naciones, que se alegrarán entonces en su salvación: Este será la esperanza de las naciones (Gn_49_10), dijo Jacob refiriéndose a mí.

            Hija y esposa mía, este segundo advenimiento del Verbo, que soy yo, llegar indudablemente antes de que el reino de la Iglesia militante llegue a su fin, y que el cetro de Judá sea hecho pedazos. El esposo mantendrá atado su potro a la viña durante el tiempo en que su humanidad siga unida a la vida: me refiero a que yo mismo me he atado en el sacramento eucarístico. Por ser mi esposa, tú también estás amarrada con lazos de amor a esta viña y a este sacramento de vida. Deseo que encadenes a una gran multitud de almas, ligándolas al único que puede ser su apoyo y su ayuda.

            Lavé la túnica de mi humanidad en vino de uva, y mi manto se tiñó con su jugo, que es mi propia sangre. Por ser mi esposa, te lavas todos los días en esta misma sangre por la confesión y comunión cotidiana. La escarlata del manto y del escapulario que revestirán tus hijas estar teñido de esta misma sangre, de la cual portarán las libreas y el color.

            [280] Lavé tus ojos, por ser los de mi esposa, en el vino del que toman su brillante color; tus dientes están blanqueados en leche. El vino que conforta el corazón y alegra con su color a quienes lo miran, significa la sabiduría que ilumina el ojo interior de tu alma, que arrebata con su hermosura a quienes la contemplan, fortifica además a las almas abatidas.

            Tus dientes blanqueados por la leche representan la facilidad y amabilidad con que comunicas y distribuyes a los demás los conocimientos que has recibido. Los dientes cortan y desmenuzan el alimento, pero el Cantar compara, además, los dientes de la esposa a rebaños de ovejas que salen del baño sin que entre ellas haya una sola estéril, lo cual simboliza la fecundidad de tus discursos en su pureza, candor e inocencia.

            Tus ojos, querida mía, son tan bellos y arrebatadores, que cautivan a quienes los miran; se produce en ellos un brillo divino al contemplar la divinidad de tu esposo. Tus dientes se blanquean al considerar la leche de la humanidad, que enseña los sagrados misterios; tus labios destilan miel cuando hablan de mi divinidad. Mi Padre eterno te surte el vino generoso que ilumina tus ojos con la ciencia de nuestra divinidad, y mi madre te ofrece su leche para blanquear tus dientes, que se emplean en desmenuzar o declarar los secretos de la humanidad. Querido Esposo, ¿qué podría añadirse a las alabanzas con las que te complaces en compartir tu gloria con tu indigna esposa, haciéndola participar en dignísimas cualidades con las que te dignas favorecerla?

            Hija mía, Rebeca fue agraciada con una belleza tan fascinante, que conquistó enteramente el amor de Isaac: Enjugó sus lágrimas, lo consoló y le quitó el duelo por la muerte de Sara, su madre. Así, no teniendo ya madre en la tierra, en la que moro en el sacramento eucarístico, he querido que suplas esta ausencia tomándote por esposa y por mi Rebeca. Me deleito en las gracias con las que te he adornado, así como en otro tiempo me recreaba en las perfecciones sin par de mi santa madre en la tierra. No hago esta comparación en términos de igualdad, como cuando dije: Sed perfectos como mi Padre celestial es perfecto; quiero, más bien, hacer resaltar la proporción y analogía comprendida en ello y demostrar el gran amor que tengo hacia ti, mi pequeña; amor que te previene y se adelanta hasta ti como Isaac a la vista de Rebeca, la cual descendió del camello sobre el que estaba sentada.

            Querido esposo, me humillo delante de tu majestad, adorándote como a mi rey y mi Dios: He aquí la esclava del Señor, hágase en mí según tu palabra (Lc_1_38).

Capítulo 35 - El divino amor hace profusiones de bondad, acariciando al alma a quien ama exaltando sus designios, 18 de abril de 1633.

            [281] No pudiendo sufrir más el mar de delicias que desde hacía varios días inundaba santamente mi corazón, ni la llama que me abrasaba sin dejar de intensificarse, me vi obligada, por la tarde, a apartarme de mis hijas, quienes estaban en el refectorio, para conversar con mi divino esposo, el cual me había preparado un manjar delicioso en extremo. Me presenté, pues, ante este divino amor para cumplir con lo que me pedía. Me habló en el abismo de su bondad y me sumergió en tan grandes dulzuras, que tuve miedo de se tratara de un engaño o de un impulso del amor propio.

            A medida que me sumergía más y más en estas delicias, suplicaba al Padre eterno que se complaciera en dar el imperio al Verbo hecho carne mediante la fundación de su Orden, Orden cuyo establecimiento me había mandado él que procurara y que no permitiera que reinara Adonai en lugar de Salomón, su querido hijo, al que había prometido su cetro y su corona, pues temía que se dijera que yo no era de los llamados por él mismo, sino por la imaginación.

            Mi amado, no pudiendo ver a mi alma sufrir más, me dijo que él era rey de mi corazón, al cual había conmovido con una palpitación oprimente y una agitación amorosa, la cual bien sabía yo que no era natural. Mi corazón, amorosamente oprimido, le pidió aire y ventilación, lo cual me concedió diciendo que no tuviera motivo para turbarme o dudar de que estas delicias fueran del todo santas e inocentes, por ser fruto de nuestros santos y sagrados matrimonios; que esta noche era la tercera en la que debíamos estar juntos y unidos en una unión muy íntima; que él era Hijo del divino Padre en su generación eterna, e hijo de los patriarcas; que él era mi Tobías y yo su Sara, a quien había preservado para sí, a pesar de que muchos tuvieran intenciones de que fuese para ellos; que para este fin había reducido a la nada todas las pretensiones de quienes deseaban recluirme en otras órdenes religiosas; que él mismo [282] era el ángel Rafael, que había atado al demonio, el cual jamás me había molestado, y al que había relegado al desierto para mantenerlo alejado de nuestras bodas virginales, a las que nunca se acercaría.

            También me dijo que adorara y honrara al patriarca de los patriarcas que es su Padre eterno, del que, como ya se dijo, él procede por generación eterna; que honrase a su madre, en cuyo seno virginal fue engendrado en la plenitud de los tiempos, haciéndose hombre sin dejar de ser Dios; que yo participaría, en cierto modo, de esta gloria y que estaría unida al divino Padre, a esta augusta madre y a esos patriarcas por la extensión de esta generación, que se hacía realidad en el sacramento que su orden honraba con un culto especial.

            Dicha extensión se realizaría, además, en la institución de su orden, pues llevaría su nombre de Verbo Encarnado; que también, en cierta forma, sería yo contada en el número de los patriarcas fundadores de órdenes religiosas, porque a él le agradaba el título de fundador de esta nueva orden, diciéndome que compartía sus títulos conmigo al hacerme su cofundadora, no sólo su colaboradora, mediando en ello la gracia, como lo ha hecho hacia los institutos de otras órdenes, pero de una manera particularísima e inexplicable para mí. Continuó diciéndome que él moraría personalmente en medio de esta orden como en el sacramento de la Eucaristía, asistiéndonos como nuestro Padre particular y amándola como a su propia obra, a la que desea vivificar. Añadió que yo estaba, santamente unida a él en el seno amoroso de su Padre eterno, en cuya presencia se llevaba a cabo la consumación de nuestro casto matrimonio, el cual, por su inviolable pureza, engendra la virginidad.

            Prosiguió diciendo que él se daba a mí como dote, porque encierra en sí todos los tesoros de ciencia y sabiduría de su divino Padre, los cuales, con toda libertad, puedo atreverme a pedirle a él o a su divino Padre, diciéndome que muchos poseen a este divino Salvador sin conocer los tesoros que su Padre ha ocultado en él, ya que no se manifiesta a todos los que están en gracia por no juzgarlo conveniente.

            Escuché que el joven Tobías fue favorecido con muchas de estas gracias y favores en consideración a las buenas obras de su padre, el cual frecuentemente dejaba de cenar para dar sepultura a sus hermanos israelitas que morían durante el rigor de la cautividad. Mi amor me aseguró que me había escogido porque en renovadas ocasiones había yo dado sepultura en mi corazón a su amor, que se encuentra en un verdadero estado de muerte en el sacramento de la Eucaristía, diciéndome que para ello había dejado muchas veces mi alimento, privándome de las comodidades corporales y mortificando los apetitos de la sensualidad. El recompensaba esta caridad con un matrimonio mucho más feliz que el de Tobías, y [283] sería seguido de un linaje bendito.

            Me dijo, además, que el germen que él me daba contemplaría la belleza de la nueva Jerusalén que iba a construir en la tierra a través de este instituto, cuyas puertas serían de zafiro de celestial pureza y de una esmeralda de firme esperanza; las murallas, fabricadas con toda clase de piedras preciosas que representarán las diversas virtudes; el adoquín de mármol blanco, la recta intención, con la que todas mis hijas serán adornadas. Todas las calles resonarán con un continuo aleluya. Los que tengan la dicha de contemplarla bendecirán al señor que la edificó con tanta gloria y magnificencia, y pedirán que su duración se prolongue a lo largo de los siglos, adorando el imperio eterno de este Señor que la fundó para él mismo.

Capítulo 36 - A la voz del Verbo Encarnado, se abren las fuentes de la gracia para lavar y saciar a las almas. 18 de abril de 1639

            [285] Después de comulgar, escuché que el Salvador no sólo era prefigurado por Isaac, gozo de su padre, alegría del corazón de Sara que figura la de la Virgen su madre, y risa del mundo y de toda la naturaleza, sino todavía por Ismael quien fue arrojado de la casa paterna junto con Agar, su madre. El fue aparentemente abandonado por su Padre eterno a causa de los pecados de los hombres, de cuya expiación se encargó revistiendo la librea de los pecadores y haciéndose semejante a la carne del pecado. Murió en la cruz por Agar e Ismael, es decir, por toda la naturaleza, por todos nosotros, lanzando un fuerte grito, haciendo oír su voz, que fue escuchada. Su costado, que era el pozo que ocultaba el manantial de agua viva, fue abierto para darnos sangre y agua.

            El ángel que nos descubre esta admirable fuente es san Juan, que fue el primero en beber de ella las aguas de la divina sabiduría. Jesús, que abrió la fuente de su corazón y del seno paterno en el sacramento de la eucaristía, ¿no es acaso un Ismael, en vista de que está [286] como rechazado por toda la naturaleza y reducido a un estado en el que no puede obrar ni padecer, por estar impedido de expresar sus sentimientos?

            Sara es la Virgen, que siempre ha llevado el bello título de dama y señora por jamás haber estado sujeta como el resto de los hijos de Adán, quienes antes que hombres se convirtieron en siervos y esclavos a causa del pecado original.

            Amada mía, tú eres Agar, pues recibes cada día a tu querido Ismael en el santo sacramento. En él encuentras al Ismael místico, que clama a su Padre por ti y por los pecadores. Estrecha entre tus brazos a tu divino enamorado, al que ves desechado y deshonrado en este estado por la mayor parte del mundo. Suspira y vierte lágrimas a causa de los oprobios y afrentas que acepta por la conversión del mundo. Es allí donde tu corazón debe depositar sus impulsos amorosos y sus fuertes voces, que subirán hasta los oídos de mi Padre eterno y herirán santamente su pecho.

            Admira esta fuente de amor, la sangre recogida en el cáliz de la Eucaristía. Bebe a largos tragos del torrente de la divina abundancia, de este néctar que brota del paraíso y de la leche en la que se ha cocido este cabrito. Yo soy el ángel que guarda la llave de estas aguas, que abre las compuertas y las deja desbordar para solaz de las almas afligidas y abrasadas de mi amor, y para lavar en ellas a las que aún se encuentran en la vía purgativa. Por ser el rey, experimento un singular placer al dejar correr estas aguas sobre ellas y dárselas a beber, lo mismo que a todas las almas que están sedientas, las cuales pueden compararse al ciervo que, perseguido por los perros, se lanza hacia las fuentes que encuentra a su paso para refrescarse en ellas.

Capítulo 37 - La divina bondad, que se complacía en favorecerme y en dárseme a conocer, me ordenó revelar sus maravillas, diciéndome que, por ser hija del Verbo, quería que fuera un testigo valiente del exceso de su bondad hacia mí; de éste modo, animaría a otras almas a amarle. 22 de abril de 1633

            [289] Mi divino esposo me comunicó, en varias ocasiones, su deseo de que manifestara al mundo lo que él me enseñaba, y que diera a conocer las maravillas de su bondad. Un día me dijo que me había escogido para ser luz de las naciones, Te he destinado a ser luz de las gentes (Is_42_6). Yo misma me acusaba de temeridad al tener que hablar con tanta facilidad sobre los misterios más excelsos, pensando que el silencio era lo más decente para mi sexo femenino.

            El divino enamorado me respondió que, por ser hija del Verbo, no debía callar; que su bondad había derramado su gracia en mis labios a fin de atraer a su amor a las personas que conversaban conmigo; que el profeta Isaías se arrepintió de haber callado, y que así como él había escogido a los apóstoles para ser testigos de sus maravillas y de su doctrina, quería que yo le sirviera como testigo irreprochable de su bondad, de la que me había dado pruebas y certezas tan convincentes.

            Prosiguió diciendo que la abundancia de sus gracias en mí, a semejanza de la fuente de David, me abriría a todos aquellos que desearían beber las aguas de una doctrina de salvación, y que para este mismo fin me había recomendado con frecuencia que escribiera lo que escuchaba de él. [290] Cuando he dejado de hacerlo, él me ha reprendido diciendo que sus palabras son de más valía que las piedras preciosas: mis palabras son más preciosas que el oro y el topacio; que sería un crimen menospreciarlas y, por descuido, dejarlas caer en el olvido bajo pretexto de humildad. Cuando mis achaques no me permitieran escribirlas a la hora debida, debía resumirlas y entregarlas a mi confesor, cuyo regreso de París había permitido a fin de que pudiera confiar mis secretos a una persona capaz de recibirlos, para escribirlas después en detalle cuando mi salud mejorara.

            Al preguntarle por qué había escogido a esta persona, que había estado en contra mía durante tantos años, mi divino amor me dijo que su divina providencia solía sacar el remedio de nuestros propios males, haciendo contribuir a nuestro bien lo que causaba nuestra pérdida, produciendo, según su química admirable, un contrario de su contrario, y diciéndome que el celo que san Pablo tuvo por la ley de sus padres, lo había hecho cruel al perseguir al cristianismo, pero que este mismo celo se había orientado a predicar la nueva ley que él había abrazado después de su divina visita. También añadió que, por ser este padre de un natural curioso, deseoso de saberlo todo y que había empleado varios años en el estudio de muchas vanidades y cosas inútiles, lo había convertido mediante el conocimiento que le dio la providencia de los maravillosos favores que me dispensaba, por lo que (dicho padre) se ocuparía, de ahí en adelante, de la ciencia de las cosas de Dios y de las operaciones secretas y admirables que realiza en las almas que posee.

            [291] Mi divino amor me dijo que no tenía yo más excusas, pues me había dado seguridades tan fuertes de la verdad de su palabra, que no podía dudar de ella, y que jamás persona alguna observó que no tuviera buen espíritu; que tenía yo el testimonio de su Espíritu de sangre y del agua que san Juan menciona; que su alma, que me instruía, me sería fiel por siempre; que san Juan, con su aguda mirada, había distinguido el agua y la sangre que salían de su costado, para darme a conocer misterios muy sublimes, añadiendo que su testimonio era verdadero, por estar apoyado en esta sangre y agua sagrada y milagrosa. Afirmó que me concedía la misma certeza que a su discípulo predilecto.

            Viéndome apenada al no poder distinguir mis propios pensamientos y palabras que él me decía, como las había distinguido al principio, y temerosa de hacer pasar mis sentimientos particulares por luces divinas, este divino Señor y esposo mío me dijo que, después de la consumación del matrimonio, todos los bienes y títulos de honor son comunes a los esposos, y que no suele decirse: Esto es del Señor y aquello de la Señora. Por ser nuestra unión más estrecha que la de los matrimonios de la tierra, por llegar hasta la unidad del espíritu, la comunidad de nuestros bienes llega a ser más íntima por tener afectos, pensamientos y palabras comunes.

            Ese mismo día, mi querido esposo me consoló nuevamente por la misma dificultad, diciéndome que él apreciaba mis pensamientos, que yo culpaba de precipitación; que el pelo de las cabras era recibido en sacrificio [292] aunque fuera símbolo del espíritu, que jamás se detiene en un objeto, y que sólo obra por saltos; y que este pelo era santificado por el contacto con el Arca; que él mismo usaba como peluca un vellón blanco, aunque sus cabellos parecían de lana, manifestando así la estima en que tiene los afectos y pensamientos de las almas santas.

            No pudiendo resolverme enteramente a declarar sus favores, aunque me complacía naturalmente en la sencillez e ingenuidad que me son ordinarios, me exhortaba él a descubrir del todo mi interior y las maravillas que se dignaba obrar en mí con tan abundante profusión, asegurándome que se complacía en mi candor, en el que me hacía semejante a él, que es el candor de la luz, el vapor de la virtud divina, como dice el sabio, y emanación parcial de la claridad del omnipotente, diciéndome que hace aparecer en mí un rayo de su claridad, ya que soy, por ahora, incapaz de recibir en su plenitud la luz del sol que me ilumina; que soy como la nube que es un vapor un poco espeso, en el que se oculta el sol, haciéndome con frecuencia luminosa e iluminada con su propio esplendor; que yo le sirvo de velo, y que a través de mí se comunica más suave, apropiada y tolerablemente a la debilidad de nuestros ojos; que experimentaba un gran placer al ver en mi alma esta claridad de la virtud de Dios, pues por ser el Verbo Encarnado, permanecería en mí por la fe, oculto y cubierto para iluminar a quienes lo buscaran y se acercaran a él. Me dijo: Amada mía, eres el espejo sin mancha de la majestad de Dios, que te ama (Ef_5_27).

            [293] Como me sorprendieran sus palabras, me hizo escuchar: Hija, puedo hacer todo lo que quiero mediante mi palabra, que produce, como a través de un bello cristal, la belleza de la majestad de Dios; palabra que, al ser comunicada al alma, la configura con el Verbo, que es imagen en la Trinidad. Si tu alma no está manchada, recibir esta luz, que en nada merma su hermosura en sus comunicaciones participadas. Al ser sincera y veraz, no perderás nada al manifestar las palabras que recibes del mismo Verbo con tanta fidelidad y candor como el espejo que reproduce el rostro del que se mira en él. Hija mía, ¿acaso no es tu alma la imagen de la bondad divina, que parece jamás haber concedido gracias suficientes, ni tan continuas, a persona alguna después de la madre del amor hermoso?

            El me aseguró amorosamente que se había entregado a mí de tal modo, que me había hecho su imagen. Al cabo de algunos días, habiendo leído en mi mente estas palabras: ¿de quién soy yo?, pensando que se encontrarían en la Escritura, se me respondió que David dijo a Saúl en el exceso de su humildad: ¿Quién soy yo, o cuál ha sido mi vida, ni de qué consideración goza en Israel la familia de mi padre para llegar a ser yo yerno del rey? (1S_18_18).

            Al acercarme a la santa comunión, después de lo anterior, mi amado me repitió las mismas palabras diciendo: ¿de quién soy yo?, a fin de que las profiriera amorosa y humildemente, pero con confianza. El me respondió que yo era toda de él, y que así como había preguntado a los que le presentaban la moneda dónde estaba la imagen del césar, ¿De quién es esta imagen? (Mt_22_20), que así debía yo considerar de quién era yo imagen. Afirmó que yo era una representación de su bondad; que así como él recibió la vida de su Padre, deseaba que yo tuviera vida por él, y que recordara estas palabras, que él me había explicado mediante la sabiduría que se manifestó en [294] san Pablo, quien dice claramente que el Verbo es la figura de la sustancia del Padre, el esplendor de su gloria, el cual la da a conocer a los hombres. El alma que es favorecida con esta transformación lleva en sí una muestra de la belleza del Verbo, ya que lo expresa tanto como esto puede ser posible.

            Admiré el exceso del divino amor, que se complace en comunicarme tan grandes gracias, elevando mi espíritu en sus sublimes conocimientos sea mediante uniones intelectuales, sea por locuciones y no a través de figuras materiales. Si este Dios de bondad hubiera querido darme a conocer sus misterios con visiones imaginativas, éstas se desvanecerían de cuando en cuando, y me valdría únicamente de símbolos para explicarlas, por ser estas imágenes más familiares a los hombres que las ilustraciones que son puramente espirituales, que son infusas y divinamente comunicadas de una manera inefable, y que son captadas por el espíritu mediante una mirada intelectual muy depurada de toda clase de formas de aquí abajo, y por una luz enteramente sobrenatural.

            Es éste un don muy excelente y perfecto del Padre de luz, el cual me decía que, habiéndome llamado para instituir una Orden que tiene como idea y título la persona y el nombre del Verbo Encarnado, su Hijo, podremos asegurar que Él nos ha dado todo por ser ésta la Palabra que encierra todo su poder (2Cor_12_19).

            Al mismo tiempo, mi esposo me explicó las palabras del salmo: Construyó como las alturas del cielo su santuario, como la tierra que fundó por siempre (Sal_78_69), diciéndome que la intención pura y sencilla lo había atraído hacia mi seno para hacer en él su morada, y que por su bondad, había santificado su tabernáculo.

 Capítulo 38 - Al ofrecerme como esclava a la Santísima Trinidad y a la Virgen, san Gabriel me dijo que me ofreciera como presa. La presa es el placer del Rey de amor

            [297] El 27 de abril, meditando en la encarnación del Verbo divino, anunciada a la Virgen por san Gabriel, me postré en tierra delante de una imagen de esta incomparable Señora, ofreciéndome como esclava a la adorabilísima Trinidad y a la santa Virgen, considerándola como hija del Padre, madre del Hijo y esposa del Espíritu Santo y conjurando a este arcángel, por todos los bienes que su embajada había procurado al mundo, pidiera para mí esta calidad de esclava, que estimaba yo como un grande favor.

            El arcángel me respondió Ofrécete como presa. Esta palabra sacudió mi corazón, llenándome de una amorosa alegría que deshizo mis ojos en una dulce lluvia de l grimas. Dije estas palabras: Me ofrezco como presa a tu divino placer.

            Al preguntarme, más tarde, ¡porqué san Gabriel me haría esta oferta tan extraordinaria? se me respondió que ofrecerse como presa era más que ofrecerse como esclava; que había diferencia entre ser esclava y ser una presa, pues la esclava sólo es comprada para servir a aquél que la adquirió, mientras que la presa es masacrada y devorada, es decir, consumida enteramente al gusto del que la compró o la logró, a la que da muerte para que le sirva de alimento. La virgen no sólo dijo al ángel: He aquí la esclava y sierva del Señor, sino hágase en mí según tu palabra, ofreciéndose, con estas últimas palabras, a ponerse en manos del Señor, de cuyas voluntades era portador este serafín, como la presa es aprisionada por el águila que la ha perseguido durante largo tiempo. También, ante esta misma palabra, el Verbo se dejó caer sobre su presa, haciéndose carne de la sustancia purísima de María y revistiéndose de ella con grandísimo deleite. El fue la presa de su presa, y el hombre se hizo Dios y Dios, hombre. Aquel que era desde la eternidad el Verbo increado, se hizo a partir de ese momento Verbo Encarnado y la Virgen, por haberse entregado a Dios como presa, fue hecha madre del Verbo, maternidad que comprende todas las grandezas, ya que una simple criatura no puede ser elevada a mayor altura.

            El divino Padre me ofreció la dicha de esta santa Virgen, diciéndome que [298] él y el Espíritu Santo se encuentran, por seguimiento, necesaria y convenientemente, donde el Verbo es bien recibido, complaciéndose en acompañarlo al ir de cacería y lograr una buena presa; que a él le agradaba la de mi alma, que se ofrecía y abandonaba enteramente como presa al rey del amor.

            Durante la comunión que hice después de estas dos conversaciones, mi divino amor me explicó el misterio de su cacería, diciéndome que su cuerpo era la red y sus poros las mallas o pequeños orificios; las aberturas más grandes eran sus llagas; sus sentidos, los perros que olfatean la presa; su alma, su arco; su divinidad, la flecha y los brazos su sabiduría, que da alcance fuerte y suavemente, capturando así la presa que persigue para hacer de ella un festín real.

            Añadió que yo era su regio banquete, diciéndome que en este sacramento de amor me alimentaba con la leche de los reyes, y que a su vez, deseaba sustentarse de mí para cambiarme en él y hacerme, de esta manera, figura de su sustancia, como dije anteriormente, y transformarme en su claridad y su imagen, haciéndome pasar de una claridad a otra para que aparezca como la imagen de su bondad, y cuando se convierte al Señor, se arranca el velo. Porque el Señor es el Espíritu, y donde está el espíritu del Señor, allí está la libertad. Mas todos nosotros que con el rostro descubierto reflejamos como en un espejo la gloria del Señor, nos vamos transformando en esa misma imagen cada vez más gloriosos: así es como actúa el Señor, que es Espíritu (2Co_3_16s).

            En esta conversión hacia Dios, el alma es elevada y todas las cosas que amábamos antes se nos aparecen con otro rostro. Se ve una transformada en el Espíritu de Dios y unida a sus fines. En esto se encuentra la verdadera libertad, ya que puede una adorar en espíritu y en verdad.

            Es menester contemplar su rostro, verdadero espejo de belleza, que se comunica al espíritu que la mira, el cual recibe las características de la luz divina, de la que procede el amor, que iguala a los que se aman para unirlos con más fuerza y transformarlos mediante una metamorfosis admirable: el esposo transforma en sí a su esposa, transfigurándola de claridad en claridad.

            Mientras admiraba este maravilloso crecimiento que mi divino cazador obraba para provecho mío después de aceptarme como su presa, me dijo que era para mí un gran favor y una grandísima dicha ser la satisfacción y el placer de Dios; que no se puede ser amada ni acariciada por el Hijo sin serlo también por su divino Padre, ni por el Padre [299] sin que lo sea del Hijo en el amor, que es el Espíritu Santo, pues así como ellos son una misma esencia, del mismo modo poseen un mismo amor, que es el término de su única voluntad.

            El Padre de las luces, complaciéndome en honrarme, me dijo que extendiera la Encarnación, que la orden que él deseaba establecer sería su extensión; que le agradaba que me conformara a su voluntad y que penetrara en sus potencias y que, a pesar de no haber estudiado en escuelas y academias de la tierra, su ciencia se había hecho admirable en mí, añadiendo que su Verbo era mi maestro y yo su alumna e hija queridísima de este divino Padre. Prosiguió diciéndome que, así como concedió a Isaías hijos prodigiosos, así, por una bondad del todo paternal, me había dado a su Hijo como una hija prodigiosa; que mi Salvador quería ser mi padre, mi hijo y mi esposo, todo a una; que, para ganarme del todo, me había dado a la profetisa María, para que fuera hija de esta madre y de su Hijo, que era para mí todas las cosas y que sería yo presa de mi presa.

            ¿Qué otra respuesta podría haberte dado, divino amor mío, después de verme prevenida con tantas dulzuras y bendiciones, sino la que sigue?: Querido amor, que eres todo fuego, enciende mi sangre; amor ardiente, obra en mis entrañas y consume mi todo en ti. divino cazador, alegra a todo el paraíso con la gacela que alcanzaste con tanto trabajo, después de perseguirla largo tiempo. Derrama sobre mí y sobre todas las hijas a quienes atraigas a tu congregación, tus amables bendiciones. Te suplico que todos los hijos que conciba yo de tu amor, lleguen a ser prodigios de gracia y de virtudes recibidas mediante una amorosa adopción de tu Padre. Se siempre el Dios de mi corazón y mi porción por la eternidad. A ti acudo, mi Dios y mi todo.

            Extasiado en el amor divino, mi espíritu fue llevado a presenciar la conversión del gran apóstol, a quien el Verbo Encarnado atrapó en el camino de Damasco como una presa, el cual, temblando y estupefacto, preguntó: Señor, ¿qué quieres que haga? (Hch_9_5). Dicho apóstol sirvió después como manjar delicioso a Jesucristo. Es verdad que, así como a través de una sagrada conversión, el alimento se transforma en la sustancia del que lo come, Pablo fue totalmente transformado en Jesucristo, siendo portador de su figura e imagen suya, por ser el Verbo figura e imagen de su Padre. Llegó hasta decir que llevaba en su cuerpo las marcas y llagas de Cristo, diciendo que sólo vivía de su misma vida y estaba animado únicamente por su Espíritu: y no vivo yo, sino que es Cristo quien vive en mí (Ga_2_20).

            [300] De la contemplación del gran apóstol pasé a la admiración de la felicidad parecida que experimentó san Agustín. Sin dejar de ser Agustín, su corazón y todas sus entrañas pertenecían, sin embargo, enteramente a Jesucristo, y Jesucristo era todo de él. Como creyó en otro tiempo, él no cambió a Jesucristo en sí, sino que fue transformado en él. Si, por un imposible, hubiera sido Dios, hubiera querido dejar de ser Dios para hacer Dios a Jesucristo, mediante el deseo de su amor apasionado. Jesucristo, siendo Dios, llegó a ser, permítaseme la expresión, Agustín, y Agustín se convirtió en Dios mediante una divina transformación y amorosa deificación. Al entregarse como presa del divino amor, fue cambiado de una manera admirable, según las palabras del Verbo Encarnado, quien dijo que el que come su carne y bebe su sangre preciosa se hace una misma cosa con él, y según las palabras de este doctor, el cual dijo que el hombre se convierte en cielo si ama las cosas del cielo, y en Dios si ama Dios.

            Como Agustín amaba a Dios, llegó a ser Dios gracias al poder del amor divino.

Capítulo 39 - Santas intimidades que mi divino amor me permitió y bondades que tuvo hacia mí. Trono que su amor me prepara, el cual parece reforzarse cuando los hombres se empeñan en contrariarme.

            [301] Mi purísimo y santísimo amor, como te agrada que yo diga lo que haces en mi alma, lo manifestaré. Antes de comenzar, exclamar‚ con el profeta: Sólo soy una niña que no sabe expresar con palabras las maravillas que me has comunicado.

            A las cinco de la tarde, me dirigí a tu encuentro en tu capilla, ofreciéndome para ser toda tuya. Repentinamente, me acogiste con un amor inefable que me dio atrevimiento para quejarme de que varias personas encuentran difícil creer en las caricias que me haces, y en la libertad con la que trato contigo valiéndome de la lengua latina, en la que me hablas porque así te gusta, y por habérmela dado como código.

            Tuviste a bien escuchar mi queja, presentándome una cruz como la de san Andrés, la cual tenía un clavo de diamante que adhería fuerte y ricamente las dos piezas de madera que la componían, dándome a entender que los obstáculos humanos me unían fuerte y gloriosamente a ti, con una unión comparable al diamante. Después me dijiste que yo era tu esposa, lo cual se debe juzgar por las intimidades que me permites, así como Abimelec dedujo que Rebeca era la esposa de Isaac al verla jugar con él con una familiaridad permisiva, que en nada era motivo de escándalo. Seguiste exhortándome a tener buenos sentimientos de tu bondad, y a imprimirlos en las almas que desearán buscarte con sencillez de corazón.

            Como es tu costumbre, seguiste hablando siempre en latín. Después de varios discursos que arrebataron mi alma, me hiciste ver el marfil que me destinas como trono, invitándome a pasar a la casa de marfil que me has preparado para deleitarme como hija de rey con el rey de la gloria, del que era también esposa, [302] a la que él mismo quería honrar acompañado de su corte.

            Ante estos deliciosos favores, mi alma se perdió en ti, su trono de gloria, gozando de las delicias de tu poderosa diestra, la cual me sostenía. Exclamé: Tu ciencia es admirable para mí y se redobla de suerte que desfallecería de amor sin el apoyo de esta diestra de amor, a la que me abandono. Entonces me introdujiste en tu seno, comunicándome el secreto de tu adorable alcoba. Al amarte, permanecía casta; al besarte, seguía siendo pura; al abrazarte y transformarme en ti, recibía al que es guardián y origen de la virginidad. Al mismo tiempo, y con una dulzura inexplicable, el Espíritu Santo susurró en el oído de mi alma el divino epitalamio, añadiendo que yo era una reina revestida de caridad, por lo que mi túnica ostentaba admirables bordados.

            Me hiciste olvidar todo lo creado. Contemplaba a mi amor, que es mi rey, convidar a la belleza que estaba en mí, la cual, residía en el interior. Todo lo que pueda decirse no es sino la franja de la vestidura de gloria con la que estaba ataviada. Me dijiste que estabas en mí como en tu templo, ocupado en las obras que tu Padre eterno te ordenó hacer y discutiendo contigo los misterios sagrados, no por duda, sino por analogía, interrogando a mi intelecto con claridades que tus ojos producían en él, y diciéndome que yo era tu Esther; que tu amor y tu peso te inclinaban hacia mí, humilde fuentecilla a la que quieres hacer crecer como un sol y redundar en muchas aguas. Me dijiste: Mira que te he dado y enviado al mundo para ser luz de las gentes, a fin de que seas mi salvación hasta las extremidades de la tierra. Tú eres mi porción, que yo he elegido, porque confiesas que todo lo has recibido de mí, dando gracias y glorificándome con alabanzas: y poseer a Judá como herencia suya en la tierra santa, y escoger otra vez a Jerusalén. Callen todos los mortales ante el acatamiento del Señor; porque él se ha levantado y ha salido de su santa morada (Za_2_13).

            Me mandaste escribir cuando saliera de la oración, para demostrar a los hombres el exceso de tus bondades en mí. Te obedezco, divino amor mío, pues comprendo que tu bondad ha elegido a los débiles para fortalecerlos y elevarlos hasta ti, hasta tu seno, que es la tierra santificada; y que ninguna criatura, estando en carne mortal, [303] puede expresar la sublimidad ni la delicadeza de las elevaciones que tu amor mismo obra en las almas a las que favoreces de este modo, porque así lo has querido.

Capítulo 40 - La virginidad divina y humana, de su purísima fecundidad, que no puede ser explicada ni comprendida por los espíritus que viven aquí abajo. 3 de mayo de 1633

            [305] El tres de mayo de 1633, mientras agradecía a Dios tantas gracias que me concede siempre que medito en la virginidad, le plugo enseñarme que el Padre eterno es el origen remoto de la virginidad, en el que la generación del Verbo se encuentra unida a una eminente virginidad. Contemplé cómo el Padre lleva en si a su hijo sin división y sin salir fuera de sí, al que poseía y posee como un fruto en su justo tamaño y en el que producía a otro él mismo.

            De ahí volví la vista a la tierra y contemplé al mismo Verbo en el seno de la Virgen, a la que hacía madre sin herir su virginidad, así como no había causado alteración ni corrupción alguna en su primer nacimiento del Padre. Todo sucedió de manera que este Hombre-Dios, después de permanecer nueve meses encerrado en las entrañas de la Virgen, salió de ellas como un rayo de su sol.

            Como el Verbo increado permanece siempre en él de una manera [306] particular, y sintiéndome animada por una santa confianza, pedí al Padre eterno que, ya que se había dignado escogerme para fundar la Orden del Verbo Encarnado, fuera de su agrado comunicarme virginalmente a su Verbo, a fin de producirlo en el mundo a través de este instituto.

            El Padre no me rehusó lo que me invitaba a pedirle, diciéndome que las producciones que obraría por mi medio serían virginales y reflejos de las que tienen lugar en su seno paterno, mismas que se operan divinamente en el de la Virgen. Me hizo ver que le complacía mi petición mediante un diluvio de delicias con las que me colmó por su pura bondad. Exclamé divinamente: ¡Cuan bella y radiante es esta generación casta! Inmortal es su memoria, y en honor delante de Dios y de los hombres. Cuando está presente, la imitan, y cuando se ausenta, la echan de menos; y coronada triunfa eternamente, ganando el premio en los combates por la castidad (Sb_4_1s)).

            Este divino Padre, al que pertenece toda paternidad en el cielo y en la tierra, me comunicó que se complace en mostrar su poder [307] en nuestra debilidad, y que es él quien hace habitar a la estéril en su casa, mediante la eficacia de la gracia, con alegrías que el mundo no puede conocer ni recibir, lo mismo que a su Espíritu, el cual hace fecundas a las vírgenes humildes que esperan en la divina bondad y desconfían de ellas mismas a ejemplo de la Virgen de las vírgenes, que dijo a san Gabriel: hágase en mí según tu palabra. Después de este humilde consentimiento, el Verbo eterno e increado se hizo el Verbo Encarnado.

            Ante semejante humildad, la virginidad no fue esterilidad, sino una adorable fecundidad gracias a la sombra de la virtud del Altísimo. El Santo Espíritu, descendiendo sobre la Virgen, la hizo en el tiempo madre del Hijo al que el Padre engendra virginalmente en los divinos esplendores desde toda la eternidad; paternidad que no disminuye en nada el resplandor de la virginidad de María, sino que la eleva y la hace resaltar con un lustre divino. Jesucristo, teniendo a un padre que es Dios, quiso tener una madre que es Virgen y madre de las vírgenes, la cual ha blandido en alto el estandarte de la virginidad, virginidad que el Verbo Encarnado alabó tanto cuando dijo: el que pueda entender, que entienda (Mt_19_12). Querido esposo, sin ti, no es posible tenerla: tiene alas y no habita en los cuerpos sujetos al pecado. Quiero decir en los cuerpos a los [308] que las almas tibias dejan enlodar en el fango de la impureza, que turba la imaginación y ocupa indignamente sus pensamientos con ilusiones engañosas, pues al complacerse en ellas, se vuelven horribles a causa del consentimiento que les otorgan.

            No me estoy refiriendo a cuerpos tentados por el pecado de concupiscencia, los cuales son purificados como el oro en el crisol. Los espíritus que informan estos cuerpos, asistidos por tu gracia, lograrán con tu poder rebasar los muros de cualquier rebelión, comprender que la virtud se perfecciona en el sufrimiento y que tu gracia les basta, gracia que convierte la virginidad natural en una virtud sobrenatural. Cuando ésta es dedicada solemnemente en un holocausto perpetuo, la haces fecunda con goces inexplicables que sólo quienes poseen la gracia de gozar de esta felicidad pueden admirar, aunque no expresar. No es posible comprender, según la naturaleza, lo que se posee en el orden sobrenatural. ¿Quién, pues, podrá comprender con un ingenio humano las cosas que no están incluidas en las leyes naturales?, o ¿quién podría expresar, con una voz natural, lo que está más allá de lo que es común a la naturaleza? Acopiamos en el cielo lo que imitamos en la tierra; tampoco merecemos vivir la vida que el Esposo encontró para sí en lo alto. Estas célibes serán ángeles que atravesarán los aires e irán más allá del firmamento para encontrar al Verbo de Dios en el seno del Padre, de cuyo pecho dimanan todas las cosas. ¿Quién, habiendo hallado tanto bien, sería capaz de abandonarlo? Tu nombre es perfume exhalado; por eso las jovencitas te amaron y, a su vez, te atrajeron. Por último, no es cosa mía el afirmar que, como no se casan ni se casarán, serán como los ángeles de Dios en el cielo. Nadie, pues, se admire si se las compara con los ángeles de Dios, pues a ellos se unirán. ¿Quién será capaz, por tanto, de negar que esta vida fluye del cielo, y que no sería fácil encontrarla en la tierra sino hasta después de que Dios descendiera para informar los miembros de este cuerpo terrenal?

 Capítulo 41 - El amoroso Salvador ocupa y llena santamente de gracia y de alegría al alma que está unida a él por el amor.

            [309] Si el amor a las cosas de aquí abajo ocupa nuestros espíritus, aún los sentimientos, que al estar bajo la acción del sueño parecen impotentes de producir acción alguna, y, aunque mientras dormimos carecen de pleno conocimiento forman por lo menos fantasmas e imágenes de cosas de la tierra a las que estiman y aplauden, por buscar en ellas la posesión del bien que vanamente creen pertenecerles.

            El amor de Dios no ocupa menos a las almas de los santos, produciendo efectos parecidos y recogiendo los vestigios de los bellos pensamientos que han tenido durante el día para formar con ellos imágenes agradabilísimas durante su sueño y su reposo, pareciendo que no pueden descansar sino en Dios, ya que sólo viven y obran en el amor de Dios. La Escritura nos cuenta los sueños de los santos, que son más misteriosos que todos los pensamientos y las meditaciones de los mundanos que velan en el ejercicio de sus propias pasiones.

            Me vi entonces amorosamente invadida por la tierna dilección de este Dios de bondad, el cual se complació en verter sobre mí una plenitud de dulzura casi continua. No es de admirar entonces que no pueda olvidarme de aquel que es todo mi amor ni al velar ni al dormir, ni que su bondad ocupe mis afectos de modo que la noche me parezca tan clara como un hermoso día, por lo que puedo decir: Duermo, pero mi corazón vela con tanta felicidad, que no pierde la presencia de mi divino enamorado, que debe ser mi solo amor.

            Pude contemplarlo un día después de las fiestas de Pascua del presente año, apretándome la mano con divina fuerza como signo de fidelidad, al mismo tiempo que me mostraba su pecho y su braza. Yo admiraba esta admirable humanidad que abundaba en pequeños tubos de órgano que procedían de su cuerpo gloriosa y divinamente resucitado, cuerpo sagrado que anteriormente se mostró del todo magullado por los golpes y cubierto de llagas. Mientras admiraba esos tubos, escuché que esas adorables cicatrices, a partir del momento de su resurrección, se convirtieron en maravillosos canales que nos aportarían las gracias y bendiciones de su divino Padre, y que esta santa [310] humanidad es el órgano amoroso de la divinidad; que sus venas y poros son los tubos pequeños, y sus heridas los conductos mayores; que debemos admirarlos como otras tantas bocas sagradas que alaban dignamente a la divina majestad; que el Verbo Encarnado es el salterio admirable que encanta con el sonido melodioso de su adorable armonía a todos los bienaventurados en el cielo, y que por ser tan bueno y misericordioso hacia mí, se digna alegrarme en la tierra.

Capítulo 42 - La confianza del Salvador incita a su corazón divino a colmarnos de su gracia

            [311] Al despertarme por la mañana, escuché estas palabras de mi divino amor: Tu confianza es una espuela para mi clemencia. Ellas me animaron a confiarme más y más a la bondad de mi esposo, el cual me invitó a hacer lo que dijo David: Arroja sobre el Señor tu cuidado, y él te sostendrá (Sal_54_23). Añadió que mis pensamientos serían flechas recibidas por la caridad, la cual se complace en recibir poco para dar mucho, y que mis pensamientos serían como redes que lo atraparían para mi como presa felicísima que me alimentaría de si misma como sucedió con Sansón, el cual encontró la miel en el león que le había servido de presa: ¿Qué cosa más dulce que la miel ni quién más fuerte que el león? (Jc_14_18).

            Prosiguió diciendo que, humana y divinamente, encontraría en él la fuerza y la dulzura incomparables. Es verdad que, por ser Dios, no se convertiría en mí sino a mí en él en el sacramento eucarístico. Su amor me invitó una vez más a sumergirme como una esponja en el mar de la [312] divinidad, para ser colmada de él mismo, que es el agua de vida mediante la cual viviría yo con la vida de la gracia y del amor. El deseaba ser mi alimento, a fin de que no hubiera en mi nada que no procediera de Dios y en Dios, para divinizarme tanto como puede serlo una criatura que es amada por él.

            Experimentaba un contento indecible al verme alimentada tan divina y deliciosamente por su amor divino, amándolo como a mi sustento divino y agradabilísimo baño. Lo que complace, sacia. Este divino y misericordioso enamorado dio a gustar a mi alma lo que complace y alimenta, según la predicción del rey profeta referente a su amorosa caridad, la cual, al instituir un memorial de sus maravillas, se dio como alimento a las almas que le temen y le aman. A ellas concede el favor de transformarlas en si mismo mediante una admirable y divina metamorfosis, perdiéndose en ellas, por así decir, para volver a encontrarse en él y abismando su ser consumado, sacado de la nada, para coincidir apoyadas en el suyo que es eterno, inmenso [313] e infinito. Podrán por ello decir con el apóstol que viven de la vida del Dios vivo y fuerte, y no de la vida languideciente y moribunda. ¡Oh vida feliz, vida admirable, vida deleitable, vida de la gloria que el profeta pedía cuando exclamaba: Mas yo, en justicia, ver‚ tu faz, me saciar, al despertar, con tu vista! (Sal_16_15).

            El alma que es alimentada por Dios, es justificada por su misericordia, se convierte en muestra de su magnificencia y se glorifica en su largueza así como el soberano, se complace en comunicarse en abundancia, por ser la fuente inagotable que jamás disminuye a causa de estas comunicaciones creadas por la soberana plenitud. El experimenta un placer indecible al saciar de si mismo a las almas que lo aman únicamente a él, permaneciendo en ellas tan glorioso como espléndido.

            Así como quiso elevar su magnificencia hasta el cielo en el día de su Ascensión, desea abajar cada día su bondad sobre nuestros altares para alimentarnos con su propia sustancia, dándonos nada menos que a si mismo al decirnos:

            Así como yo vivo por mi Padre, quiero que ustedes vivan por mi, y que sean transformadas en mi; que seamos uno y consumados en uno en unión con mi divino Padre, [314] del que soy figura sustancial y esplendor glorioso que se les manifiesta bajo el velo de la fe, pero en tal proporción a su estado de viandantes, que comienzan a ser saciados ya desde esta vida por creer que estoy glorificado. Para ustedes, esta noche se vuelve deliciosa y estas tinieblas, luces.

Capítulo 43 - Amorosas enseñanzas del divino esposo, que imparte su Espíritu mediante sus dones. Qué hay qué hacer cuando se está distraído en la oración. 12 de mayo de 1633.

            [315] Después de la comunión, mi divino amor me dijo estas dulces y amorosas palabras: Ven, electa mía, te pondré sobre mi trono. La palabra ven, es muy agradable y da a conocer que el amado urge a su amada a unirse a él. Es por ello que el esposo dice en el Cantar: Ven, paloma mía, amiga mía, hermosa mía (Ct_4_10). Jesús dice a sus elegidos: Venid, benditos de mi Padre. (Mt_25_34). En el último día, el amor los unir a él por toda la eternidad.

            En el Apocalipsis nos dice: Dichosos los llamados a la cena de las bodas del cordero. (Ap_19_9). En los matrimonios de la tierra, la unión jamás es perfecta como en las bodas divinas, en las que la santa esposa se une de tal modo a su divino esposo, que no son sino uno mediante una unidad santa y admirable.

            Atraída por esta agradable lección, me presenté a mi queridísimo esposo en nombre de todas las criaturas, que, como escalones, me hacían subir hasta él. Mediante las relaciones con las divinas personas, por las cuales fui recibida con caricias sin par, este divino esposo mío me felicitó por haber obedecido su palabra y haberla conservado en mi corazón. Presionándome con su caridad divina, me dijo al mismo tiempo: Compréndeme y yo te comprenderé.

            Al verme admirada ante su bondad, y deseando enseñarme los secretos de su amor, me dijo: Amada mía, hay mucha diferencia entre comprender y poseer a Dios, y entre ser comprendida y poseída por él. Dios es comprendido según vuestra manera de concebir a través del alma cuando él se acomoda a su pequeñez, contrayéndose como lo hizo el profeta sobre el niño al que deseaba resucitar con su respiración. Dios los comprende cuando los recibe en su plenitud e inmensidad, penetrándolos divinamente y rodeándolos infinitamente. Cuando yo envié por vez primera al Espíritu Santo a mis apóstoles mediante un soplo sagrado, ellos me comprendieron en la medida en que este aliento estaba proporcionado a sus bocas. Sin embargo, el día de Pentecostés, cuando mi Padre y yo enviamos al Espíritu Santo con la plenitud de sus dones, en forma de lenguas de fuego u como un viento impetuoso que hizo un gran estruendo e invadió toda la casa, este Espíritu inmenso llenó consigo mismo y sus dones a todos los fieles [316] que estaban con los apóstoles, abarcando a todos de manera divina. Por ello, podían exclamar: Comprendemos a este espíritu como nos es posible, ya que estamos colmados de su amorosa dilección y de sus dones.

            Todos los cristianos reciben al Verbo Encarnado en el Santísimo Sacramento, en el que habita y se esconde. Está en él con su cuantía interna y no con su extensión local. En él está contraído para acomodarse a nuestra pequeña capacidad, y nos comprende por sí mismo al encerrarnos dentro de él. A nuestra vez, lo abarcamos por la fe, a la que nos exhorta san Pablo: Corred de tal manera que lo obtengáis (1Co_9_24). El nos comprende por la caridad.

            Los apóstoles, que recibieron primeramente la fe, fueron abrasados con el fuego de la caridad el día de Pentecostés. Comprendieron y fueron comprendidos, comprensión mutua y recíproca, que se cumple felizmente en el cielo y en la gloria de la divina caridad; que nos corona y ensancha el corazón, haciéndolo capaz de la plenitud de su divinidad, en la que este mismo corazón y el hombre, todo entero, es devorado y sumergido como una esponja en el mar que está pleno de la mar; el mar la colma, y si ella permanece en su seno y en su vastedad, que en su situación de esponja no puede contener en su totalidad, quedar sin embargo enteramente comprendida en este océano.

            Si la esponja pudiera saber que la excelente grandeza del mar la rodea por todas partes, poseyéndola del todo, se alegraría en si con toda razón y se gloriaría en su seno, que la estrecha inmensamente. Lo que digo de la esponja se aplica mejor a los cristianos que han recibido la plenitud de su divinidad en el sacramento eucarístico, y más adelante en la gloria en la que pedimos a la divina misericordia nos reciba para alabar, admirar y adorar su bondad infinita, la cual se complace en comunicarse a los Ángeles y a los hombres.

            Además de estos grandes favores, la sabiduría divina permite que el alma sufra distracciones y se encuentre en sequedad algunas veces. Se ve distraída en la oración sea por enfermedad corporal, sea por el impedimento de los asuntos temporales, sea por la ligereza del espíritu humano que se deja cautivar por objetos sensibles y externos.

            Mi divino amor, del todo bueno, se dignó enseñarme cómo hay que aprovechar todas las distracciones que ocurren en la oración: debemos alabar su divina estabilidad, considerando que él es el ser inmutable mientras que la criatura está sujeta al cambio. Me dijo que, si me humillaba ante estas inconstancias, podía imitar a los cazadores que, habiendo perdido la presa grande que perseguían, tomaban la que les salía al paso, aunque fuera más pequeña y consistiera únicamente de aves pequeñas, con las que confeccionan platillos deliciosos, preparándolas con esmero para las personas enfermas.

            Un alma que está distraída en la oración está enferma, sea a causa de su infidelidad, sea como prueba de aquel que desea constatar su perseverancia en permanecer constantemente en la oración, [317] sea que se moleste en cazar estas distracciones, humillándose al verse sin fervor. Debe, como Abraham, cazar las moscas que vuelan en su espíritu, el cual puede ofrecer en su estado de humillación con el corazón contrito y recordando que el Doctor apasionado dijo que las moscas no se detenían sobre una vasija hirviente. Su corazón contrito y su espíritu humillado es un sacrificio que Dios acepta cuando se le presenta con humilde confianza en su misericordia.

            En el acto de alejar estas distracciones, hace la voluntad de Dios, ofreciéndole sus buenos deseos como pequeños volátiles que el fuego de su amor puede hacer dignos de su boca. Ella se ofrece con todas sus potencias, a pesar de que, por estar disgregadas o mal dispuestas, se encuentren bien alejadas de la oración de quietud.

Capítulo 44 - Vi el cielo abierto, y en él un templo magnífico, el arca de la alianza y el propiciatorio. Deliciosos favores con los que me gratificó el Verbo Encarnado, mi divino enamorado. 13 de mayo de 1633.

            [319] Estando, por gracia divina, elevada en espíritu, vi el cielo abierto y en él un templo magnífico, el arca de la alianza, el propiciatorio y los querubines que lo cubrían; visión que me alegró muchísimo.

            Mi divino amor, acariciándome con sus divinas ternuras, me presentó la llave de David, diciéndome que con esta llave de oro abriría, cuando lo quisiera, este templo magnífico que encerraba la admirable arca, delante de la cual haría mis oraciones al igual que este rey que fue según su divino corazón, el cual, con celo piadoso, poseía una llave para pasar de su palacio al tabernáculo que servía de santuario antes de que Salomón hiciera construir el templo que fue una maravilla del mundo, templo para el que el mismo David había preparado los materiales. Las delicias de este gran rey consistían en escapar, durante el día y la noche, a los asuntos temporales, para tratar aparte con su Dios, en la oración, todo lo que se refería a su salvación, diciendo que desearía contarse en el número de los que temían ofender a su Majestad, y rogándole que en su bondad le concediera visitar su santo templo y contemplar su gloria, es decir, el lugar en el que el Dios de amor encontraba sus complacencias, para contribuir al divino contento, o más bien ser él mismo (permítaseme la expresión) el objeto del deleite de Dios y su complacencia.

            Comprendí que esta llave de oro era la amorosa confianza que debía ser mi llave [320] maestra, pues con ella obtendría de la divina benignidad de mi amor, con maravillosa facilidad, los dones y gracias que su amorosa inclinación deseaba concederme gratuitamente por pura misericordia y bondad, y cuyas delicias y admirables complacencias quisiera llegar a ser.

            Entendí que esta confianza era la perla inapreciable por la que se vende todo para darlo a los pobres, librándose de los afectos hacia las criaturas para hacer no sólo la voluntad de Dios, sino para ser también sus delicias. Es el maná escondido que agrada a todos los gustos y que da sabor a todo, haciéndonos encontrar nuestra dulzura y deleite en Dios, que nos pide nuestro corazón.

            Es el nombre nuevo que Dios da al alma a quien ama, nombre que es más deseable que el de hijos o hijas, nombre de la esposa y de la voluntad de Dios en ella, que es pronunciado por su boca adorable.

            Los querubines con los que traté en ese día, según la práctica de mis devociones durante los diez días que van desde la Ascensión del Salvador hasta la venida del Espíritu Santo, me rodearon formando un circulo, diciéndose entre ellos: Nuestra hermana es pequeña, no tiene pechos todavía. ¿Qué haremos en el día en que se le haya de hablar de desposarla? (Ct_8_8). Se turnaban para formar murallas de sabiduría, de la que están colmados, a fin de que cuando se le venga a hablar, la gracia, la sabiduría y la sublimidad de sus discursos encanten santamente a los corazones. Si es como un muro, edifiquémosle encima baluartes de plata (Ct_8_9).

            Si ésta es la ciudadela de una nueva Jerusalén, el palacio del Dios vivo o una muralla golpeada por los arietes de las contradicciones, es menester flanquearla de bastiones y avenidas que puedan resistir a todas las tentaciones y asaltos de los enemigos. Si se trata de una puerta por la que muchos irán a Dios, y por ella llegar Dios a las almas que la rodean, y que se dirigen a ella, hagámosle un revestimiento de cedro incorruptible: si es como una puerta, reforcémosla con tablas de cedro (Ct_8_9). Hagamos que ella explique, con eminente pureza, las [321] caricias que intercambian el Verbo, su esposo, y ella, el cual la instruye en su amor mediante la comparación de los matrimonios de la tierra, sin atenuar la blancura de sus puras intenciones ni la santidad de sus sentimientos y pensamientos, que son purísimos y virginales.

            Mi alma tuvo la saludable experiencia de que los favores prometidos por los serafines me serían concedidos, viéndose fuerte como un muro y protegida por todo el poder de su amado, mismo que le servía de muralla de fuego: Yo soy el muro, y mis pechos una torre. Los pechos que ella succionaba continuamente eran las dos naturalezas del Verbo Encarnado, mi amor, que me alimentaba con un maná celestial sirviéndome, al mismo tiempo, de torre y bastiones para defenderme.

            No es de maravillar, por tanto, que haya yo encontrado la paz con mi amado, a quien Isaías llama un río de paz, el cual derramó, todo entero, en mi corazón: Así soy a sus ojos como quien ha encontrado la paz (Ct_8_10), diciéndome: Hija mía, tú eres esta viña que goza de la paz en medio de las turbaciones; en medio de la multitud de los hombres, conservas la soledad. Eres una ciudad cuya quietud no altera el trato con muchas personas que se te acercan casi todos los días. Nada es capaz de alejar tu espíritu de la presencia de tu amado, pues también tú deseas pertenecer del todo a este ser de paz, y a ningún otro: El pacifico Salomón tuvo una viña en Baal-hamon (Ct_8_8).

            Mi divino amado me ha confiado a varios directores, pero para guardarme, no para poseerme; para servirme y trabajar para su gloria, elevándome hasta él: Encomendó la viña a los guardas (Ct_8_8). Su trabajo ser liberalmente recompensado por la magnificencia de este divino y amoroso rey, a causa de su bondad hacia mi, concediendo mil gracias y favores a cambio de la molestia que se toman al prestar un pequeño servicio: Cada uno le paga por sus frutos mil monedas de plata, lo cual no me sorprende al considerar el afecto que este príncipe de gloria profesa a esta viña suya, a la que no pierde de vista, como él mismo asegura: Mi viña está ante mí (Ct_8_8). El derrama al mediodía sus bendiciones sobre ella y a centenas sobre los que la guardan: Los mil siclos para ti, pacífico, y doscientos para los que guardan los frutos (Ct_8_12).

            Este enamorado me decía: Mi toda mía, mis conversaciones más familiares [322] las tengo contigo. No hay para mi música tan agradable en la tierra como la voz de mi amada, que sólo mora en los jardines sagrados, que son recreaciones e inocentes alegrías. Tú eres la flor y el jardín entero de tu esposo: ¡Oh tú que moras en los huertos, mis compañeros prestan oído a tu voz! ¡Deja que la oiga! (Ct_8_13). Los Ángeles ,que son los amigos comunes que tienen la dicha de ser testigos de las delicadezas con las que yo te halago, se asombran ante ellas, se complacen en escuchar mis coloquios sagrados y admiran cómo mi corazón divino, por un exceso de amor, se derrama en el de su amada, la cual se deja arrebatar el suyo con la violencia del amor, para llegar felizmente hasta el seno de su esposo, que es de marfil sembrado de zafiros: ¡Oh tú, que moras en los huertos, mis compañeros prestan oído a tu voz! ¡Deja que la oiga! ¡Huye, amado mío, como la gacela o el joven cervatillo, por los montes de las balsameras! (Ct_8_13s).

            Me estimaba indigna de tantos favores, que no me impedían reconocer mi nada. Temerosa de no corresponder, como era mi obligación, con la inocencia de una fiel enamorada, pedí a mi esposo que huyera e hiciera su morada sobre las montañas aromáticas de los espíritus celestes o en alguna otra alma elevada por encima de la tierra, en los que encontraría más fidelidad y correspondencia que en mí, diciendo esto en medio de una gran confusión, al verme indigna de sus divinas caricias y humillándome como san Pedro: Apártate de mí (Lc_5_8).

            Al considerarme tan grande pecadora, dije con la santa esposa del Cántico del amor: Huye, amado mío, por los montes de las balsameras. Me abandonaba en todo momento a su amor, diciéndole que encontrara sus complacencias en aquella que era toda suya. Viéndome obligada a recurrir a la Biblia para citar e interpretar este pasaje a mi director, y preguntando a mi esposo por qué así lo deseaba, él me respondió que era para dar a conocer la inteligencia que me daba de las santas Escrituras; que él mismo, al entrar en la sinagoga, tomaba el libro sagrado, provocando el asombro en los espíritus de todos los doctores de la ley, [323] los cuales, después de tantos años de estudio, no habían comprendido el sentido que él declaraba. Lo mismo sucedía con este Padre, el cual, después de haber enseñado teología durante varios años, quedaba admirado ante tantas bellas interpretaciones como aprendía de mi boca. Sería, por ello, un testigo irreprochable de estas divinas claridades al estar convencido, por su propia experiencia, que el espíritu de sabiduría era el principio de tanta ciencia y de los raros conocimientos que recibía de mi esposo.

            Oh, Amor son los rayos resplandecientes de tu divina luz y de tu sagrada faz los que imprimen esta sublime inteligencia en mi alma. Sin ellos, no podría contemplar tus deslumbradoras claridades, que son una gracia particular con la que tu bondad me favorece.

            Este esposo mío siguió conversando conmigo de su amor, diciendo que me comparaba a la paloma que describe David, que tenía alas plateadas y plumaje amarillo como el oro Alas de paloma relumbraban con plata, y sus plumas con amarillez de oro (Sal_67_14). La maravilla consiste en que esta paloma conserva su hermosura a pesar de encontrarse en medio de calderos y morillos: mientras reposabais entre los apriscos (Sal_67_14), con los que debía, podría parecer, ennegrecer y perder la blancura con que la él me había favorecido, y en la que yo debía reconocer su amor, que se complace en purificarme en medio de los carbones que atezan a los demás; que podía yo exclamar con la esposa del Cantar: Soy negra, pero hermosa (Ct_1_4).

            Mi esposa es en verdad pálida a causa de la mortificación y del ardor del santo amor, que es un sol que la decolora. Parece negra o morena a los ojos de los que no penetran su belleza interior, aunque no pueden negar que ven el oro de sus obras de caridad, y que lo mismo que hay en la superficie no sea admirable y magnífico, porque su modestia no puede ocultar enteramente los brillantes de luz que el sol de justicia comunica a su alma, que en ocasiones irradia hasta el exterior.

            Quien ama, jamás alaba lo suficiente al objeto amado. Mi divino amado, que se fija en los afectos de sus amadas, y no en sus pasiones o imperfecciones, explica a favor de su enamorada [324] el salmo 47: Grande es el Señor, y muy digno de alabanza (Sal_47_2). Me dijo que se complace en hacer patente la magnificencia de su bondad en la construcción de este templo y de esta ciudad que él mismo fundó con el aplauso de toda la tierra, adornándolo de sus gracias y hermosura como a su amadísima Sión, a la que sus príncipes celestiales guardan con gran cuidado.

            Queridísima mía, me gozo en darme a conocer en mi casa cuando me recibes en el divino sacramento del altar. Yo te sostengo y elevo en espíritu para que me conozcas en mis bendiciones. Dios en sus alcázares, se mostró baluarte seguro (Sal_67_4). Algún día ser‚ mejor conocido en las casas de mi orden. Los reyes de la tierra, que son los sacerdotes y doctores, se reunirán para contemplar las innumerables maravillas de su presencia. Hay quienes se han pasmado ante ellas, pudiendo así confirmar mi doctrina en ti; han sido presa de un santo temblor, de un temor respetuoso, adorando mi sabiduría que hace disertar las bocas de los niños. Aquellos que han querido dar demasiada credibilidad a su propio espíritu y a su sabiduría, han sido confundidos y derribados por un temor ante Dios, que ha hecho en ti tales maravillas: Apenas la vieron se pasmaron, se turbaron, se dieron a la fuga, un temblor les acometió (Sal_67_6).

            Yo he volcado todas las naves de la tierra y disipado las oposiciones de todos los que han contrariado los designios que te he inspirado como a mi esposa escogida, para erigir mi Sión en mi Iglesia. Te he dicho muchas veces: No se ha oído en el mundo: jamás se ha oído decir que yo hubiera tratado tan privada y continuamente, sin molestarme, con cualquiera otra como contigo, mi querida esposa. La maravilla que jamás se podrá admirar lo suficiente es que, con todas mis caricias y sublimes conocimientos que he infundido en tu alma, siempre he preservado en ella una clara visión de tus faltas y de tu nada, para que sólo veas en ti las operaciones de mi gracia y tus propios defectos. Esto es lo que te conserva en una profunda humildad y en un bajo sentimiento de ti misma.

            Mi amor no ha permitido que tu corazón se hinche con vanidad alguna ante los beneficios que recibes de mi tu esposo amabilísimo. [325] La cooperación que aportas con tu libre arbitrio parece consistir únicamente en no rehusar mis gracias, no obrando sino con la ayuda de esta misma gracia, la cual te mueve a decir con el apóstol: Yo soy lo que la gracia de mi amado obra en mí

            Te pido, mi divino amor, que no la reciba en vano, sino para tu mayor gloria, mi salvación y la de mis hijas, que las casas de tu orden sean tus moradas deliciosas, y que la santidad permanezca en ellas hasta el fin de los siglos.

Capítulo 45 - Excesiva contrición causada por el temor de haber ofendido a mi esposo, el cual me disculpó ante su Padre eterno, y los santos comparecieron junto con él para mi consuelo. Venida del Espíritu Santo sobre mi cabeza. 15 de mayo de 1633.

            [327] Como temía haber cedido a cierta curiosidad, aunque ligera, pregunté al confesor a quien acudí después de comer si esta falta le parecía muy grande. Dicho Padre, deseando conservarme en espíritu de humildad, me respondió que mis faltas eran tales, que Dios las conocía. Esta respuesta me entristeció muchísimo y la consideré como portadora de mi condenación, pues señalaba una gravedad que tal vez no quería él descubrirme claramente por temor de afligirme.

            Sucedió, sin embargo, todo lo contrario, pues mi corazón fue presa de tan fuerte dolor, que mis ojos derramaron un torrente de lágrimas y mis sollozos entrecortados oprimieron de tal modo mi pecho, que se me podía escuchar desde lejos. Mi confesor, muy sorprendido, temió que muriera yo de tristeza, y que la vehemencia del dolor, los suspiros y los gemidos hicieran estallar mi afligido corazón. Trató de consolarme disminuyendo mi falta y alabando la bondad de Dios, cuya experiencia debía infundirme confianza. Sin embargo, todo esto agudizó mi dolor y aumentó mi aflicción, por considerarme tanto más culpable cuanto había ofendido a una bondad tan liberal hacia mí

            Pero, cómo, Señor, se me dice que confíe en tu bondad, que he experimentado tan fuertemente hasta este momento, y que si hubiera ofendido a un hombre riguroso, podía dejarme llevar por tan grandes temores, pero que no debo temer nada de un Dios tan dulce y amoroso. Es esto lo que me hace más indigna de tu misericordia y más criminal, y lo que me penetra hasta el [328] fondo del corazón. Mi malicia y mi falta serían, pues, ligeras, porque tu bondad es grande, pero nada me aflige tanto como haber ofendido a tu bondad. Si, por una imposibilidad, no vieras mis faltas y pudiera huir de tu vista, que todo lo penetra, no dejaría de ser, sin embargo, una pena insoportable el haber cometido la falta más pequeña contra tu bondad y la fidelidad que te debo.

            Los lamentos mezclados con lágrimas que como ríos corrían sin cesar, continuaron toda la noche, que pasé sin cerrar un ojo, y siguieron por la mañana, hasta que mi confesor me prohibió llorar a causa de mi salud, pues me había invadido la fiebre.

            Esta tristeza me duró todo el tiempo hasta que mi esposo me consoló enteramente de manera maravillosa. Primeramente, jamás creí que esta falta fuera mortal. Mi conciencia, con la divina luz que poseía yo interiormente, me daba en esto una gran seguridad. Bastaba, sin embargo, que se tratara de una falta que disgustara a mi amor, para arrojarme en estos gemidos, lo cual sucedía con demasiada frecuencia si mi esposo no me consolaba prontamente, como suele hacerlo, temiendo, podría parecer, abandonarme en la pena.

            Este dolor no residía solamente en el fondo del alma, sino que llegaba hasta afligir el cuerpo, causándome la fiebre y desfigurándome de tal manera, que era difícil reconocerme. A pesar de ello, esta aflicción no me quitaba la presencia de mi amado, de la que gozaba como antes; no me arrojaba en la desesperación, sino en un profundo arrepentimiento. La parte superior del alma permanecía en paz mientras que la parte inferior era conmocionada por diversos movimientos. En una palabra, gozaba y sufría de la alegría y la tristeza al mismo tiempo, dándome cuenta de que existían dos contrarios en un mismo sujeto.

            Mi divino esposo, que no podía sufrir el llanto y contrición de su amada, la consolaba tiernamente, pero yo rehusaba estos consuelos y caricias por estimarme indigna de ellos, deseando castigarme yo misma, ya que mi esposo me trataba con tanta dulzura. Le dije que, si deseaba otorgarme la autoridad de juez, yo misma me juzgaría severamente y castigaría mi infidelidad con todo rigor.

            Me ofrecí a él para expiar mi falta con mi muerte, pues prefería [329] morir a ofenderlo aún ligeramente; en ningún momento deseaba resistir su voluntad ni impedir que su Majestad encontrara en mí sus complacencias, pero no quería yo aceptar nada de esto, por merecer al menos esta privación y que, mediando la gracia, que no deseaba me quitara, me privaría voluntariamente de todo el resto y sufriría todas las penas, aún las de los condenados; en fin, que mi Señor pudiera acercarse a su sierva; pero que yo no me atrevía a ir a él con mi antigua familiaridad de esposa, ni arrojarme a su cuello para darle un beso de amor, aunque él me lo permitiera con tanto cariño como antes.

            Mi divino amor me dijo que esta humildad y moderación, mis suspiros y mis lágrimas, atraían con más fuerza el afecto de mi amado y sus divinos consuelos. Se entabló a continuación un sagrado combate entre nuestros dos corazones, pues el divino esposo, compadecido de su esposa, que lloraba amargamente, la consoló asegurándole que todas estas desolaciones y llantos entrecortados de sollozos no eran sino muestras de amor, que producían sentimientos muy diferentes en ambos corazones.

            Por ello, esa misma tarde mi divino amor se me mostró como un pontífice revestido de blanco, portando en la cabeza una tiara dividida no en tres, sino en varios niveles. Los florones que la adornaban aparecieron primeramente en forma de cruz, y después como columnas vacías y abiertas en la parte superior, como recibiendo algunos licores del cielo; por último, apareció con un cetro. Pienso que con esta visión quiso significarme que él era el gran pontífice que perdonaba los pecados, el que devolvía la inocencia y la conservaba; el que abría el paraíso derramando sus gracias en los corazones que él afirmaba y convertía en columnas, en los que llegaba hasta comunicar la realeza que le era connatural. Le dije que sabia muy bien que él era el verdadero pontífice que, con su sangre, habla lavado los pecados del mundo, pero que era muy necesario que mezclara con ella mis lágrimas y que deseaba, con mi dolor, expiar mis faltas; que no quería yo jubileos ni indulgencias, sino sufrimientos a cambio de mis pecados.

            Un religioso testigo de mis lágrimas, pasó la misma noche, a partir de las dos de la tarde, en aflicción a causa del establecimiento de esta nueva orden. Las contradicciones que yo [330] experimentaba le produjeron un temor que lo llevó a caer en cierta desconfianza. Durmió la tercera parte de un cuarto de hora, cinco minutos. A eso de las cuatro de la mañana y, durante su sueño, vio que alguien disparaba sobre un papagayo, pero que nadie podía herirlo. El tirador más acertado sólo había podido rozar el borde del balancín en el que se apoyaba el papagayo, que parecía ser muy pequeño y de madera. Al tratar de observarlo con más atención, percibió una gallina de gran tamaño que volvía majestuosamente su cuello de plumaje reluciente, la cual emprendió el vuelo en medio de un gran ruido y con un roce de impaciencia que permaneció largo tiempo en su imaginación de religioso. Contempló cómo se transformaba en una enorme águila blanca que, suspendiéndose en el aire, se volvió contra los arqueros. Su rostro era el de una joven y sus dos alas se plegaban en torno a él a la manera en que se pinta a los querubines. Al cabo de esto, volvió ella a posarse sobre el balancín que antes la sostenía, dejando bien confundidos y burlados a los arqueros, lo mismo que al religioso, el cual, volviendo la vista en dirección del oriente, vio pintado en el cielo a un san Lucas que agarraba a su toro por los cuernos. Nuestro Señor aparecía sentado y vuelto hacia este mismo toro. Estaba totalmente desnudo, cubierto en parte sólo con su manto, como es costumbre representarlo. Del lado contrario estaba san Juan junto con su águila. No tuvo tiempo de contemplar la parte alta del cuadro ni a los que estaban allí con él. Pasmado ante esta maravilla, pensó que sólo se trataba de una fantasía.

            Vio además un templo como el de san Pedro de Roma, todo luminoso, y a un Salvador semidesnudo, como se le pinta en su Resurrección. Este Salvador estaba sobre un arco iris, que se extendía sobre un puente y el agua. En ésta percibió a dos hombres desnudos sumergidos hasta el cuello. Un resplandor iluminaba dulcemente todas estas maravillas, las cuales, creciendo insensiblemente, obligaron a este buen religioso, arrebatado ante tantas bellezas, a exclamar repetidamente: ¡Ah, que bello es todo esto! Al aplaudir con las manos, despertó. Escuchó entonces, sensiblemente a una persona que, a su lado izquierdo, lo llamaba por su nombre. Esto es lo que me platicó aquel buen religioso, que acudió a verme por la mañana. He querido contarlo aquí para hacer constar las maravillas que obra Dios en sus amigos, cuya interpretación dejo a los que Dios ilumina de esta suerte. El me dijo que Dios le había enviado dicha visión para mi consuelo.

            [331] Ponderando, por mi parte, dicho sueño, mi divino amor quiso explicármelo diciéndome que todo él se refería a mí: que el pájaro blanco de las flechas, que no pudo ser alcanzado, representaba suficientemente las contradicciones que sufría yo sin que pudieran dañarme; que su asistencia hacía resaltar la virtud que me había concedido en esta prueba.

            La transformación en gallina que cubre con sus dos alas a sus polluelos y en águila que emprende el vuelo y se desvanece en lo más alto de los cielos, fuera del alcance de los disparos y las flechas de los cazadores, mostraba evidentemente que era yo a quien se representaba ante dicho Padre bajo estas figuras. El templo luminoso eran la orden y yo misma, pues bien sabia que Dios me había dicho que le levantaría un templo; yo misma era el templo de su amor y de su divinidad, como se podrá constatar en todos mis escritos.

            San Juan y san Lucas acuden en mi ayuda debido a que en sus escritos trataron, de manera especial, el misterio de la Encarnación: san Lucas, la natividad temporal; san Juan, la generación eterna junto con el anonadamiento del mismo Verbo en su carne. San Lucas tenía al toro por los cuernos. Fue también un día de la fiesta de este Evangelista cuando recibí la promesa de una asistencia inviolable de mi esposo, que me dijo: No se te llamar abandonada (Os_11_8), y que jamás me abandonaría.

            Este Salvador, en medio de la consideración de las faltas que me afligen, no se apareció como un juez severo, sino como el hermoso arco iris de una paz y una alianza que no pueden ser quebrantadas por faltas ligeras; es decir, que mientras yo me abandono al llanto que el amor respetuoso y el temor de ser culpable hacen brotar de mis ojos, él me prepara una gloria que crece sin cesar, mientras que aquellos que me dan motivos para ejercitar la paciencia y la virtud que él me concede, son devorados por las aguas hasta el cuello; únicamente la bondad y misericordia de Dios les impiden perderse y detienen su justicia. Al explicarme el sueño, mi divino amor me mostró a las personas que se encuentran en este estado. Las reconocí muy bien, pero rehusó descubrirlas debido a que su falta ha sido demasiado notoria.

            Todas estas seguridades no pudieron, sin embargo, tranquilizar mi afligido corazón ni restañar mis lágrimas, que seguí derramando toda la mañana. El lunes, después de la exhortación, mi divino amor me descubrió la causa de mi llanto, y por qué había permitido que este espíritu de tristeza se apoderara de mí.

            Me dijo que, cuando me dejé llevar de la curiosidad, él me había disculpado delante de su Padre, haciéndose garantía de mi fidelidad; que una desconsideración tan súbita y perdonable no podía enfriar nuestro amor; que no obstante, a fin de que nadie pudiera hacerme algún reproche, sería bueno que yo misma la lavara con un río de l grimas. Con ello se cumplió lo que se canta en la tierra: y tronó desde el cielo el Señor, y el Altísimo emitió su voz, y se descubrió el álveo del mar, y quedaron desnudos los cimientos de la tierra (Sal_17_14s).

            Prosiguió diciendo que él hablaría a mi corazón con una voz que, llamando como un trueno retumbante, me obligaría a deshacerme en l grimas; mis ojos se transformarían en dos fuentes perennes y, mediante el abajamiento de una profunda humildad, él me descubriría todas las partes, aún las más ocultas, de mi interior, en el que se glorifica. Me declaró además que deseaba de mí un sacrificio, que es el sacrificio de contrición rociado con agua, como el de Elías, y consumado por el fuego del cielo que el Espíritu Santo había enviado sobre él; que los demás obran como los profetas de Baal, macerándose con golpes, disciplinas y austeridades corporales y clamando largo tiempo sin poder obtener al menos una chispita del fuego celestial para consumar el sacrificio. Sin embargo, en cuanto derramo el agua de algunas lágrimas, las divinas llamas se apoderan de mi corazón y consumen todo el holocausto, sucediéndome lo mismo que a David: Creí aun al tiempo que dije: (Sal_115_10).

            Yo había creído en la fidelidad y en el amor de mi esposo. Yo había hablado, confesando mi falta y alabado en alta voz la majestad de mi Señor. En mi profundísima humillación, había conocido, en mi exceso y en el transporte de mi corazón, cómo los hombres son mentirosos en sus juicios y fantasías, lo mismo que en sus acciones, buscando para ellos lo que deben ofrecer a Dios por tantos beneficios recibidos de su generosa mano.

            Mi amado me mostró el cáliz y el dolor mezclados con el de la Eucaristía, el cual es verdaderamente saludable, pues me hace morir a mí misma y a todas las criaturas para no vivir sino en él; [333] que en ello consiste la preciosa muerte de los santos, ofreciendo mis votos y cumpliendo mis promesas con un amor tierno, fuerte y sincero, en medio de Jerusalén, en presencia de los Ángeles y de los santos, apareciendo como la esclava de mi Dios e hija de la Iglesia, su sierva y esposa, en la que trataré de hacer las santas voluntades que su amor me ha inspirado, y que, en fin, era ésta la gloria que me habían ganado mis lágrimas.

            Todas estas caricias y palabras de mi esposo tuvieron el poder suficiente hacer a un lado todas mis amarguras, y la consolación acostumbrada se apoderó de mi alma, que no había perdido, en medio de esta turbación, ni la paz ni la presencia íntima de Dios.

            El jueves siguiente, al comulgar, un asalto de amor me aportó plenamente lo que un asalto de tristeza parecía haberme arrebatado. Caí en un gran desfallecimiento o desmayo, por lo que tuve que ser llevada a la cama. Mi divino amor me hizo saber que venía a mí como un unicornio, al que David lo compara. Le ofrecí mi seno para recibirlo, pidiéndole que, mediante su inocencia y pureza, hiciera desaparecer la actitud de temor que había manifestado hacia él en días pasados. Puso su cuerno delante de mis ojos, pues sabe muy bien dónde acometer, hiriéndome sensible pero amorosamente el corazón con golpes redoblados y obligándome a gritar y gemir con un dolor muy deseable, añadiendo que las aguas en las que el unicornio remojaba su cuerno perdían su amargura y su ponzoña, convirtiéndose en saludables y medicinales. De esta manera, su contacto sagrado quitaba toda la tristeza de mi corazón, y su cuerno, por una cualidad muy rara, se hacía fecundo: era un cuerno de la abundancia; el de los animales, en cambio, era del todo estéril. Añadió: Yo haré germinar en ti, queridísima mía, toda clase de bienes.

            El cuerpo, incapaz de soportar la dulzura con que estas palabras inundaban su alma, cayó desvanecido mientras que mi espíritu permanecía quieto en medio de estas consolaciones. El Espíritu Santo se me apareció como una voluntad viva y no como simple pintura. Batía dulcemente sus alas sobre mi cabeza para darme testimonio de lo que obraba en [334] mi corazón, y al desvanecerse ante mis ojos corporales, todas mis aflicciones me abandonaron y emprendieron el vuelo junto con él.

Capítulo 46 - La Trinidad y el matrimonio que en su bondad, se complace en llevar a cabo con el Espíritu, abrasado de su pacífico amor, elevándolo de este modo más allá de toda la creación.

            [335] El día de la Santísima Trinidad, mi alma fue sublimemente iluminada y elevada en una amorosa confianza que me llevó a pedir el llegar a ser esposa de la Santa Trinidad. El amor da una santa audacia. En ese momento, vi varias sortijas, entre las que había una roja como un rubí; las otras eran blancas y relucientes como diamantes. El rubí desapareció, o bien fue transformado en diamante.

            El granate que se esfumó significaba que los fervores no siempre duran, pero que el alma debe perseverar en la firmeza, pues Dios nunca es el primero en fallar. El desea desposar al alma por toda la eternidad, lo cual estaba representado por la resistencia de los diamantes. Dios se complace en desposar en fe al alma: es el esposo fiel.

            Recordé que él permitió que uno de mis confesores ausentes me escribiera diciendo que el Señor iluminaría para mí montañas eternas de un modo admirable, y que al mismo tiempo el divino amor me decía con gran dulzura: ser llevada sobre las alturas de la tierra (Is_58_14). Por tanto, le pedí que, en su caritativa bondad, se complaciera en recordar sus promesas y me las renovara. Entonces me vinieron a la mente estas palabras que dicho Padre me escribió: iluminas admirablemente desde los montes eternos (Sal_75_5), y que estos montes eran las tres personas de la Trinidad, que tienen una misma fuente de luz, y que acudían hasta mí para iluminarme.

            Volví mi corazón hacia la madre del amor hermoso y de la santa esperanza, la Santísima Virgen, a fin de que, mediante su favor, por ser eminentemente hija [336] del Padre, augustamente madre del Hijo e incomparablemente esposa del Espíritu Santo y Virgen de Dios, en el que ella encerraba a todos los demás, me hiciera digna de recibir estas divinas iluminaciones.

            En el mismo instante se me ordenó acercarme a estas divinas montañas y a la tierra sublime sobre la que me vería elevada. Esta es la montaña sensible de la que irradian los rayos de la divina luz, es decir, de la humanidad del Verbo que encierra en sí la luz divina de las otras montañas mediante la unidad de la esencia y la circumincesión de las personas.

            Fui, pues, iluminada para conocer la unidad de naturaleza y la distinción de personas. Vi a Dios en medio de mi corazón como en su trono, al cual colmaba de dulzuras indecibles. Mi divino amor me dijo que permanecería conmigo hasta la consumación de los siglos (Mt_28_20). Le rogué que llevara a cabo enteramente dicha consumación del siglo, extinguiendo todo lo que fuera secular en mí. Este benigno amor me dijo que consumaría en mí sus deleites y que el sacrificio de Judá le sería agradable largos días por los siglos de los siglos (Sal_20_5), y que él mismo era la consumación de los siglos, ya que todos culminan en él como en su fin y perfección.

            A esto siguió una gran paz y un profundo silencio o quietud de todas las potencias de mi alma, junto con estas palabras: Dios está en medio de ella, no ser conmovida (Sal_47_5). Conocí que la fuerza de Dios sobre el alma es un rayo que inspira en ella la presencia íntima del mismo Dios, pues hay mucha diferencia entre ver a una persona y sentir su íntima presencia. Es esta presencia de Dios la que llena el recinto del corazón y todas las potencias del alma. El las purifica, las perfecciona y las sitúa en un profundo silencio. Disipa, de este modo, toda turbación a la manera del sol, que difumina las nubes, [337] alegra la vista y perfecciona todas las cosas en las que produce esta profunda paz, que es efecto de esta plenitud, de la que nacen las delicias del corazón. Lo colmaste de gozo en tu presencia (Sal_20_7).

            Mi alma saboreó entonces las divinas uniones. Mi divino amor me abrazó con su diestra, que contiene todas las delicias: a tu derecha delicias para siempre (Sal_15_11). Los rayos de su rostro divino, de su íntima presencia, y esta plenitud, produjeron estos dos efectos: auxiliar con su poder y alegrar con su dulzura. Percibí esta diferencia en que el alma es como pasiva al recibir las impresiones de su divino poder, y que al obrar coopera, además, con estas delicias, ya que su corazón se expansiona con libertad, gozando del bien que posee, a pesar de parecerle que esa faz divina sólo se muestra en la gloria, en la que sus divinos rayos iluminan con plenitud, pero que en ocasiones también reluce en la tierra: Le has hecho una bendición para siempre, lo colmaste de gozo en tu presencia (Sal_20_7). Así como la gloria es la gracia consumada, así la gracia es la gloria comenzada en estado de gracia, pues la gloria se inicia en un alma cuando ésta se encuentra en gracia y caridad; la gracia es el hueso, y el árbol, la gloria, el fruto delicioso.

            La gloria es una participación y comunicación de Dios con gran esplendor e inmensa alegría. La gracia es la misma comunicación, pero cubierta; el alma en este estado está colmada de Dios, y tanto cuanto es capaz de dicha plenitud, se da en ella la quietud de todas las potencias del alma, lo cual yo experimentaba divina y amorosamente gracias a la bondad del rey del amor.

            En esta misma iluminación, conocí dos excesos de la divina bondad: el primero, en la inocencia de la Virgen, a la que llamo la Virgen de Dios, ya que siempre fue pura e inocente y jamás tuvo mancha alguna por estar reservada en Dios de manera singular. Sólo él la poseyó y penetró [338] sin división alguna, sin divagación en el alma ni en el cuerpo.

            El segundo exceso consistió en que, a pesar de mis culpas, el divino amor me acercó hasta su trono, al lado de la Virgen, y que fui elevada hasta la presencia de estas montañas eternas; y aunque captaba la distancia casi infinita entre estos dos excesos de la divina bondad en la inocente Virgen y en mi ser culpable, no sentía pena alguna.

            Mi amor me dijo que ambos excesos se manifestarían a todos los bienaventurados durante toda la eternidad, y que serían para ellos un motivo más para admirar la liberalidad del amor divino y su magnificencia en una persona tan inocente como la Virgen y en otra tan pecadora como yo. Me sentí confusa y como fuera de mí al contemplar tantos favores extraordinarios concedidos a quien es tan indigna de ellos.

            Mientras gozaba de la alegría de estas delicias, alguien me llamó y me vi obligada a dejar la oración. En medio de mis ocupaciones exteriores, escuchaba a mi divino amor, que me decía: Vuelve, vuelve, amada mía. Si él me llamaba, deseaba yo ardientemente verme libre de asuntos tan engorrosos, y llevar a todas las criaturas hasta Dios. Deseaba que todas ellas rindieran honor y gloria a la adorabilísima Trinidad, pidiéndole que se alabara ella misma mediante el Gloria al Padre. Se me reveló que san Jerónimo se complacía en esta divina sociedad, llevando esta alabanza desde el Oriente hasta el Occidente. Por mandato del gran papa san Dámaso, se la canta en la Iglesia al final de cada salmo.

            Mi divino amor me hizo saber que todos los Ángeles y los santos se alegraban por las alabanzas que daba yo a esta tranquila y venerabilísima Trinidad, y aún más de que todos los hombres llegaran a tener el conocimiento de este augusto misterio para adorarlo en espíritu y en verdad; Trinidad a la que debo favores indecibles, lo cual me impulsa casi incesantemente a orar ante ella, a adorarla y amarla.

 Capítulo 47 -El mundo entero está representado en la túnica de Jesucristo, soberano Pontífice, que ofrece un sacrificio digno en presencia de la Trinidad. Él es el templo adorable y el portador del racional admirable que lleva en sí los nombres de los elegidos. Me invitó a unirme a él para ofrecer el sacrificio.

            [339] Al considerar el gran favor que recibí de la Santísima Trinidad en este día, tuve el deseo de conocer la explicación de lo que vi en sueños durante esa noche.

            Contemplé, pues, un templo magnífico, y en su interior a un Pontífice elevado sobre la tierra, que celebraba un oficio del todo nuevo y extraordinario, que yo no podía comprender. Al mismo tiempo, tocaba el órgano de manera muy melodiosa. Admirada ante esta maravilla, no me atreví a acercarme a la Majestad adorable. Invoqué a todos los santos para presentarme ante ella, reconociéndome demasiado culpable e indigna de cantar sus divinas alabanzas, y diciéndoles que, con su favor, podría ser admitida ante ella. Invoqué confiadamente a todos los ángeles, en especial a los siete que permanecen en presencia de esta soberana Majestad, sirviéndola en todo momento.

            Escuché que el Pontífice a quien vi en mi sueño era Jesucristo, que es el Sumo Sacerdote por excelencia: encumbrado por encima de los cielos (Hb_7_26), el cual se convirtió en el cielo supremo por ser el único que había tributado a la Augustísima Trinidad una alabanza digna de su grandeza. Por ello, todas las criaturas callan en su presencia, no habiendo entre ellas nadie que se atreva a entrar en concierto con él. A esto se refirió Zacarías cuando dijo: ¡Silencio, toda carne, delante del Señor, porque él se despierta de su santa morada! (Za_2_17). Cuando el Señor se levante de su trono para ejercer el oficio de sacrificador, es necesario que todas las criaturas con entendimiento presten atención en medio de la admiración y un silencio [340] respetuoso.

            La regia vestidura, en cuyos bordados está historiado o descrito el mundo entero, es su Iglesia, de la que se reviste, como dijo san Pablo. Las campanillas y las granadas entrelazadas que forman el ruedo inferior son la humanidad y los ángeles que se unen por este Pontífice. Las campanitas significan que debemos imitarlo; las granadas, la caridad o amor que tiene a la humanidad y a los ángeles. Cuando Aarón subía hasta el altar para comparecer ante el oráculo, las campanillas sonaban, y mientras permanecía en el santuario presentando el tummin sagrado, dejaban de tocar (Ex_28_3), lo cual manifiesta que los sacrificios antiguos terminaron cuando Jesucristo, el Sumo Sacerdote, ofreció el suyo. Su racional tiene forma triangular, en la que están grabadas la doctrina y verdad que le son connaturales. Las doce piedras colocadas en diverso rango, brillan sobre su humeral, piedras en las que estaban escritos los nombres de las doce tribus de Israel, que representan a todos los elegidos, las que reciben su forma y belleza al verse engastadas en su Pontífice y al ser portadas por él, pues mediante su virtud son aceptadas como un aderezo de amor.

            El divino Pontífice me invitó a sacrificar en su compañía, lo cual rehusé en un principio, excusándome a causa de mi sexo al que jamás se ha concedido la dignidad del sacerdocio y debido a las dificultades de vestuario y preparación necesarias, pues sólo veía en mí imperfecciones. Mis excusas no fueron válidas.

            Se me dijo que hasta entonces había yo invocado la asistencia de los santos antes de acercarme al trono, y que todos habían mediado por mí con sus oraciones, en especial los siete espíritus asistentes, quienes experimentan un placer singular al presentar las almas y disponer a los hombres a ofrecer dignamente estos sacrificios, a los que ellos asisten de muy buen grado; que a estos siete espíritus ha confiado el Espíritu Santo, como en depósito, sus siete dones para distribuirlos entre las almas fieles. Son éstos los siete ojos que Zacarías contempló fijos sobre la piedra misteriosa que es Jesucristo, en el que reposa toda la plenitud de los siete dones del [341] Espíritu Santo, a cuyo lado se encuentran continuamente los príncipes del cielo, asistiéndolo como cortesanos de primer orden y ministros de sus estados. Estos siete espíritus habían preparado mi alma al sacrificio al que el Sumo Sacerdote me invitaba. Se me comunicó que, en cuanto al sexo, nadie estaba excluido del sacerdocio interior, y de poder ofrecer el sacrificio de alabanza; que Dios no tiene sexo, a pesar de que la Trinidad lleva un nombre femenino.

            Escuché que la Virgen había ofrecido, como nunca antes, el sacrificio más augusto y agradable, al ofrendar sobre la cruz al mismo Hijo que los sacerdotes inmolan sobre nuestros altares; que las tribus de Judá y de Leví celebraban en la antigua ley dos alianzas y dos matrimonios, y que él me había dicho desde hacía mucho tiempo que yo pertenecía a la tribu de Judá mediante la doble confesión de sus alabanzas y la costumbre de acusar de mis faltas. No obstante, era necesario que me convirtiera en hija de Aarón al tomar parte en el sacrificio al que se me invitaba, a ejemplo de su madre la Virgen admirabilísima, que poseyó los privilegios de ambas tribus: la realeza de Judá y el sacerdocio de Leví, al ofrecer a su hijo, sacrificador y sacrificio. Por tanto, debía revestirme, con santa confianza, de los ornamentos necesarios y acercarme a este Pontífice, que me llamaba para asistirlo como ministra suya en el sacrificio solemne y novísimo que presentaba a la Augustísima Trinidad mientras que todas las criaturas, estremecidas de asombro, permanecían en un respetuoso silencio.

            Ante estas dulces amonestaciones, me presenté como un cuadro imperfecto, apenas esbozado al carbón, que sólo podía ser acabado por la Santísima Trinidad mediante la intervención de las tres personas en mis potencias, lo cual se realizó de manera muy admirable.

            Hice, a continuación, hice mis ofrendas, que consistieron en todo el ser creado, poniéndolas en manos de la gloriosa Virgen para ser presentadas a su hijo, el Sumo Sacerdote, que consumaría el sacrificio [342] consagrándolo del todo a la siempre adorabilísima Trinidad, la cual se complace en que Jesús y María lo presenten, como hostias puras y agradables, al Dios de bondad.

            ¿Qué puede rehusar el Padre cuando el Hijo le muestra sus llagas, que recibió para hacer patente el amor que el Padre tiene a la humanidad? ¿Qué favor dejará de conceder el Hijo a su santa madre cuando ella le presenta y ofrece sus pechos, con los que tan tiernamente lo amamantó? Esos pechos lo presionan amorosamente a conceder la petición de su corazón maternal, porque él posee un corazón filial que también ama a sus hermanos, que son hijos adoptivos de esta Virgen madre.

 Capítulo 48 - Dios trino en persona y uno en esencia, junio De 1633.

            [343] Mi puro amor, ¿cómo podría yo describir la inefable bondad que ejercitas en mí y sobre mí? Consciente de que mi meditación consistía en buscarte, te encontré más pronto de lo que hubiera pensado. Eres para mí el comienzo, el medio y el fin; te haces todo para ganarme en todo, por todo y sobre todo. Te has complacido en enseñarme que eres mi verdadero ser, y que me apoyo y moro en ti; que eres para mí vida muy deliciosa que vivo de ti, por ti, en ti y para ti; que eres mi camino, que subo, camino y paseo, no sólo en el cielo y más allá de la tierra, sino en tu inmensidad; que hago ascensiones diversas a causa de la distinción de tus personas, en cuya esencia no hay división. De modo admirable, quieres ser las gradas de mis ascensiones; que tu amor me conceda el privilegio inefable de apoyarme en el deseado de las colinas eternas, el Verbo Encarnado.

            Mediante la atracción del divino amor, es decir, por mandato de la adorabilísima Trinidad, el divino amor quiere ser mi legislador y que yo sepa que es voluntad de las tres personas divinas que suba distintamente por ellas, deteniéndome a contemplar el Espíritu producido por un solo principio de dos espirantes de la espiración toda única; que, al subir, me detenga a contemplar al Verbo engendrado, es decir, a la imagen de la bondad paterna, al esplendor de su gloria, candor de su luz eterna, figura de su sustancia, que lleva en sí la totalidad de la palabra poderosa; que me eleve junto con este Verbo y por este Verbo hasta el seno paterno, en el que está la fuente de origen, el gozo de mi Señor, la plenitud divina; en el que Dios engendra a Dios, en el que Dios produce a Dios, en el que [345] Dios contempla a Dios, en el que Dios besa a Dios, en el que Dios es el único esencial y trino en fecundidad a través de una perfectísima sociedad; en el que se encuentra la circumincesión divina. Esta santísima sociedad quiere que yo conozca, por un divino privilegio, que él es mi paz y que lo contemple en ti, que eres mi Sión. Podría yo describir los favores que me ha concedido el Dios de los dioses valiéndome del salmo 83.

            Amor mío, mientras que yo debía temblar delante de tu Majestad a causa de mis pecados, me colmas de delicias. Lloro pero con lágrimas que tu dulzura hace destilar. Tu benignísimo espíritu sopla y derrite mi corazón, que se desborda por mis ojos como si fueran dos piscinas. Te ofrezco estas lágrimas, mi amado Jesús, para unirlas a las tuyas y que concedas a éstas la eficacia de cambiar y ablandar los corazones endurecidos.

            No tengo nada qué darte ni qué ofrecerte; sólo mis pecados. ¿Son éstos los [346] lazos que te unen a mí? ¿Es para desbordar tu corazón que lo mantienes cerca de mí, para que, ante todo, me atraiga a tu interior? ¿Qué peso es éste que me engolfa en el abismo de tu amor? Es la multitud de tus misericordias, que es como la voz de muchas aguas; voz que me llama con tanta fuerza como dulzura. Río impetuoso, ¿es que te complaces en alegrar a tu ciudad y santificar tu tabernáculo mediante tus méritos y tu santidad esencial?

            Compareceré con los preciosos atavíos de tu justicia. Lo que tú eres, cubrirá, es decir, hará a un lado lo que soy, y quedaré saciada del todo cuando la pureza de tu gloria se manifieste en mí. Como te gusta deleitarte en favorecerme, complácete en darme. Me regocijo al recibir y devolverte lo que has tenido a bien concederme. Fuente [347] divina, me envías tu torrente, y yo hago rebotar sobre ti tus mismas aguas, con las que subo hasta ti, hasta dentro de ti, por ti y para ti. Guárdame de dos males: separarme de ti, fuente viva y vivificante, y acercarme a las cisternas secas de las criaturas, que carecen de manantial vivo, y que, además, son incapaces de retener las aguas mortíferas que los mortales desean beber con tanta avidez.

            Es precisamente a mí que tú dices: bebe de las aguas de mi amor sin pagar. Te las doy gratis. Confieso ante ti, Dios mío, y delante de todas las criaturas, que soy la más pobre de todas y la más pecadora. Es mi creencia, Dios mío, que jamás ha existido criatura más indigna de tus favores, ni se la encuentra al presente, ni se la encontrará, que haya hecho menos bien que yo y que haya pecado más en tu presencia, [348] que experimente lo que me haces sentir. Madre del bello y santo amor, tú eres la única inocente y la singular llena de gracia y de gloria. Eres la incomparable en toda santidad.

            Me dijiste una vez que me ofreciera a reconstruir tu casa, y lamentándome a ti y ante ti a causa de mi incapacidad espiritual y corporal, te plugo decirme: Ofrécete sencillamente tal y como eres, pues él único que hace maravillas, hará lo que te pidió. Santa Virgen, me ofrezco tal y como era y como sigo siendo: una nada, una vanidad. Me dices que a Dios le agrada llenar lo vacío. Virgen humildísima, tú estuviste vacía de toda imperfección por ser concebida sin pecado, para ser colmada por el autor de la perfección. Vacíame, mamá, mi buenísima mamá. Yo soy la más culpable, porque, a causa de mis divagaciones, he llegado lejos, a lo más profundo de las partes inferiores de la tierra, a las que el divino Oriente, gracias a la compasión de la divina misericordia, se [349] digna descender y penetrar para iluminarme y llevarme dentro de su corazón hasta tu lado y dentro de tu seno, del que tomó este corazón, que también tomó del tuyo en el de su Padre, por la fuerza del amor que obró en ti el divino e inefable misterio de la Encarnación, a fin de comunicarme lo que no me es posible expresar.

            Señora, tú lo ves, y cómo Dios es dulce para mí. Soy tu esclava. Te ofrezco el tributo de amor, a todas las criaturas; te ofrezco todo lo que Dios quiere que te ofrezca. Reconoce, mi toda, lo que me concede mi todo a través de tu queridísimo hijo, que es el Hijo amadísimo del Dios de las misericordias, el cual me ha dado a este Hijo, que es mi queridísimo esposo, para que sea para mí todas las cosas.

Capítulo 49 - Deseo que Dios tiene de que sus amigos dejen los afectos a los bienes de la naturaleza y de la fortuna, estima el sacrificio que se ofrece con buena voluntad.

            [351] Este día, en que se solemnizaba la fiesta de san Claudio en Lyon, Dios ordenó que, al llegar a la oración, penetrara yo en el tabernáculo de las Escrituras y que ahí encontrara el arca y los dos querubines, que me iluminaron y me ayudaron a comprender.

            Al abrir la Biblia, encontré felizmente el sacrificio de Elías, y Dios me invitó a presentarle uno semejante, haciéndome ver la diferencia que existe entre los sacrificios, pues aunque Abraham tuvo toda la voluntad de sacrificar, Dios lo recompensó magníficamente. Jefté sacrificó de hecho, pero a Dios no se complació tanto en esta acción tanto como en la voluntad de Abraham, porque este padre de los creyentes fue movido por el amor de agradar a su Dios y no por el temor de disgustarlo, como Jefté después de su voto.

            Isaac era tan virgen como la hija de Jefté, y de él debía nacer el Mesías y la dicha de todas las naciones. Además, Isaac se ofreció voluntariamente, pero la hija de Jefté lloró largo tiempo y cumplió con pesar el voto de su padre, obligada por una necesidad que ella pensaba no se podía evitar sin incurrir en un delito grave. Más aun, su padre se contristó al ver que su hija había acudido la primera para recibirlo, deseando que hubiera sido alguna otra cosa de su casa o al menos otra persona y no su propia y única hija.

            Dios sólo olfateó el sacrificio de Noé. Al de Elías, en cambio, lo devoró con la llama sagrada que envió desde el cielo, la cual consumió la víctima, la leña, el altar y el agua que se había derramado sobre él. El buen olor complace, pero sólo de paso, y no se recibe de él todo lo que se aspira. Noé había masacrado una víctima para dar gracias a la divina bondad, que lo había librado del diluvio, escogiéndolo para repoblar el mundo, cuya simiente había preservado en su arca. Pidió, a cambio de su ofrenda, la bendición para desempeñar dignamente la responsabilidad de restaurador del orden natural.

            [352] Elías preparó aquel sacrificio tan solemne para consolidar la gloria del Dios de Israel frente a las impiedades de la superstición de quienes, bajo la protección de un príncipe apóstata, adoraban a Baal, deshonrando así a la verdadera divinidad. Hay almas que sacrifican buscando su interés, para dar gracias por bienes recibidos o por males evitados, o para obtener nuevos favores. Esto no se dirige puramente a la gloria divina. Dios acepta estos sacrificios y los encuentra aromáticos, pero no los devora y no se refacciona con ellos como con los que le son presentados por espíritus grandes y generosos, que obran únicamente llevados por el celo de la gloria de Dios, como en el caso de Elías.

            Mi divino amor me dijo que esta es la clase de holocaustos que me pide y que debo inmolar a diario, no pretendiendo en todos mis designios sino cumplir la divina voluntad de mi esposo y afirmar su honor; que para ello me ha enviado este fuego sagrado y este incendio de amor que consume casi continuamente mi corazón.

            Me presenté de nuevo ante mi esposo para ofrecerle un sacrificio, cuyo altar era mi corazón; las doce piedras, los doce patriarcas; los doce cántaros de agua derramados en diversos momentos, los doce apóstoles; el agua, los dones del Espíritu Santo, y la víctima, yo misma.

            Mediante esta preparación, me presenté a la santa comunión, después de la cual, en tanto que las especies no se habían consumido, y que el Verbo Encarnado estaba presente en mí según su humanidad, me invitó a reiterar estos holocaustos de mí misma a la manera de Elías, y a decir estas palabras del salmo, que se cumplirían en mí: Porque no quisiste el holocausto; tú me has formado un cuerpo (Sal_40_7s); que Dios no había aceptado los otros sacrificios, y me había dado un cuerpo en este sacramento, que no es otro que el mismo Jesucristo, de quien soy esposa por su divina misericordia.

            Me comunicó que, en esta calidad de esposa, tenía yo un derecho como de propiedad sobre su cuerpo virginal, y que me lo había hecho anunciar como a la madre de su nueva Orden. Entre otras cosas, me dijo: Ten cuidado, mi queridísima esposa, porque siempre voy delante de ti o a tu lado opuesto, a fin de que me encuentres en todas partes. Me comporto como un enamorado apasionado que va por donde espera encontrar al objeto de su amor, para contemplarlo y ser visto por él. Tú has ganado tan perfectamente mis afectos, por jamás rechazar mis gracias o retraerte a ellas, que he [353] cumplido y cumpliré en ti todas mis voluntades, amada mía.

            Me manifestó admirablemente que le disgustan las almas que lo rehúyen movidas por una falsa humildad, haciéndose rogar ante tan grande majestad. Si una pastora hubiera sido honrada con la corona de reina y la dignidad de esposa por un monarca muy poderoso, sería muy descortés e indiscreta si rehusara acercarse al rey su esposo, rechazando las caricias de tan enamorado príncipe, bajo pretexto de la bajeza de su extracción. Esto ofendería a su real esposo, disminuyendo el afecto que siente hacia aquella que recurre a tantas ceremonias para recibir los presentes, arguyendo que son demasiado ricos. Este rechazo parece desobligar al que tanto desea darlos, puesto que ella se niega a aparecer agradecida hacia él. La verdadera humildad no obra de este modo. La Virgen, al saber que el Espíritu Santo descendería hasta ella con abundancia de gracias y haría en ella cosas grandes, exclamó: He aquí la sierva del Señor, y ella no rehusó ser su madre. Que se haga en mí según tu palabra que es la del Verbo.

            Este divino y amantísimo esposo mío, para demostrarme que se entregaba a mí, me besó de una manera intelectual y maravillosa, arrojándose a mi cuello como un niñito y besándome con un beso deliciosísimo de sus labios sagrados, semejante al que la esposa del Cantar deseó tan apasionadamente: ¡Que me bese con los besos de su boca!; mejores son que el vino tus amores (Ct_1_29). Me besó con todos sus afectos y entrañas, asegurándome que lo que no podía hacer sin un nuevo milagro con los brazos de su humanidad, a causa del estado en que se encontraba en el sacramento, lo hacía admirablemente con los de su divinidad.

            Me exhortó amorosa y recíprocamente a besarlo y estrecharlo corporalmente, por tenerlo todavía presente en mí bajo las especies, y que lo hiciera con toda la extensión de mis afectos. Me repitió una y otra vez estas palabras: bésame mi consentida, yo soy todo para ti, quiero hacerte ver cuanto te amo y que yo no soy que para ti, agregando que él era mi adorno, mi amor y mi todo, que él había traspasado y perfeccionado mis oídos y había puesto como aretes su cuerpo; toda su humanidad [354] a mi izquierda, y su divinidad a mi derecha; que él me servía de adorno y excelencia; que nadie podría negar que tuviera yo los oídos perforados al considerar el claro entendimiento que poseo de las cosas divinas y de las palabras de mi esposo.

            El me hablaba con frecuencia, enseñándome los misterios más ocultos, y, besándome divinamente, me hacía experimentar las palabras de David: ¡Oh, qué bueno, qué dulce habitar los hermanos todos juntos! (Sal_133_1). ¡Ah!, esta unión me parece dulcemente fuerte y fuertemente dulce estando unida a mi esposo, mi hermano y pontífice, que mora tan cordialmente en mi compañía. El ungüento de la cabeza de este Aarón descendía y corría sobre mí y sobre mi cuello, del que Jesucristo era collar y ornamento, como lo es el esposo de la esposa: De junto a Dios, engalanada como una esposa ataviada para su esposo (Ap_21_2).

            Este divino enamorado me halagaba diciendo: hija mía, yo repudié muchas otras almas, y abandoné el tabernáculo de Silo, rechacé la tribu de Efraín y anonadé Israel por elegirte como a la tribu de Judá. No es mi culpa, pero mientras que esas almas rechazan las gracias que se les presentan, no tienen ante mí ninguna consideración y estimadas como nada :Le irritaron con sus altos (Sal_77_58). Quiero decir que con su ingratitud y dejadez provocaron mi menosprecio. Este esposo todo amor me exhortó a decir con santa confianza: Dios mío, así lo quiero, y tengo tu ley en medio de mi corazón (Sal_40_8).

            Por medio del sentimiento del amor, me presenté para guardar la ley escrita en mi corazón. Con un valor generoso, presenté mi corazón y mi pecho a fin de que mi amado reposara en él como una ley de amor. Sentí que arborecía como un estandarte de amor, en tanto que mi corazón quedaba herido sensiblemente. Quise apoyarme para resistir con más fuerza la divina operación, pero un desfallecimiento cundió por todo mi cuerpo, alarmando a la comunidad, que estaba aún en el coro. Esto afligió grandemente a mis hijas, pues creyeron que estaba casi muerta. Me condujeron hasta mi lecho tratando de aportar algún alivio a mí mal, que ignoraban me era tan agradable a causa del gran deleite en que me encontraba, experimentando así las palabras de David: Ten tus delicias en Yahvé u El te dará lo que pida tu corazón (Sal_36_4).

            Durante todo este tiempo, mi alma se mantenía respetuosa, gloriosa y, al mismo tiempo, animada por una santa osadía alimentada por la dulce majestad de mi esposo, que me estrechaba amorosamente como a su esposa queridísima. Las caricias de Dios tienen atractivos que no disminuyen en nada el respeto debido a su majestad, y su [355] grandeza no le impide inclinarse hacia el alma a través de una condescendencia y comunicación amorosa cuando ella le es fiel: Pon tu suerte en el Señor, confía en él, que él obrará; hará brillar como la luz tu justicia, y tu derecho igual que el mediodía (Sal_36_5s).

            En ese tiempo el afecto hacia las cosas creadas se había extinguido en mí a tal grado, que despreciaba generosamente todo lo que había de amable fuera de mi amado, entre cuyos brazos y sobre cuyos labios reposaba yo con gran contentamiento.

            En medio de estas caricias, se me mostró sobre una nube el símbolo que se atribuye ordinariamente a san Judas, e hice la pregunta que se lee en el capítulo 14 de san Juan: Señor ¿porqué te manifiestas a nosotros y no a todo el mundo? (Jn_14_22). Mi divino amor me dijo que, porque me amaba, se daba a conocer a mí con el mismo amor con el que había amado a los apóstoles y se había manifestado a ellos. Para ratificarlo, me besaba y me apretaba tan estrecha y afectuosamente, que podía yo decir: Mi amado es para mí y yo soy para mi amado (Ct_2_16). Escuché que estos favores y caricias se me dispensaban como recompensa a que en cierto día, ocho años antes, había prometido a Dios salir de la casa de mi padre para dar comienzo a la Congregación que más tarde se consolidó bajo el nombre de VERBO ENCARNADO, quedando erigida como instituto religioso.

            Mi divino amor me dijo que Dios me daba como morada perpetua su propio seno a cambio de la casa paterna que había dejado voluntariamente por amor a él. Por la mañana me había dicho que, así como el alma de Jonatán se había encariñado con la de David con un afecto inviolable que la muerte no pudo romper, pues David preservó la posteridad de Jonatán en consideración a su buen amigo, haciendo que los hijos de éste se sentaran a comer a su mesa real, se había unido a mí estrechamente con un lazo indisoluble, prometiéndome que después de mi muerte cuidaría de la orden y de mis hijas, las cuales serían siempre sus muy amadas, y se sentarían a su mesa revestidas de la púrpura de su preciosa sangre para ser alimentadas con su pecho real y divino.

            Aquellos que han deseado que sus hijos sean cubiertos de púrpura, para demostrar que han nacido con los derechos del imperio y de la realeza, no han tenido tanto amor para [356] darlos a conocer como dignos herederos de la corona, como el que Verbo Encarnado ha mostrado hacia sus hijas. Cuántas veces me ha dicho: Mi toda mía, reconoce la dignidad a la que te llamo. Te enalteceré sobre todas las grandezas de la tierra y te daré a comer de la mesa de Jacob como a hija mía; mis labios te lo aseguran.

Capítulo 50 - El amor divino ensalza a sus esposas, haciéndolas templos suyos y mediante el conocimiento místico de las escrituras, les concede salir victoriosas de sus enemigos y las desposa a través de una admirable renovación de sus purísimas bodas, 7 de junio de 1633.

            [357] El día del Santísimo Sacramento, fui a ocultarme bajo la escalera por la que sube el sacerdote para dar la comunión a las hermanas. En ese lugar, me humillé y me postré delante e la majestad de mi esposo. Me parecía estar en un paraíso, porque no podrían encontrarme en semejante lugar.

            Mi esposo, no pudiendo tolerar por mucho tiempo que permaneciera yo en tan baja opinión de mí misma, me testimonió interiormente que yo era su templo, en el que encontraba sus complacencias. Para ello, me explicó el salmo 109 en un sentido acomodaticio, invitándome a ocupar el sitio de esposa y de reina a su derecha: Oráculo del Señor a mi Señor; Siéntate a mi diestra (Sal_109_1), y que él quebrantaría todos los esfuerzos de mis enemigos interiores y exteriores junto con sus oposiciones, los cuales sólo servirían de escaño a mi gloria, y me levantarían a mayor altura: hasta que yo haga de tus enemigos el estrado de tus pies (Sal_109_1). Continuó diciéndome que la vara y el cetro de Sión serían mi fuerza y mi virtud porque el rey de Sión y el Espíritu Santo vendrían siempre en mi auxilio, ayudándome a vencer en todas partes: El cetro de tu poder lo extenderá el Señor desde Sión: ¡domina en medio de tus enemigos! (Sal_109_2).

            El Padre eterno está en mí como principio de la generación que hago de Jesucristo, el cual habita en mí y en las demás por la institución de esta Orden, que es reputada como una nueva Encarnación, y que en esta fundación yo soy engendrada entre esplendores de santidad. El Hijo, que mediante la generación eternal, sale del seno del Padre antes de la aurora, me es comunicado de manera muy particular e inmensa en grado sumo: Contigo el principado el día de tu nacimiento en esplendor de santidad; te engendré antes del lucero, como al rocío (Sal_109_3).

            Este amor divino me decía amorosamente que yo era recibida en calidad de [358] hija del Padre, fuente de toda paternidad, y que todas las promesas que Dios me ha hecho referentes a mí y al establecimiento de la Orden, son segurísimas e irrevocables. Como Dios es inmutable, no cambia jamás: Juró el Señor y no se arrepentirá. Tú eres sacerdote eternamente según el orden de Melquisedec (Sal_109_4). El comunicó el fruto del sacerdocio de su Hijo y la víctima que se inmoló según el prestigio de su Hijo, que él me dio ese mérito, aunque siendo una mujer yo no tenga el carácter sagrado para consagrar como los sacerdotes, al menos que tenga el privilegio de ofrecerlo todos los días por la comunión que recibo. Tú eres sacerdote eternamente según el orden de Melquisedec (Sal_109_4).

            El Señor, que está a mi derecha, ha vencido a las potencias más invencibles de la tierra en torno a su ira; a menudo ha apaciguado y restaurado las ruinas que he causado e impedido, las que la divina justicia había decidido castigar, y con la fuerza de mis oraciones y el ardor de mis afectos ha obrado misericordia: El Señor está a tu derecha: quebrantará en el día de su ira a los reyes. Juzgará a las naciones, amontonará cadáveres; quebrantará cabezas en tierras dilatadas (Sal_109_5s).

            En fin, que las aguas de las tribulaciones, que había yo bebido durante tanto tiempo, se tornarían saludables para mí: Del torrente beberá del camino (Sal_109_7); que caminara con la cabeza en alto, por haber salido victoriosa. En efecto, mi amor siempre me da la certeza segura, en especial mientras duermo. La noche anterior me vi, en sueños, en medio de una tempestad y rodeada de sombras tenebrosas. De inmediato clamé a mi esposo, y en el mismo instante vi una luz resplandeciente que disipó las brumas, hizo reaparecer el día y me encontré en su compañía.

            El día que siguió a mi sueño, encontrándome enferma y molesta, con un espíritu triste, tuve el deseo de morir para gozar de mi esposo y no verme ya en peligro de ofenderlo. Me acerqué a la santa comunión con estos deseos, y después de comulgar, obligada por mi enfermedad, me arrojé sobre la cama llamando confiadamente a mi esposo para que me auxiliara en mi debilidad. La Santa Virgen se me apareció, mirándome e inclinándose dulcemente hacia mí. De momento rechacé esta visión, por pensar que fuera vestigio de la imaginación, ya que no hacía mucho tiempo había visto una imagen de la Virgen en la misma postura. Sin embargo, escuché claramente que la Virgen era la imagen real de mi esposo, que había reposado en su seno en el tiempo de la misma manera que, desde la eternidad, reposa [359] en el de su Padre, en el que permanece oculto, haciéndose invisible bajo las especies del sacramento así como estuvo, en otro tiempo, en las entrañas de su madre.

            Contemplé entonces, en una visión imaginaria, un diamante con un brillo tan extraordinario, que me impedía ver la mano que lo sostenía. Dicho diamante me pareció bien misterioso, pues estaba engastado en una rica sortija de oro y tallado por varios ángulos de distintas formas, todo muy trabajado. De él procedía esta intensa luz, producida por el conjunto de rayos que brotaban de todas sus caras. De la punta del diamante nacía un rubí perfectamente bello, colocado de manera que no se podía notar cómo estaba engastado, tan sutil había sido la mano que los había acoplado.

            El entendimiento que recibí de lo anterior fue que se trataba de una figura de Jesucristo, mi divino esposo, en el que hay tres sustancias: la persona del Verbo, que posee su sustancia divina, la de su santa alma y la del cuerpo, que estaban representadas en dicha sortija por el diamante, el rubí y el arillo de oro. El diamante representa a la divinidad, que encierra en sí una infinidad de perfecciones que son como diversos ángulos. El rubí es el alma que los antiguos creyeron ser de una sustancia ígnea y celestial. El oro es la carne, en la que se encuentran el alma y la divinidad en la unidad de una persona: serán dos en una carne. (Gn_2_24). El rubí aparecía engastado en el diamante y no en el oro del anillo, por parecer que así lo requería la conjunción del alma y del cuerpo al formar la naturaleza humana. El conocimiento que obtuve fue que el alma tiene más afinidad que el cuerpo con la divinidad, ya que éste estuvo unido al Verbo sólo en razón del espíritu que lo animaba.

            Después de haber considerado y admirado a mi placer el misterioso anillo, la Sma. Virgen, por benevolencia, lo adhirió como un emblema sobre mi cabeza, asegurándome que con ello seguía la inclinación de la Santísima Trinidad, en especial del Verbo Encarnado, mi esposo, que se entregó para ser mi atavío, y añadiendo que una esposa nunca está tan bien adornada como cuando es el esposo quien la adorna, que así estaba yo. Dicha sortija fue adherida a mí en forma extraordinaria. El diamante, junto con su rubí y el aro de la misma, aparecían solamente al exterior, para manifestar que eran mi corona y distintivo.

            Poco antes había visto un báculo de oro que rechacé, pues no me agradaba la dignidad de abadesa, a pesar de que imponía la primera bula de confirmación del Verbo Encarnado para el establecimiento del monasterio de París. Fue por ello que [360] mandé elaborar las Constituciones trienales, por cuyo medio lo impediría. A continuación vi un anillo. Ambos constituyen los dos objetos mediante los cuales se pone un instituto en manos de obispos o abades. Con ello se me daba el nombramiento de superiora y vicaria de la Virgen madre en esta santa Orden.

            Mi divino esposo me dijo que ya me había dicho en otras ocasiones que así como se coloca abierta la Sagrada Escritura ante los obispos cuando se los consagra, así, habiendo sido escogida para fundar y gobernar su orden, me había abierto en verdad las santas Escrituras a través del admirable entendimiento que de ellas me ha comunicado. Recordé entonces las palabras de Santa Inés: Cristo me dio en arras el anillo de su fe. Supe así que el amor confirma el matrimonio que hace tiempo contrajimos el Verbo y yo, pues este esposo amoroso y apasionado se complace en renovar nuestras bodas para indicar que sus amores no envejecen jamás, y se conservan siempre en su primer fervor.

            No obstante, me afligí al no poder encontrarme tan plenamente ocupada de la presencia de mi Bien-amado, como me sucede con caricias semejantes. Me vi entonces embargada por un asalto violento y por un desfallecimiento acompañado o más bien, causado más bien por la plenitud que yo anhelaba. Fue así como, durante esta octava, la esposa corrió por las calles y encrucijadas buscando al amado de su corazón, que se encuentra en todos los caminos cuando la Iglesia celebra procesiones solemnes, al que deseaba acompañar con el afecto y el corazón, invitando a los ángeles y a todos los bienaventurados a salir al encuentro de su rey y mío: Salid a contemplar, hijas de Sión, a Salomón el rey, con la diadema con que le coronó su madre el día de sus bodas, el día del gozo de su corazón (Ct_3_11). La Iglesia, aunque es su esposa, puede ser también llamada madre suya, porque lo engendra en las almas. Bien dijo san Pablo que engendra de nuevo a los cristianos, hasta que Jesucristo sea formado en nosotros: Hijitos míos por quienes segunda vez padezco dolores de parto, hasta formar a Cristo en vosotros (Ga_4_19).

 Capítulo 51 - Jesucristo desea ser visitado en el lugar que su amor escogió para habitar, y cuánto le disgustan los pretextos que la humildad pusilánime suscita en los espíritus poco animosos. Se apasiona por las almas que se conforman a sus inclinaciones, tratándolas como a sus esposas queridísimas, a las que ama como Salomón amó a su Sulamita.

            [361] El octavo día de junio de 1633, habiendo sido trasladado el Santísimo Sacramento a la sacristía, a fin de poder barrer y preparar el altar con más reverencia, me dirigí allí para ofrecer compañía a mi esposo y divino amor, lo cual le agradó tanto, que me invitó de inmediato a ir con él hasta el santo de los santos. Hice cara de rehusar en consideración a mi bajeza, por lo que me dijo que la verdadera humildad no consiste en rechazar los dones de Dios, a pesar de que se reconozca uno indigno de ellos, y que una pueblerina convertida en reina ofendería al rey si, a causa de su primera condición, desairara los adornos que el rey le obsequiara y las caricias que le hiciera; que la Virgen su madre, la más humilde de todas las criaturas, jamás rehusó cosa alguna de lo que Dios le ofreció, por grande que fuera; ni aun la maternidad divina.

            Ella preguntó: ¿Cómo ha de ser eso? (Lc_1_34), para informarse sobre la manera, mas no como rechazo, jamás en actitud chocante, sino proponiendo únicamente la cosa y dejando todo el resto a la divina voluntad mediante una fuerte adhesión a ésta y una firme indiferencia de su parte, como cuando fue necesario ir a Egipto o volver de ahí; cuando su hijo se perdió en el templo, cuando estuvo en las bodas de Caná, donde faltó el vino, ordenando a los servidores que hicieran sencillamente lo que el Salvador les dijera. En el Calvario, guardó silencio y no metió fuerza para librar a su hijo, para cubrirlo, o para pedir morir junto con él. Silencio que provenía no de un dolor aturdidor que le impidiera la palabra, sino de una total conformidad con el querer divino. Tampoco detuvo a su hijo al subir al cielo, ni lo importunó para que la llevara consigo; en todo lo que hacía elegía la voluntad de Dios.

            [362] Es ésta la verdadera humildad, que consiste en la adhesión e indiferencia; es el camino y la vida de los ángeles: salir de Dios y volver a Dios, como afirmó de sí mismo el Salvador al decir que había salido de su Padre para venir al mundo, y volver de él a su Padre. Esto es lo que pedimos en la oración dominical cuando decimos que su voluntad se haga en la tierra como en el cielo, a través de la docilidad de todas las criaturas, pues la grandeza de Dios consiste en la obediencia que todo ser creado rinde a sus voluntades, a las que se sujeta la misma nada, que se hace dúctil a su palabra cuando recibe el ser por ellas. Las criaturas irracionales jamás tienen otra moción que aquella que la palabra y voluntad divina han impreso en ellas. El quiere que la misma flexibilidad se encuentre en las voluntades libres, a las que ha concedido un franco arbitrio para contradecir; y que mediante sus opciones, abracen con adhesión inviolable el querer de Dios. Es esta fe adherente la que nos lleva a obrar y nos sitúa en el estado de la divina conformidad y semejanza.

            Mi divino amor concluyó, por fin, con estas palabras: "Sufre, hija mía, que haga en ti todo lo que deseo". ¿Quién hubiera podido resistir a tan insistentes y amorosas palabras? Me ofrecí, pues, a entrar en el santuario y a ser todo lo que mi esposo quisiera.

            Primeramente, me dijo que deseaba que estuviera junto a él en este sacramento, así como la Sulamita estuvo al lado de David. Dicho príncipe estaba ya anciano y débil cuando desposó a esa joven. Jesús me hizo escuchar: "Y yo, amada mía, estoy en un estado de muerte, porque no tengo uso alguno de mis sentidos". David desposó a la Sulamita sin tocarla carnalmente. Las bodas celebradas con Jesucristo no marchitan la virginidad del cuerpo ni del espíritu. Aunque se reciba corporalmente a este Salvador, él sólo se une en espíritu con una unión más estrecha en la que el alma recibe más de lo que hace. La Sulamita servía a David con gran cariño; de igual manera, es menester que nunca obre yo si no es impulsada por el amor de mi David. Adonías, el amor propio, anda tras la Sulamita; pero Salomón, la sabiduría divina, la ama por ella misma. Con su poder, la toma en matrimonio para dar nueva dimensión a su imperio en este reino del corazón, contradiciendo así a Adonías, quien por medio de esta unión creyó abrirse paso a la realeza.

            Más tarde, la Sulamita conquistó de tal manera el afecto de Salomón, que él quiso inmortalizar en el Cantar el amor que sentía hacia ella. El rey desposó a la hija de faraón, pero no por inclinación de afectos, sino por razones de estado, para establecer la paz en su reino y asegurar su cetro aliándose con un rey vecino.

            Como pusiera en duda que esta Sulamita fuera la misma de que habla [363] Salomón, mi alma justificó su pensamiento a través de la narración que hace Salomón en los cantares, pues llama a la Sulamita hermana suya por considerarla más hija que esposa de David, el cual no tuvo relaciones con ella; y como además Adonías había querido desposarla, hubiera llegado a ser su hermana. Por ello, la llama hermana y esposa. Es esta paloma, a la que solamente se adjudican las cualidades de única y bella, la que, sin embargo, es tan humilde, que mora gustosa en las viñas, en los bosquecillos y en los campos. Es también una pastorcita a la que Salomón visita como a escondidas.

            No se trata de la princesa egipcia que caminaba con tanta ostentación, a la que hubo necesidad de construir un palacio que casi igualaba la magnificencia del templo, y que se hacía seguir por tantos carros y una guardia tan numerosa. Salomón mandó fabricar para ella una litera riquísima, con columnas de plata y un reclinatorio de oro, para que recibiera en ella a las damas de Sión que acudían a visitarla.

            Semejante fastuosidad choca con la humildad y el oficio de esta Sulamita, hacia la que Salomón sintió tanta pasión. Por ello, dice en los cantares que la compara a los carros de faraón y a la caballería que había designado para escoltar a la hija de faraón: A mi yegua entre los carros de Faraón, yo te comparo, amada mía (Ct_1_9). Esta Sulamita le era más agradable en su modestia y amabilidad, que la hija de faraón con sus magníficos adornos y su séquito real. Amaba a una por inclinación y honraba a la otra por elección y por consideración. Por ello, es muy evidente que esta esposa tan querida no moraba como reina, ya que su esposo, al llegar a hurtadillas hasta la puerta de su habitación, sufría las incomodidades del sereno, de la lluvia o del rocío de la noche, lo cual demuestra que su aposento no estaba lejos de algunas puertas, ni tenía sala, galería, o antecámara al estilo real.

            En los campos, en medio de sus rebaños, se había curtido al sol, y las soledades en las que él pinta misteriosamente sus amores, están inspiradas en una vida propia de pastores. Dónde se encontraba esta amada cuando su amado la buscaba en los campos, donde crecía como un lirio inocente entre los cardos, diciéndole: "Vuelve, Vuelve" (Ct_7_1). La egipcia no huía de este modo, sino que caminaba sola. El llama paloma a la pastora, porque era sencilla, designándola como Sulamita, que era su verdadero nombre. No menciona el de otras [364] jóvenes en los cantares; esta pastora, que por su origen sería despreciable, es amada por su virtud y dulzura, y es posible que la egipcia, erizada de celos, la afligiera a través de los miembros de su corte, lo cual obligaba a la muchacha a lamentarse, diciendo quedamente: Conturbose mi alma por los carros de Aminadab (Ct_6_12). ¡Ay!, ¿Qué hice para ser perseguida de este modo, después de haber sido ensalzada como una aurora? He descendido a mi huerto para ver en él las manzanas de los valles, a ver si la vid estaba en cierne y si florecían los granados. Sólo pienso en el amor inocente y en mantenerme en mi condición de pastora, contemplando las viñas y los vergeles para aliviar mis aflicciones. Sin saberlo, se conturbó mi alma por los carros de Aminadab.

            Se me alaba y se me persigue. Estoy rodeada de huestes importunas. Los que en apariencia, para no disgustar a Salomón, que me ama, aparentan alabarme, me hostigan secretamente para complacer la cólera de la princesa, hija de faraón, de quien esperan recibir favores. Les ruego me dejen en paz. Mira, pastora hermosísima, que tu real enamorado te echa de menos y te ha llamado cuatro veces. Duerme, como indica tu nombre de Sulamita, en el recinto de tu pequeña morada. Sí, en los recovecos de los matorrales, después de haber sufrido las dolorosas puntas que me traspasan el alma y afligen mi pobre corazón: ¡Vuelve, vuelve, Sulamita, vuelve, vuelve, que te miremos! (Ct_7_1).

            ¿Qué podréis ver en la Sulamita sino coros de escuadrones armados? (Ct_7_2). Me creen dichosa por ser amada por nuestro rey. Esto es verdad, pero al ser objeto de la envidia, mi dicha está mezclada de aflicción. Es por ello que me retiro a la soledad: ¡Qué hermosos son tus pies en las sandalias, hija de príncipe! (Ct_7_2). Te consideras rústica. ¿Acaso ignoras que el rey David te ha conservado en su corte como una hija, y que su hijo Salomón te ama como esposa suya, a pesar de que no hayas desfilado en los carros para incrementar su gloria? Tu caminar es tan encantador y tus pasos tan dignos, que al ser pastora por nacimiento eres princesa por adopción y mérito. ¿Por que huyes? Porque busco a mi rey durante la noche por temor a los celos de la hija de faraón, que sabe cuanto me ama. Por ello jamás comparezco en presencia de esta reina. ¡Pobre enamorada! Te despojaron del manto porque te desconocieron.

            Estas idas y venidas nocturnas nos dicen claramente que esta [365] esposa no es la princesa egipcia a la que los guardias no hubieran tratado groseramente, pues conocían su grandeza y estaban a su servicio para asistirla como reina. No andaba sola; tenía una gran comitiva y una corte magnífica, cual convenía a la hija y esposa de un rey. Si todo lo que digo no es prueba suficiente de que esta Sulamita fue la muy amada del rey, su belleza es una razón más que suficiente, pues la hija de faraón era egipcia y distaba mucho de la hermosura tan ponderada por los que se encontraban con Sulamita, y por el mismo rey, que la llamó la más bella de las mujeres. Su cabellera rubia no era propia de una hija del Egipto; sus mejillas de rosa y de lirio, su boca formada por una cinta encarnada, muestran que el pudor de pastora y la blancura de la más hermosa muchacha de toda la Palestina la hacía tan graciosamente modesta e inocentemente ruborosa, que se le subían los colores al recibir cumplidos. Para desviar de sí los halagos, se dedicó a describir las bellezas de su amado de manera tan candorosa, que demostró muy bien ser ella la que hablaba, recurriendo a expresiones que le eran naturales y no a estudiadas lisonjas que son propias de las jóvenes formadas en la corte real en la que nacieron.

            Se me podría objetar que, de ordinario, los cortesanos adulan a las princesas, llamándolas bellas para complacerlas, aunque de hecho no lo sean, y que las personas próximas a la hija de faraón, esposa de Salomón, la alababan con dichos términos de excelencia. Concedo esto, pero el rey se contuvo con un silencio majestuoso y real y por razones de estado. Fue más bien culpado por hacer resaltar más el honor que el amor, por temor a que ella le hablara como la hija de Saúl a su padre David, que lo despreció cuando danzaba delante del Arca en presencia de sus servidores. Por ello, esta gloriosa egipcia llamaba a las hijas de Israel, que verdaderamente estaban sujetas al rey, pero esta sujeción, lejos de rebajarlas, las podía ennoblecer, confiriéndoles la condición de damiselas. Ahora bien, si el rey no debía tener en público intimidades con la princesa, para preservar la grandeza real mediante el protocolo que convenía al uno y a la otra, con mayor razón se ocultaba al ir a visitar a su paloma, a menos que se tratara de sus más allegados, que estaban enterados de sus inocentes amores, ya que la Sulamita amaba la inocencia y se complacía entre lirios de pureza; por esta razón, él la llama: Huerto cerrado, hermana mía, esposa, huerto cerrado, fuente sellada (Ct_4_12).

            [366] David conservó en su integridad a esta virgen reservada para él. Adonías se prendó de ella por ser tan perfectamente bella, escogiéndola entre todas las doncellas del reino para su padre David; dicha elección se hizo en razón a su belleza, ya que su condición era muy humilde. De hecho, la Escritura nos dice solamente que provenía de la aldehuela de Sunem, de la que deriva su seudónimo de Sulamita, sin que se sepa el nombre de sus padres. Así, en razón de la insignificancia de su familia y la ausencia de cualidades apreciadas por el mundo, es comparada a una columnilla de humo en un desierto, a la que el mundo no se digna mirar.

            Cuando Salomón iba a verla, en lugar de perfumes regios, de bálsamo y fragancias de la Arabia, perfumaba su habitación y su lecho con nardos, que son una planta muy pequeña y común a los pastores en toda Palestina: Mientras el rey estaba en su diván, mi nardo exhaló su fragancia (Ct_4_12). También le propuso ella banquetes a la rústica, consistentes en pan y fruta. El príncipe se citaba con ella en los albergues de los pastores y en las cuevas. En estas últimas, se retiraba y anidaba como una paloma: ¡Ven, paloma mía, tú que anidas en las concavidades de las peñas! (Ct_4_14).

            Sólo la recibía como en celada y de prisa: brincando por los collados (Ct_4_8). La Sulamita es la más casta, la más castamente buscada; por ello la llama su gacela. La reclama desde la primavera, que es la primera estación después de los fríos del invierno y de las grandes lluvias: Levántate, amada mía, hermosa mía, y ven. Porque, mira, ha pasado ya el invierno, han cesado las lluvias y se han ido (Ct_4_11). La invita a dejar los bosques y las montañas, que son las guaridas de los leones; y para atraerse su afecto, le promete pulseras de oro, zarcillos y otras baratijas que llaman la atención de las chicas pueblerinas, y que la princesa hija de faraón no hubiera considerado como grandes regalos, por poseer riquezas suficientes para comprar provincias enteras.

            En ocasiones, esta esposa era llamada al palacio real. Se sonrojaba entonces por humildad si era alabada por su belleza y por el favor que el rey le concedió al desposarla como a la hija del faraón, y porque él la amaba más que a todas las reinas y concubinas. Esto le causaba un embarazo indecible, que la llevó a expresar deseos como éstos: ¡Ah, si fueras tú un hermano mío, amamantado a los pechos de mi madre! Podría besarte, al encontrarte afuera, sin que me despreciaran (Ct_8_1). Hermano mío, ya que te complaces en amarme, concédeme esta gracia: que te contemple a mi antojo en la casa de mi madre, donde nadie me despreciará cuando te bese con mis derechos de hermana y [367] esposa. Las reinas no estarán allí; mis amores serán más libres y te demostraré la alegría de mi corazón, que vive aquí en medio de penas y opresiones que le impiden respirar como es debido para inflamar con aire mi inocente llama. Cuando estemos lejos de la ciudad y de las compañías que tanto me afligen, te serviré con libertad y te presentaré el vino de mis granadas. Lo beberás por bondad, ya que no desdeñas ser mi esposo y prometerte a mí, habiéndome elegido por una gran caridad. Sal, pues, amado mío, y ocúltate con destreza ante tu séquito y tus guardias: Huye, amado mío, sé como la gacela o el joven cervatillo por los montes de las balsameras (Ct_8_14). Aseméjate al corzo y al gamo que huyen por los montes aromáticos.

            Estos amores de Salomón y de la Sulamita son purísimos, y verdadera figura de las bodas virginales de la Encarnación y de las que el Verbo Encarnado, que es más augusto que Salomón, y la sabiduría increada e infinita, celebra con las almas a las que llama dulcemente con el nombre de paloma, hermana y esposa. Porque es bueno, se ha complacido en favorecerme con estos privilegios.

            Le ruego me haga fiel a todos sus designios, y que en su verdad pueda yo decir en el tiempo y en la eternidad: Mi amado es para mí, y yo soy para mi amado; él pastorea entre los lirios (Ct_2_16). Mi amado es para mí y yo para él. Que él me haga toda pura como un lirio que crece inocentemente en el camino, para reposar en su seno cuando llegue al término.

Capítulo 52 - La divina bondad nos muestra la exaltación de su gloria y se incrementa cuando ofrecemos el sacrificio de todo lo que poseemos. Dios se complace en concedernos su justicia y su paz

            [369] El doce de junio de 1633, después de despertarme, encontré en la Biblia el relato del transporte de Elías y aprendí que Eliseo, después de haber sacrificado sus bueyes y su carro, pues deseaba ir en seguimiento de su maestro Elías, recibió como recompensa la visión del carro y los caballos de fuego que arrebataban a su maestro.

            Comprendí que un alma que se sacrifica junto con su cuerpo por el Verbo Encarnado, lo verá un día glorioso y en sus dos naturalezas. Ya desde este mundo, mediante el fervor del fuego divino, dicha alma experimenta espiritualmente lo que el Profeta contempló corporalmente. Ella ve a través de la fe y del ardor, a su maestro y amor elevado en cuerpo y en espíritu por esas dobles llamas. El cuerpo es el carro del espíritu, que la abrasa de una manera divina que no puedo expresar sino admirar.

            Al estar en la cueva, Elías vio al Señor, no en medio de torbellinos y estruendo, sino en la dulzura de un vientecillo. Ese mismo Señor descendió a mi alma con una dulzura admirable. Sentí entonces la acostumbrada brisa en mi mejilla derecha, señal de la presencia de este divino amor mío. Contemplé dos ojos admirablemente bellos que me miraban oí estas palabras: Los ojos del Señor sobre los justos y sus oídos hacia su clamor (Sal_34_16), ojos penetrantes que velan en todo momento sobre las almas a quienes ama la divina bondad, en cuyo número me dijo Dios que yo me contaba, pues me ha hecho agradable a sus ojos la eficacia de su sangre, con la que soy lavada en el sacramento de la penitencia y alimentada en la Eucaristía.

            Me comunicó que mis oraciones llegaban hasta los oídos de la bondad de mi esposo. Recordé entonces que en una ocasión me dijo que él era mi timonel, y por ello [370] me presenté para subir a su navío, rogándole que me gobernara y cumpliera todas sus voluntades; que además me concediera el favor que hizo a David, recibiéndome a su diestra.

            Como me sintiera incomodada y pasara algunos días sin devoción sensible, lo cual era muy raro en mí, dije a mi esposo, presentándome como Jacob al salir de la casa de su padre: Querido amor, podría yo hacer esta peregrinación si tu Providencia me dejara sin vestido y sin mi sustento ordinario, habiéndote reconocido desde hace tanto tiempo como a mi Dios. Si mi alma no se adorna con tus claridades y se nutre con tus bondades, no puede vivir ni soportar los sufrimientos de esta peregrinación mortal que prolongas al mandar que permanezca en este valle de l grimas. Te pido el vestido y el sustento, y que veles por mis necesidades espirituales y corporales.

            Este Dios de bondad me hizo comprender que me había dado el pan cotidiano, el cual no me sería quitado, y en el que ponía toda dulzura y todo sabor para deleitarme; que me revestía de sí mismo, que él era mi vestidura de gracia y de gloria; que su humanidad, apoyada sobre su hipóstasis, era para mí, con el trasfondo de oro de su divinidad, que la sostiene, oro que lleva en sí la totalidad de las diversas bellezas del cielo y de la tierra. Esta belleza reside eminentemente en su cabeza sagrada, que es preciosísima, como lo expresó la esposa: Su cabeza como oro finísimo (Ct_5_11).

            Prosiguió afirmando que su amabilísima humanidad descansa en bases de oro y que sus méritos me pertenecen gracias a la amorosa dilección que lo mueve a entregarse del todo a mí, a fin de que yo sea toda suya; que él me había adornado con su pedrería, que hace a la esposa agradable al esposo. Después de estos dones inestimables, qué podía yo decir a mi divino amor sino pedirle que fijara en mí su tienda en el tiempo y en la eternidad, y abandonarme a él por ser para mí todas las cosas, y darme todo lo que había dado a Jacob, diciéndome que yo era su amadísima Sión, a la que entraba glorioso. El, continuó, estimaba más la puerta por la que hacía su entrada y su salida con abundancia de favores, que todos los tabernáculos de Jacob, que eran tan hermosos, que su hermosura había arrebatado de admiración al espíritu de Balaam, el cual, colmado de admiración ante su excelencia y viendo el poder del Dios de Jacob, no tuvo el valor de pronunciar la maldición que el rey Balac le mandó desatar sobre ellos.

            Cambió la maldición en bendición por ser esa la voluntad del que hace todo lo que quiere en el cielo y en la tierra. Todo coopera al bien de los que ama, y el Espíritu Santo [371] ora en ellos: Pero aquel que penetra a fondo los corazones, conoce bien qué es lo que desea el espíritu, el cual no pide nada por los santos que no sea según Dios. Sabemos también nosotros que todas las cosas contribuyen al bien de los que aman a Dios, de aquellos que él ha llamado según su decreto para ser santos (Rm_8_27s).

            Un día, durante el mes de junio, encontrándome en el gozo de esta paz que sobrepasa todo sentimiento, escuché: Hija mía, soy yo el que está contigo y en ti. Señor, tú eres la justicia y la paz; agradece a tu divino Padre todos los favores que me concede. Tú eres el sol de justicia y el oriente que ha venido a visitarnos desde lo alto hasta las partes más profundas de la tierra y a situar nuestros pies, es decir, nuestros afectos, en el camino de la paz. La justicia, a través de tus sufrimientos, y la paz, por medio de tus bondades, se han besado; la misericordia y la verdad en tus promesas se han encontrado en el amor.

Capítulo 53 - Gracias y asistencia que he recibido de la divina bondad mediante el auxilio e intercesión de san Juan Berchmans y del beato Luis Gonzaga, de la Compañía de Jesús.

            El día de san Luis Gonzaga tuve un fuerte asalto que duró dos horas, al que siguió una unión muy íntima con mi divino amor.

            Durante este tiempo, pedí a su divina bondad me concediera como escuderos a este beato y al santo Berchmans, por ser su esposa real según el matrimonio que se dignó celebrar conmigo, diciéndole que eran de su Compañía y que yo estaba destinada a trabajar en la institución y establecimiento de la Orden que llevaría como nombre Hijas del Verbo Encarnado. Añadí que ambos santos se complacían en honrar sus designios y en procurar su mayor gloria, y que, como escribí en otra parte, me habían demostrado mucho afecto, obteniéndome grandes gracias, en especial el despego a las criaturas, para ser toda de él.

            Su benignidad no desechó mi petición; me recibió apoyada confiadamente en los méritos e intercesión de ambos bienaventurados, así como Asuero recibió a Ester apoyada en dos doncellas que la sostuvieron cuando se presentó para obtener el favor de dicho rey, que era su amigo, su hermano y esposo. Dichas jóvenes carecían de [372] méritos para impetrar del rey las gracias que su esposa la reina iba a pedirle, pero servían de apoyo a su debilidad y de séquito a su grandeza real.

            Sin embargo, estos dos excelentes escuderos eran los favoritos del rey de reyes, el cual me benefició en consideración a ellos, dispensándome grandes gracias. El primero me obtuvo la devoción amorosa hacia el Santísimo Sacramento de la Eucaristía, antes de que hubiera yo obtenido el privilegio de comulgar todos los días, imitando sus preparaciones y sus acciones de gracias cuando sólo se me permitía comulgar dos veces por semana.

            El otro me consoló en mis tristezas y me desprendió del afecto inmoderado que sentía hacia un confesor que Dios me había mandado, al que debía amar porque mi sapientísimo Dios me mandó acudir a él y porque era muy fiel a su divina Majestad, pero no al extremo que su ausencia me causara desolación y aflicción. Sólo Dios debe bastarme, y debo estar continuamente dispuesta a dejar todo lo creado por su amor, lo cual me obtuvo este santo.

Capítulo 54 - Vi un sol, un ojo y una fuente, que me daban a conocer la inclinación amorosa de Dios hacia mi bien, y vi además un rubí que simbolizaba el alma santísima de mi Salvador alegre y triste al mismo tiempo, revelándome que se encuentran en mí éstos dos contrarios.

            [373] Después de la comunión, y durante una unión muy íntima con mi Dios, vi un sol naciendo de una nube que dardeaba sus rayos sobre mí. Percibí también un ojo abierto perfectamente bello, que me miraba, y contemplé una fuente que penetraba en mi corazón y lo rodeaba a manera de una agradabilísima corona, después de haberlo llenado.

            Mi divino amor me hizo comprender con gran dulzura que el ojo que había visto abierto me mostraba que la divina Providencia velaba sobre mí, y que él es mi sol de bondad. Con la fuente quiso mostrarme su inclinación a concederme su gracia, con la que me ha colmado y me rodea, convirtiéndome en un escudo admirable y realizando en mí las palabras de David: pues tú bendices al justo como un gran escudo tu favor lo cubre (Sal_5_13). Al cabo de algunos días vi sobre mi cabeza esos deliciosos rayos, de los que ya hablé en otra parte. Ese mismo día me dijo mi amado que él me daba la santa comunión para coronarme según su benevolencia, demostrándome que se complacía en venir a mí acompañado de su Padre y del Espíritu Santo.

            A fines del mes de junio, habiendo pasado algunos días en aflicción, vi un rubí cuyo engarce no percibía. Mi divino amor me reveló que dicho rubí simbolizaba su alma bondadosísima, que se compadecía de mis penas; que la divina sabiduría ocultaba su divino poder a fin de que sufriera yo una especie de desamparo, por cuyo medio comprendería o probaría en parte el dolor de este divino Salvador en el huerto y en la cruz, donde se sintió triste, y además, abandonado de su Padre, que era uno con, él en la simplicidad de la esencia. El Padre quiso que él sufriera en nuestra naturaleza durante la división de las aguas [374] superiores de las inferiores: en su parte superior, su alma se encontraba llena de gozo y de gloria; y en la inferior, abrumada de tristeza y confusión.

            Pude apreciar la compasión que esta alma bendita y adorable hacia mis congojas, consolándome en mis aflicciones sin por ello quitármelas, y mostrándome que dos contrarios pueden coincidir al mismo tiempo en un mismo sujeto; que lo dulce y lo amargo pueden ocupar un espíritu prisionero de un cuerpo pasible; que bien puede Dios hacer que ríos de agua dulce corran en el mar sin mezclarse con el agua salada. Fue su voluntad ser, al mismo tiempo, las delicias de su divino Padre y la espada de dolor de su madre humana. Desde el momento de su Encarnación hasta su muerte, fue viandante y comprensor: su alma, apoyada en la hipóstasis del Verbo, gozaba de la gloria de la visión beatífica en su parte superior, mientras que la inferior, junto con el cuerpo, padecía tristezas y dolores mortales.

Capítulo 55 - Cuatro tiendas de reunión. Las esposas más queridas son privadas de las delicias de la devoción en las fiestas solemnes, mientras el común de los fieles parece lleno de fervor. Tres diferentes cadenas que Dios quiso darme como adorno y atavío (1633)

            [377] Me quejaba amorosamente a mi esposo por haber pasado la hermosa octava del Santísimo Sacramento sin mucha devoción y sin haber podido vacar a la oración a causa de mis achaques e incesantes visitas, cuando escuché que la vara de Aarón floreció a pesar de no haber sido puesta delante del arca junto con las de Coré, Datán y Abirón. Las de estos rebeldes permanecieron secas y fueron arrojadas lejos del arca. La de Aarón en cambio, fue encerrada en ella junto con el maná y las tablas de la ley, como un monumento eterno a la elección que Dios hizo del linaje de Aarón para ejercer el sacerdocio.

            Mi divino y amoroso pontífice, deseoso de favorecerme, me aseguró que aunque yo hubiera estado como privada del altar a causa de mis indisposiciones, al que todo mundo se había acercado de un modo [378] extraordinario no me vería privada, sin embargo, de sus flores; es decir, que moraría yo en el arca y en el santuario. Continuó diciéndome que los demás se retiran de él para dirigirse a sus diversas ocupaciones, y como vuelven de vez en cuando, se detiene con ellos, por así decir, ocupándose en recibirlos. Como yo soy de la casa, no tengo necesidad de tantos cumplimientos, pues en cuanto pasa la fiesta, puedo gozar de él a mi placer.

            Me dijo también que los hijos de Aarón permanecían en el tabernáculo y celebraban sus banquetes en la sección conocida como el santuario, mientras que las hijas no podían comer sino en los atrios y en las habitaciones que estaban a la entrada. Me hizo notar que en este punto gozo del privilegio de los hijos de Aarón, por participar de manera eminente en este sacramento y en dicho sacerdocio; que yo entraba en el santuario que es el alma del Hijo de Dios, mientras que las demás personas, que son como las hijas, se detienen a festejar en la parte exterior del templo, que es el cuerpo y la carne de este divino Salvador.

            En ese mismo día, mi querido esposo me ordenó prepararme a recibir el relicario de la fiesta, diciéndome que el estuche de las celebraciones y solemnidades del mundo es insignificante, pues así como las vanidades nada son, el resto de una nada no puede ser sino nada, y nada más. Por el contrario, todo lo que proviene de él, es infinito e inmenso. El relicario de un Dios es Dios mismo; lo que nos resta de las solemnidades pasadas, es el mismo Santísimo Sacramento, en el que está el mismo Dios oculto en el misterio, al que honramos con un culto solemne durante estos ocho días en que permaneció en nuestras iglesias expuesto a la puerta de los sagrarios.

            Me dijo, pues, que deseaba que yo fuese su tabernáculo de reunión. No comprendí de pronto estas palabras, pero me fueron explicadas de este modo: Hija, hay cuatro tabernáculos de reunión: el primero es el de las divinas personas, pues la divinidad sola se encierra y comprende en sí misma y por sí misma en la Trinidad de personas, que no teniendo sino una divinidad, poseen una inconcebible armonía tanto en la trinidad e identidad de la esencia, como en su distinción y circumincesión; distinción que está dentro, es decir, en el interior, en razón de vínculos que concuerdan y alternan unos con otros.

            El Padre contiene, abraza y encierra en sí al Hijo; y el Hijo, en reciprocidad, abraza y contiene en sí al Padre. El Padre y el Hijo reciben al Espíritu Santo, y el Espíritu Santo, al Padre y al Hijo. Como estas tres personas no poseen sino una inmensidad por la que están presentes y son íntimas a todo el ser real, es necesario, por secuencia ineludible, que cada una esté en todo el ser real y en las otras personas que constituyen el ser real y soberano [380] en este tabernáculo, que es en verdad de reunión y de paz, ya que no existe otro que lo iguale en su inmensidad y comprensibilidad de la divinidad y de las divinas personas sino ellas mismas, que están recíprocamente la una dentro de la otra en razón de esa misma inmensidad.

            El segundo tabernáculo es el de la santa humanidad, en la que habita corporalmente toda la plenitud de la divinidad; en ella se encierran todos los tesoros y riquezas de la sabiduría y ciencia de Dios. Ella está en el Verbo como un injerto adherido a su árbol, y recibe en sí al Verbo sin abarcarlo. A su vez, es sostenida por el mismo Verbo, quien sirve de base y apoyo a su ser, no formando sino una sola persona con él. La conformidad de este tabernáculo es maravillosa, y consiste en el lazo sagrado y la hebilla de oro que une a estas dos naturalezas tan distantes entre sí en la unidad de una persona, que hace realidad el amable compuesto de un hombre Dios; de un Verbo Encarnado, de un Jesucristo.

            El tercer tabernáculo es el de la Virgen, que entre todas las criaturas se conformó de manera eminentísima a la muy Augusta Trinidad. Ella fue el tabernáculo santificado por el Altísimo, abrigado a la sombra por el poder del Padre y honrado con la presencia del Espíritu Santo, que descendió sobre ella para recibir al Verbo que, desliándose hasta su seno, se unió a nuestra naturaleza; y habiéndose [381] hecho Hombre-Dios, reposó en él nueve meses enteros. ¿Quién podrá expresar esta armonía y los coloquios entre esta madre y aquel hijo, que es el mismo Hijo del Padre Eterno, al que concibió por obra del Espíritu Santo? Sólo él, como sabiduría del Padre, puede ayudarnos a comprenderlo.

            El cuarto tabernáculo es el que mi divino esposo, el divino Salvador, escogió en mi alma, a la que desea unirse de nuevo para morar en ella, así como habita, mediante el sacramento, en el sagrario de las iglesias. Me prometió que esto no se haría realidad sin hacerme sentir los efectos de su amorosa presencia, afirmando que la conformidad que parece faltar aquí a causa de la desproporción entre Dios y yo, se convertirá en una diferencia que la hará resplandecer más aún.

            Dios permanece en toda su grandeza cuando llena a su criatura; nada pierde su inmensa dignidad al hospedarse en un tabernáculo tan pequeño. Permanece ahí todo entero junto con la infinidad de sus perfecciones, sin sentirse oprimido ni constreñido, es decir, sin estar comprendido por otro ser que no sea él mismo. El alma, al retener al ser que posee, se transforma en algo que no era: el sitial, el trono y el tabernáculo de Dios, que al colmarla de sí la dilata, y al dilatarla la engrandece, la llena; y dentro de la pequeñez de su ser, recibe, en proporción, la inmensidad de las tres divinas personas, sin que por ello se vean limitadas y abarcadas por su criatura.

            ¡Oh maravilla! en [382] Dios se encuentra un abismo de inmensidad y plenitud del ser, de grandeza, de poder, de bondad, de perfección, de sabiduría, de luz; y en el alma existe otro abismo que es el vacío de la nada, de la pequeñez, de las debilidades, imperfecciones, locuras y tinieblas. Un abismo sólo puede ser colmado por otro abismo; la nada, por el ser soberano; la bajeza, por la grandeza; la debilidad, por el poder; las tinieblas, por la luz; la ignorancia, por la sabiduría; el vacío, por la plenitud.

            Cuando Dios mismo llena el vacío de mi alma y de todas mis potencias, no deja en ellas oquedades ni abismo alguno. Habiéndome escogido para ser su tabernáculo, lleva a cabo, por esta bella convención y encantador atractivo, la comunicación de su plenitud al vacío, del ser a la nada, y el abismo de sus perfecciones a la sima de mis defectos e imperfecciones. Nada atrae tanto a la misericordia como la miseria, que es su objeto; que la luz a las tinieblas que disipa; que la ciencia a la ignorancia que erradica; que el poder a la debilidad que sostiene y refuerza; que la perfección al sujeto al que perfecciona; que el ser a la nada que anonada al darle el ser; y que un abismo a otro abismo, al que colma y desborda.

            El alma que recibe el ser sobrenatural a través de estas plenitudes y de las divinas perfecciones, conserva su ser creado a la manera en que el hierro recibe las cualidades del fuego sin dejar de ser hierro. El alma adquiere una conformidad con Dios que la hizo a su semejanza y por ser, además, su tabernáculo.

            Operación admirable que Dios realizó entonces en mí, tomando posesión de mi alma como de su trono y de su tabernáculo de reunión, haciéndolo propio y conveniente a su bondad y a su grandeza.

            Como ignoraba qué había atraído al divino esposo a escoger este tabernáculo y a descender a las partes inferiores de la tierra, mi divino amor me dijo que habían sido mi confianza amorosa y la esperanza que tengo en mi esposo y en su Padre Eterno, el cual me considera hija suya, desposándome por ello con su Verbo, que se complace en habitar en mí y hacer de mí su tabernáculo; y que las otras dos personas divinas lo acompañan por concomitancia.

            Esta operación tan divina llenó mi alma de tal plenitud, que pasé varios días totalmente absorta en Dios y ocupada sólo en El, de suerte que parecía no vivir más en mí. Estaba como arrebatada por una santa locura. Lamenté ante mi esposo este júbilo tan grande, que parecía ocasionarme un humor demasiado alegre, diciéndole que la gente escrupulosa lo atribuiría a ligereza causada por la locura. El me respondió que en esta enajenación aparecía su divina sabiduría, mediante la cual había producido en mí una especie de escenario teatral, para que representara yo a diversos personajes e interpretara las acciones que él me dictara. Me complació muchísimo jugar de este modo con mis criaturas, así como lo hacía ya en presencia de mi Padre desde la primera creación: Jugando en su presencia en todo tiempo, jugando por el orbe de su tierra; y mis delicias están con los hijos de los hombres (Pr_8_30s). Añadió que la tierra jugaba en su presencia, y que en tanto me dejara conducir de su Espíritu, que en ella es el primer actor, que obra en todos los elegidos y los lleva a obrar, él me prescribiría una gran diversidad de acciones: ya de dolor y contrición, más adelante de amor; ahora de llanto, después de gozo; ora de encuentro con él, ora con el prójimo.

            Este divino esposo mío, que es la sabiduría increada, me dijo que encuentra sus ratos de esparcimiento en todo esto, y que juega gustoso conmigo porque yo comprendo fácilmente sus palabras y los movimientos de sus ojos; y que me lleva en ellos de cuando en cuando con todos mis afectos y con amor. Le respondí amorosamente: Querido esposo, se dice que ordenas la caridad. ¿Qué mandato existe en la mía, que aparece sin medida, y que manifiestas además por medio de multitud de favores que compartes conmigo, sobre los cuales tal vez sería preciso callar? El me respondió: Hija mía, la caridad tiene un orden que nadie conoce sino aquellos que me aman. Este orden sin regla, que parece un desorden a las criaturas, me complace, pues la caridad embriaga santamente, y el alma jamás ama con tanta perfección como cuando se encuentra en el interior de la bodega de mis vinos, que están purificados de toda hez. Es preciso que la esposa realice acciones diversas, que pueden parecer locuras a los sabios del mundo, y que duerma y repose la acción de mi vino. Por ello, en los cantares la esposa sólo habla de dormir, y ser rodeada de flores y manzanas; ella misma se cansa de otros discursos, deleitándose únicamente en conversar con sus amigas, las hijas de Jerusalén, quienes consideran como gran sabiduría los aparentes desvaríos del santo amor. El apóstol, abrazado por estas llamas, exclamó: Somos tenidos por locos por causa de Jesucristo; ustedes, los del mundo, son sabios, pero la locura que nosotros poseemos es sabiduría delante de Dios.

            A pesar de tan presionantes favores, no cabía en mi asombro al verme tan distraída durante la octava tan de gran solemnidad. Por ello, me quejé‚ una vez más a mi esposo, representándole mi pena por haber tenido tan poco tiempo para hacerle compañía. El me dio a entender que con frecuencia las reinas y las princesas se complacen en adornar con sus perlas y piedras preciosas a las doncellas de condición humilde en el día de sus bodas, durante las cuales las buenas aldeanas, ricas en atavíos y adornos ajenos, aparecen como princesas, y las princesas como damas descuidadas, sin joyas ni collares; aunque no por ello sean más pobres ni pierdan un ápice de su grandeza y majestad, pues en cuanto termina la boda, recogen todas sus cadenas y sortijas, dejando a las nuevas casadas en su pobreza original, según su estado y condición.

            Como el divino esposo, que es el único adorno de sus esposas, a las que adorna con una infinidad de gracias como si fueran sortijas y collares de gran precio, contrajo nuevas alianzas con varias almas durante la solemnidad de la octava, se dio a ellas; y aunque era suficiente para todas, creyó conveniente dejar sin aderezo, durante todo este tiempo, a la reina y princesa que lleva la corona del reino. Sin embargo, al terminar la boda, se volvió a ella como a su única esposa, por estar cautivo de su amor, regresándole todas sus joyas y atuendos, que ella posee como si fueran propios, por haberlos recibido legítimamente de su esposo sagrado, y no prestados para solemnizar una fiesta.

            Mi divino esposo me dijo que me tenía en calidad de reina por haberme concedido la corona del reino del amor; que yo llevaba esas cadenas con las que su amor sagrado atraía a sí a mi alma, ligándola amabilísimamente a través de los lazos de su amor, y que el matrimonio sagrado que celebró conmigo me enriqueció y embelleció en proporción a lo que poseemos, que es común a los dos. Le plugo, pues, adornarme con estas agradables cadenas, diciéndome que la primera estaba formada por hebillas de oro; la segunda por un tejido de perlas, y la tercera por diamantes.

            La cadena de oro es el buen natural y todos los dones tanto del cuerpo como del alma, que no exceden, sin embargo, el orden de la naturaleza, y que son grandemente apreciados por los hombres, quienes los estiman por tratarse de perfecciones de la generosa mano de Dios, que nos atrae por semejantes beneficios a su conocimiento y a su amor. Y así como el oro, a pesar de que entre los hombres fija el precio a todas las otras cosas, es extraído del lodo y de la tierra, siendo formado en sus entrañas por exhalaciones sulfurosas y otras materias hediondas, de igual manera las raras perfecciones de naturaleza que el mundo tanto estima por ser cualidades del cuerpo y de la carne, nacen de la complexión y del temperamento de los órganos, que son un poco de lodo amasado y revestido de una lámina de oro que con frecuencia engaña a las personas que idolatran estas cualidades, haciendo de ellas un dios, en lugar de permitir que los sujeten, como si fuesen cadenas sagradas y preciosas, a Aquél que es el autor de todo este oro.

            Por el collar o cadena de perlas, es necesario valorar los bienes de la gracia o las perfecciones que la acompañan; las perlas son tan maravillosas en sus producciones, que son apreciadas por su belleza. La madre perla, al abrirse al rocío del cielo, lo mezcla con su secreción, formando esa pequeña redondez que vale, en ocasiones, provincias enteras. El alma debe abrirse mediante la libertad y la franqueza de su voluntad al dulce rocío del paraíso y a la divinidad. Ella misma, que se destila en ocasiones en este corazón como una lluvia sagrada, se conforma a todas las cosas creadas de manera que lo salado del mar no penetre en ellas, formando en su interior una infinidad de hermosas perlas que las hacen agradables a Dios; que atraen al esposo al alma y adhieren el alma al esposo. En fin, con la mezcla de ambos corazones, del licor destilado del seno de la divinidad y de los afectos de un alma enamorada del amor sagrado, se realiza la bella unión o la unidad de espíritu del alma con Dios, del esposo con la esposa.

            Por la cadena de diamantes comprendí los dones de la perseverancia y de la gloria definitiva. Los réprobos han endurecido su rostro como diamantes que el martillo no puede romper, a propósito de los cuales dice la Escritura con razón que se han endurecido ellos mismos, y son ellos quienes se condenan de manera parecida a los judíos, que se rechazaron por sí mismos al negarse a reconocer el cetro de David: Nada tenemos que hacer con David, ni que esperar cosa alguna del hijo de Isaías (2S_20_1). Los elegidos son diamantes de una fuerza insuperable; no pueden ser demolidos sino por la sangre del cordero. No se santifican ellos mismos, sino que cooperan a su santificación con una firme constancia y fidelidad de diamante, jamás apartándose de Dios o arrepintiéndose de lo que han prometido al Salvador. Es ésta la tribu de Judá que permanece fiel a Dios, que trata con él en sinceridad y atraviesa el Jordán de la tribulación y de la penitencia; que acepta todas estas vicisitudes sin jamás dejar a su Señor.

            Como mi divino esposo me concedió el favor de regalarme estas cadenas y collares, fui reputada como hija de Caleb y divinamente adornada por el todo amable corazón del Padre Eterno, el cual me entregó al Verbo en calidad de esposa mediante las arras del Espíritu Santo y todas sus gracias, que es el rociador de lo alto y de lo bajo, en razón del conocimiento de las cosas altas y bajas, cuya inteligencia he recibido de él, así como la facilidad para explicarlas. El quiere darme una gran perfección y adornos si le correspondo en todo. Le suplico me conceda gracia para ello.

            Escuché que mi divino esposo alababa mi fidelidad de diamante y mi gran confianza en él, y conocí que dicha confianza era el germen de David, el cual había apoyado toda su fortuna en el Maestro que debía nacer de su simiente. Pongo en esta paz mi corazón, mi amor, mi confianza; es la flor de Jesé, el germen de David, Jesucristo, al que mi Padre me ha dado sin arrepentirse de ello.

            Tantas bondades sumergieron mi alma en la admiración de la gran bondad de Dios, que se comunicaba tan profusamente a una hija suya, dejando a varios grandes doctores en su aridez y sequedad. Al pedir una razón de esto a mi esposo, me respondió que dichos sabios están llenos de su propia excelencia, en la que siempre se consideran, ufanándose en sus hallazgos e idolatrando casi todas sus ideas. Esto da lugar a que no comprendan las de Dios y que tampoco entiendan sus palabras. Esto ocasiona que él no pueda sufrir tan grande ignorancia, que está saturada de vanidad.

            Mi corazón, que estaba fuertemente agitado por el amor, que aumentaba con la presencia de mi amado, y por las tiernas caricias que me prodigaba, casi no me permitía permanecer en un sitio. Me retiré, por tanto, a una gruta de la casa situada bajo la calle del Gourguillon, que deriva su nombre de la sangre de los mártires que borboteó y corrió en grandes olas a través de ella. Pedí a todos estos santos mártires por las almas del purgatorio, a fin de que sintieran la frescura de esta sangre derramada en testimonio al Verbo Encarnado, mi amor, el cual me manifestó que mi oración le era acepta y, permaneciendo a mi lado, me enseñó muchos bellos secretos

 Capítulo 56 El Verbo Increado y el Verbo Encarnado se expresan muy bien bajo los símbolos de la viña y el vino. Los misterios de su divinidad y de su humanidad pasiva y mortal, e impasible e inmortal. 28 de junio de 1663.

            [393] El Verbo divino ha dado a conocer en muchas ocasiones la eficacia y el poder del vino eucarístico bajo el símbolo del vino material. Mi divino Salvador me dio a entender que nos dijo claramente que El era la viña, y que deseaba enseñarme varios secretos ocultos bajo la corteza de esta similitud.

            En primer lugar, el Verbo es una viña y el Padre el viñador que lo plantó desde la eternidad; que lo plantó en su seno al engendrarlo de sus entrañas (Sal_109_3). La viña en la divinidad se extiende como un viñedo en la multiplicación de personas mediante emanaciones comparables a la manera en que la viña se reproduce y multiplica: varios sarmientos nacen de un mismo tronco, al que permanecen unidos; la propagación de otros árboles se realiza mediante la semilla arrojada en tierra, por gérmenes que sirven de semilleros o por tallos cortados de un primer árbol. Sin embargo, y hablando con más propiedad, el Verbo Encarnado es una viña que el Padre eterno, por la virtud del Espíritu Santo, plantó en la tierra sublime y gloriosa en sumo grado, como es llamada la Virgen en Isaías (Is_6_3). Jesucristo fue como una vara en ese seno virginal, cuyo zumo fue destilado en la cruz.

            Este enamorado de nuestras almas pisó el lagar enteramente solo, recogiendo en el perol sagrado de la Eucaristía el vino que engendra vírgenes; y así como la viña tiene un arrimo que se adhiere a un olmo o a cualquier otro árbol robusto para que no se arrastre o caiga por tierra, así la humanidad es sostenida por el puntal del Verbo, en cuya hipóstasis subsiste. El me decía que tenemos esta verdad en la Escritura, encubierta bajo diversas figuras que la razón de la divina luz me hacía penetrar, enseñándome que el [394] árbol de ciencia que Dios prohibió tocar fue la viña, que estaba cubierta de hojas y cargada de grandes uvas.

            Este resultó ser el árbol más atractivo cuando Dios lo plantó, por ser recto y su fruto delicioso en extremo. Eva cometió una gran descortesía al presentar a Adán una manzana que ya había mordido y empezado. No se ve mal, en cambio, que varias personas coman juntas las uvas de un mismo racimo, aunque la palabra manzana signifique indiferentemente, en las santas Escrituras, toda suerte de frutas.

            ¿Quién ignora que en la Biblia el vino es el símbolo de la ciencia, que es el fruto de este árbol maravilloso que tomó de ella su nombre? Ese vino no turbaba la mente con su olor ni cegaba la razón; más bien los esclarecía, como lo experimentaron nuestros primeros padres, pues sus ojos se abrieron y recibieron nuevos conocimientos.

            Se me puede objetar que hubiera sido mucho mejor que ignoraran la desnudez, que reconocieron después de haber comido de este fruto y perdido la justicia original junto con las ventajas que la gracia les confería, adornándolos de inocencia agradable a Dios. Lo acepto y lamento su pérdida y nuestro daño; pero como el mal está hecho, es necesario pensar en un bien, en caso de poder descubrir alguno que pueda nacer después, que al menos tenga una apariencia decente. Sintieron vergüenza al verse desnudos: el primer vino, lejos de ser causa de impureza, suscitó, ante todo, pensamientos de pudor. Es claro que, de dicha manducación, resultaron la vergüenza y la confusión que se apoderaron de Adán y Eva después de comer de la vid, al verse desnudos. Las grandes hojas de la vid fueron las más apropiadas para ocultar a la serpiente, que se enroscó facilísimamente a dicho árbol. Adán no se cubrió con esas hojas, sino que fue a ocultarse bajo la higuera tanto para huir de la serpiente, que se ocultaba en la vid, como para no ser sorprendido como un ladrón y malhechor en el lugar de su hurto y de su falta.

            El Salvador prefirió compararse a una vid en lugar de otros árboles que parecían tener rarísimas propiedades, pues quiso que el madero que había causado nuestra pérdida, fuese el leño de nuestra felicidad. Hasta en su nombre existe alguna conformidad y relación con la vida que nos devolvió este divino Señor, que es el Verbo de vida: vid y vida sólo difieren en una sílaba.

            A pesar de que la serpiente no puede, por una antipatía y contrariedad [395] natural, sufrir el aroma de la vid cuando florece, muestra con creces, sin embargo, la virtud de la vid verdadera que es Jesucristo, así como la enemistad natural que tiene hacia la mujer que la ha aplastado con su talón, contra el que ha atentado con intenciones de causarle daño. Podemos señalar con admiración el imperio de la Virgen sobre la orgullosa cabeza de la serpiente antigua. En el segundo nacimiento del mundo renovado, Noé plantó y cultivó la vid bajo el feliz presagio de la verdadera vid, que sería plantada en la plenitud de los tiempos para darle un nuevo ser y un principio más dichoso. Noé se embriagó con el vino de su viña y se desvistió sin sentir vergüenza, aunque no por ello lo acusa la Escritura de haber pecado. Adán, por el contrario, incurrió en un gran delito por haber comido algunas uvas en contra de la prohibición que había recibido al respecto, siendo arrojado fuera del paraíso como castigo a su falta, y por temor a que, al seguir comiéndolas, conociera los secretos y los misterios que Dios deseaba ocultarle. Noé se embriagó porque bebió vino en abundancia; Adán sólo comió unas cuantas uvas. Como la vid del paraíso fue plantada por mano del mismo Dios, su fruto tenía que ser saludable en extremo. Noé, en cambio, plantó la suya, a la que Dios no retiró las propiedades malignas y contaminantes que afectan el cerebro cuando se bebe en demasía.

            Por medio de la vid que el Padre nos dio al entregarnos a su Hijo, que es el Verbo como ser, vemos una representación límpida de la sabiduría divina y de la sabiduría mundana. La primera nos ilumina y nos convierte en santos amigos de Dios, ennoblecidos por su gracia. La segunda vid, en cambio, provoca una ebriedad que nos arroja en la confusión y en la locura de los insensatos.

            Agradezcamos la bondad de este Dios que nos ha obsequiado el delicioso vino de la sabiduría que nos ilumina, permitiéndonos cortar estas uvas sagradas y beber a grandes tragos su delicioso vino. La prohibición hecha a Adán ha sido levantada. El vino de nuestra viña sólo nos embriaga con la santa ebriedad del amor sacratísimo de nuestro soberano bien, que nos lleva a amar rectamente y a despojarnos de todas las cosas de la tierra, sin prestar atención a las mofas de nuestros seres más cercanos, como el divino Noé sobre la cruz.

            Josué y Caleb consideraron que sólo debían llevar a los israelitas, como muestra de la [396] Tierra Prometida y para demostrar la abundancia y fertilidad de la misma, un racimo de uvas de un grosor y un volumen prodigiosos, que fue transportado por dos hombres fornidos. ¿Qué hay en la tierra que pueda ser comparado a nuestra viña mística? He gozado al leer la narración del libro de los Jueces (Jc_9_12), en que todos los demás árboles defirieron la realeza a la vid, que la rehusó, lo cual es figura del rechazo que de la misma hizo el Salvador cuando quisieron proclamarlo rey en la montaña, después de hacer el gran milagro de la multiplicación de los panes. Prefirió esperar hasta recibir la corona de espinas cuando fuera, como una uva, hollado por los sufrimientos y colocado sobre el lagar de la cruz, de donde corrió en abundancia el vino que engendra vírgenes. Fue allí donde brotó la fuente del Señor, y un torrente bañó las espinas que lo coronaron como señales de su realeza.

            Moisés se sorprendió al ver arder una zarza sin ser consumida por las llamas. Por mi parte, admiro estas espinas empapadas por el vino delicioso que es la alegría de los santos, que se complace en regar este arbusto y elevarlo sobre todos los árboles, sin renunciar a su gloria en el lugar de confusión; enaltecido hasta el trono de la cruz, tendido sobre ese lecho de honor y de justicia, a cuyo lagar lo adhiere más su amor que los clavos.

            Fue proclamado rey por el ladrón, y por el centurión que lo reconoció como verdadero Hijo de Dios, como la vid. El alegró a Dios, su Padre y a la Virgen, su madre; y como zarza sagrada, nos protegió de las bestias carnívoras, como podríamos llamar a las inclinaciones de nuestra carne animal. David pidió a Dios que horrorizara su carne mediante el temor, concediéndole miedo a sus justos juicios: Se horroriza por tu temor mi carne: y temo tus juicios (Sal_119_120).

            La corona de espinas sobre su real cabeza nos ha merecido la venida del Espíritu Santo, que no se comportó como un fuego devorador, sino como un fuego que eleva los corazones. Fue este Santo Espíritu de amor, a quien envió en forma de lenguas de fuego sobre los apóstoles y los discípulos, el que los transportó con tal fervor, que se les creyó embriagados. Este vino era como un combustible de fuego y llamas, todo ardiente, que nos daba la vida. Todos los corazones que lo confiesan como su rey, serán protegidos por su amor, que es más fuerte que la muerte y que la mordedura de nuestro infierno.

            Abimelec, a quien Joatam representó con la zarza o espina, de la que dijo, saldría fuego para devorar a [397] sus hermanos, llevó madera para encender fuego y quemar a sus enemigos (Jc_9_15); (Jc_9_47s). El Salvador llevó su cruz para ser consumido en ella por el fuego del divino amor. Venció y despojó a todos sus enemigos, triunfando sobre los poderes y los principados y haciéndolos retroceder hasta la confusión. Una mujer segó la vida de Abimelec; en su seno, la Virgen dio el ser mortal al Salvador cuando él tomó carne humana en sus entrañas para morir por todos sus hermanos. La maravilla está en que este rey de amor retomó su vida en la tierra dentro de la roca del sepulcro, del que se levantó victorioso de la muerte y del infierno, subiendo hasta el reino de gloria en el que embriaga a sus elegidos con vino refinado, según la profecía de Isaías (Is_25_6).

            El primer milagro que hizo el Salvador y que confirmó en la fe en su divinidad a los apóstoles, fue la transformación del agua en vino en las bodas de Caná ,para significar que había venido a darnos el vino de su divina caridad, y que su bondad, que en sí misma es comunicativa, nos daba el vino, la uva, las hojas, los sarmientos, el sitial, el tronco y la viña, toda entera, cuando comemos del fruto de este árbol que no es prohibido. No moriremos, sino que viviremos con una vida del todo divina.

            Nuestros ojos están iluminados; nos hemos convertido en pequeños dioses por participación, a través de la unión admirable que tendremos con Jesucristo, pues estaremos en él mismo. Los sarmientos se adhieren a la vid de la que nacen. El engaño de la serpiente, que bajo la fascinación de privilegios parecidos y la ambición de una falsa divinidad, perdió a Adán y a Eva. No hará lo mismo en la recepción de este vino purificado de toda hez, por tratarse de una amorosa invención de la sabiduría divina, que nos da en verdad todo lo que es bueno y bello. Junto con este vino virginal, nos brinda el don del trigo de los elegidos.

            En Esdras, en la célebre disputa que surgió en presencia del rey de Persia, algunas personas concedieron al vino el precio de la fuerza; otros, a la verdad; otros, al rey; y los demás a la mujer. [398] Al recibir de este vino en el Santísimo Sacramento, recibimos al mismo Jesucristo, que es rey soberano, que es la verdad infalible. Gozamos de todo en el sacramento adorable de la Eucaristía: encontramos en él los favores del cielo y de la tierra, la figura de la verdadera sustancia del divino Padre, y la de la más fuerte de todas las mujeres: la Virgen madre. Ningún católico duda que este vino sea la preciosa sangre que ella le dio cuando se convirtió en madre del Rey de reyes, ni que esta vid haya sido plantada en la tierra bendita de su seno virginal. Es en este vino que los ojos de Judá, al ser lavados, son iluminados para conocer los misterios ocultos y las verdades celestiales; es éste el vino que engendra la pureza de corazón, de cuerpo y espíritu en los elegidos. El pan y el vino eucarísticos abarcan en sí todo lo que Dios tiene de bello y de bueno, según la expresión de Zacarías. Es aquí donde los fuertes y los grandes, ya avanzados en el conocimiento de las divinas verdades, beben del vino de la sabiduría, y los débiles, que siguen siendo niños en pañales, encuentran la leche de sus pechos sagrados, pues la divinidad y la humanidad del Verbo Encarnado son los dos pechos de las almas inocentes.

            No sólo en la Iglesia militante gozamos de este vino y del fruto delicioso de nuestra viña, sino que en la gloria se lo sirve a los bienaventurados. Es el torrente voluptuoso del que dijo David que serían embriagados. Esta preciosa sangre, que nos es dada en la tierra bajo el símbolo del vino en el sacramento del amor, se sirve abiertamente a los santos que se encuentran en el empíreo, como néctar de la gloria, aunque es mucho más delicioso que el néctar y la ambrosía.

            El Salvador dijo en la Cena que no volvería a gustar bebida alguna que fuera engendrada por la vid, hasta la llegada del reino de Dios, su Padre, y que entonces bebería de un vino nuevo con sus apóstoles. Su amor nos lo regala anticipadamente.

            san Juan, en el capítulo 4 de su Apocalipsis 12, vio un mar de vidrio: sus aguas eran espesas y se habían vuelto sólidas como el cristal. En el capítulo 15, vio el mismo mar de cristal mezclado con fuego, por haber sido cocido y consolidado en tierra por el fuego del divino amor. Todos los que habían triunfado de la Bestia y del anticristo rodeaban este mar, llevando las cítaras del Dios vivo sobre las que cantaban el Cántico del Cordero que había sido inmolado, lo cual es una imagen muy representativa de la gloria.

            [399] La Trinidad es un mar, un océano sin fondo y sin orilla, del que salen dulcemente todas las criaturas como pequeños ríos. La naturaleza angélica y la naturaleza humana son como anchos ríos cuyas olas se descargan en el mar para volver al cauce del que salieron para regar la tierra; la humanidad, y por su medio, todas las criaturas que sólo fueron hechas para su servicio, vuelven al seno de la divinidad en la gloria.

            El Espíritu Santo es verdaderamente un manantial: las aguas que comunica a los santos saltan hasta la vida eterna. El Verbo, en su Encarnación, trajo a la tierra la plenitud de este mar, del que se dilatan los ríos con una infinidad de gracias que retornan a su fuente primera, volviendo así a la humanidad al origen de su ser.

            Es verdad que en la tierra los santos nadan en el vaivén de un mar agitado, pero son afirmados en la gloria, en la que todas estas aguas se vuelven sólidas como un cristal; esta es la razón por la que san Juan vio un mar de vidrio en lugar de uno líquido e inquieto. Ahora bien, es mediante la sangre del Cordero que los santos llegan a la gloria, en la que beben del vino de nuestra vid, que permite que cada uno, al gozar de una gloria particular y diferente, cante con su cítara el cántico de Moisés, servidor de Dios; cualidad que san Juan anota para distinguirlo del Hijo del Padre eterno, que es Dios con el Espíritu Santo.

            Este cántico es el mismo que se cantó después de cruzar el Mar Rojo, que representó el mar de la sangre del Hijo de Dios y de todos los mártires que lo han seguido valerosamente. El cántico del Cordero es el himno que entonó la víspera de su pasión, después de entregarse en la noche de la Cena mediante una acción de gracias anticipada, pues estaba seguro de ganar la batalla y arrancar la victoria. Puede decirse que el cántico del Cordero es el mismo que san Juan escuchó y que nos ha transmitido, por el cual la bendición, la claridad, el honor, la gloria y la divinidad, son dadas al Cordero por haber sido sacrificado, es decir, y ante todo, como él mismo lo expresa, él solo pisó el lagar y produjo este vino que es germen de vida inmortal, y que sacia a todos los ciudadanos del paraíso.

            Es éste el río al que el mismo san Juan llama agua de vida, que corre como agua cristalina desde el trono de Dios y del Cordero. El agua de vida es la flor del vino, del que se extrae mediante un fuerte cocimiento. [400] A través de la unión hipostática, la sangre del cordero fue destilada, sobrenaturalizada y transformada, de vino común y ordinario, en agua de vida, en agua ardiente que abrasa el pecho de los mártires y de los santos que moran en la tierra de los vivos, en la que se encuentran todos los bienaventurados, que no es otra que el cielo. Es éste el vino todo fuego, figurado por los rayos y los relámpagos que salían del trono del Cordero. La Sagrada Escritura nos comunica la misma verdad de varias maneras y bajo diversos símbolos, que la divina luz no daba a conocer de golpe, por una simple mirada.

            No es de extrañar, entonces, que yo me extienda tanto y sea tan prolija en mis escritos, después de haber sido iluminada con tantas luces y abundantes conocimientos, y de verme colmada de tan diversas ilustraciones. En su bondad, el Espíritu del Padre y del Hijo me enseña maravillas sobre las verdades de la Escritura, sin que experimente yo dificultad alguna para encontrar el hilo. Hablo o escribo según me lo permite la multitud de pensamientos que se presentan como en aglomeración. Los que están en el agua hasta el cuello, salen de ella como pueden; a los que sólo les llega a las rodillas, como quieren.

            En ese tiempo me fueron representadas en visión tres clases de vino: uno blanco como el cristal, que es el vino de la gloria, como ya expliqué; el otro, mezclado de blanco y rojo, que es la Eucaristía; el tercero era un vino ordinario que representaba la gracia y sabiduría que Jesucristo comunica a la generalidad de los justos.

            Todas las luces que mi divino amor me comunica llegan siempre acompañadas de sus deliciosas caricias. Me dijo que había plantado en mí, nuevamente, la vid mística, que no es otra sino él mismo; que podía gozar de ella de manera especial en el Santísimo Sacramento, y que, con mi arpa, podía cantar en compañía de los santos el cántico de alabanza y de gloria. Añadió que me había dado un nombre conocido sólo de él, nombre que no es sólo de esposa y de hija querida, sino de vicaria y lugarteniente de su madre en la tierra, lo cual me ha confirmado en algunas otras ocasiones, con motivo de la institución de su orden, diciéndome que él recompensa mis victorias con el [401] triunfo, dándome a comer del fruto del árbol de vida que es la mística vid a la que él me ha unido de manera admirable, a pesar de mi indignidad, afirmando ser ésta la voluntad de su divino amor; pues siendo el esposo, quiere ser una misma cosa con su esposa.

Capítulo 57 - Mi esposo se complace en concederme gracias, lo mismo que los santos. Su bondad me bendice porque no busco sino a él. A fin de que él me desposara, su santa madre me entregó a él.

            [405] Mi divino amor me ha dado a entender varias veces que yo soy su querida Ruth, y que él es mi divino Booz. Hoy, sin embargo, se dignó elevarme en espíritu para platicarme de sus amorosas bondades hacia aquella que, siendo indigna de ellas, quiso amar desde que tuvo el pensamiento de crearla.

            Me dijo que Booz amó a Ruth a primera vista, y ordenó a sus segadores que le permitieran no sólo rebuscar, sino segar en su compañía, para impedir la vergüenza y confusión que hubiera podido sentir si alguno la maltrataba. De manera semejante, este divino Booz permite a mi alma segar en todas direcciones en la iglesia militante y en la triunfante. Así como Ruth fue invitada por Booz a tomar su alimento con los segadores, a mojar su pan en el vinagre y a comer de la polenta en su compañía, él me aseguró que yo podía sentarme a la misma mesa con los santos, recibiendo luces tan claras como ellos respecto a los mismos misterios que conocen; que me había hecho sentir la acidez del sufrimiento que santifica a su amada, y que tratase familiarmente con ellos.

            Fui, por tanto, amablemente invitada por mi divino amado a acercarme a sus hijos y domésticos, es decir, a los santos que sufrieron después de él para entrar en la gloria, en la que se regocijan, pues la hiel y el vinagre de su pasión les hicieron gustar deliciosamente el gozo de la glorificación. Quiso, pues, que con pureza y sencillez de intención comiese yo de la polenta en compañía de los pequeños inocentes.

            El primer día, Ruth recogió tres modios, que significan las tres sustancias que se encuentran en Jesucristo: el Verbo, el alma y el cuerpo, que poseo en el Santísimo Sacramento. De ahí, subiendo al cielo mediante su poder, me uní al divino Padre, al Verbo y al Espíritu Santo, [406] a los que considera‚ en la humanidad sagrada como estando en ella de manera muy particular, en razón de la circumincesión de las tres divinas personas. De este modo, mediante esta doble terna, se completan las seis medidas que Ruth recibió en presencia de Booz, y que llevó a Noemí así como yo entrego a la Virgen madre y a la Iglesia todo lo que recibo; a saber, las divinas luces y las gracias de mi esposo.

            Comprendí que era voluntad de la Sma. Virgen que hiciera una extensión de su maternidad, engendrando una orden en su regazo, la cual le sería atribuida por llamarse del Verbo Encarnado, su hijo amadísimo, al que dio a luz en Belén; rey todopoderoso y todo bueno, que habitaba en Belén como en su casa del pan, lo mismo que en su entorno, en el que reposaba.

            Parecía complacerse en repetirme las mismas palabras que dije más arriba. Como dicha repetición le agradaba, no se la debe censurar: al amor le gusta volver a decir, repensar y ponderar lo que le es agradable, pues por este medio encuentra y produce nuevas delicias, sin que sus repeticiones lleguen a ser superfluas, como se puede apreciar en los cantares, en los que aparecen varias veces repeticiones de las mismas palabras, pero presentando nuevos significados, o al menos, haciéndose amar y admirar.

            Dios quiso que se le sacrificaran animales rumiantes. Esto quiere decir que los hombres deben repensar los misterios divinos, que son muy dignos de ser meditados. Las almas gustan delicias suavísimas en sus diversos y admirables significados, que bien merecen ser ponderados y reflexionados de diversas maneras.

            Mi amado me hizo saber que se complace en mostrar a los santos el contento que siente cuando siego en compañía de ellos, sea mediante la lectura de la Escritura santa, sea que eleve una oración que les dé un signo, a fin de que me arrojen, de propósito, rayos de luz que han recibido de él, que es su origen, y que los ángeles compartan conmigo sus conocimientos con largueza, por inspiración o a modo de resplandores; y que él les hacía ver que me había escogido para él como esposa, porque jamás quise a otro sino a él; que en mi calidad de esposa, me daría toda la heredad junto con sus bienes, y que estoy bajo su protección siempre que él se encuentra en sus campos.

            Me dirigí a su encuentro, con filial y amorosa confianza, hasta el seno de su madre y del sacramento eucarístico, rogándole que extendiera su manto sobre mí porque el amor lo convertía en pariente mío; que él deseaba ser mi queridísimo esposo, a fin de suscitar [407] una simiente divina que no llevaría el nombre de otro. Por ser él mi único esposo, la prole que engendrara de mí en la orden, llevaría su nombre.

            Este enamorado, me atrevo a decirlo, no me acogió con menos bondad que Booz a Ruth. Quiso valerse de las mismas palabras, pero con una elocuencia divina y amorosa, capaz de derretir y hacer estallar de reconocimiento y tierno amor a cualquier corazón: Bendita seas del Señor, hija mía, que has sobrepujado tu primera bondad con la que manifiestas ahora (Rt_3_10).

            Hija mía, seas bendita de mi divino Padre, al que como hombre, llamo mi Señor y mi Dios; pues con esta confianza en mí has sobrepasado a todas las que me has demostrado con anterioridad. No has buscado ángel ni hombre, sino a aquel que es tan amoroso como poderoso para realizar lo que desearías hacer por su gloria y tu salvación, y para engrandecerte en presencia de los ángeles y de los hombres según los designios de mi Padre, del Espíritu Santo y de tu esposo, los cuales te buscan y te pueden conceder todas las bendiciones que el pueblo deseó a Ruth, diciendo: que el Señor hizo que fuera como Raquel y Lía, las cuales fundaron la casa de Israel, para que sea dechado de virtud en Efratá y tenga un nombre célebre en Belén (Rt_4_11).

            El que ama parece insaciable cuando habla de o a su amada. Queridísimo esposo, es por bondad que me concedes todos estos favores; que todo cuanto existe y existir eternamente, te alabe por ellos.

            Que todos los bienaventurados de la Iglesia triunfante te bendigan y que puedan decir que en nuestra Iglesia militante ha nacido un hijo a Noemí: se ha fundado una orden que lleva el nombre de Emmanuel, de Verbo Encarnado, de hijo de la incomparable en belleza como hija, madre y esposa de Dios, que se dignó llevar una esposa a su pariente, a su hijo amadísimo, para que esta nueva Ruth establezca casas en las que el Dios de Israel ser adorado. Que sea un ejemplo de virtud, aprovechando las gracias y favores del gran Booz, y que su nombre sea bendito en Belén, en la casa del pan de vida y del entendimiento.

            Que tu corazón jamás se marchite por el olvido de comer el pan de los ángeles. De ello se lamentó David en el día de sus tribulaciones. Que ella sea el ideal de virtudes en todas las casas; [408] que lleve en sí al Espíritu Santo, que more en ella con sus doce frutos; que sea caritativa, pacífica, alegre, benigna, modesta, casta, sobria, fiel y no incrédula, paciente, humilde, dulce, no agriándose contra aquellos que la priven de algo que la haría llorar si siguiera sus inclinaciones. Que no busque lo que agrada al amor propio; que crea fielmente en la bondad de su prójimo; que lo apoye en sus debilidades; que no ambicione la gloria momentánea, sino que todas sus acciones se encaminen a la gloria del Eterno.

Capítulo 58 - Mi divino Salvador me dijo que él era el árbol plantado en la corriente de las aguas de mis lágrimas, y cómo se me apareció ceñido por una doble corona, diciéndome que exclamara con Isaías: Toda carne es heno. 4 de julio de 1633

            [409] Como me dirigiera a la oración con ánimo triste, el Dios de bondad se dignó consolarme.

            Mi divino amor me explicó el primer salmo, diciéndome que él era ese hombre al que David tanto alabó, que jamás siguió el consejo de los impíos; que él era ese hermoso árbol plantado sobre la corriente de las aguas de mis lágrimas, que corrían de mis ojos como dos arroyos que formaban un río, una corriente sobre la que se complacía en producir sus hojas y frutos, deteniendo sus ojos sobre la ribera de dicho río.

            Me dijo después que me había transformado el árbol que regaba con el torrente de sus gracias, y que ni una hoja de él caería sin su providencia particular; que la aflicción contribuiría tanto a mi bien y a mi gloria, como la prosperidad; que él está con los que sufren para dilatarlos en la aflicción. Tales son las ocurrencias y las caricias del divino amor, tan ingenioso para con los que se digna amar.

            El Verbo Encarnado, todo amor, quiso mostrárseme cuando era niño, llevando sobre su cabeza una corona de flores de las que nacía una segunda corona de heno o paja, diciéndome que él se coronaba con mis aflicciones, y que deseaba demostrarme que consagraba todas mis penas, colocándolas como diadema sobre su cabeza.

            Le plugo invitarme, con las palabras de David, a penetrar en su amoroso corazón; y que, una vez en él, tomase todos sus tesoros y los repartiera liberalmente. Escuché: Confiad vuestro corazón a su poder y distribuid de los bienes de su casa, para que lo contéis hasta la última generación (Sal_112_3). [410] Esto fue seguido de una dulzura sensible que me duró largo rato en el corazón y en la boca. Durante este tiempo, vi una ternera o novilla, y al pedir la explicación a mi Salvador, me dijo que era yo misma, y que debía tener mi pesebre sobre su cabeza, que había visto poco antes coronada de flores y de heno, diciéndome que este heno era más augusto que las coronas de los príncipes y reyes del mundo; que podía yo clamar: Toda carne es heno, y toda su gloria como la flor del campo (Is_40_6); que él se había convertido en la flor de los campos al encarnarse, por haber querido tomar nuestra carne mortal para morir en ella por nuestra salvación; que esta carne jamás había sido abandonada por el soporte divino sea en su vida pasible, sea en su muerte, sea después de su resurrección; que dicho Verbo eterno la tomó para no dejarla más, aun en el sepulcro, en el que yació como una flor marchita, tendida en la oscuridad con los muertos del siglo y separada de su alma, mas no de la divinidad ni del Verbo de vida que es su hipóstasis, la cual permanece eternamente porque él es eterno.

            Hija mía, admira esta corona; como tú eres mi ternera, sáciate de este heno que está ensalzado a la derecha del Padre. Puedes decir de él lo que san Andrés dijo del Cordero, al que sacrificaba, ofrecía y distribuía diariamente; sin dejar de ser el mismo Cordero siempre vivo y entero, a la derecha del Padre. Este heno es mi carne, que es vida de los buenos; una carne viva que está unida hipostáticamente al Verbo, que es espíritu y vida, que es espíritu vivificante.

            Alzate hasta esta corona y sacia con ella la vista y el gusto, y a tus hijas contigo, en tu diadema floreciente. Tú eres mi ternera, la que debe trabajar conmigo Debes estar unida a mí y llevar el arca de la alianza, que soy yo mismo, que te conducirá por el camino recto que lleva hasta mi Padre.

            Deseo que triunfes conmigo portando el arca de la gloria del Dios de Israel. No puedes, por tanto, ignorar que eres mi ternera, porque te he confiado varios secretos que no se conocerían en la tierra si no los hubieras revelado. Es que mi designio y mi mandato fueron de no decirlos sino a ti, y que por tu medio fueran manifestados. No me molesta que los reveles. Te mando que lo hagas: explica mis misterios a quienes yo te envío, a los que podría yo decir: Si no hubieseis arado con mi novilla, no descifrarais mi enigma (Jc_14_18).

 Capítulo 59 - En su bondad, el divino Salvador se dignó hacerme partícipe del amor que concedió a su amada Magdalena, y revelarme la bondad y belleza de los pies que anuncian la paz, junto con muchas otras maravillas relativas a su enamorada.

            [411] El día de la gran Santa Magdalena, maravilla del divino amor, habiendo recibido a mi divino esposo en la comunión, fui íntimamente unida a él.

            Se dignó elevar mi espíritu para que conociera y sintiera el amor que había comunicado a esta enamorada suya, a la que imaginé a los pies del amable Salvador, de los que se podría decir: Oh cuan hermosos son los pies de aquel que anuncia la paz; de aquel que anuncia la buena nueva (Is_52_7).

            El contacto con esos pies sagrados comunicó y produjo el amor y la paz en Magdalena. Aquellos pies divinos abatieron su soberbia, pisotearon su vanidad y domaron su orgullo, venciendo todo lo que era enemigo de su salvación y del Dios que estaba más enamorado de ella, que ella de él, a pesar de que lo amaba tanto. Contemplé esos pies tan bellos en su calzado, que no era otro que los cabellos, los labios y las lágrimas de esta santa penitente, que se había transformado en enamorada y se gloriaba en emplear todo lo que tenía de más querido para que sirviera de adorno a esos pies adorables, bajo los cuales dobló amorosamente su cabeza.

            David predijo con razón que su hijo, a imitación suya, extendería sus pies hasta la Idumea, y que los extranjeros y sus enemigos serían para él amigos y servidores. El amor llevó a este generoso Salvador, el muy amado del divino Padre, hasta la ciudad amurallada custodiada por siete demonios, que guardaban dicho fuerte o ciudadela sintiéndose seguros de ella. Sin embargo, el Señor fuerte en la batalla los arrojó fuera como vencedor, haciéndolos contribuir a su triunfo para su propia confusión y, como canta la Iglesia, transformó el amor imperfecto de Magdalena en su divino [412] amor, que es perfecto y santísimo: De vaso natural, a vaso de gloria transformado. Resucitado y victorioso, vio a Jesús salir de los infiernos; y mereció el gozo primero la que le amaba sobre todo lo creado.

            Al día siguiente, pude darme un festín con el recuerdo de esta fiesta, por encontrarme fuertemente unida a mi divino amor, el cual conversó conmigo sobre estas palabras: Dios es espíritu, y por lo mismo los que le adoran, en espíritu y verdad deben adorarle (Jn_4_24). Vi dos oídos como atentos a mis oraciones, y dos ojos que me miraban fijamente; oídos sagrados que habían estado atentos a los sollozos de Magdalena, ojos divinos que le dieron signos favorables y exhortaron al fariseo a considerarla, no como a una pecadora, sino como a una perfecta enamorada suya, que merecía ser amada y a la que había perdonado sus pecados, que ella había ido a poner sobre su espalda, a los que su amor sepultó en el mar de su misericordia, transformándola en santa en un instante, a través de una divina metamorfosis de su amor.

            Querido amado, esos oídos son los mismos que se inclinan a escuchar mis sollozos y plegarias. Fijas en mí tus dos astros resplandecientes de luz, tan ardientes como brillantes, para que obren en mí con tanto poder y autoridad como sobre santa Magdalena, perdonándome muchos pecados, pues muchos he cometido. ¡Es tanto lo que debo amarte! concédeme esta gracia por amor a ti mismo. Que te adore en espíritu y en verdad, porque eres un Dios con tu Padre y el Espíritu Santo. Haz que sea semejante a aquel a quien amo, pues tal es tu designio, ya que me creaste a tu imagen y semejanza, inspirando en mí el espíritu de vida al soplar o espirar sobre el rostro del primer hombre, que fue hecho con un alma viviente, pero con una vida parecida a la de los ángeles.

            Magdalena no se atrevió a esperar el beso de tu boca, si no que se inclinó hasta tus sagrados pies para lavarlos, secarlos y besarlos, pidiéndote, si me es permitido pensar de este modo, el resto del espíritu principal que concediste a Adán: a nadie lo dio entero, pues el resto de su espíritu quedó en él; y ¿en quién está completo, sino en la simiente de Dios?

            Ordenaste a Oseas que tomara como esposa a una pecadora, pero él no pudo santificarla como tú a Magdalena, a la que diste tu amor, que es tu Espíritu. Ella estuvo a tus pies para recibir la divina semilla que es tu palabra. Dejó de pertenecerse, y suspirando, pareció expirar al besar tus pies. Tu espíritu obró maravillas de amor en ella: Custodiad, entonces, vuestro espíritu y no despreciéis a la esposa de vuestra juventud (Pr_5_18); (Ef_5_29). El amigo [413] que se atrevió a decir que su amigo lloraba muerto, seguía viviendo en él a pesar de la muerte. Magdalena tenía derecho a decir que su Salvador y su amor vivían en ella después de su muerte: Dulce Jesús, no veo, no vivo sino por ti; Soy un cuerpo sin alma, ausente de tu vista. Pero cuando mi espíritu tan dulce te contemple, el amor, para animarme, me inflama y me traspasa.

            Ella no se dignó detenerse con los ángeles cuando la interrogaron porque lloraba entre los muertos del siglo al que estaba vivo en presencia de su Padre eterno, y cuya resurrección gloriosa venían a anunciarle. Estaba muerta en él, y su vida sólo existía para conservarlo vivo en su alma, la cual pareció animar su cuerpo para darle la fuerza necesaria para llevarse el de su amado de cualquier parte donde lo hubieran puesto. El amor hace vivir a pesar de la muerte, y hace todo fácil a los que aman: Nada es difícil para el que ama.

            Apenas dijo el Salvador ¡María!, se sintió ella resucitada junto con él y reconoció al maestro de la vida. Recibió las primicias del espíritu glorioso junto con la misión de anunciarlo a los apóstoles.

            Al terminar su misión, el amor, que era su peso, la retiraría al desierto. No encontrando más a su amado entre los hombres, iría a verlo siete veces al día, llevada por los ángeles, para alabarlo con ellos en su coro y adorarlo sobre su altar, en el que, cuando subía a este altar se veía renovada como el águila.

            El divino esposo la escogió desde su adolescencia para hacerla su esposa. No la despreció, sino que la honró con su primera visita en cuanto hubo salido del sepulcro. No pudiendo dejar a su divino Padre porque son inseparables, quiso que ella fuese a ver dónde establecía su morada viva, para recompensar su preocupación de llevarlo consigo al creerlo muerto.

            ¡Qué bellos son los pies de Magdalena al prepararse a llevar al Verbo Encarnado, que es el Señor del Evangelio y el Evangelio de paz; el Evangelio de Dios, y Dios mismo! san Juan, en su Apocalipsis, vio un ángel volando en medio del cielo, llevando el Evangelio eterno. Magdalena lo quiso sacar y cargar, ella sola, de la tierra, si es que en ella seguía sepultado.

Capítulo 60 - La humilde mortificación, las lágrimas de compunción y la confianza en la bondad Divina, hacen feliz al alma que peregrina en la tierra, 24 de julio de 1633.

            [415] El domingo en que la Iglesia lee el evangelio del publicano, considerándome culpable delante de Dios, quise privarme de todas las dulzuras de las que gozaba y, ocultándome bajo las gradas próximas al confesionario, por las que sube el sacerdote para darnos la comunión, derramé muchas lágrimas, las cuales recogía en mis manos para ofrecerlas a mi Dios.

            Me consideraba en un estado de deseo del mal, no por malicia, sino por impotencia, y sólo deseaba el bien mediante el favor y ayuda de la gracia, en la que confiaba, esperando la misericordia de aquel que no vino para llamar a los justos, sino a los pecadores, el cual, siendo un gran médico, vino a buscar a la más enferma de sus hijas, que era yo, a fin de que pudiera yo decir: "Viendo mi debilidad, me siento fuerte en aquel que me conforta". Al divagar mi espíritu en estos pensamientos, escuché la voz de mi pastor, que reunía las potencias de mi alma, atrayéndolas con la verde rama de la esperanza en su bondad.

            Admiraba el celo de este buen pastor, que conocía mis enfermedades y se compadecía de ellas, y que entregó su alma por mí para introducirme en su redil, donde encontrar‚ la abundancia de su caridad, entrando con él hasta el reposo de la contemplación, y saliendo, como él, para el bien de las almas, anunciándoles la obligación que tienen de seguir los [416] caminos que este amable pastor les ha señalado, y de estar atentas para escuchar su voz, que las llama dulce y fuerte mente para apacentarse en sus propias delicias, a fin de que cada una de ellas pueda decir con el rey profeta: El Señor me apacienta: nada me falta; en verdes pastos me hace recostar. Me conduce a las aguas donde descanse; restaura mi alma (Sal_22_1s).

            No cuido más de mí. Soy conducida por este divino pastor que es mi rey, mi Dios y mi todo; cuya providencia me proporciona todo lo que es para mí deleite, paz y fe. El es la sabiduría eterna en la que todo es suavidad; las aguas que emanan de su fuente hacen brotar en mí un manantial vivo y fuerte, al que no se pueden comparar las aguas de todos los pozos, fuentes y ríos. Aunque lleven a estos y refresquen a aquellos, son incapaces de nutrirlos con las delicadezas y los refrigerios con que soy alimentada y sostenida por las de la sabiduría sagrada, que tienen el poder de transformarme en ella y hacerme feliz, y que, al hacerse mi alimento, es también, para mí, camino y término.

            Por ella soy conducida por senderos de justicia, glorificando a su santo nombre, el cual es terrible para los enemigos de mi salvación, que son los demonios y el pecado. Aquellos no pueden oírlo nombrar; éste es destruido por su poder. Aunque es pastor, es también el Cordero que quita los pecados y los lava en su sangre; como pastor, hace huir a los leones y a los lobos con el cayado de su cruz, que es mi defensa y su terror. Como se entrega a mí, yo me doy a él.

            En él tomo posesión de mi herencia y comienzo a reinar. El unge mi cabeza con óleo de alegría, y me embriaga con su amor, que [417] es más fuerte que la muerte, la cual parece dulce a los que une a sí, que es la vida indeficiente.

            El es viático seguro, arras y prenda de la gloria eterna que su bondad me promete para el fin de mi peregrinar, durante el cual me acompaña: La benignidad y la gracia me acompañan todos los días de mi vida (Sal_22_6), esperando habitar en su mansión celestial en una eternidad ininterrumpida.

            Entonces, como el publicano, comprobaré sus divinas palabras: el alma que se humilla en su corazón es exaltada por su misericordia, que la justifica con su benignidad. Amén.

Capítulo 61 - Mi divino esposo quiso hacerme salir victoriosa de una fuerte inclinación que mi corazón no podía sufrir, por querer amarle sólo a él, que es mi único amor, 26-27 de julio de 1633.

            [419] Habiendo pasado algunos días en aflicción a causa de algunos afectos e inclinaciones naturales que sentía hacia algunas personas, y no pudiendo sufrir en mi corazón otro cariño aunque sólo natural que no fuera el de mi esposo, llore mucho y luche con el favor del divino amor, para amarlo Únicamente a él.

            El sólo triunfó y salió vencedor, haciéndome ver un tapiz blanco extendido por tierra, en el que estaban esparcidas flores deliciosas; me mostró, además, una rica corona de perlas preciosas. Admiré cómo la bondad y la divina misericordia me habían hecho salir victoriosa, preservándome de varias imperfecciones en las que temía caer. Mi divino amor me dijo que, por la violencia a la que me había preparado, extendió el tapiz al estilo real, a fin de que avanzara yo como reina y emperatriz, portando la corona que él me había ofrecido.

            Me acarició mucho hasta el día siguiente, en que mi divino esposo me detuvo en el capítulo décimo de la Sabiduría, diciéndome que ella había servido de pabellón al pueblo: y les sirvió de toldo durante el día, y suplicó de noche la luz de las estrellas (Sb_10_17), dándoles sombra, durante los grandes calores del día, mediante la nube que cubría todo el campo como una tienda real. Añadió que, durante la oscuridad de la noche, había hecho brillar sobre mí las estrellas, y que esta adorable sabiduría había cubierto mi alma en el día de sus dulzuras, iluminándome durante la noche de mis aflicciones. La sabiduría escondida en el ángel condujo a los israelitas a través del Mar Rojo y los precipitados torrentes de muchas aguas: Los pasó por el mar Rojo a la otra orilla, y los fue guiando entre montañas de aguas (Sb_10_18). Mi divino enamorado me dio a conocer cómo, gracias a su providencia, escapó mi alma del peligro de las aguas y de los afectos naturales, que no eran pocos, llevándome y levantándome como al arca durante el diluvio mediante las aguas de mis lágrimas, que fueron abundantes.

            [420] Los enemigos de los judíos fueron abismados en el mar: Pero a sus enemigos los sumergió en el mar (Sb_10_19), y ellos se llevaron el despojo para que sirvieran de trofeo a su monumento, a su victoria y a su gloria: Así es que los justos se llevaron el despojos de los impíos (Sb_10_19). Entonaron entonces, de común acuerdo, un bello cántico, alabando la mano todopoderosa del Señor, que les había concedido la victoria: y celebraron con cánticos: ¡oh Señor!, tu nombre santo, alabando todos a una a tu diestra vencedora (Sb_10_20).

            Contemplé a mis enemigos a mis pies gracias a la victoria de mi divino amor, que me ofrecía sus despojos según lo que había pedido a su misericordia, diciéndole: "Haz que mi corazón salga vencido y vencedor: vencido por ti, y vencedor de todo el resto". Mi amado me dijo que mi corazón no era otro que él, pues por su caridad había vencido, y que podía yo decirle: "Tú eres el Dios de mi corazón, y mi corazón mismo". También me exhortó a decir: ¡Cuan poca cosa le parece la tierra al que mira al cielo!, ¡y que añadiera que él era mi cielo! que todo lo demás sólo era polvo para mí, comparado a su Único amor. Me recordó que me había prometido que me levanta ría por encima de las alturas de la tierra.

            Al alimentarme de la vara de Jacob, mi amor me ayudó a suplantar la naturaleza con su gracia, pudiendo ver bajo mis pies todo lo que no era él. San Pablo se prometió juzgar a los ángeles, diciendo que el hombre espiritual juzga de todo porque, al no ser sino un espíritu con Dios, participa de sus divinas cualidades y de su sabiduría soberana, lo cual resultó en su desprecio de todas las vanidades y que las pisoteara bajo sus pies. Mi divino amor me dijo que, al imitar a san Pablo, podría yo volverme espiritual en su compañía y despreciar todo lo que es vanidad y que no se dirige a su gloria. El apóstol tenía en tan poca estima el juicio de los hombres y despreciaba todo como estiércol, con tal de ganar a Jesucristo cristo. Por ello dijo que no se preciaba de saber otra cosa sino a Jesucristo, y éste, crucificado por todos a causa de su grandísima caridad, con la que nos amó y se entregó por nosotros a la muerte, pues lo que hizo por san Pablo también lo hizo por nosotros de diversas maneras, y aunque no haya descendido con la luz y voz exteriores para convertirnos, tirándonos a tierra, lo hace al dejarnos ver, por experiencia, nuestras propias debilidades.

            El nos presenta su gracia para ayudarnos a levantarnos, y nosotros recibimos sus inspiraciones. Nos la concede en cuanto decimos con entera voluntad: ¿Señor, qué quieres que haga?", y no con una voluntad negligente que quiere y no quiere que es lo que impide que la gracia sea eficaz en muchos que la reciben en vano. Por esta razón, dicho apóstol, que conocía su excelencia e importancia, diría a los Corintios: Os exhortamos a no recibir en vano la gracia de Dios. Pues El mismo dice: Al tiempo oportuno te oí, y en el día de la salvación te di auxilio (2Co_6_1). Este tiempo es el día que dura tanto como el día de nuestra vida, en la que hay un momento del que depende nuestra eternidad dichosa o infeliz, momento que llega a la hora de la muerte, pues Dios mira el fin [421] para coronar su obra. El es fiel y no permite que seamos tentados sobre las fuerzas que su gracia nos quiere dar, si cooperamos fiel y valerosamente con ella.

            Nadie será coronado que no haya combatido legítimamente. Todos saben que deben morir, pero ignoran la hora y el momento. Deben por tanto pensar que el que tienen será, tal vez, el que los anime a corresponder a la gracia. Cuando haya pasado, deben amar con perseverancia, mientras siguen por el camino, a aquél que desea hacerlos felices para siempre ya desde la tierra.

            San Pablo, por la entrega que hizo de su voluntad a la de Dios, recibió la gracia y la caridad. Dios quiso que, a través de esta palabra, mereciera el favor que deseaba concederle: ¿Señor, qué quieres que haga? (Hch_9_6). Como si hubiera dicho: Señor, me diste mi libre voluntad; ¿cómo quieres que la use para corresponder a tu gracia? "Pablo, aunque eres más versado en la ley que Ananías, mi discípulo, sométete a lo que él te dirá sobre la fe, en cuyo servicio debes cautivar tu entendimiento. He cegado, con mi luz adorable, tus ojos corporales, con objeto de iluminar los ojos de tu espíritu. Después de esta sumisión, te revelaré lo que deberás sufrir por mi nombre. Te doy un fondo de gracia por adelantado. Sé un buen comerciante; trafica santamente con él, practicando las verdaderas virtudes. Sé un fiel dispensador de mis bienes; combate el buen combate. Mi palabra te promete la recompensa que no puede faltar. Si aprovechas mi gracia te daré la corona de vida y de justicia porque yo retribuyo justamente las buenas obras, aunque sean más producto de mi gracia que de tu correspondencia. Sin embargo, me contento con que cooperes a ellas con tu libertad, empleándote en hacer lo que me agrada para vuestro bien, pues yo soy Dios, suficiente en mí mismo; no tengo necesidad de vuestras acciones, pero las recibo, sin embargo, para glorificarme en ellas y para recompensaros por ellas".

            San Pablo es un ejemplo de lo que deben hacer todos aquellos y aquellas que desean vivir en perfección, cuando la bondad divina les inspira a dejar su propio sentir y adherirse al Espíritu Santo, que desea conducirlos a la santidad bajo la dirección de aquellos a quienes su providencia elige, como hizo con Ananías para que dijera a san Pablo lo que debía de hacer, después de anunciarle que debía sufrir por su nombre.

            Después de su conversión, el gran apóstol dijo que en nada estaba apegado a la carne ni a la sangre; que había dejado el pasado y apagado sus deseos de las cosas presentes, a fin de caminar con perfección delante de Dios, más santamente aunque Abraham, no esperando recompensa temporal en esta vida, ni teniendo ciudad permanente por esperar y aspirar sólo a la futura.

            Mi divino esposo, que era mi vencedor y mi victoria parecía desempeñar el oficio de los ángeles, que acudieron a servirlo [422] después de que hubo vencido al tentador en el desierto. Me colmó de deliciosos sabores, convirtiéndose él mismo en mi alimento, mi delicia y mi gloria. Su bondad tuvo a bien otorgarme la palma que su gracia me había hecho ganar sobre la naturaleza.

Capítulo 62 - Tres transfiguraciones del Salvador: la primera, en el Tabor, la segunda, en el jardín de los Olivos, la tercera, resucitando del sepulcro, 4 De Agosto De 1635.

            [423] Durante su vida mortal, el Salvador, se transfiguró dos veces. San Pedro, Santiago y san Juan fueron testigos de estas transfiguraciones.

            La primera tuvo lugar en el Tabor, donde se demostró y manifestó su divinidad, pues el Padre lo proclamó Hijo suyo. Moisés acudió desde el limbo; Elías, del paraíso terrenal y los apóstoles, del mundo. Moisés, como representante de los muertos, y Elías de los vivos, asistieron a ella. Los ángeles no aparecieron porque no dudaban de dicha divinidad.

            La segunda transfiguración ocurrió en el Huerto, donde, por sus dolores, demostró su humanidad. Los ángeles se encontraron allí, y san Lucas dice que, después del sudor de sangre, un ángel apareció, el cual fortaleció y animó al Verbo Encarnado, considerando el exceso de amor que tenía hacia la humanidad.

            En el triunfo de los reyes de la tierra sólo se habla de gloria, exultación y alegría. El pueblo lanza exclamaciones como ésta: ¡Viva el rey! En el triunfo del Salvador sobre el Tabor, sólo se habló del exceso de ignominia y los dolores de muerte que él debía sufrir en Jerusalén; y como san Pedro no hablaba ese lenguaje y no comprendía sus puntos oscuros, no supo lo que dijo; pues la verdadera gloria del Salvador está en la cruz, que escogió para merecernos la alegría.

            Cuando los apóstoles volvieron de su asombro, sólo vieron a Jesús. Comprendí que no debía ver en todas las criaturas sino al mismo Jesús, y a éste transfigurado en sus dolores. Aprendí que debía sentir en mí lo que él había sentido según el dicho del apóstol: Tened entre vosotros los mismos sentimientos que Cristo: El cual, siendo de condición divina, no retuvo ávidamente ser igual a Dios, Sino que se despojó de sí mismo tomando condición de siervo haciéndose semejante a los hombres y apareciendo en su porte como hombre; y se humilló a sí mismo, obedeciendo hasta la muerte y muerte de cruz. Por eso Dios le exaltó y le otorgó el Nombre, que está sobre todo nombre. Para que al nombre de Jesús toda rodilla se doble en los cielos, en la tierra y en los abismos (Flp_2_5s).

            El Verbo Encarnado, al que la gloria era debida en razón del soporte divino, no quiso que la parte inferior de su alma, apoyada como su cuerpo en su divina hipóstasis, gozara en la tierra de esta gloria, suspendiéndola y reteniéndola en la parte superior mediante un continuo milagro. La transfiguración fue una suspensión milagrosa para manifestar el amor que, desde el instante de su encarnación, manifestó a su Padre al satisfacer su justicia, recurriendo a sus derechos naturales, mismos que, a partir del momento en que lo ofendió, perdió el hombre junto con su justicia original, la gracia y la gloria.

            Si Jesucristo se privó de lo que le era debido, con mayor razón debemos sufrir vernos privadas de la alegría y abrazar las cruces cuando su providencia, su justicia y su bondad nos las envía o las permita para nosotros, y sentir, en compañía de este humilde Salvador, lo que experimentó a partir del momento en que tomó nuestra naturaleza, hasta aquel en que murió en la cruz por nuestra redención. Si lo compadecemos, reinaremos con él y por él. Quien ama el escándalo de Jesucristo crucificado, gozar de la glorificación de Jesucristo glorificado, gloria que comunicó a su cuerpo en el momento en que se reunió con su alma, resucitando lleno de gloria.

            Es ésta la tercera transfiguración, en la que su cuerpo recibió los dones gloriosos de impasibilidad, de sutilidad, de claridad y agilidad, con los cuales subió más allá de los cielos, convirtiéndose en nuestro precursor y el cielo supremo al elevar nuestra naturaleza en su humanidad [425] gloriosa hasta el trono de la divina grandeza, a la derecha del Padre, donde desempeña el oficio de intercesor de sus hermanos, a pesar de estar constituido como juez de vivos y muertos, y de que todo poder le ha sido dado en el cielo y en la tierra.

            En él hemos tomado posesión de la gloria. El es nuestra cabeza y nosotros sus miembros. Es por ello que san Pablo nos exhorta a buscar y aspirar a esta gloria y a desear estar continuamente a su lado; es decir, ser uno con él, lo cual pidió el Salvador a su divino Padre en la oración de la Cena, a fin de que todos fuéramos consumados en la unidad.

Capítulo 63 - El Padre celestial consuela a las hijas del Verbo Encarnado, las cuales, en razón de su elección, deben imitar los sufrimientos de Jesús, para reunirse con él en la gloria. 8 de agosto de 1633.

            [427] Después de comulgar, encomendé nuestro Instituto a mi esposo, pues por entonces sufría gran oposición. Le dije: Recíbeme según tu Palabra, y escuché en respuesta estas amables palabras: No temas, pequeña grey (Lc_12_32). Ese mismo día, lamentándome al Padre eterno de que parecía que se nos había hecho a un lado, por habérseme informado que una persona de gran influencia había dirigido su interés hacia otra parte, el Padre eterno me dijo: Ustedes son conciudadanos de los santos, y domésticos de Dios (Ef_2_19); que por ser hijas privilegiadas de su Hijo, no debía temer; que mediante el Hijo tenemos acceso a su bondad paternal; Así que ya no sois extraños ni advenedizos, sino conciudadanos de los santos y domésticos de Dios.

            Hija, este Instituto se establecerá, como la Iglesia, en medio de las contradicciones. Mi Hijo es su fundamento y piedra angular. El las convocará y reunirá, congregándolas de muchas naciones bajo una misma regla y profesión. El les prepara su reino así como yo se lo preparé a él. Es preciso llegar al reino celestial por la cruz y el sufrimiento. Quienes piden entrar en él así como el Verbo Encarnado, a quien la gloria era esencialmente debida en razón del apoyo divino, fue recibido en él, deben sufrir de diversas maneras. Así como se dice que el discípulo no es mayor que su maestro, las hijas y esposas no deben eximirse del sufrimiento, considerando que su Padre y Esposo sufrió antes que ellas y por ellas.

            Deben tener en mente las palabras del apóstol, huyendo del pecado y de las ocasiones de caer en él: Corramos con paciencia al término del combate que nos es propuesto, poniendo los ojos en Jesús, autor y [428] consumador de la fe, el cual, en vista del gozo que le estaba preparado, sufrió la cruz, sin hacer caso de la ignominia, y está sentado a la diestra del trono de Dios (He_12_1), recordando las contra dicciones que él sufrió de parte de los pecadores, que, como tales, le causaban repulsión, ya que, debido al amor inherente a su ser, aborrece esencialmente el pecado, que en sí mismo se opone al bien y a la justicia, que es rectitud y equidad. El pecado es injusticia e iniquidad.

            Considerando lo que él tuvo que sufrir de los pecadores, sus hijas no deben perder el ánimo: aún no han sufrido hasta derramar su sangre por el celo de su gloria y por la repugnancia que deben sentir hacia la ofensa que causó la muerte de su Amor cuando era mortal. Deben estar dispuestas a morir antes que ofenderle.

            Así como él dijo que allí donde él estuviera, ahí estaría su servidor; y que donde estuviera el Esposo estaría la esposa, donde está el Padre, allí estarán las hijas. Serán recibidas como el Verbo Encarnado, el cual les dará la bienvenida a la gloria, en la que serán ciudadanas del cielo y miembros de la familia de Dios. Serán eso y más, por ser hijas, esposas y favoritas suyas.

            Por esta razón, no deben contristarse si los habitantes y poderosos de la tierra las abandonan y menosprecian. Como no son de este mundo, no deben reinar en él ni tener ciudades permanentes, debiendo aspirar sin cesar a la ciudad futura, que es la Jerusalén celestial y pacífica.

Capítulo 64 - Dulzura de la Virgen y sus maravillosas perfecciones; su gloria y los favores que ella me ha alcanzado de Dios, quien hizo de ella lo que es.

            [429] La víspera de la Asunción, vi un templo en el que estaba la Virgen rodeada de una balaustrada de azúcar. Su bondad maternal me invitó a acercarme a ella, lo cual hice con filial confianza. Recostándome en su seno, le pedí el pecho bendito y la leche con la que había alimentado a su divino hijo, diciéndole que él era mi esposo.Admiraba a esta incomparable Jael (Jc_4_17s), que, con su leche sagrada, adormeció a nuestro Sízara y sujetó, con los clavos de su humilde consentimiento, a dos naturalezas que se unieron en su seno mediante la unión hipostática.

            Al admirar dicha balaustrada de azúcar, conocí la diferencia que existe entre la majestad de la Virgen y la realeza de la tierra, pues ésta se resguarda detrás de barandas de hierro, bronce, plata y oro, lo cual es señal de su temor así como de su grandeza, ya que dichos barandales le sirven de defensa, impidiendo el acercamiento de quienes tuvieran el designio de atentar contra sus sagradas personas.

            Las balaustradas que rodean a la Virgen son, todas ellas, de dulzura y atraen nuestros afectos con su clemencia. Son un atractivo para los pequeñuelos que aman, con manos inocentes y pureza de corazón, esta azúcar y esta leche. Se adhieren a las barandas deliciosas y se levantan al encaramarse, tanto cuanto les es posible, a esos pechos que son como montañas de las que reciben su alimento. Se encuentran en su elemento en ese seno virginal, esperando de él todo su auxilio: Dichoso el hombre que me oye y vela diariamente a mis puertas, guardando sus postigos. Quien me halla, ha hallado y la vida, y alcanzar del Señor la salvación (Pr_8_35), [430] nos dice esta madre de bondad.

            Antes de la Encarnación, las puertas del cielo eran de bronce y el paraíso tenía por muralla un cerco de fuego. Desde que la Virgen recibió en su seno al verdadero paraíso, el Salvador del mundo y árbol de la vida, las murallas son de azúcar. El fuego del divino amor unió, por medio de unión hipostática, la persona del Verbo a la naturaleza humana. El Verbo Encarnado y la Virgen son, ellos mismos, las puertas que permanecen abiertas a los hijos de la gracia. En cuanto a la leche que yo pedía, no se trataba solamente del alimento de los niños, sino también a las delicias de las jóvenes y de las pastoras, las cuales la prefieren al vino. Jesucristo ama esta leche, complaciéndose en recibirla del seno de su madre y de su esposa. El dice que esos divinos pechos son mejores que el vino, pues son como uvas ciprinas, que dan leche y vino. El alma recibe el conocimiento de los misterios de la humanidad con esa leche, al acercarse al seno de la Virgen madre. El vino es un símbolo de los misterios de la divinidad. Es necesario beber de este vino purísimo en el seno del Padre Eterno, en el que eleva al alma con gracia poderosa y abundante gloria.

            Mi divino amor me invitó a esta doble experiencia: a sorber la leche de la Virgen y a aspirar el vino del Padre eterno. San Pablo dijo que tenemos un altar al que los profanos no pueden ni acercarse, ni comer de él: se trata del divino sacrificio y del adorabilísimo sacramento. Tenemos el seno de la Virgen y el seno del Padre eterno, a los que sólo las almas santas tienen el privilegio de acercarse, y en los que son alimentadas.

            Con estas consideraciones, la Virgen me preparaba a la solemnidad de su triunfo, dándome esperanzas de recibir una gracia muy grande, que no me faltó. Al día siguiente, estando en oración, mi alma, por un deseo ardentísimo, se situó en un profundo anonadamiento y desasimiento de todas las criaturas, para hacer con ello un regalo a la Virgen gloriosa y triunfante, animando a todas ellas a alabarla como a hija del Padre, madre del Hijo, esposa del Espíritu Santo y emperatriz de cielos tierra. En acción de gracias y para incremento de su gloria, le entregó‚ todo cuanto había recibido, pidiendo esto mismo a la Santa Trinidad, única conocedora de la grandeza de las perfecciones que ha concedido a esta Virgen, y única en valorar dignamente todos sus méritos y darle la gloria que le es debida por todos ellos. [431] Entonces fui elevada al sublime conocimiento de la maravillosa gloria de la Virgen, escuchando estas palabras: "Santa madre de Dios, has sido exaltada sobre los coros de los ángeles en el reino de los cielos". La contemplé elevada en Dios con una elevación tan alta, que todas las criaturas la perdían de vista; elevación tan admirable en cuanto al alma y el cuerpo, que me es imposible expresarla.

            El Verbo divino jamás dijo a criatura alguna: "Tú eres mi verdadera madre; me has dado una naturaleza unida a mi persona". María Virgen, y ninguna otra, es su madre natural. Por ello la elevó a tan alto grado de gloria, que la de todas las demás criaturas juntas no se aproxima a la de la Virgen. Todas la han recibido parcialmente, lo mismo que la gracia; María, en cambio, con plenitud. Mi amor me dijo: "No es suficiente darle el título de emperatriz del cielo y de la tierra, como se hace comúnmente". Me ordenó llamarla reina madre de la divinidad, pues ella la recibió en dote junto con la persona del Hijo, sobre el que su calidad de madre le da autoridad.

            Se desposó, como hija, con estas tres cualidades, ingresando en la comunidad de las tres divinas personas por privilegio especial, y el Dios trino y uno le concedió, por amorosa dilección, todo lo que ella posee por encima de las puras criaturas. La heredad y la dote pertenecen a los hijos.

            Me pareció que las hijas de esta madre del Verbo Encarnado participan con gran ventaja de su grandeza, y que cuando mi divino amor me ordenó engendrarlas y multiplicarlas a través de la institución de esta orden, dándolo a conocer y haciéndolo adorar nuevamente en la tierra, era yo no sólo su hija, sino también su madre en esta segunda Encarnación, exhortándome a dirigirme con audacia a esta divina Reina madre, que es tan magnífica como rica, y que posee en sí tanta dulzura como grandeza, lo cual me ofrece en su muy amorosa y maternal inclinación, haciéndome partícipe de sus bienes y de sus títulos de honor y de gloria.

            Yo la contemplaba tan eminente y tan augustamente ensalzada, sentada en el trono de la gloria que su Padre, su Hijo y su Esposo prepararon y destinaron a sus méritos y a la dignidad de su divina maternidad. La admiraba resplandeciente de hermosura en aquel rutilante [432] trono de claridad, por encima de todos los ángeles y de todos los hombres.

            En uno de sus éxtasis, Isaías contempló a los ardentísimos serafines, que se cubren los pies y la cabeza al adorar a su majestad divina, que está sentada en ese trono de gloria. El cuerpo del Salvador fue tomado, formado y alimentado del de la Virgen; es la sustancia que Dios elevó hasta el Verbo divino para ser unida a Jesús mediante la unión hipostática. Su admirable unión con Dios la llevó a entrar en posesión de sus divinas grandezas, por ser su Padre, su Hijo y su Esposo.

            Así como las reinas madres tienen una pensión asignada sobre parte de los bienes de los maridos, así Dios le comunicó, por una participación muy sublime y sin par, varias de sus perfecciones, que la hacen única y singular entre todas las criaturas: tus años no se acabarán (Sal_102_27). Jamás cambiará, imitando la eternidad de su hijo y dejando las vicisitudes a nuestra mortalidad, pues todos nosotros pasamos como el agua y desfallecemos, acercándonos a la tumba de momento en momento: todos moriremos, y nos disiparemos como el agua. Como su hijo es el soberano monarca del cielo y de la tierra, es digna portadora de los títulos de reina y emperatriz universal: tuyos son los cielos. Todo está sujeto a la madre y al Hijo, aunque no con igualdad, pues el Hijo posee este dominio por naturaleza, y la madre por privilegio. Esta elevación me fue representada por lo que está escrito en Esdras, donde el Profeta, al hablar a Dios, dice: De entre todas las flores de la tierra, elegiste un lirio para ti; y entre todas las aves de la creación, llamaste a una para ser tu única paloma.

            La Virgen es el lirio que, sobre todas las flores de la tierra, fue escogido en cuanto al cuerpo y en cuanto al alma, habiendo el cuerpo aportado la sustancia a la humanidad del Verbo, y el alma, un generoso consentimiento. Esta paloma voló más alto que todos los pájaros del aire, aleándose más allá de los cielos y de los espíritus angélicos. Esta fecunda paloma no conoció al Verbo divino antes de volar sobre las montañas de Judea, al ir a visitar a su prima Santa Isabel. La plenitud de Dios le dio agilidad y el amor sagrado le sirvió de peso, por lo que voló a llenar de gracia y de verdad a aquel que debía, en su nombre, en sus obras y mediante su palabra, anunciar al autor de la gracia y de la verdad, el cual, habiendo ya colmado el seno de María, debía poco después comunicarse al resto del mundo. María es la bella Esther, y solo ella, quien, por ser agradable a los ojos de Asuero, subió hasta el trono real, deseando preparar a la divinidad un banquete delicioso en extremo, para exterminar el pecado y dar muerte a Amán.

            El Padre eterno le confirió el poder de pedir lo que ella deseara, prometiendo no rechazarla aunque se tratara de la mitad de su reino, pero ella pidió cierta cosa más grande que todo eso, al decir: Hágase en mí según tu palabra, lo cual la convirtió en madre de Dios según la palabra que el ángel le había llevado de su parte. El decreto de que este Hijo se haría hombre después de su fiat, se dio en él asamblea secreta de la muy Augusta Trinidad. Sería, sin embargo, un hombre mortal y mediante la muerte del Verbo Encarnado, la humanidad entera sería rescatada y destruido el cuerpo del pecado.

            La Virgen sufrió incomparablemente ante esta muerte, padeciendo así con su Hijo, que se había convertido en oprobio por los pecadores. Se manifestó semejante a la carne del pecado, habiéndose hecho pecado, según expresión de san Pablo, es decir, víctima por la expiación del pecado. Fue clavado en la cruz no en la ciudad de Susa, sino en las afueras de Jerusalén. Compareció ante todos con sus llagas empurpuradas, que seguían manifestándose por toda la duración de la eternidad, mostrando el resplandor de la majestad del Hijo del hombre, es decir, del Hijo de la Virgen.

            Comprendí que esto no se realizó sin misterio: este príncipe hizo preparar su banquete real a la entrada de un delicioso vergel, al abrigo de tiendas y tapicerías de púrpura y de jacintos, que figuraban las llagas de las manos, de los pies y del costado de aquel que nos mereció el bien y el poder gozar de estas delicias. La esposa dice que las manos de su esposo, perforadas por los clavos, están cargadas de jacintos; las meritorias cicatrices que conserva son las marcas imborrables de la divina justicia, y se dice con razón que la palabra justicia debe grabarse sobre las puertas del cielo, y misericordia sobre las del infierno. Por la muerte del Salvador, el pecado fue exterminado y arrojado fuera del cielo por una justicia rigurosa, y encerrado en el infierno por una excesiva misericordia. Pero volvamos al banquete que Dios nos ha preparado en virtud de la cruz de su Hijo. Las almas que siguen aquí [434] abajo, banquetean fuera de la ciudad junto con el pueblo; pero las que gozan de la gloria, saborean sus delicias en la habitación del rey. Este favor es concedido en ocasiones, como de paso y sólo por un tiempo, a algunas personas, poquísimas, que aman y son queridas y muy amadas durante esta vida mortal. Esta divina Esther conserva, en todo y en todas partes, el primer rango; es la escogida entre todas, así como el lirio entre las flores de la tierra, y como la paloma entre los pájaros del cielo.

            Mi espíritu continuaba en una gran admiración, contemplando la magnificencia y el brillo de la gloria de la Virgen, que no podría describir aunque tuviera la lengua de los querubines. Estaba del todo transportada, fuera de mí misma y comencé a desfallecer. Exclamé tres veces: ¡Oh gloria admirable! Estaba arrobada ante las bellezas que contemplaba en la Virgen, pero lo que me fortaleció fue que me vi sorprendida por mis hijas, ante quienes no pude disimular que se trataba de una operación divina. Recordé entonces lo que mi divino amor me advirtió en otra ocasión parecida en que perdí el aliento ante las divinas operaciones a causa del temor y respeto humano diciéndome que era una rudeza grandísima que una casta princesa rehusara las inocentes caricias del rey, su esposo, por temor a los pajes y lacayos.

            Mi divino amor me dijo que no importa tanto saber por qué camino llegó la Virgen a este grado de honor y de grandeza, cuanto conocer el resplandor de su gloria. Esto fue lo que aprendí durante dicha contemplación, pues en todo momento se me representaron estas palabras: Bienaventurada tú que creíste, que se cumplirían las cosas que se te han dicho de parte del Señor Lc 1:45). El me hizo ver que el triunfo de este día era efecto de la humildísima y admirable fe de la Virgen, fe generosa por haber creído que podía ser madre de Dios sin detrimento de su virginidad, y que, para complacerlo, debía dar su consentimiento a su embajador con un hágase en mí. Esta fe, que sobrepasa la de todos los hombres en generosidad, no pudo detenerse ante el conocimiento de su propia bajeza, y por ello llegó a tan gran altura. Fe humilde que se abajó al centro de su nada, excluyéndose, al mismo tiempo, hasta el punto de consentir en la maternidad de Dios, de manera que, con justa razón, se pueden designar su magnanimidad y humildad como las dos columnas de la fe de la Virgen, sobre las que se levantan los trofeos de sus victorias y el trono de sus reales grandezas.

            [435] La Virgen me invitó a pedir una fe altísima y magnánima, asegurándome que todo lo que su Hijo y ella me habían prometido respecto al establecimiento de nuestra Orden, tendría, al fin, su cumplimiento. A esto respondí: Hágase en mí según tu palabra. Me confié a esta Santa Virgen, que acudía en mi auxilio, diciéndome que me ayudaría y que era ella quien me había exhortado a tomar entre manos el designio de Dios y corresponder a él con fe y confianza en su poder. Sólo experimentaba en mí una fe y un valor interiores; ninguna fuerza ni poder físico. En mi impotencia y debilidad, me vi fuerte en Dios, que me confortaba con las oraciones de su madre.

            Sentí que, a medida que me despojaba de todas las criaturas, y aun de mi propia gloria eterna, si Dios me lo hubiera pedido, era revestida de fe y esperanza como de una túnica o vestidura divina y luminosa. Esto no parecer extraño a quien considere que la Escritura atribuye a Dios la luz como una vestidura gloriosa. Al crecer en mi alma la fe, fui invitada a emprender el vuelo como una paloma y, sobrepasando a todas las criaturas, a fijar mi vista en el trono eminente de la Virgen, para contemplar en él la participación misteriosa que obra la divinidad con tan augusta Virgen y madre. Esto no significa que Dios se vea privado del poder que concede a la Virgen, o que se dé la igualdad entre el creador y la criatura; pero de una manera amabilísima, veía yo que Dios se daba como heredad y dote a la Virgen, recibiéndola en su gloria mediante una eminente comunicación de la misma, que esté reservada únicamente para la Virgen, la cual se regocijaba ante el beneplácito divino, que quiso invitarme, una vez más, a alegrarme de su triunfo.

            De éste recibí gracias grandísimas e impresiones admirables como la firmeza. A manera de canciller o dignatario, entré en Dios y participé en las grandezas maternales y en los tesoros de la Virgen madre. Como esposa del Verbo Encarnado, su Hijo, fui invitada por él, como otra Rebeca, conduciéndome divinamente hasta su cámara nupcial y diciéndome que él era mi esposo como Isaac lo fue de Rebeca, y que esta Sara Virgen, su madre, deseaba que ocupara su lugar [436] en la tierra; que debía yo alegrar la tierra después de ella, y que tenía necesidad de una fe generosa para llevar a cabo aquello para lo cual estaba destinada.

            Se me comunicó a continuación que los tres dan testimonio en el cielo: el Padre, el Verbo y el Espíritu Santo, y que tres dan testimonio en la tierra: el agua, el espíritu y la Sangre; Jesús, María y Jeanne. El Espíritu es Jesús, porque vivifica al mundo; María es la sangre, porque la sangre que nos compró fue tomada de la sustancia de María. El agua es Jeanne, porque ella dar un nuevo testimonio de la bondad de Dios en estos últimos tiempos, testimonio que se extender como el agua, diciéndome que recordara que el Espíritu del Salvador hace brotar en el corazón de los fieles una fuente que salta hasta la vida eterna.

            Prosiguió diciéndome que aquellos que, como yo, deben dar testimonio del Espíritu tienen necesidad de una fe eminente; que, junto con estas, todas las promesas se cumplían y yo dar‚ un testimonio perfecto e irreprochable; que verter‚ las aguas de las gracias y de los conocimientos que el cielo me ha dado ante el asombro del mundo y la alabanza de su divina bondad y que, después de ser colmada de ellas, las comunicaría en abundancia: Bebe, pues, del agua de tu aljibe, y de los manantiales de tu pozo. Rebosen por fuera tus manantiales y espárzanse tus aguas por las plazas (Pr_5_15s).

Capítulo 65 - Pedí a mi divino esposo el contagio del santo amor para todas mis hijas y para quienes aman su Orden, 16 de agosto de 1633.

            [437] El día de san Roque, encontrándome mal y considerando que todo el mundo lo invocaba para librarse del contagio, el amor me sugirió una nueva idea, haciéndome pedir un sagrado contagio en el cual, mediante el divino contacto, se reciba, no un mal, sino el ardor que hace morir al cuerpo, la llama celestial que santifica al alma.

            Este contagio reside en las tres divinas personas, y el Verbo lo trajo al mundo, comunicándolo mediante el contacto de su humanidad, aliviando al alma y purificando el cuerpo. Pude exclamar: Cuando le amo, me conservo casta; cuando lo toco, me purifico.

            Agradecí a mi esposo que a la hora de la tormenta, del diluvio de este mal, me hubiera enviado fuera de Lyon como una paloma, volviéndome al arca de la congregación cuando la peste hubo pasado, portando la rama de olivo del Verbo Encarnado.

            Como este nombre me fue revelado durante mis viajes, pedí llevar esta rama de olivo de la misericordia todos los días de mi vida, y que fuese voluntad del divino Padre que no me abandonara a la hora de la muerte, a fin de que la alabara por toda la eternidad; que fuese su deseo concederla a todas las hijas de su Orden así como la había hecho pasar a todas las generaciones desde Abraham hasta [438] el día de su encarnación; que se complaciera en purificar a todas las personas que amaran su Orden por su amor, cuya venturosa dolencia les deseaba; y que a través de un contagio de gracias, les fuera permitido asociarse a su divino Padre por su mediación, según las palabras escritas por san Juan acerca de su aparición en el mundo, de la cual él y los demás discípulos fueron testigos, y cuyas manos tocaron al Verbo de vida que existía y existe en el seno del divino Padre: Lo que hemos visto y oído, os lo anunciamos, para que también vosotros estéis en comunión con nosotros. Y nosotros estamos en comunión con el Padre y con su Hijo, Jesucristo (1Jn_1_3).

            Por esta sagrada unión, los santos son purificados en virtud de la sangre del Santo de los santos, que los ha iluminado con su luz: Si caminamos en la luz, como él mismo está en la luz, estamos en comunión unos con otros, y la sangre de su Hijo Jesús nos purifica de todo pecado (1Jn_1_7).

            Esto es lo que debemos pedir en el tiempo y en la eternidad a aquel que nos amó primero, llamándonos a la santidad por su indecible bondad. Amén.

 Capítulo 66 - El amor divino escogió la cruz para comunicar su alegría. Participación que la Virgen tuvo en una y en otra durante la Pasión y en su Asunción. 18 de agosto de 1633.

            [439] A eso de las tres de la mañana, mientras oraba, vi un delfín coronado con una diadema radiante de luz. Después de la santa comunión, mi divino esposo, abriendo mi corazón a la alegría, me dijo que se entregaba a mí para que sobreabundara en gracia, haciéndome como un mar, pues deseaba morar en mí como el delfín en el océano, donde se complace en reinar sobre todos los peces. Añadió que él era mi Dios y mi rey, y que yo debía ser toda suya. Al considerar este exceso de amor, mi alma conoció que procedía del manantial de su bondad, que en sí es comunicativa, admirando el amor del Padre, que le movía a entregar a su único Hijo para que él mismo me salvara; y que, pudiendo haber optado por la alegría, se decidió por la cruz.

            El amor divino, que se complace en favorecer a los que ama, me dio una señal de benevolencia, invitándome a subir en seguimiento de la Virgen madre, cuya triunfante Asunción admiraba la Iglesia. Así como durante la pasión fue sumergida en el dolor, en su Asunción fue coronada de dicha; en aquella hubo un mar de amargura; en ésta, un mar de dulzura en el que el delfín eterno-temporal se mostró siempre como el rey.

            [440] Fui elevada, mediante una gracia extraordinaria, a ese augusto seno en el que contemplé, en una visión admirable, cómo el Padre amó tanto al mundo que le dio a su Hijo, y cómo el Hijo, teniendo la forma de Dios, no estimó como usurpación hacerse igual a Dios, al enfrentarse a la cruz y a la alegría que se le proponían. Escogió, sin embargo, la cruz debido al gran amor que profesaba a la gloria de su Padre, así como por la dulzura de su benignidad, pues se compadecía de las miserias de la humanidad.

            Quiso hacerse hombre, pero hombre mortal, para morir por la humanidad. No se contentó con el anonadamiento de su Encarnación y de la forma de servidor y esclavo que escogió desde toda la eternidad para levantar a nuestra naturaleza hasta el trono de gloria, después de haberla apoyado con su soporte divino. Mi Amor deseaba adquirir esta gloria a través su propia confusión; esta alegría por la tristeza y este trono de felicidad por el dolor. Haciéndose sacrificio y pontífice para padecer, se ofreció en holocausto sobre la cruz, que fue el santo de los santos al que subió una sola vez, lavándonos en su sangre y obrando una eterna redención que el amor divino había ideado, a fin de que supiéramos cuanto nos ama el Padre, en cuyo seno contemplé la invención de la cruz, a la que su Hijo amó más de lo que puedo expresar.

            Observé esta cruz en el seno de la Virgen madre después de que ella dio su consentimiento, al decir: Hágase en mí según tu palabra. A partir de aquel fiat, la Virgen aceptó la cruz al recibir [441] el gozo de la venida del Verbo Encarnado en su seno, el cual dijo: Heme aquí, Padre; recibo este cuerpo para sacrificártelo. No me opondré a que sea azotado, desgarrado, crucificado y perforado por clavos y una lanza después de la muerte. El amor que tengo a tu gloria y a la salvación del género humano es más fuerte que la muerte. Mi madre sobrevivirá estos dolores y esta muerte. Ella sentirá lo que yo sufra; estará de pie sobre el Calvario en el día de mi confusión. Que se siente sobre el empíreo, en torno a mi resplandor de gloria. Como pidió asemejarse a mí en el dolor, ahora deseo que esté conmigo en la felicidad. Al entregarme a la muerte por toda la humanidad, mi madre ratificó su donación, a pesar de que la intensidad con la experimentó mis sufrimientos cobró mayor fuerza cuando la espada de dolor traspasó su alma en el momento de perforar mi costado.

            Al escuchar lo anterior, me ofrecí a acompañar a mi esposo y a su santa madre, para participar en sus dolores con un afecto sincero, pues dichos dolores son más deseables que todas las delicias de la tierra. Como el doctor seráfico así lo comprendió, pidió a esta madre de dolor participar en ellos: Porque tu pasión y muerte tenga en mi alma, de suerte que siempre sus penas vea. Haz que su cruz me enamore; y que en ella viva y more, de mi fe y amor indicio. (Stabat Mater)

            Este gran doctor estaba tan enamorado de los dolores del Hijo y de la madre, que sufría al no sufrir al grado que su amor le confiriera los sufrimientos de Jesús y de María, asegurando que la negativa que esta Virgen le hiciera de herirlo con esas dichosas [442] heridas, lo heriría por no haber sido herido, sabiendo que es propio del amor igualar a los enamorados, haciendo comunes sus alegrías y sufrimientos. Así sea.

Capítulo 67 - El matrimonio del Verbo Encarnado y tres grados de pureza en estas bodas sagradas, en las que las delicias y los gozos son purísimos y acrisolados, por lo que divinizan a la esposa.

            [443] El día de nuestro padre san Agustín, fui elevada en un arrobamiento en el que conocí y experimenté las dulzuras del matrimonio entre el alma y el Verbo Encarnado, comprendiendo de manera purísima lo que quiso expresar una de las más queridas esposas del Salvador: la gloriosa virgen Santa Inés: Al amarlo, me conservo casta; al tocarlo, me purifico; al recibirlo, permanezco virgen. Palabras que señalan la santidad incomparable de estas bodas celestiales que engendran vírgenes, en tanto que las terrenales las marchitan.

            Comprendí que esta santa distinguía sutilmente tres grados de integridad, a saber: la castidad, la pureza y la virginidad. La castidad es un acuartelamiento de los deseos y placeres sensuales en la esposa del Verbo Encarnado que aspira a estas bodas; es un desasimiento, un entero y total desprendimiento de todo lo que está fuera de Dios y que no es su Dios, lo cual obtiene por medio del amor, que tiende y dirige todos sus afectos hacia su esposo, no poniéndolos en criatura alguna si no están marcados con la imagen de aquel a quien ama únicamente: Al amarlo, me conservo casta. De este atrincheramiento de los afectos nace la integridad y pureza del alma, pues la impureza es el resultado de una cosa imperfecta; así, decimos que el oro mezclado con otros metales de menos ley es impuro, quedando purificado al ser separado de ellos.

            La exención de manchas y turbiedad es sólo parte de la pureza. Es necesario, además, un factor positivo, que consiste en un cierto lustre, un destello y belleza que se adquiere mediante la alianza con cosas más perfectas que, sin perder algo de sus perfecciones, la comunican a los demás con gracia y santidad mediante una pura unión; pureza y hermosura que el alma recibe de su divino Esposo: al tocarlo, me purifico, el cual, con sus besos sagrados, comunica sus bellezas y sus luces a su fiel esposa.

            El tercer grado es la virginidad, que se engendra en la consumación de este matrimonio mediante la unión, o sobre todo, la unidad del alma con Dios, llegando a ser un mismo espíritu por una unión misteriosa e inexplicable sin imperfección, en la que Dios eleva a la esposa que se ha convertido en él, uniéndose a ella sin confusión del ser creado con el increado. El alma se pierde admirablemente en Dios sin dejar de ser y sin mutación en la realidad del ser de Dios, pero permaneciendo en este soberano ser como en su principio, su medio ambiente y su fin, así como explico más arriba.

            Me veo iluminada por la luz que Dios comunica a mi alma mediante la similitud de la humanidad que subsiste en el Verbo, que sin embargo retiene su propio ser. Esta diversidad de ser no impide la unidad de la persona con Jesucristo en el matrimonio del que he hablado, ni que el esposo sea uno con la esposa, ni que Dios y el alma se fundan en una unidad de ser inexplicable, que se concede conservando la distinción de sus personas y de su cuerpo, más allá de costumbres, carácter, espíritu y voluntad. Son éstas las metamorfosis de la gracia, que transforma el alma en Dios sin decolorar al ser amado, el cual conserva su colorido, y, sin detrimento alguno, comunica a la esposa lo que ella no tenía; él tiene lo suyo, que le es inseparable.

            En esta unidad de espíritu germina el lirio de la virginidad, que es la pureza en su grado más sublime de nobleza, pues nada hay más virgen que Dios, ni nada más fecundo que la naturaleza divina, con la que el alma llega a ser (en la consumación de este matrimonio, mediante una firme e inviolable adhesión), un solo espíritu con Dios: al recibirlo, permanezco virgen. La Virgen fue más pura al concebir al Verbo Encarnado por la virtud del Altísimo y por la venida del Espíritu Santo, que la cubrió con su sombra cuando el Verbo Encarnado se revistió de su sustancia.

            Es imposible expresar la alegría que recibí entonces. Algo se podrá conjeturar con estas palabras de David, que me fueron explicadas: Alégrense los cielos y alborócese la tierra (Sal_96_11).El cielo y la tierra se asocian en esta fiesta: el cielo, que es la Trinidad santísima de la divinidad; la tierra, la humanidad santa; el cielo del alma de este divino Salvador, y la tierra de su cuerpo. Jesucristo es el verdadero cielo, el verdadero empíreo y la tierra sublime. El esposo, que es el cielo y la tierra, que es la esposa, se regocijan. ¡Oh alegría cuan grande eres por ocupar y llenar a tantos corazones!

            Me dijiste, querido amor, que me habías escogido y elevado a esta gran dignidad de esposa, y que todo debía regocijarse en mí: el cielo de mi alma y de mi espíritu, y la tierra de mi cuerpo: resuene el mar y cuanto [445] lo llena (Sal_96_11). El mar entero de la divinidad parecía conmocionarse, por bondad inexplicable, para verter su plenitud en mí, que estaba abismada y sumergida en la plenitud de sus delicias. Ningún vacío vi en mí, pues todas las potencias de mi alma, todos mis miembros, todas mis partes interiores y exteriores, estaban colmadas y nadaban en un océano de dulzura: salten de gozo los campos (Sal_96_11). Los campos de los sentidos exteriores estaban plenos de gozo. Todo contribuía a mi contento: y todo cuanto contiene (Sal_96_11). Todas mis potencias sentían una fruición particular; es decir, todo lo criado recibe no sé qué perfección y adorno en estas bodas, y toma parte en su regocijo: Entonces gozarán todos los árboles de la selva (Sal_96_12). Únicamente las personas carnales, que sólo buscan su satisfacción en la basura, son incapaces de comprender lo que digo: grande misterio es éste entre Dios y mi alma, que ha sido convertida en su tabernáculo. El quiso escoger, por amorosa dilección, no sólo mi alma, sino además mi cuerpo, que es todo suyo por voto y donación irrevocable: y poseerá a Judá como herencia suya en la tierra santa, y escogerá otra vez a Jerusalén. Callen todos los mortales ante el acatamiento del Señor; porque él se ha levantado y ha salido de su santa morada (Za_2_12s).

            Muchos no entenderán lo que digo, porque no han experimentado los favores que el Espíritu divino concede a aquellos o aquellas que se entregan del todo a él, dejándose regir por sus mandatos y obrando según sus sagradas mociones. Quien se adhiere a Dios, se hace un mismo espíritu con Dios; por ello, las esposas que han recibido sus divinos favores pueden exclamar con el apóstol: Nosotros, pues, no hemos recibido el espíritu de este mundo, sino el espíritu que es de Dios, a fin de que conozcamos las cosas que Dios nos ha comunicado, las cuales por eso tratamos no con palabras estudiadas de humana ciencia, sino conforme nos enseña el espíritu, acomodando lo espiritual a lo espiritual (1Co_2_12s).

            La parte animal del hombre, o el hombre animal, no penetra en las gracias que son del Espíritu de Dios, pues para él todas son una necedad, y no puede entenderlas, puesto que se han de discernir con una luz espiritual (1Co_2_14). El hombre espiritual juzgará todas las cosas, y nadie puede juzgarlo a él. Porque, ¿Quién conoce la mente del Señor, para darle instrucciones? Mas nosotros tenemos el espíritu de Cristo (1Co_2_16).

            Ha sido del agrado del divino esposo instruir a su esposa y revelarle sus secretos porque la ama y confía en la fidelidad que su divino Padre le ha concedido, ya que todo don perfecto y bueno viene de arriba, del Padre de las luces, en el que no existen sombra ni altibajos: nunca se arrepiente de sus dones.

 Capítulo 68 - Inclinación que tiene Dios de comunicarse. Divisiones y uniones que obra el amor. Cuatro génesis que me dio a conocer.

            [447] El 7 de septiembre de 1933, Dios me reveló, en una altísima contemplación, que la inclinación que tiene a comunicarse es tan grande, que si supiéramos que no puede estar sujeto a pasión alguna, y que su soberana sabiduría es infalible, calificaríamos su amor de santa locura y pasión extrema.

            Entendí que el amor lleva a la división y a la unión al mismo tiempo, porque quien ama quisiera desprenderse y arrancarse de sí mismo para comunicarse y unirse a su objeto, haciéndose uno con él. Sansón permitió que su querida Dalila lo atara y encadenara externamente, por estarlo ya interiormente. Los lazos sensibles del cuerpo parecían aligerar los que ya llevaba en su espíritu, porque, cuanto más fuertemente se está atado en el alma, tanto más ardientemente se desean los lazos que atan nuestro cuerpo con el objeto que amamos, si es sensible. En medio de los bulliciosos amores del mundo, vemos que los listones, las trenzas, los cabellos y otros lazos parecidos son testimonios de afecto; tan verdadero es que el amor exige los lazos, la unión y la división. Se goza en sus heridas, sin que la una impida la otra, a pesar de parecer contrarias entre sí. Comprendí que Dios, al multiplicarse en sí mismo mediante la distinción de personas, retiene la unidad de la esencia y de la divinidad, permaneciendo siempre indivisible.

            Contemplé cómo las personas en Dios, a pesar de [448] su distinción y multiplicación, están unidas en la identidad de la simplísima naturaleza que poseen. Las admiré enlazadas por el vínculo indisoluble de su amor, que es el Espíritu Santo, que liga al Padre y al Hijo, uniéndose a ellos con un mismo lazo que lo afianza a ellos con un mismo nudo.

            Dios está dividido en sí mismo, permítaseme la expresión, mediante la división de personas, y sin afectar su unidad, se difunde fuera de sí compartiendo sus perfecciones con las criaturas por una división admirable, a pesar de permanecer en sí mismo con toda la inmensidad de sus atributos y de su grandeza, pues esta división no se efectúa con jirones o piezas arrancadas del ser de Dios, sino por una participación de perfecciones semejantes que Dios comunica a las criaturas al compartir con ellas su ser. Si, movido por su amor, quisiera, además, recolectar, por así decir, estas divisiones y (como) parcelas de su bondad, y único capaz de este enlace, las atraería a sí con ataduras de caridad para entregarse a ellas: atrajo a Adán con sus cordeles. Son éstas las continuas atracciones de Dios hacia la criatura, y de ésta hacia Dios, cuya intermediaria es la caridad.

            El amor infinito de Dios no se contentó con estos lazos y divisiones, sino que ideó un medio por el cual Dios, indivisible en sí mismo, se situó en estado de sufrir cierta clase de división y sujeción, lo cual puso por obra en la Encarnación, mediante la cual, al hacerse hombre, experimentó en su alma las divisiones y sentimientos del amor en la diversidad de sus afectos y en la variedad de las mociones de su corazón. Lo mismo sucedió con las heridas del mismo amor en su cuerpo, que, por dichas razones, quiso que fuera pasible. Por ello, fue dividido y guardó, como trofeos del amor, las huellas y cicatrices de las llagas y divisiones que el amor imprimió en su carne inocente, aunque para esto se haya servido de la mano mortífera de sus enemigos.

            [449] Comprendí que, aunque Adán no hubiera pecado, el Verbo se habría encarnado a fin de satisfacer la tendencia de su amor, y hacerse capaz de dichas divisiones. Para hacerlo con mayor provecho, no impidió la ofensa de Adán, la cual le dio ocasión de exponer su vida y recibir en su cuerpo pasivo y mortal las heridas y fragmentaciones cuyas cicatrices seguimos adorando. En cuanto a los lazos, su propia hipóstasis sirvió de atadura al Verbo para unirlo estrecha y sustancialmente a la criatura humana. Se ligó a las entrañas de su madre Virgen, adhiriéndose de tal suerte a ella que se fundieron en un solo ser, por lo que ella pudo exclamar: Cayéronme los cordeles en parajes amenos; y me encanta mi heredad. Bendigo al Señor, porque me dio consejo (Sal_16_7).

            La bondad y la belleza divinas me poseen admirablemente, por haberse ligado a una parte de mi sustancia. Bendigo al Padre eterno por haberme entregado a su Hijo, que es el término de su entendimiento, para hacerse hijo mío, el cual nos es común por ser indiviso. El es heredero universal de todos sus bienes. Es mi hijo y mi heredad. Es el primogénito de todos sus hermanos. Lo que es por naturaleza, quiso que fuera yo por la gracia. Está ligado conmigo como con su madre. Estamos unidos eterna, deliciosa, humana y divinamente. El ama estos lazos y se ha atado con las especies sacramentales en la Eucaristía. En ella ha ligado sus sentidos, que subsisten sin ejercer sus funciones; y así como los que aman se miran y dejan atar voluntariamente, el Salvador ama el estado al que lo reduce el sacramento, porque en él se contempla en un verdadero estado de amor, permaneciendo siempre uno en conjunción con su Padre, aunque parezca estar dividido y separado de él por la Encarnación. Es éste el gran misterio que reveló a san Juan, su predilecto, al que apretó contra su pecho, ligándolo a su seno para figurar la unión que deseaba tener con todos sus elegidos por la gracia y por la gloria.

            Después de la gran inclinación de Dios, que lo mueve a amar hasta las clases de génesis: uno eterno en Dios; otro temporal en la [450] creación del mundo, que duró seis días; un tercero en la Encarnación del Verbo, que fue el término y restauración del segundo, y un cuarto que es el de los bienaventurados en la gloria.

            En el primer génesis, que no tuvo principio ni terminará jamás, observé la comunicación que de su ser hace el Padre al Hijo, y del de ambos al Espíritu Santo. Vi también que en esta distinción de personas radica la unidad de la esencia que impide que la multiplicación cause la división del ser, así como la circumincesión, por la que el Padre está en el Hijo y el Espíritu Santo en ellos. Vi cómo el Espíritu Santo, como amor subsistente y sustancial, es el lazo de unión entre el Padre y el Hijo, a los que él mismo se ata.

            Comprendí que el génesis del tiempo, que Moisés nos describió, ocupó a Dios por espacio de seis días, a pesar de que hubiera podido terminar esta obra en un momento. Sin embargo, quiso comportarse como un joven aprendiz que se ejercita en trabajos muy fáciles y de poca monta, antes de ocuparse en los más importantes. Vi que el hombre fue la última pieza del universo en la que Dios trabajó, habiéndose como ensayado en las demás; y que no descansó hasta la formación de Eva, no sólo porque Adán no debía quedar sin compañía, pues no fue creado únicamente para él, sino porque Dios no terminó su obra sino hasta después de haber creado a María, de la que Jesús, el ornato del cosmos, para cuya gloria trabajó Dios, debía nacer. Por ello, sólo ocupó seis días en este segundo génesis.

            En el tercero, que es el de Jesucristo y de María, transcurrieron más de cuatro mil años. Dios y la naturaleza engendraron tan maravillosa obra. El génesis que escribió para nosotros san Mateo es mucho más noble y misterioso que el que nos dejó Moisés. Dios se arrepintió de haber creado al hombre, ya que su obra distaba de ser perfecta porque él mismo, con sus propios delitos, destruyó y empañó la belleza que recibió de su divino artesano. Dios permitió esta destrucción para hacerlo mejor. Tales son las industrias de Dios: derriba para construir y afirmar, cuando se piensa que el edificio se ha desmoronado y es una ruina. En el tercer génesis, los designios de Dios consistieron en abolir la maldición en que el hombre, su obra principal, había incurrido. Quiso que su Hijo, al tomar esta maldición sobre sí, nos atrajera la bendición. Para figurarla, impidió que Balán maldijera al pueblo de Israel durante la persecución del rey Balac, pues su propio Hijo quiso llevar y borrar esta maldición con la infamia de su muerte, y levantar así la maldición fulminada sobre el orden natural.

            El se perdió para liberarnos, amando sus propias pérdidas para hacerse nuestra ganancia y remuneración, y permitiendo que los mismos vicios sirvieran para su reparación. Así, el incesto de Lot dio comienzo a la raza de Moab, de la que descendió Ruth, una de las antepasadas de Jesús, Dios y hombre, lo cual, no sin misterio, recordó san Mateo.

            Ahora bien, como todo este génesis ocurrió en el seno de María, y su hijo la amó más que a todo el resto de las criaturas, puedo afirmar no sólo que esta Virgen madre levantó la maldición del mundo, sino que su hijo la creó y comenzó a existir en ella, librándola de las impurezas de la concepción y de los dolores, manchas e inmundicias que acompañan a los partos, así como de toda clase de culpa original y actual; y que este divino Hijo de sus benditas entrañas la amó con una pasión más grande que la de Rebeca hacia Jacob, pues esta última, deseando obtener la bendición de Isaac, su marido, y el derecho de primogenitura para su querido Jacob, se expuso a recibir una maldición sobre ella si el buen anciano se daba cuenta del engaño. Jesucristo sufrió en verdad el anatema para alcanzar las bendiciones del cielo sobre sus elegidos, haciéndolo por prevención en su madre. Le profesó tanto amor como el Sansón cuando vio a la filistea; de cuyos encantos quedó tan prendido, que le fue imposible seguir morando con [452] sus padres y dejó todo por ella. De manera semejante, cuando el Verbo contempló a María en la mente divina desde la eternidad, a partir de entonces, por así decir, resolvió dejar el seno de su Padre para encarnarse en sus entrañas. Fue María quien lo atrajo a la tierra, y fue por María que se libró, o tuvo lugar, el primer combate en el empíreo entre los ángeles. Lucifer y sus secuaces, hinchados de la vanidad de su propia hermosura, no pudieron sufrir que el Verbo se dejara atraer y atar a una naturaleza que consideraban inferior a la suya, pues desconocían las excelencias de aquella hija, madre y esposa sobremanera incomparable.

            Este Hijo divino surgió del seno virginal como del seno del Padre eterno, sin lesionar la virginal pureza de su madre. El Espíritu Santo había purificado y santificado divinamente su seno, comunicándole claridades adorables para concebir al que el divino Padre engendra en el esplendor de los santos, que es su Hijo único. El Espíritu Santo, viendo que la Virgen no hubiera podido resistir tan resplandeciente luz, la cubrió con la sombra de una adorable nube, a manera de pabellón, cuya hermosura hacía palidecer la belleza de los pabellones de Jacob, a pesar de que su encantador panorama arrebató de admiración a Balán, moviéndolo a cambiar su maldición en bendición; belleza que es imposible comparar a la que adornó a María.

            El Verbo Encarnado se lanzó como otro Jonás al fondo del océano para apaciguar la justicia de su divino Padre y para seguir sus inclinaciones. Se ligó a María, y por ella a los elegidos, mediante el cordel de Adán y con lazos de caridad, lazos que lo unían primeramente a su madre; lazos de caridad con los que se ató para librarnos de las ataduras con las que el pecado nos tenía impedidos. Se ligó con las cuerdas de su paciencia, que la gravedad de los tormentos no pudo romper; y a los que se habría atado, si lo hubiera juzgado más conveniente para nosotros, hasta el fin de los siglos y por una sola alma.

            Estos lazos son inexplicables; [453] únicamente la Virgen conoce los secretos de las ataduras del amor en la Encarnación. Ella es la Dalila que abatió la fuerza divina, (permítaseme la expresión) como Dalila los cabellos de Sansón. Dicha fuerza le descubrió los misterios de su amor; pues él reposó sobre sus rodillas con nuestras debilidades y nuestras dolencias, para comunicarnos su fortaleza. Los que participan de las gracias de la misma Virgen María, reciben con frecuencia claros conocimientos de los lazos que unen al Salvador con nosotros.

            Dios descansó en la consideración de su obra después de la creación, complaciéndose en la hermosura que plasmó en sus diversas criaturas, pero fue presa de un grandísimo amor al contemplar su obra póstuma.

            En cuanto Jesucristo apareció en el Jordán y sobre el Tabor, el Padre eterno, como sorprendido por un exceso de gozo, y arrebatado ante la belleza de aquel Hombre-Dios, exclamó: Este es mi hijo amadísimo. He aquí a mi querido Hijo, mi amado, mi único, al que amo. Que todas las criaturas lo reconozcan como tal; que sea honrado y obedecido. En él encuentro mis complacencias; en él tengo mis delicias y mi reposo desde la eternidad.

            Escuché que el cuarto y último génesis tendrá lugar en la gloria, que es como el sábado y el reposo que seguirá a los precedentes durante el transcurso de la infinitud, en la que veremos cómo Dios nos ha amado, sin jamás poder comprender del todo cómo es admirable. Será sábado de sábados: Sabathum ex sabatho, pasando del Padre al Hijo y del Hijo al Espíritu Santo, contemplando que nos han amado con el mismo amor con el que se aman ellos mismos. Allí se hará la unión de todos los corazones en aquel que sólo es su amor. Allí veremos la creatividad del amor de un Dios para comunicarse, para compartirse y [454] dividirse si es necesario expresarlo de este modo, a fin de unirse y ligarse a sus criaturas y a ellas con él. Si nuestros corazones no recibieran la capacidad de soportar este amor, se dividirían y estallarían de amor por el mismo esfuerzo del amor.

            Mi alma, suspendida en la admiración y consideración de estos génesis, exclamó: ¿Quién podrá contar su generación?

            Mi divino amor me respondió que yo misma lo haría, asombrando al mundo con mis palabras y mis escritos; que yo ensalzaba la gloria de este Dios todo bueno, que nunca parece tan grande como cuando se vale de los seres pequeños y débiles para cumplir sus designios. Me aseguró que ya me había dicho que sentía gran inclinación hacia mi sexo, y hacia mí en particular, debido a mi sencillez y candor. Me hizo notar que todos los nombres de Dios son femeninos: divinidad, trinidad, sabiduría, felicidad, y otros semejantes.

            Mi divino esposo me dijo además que siempre había enaltecido con sus bendiciones y favores más escogidos a quienes le habían levantado altares, como Noé después del diluvio, Abraham, Isaac, Jacob y otros, y que no sería mezquino conmigo, que le preparaba una orden en la que tendría una gran multitud de altares sobre los que reposaría en el adorable sacramento de la Eucaristía; y que obraría un génesis tan agradable y numeroso en esta orden, que no se podría nombrar su generación en mí.

            En este mismo día escribí sobre las grandezas de la Virgen, bajo la luz de las cuatro dimensiones.

 Capítulo 69 - Nacimiento de la Santa Virgen. Se me apareció como niña de un día. Más tarde, como si tuviera quince años. Me mostró, en ésta segunda aparición, los progresos de mi alma. Cosas que me dijo respecto a la Orden

            [455] La noche del 7 de septiembre de 1633, estando despojada mi alma de todo lo que no era a Dios, para adherirse perfectamente a su divino amor, le plugo mostrarme un lecho de satín verde que representaba la visión que describe san Juan en su Apocalipsis: y en torno del solio, un arco iris, de color de esmeralda (Ap_4_3), signo de paz y de esperanza.

            Mi corazón se conmovió con una palpitación amorosa, esperando ver muy pronto al divino esposo, lo cual me mantuvo amorosamente despierta hasta la mañana, en que lo recibí en la santa comunión. En ella experimenté delicias inenarrables, abrazándome y uniéndome a él mediante una unión fuerte, dulce y muy íntima. Lo que este Dios de amor ha unido, no puede separarlo criatura alguna; unión que se podría llamar unidad en razón de la adhesión. ¡Ah, qué bueno era incorporarme al Dios de mi corazón, que era mi porción y mi pacífica heredad! No deseaba nada del cielo ni de la tierra, pues poseía admirablemente al Creador y Señor del uno y de la otra; a aquel que es en verdad todo bien y felicidad, el cual me prevenía con sus dulcísimas bendiciones para que participara en las deliciosas bodas que la adorabilísima Trinidad deseaba celebrar nuevamente en la Virgen, que se acercaba como una bella aurora que anuncia la claridad del día más hermoso que jamás haya amanecido en el mundo. Con perdón del divino amor, podemos cantar así la gloria de la Virgen: ¡Este es el día que hizo Nuestra Señora! ¡Alegrémonos en este dichoso día!

            La noche siguiente, que fue el 8 de septiembre, contemplé a esta virgen admirable arropadita en su cuna. Le pedí que, así como sus padres dividieron sus bienes en tres partes: una para ellos, otra para el templo y la tercera para los pobres, tuviera a bien compartir los bienes en que abundaban el seno y la leche de Santa Ana, diciéndole con afecto [456] infantil me hiciera un lugar en esas entrañas: que la primera porción sería para la gloria de la Sta. Trinidad; la segunda para ella, y la tercera, reservada a los pobres, sería la mía. Ese seno estaba lleno de amor y de clemencia, según el significado del nombre "Ana. Añadí que no podría encontrar otra persona más pobre y necesitada de él que yo.

            Al romper el día, vi a la misma Virgen, que me pareció tener quince años. Es que la Virgen crecía maravillosamente en cada momento de su vida, por haber tenido uso de razón desde el instante de su concepción. Así como san Juan comenzó su oficio de precursor desde el vientre de su madre, la Virgen debió poseer en verdad la gracia de mostrar su capacidad ante la gente, como consecuencia de dichas bodas y de la maternidad divina, a pesar de que el día de la Anunciación no había llegado aún. Para Dios todo es presente. Los profetas vieron a la luz divina las cosas futuras como presentes; no es de admirar si mi divino amor quiso favorecerme con la visión de esta reina de naturaleza, de gracia y de gloria, que era la madre del amor hermoso, del temor, de la grandeza y de la santa esperanza. Ella me representaba con fuerza dicho arco de paz, cuyo color de esmeralda me llenaba de confianza. Ella fue el arco que trajo la paz, porque debía engendrar al Verbo Encarnado, nuestra paz, cuyo nombre es sol de justicia. Por ella se dieron un beso la paz y la justicia.

            Las profecías comenzaron a cumplirse con el nacimiento y durante la vida de esta virgen, que siempre correspondió a las mociones divinas, redoblando sus gracias a cada momento. Por ello se complació el Espíritu Santo en mostrármela el día de su nacimiento, perfectamente bella; capaz de ser su esposa y madre del Verbo ya desde aquel día si la sabiduría eterna no hubiera ordenado esperar el tiempo que destinó desde la eternidad: que llegara a la edad núbil, así como esperó que Jesucristo cumpliera treinta y tres años, haciendo todo con peso, nombre y medida.

            Se me apareció, pues, como si tuviera quince años. Su rostro era dulce y su tez morena, pero hermosa. Sus ojos eran negros y relucientes; su modestia y majestad me hicieron admirarla. Estaba vestida de rojo y me confesó estar complacida ante el proyecto que tenía yo entre manos. Me prodigó mil inocentes caricias con sus amantes ojos, pareciéndome que me prometía el establecimiento de esta Orden con el mismo hábito [457] rojo que ella vestía. Fue con su sangre preciosa que el Verbo se quiso revestir, no en el campo de Damasco, sino en el de Nazareth, en el que como niño inocente y como esposo florido, quiso tomar nuestra naturaleza y encontrar sus delicias en sus purísimas entrañas y en su seno virginal.

            Me prometió además que aquel que por sí mismo obra maravillas, las haría en esta Orden. Ella es fiel a sus promesas; de ello estoy bien segura. La confianza y la esperanza que tengo en su bondad no serán vanas. Ella es, pues, la admirable esmeralda que me alegra la vista; el arco que me permite gozar de la paz interior; el trono divino en el que está sentado el Dios de la gloria.

            Los veinticuatro ancianos depositan sus coronas a sus pies. Ella es su soberana Señora; ella quien les dirige, como a todas las criaturas que gozan de razón y entendimiento, estas palabras del Eclesiástico: Desde el principio, antes de los siglos, me creó y no dejaré de existir por siempre; en el tabernáculo santo oficio en su presencia (Qo_24_14).

 Capítulo 70 - Visión de un arco iris que no tocaba la tierra, figurando la excelencia de la Virgen madre. De la paz. El Salvador, en unión con ella, concede la paz a quienes lo aman.

            [459] Durante la homilía, vi un arco-iris de tres colores: rojo pálido, azul y blanco en el medio. Los dos extremos del arco no se apoyaban sobre la tierra, como sucede con otros, sino que se perdían en el aire.

            Pensé que era figura de la Virgen, que nos trajo la paz, y que estos colores significaban su eminencia sobre la naturaleza angélica y humana, así como la unión y relación que, por su fecunda virginidad, tiene con el divino Padre. Dicha elevación sobre la tierra señalaba la sublimidad de sus dones, y cómo Dios la había elevado por encima de todas las criaturas.

            De ahí pasé a la consideración de las virtudes y excelencias de la misma Virgen, así como de los favores que su Hijo, el Verbo Encarnado, le ha concedido. Recordé los pensamientos que había tenido el domingo anterior sobre el evangelio del día, tomado del capítulo V de san Mateo, donde se afirma que nadie puede servir a dos señores. La Virgen jamás hizo esto, por tener un solo corazón, un único amor y por haberse prometido enteramente a su Dios. En verdad se cumplieron en ella las promesas del Salvador: Buscad primero el reino de Dios (Mt_6_33). Constaté que el reino de Dios es el Verbo, el cual la escogió para reinar en ella, haciéndose hombre en su seno para satisfacer con todo rigor a la justicia divina.

            Comprendí además que ella deseó la venida del Verbo a la tierra para satisfacer al Padre eterno y para rescatar la humanidad, a fin de que la culpa fuera borrada y que la Iglesia pudiera cambiar dicho adjetivo llamándola "feliz" por haber servido de ocasión para que el divino Redentor ejercitara su amorosa misericordia con [460] los humanos, a quienes deseaba introducir al reino de los cielos ya desde la tierra, para pasarlos después a su reino celestial, donde los sumergirá en su gloria, en la que reside la felicidad soberana.

            A través del arco que contemplo, quiero adorar la caridad del Salvador, el cual quiso pacificar al cielo y a la tierra con su sangre, que tomó de la Virgen su madre, al cielo y a la tierra; y cuya caridad no se contentó con la decisión de hacerse hombre, sino hombre mortal y morir por la redención de la raza humana. Al rehusar la realeza de la tierra, la aceptó en el aire, sobre la cruz, porque el fruto prohibido fue tomado en el aire, sobre un árbol. Aceptó un manto de púrpura descolorido y raído para darnos, con él, uno bellísimo teñido en su preciosa sangre, que tiene el poder de blanquear las vestiduras de sus esposas al igual que las de sus mártires, como nos dice su predilecto en su Apocalipsis.

            No contento con entregarse en el camino ,e incitado por la caridad hacia sus enamoradas, quiso darles el azul de la fidelidad del cielo, que es el término, concediéndoles por adelantado sus arras ya desde este mundo, agraciándolas con la paz que sobrepasa todo sentimiento y contrayendo con ellas una celestial y divina alianza.

            Mediante el rojo, son prevenidas con los dones del Espíritu Santo, que al descender a ellas las inflama.

            Mediante el blanco, el divino Salvador las purifica, revistiéndolas de su candor.

            Mediante el azul, son honradas con la inhabitación del Padre celestial, quien las gratifica con sus altísimos dones, buenos y perfectos en sumo grado, introduciendo en ellas al Verbo humanado, al que reciben con mansedumbre, el cual puede salvar sus almas y santificarlas en la tierra para después glorificarlas en el cielo por toda la eternidad, admitiéndolas en compañía de la Virgen de las vírgenes: Las vírgenes, sus compañeras, tras ella son llevadas a Ti. Con gozo y alegría entran al palacio del rey (Sal_44_15s).

Capítulo 71 - Grandes favores que el divino amor me comunicó en el Santísimo Sacramento, los ángeles al admirar su bondad, participaron del fruto de esta prenda de amor.

            [461] En 1633 agradecí a mi divino amor los favores que concedía a un religioso de gran virtud y santidad, que al celebrar a diario la santa misa veía días una multitud de ángeles de todos los órdenes y jerarquías que adoraban al Santísimo Sacramento. Después de la consagración, veía un sagrado vapor que se elevaba desde el cáliz en el que la preciosa sangre bullía con una efervescencia admirable.

            Ante esta contemplación, me alegró el que Dios encontrara almas en las que se complace y a quienes comunica sus gracias. Su corazón amoroso aparentó considerar este agradecimiento como un pequeño reproche, dándome a entender que no era menos liberal hacia mí que hacia dicho padre, y que me comunicaba las mismas gracias de manera más eminente y menos peligrosa, diciéndome que los signos exteriores deben considerarse en razón de las operaciones interiores que obran en las almas, y que los signos visibles son símbolos de cosas invisibles en el sacramento, significando lo que obran invisiblemente en el alma a la que santifican. Si nuestros sacramentos no confirieran la gracia, sólo serían elementos vacíos y estériles, como san Pablo llamó a los de la ley de Moisés, que tenían tanto aparato exterior y un mundo de ceremonias.

            Es maravilloso constatar que los ángeles acuden a adorar al mismo Dios en mi alma, admirando la multitud de gracias que me concede. Estos fervientes espíritus se alegran al contemplar los excesos de su divina bondad en mí, añadiendo que, para encontrar la devoción que buscan en este sacramento, comulgan de modo angélico y admirable junto conmigo, y que la experiencia les da a conocer el fruto que obtienen de él. Esto me causó grandísima alegría en unión con todos esos espíritus de [462] fuego, admirando esa preciosa sangre que produce vapores sagrados a través del ardor ininterrumpido que me consume, y por los sagrados discursos que salen de sus dulces labios, que me dan el beso de paz y amor, llenando mi corazón de su pura caridad, de cuya abundancia y amores habla mi boca, dedicando a su gloria todos mis pensamientos, palabras y acciones.

            Mi ardiente corazón parecía un vaso sagrado al que un santo ardor elevaba hasta el cielo con el deseo, reteniéndolo en tierra como cautivo y moviéndolo a sollozar como un corazón oprimido que suspira por su muy amado, que habita en el santo de los santos como gloria de Israel mientras me encuentro en este largo peregrinar, exclamando: ¡Ay de mí, pues mi destierro se prolonga! ¡Moro en las cabañas de Cedar! (Sal_120_5)). ¿Cuándo querrás, buen Jesús librar mi alma de esta prisión para que more con tus santos y bendiga tu nombre santísimo?

Capítulo 72 - El Verbo Encarnado es mi león generoso, mi fuerza, mi alimento y dulzura. El me escogió para multiplicarlo a través de su Orden. Permitió que san Pablo sufriera la rebelión de su carne, 12 de septiembre de 1633.

            [463] En este día en que Lyon celebra la dedicación de la Iglesia de san Pablo, fui presa de un gran deseo durante la santa comunión: pedir a Dios que fuera su voluntad consagrarme él mismo. Su divino amor, que es pronto en escucharme, me ayudó a comprender que yo soy su templo construido, no sobre el monte Moriah, sino sobre el Calvario, y que yo era su Calvario, a lo que yo respondí: "Querido Amor, he aquí verdaderamente el lugar de los esqueletos y de los cadáveres, toda suerte de imperfecciones se encuentran en mí. Pero [464] mi querido Amor, Tú puedes purificar todo lo que es para el mundo y este calvario que te está consagrado"

            Su caritativa bondad me reveló que él era la muerte de mi muerte y la mordedura de mi infierno; que debía considerarlo como al generoso león que murió para darme la vida, pues él es mi fuerza, mi alimento y mi dulzura, y que mediante su luz ha llegado a ser para mí todas las cosas. Me vi a mí misma como el monte Moriah, en el que mi divino amor, como el carnero, fue ofrecido por mí, muriendo para darme la vida divina. Me comunicó que ganaba yo mucho y lo complacía aún más entregándome y dedicándome enteramente al querer divino; que si continuaba caminando en su [465] presencia y tendiendo a la perfección, sería para mí una magnífica recompensa que sobrepasaría el orden creado por ser mi Verbo Encarnado. Así como escogió a Abraham para ser figura de él y convertirse en su padre antes de su venida a la tierra, eligiendo su simiente bendita y naciendo de su raza, así me escogió para reproducirlo en la tierra mediante la institución de su Orden.

            Las caricias que siguieron a estas sagradas palabras fueron tan excelsas y admirables, que no me es posible expresarlas. Al pensar en las penas que sufrió san Pablo, sobre todo por la rebelión de su carne, comprendí que completaba lo que había faltado a la pasión del Salvador, que abundó en toda clase de sufrimientos menos en este tipo de disturbios, por ser indecorosas para la dignidad de su persona. Jamás fue atacado por pasión alguna. El permitió que san Pablo fuera [466] afligido por ellas para sufrir en su cuerpo místico lo que no tuvo a bien sufrir físicamente en su sagrado cuerpo, que estuvo unido a la divina hipóstasis.

            Su poder residió en san Pablo, acrisolándolo en sus debilidades; su fuerza abundó en este apóstol como abundante gracia bastó para hacerlo grato a sus ojos, divinizándolo y dándole la victoria sobre lo que podía serle imputado como pecado, pues la ley del amor lo mantenía en el cielo a pesar de las ataduras de sus miembros. Esa ley lo cautivó con un peso incorruptible, moviéndolo a odiar santamente su cuerpo mortal para vivir de la vida inmortal de su vino Salvador.

Capítulo 73 - El divino esposo se complació en hacer una genealogía mística representada o figurada por la de Jacob. Me mostró la de la santa Virgen, su madre, la cual se me apareció después de santo Domingo, aceptando el deseo de erigir un altar del santo Rosario en nuestra Congregación. Octubre de 1633.

            [467] Mi divino esposo, no contento con haber conversado conmigo, acariciándome tiernamente desde la octava del Smo. Sacramento hasta el domingo siguiente, quiso duplicar sus favores hacia su indigna esposa. Habiéndome prevenido a partir de las tres de la mañana, me invitó a elaborar una nueva genealogía junto con él, explicándome la manera durante la oración.

            Para comenzar, descendí hasta un manantial que está en una de las fosas de la casa e invité a mi amado a bajar hasta las partes más bajas e inferiores de la tierra, ya que me considero la última de sus criaturas; que fuera su voluntad retroceder diez gradas, tal como lo hizo a favor de Ezequías, que se encontraba justamente a diez gradas en el descenso material de la fuente, la cual me sirvió de símbolo al verter lágrimas de amor (Is_38_1s). Mi divino esposo me aseguró que mis lágrimas lo complacían; que valoró a tal grado una sola lágrima de Ezequías, que hizo desandar la sombra del sol diez líneas en el reloj de Acab. Me dijo que venía hacia mí como Jacob cuando se encontró con Raquel en el pozo, a la que besó en calidad de prima, retirando la piedra que le impedía abrevar los ganados de su padre a los que pastoreaba. Jacob significa pastor, y Raquel oveja. A partir de ese momento, Jacob amó a Raquel como a su corderita, alegrándose [468] grandemente en este primer encuentro y en aquel beso inocente y delicioso.

            El verdadero Jacob me dijo que había hecho a un lado todos los impedimentos, a fin de que las potencias de mi alma se saciaran libremente en las aguas saludables que brotan hasta la vida eterna. Mediante un beso sagrado, se unió a mí como a su Raquel, a la que acaricia como a su esposa, y a la que guarda como a su oveja. Jacob, apasionado por el amor de Raquel, trabajó mucho para obtenerla en matrimonio, estimando que su trabajo no era comparable a su placer amoroso. Ella le engendró a José y a Benjamín, lo cual fue figurado por varas: unas de diversos colores, y otras de un mismo color. Jacob las arrojó en los canales y abrevaderos, lo cual ocasionó que las ovejas parieran crías listadas, pintas o negras. José, con la belleza de su túnica de colores, es perfectamente figurado por las primeras. Benjamín, el lobo rapaz que ardiente devora su presa, como profetizó su propio padre en la bendición que le deparó, es figurado por el vellocino negro.

            Mi divino amor me prometió que mis hijas irían con ardor tras de la presa, pero con el celo de las almas, y que tendría muchas que podrían competir con la hermosura de José mediante la diversidad de raras virtudes que las revestirían como una bella túnica, y que caminarían avanzando y creciendo en la perfección en todo momento a semejanza de la luz de la aurora, que progresa hasta el mediodía; y como José, que es el hijo de la edad madura.

            Después de la comunión, me invitó a contemplar las grandezas de la Virgen bajo la misma figura de Raquel, diciéndome que él es Jacob, el segundo del ángel en cuanto a su naturaleza humana, y que Lucifer es el réprobo Esaú. Que él es Jacob el suplantador, pues la naturaleza humana suplantó en él al ángel; que, en el cielo, había combatido primeramente contra Lucifer a través de san Miguel, el cual tomó las armas para sostener la [469] contienda y el honor que le era debido por haber querido encarnarse. Cuando al ángel rebelde lo supo, se negó rotundamente a someterse al Verbo humanado.

            Me dijo además que atravesó el Jordán, llevando hasta su Padre dos ejércitos como trofeo de sus conquistas: los judíos y los gentiles, a los que liberó por haber reparado las ruinas de los ángeles. Exaltó también a las demás criaturas, que le están sometidas. En esta sumisión encuentran su gloria.

            Este divino Jacob descendió hasta la Virgen enamorado de su amor, como a su Raquel, como a esposa suya. Aunque Raquel le fue prometida la primera, tuvo que desposar antes a Lía, su hermana mayor. Lía fue conocida primeramente por su fecundidad, así como la Virgen fue conocida como madre de Jesús antes de ser conocida como Virgen, ya que el pueblo judío ignoraba el misterio oculto detrás de su matrimonio con san José, de quien se creía era hijo Jesús. Esta admirable Lía engendró a Rubén, su primogénito, que fue su fuerza y principio de su dolor. Jesús es la fuerza y el principio del dolor de la Virgen: es su gozo en su nacimiento y su dolor en su dolorosa muerte. Su parto fue, por tanto, exento de dolor y de impureza y tan suave como inocente. Jesucristo se desbordó como las aguas, no por haber subido al lecho de su Padre (Gn_49_3), sino para adornarlo y enriquecerlo; y en lugar de la maldición que impidió a Rubén multiplicarse en su posteridad, Jesús tuvo la dicha de una continua e ininterrumpida fecundidad. El fue el Simeón obediente, el sagrado Leví en razón de su sacerdocio y Judá por su realeza. La Virgen llevaba en ella el bello fruto de una confesión excelentísima cuando entonó el cántico que tan altamente engrandeció a Dios.

            Será fácil encontrar en esta genealogía mística concubinas que, según la antigua costumbre, fueron atribuidas a Lía y a Raquel. Este Dan es la culebra que persigue a los soberbios y el Zabulón que aligera la tierra del peso de sus pecados e impone a los ligeros y volubles la dulce carga del amor, que hace infatigables a quienes la llevan a cuestas. Jesucristo solo llevó a cabo lo que doce Patriarcas hicieron juntos. Si la Virgen, como una Lía fecundísima, tuvo toda la fecundidad de Lía en la persona de su único, no por ello fue privada de la de Raquel. El es su Benjamín, hijo de la diestra del Padre y de su dolor en la cruz; un auténtico Benoní. El es su José en la plenitud de gracias y dones que posee; el hijo de su madurez: Un hijo que va en auge es José; el Dios de tu padre será tu auxiliador y el Omnipotente te llenará de bendiciones (Gn_49_22s).

            Es el bendito con las bendiciones del cielo y de la tierra, las cuales poseyó desde el instante de su concepción. El es el fruto bendito que lleva en sí la bendición de los pechos divinos; el único que mora en el seno del Padre, que lo engendra en el esplendor de los santos; que se apacienta y se complace en el zenit de su gloria; que se alimenta de su esencia y de su sustancia, siendo con el Espíritu Santo, su divina suficiencia, su felicidad dichosísima, su bienaventuranza completísima colmada de todo bien y exenta de todo mal. Es la misma plenitud. En el Hombre-Dios habita corporalmente toda la plenitud de la divinidad; en él se encuentran todos los tesoros de la ciencia y sabiduría del divino Padre.

            Los ángeles y los hombres le están sujetos y doblan las rodillas ante su grandeza. Al adorar su majestad, le reconocen como rey del cielo y de la tierra; no como a la segunda persona de Egipto, sino de la Sma. Trinidad, que es coligual a la primera, con la que produce al Espíritu Santo, el cual se complació inefablemente al formar, mediante una operación adorable en el seno de la Virgen, un cuerpo para este divino Salvador, ofreciéndolo a los cristianos como alimento, y como bebida su sangre. Este es el trigo de los elegidos, el vino que engendra vírgenes, el bueno y hermoso por excelencia. Sus ojos y sus dientes son la hermosura misma. El es Judá, él es José, el verdadero Nazareno entre sus hermanos; el Rey de reyes y Señor de señores. El lleva estos títulos sobre su muslo y sus vestiduras. Es rey por su divinidad; es rey en su humanidad. Nació rey en la eternidad y nació rey en el tiempo. Empuña el cetro de Judá y posee todas las grandezas de José. Es el más bello de los hijos de los hombres. Todas las grandezas y raros privilegios de la Virgen se encuentran en este hijo, que la ama más que a todas las criaturas. Por ser tan única, ella lo ama más que todas ellas juntas, pues él es su esposo y su hijo.

            En esta visita de mi esposo, fui instruida acerca de varias maravillas. Me comunicó inteligencias tan sublimes, que me es imposible expresarlas. Fui invitada por él a ocupar el lugar de su santa madre en la tierra. Me dijo que, a través de una pureza eminente, [471] me haría agradable a sus ojos como Raquel, haciéndome fecunda como Lía mediante una numerosa posteridad espiritual en la institución de su Orden; que su amor me concedía perfecciones de las que los doce patriarcas de la antigüedad sólo poseyeron algunos destellos, y que obrarán entre nosotros una generación mística y nueva.

            Mientras que mi espíritu se ocupaba dulcemente en estos pensamientos, mis hermanas me pidieron permiso de erigir en el coro, en ese mismo día, un altar dedicado al rosario. Cuando lo hube concedido, Santo Domingo se me apareció vestido de blando. Me pareció que sus cabellos no estaban atados ni recogidos, sino agradablemente esparcidos. Me postré a los pies de este santo patriarca, el cual me acogió benignamente, colocándome un collar cuyo material no pude notar. Mi divino amor me dijo que Santo Domingo me manifestaba, con tan bello presente, la alegría que le daba el que yo hubiera permitido levantar un altar para honrar a su santa madre, y que imprimiera en los corazones de muchos la devoción del hijo y de la madre, que ese santo predicó con celo ardentísimo. Ese mismo día, durante la exhortación, vi a la Sma. Virgen portando un largo manto azul arremangado bajo su brazo izquierdo, como la pintó san Lucas, llevando en su seno un cordero cuya lana era más blanca que la nieve. Dicho cordero levantaba sus piernecitas como para abrazar a la Santa Virgen, su madre.

            A través de esta visión pensé que debía acunarme en el seno de la divina pastora, por ser la oveja perdida de la que hablaba el evangelio del día; y que su caridad maternal me llevaría de buen grado en su seno al igual que a su benignísimo hijo, el cual dejó a las noventa y nueve justas para buscarme en los desiertos de mis insensibilidades, donde vagabundeo y en los que su caridad sabe hallarme. Me lleva entonces sobre sus hombros, pero también en su seno, a fin de que sus amorosos ojos me den la seguridad de sus amables gracias. "Perdona la libertad que me tomo al pedirle este favor, que sólo se concede a los muy amados" Recuerdo que Samuel mandó reservar la espaldilla de la víctima del sacrificio para Saúl (1S_9_23). Esto me parece era un signo de que te volvería la espalda y que tú lo alejarías [472] de tu rostro, por haberte desobedecido. La unción con la que fue consagrado estaba contenida en un pequeño frasco que debía durar muy poco. Sin embargo, David fue consagrado con óleo abundante, ya que Samuel recibió de ti la orden de llenar su cuerno. Debía ser el hombre según tu corazón. El amor me da esta audacia, sabiendo que te dignas amarme y que puedo decir con el apóstol: Vivo en la fe del Hijo de Dios, que me amó y se entregó por mí (Ga_2_20). Después de este amor, ¿Qué no esperaré de tus amorosas llamas?

Capítulo 74 - Gloria que la bondad del divino amor concede al vencedor, haciendo participar en sus victorias y en su triunfo a sus esposas valientes y fieles. Resultado de la transformación, vocación, justificación, glorificación, previsión, predestinación, y deificación. 17 de octubre de 1633.

            [475] ¿Qué quiso decir el apóstol cuando exclamó: Pues a los que de antemano conoció, también los predestinó a reproducir la imagen de su Hijo, para que fuera él el primogénito entre muchos hermanos? y a los que predestinó, a ésos también los justificó; a los que justificó, a ésos también los glorificó (Rm_8_29s).

            Veamos la relación que existe entre las palabras de san Pablo y las siete victorias señaladas al comienzo del Apocalipsis. Yo encuentro seis gradas y la séptima es el trono, al que se dirigen las almas santas y donde reposan en el gran sosiego de la gloria. Gradas y trono se adquieren con siete victorias que el amor obtiene según el designio divinamente amoroso de Dios.

            La primera es la previsión divina. El vencedor comerá del árbol de vida que crece en el paraíso de Dios. Son éstas las primicias que el Verbo ofrece en el cielo a cambio de las que el alma ofreció en la tierra. Así como el pecado comenzó por un árbol, la primera gracia y la primera gloria se nos dan por un árbol.

            La segunda es la predestinación divina, que consiste en jamás ser sometidos a la segunda muerte.

            La tercera es la vocación divina, que también puede llamarse "Maná escondido", por ser la luz de la fe que está velada. Es éste un don que Dios concede al alma, con el que cautiva su intelecto por obra de la misma fe, lo cual significa reinar ya desde este mundo mediante la fe, que proporciona mil delicias al alma, la cual adquiere para sí, a través de dicha fe, un maná que permanece oculto o encerrado en el propio ser a través de la gloria esplendorosa que Dios le concede por su victoria.

            Poseerá, además, una piedra blanca que llevará grabado el nombre nuevo, [476] más excelso que el de hija o hijo. Dicha piedra será blanca porque debe ser una perla preciosa encontrada por la creatividad divina en el campo de la divina hermosura.

            "La belleza de los campos está conmigo y en mí, dice Dios". Es éste el premio del triunfo que deseo entregar a mi magnánima esposa, que tuvo el valor de dar en el blanco, hacia el que nunca dejó de apuntar. Muchas corren, pero ella arrebató el trofeo. Todos los elegidos son vencedores, pero ella sale victoriosa del vencedor. Ella posee la gloria que es común a todos, teniendo además la que le es particular. Todos los santos gozan de una porción y una participación que les es singular; es decir, la gloria diferente que se concede a cada vencedor. Así como dice la Iglesia que no se ha encontrado uno parecido, en el cielo existirán diferencias y distinciones a la manera de las estrellas, cuya luminosidad difiere entre sí.

            Dios será todo en todos, pero no todos participarán de igual manera. Cada uno guardará el secreto revelado sólo a él por el enamorado de la humanidad, lo cual hará muy íntimo el amor por toda la eternidad. Cuando la divina bondad pronuncie dicho nombre, o lo haga brillar sobre la piedra blanca como un retrato sacado de su propio original, ya que el Verbo divino es la piedra esencial y el candor de la luz eterna, entonces la esposa experimentará lo que no se puede expresar, a no ser al Verbo y mediante el Verbo, que lo manifiesta al Padre y al Espíritu Santo, que son un solo Dios, el cual se complace en esta sencilla y única noción que el alma lleva en sí para deleitarse eternamente en el único eterno. Es ésta la divina simiente de gloria que le es concedida como garantía del buen recibimiento que el alma dio a la semilla de la gracia en el divino y velado sacramento, que es un maná escondido, pero también una piedra preciosa, las arras y la prenda de la gloria futura. Aquellos que lo reciben amorosamente sienten algo que sólo podrían explicar mediante la luz de la gracia; es decir, ayudados por la divinidad misma de Dios, que es dador de la gracia y de la gloria.

            Esta piedra blanca es un diamante inestimable a toda criatura, a menos que Dios mismo le revele su valor. Es el pectoral sagrado en el que residen la doctrina y la verdad, el conocimiento y el amor divino. No es menester grabar en ella los doce nombres de los [477] hijos de Israel; sólo hay necesidad de uno, que es divino y humano: el nombre del Verbo Encarnado.

            La cuarta grada es la cuarta victoria. Quien venza, conservará eternamente en sí mi obra, mi Verbo eterno, que es mi eterna creación, al que engendro en mi seno y en mi entendimiento. El es el espejo voluntario mediante el cual ella ve lo que yo deseo que sea visto. El es el cristal admirable y elevado sobre todo lo creado; el que regirá a todos con gran poder en su reino eternal, que no tendrá fin; reino recibido del Padre por ser su Hijo natural; reino concedido por el Hijo a su esposa y hermana adoptiva, por ser coheredera con él. Ella poseerá la estrella matutina de Jacob, que aparece al rayar el día, mostrando que el Verbo divinizado me amó primero y jamás desistirá en su amor.

            Quinta: El vencedor será revestido de blanco. Así como por esencia, el esposo se reviste de blanco, la esposa lo será por participación. Jamás será repudiada ni borrada del libro de vida, en el que fue escogida como esposa de la vida divina, recibiendo un nombre viviente junto con una vida amorosamente deliciosa; nombre que él alaba delante de su Padre y en presencia de sus ángeles: esposa del Dios de Judá, que equivale a lo mismo que una confesión; por ello, el esposo la confiesa y alaba como tal delante de su Padre y de sus ángeles.

            Sexta: A la vencedora la convertiré en columna del templo de mi Dios y jamás saldrá de él para soportar cargas opresoras. Por ser columna del templo divino, será recibida en él junto conmigo como ayudante y acompañante mía; lo que me pertenece por esencia, es suyo por participación. Deseo que todo sea común entre ella y yo por mi voluntad amorosa. El amor se entrega a sí mismo. Con caridad eterna la he amado y la he establecido en el amor. Mi esposa lleva grabado el nombre de mi Padre, que es el suyo. Es su hija y escribió sobre ella el nombre de la nueva ciudad de mi Dios, en la que es una dama por ser esposa, hija adoptiva y amada de mi Padre. Lleva, además, mi nombre nuevo, que gané para mí con mis victorias. Se lo doy en participación a mi esposa, cumpliendo así la voluntad de mi Padre.

            Séptima: Quien venza perfectamente, avanzará de claridad en claridad. Así como yo soy Dios de Dios por esencia, ella será transformada en divinamente divina por la gloria que es común a todos los bienaventurados. Poseerá el privilegio eminente de una participación supereminente en la divina claridad, de manera que podrá decir que sus potencias superiores están transformadas en Dios por la fuerza del amor divino, que es el Espíritu santificador y deificador, que la ha convertido en un mismo espíritu con Dios, al que ella se adhiere [478] con una libertad divina: Donde está el Espíritu del Señor, allí está la libertad. Mas todos nosotros, que con el rostro descubierto reflejamos como en un espejo la gloria del Señor, nos vamos transformando en esa misma imagen, cada vez más gloriosos: así es como actúa el Señor, que es espíritu (2Co_3_17). Todas las potencias exclaman: ¡Nos vamos transformando en esa misma imagen!

            La esposa que ha vencido en todo, rebasando lo que no es Dios, se encuentra por encima de todo. Es por ello que el Hombre-Dios, que está sentado como vencedor en el trono de su gloria, la hace partícipe de su triunfo, invitándola a sentarse con él, pues él es su cabeza y ambos no son sino uno en un sitial y en un espíritu; tanto en razón de la Encarnación y de la adhesión, como del gran sacramento del matrimonio contraído y consumado en la gloria, donde él le da poder de sentarse así como quiso su Padre que él se sentara en su trono.

            El Verbo Encarnado obtuvo del Padre que su amada se sentara en su trono como quien ha triunfado de todo lo que no es Dios. Más aún: salió victoriosa del mismo Dios, ya que él se confiesa vencido por las bellezas que puso en ella, mismas que apetece. Desea que ella se siente en un trono de gloria; es decir, en su seno, así como él está sentado en el de su Padre eterno.

            No ha podido encontrar, según el gusto de su divino amor, trono más digno para sentar a su amada que su propio seno. Así como ella lo alojó en el suyo cuando estuvo en la tierra, a manera de un manojito de mirra, el real pontífice la aloja en medio de su seno como su pectoral, su prototipo de amor sobre el que difunde miles y miles de rayos de sus divinas claridades para convertirla en esplendor de su gloria compartida, así como él es esplendor y claridad sustancial de la gloria de su Padre.

            La hace poseer lo que él pidió para ella; a saber: la claridad que él mismo recibió de su Padre y la unidad que tiene con el mismo Padre y el Espíritu Santo, que une al Padre y al Hijo con un lazo inmenso, por ser el amor sustancial. Es éste el término de las divinas emanaciones y el reposo de la deidad eminentemente pacífica; el sábado delicado de la Augustísima Trinidad, siempre tranquila y sosegada en sí misma.

            La esposa llega a esta visión y fruición de paz. Cuando estaba en la tierra, era el trono de Dios. En el cielo, él es su trono y mansión de gloria. Ella entra en el gozo de su Señor, que jamás le será quitado; arriba a la ciudad celestial y divina donde se encuentran la seguridad cierta, la segura eternidad, la felicidad tranquila, la suavidad feliz y el suave regocijo; donde tú, Dios, Verbo Eterno, con el Padre y el Espíritu Santo, vives y reinas por los siglos de los siglos. Amén

Capítulo 75 - La oración es eficaz cuando se eleva hasta Dios con fe y confianza. 17 de octubre de 1633.

            [479] El R.P. Antoine Millieu, de la Compañía de Jesús, se encontraba gravemente enfermo. Como le debía grandes favores tanto por su dirección y buenos consejos como por su protección hacia nuestra orden, oré por su salud, con muchas lágrimas y durante varios días, para obtener de la bondad de Dios que el buen Padre entrara en estado de convalecencia.

            Vi al amable sacerdote en un carro de David, llevado sobre dos ruedas y una pala para sepultar a los muertos, lo cual me representó la muerte del mencionado Padre, pero importuné más y más a mi divino esposo que lo librara de este golpe y recuperara su salud primera, a pesar de estar anciano y sin esperanza a los ojos de quienes lo veían.

            Vi entonces una mano de muerto que escribía; pregunté si se trataba de la sentencia de muerte del mencionado Padre, y rogué que su ejecución se retrasara. Escuché que mi petición no sería desechada, y esta seguridad me consoló.

Capítulo 76 - Elevaciones que obra Dios en las almas que escoge para sus grandes designios, ofreciéndoles como trono su divino corazón. Octubre de 1633.

            [481] Cerca de la fiesta de san Lucas, encontrándome en oración, consideraba los designios que Dios me había manifestado en tantas ocasiones, de querer valerse de una jovencita como yo para fundar la Orden del Verbo Encarnado, su querido Hijo.

            Tenía miedo de no corresponder con fidelidad a una empresa tan grande, pues me consideraba muy imperfecta al verme caer en faltas continuas. Sólo veía en mí el deseo de complacerlo, que me proporcionó un poco de audacia para suplicarle que jamás me abandonara.

            Me vino a la mente que, en esos días, los escolares pasan de grado y que los maestros de retórica inician el curso académico con bellos discursos que demuestran su elocuencia e instrucción. Supliqué a mi divino amor, que es la sabiduría encarnada, Verbo y palabra del Padre, que dijera un discurso en mi corazón, añadiendo que el Padre y el Espíritu Santo serían sus oyentes, y que, mediante su poder, me ayudara a pasar a un grado más alto de gracia y perfección; que deseaba yo pasar a otra clase y elevarme hasta una sublime perfección apoyada en mi amado, que me atraía benignamente a él.

            El día de este santo evangelista, cuyo nombre significa elevación y luz, media hora después de la santa comunión, que hice con algún recogimiento, recordé que la noche anterior me vi tiernamente acariciada en el seno paterno, y que mi amor me invitó a reposar en él. Su palabra fue eficaz, haciéndome experimentar un dulce reposo. Después de un profundo acto de humildad, me abandoné a sus halagos, reclinándome sobre su pecho de manera espiritual e inexplicable. Mi divino esposo, multiplicando sus amorosas caricias, me dijo: sobre el zafiro te fundaré (Is_54_11), invitándome a pedir lo que promete en este capítulo [482] de Isaías, todo lo cual me concedería. Al escuchar tan ventajosas ofertas hechas por su bondad, caí en una humilde confusión. ¿Cómo corresponder a estas caricias sino abandonándome a la disposición y providencia de mi amado y aceptando todas sus promesas, por quererlo así su voluntad?

            Este enamorado sin par, complacido en la aceptación que hice de sus favores, me aseguró que su corazón me serviría de morada y sería para mí un trono de marfil sembrado de zafiros. Me invitó a morar en él desde aquella hora, diciéndome:

            Ven, paloma mía; amada mía, ven. Sube, progresa hasta esta clase en la que mis santos desean honrarte. Acércate, hija mía, como un José que madura. Como posees tantos privilegios, no temas poder subir a lo alto de las murallas. Aunque seas mujer, participarás de mi eminentísima ciencia. Conserva, sin embargo, tu gran corazón y no te asombres ante las maravillas que te son enseñadas. Sé magnánima, recibiendo todas las grandezas que la divina bondad desea concederte por las entrañas de su misericordia, que hicieron descender al Verbo para encarnarse, el cual, como un bello Oriente, ha visitado a los hombres. Mi Padre quiso, por su entrañable misericordia y bondad, que vinieras a visitarlo y que, en tu calidad de hija querida y amadísima esposa, fueras elevada hasta él mediante la gracia. No temas, mi toda mía, ser temeraria al subir hasta nosotros.

            Estas palabras no fueron vanas en mí, pues me vi elevada en espíritu, sintiendo una especie de alas bajo los brazos, que me permitían volar y elevarme hasta el amor que me atraía. Me dejé llevar por el divino poder hasta mi amor. Sin embargo, el Dios de bondad duplicaba sus amorosas caricias, deseoso de que sus santos hicieran lo mismo y diciéndoles que en mí estaba el deseado de las colinas eternas, por cuyo medio les concedía muchos favores; y que en mis comuniones era yo como un José que iba creciendo por las bendiciones de los abismos de lo alto: Dios, sus santos, la Iglesia triunfante. Lo mismo hacían por mí los abismos de lo bajo: la Iglesia militante, el sufrimiento y la oración que ofrecen por mí las Iglesias que tienen una misma cabeza.

            Prosiguió diciendo que las almas santas, que son como águilas, contemplaban no sin admiración, desde lo alto de los cielos la hermosura que mi divino esposo [483] me comunicaba; que los ángeles más poderosos y ardientes multiplicaban sus dardos y sus venablos con sagrada emulación, para herir mi corazón con su divino amor.

            Durante estas visiones, prosiguieron las amonestaciones de mi divino amor, que es Dios de amor, diciéndome: No pierdas el valor, mi toda mía, sufre generosamente todos estos tratos. Sube hasta mí llevada por mí mismo, aunque en verdad sufres al verte todavía ligada a tu cuerpo. "Querido Amor", respondí, "a ti te toca librarme o desatarme, ya que sólo contigo puedo salir de esta prisión terrenal. Sin embargo, mi amor introduce mi alma en ti, a quien amo, con más realidad que en mi cuerpo, al que anima."

            Durante estos amorosos coloquios, mi alma subía sin cesar, elevándose como otro Jacob y recibiendo las bendiciones celestiales; mejor dicho, al Dios de las bendiciones.

            Dios todo bueno y misericordioso, tú mandaste a los santos que me elevaran y me colocaran la corona y la diadema, prometiendo la victoria en virtud de la sangre del cordero, diciéndome "Ven, amada mía, nosotros te bendecimos". A esto respondí: "que me bendiga Dios Padre, que me bendiga Dios Hijo, que me bendiga Dios Espíritu Santo" exclamando: "Que todas las criaturas te adoren, Dios mío, que te amen y temen en mí".

            Esta operación fue tan sublime, que no sabría expresar lo que Dios me hizo experimentar en aquella mañana. ¿Quién puede comprender las invenciones de un Dios de amor? El me dijo además que era mi trono y a su vez me hacía el suyo, a fin de que sólo él fijara en mí su morada, y yo en él. Me aseguró que su dominio era el mío; que él mismo me serviría de templo, y que él era mi todo. Me felicitó por las elevaciones y las ascensiones que su amor me había movido a hacer. Habiendo llegado a ser, por su divina bondad, el trono elevado que vio el profeta Isaías, exclamé con los serafines: Santo, Santo, Santo es el Señor de los ejércitos. La tierra está llena de su gloria. Mi cuerpo era como los postes o columnas de la misma. Me veía colmada de la majestad divina a la que adoran los serafines cubriéndose la cara y los pies.

            Escuché que las elevaciones de las almas en Dios jamás les hacen perder la humildad y el conocimiento de su nada. De esto procedía que sintiera yo gran confusión ante las divinas alabanzas [484] y felicitaciones, lo cual expresé con estas palabras: ¡Eh, amor!, tengo buen motivo para decir con el profeta: ¡Desgraciado de mí, que habito en medio de mí mismo; que soy impuro a causa de mis imperfecciones! Pero tú eres el carbón encendido que será aplicado no sólo a mis labios, sino a mi corazón (Is_6_5s). Tú llamas a quien deseas enviar, para que vaya según tus mandatos. Heme aquí, envíame, Trinidad santísima. Tartamudeando, proclamaré tus maravillas para tu gloria, a la que me consagro. Tú moras en mi templo; ¡Dios mío, cuan admirable eres!: ¡Señor, Dueño nuestro, cuan admirable es tu nombre en toda la tierra, pues ensalzaste tu majestad sobre los cielos! (Sal_8_2).

            Deseas, por tanto, recibir alabanza de labios de aquella a la que elevaste hasta los pechos de tu real y divina grandeza. ¡Cuan amables son estos pechos, que alimentan y fortalecen! Son mejores que el vino y dan a la boca de tus hijos elocuencia y sabios discursos para confundir a tus enemigos. David se asombró de que hubieras querido visitar al hombre, que es un poco inferior a los ángeles. Por mi parte, admiro la bondad que te mueve a levantar a una humilde joven hasta el seno de tu Padre, para transformarla en el trono de tu majestad, uniéndote a ella para ascenderla por ti mismo.

Capítulo 77 - Paciencia del divino amor, que sufre mis imperfecciones con caridad. Gracias que en su bondad se digna concederme, protegiéndome en todo, 20 de octubre de 1633.

            [485] Hacía algún tiempo que mi divino amor me había manifestado su deseo de que en el Instituto del Verbo Encarnado le preparase una morada que sería su templo, lo cual quise hacer con la ayuda de su generosa bondad, sin la cual nada puedo; bondad que lo mueve a tolerar con paciencia todas mis faltas e imperfecciones, a la manera de un padre que se apiada y sobrelleva con amor las faltas de su hija, disimulándolas por la penitencia y esperando que ella le pida perdón.

            Recordé, confusa, los días pasados, en que no hice penitencia alguna, y que soy tan miserable, que me parece doy gusto en todo a la naturaleza, no sabiendo qué pensar de mi perezosa vida. Veía en mí solamente el deseo de complacer a este amor, cuyo deseo me dio la audacia de pedirle que, en su bondad, no me abandonara, sino que permaneciera conmigo a pesar de mis grandes negligencias y constantes infidelidades.

            Le rogué me ascendiera de clase, es decir, que no se retirara de mí y de todo lo creado, diciéndole que, por ser el Verbo Encarnado y la sabiduría eterna, me adelantara a una clase más alta de aquella en que me encontraba, por ser el maestro de la retórica divina y humana; que sus palabras eran eficaces y que hiciera, por tanto, una oración en el cielo como la que hacen los maestros de retórica en sus colegios para demostrar su capacidad.

            Sé bien, Amor, que eres la sabiduría por excelencia. Tus enemigos no pudieron negarlo al decir que no hablabas como hombre. Todas las criaturas lo confiesan, y el Padre eterno, junto con el Espíritu Santo, dieron testimonio de ello en el Tabor. Sube, pues, maestro mío, en esta fiesta de san Lucas. Su nombre significa elevación; y así como existe la costumbre de ascender a los escolares, contigo los que no pasan por mérito suben por gracia. Tus pensamientos son pensamientos de paz. Perdona mis faltas; me arrepiento de no haber cumplido [486] con mi deber, que consiste en estar contigo en la oración. Tú, Salvador mío, puedes interceder por mí ante tu Padre.

            Aunque esta mañana, comulgué muy distraída, mi divino enamorado no perdió la paciencia. Media hora después de la comunión recordé un sueño que tuve durante la noche, en el que me pareció estar entre los brazos y en el seno paterno, donde fui acariciada solícitamente por el Padre de las misericordias y Dios de toda consolación, que nos consuela en nuestras aflicciones, el cual me dijo que reposara en él.

            Sintiendo que su palabra era eficaz, pues me concedía un dulce reposo, me humillé para seguir después su atractivo, recostándome sobre su deliciosísimo pecho. Me dijo entonces: Sobre el zafiro te fundaré (Is_54_11), invitándome a pedirle lo que promete en este capítulo, añadiendo que podía leerlo más tarde para enterarme de las bellas promesas que su amor me hacía.

            Conociendo por estas invitaciones, que deseaba acariciarme, me abandoné a su disposición aceptando todas sus promesas y complacencias.

            Mi toda mía, mi corazón es para ti una casa y un trono de marfil cimentado sobre zafiros. Ven, mi muy amada, pasa a esta clase en la que mis santos desean ennoblecerte. Acércate, hija mía, como un José en crecimiento, por tener en ti tantos privilegios. No temas rebasar los muros, a pesar de ser sólo una joven. Ten confianza en mi ciencia eminente. Ten grandeza de corazón. Si los demonios y los hombres son arqueros que te tiran acerados dardos, yo soy el escudo que los rechaza. Yo soy tu defensa y tu protector; tu luz y tu salvación. No temas a los mil que están en contra tuya. Yo soy más fuerte que todos ellos; soy tu fuerza y tu alabanza. Entra por las puertas de la justicia al abrigo de mi sangre. Entra en mis llagas, que son clases altísimas. En ellas aprenderás la ciencia de los santos, a la que san Pablo consideró eminente. El no quiso otro conocimiento que yo en todo y sobre todo, estimando lo demás como fango y basura.

Capítulo 78 - La Natividad del Verbo Encarnado manifiesta que el nacimiento de este divino niño es una muestra de la gloria del Altísimo, un maná celestial que Dios nos envía. Diciembre, 1633.

            [491] La víspera de Navidad, el Santísimo Sacramento fue depositado en la sacristía con el fin de poder adornar el altar sin irreverencia. Me dirigí allá para brindarle compañía y expansionar mi corazón afligido desde hacía unos días por la ausencia de mi divino esposo, causada sin duda por mis imperfecciones. Le dije, deshaciéndome en lágrimas de amor y de dolor, que mis infidelidades no podían impedirme venir a él; y que encontrándole en esa estrechez a la que su amor lo había reducido, de la que no podía escapar, estaba resuelta a insistir y apremiar su voluntad a no fijarse más en mis imperfecciones e infidelidades, y que permanecería a su lado confusa y bañada en mis lágrimas.

            No obstante, la confianza que tenía en su bondad me abrió el pecho y me dilató el corazón. Recibí la idea de abrir el misal, en el que encontré estas palabras que me inspiraron un sagrado [492] diálogo durante aquel día y el siguiente: Hoy sabréis que viene el Señor a salvarnos; y mañana veréis su gloria (Ex_16_6s). Tuve entonces el deseo de contemplar dicha gloria del único del Padre, anhelando la venida de mi esposo, al que llamé el padre de mi virginidad. Ante estas consideraciones, mi enternecido corazón, no pudiendo más, se derritió y derramó. Sentí una mano purísima y muy delicada que me elevaba y sostenía el corazón.

            Dicho sentimiento, que no era del todo material sino también espiritual, produjo un efecto que se derramó además en mi corazón, al que sentí elevarse y destilarse, todo a una; o, sobre todo, ser engullido, mediante dicha elevación, en un mar de delicias, perdiéndose en un abismo que era el mismo Dios y despegándose de todas las criaturas y de mí misma por la vehemencia de la divina operación. Me vi obligada a emitir tres fuertes gritos y varios ímpetus de amor.

            Esta divina operación duró más de tres horas, hasta que fui interrumpida en mi quietud, viéndome obligada a dedicarme a otras ocupaciones por los deberes de mi cargo. Sin embargo, mi corazón permaneció adherido en todo momento a su objeto principal, sin que Dios dejara de obrar en mi alma [493] mientras que yo trataba con las personas. Disimulaba con gran trabajo lo que sucedía en mi interior, dejando escapar exclamaciones y movimientos súbitos que atribuía a mis enfermedades.

            Por la noche, al retirarme a orar, pedí a mi divino amor que me sacara de Egipto a fin de manifestarme la gloria del Señor, según su promesa. Escuché que da gloria a su divino Padre en esta medianoche, al nacer en el mundo. Dicha gloria radica en la paz que trae a los hombres, pues la gloria del Verbo Encarnado consiste en reconciliar, mediante su venida a la tierra, a los hombres con su Padre indignado, de cuyas manos arrebata los rayos de justicia. Su gloria es el menosprecio y anonadamiento de sí mismo, pues sólo se glorifica naciendo en un pesebre, entre la paja, entre aquellos pañales y aquel establo; así como [494] al morir su gloria consistirá en la cruz. Al decir su gloria me refiero a su fasto y su séquito, así como los reyes hacen consistir su gloria en la ostentación y la magnificencia. El séquito de Jesús naciente son los ángeles, la Virgen, san José, los pastores y los tres reyes magos que arrojaron y depositaron sus coronas a sus pies, sacrificando ante él su sabiduría. En fin, su gloria consiste en ser Dios y hombre al mismo tiempo.

            Es en esta obra y en la conjunción de sus extremidades, tan alejadas entre sí, que la gloria de Dios resplandece. En cuanto a Jesucristo, él es hombre visible, pero su divinidad y su gloria son invisibles. Es un maná que cae durante la noche y que, sin embargo, trae consigo al sol y se conserva junto con él. El antiguo maná, por el contrario, se derretía con los primeros rayos del sol. Es en un día como éste que los cielos cantan la gloria del Señor; que las estrellas se funden y destilan; todo se relaciona con la gloria de Dios. El Salvador viene a Belén para ser el pan de vida y de luz.

            [495] Por la mañana, las dulzuras y caricias continuaron, así como los sagrados coloquios entre mi divino esposo y yo.

            Después de comer, encontrándome delante del Smo. Sacramento, vi una estufa hecha de láminas de plata, que lanzaba una intensa luz que vi resplandecer sobre mi cabeza, como me sucede con frecuencia. Escuché que era ésta una señal de la quietud, protección y luz que el nacimiento de mi Salvador me participaba, a manera de un pabellón que ocultaba o cubría después un sitial, y que al taparme, me iluminaba.

            Vi además un globo de aire encendido. Mi divino amor me dijo que todos los elementos conspiraban para mi bien, poniéndose a mi servicio. El aire del globo, que significa la vida, es la respiración que debo tomar de Dios. El fuego son sus llamas, que de ordinario me consumen. La tierra representa la humanidad de mi Salvador, a quien poseo; y el agua, mis lágrimas.

Capítulo 79 - Copia auténtica de lo que la Reverenda madre Jeanne Chézard de Matel escribió, por mandato de su director en los años 1633 y 1638.

            [497] Mi divino y amado Salvador Jesucristo, como es necesario que obedezca a mi director, el R.P. Gibalin, quien me mandó escribir lo que me comunicaste respecto a los favores y bendiciones que deparabas a sus Majestades, no quiero oponer resistencia a hacerlo.

            Después de varias maravillas que me manifestaste respecto al Rey Luis XIII en 1625, que describí en su mayoría en varios cuadernos, te plugo mostrarme, hacia el año 1625, un árbol de flores de lis o azucenas, diciéndome que dicho árbol representaba la generación de Luis XIII, por cuyas intenciones oraba yo ante ti.

            En 1627, el día de san Miguel y los dos que siguieron, el R.P. Voisin me dijo que perseverara constantemente en la confianza que tenía de obtener de Nuestro Señor un delfín para Francia, lo cual me concedió el divino Salvador. El primer domingo de octubre de 1627, estando en oración a eso de las seis de la mañana, mi corazón se llenó de gozo al escuchar:

            "Hija mía, visitaré a la reina y engrandeceré sobre ella mi misericordia, así como lo hice con Santa Isabel, madre de mi precursor. Las humillaciones de esta princesa me llenan de piedad hacia ella".

            Me vi tan consolada en esta oración, que con trabajo pude dejar mi oratorio para dirigirme a Nuestra Señora de Chazeaux para asistir a la misa del R.P. Voisin, cumpliendo la palabra que le di de asistir a ella en aquel primer domingo de octubre. El mencionado padre me exhortó durante los tres días precedentes a pedir a Nuestro Señor una verdadera luz, y que no permitiera que mi inclinación me hiciera parecer verdadero lo que podría ser un mero deseo.

            Estas palabras me causaron temor, pero Aquél que dijo: "No tengas miedo", me comunicó, con dulce majestad, al entrar yo en la Iglesia de Chazeaux: ¿En quién reposará mi espíritu, sino en el humilde y en aquella que tiembla al escuchar mi palabra? Hija, [498] permanece en paz; soy yo quien te habla.

            Estando en medio de la Iglesia, escuché siempre en latín: El justo crecerá como el lirio y florecerá eternamente. En cuanto me puse de rodillas, caí en éxtasis, sumergiéndome en un dulce entusiasmo, en el que escuché una voz intelectual que parecía proceder del sagrario, la cual me decía: Hija mía, deseo apacentarme entre los lirios.

            Vi a continuación una espada en su vaina de terciopelo negra, esgrimida por una persona poderosa a la que reconocí, a pesar de lo cual se me dijo: "Luis saldrá victorioso". No sabía yo que se dirigía a la Rochela, pues en aquellos días ignoraba lo que sucedía en Francia, pensando sólo en la recomendación que se me había hecho de orar por el rey, por cuya causa experimentaba un entusiasmo indecible, y una compasión inexplicable hacia la reina. Nuestro Señor me dijo: Ten valor, hija. A las victorias y bendiciones que concederé al Rey seguirá el establecimiento de mi Orden: quiero apacentarme entre los lirios.

            En cuanto recuperé los sentidos y las fuerzas, me levanté para ir a confesarme con el R.P. Voisin, que me había esperado cerca de dos horas. Cuando advirtió mi total asombro, me preguntó: ¿Qué te pasa? No pudiendo hablar de momento, se apoderó de mí un violento asalto. El Padre esperó a que todo pasara, conjurándome después a confesar lo que había escuchado y conocido, con la promesa de guardar todo bajo la llave del secreto hasta el tiempo en que la divina [499] Providencia hubiera cumplido con todo.

            A partir de aquel día, Nuestro Señor me conservó en una gran alegría hasta el mes de enero del año 1638. Mi buen confesor me mandó escribir lo que había yo aprendido y escuchado. Le obedecí el 6 del mismo mes de octubre de 1627, conservando todo entre mis demás escritos. A partir de dicho tiempo, Nuestro Señor me reveló muchas otras cosas, que sólo puse por escrito en parte, haciendo a un lado las demás.

            En 1628, cuando estalló la peste en Lyon, se me ordenó salir de allí para dirigirme a París. Dejé mis escritos en un pequeño cofre que no volví a ver hasta mi regreso de dicha ciudad, en el año 1632. Al revisarlos encontré y rompí la página en la que había escrito la revelación sobre el Delfín. La razón de esta falta fue que había en París una religiosa reputada como profetisa, y al decirle yo que era necesario pedir y esperar que Nuestro Señor concediera un delfín a nuestra buena reina, dicha religiosa me dijo: "Nada, nada, jamás podrá tener un hijo" Al desgarrar esa página sentí repugnancia, pero me dije: "Esta religiosa tiene más luces que tú" a divina Providencia no permitió que la rompiera del todo, ya que el P. Gibalin quiso ver mis escritos completos en el año 1633. Al leerlos, encontró las páginas que habían quedado, mediante las cuales se enteró de mucho. Insistió en que le dijera por qué había roto aquellas hojas, y le expuse entonces la causa. El respondió que había yo dudado de Nuestro Señor, el cual me concedía tantos favores; que todo lo que me había anunciado se había cumplido, y que también esto lo sería; por tanto, él conservaría esos papeles.

            El año 1637, desde el mes de septiembre hasta fin de año, me pareció que visitaba yo el Louvre con mucha frecuencia y que, al desear rendir homenaje a sus [500] majestades, ellas me hacían ponerme en pie entre caricias y agradecimiento. Esto sucedía mientras dormía en la noche, repitiéndose de suerte que dije a una de nuestras hermanas, Elizabeth Grasseteau, que con frecuencia, en mis sueños, me encontraba en París con sus Majestades. Después de esto, me enteré por rumores que la reina estaba embarazada.

            Lejos de admirarme ante ello, mi alma permaneció en la esperanza de enterarse muy pronto del cumplimiento de las divinas promesas. Hasta la noche del primer domingo de septiembre, esperé aquel dichoso día para Francia. Plugo pues, a mi divino amor, mostrarme el delfín que nació en el curso de aquella noche, con una visión tan real, que aún la conservo. Habiendo comulgado, estaba tan alegre que me era difícil contenerme. Sentí necesidad de bailar y saltar como otro David delante del Arca y mis hermanas, al verme con un regocijo tan extremo y danzando, lo cual era muy raro en mí, no sabían qué pensar.

            Después de la misa manifesté al P. Gibalin que había visto claramente un vástago real y que se trataba del delfín. El me ordenó poner todo por escrito. La obediencia todo lo puede. Que todo sea para tu gloria, divino Salvador mío. El 14 de septiembre de 1638, después de escribir lo que antecede, asistí a la santa misa para comulgar. Mi divino amor me dijo que no debía asombrarme el que hubiera esperado diez años para bendecir a la reina con la concepción del delfín, pues bien sabía yo que su amor me anunció, hacía ya varios años, que la Escritura era el código con el que me daba a conocer sus secretos y su voluntad; que recordara las diez líneas del reloj de Acab y cómo el sol retrocedió a favor del rey Ezequías para abatir el orgullo del dragón de diez cuernos.

Capítulo 80 - Amorosa circuncisión que el Verbo Encarnado sufrió por mí. Gracia que me concedió de verlo nacer admirablemente del seno virginal de su madre.

            [501] El primer día del año 1634, durante la sangrienta circuncisión de mi Salvador, lo comparé con el príncipe de Siquem que, para obtener a Dina en matrimonio, se hizo circuncidar.

            Por amor a la naturaleza humana, más voluble que Dina, se ganó el corazón de este divino enamorado. La pidió a su Padre, y para poseerla con el título de esposa, no rehusó derramar su sangre. No murió de la llaga de su circuncisión, pero terminaría muriendo y derramando el resto de su preciosa sangre a causa de las resoluciones de Simeón y Leví, quienes representaban a la justicia divina y humana y lo condenaron a morir en la cruz.

            Mi alma, al verse simbolizada por Dina, dijo a mi amado, santamente apasionado por ella: tu misma vida, para mostrarme tu amor mediante una abundante efusión de tu sangre, hasta la última gota.

            Querido amor, permite que mi pecho sea el vaso que reciba esta sangre, y que mi corazón encierre, como un relicario, la carne adorable que se ha arrancado de tu cuerpo sagrado. Ella comunicará al mío la pureza y podré decir con humilde agradecimiento a tu bondad: mi carne volverá a florecer (Is_27_6). Se me aparecieron entonces tres ramas de árboles floridos, cargados de flores admirables, cuya belleza me encantó, representando ante mí al que es la flor de los campos y el lirio de los valles. [502] Es ésta la flor de la raíz de Jesé, nacida de la carne virginal e incorruptible de la Virgen madre.

            Hacia el anochecer, habiéndome retirado al confesionario situado frente al Santísimo Sacramento, se apoderó de mí una gran confianza en Jesús, mi queridísimo amor, cuyos excesos de bondad consideré al verlo lastimado con la herida de su circuncisión, para de este modo poseer a la peor de todas las criaturas. Dicha confianza se acrecentaba en mí, dilatando mi corazón al mismo tiempo que Jesús me testimoniaba que estaba apasionadamente enamorado de mí, añadiendo que había circuncidado a toda su raza para desposar a la gentilidad, a la que había librado del yugo de los ídolos por su grande misericordia, favor que no admitía excepciones, y que debía yo reconocer particularmente en mí. Añadió que se complacía mucho en aligerar mis penas; y porque me amaba, salió como fuera de sí mismo para unirse a mí, estando herido como el príncipe de Siquem para desposarme en su sangre con esta partícula moldeada como anillo, como me había dicho aquella mañana. Mi corazón, no pudiendo soportar más la dulzura de las divinas caricias, exclamó: "Soy tuya, Amor, como sirvienta y como esposa. A pesar de todo, la justicia divina y humana te harán morir como Leví y Simeón al príncipe de Siquem (Gn_34_1). Pero la muerte no te retendrá en el sepulcro y resucitarás; te matarán, pero sólo con tu consentimiento, que el amor te moverá a dar. Es un conciliábulo altísimo que procede del cielo y se concierta en la tierra. Leví y Simeón representan la justicia divina y humana.

            ¡Hete aquí, bravo y victorioso David, por causa de Micol! Ella se entrega del todo a ti. Ven, fiel esposo, a consolarte en el seno de tu esposa, a la que adquiriste con tantos títulos. No puedo describir los pensamientos que mi amor me sugería, y mucho menos las amorosas respuestas de este sagrado enamorado, quien, no dejándose vencer en delicadeza, parecía recurrir a todas las caricias de su santo amor. Recibí a mi divino esposo, el Verbo Encarnado, con dulzura y mansedumbre, como al Verbo humanado, que es germen de David y Dios de mi corazón. Todas estas admirables comunicaciones del Verbo, que se entregaba a su esposa de manera inefable, [503] procedían de mí misma. Los ardores y dilataciones del Verbo divino sólo pueden expresarse con las palabras de David: Desfallecen mi carne y mi corazón, ¡Roca de mi corazón, y mi porción, Dios para siempre! (Sal_72_14).

            En tanto que mi entendimiento se aclaraba con estas luces y mi corazón se abrasaba con sus llamas, se me ordenó acercarme a la Virgen madre, que era la divina profetisa, la cual se dignó darme a su hijo, cuyo nombre es: Maher Salal Jas Baz "pronto saqueo, rápido botín" (Is_8_1). Hija mía es él quien debilitará la fuerza de la sangre imperfecta y los despojos de la propia y obstinada voluntad, representada por Damasco y Samaria.

            Plugo a mi pequeño Emmanuel decirme que había proyectado hacer por mediación mía una extensión de su Encarnación, prometiéndome que cumpliría todo lo que me había predicho y establecería su orden en su Iglesia; que por ningún motivo lo pusiera en duda. Vi entonces a la Virgen, cuya dulzura y majestad eran incomparables, sentada en una postura que le daba una gracia indecible. No pude ver el trono o sitial que la sostenía, pero, mediante una visión agradabilísima, vi nacer de su lado izquierdo y de su seno virginal un niño admirable llevado por una luz que lo rodeaba como un sol y que le era esencial y connatural.

            Dicho niño no reposaba sobre el regazo de su madre, no teniendo otro apoyo que la luz, símbolo de su divino soporte, sobre el que su sagrado cuerpo y su alma bendita se apoyaban. Nacía del seno y del corazón de su madre sin que apareciera abertura alguna; a tal punto la visión de este nacimiento era intelectual.

            Comprendí la maravilla de los dos nacimientos del Verbo Encarnado; y cómo aquel que fue engendrado por su Padre antes de la aurora, en la luz y esplendor de los santos, nacía, en esos días, de María, como de su aurora; nacimiento que había sido tan puro y virginal como el del sol. Nacía del seno de María sin rasgar ni lastimar su integridad. No se apoyaba en su madre, pues no toma su primer origen de ella, que sólo es su [504] criatura. La luz corresponde a su esencia. La recibe de su Padre al nacer de él eternamente. Dicha luz es inmensa; lo porta, es su apoyo y lo rodea como una vestidura. El es Dios y hombre verdadero. La divinidad es la fuente de la luz y de los esplendores que deben reflejarse en la sagrada humanidad. El se apoya en esos rayos de manera maravillosa. La humanidad, por carecer de soporte propio, se apoya en la hipóstasis del Verbo. Este niño tenía a su costado derecho una flecha que me significaba, según la inteligencia que sobre ella se me dio, los ardientes deseos de la Virgen, que había herido amorosamente al Verbo en el seno de su Padre eterno. En cierta manera, ella lo abatió a tierra. El me dio a entender que a partir de entonces se sirvió de las mismas armas que lo habían vencido para herir con ellas el corazón de su querida madre, disparándole sus mismas flechas, pero más agudas, por ser su amor el de un Dios hecho hombre.

            Esta elevación de espíritu duró más de dos horas, durante las cuales el misterio de la generación y nacimiento del Verbo me fueron mostradas con tanta dulzura, que mi corazón se vio obligado a estallar en suspiros y en gritos de alegría. La importunidad de mis hijas me arrancó del gozo de estos divinos contentamientos. Podía exclamar de corazón con la Iglesia: Hoy se nos ha manifestado un misterio admirable: en Cristo se han unido dos naturalezas, Dios se ha hecho hombre y, sin dejar de ser lo que era, ha asumido lo que no era, sin sufrir mezcla ni división (Antífona de Laudes. Solemnidad de Santa María Madre de Dios).

Capítulo 81 - La corona de la Virgen, que tiene doce estrellas, nos representa los doce frutos del Espíritu Santo, los doce signos del Zodiaco y el trono ante el que se humillan todas las criaturas.

            [505] El 5 de enero de 1634 desperté poco después de la media noche debido a la dulzura de un sueño que tuve, que me enseñó los misterios ocultos en la corona de la Virgen, adornada de doce brillantes estrellas. Complacida en la belleza de este pensamiento, y no sabiendo quién me instruía durante mi sueño, me dirigí a mi amor y divino esposo, conjurándolo a que se dignara declararme él mismo las maravillas de la corona de su madre.

            Mi amado, lleno de bondad, quiso elevarme en un sublime conocimiento. Tuve pensamientos bellísimos acerca de los privilegios de la Virgen, que hubiera explicado a mi director si me hubiese atrevido a verlo en la mañana de aquel afortunado día, pues esta noche fue para mí más clara que el día iluminado por el sol ordinario y material. Sus divinos resplandores se expresan claramente en el momento en que nos iluminan, si la providencia de Dios, que los produce, nos permite disponer de tiempo libre para deducirlos por escrito, o bien tener cerca de nosotros a aquél a quien damos cuenta de dichas claridades que la divina bondad infunde en nuestros entendimientos, porque se las exponemos a la manera en que un cristal deja pasar la claridad del sol, el cual transporta sus rayos a través de ese cristal; la diferencia reside en que el cristal no puede obrar ni es iluminado. Es más bien insensible, sirviendo únicamente como medio para dejar pasar la claridad o para exponerla a nuestros ojos; pero nada más. Nuestros entendimientos pueden obrar, estar desnudos, y corresponder a dichas inteligencias, que los elevan atrayéndolos a amar, adorar y alabar en ellos, y mover a los demás a alabar la bondad de Dios, que comunica sus maravillosos resplandores a las almas a las que favorece.

            Si hubiera escrito entonces, habría expresado a través de la luz lo que la luz [506] producía en mí. Perdona, mi divino amor, mi tardanza y la rudeza con la que expresaré como pueda tus sutiles y etéreas claridades. Diré, pues, lo que aprendí:

            1º Que aquellas doce estrellas eran los doce frutos del Espíritu Santo, que se encuentran de modo eminente en la Virgen. Ante todo, la caridad, porque el Espíritu Santo, que se comunicó a los demás como en jirones: Les daré de mi Espíritu Santo, se derramó en ella con toda su plenitud: el Espíritu Santo descenderá sobre ti. Su caridad jamás se vio aminorada; estuvo siempre en Dios, que no vio en todo momento sino amor en ese corazón. Ella es admirada de todas las criaturas, que han encontrado y encuentran ese mismo corazón incesantemente ocupado por el amor y lleno de caridad por su salvación.

            2º La alegría de la incomparable Virgen fue tan grande al concebir al Verbo Encarnado, que sólo el Verbo, por ser su único objeto, pudo comprenderla cuando ella exclamó: Se alegra mi espíritu en Dios mi Salvador.

            3º La paz se afirmó de tal manera en el corazón virginal de María, que cuando la naturaleza desfalleció y tembló la tierra, como si las emociones del Padre eterno se hubieran sacudido, María permaneció en su quietud al pie de la cruz de su Hijo moribundo: Estaba la madre de Jesús.

            La paciencia que apareció al mismo tiempo, más que divina. Nunca murmuró, ni se quejó. No dijo palabra alguna al contemplar el espectáculo sangriento a que se vieron obligados a contemplar sus ojos. Aquél Hijo que amaba tan tiernamente, se dejaba llevar como inocente cordero al matadero y no profería palabra alguna, aunque le arrancaran sus vestiduras con tanta violencia. Se arrojaba a la bondad de su Padre que parecía haberle abandonado a la merced de sus enemigos, dando solamente pequeños paliativos a sus quejidos amorosos. La madre no se quejó ni al Padre, ni al Hijo, ni a los verdugos que lo masacraban con tanta crueldad. Ella sufrió este martirio con paciencia increíble.

            5º La longanimidad es la paciencia que se prolonga, y que en ocasiones, por la duración de las penas, se derrumba. La Virgen sufrió en todo momento con un corazón ecuánime: del nacimiento de su Hijo hasta su muerte; desde su crucifixión hasta que ella fue llamada a la gloria. Aunque alcanzó el doble de la edad de su hijo, ejercitó sin cesar su paciencia en todos esos años, que rebasaron con mucho la ausencia de su Hijo. Sólo [507] el amor le ocasionaba un penoso martirio. Su constancia, empero, jamás se debilitó ni se alteró su paciencia.

            6º La bondad posee la tendencia a comunicarse. ¿Quién, por tanto, ha deseado comunicar sus bienes como la Virgen; y quién ha hecho más por mundo sino ella, que nos dio a su Hijo, el cual le es común por ser indiviso con el Padre eterno? El uno y la otra nos dieron a este Hijo que les era común, aunque con esta diferencia, que ensalza grandemente el don de la Virgen: el Padre Eterno dio sin menoscabo, pues el Verbo no sufrió en la divinidad y en la entidad que recibe de su Padre por generación eterna sino en la naturaleza humana, en la carne que le dio María, su madre, en la concepción temporal. María, pues, entregó a su Hijo para ser inmolado, con pérdida de su parte y exponiéndose al peligro de perderlo en caso de que no hubiera tenido a bien resucitar. Aun así, lo hubiera entregado con todo el corazón, como en realidad lo hizo.

            7º La benignidad es un efecto de la bondad y una cierta acogida plena de dulzura que la Virgen siempre ha mostrado hacia quienes se dirigen a ella. La mansedumbre y bondad son tan propias de la Virgen, que la Iglesia dice de ella: Dulce sobre todas las demás (Himno Ave Maris Stella).

            Los mansos poseerán la tierra. La Virgen, en razón de su bondad y mansedumbre, poseyó la tierra sublime que es Jesucristo en su humanidad. Poseyó además su propio cuerpo, que es la tierra santa de la que salió, con toda magnificencia, el fruto sublime y germen del Señor: El germen del Señor en magnificencia (Sal_68_34). Ella posee no sólo el cielo, que es la tierra de los vivos, sino todas las regiones y provincias de la tierra habitable que le están consagradas y que la honran con una devoción particular, todo lo cual recibió de su Hijo. De ello da fe la historia, pues siempre que se han dado conversiones notables, ha mediado en ellas el favor de la Virgen.

            9º Su modestia encantó al Hijo amado del eterno Padre, el cual se aproximó a ella, haciendo que esa misma modestia se acrecentara mediante la presencia continua de Dios. San Pablo dice: Vuestra modestia sea patente a todos los hombres. El Señor está cerca (Flp_4_5). ¿Cuál fue, entonces, la modestia de la Virgen al poseer a Dios en ella en la Encarnación, y al llevar en su seno, durante nueve meses completos, a un Dios humanado, y después de su [508] sagrado parto? Jamás se apartó de Dios, que habitó en ella como en su tabernáculo.

            10º La continencia, que en sí nos lleva a cierta firmeza en la pureza, se muestra principalmente en el voto que afirma la voluntad; voto que la Virgen fue la primera en hacer, sirviendo de ejemplo a un número infinito de personas de ambos sexos que más tarde la imitaron.

            11º La castidad de María es incomparable, pues no sólo es fecunda sin detrimento de su virginidad, sino que mediante su fertilidad llegó a ser más pura, ya que, al engendrar a Dios, creció en belleza con la pureza y santidad del mismo Dios.

            12º Olvidé la fe, que fue tan grande en la Virgen. Ella jamás vaciló ni falló en esta virtud cuando los apóstoles, que eran sus columnas, se bambolearon. La fe de la Virgen cooperó al cumplimiento de la Encarnación y de las promesas que Dios le hizo, según las palabras de Santa Isabel, la cual admiró y alabó altamente la fe de la Virgen, diciéndole: Bienaventurada eres por haber creído, pues se cumplirán en ti las palabras del Señor (Lc_1_45).

            Las doce estrellas figuran el zodiaco, que la Virgen, como otro cielo, lleva como adorno y corona. ¿No es ella la oveja que nos dio al Tauro que se sacrificó por nosotros? De ella nació nuestra víctima que fue inmolada. En su seno se unieron las dos naturalezas en un mismo soporte, como dos gemelos (Géminis). El cangrejo (Cáncer) que camina hacia atrás es su humildad, virtud siempre la apartó de todo rastro de orgullo en sus sentimientos; del mal y del pecado.

            El león (Leo) de la tribu de Judá sólo pudo dormir en su seno. Ella es la Virgen (Virgo) sin par, santa, Virgen escondida ante el mundo, pero conocida de Dios. Virgen y madre por prodigio inconcebible. Las balanzas humanas son defectuosas y mentirosas, dijo David. Sólo la Virgen, que pesó todo con la medida del santuario, mantuvo la balanza tan recta, que jamás se inclinó por exceso ni por defecto. Sólo ella fue reputada justa ante Dios y satisfizo la justicia divina.

            El escorpión (Scorpio) lleva el veneno en su cola, con la que hiere a muerte. La humildad de la Virgen fue un veneno para el demonio, rey de los soberbios, porque dio muerte al pecado. Su fin, su muerte, exterminaron a la muerte; como murió de amor, su cuerpo no se sometió a las leyes de la mortalidad, siendo el primero en recibir la inmortalidad después del de su Hijo.

            [509] ¿Qué arquero, o sagitario, es más bravo y diestro que la Virgen, la cual hirió el corazón del Padre eterno, al Verbo que reposaba en su seno y al Espíritu Santo, que es amor del Padre y del Hijo, de un solo tiro y con una misma saeta? Es la montaña de Betel sobre la que el corzo capricornio de los cantares se pasea. El cántaro acuario del zodiaco es presagio de muchas penas que la Virgen derramó sobre nosotros en forma de bendiciones y rosas celestiales; es el cántaro que nos ha conservado y ocultado el maná y el pan vivo del que somos alimentados todos los días. En fin, se encuentran peces piscis en el cielo o mar celeste, porque aquí abajo tenemos el mar acuario que nos dio al delfín que calmó nuestras tempestades y huracanes, ya que ella misma nadó en todo momento en el mar de gracias que es el océano de la divinidad.

            Se dijo a mi alma que estas estrellas contenían en su brillo una gloria mucho más grande, que ensalza a la Virgen por encima de todas las criaturas, pues dichas estrellas siguen una órbita fija y están adheridas a la bóveda celeste. Ellas sirven de corona a la Virgen, quien lleva sobre su cabeza el firmamento, como se dice en Ezequiel de los animales atados a la carroza de la gloria de Dios, los cuales significan que el Padre eterno, que no ha venido a la tierra, es la corona de la Virgen, su dignísima y muy amada hija. El sol de justicia, que es su adorno y regio manto, es su mismo Hijo, el cual al revestirse dentro de ella, la revistió a su vez de sí mismo.

            La luna que realza sus pies es el Espíritu Santo, que en todo momento ha ennoblecido con un sublime amor los afectos de la Virgen, que son sus mismos afectos, rindiéndose a ellos cuando ella ora por la salvación de los hombres; y aunque existen diferencias en la brillantez de los astros creados, esto no significa que el alma tan santa de la Virgen haga, en su entendimiento, distinción alguna entre las grandezas de las divinas personas. Sin embargo, estos símbolos nos sirven para señalar las propiedades personales de los tres divinos soportes. Bien sabía ella que la luz del Hijo es idéntica a la del Padre, a la que en nada cede la del Espíritu Santo.

            Vuelvo ahora a los cabellos de la Virgen, que pueden considerarse como relucientes estrellas, los cuales encantaron y aprisionaron, por así decir, al mismo Dios. Las damas suelen llevar en la cabeza, como adorno, penachos o broches de pedrería. La hermosura de la mujer reside en su cabellera; para realzarla, la adorna [510] cuidadosamente. ¿Puede haber insignia más rica y tocado más hermoso que el de las estrellas? Se puede afirmar con verdad que la Virgen es el gran signo autentificar por tres testigos irreprochables: san Juan, que tuvo la dicha de contemplarla en medio de sus divinas revelaciones; san Ignacio mártir, que designó a la Virgen como un prodigio celestial, y san Dionisio, que hubiera dudado en considerarla una divinidad terrestre de no haber aprendido, por la fe, que sólo hay un Dios.

            Ella es el signo del que se dice en Isaías: Estará puesta por pendón a los pueblos (Is_11_10). La Virgen es la bandera de Jesucristo, a la que podemos aplicar lo que su Hijo expresó de la cruz: Entonces aparecerá la señal del Hijo del hombre (Mt_24_30); es decir, cuando el Hijo del hombre venga a juzgar con majestad, aparecerá una señal o estandarte. La majestad de la Virgen, en ese aciago día, fue representada a mi alma. Aprendí que la Virgen, que es al presente abogada de los pecadores, tomará partido en aquel día, porque dio un Hijo inocente que fue maliciosamente juzgado y condenado por los judíos y Pilatos, y que fue ultrajado por los pecadores. Ella fue ofendida en su Hijo y condenada junto con él. Pedirá, por tanto, justicia, la cual requiere que sea honrada en su persona así como fue menospreciada en la de su Hijo. Ella es, en verdad, la señal del Hijo del hombre, pues fuera de la Virgen, en cuyo seno se obró esta maravilla, no hay quien sepa los secretos de la generación humana de un Dios y de su Encarnación. ¡Cuál no será la gloria y majestad de este signo del Hijo del hombre, de esta reina, que estará sentada a la derecha de su Hijo, rey y juez de todas las criaturas! Pienso que será inefable.

            El número doce me trajo a la memoria, además, el árbol del paraíso que vio san Juan, cargado con doce frutos que hacen las delicias de los bienaventurados, en cuyas hojas reside la salvación de los pueblos. La Virgen tiene a todo el mundo bajo su protección por ser la salvación de los pueblos, por ser el árbol que lleva el fruto de la tierra sublime. En el pasado una mujer, mediante un árbol, causó la muerte de todos sus hijos; la Virgen, por el contrario, es para nosotros un árbol de vida que, con su fruto, alejó los males que causó el fruto envenenado del primer árbol.

            Aprendí, además, que la Virgen era el gran trono del que hablan Isaías y san Juan. No existe trono alguno [511] en el que Dios se siente más dignamente que en ella, debido a que una parte de su sustancia se unió hipostáticamente al Verbo. Dicho trono se eleva en tanto que los serafines bajan sus ojos, velan sus rostros y esconden sus pies, ruborizados y confundidos ante el esplendor de la majestad de Dios.

            Percibí, con una inteligencia muy sublime, cómo la Virgen levantaba su cabeza, rutilante de estrellas y de luz, para mirar fijamente a aquel a quien los ángeles no se atreven a ver de frente, el cual se complace en reposar en ella como en el trono más augusto de su gloria. Esta visión me produjo sentimientos inexplicables; sólo puedo decir que observé la gran confusión de los ángeles, y a la Virgen que, con santa osadía y admirable majestad, se acercaba al Dios de la gloria, sin mostrarse azorada ni abatida ante el resplandor de su divina magnificencia.

            Los veinticuatro ancianos depositaron sus coronas y se postraron al pie de dicho trono, reconociendo que a través de la Virgen poseen la felicidad. Los cuatro animales, que son los evangelistas, le rinden los mismos homenajes y deberes porque, al describir las maravillas del hijo, dan honor también a la madre.

            Los rayos y relámpagos que despide dicho trono abaten a los demonios, que revientan de despecho al verse ajusticiados y humillados por una mujer, por una pura criatura y por la majestad del poder de un Dios Encarnado, de quien se afirmó que estuvo sujeto a su madre.

            Isaías contempló la tierra llena de majestad y de gloria mientras veía cómo se elevaba aquel trono misterioso. Entonces se presentó a Dios para ser enviado por él. ¿No es una vergüenza para el cielo que la tierra, a causa de la Virgen, tenga más capacidad que él de la majestad de Dios? Vi, en esta contemplación, cómo los serafines enrojecían con un pudor del todo celestial, que no provenía de la envidia, sino de un humilde respeto a la majestad de Dios y a su trono, que es la Sma. Virgen. Fue necesario que un Isaías, de la raza de David, y más tarde aliado del Verbo Encarnado y de la Virgen, fuera enviado para anunciar estas maravillas. La alianza y la relación que tuvo con la Virgen lo hicieron digno de esta misión.

Capítulo 82 - Se me manifestaron diversas apariciones o simbolismos el día de la Epifanía de Nuestro Señor.

            [513] Al meditar en la Epifanía, mi divino amor me instruyó divinamente; pero, ¿cómo podría expresar humanamente las maravillas de Dios? Es necesario, sin embargo, a causa de la debilidad humana. Balbuciré como un niño, después de presentar mi espíritu al que, por un designio de su sabiduría divina, lo creó y preparó fuerte y suavemente en espera de manifestarme el esplendor de su gloria, la imagen de su bondad y el espejo sin mancha de la majestad de Dios.

            Mi espíritu, elevado por encima de todo lo creado, conoció débilmente cómo el Padre santificó a su Hijo antes de enviarlo al mundo, imprimiendo divinamente su imagen, que es figura de su sustancia y hálito de su virtud divina, en el alma y cuerpo que escogió para él; impresión que es subsistencia de sí y que abarca el cuerpo y el alma del Verbo: A éste, empero, Dios lo confirmó como Dios. Este cuerpo y alma fueron colocados sobre el carácter del Padre, que es la aparición gloriosa y divina de la que nuestra naturaleza fue saciada. En ese mismo instante, la Trinidad entera le presentó el gozo y la cruz para que escogiera el primero o la segunda, como forma de redención del género humano. El divino Salvador aceptó libremente la cruz, opción que lo llevó a someterse en obediencia al Padre, el cual dispuso lo que haría a cada momento. Contempló la hora de la muerte, percibiendo el horrendo rostro del pecador, que fue menester configurar con el rostro divino. Dos contrarios se presentaron a Jesucristo, pero el amor a nosotros lo impulsó a abrazar la confusión y el menosprecio con un ardor indecible, deseando hartarse de oprobios con tal avidez, que pareció a su apasionado amor que la hora tardaría mucho en llegar.

            Habiendo poseído una eternidad la forma de su belleza divina idéntica a la de su divino Padre, amó, durante una infinitud, esta confusión para redimir a los hombres y satisfacer a su Padre por los delitos que han cometido y cometerán [514] hasta el fin del mundo; es decir, hubiera querido padecer por el pecado que residiría en el infierno de los demonios y de los hombres obstinados, si esto hubiera convenido a la dignidad de aquel que debía ser la gloria de los elegidos en el empíreo, gloria que se ofrece continuamente al divino Padre para compensar inmensamente el horror que albergan los infiernos, el cual no puede ocultársele porque todo está al desnudo y descubierto a los ojos de Dios.

            Al pensar en las diversas visiones de un mismo soporte, experimenté alegría y dolor. Sin embargo, como la alegría es positiva e inmensa, y la cruz y el dolor eran causados por la pérdida, y que ésta era momentánea, el gozo sobreabundó y me elevó al lado de aquel que es bello por esencia y excelencia, el cual arroba al Padre con sus propias maravillas, proporcionándole un placer inefable al contemplar a este hijo tan amado, al que engendra en el esplendor de los santos unido a la naturaleza humana; es decir, el ser una sola persona que posee dos naturalezas: una propia desde la eternidad, y otra asumida de sí y por sí desde el tiempo hasta la infinitud, sin mezcla ni confusión: el hombre es Dios y Dios es hombre.

            El divino Padre desea corroborar el carácter de su gloria en las almas entregadas a su amor; y de manera inefable, en la mía. El mismo me reveló que, al recibir su alegría, era necesario ser como la santa humanidad, dispuesta a abrazar la cruz a fin de inclinar a su bondad a obrar con largueza hacia la humanidad; y que semejante alma se capacitaba para recibir estas admirables apariciones, que son antítesis continuas en la tierra, para convertirse en el cielo en una tesis general sostenida por la gloria esencial, que será la ciencia intuitiva, la cual hará felices para siempre a las almas fieles. Añadió que su sagrado cuerpo, cimentado en el soporte divino, glorificará con su hermosura a los cuerpos gloriosos, los cuales, a su vez, la transmitirán a sus almas, a ejemplo del Salvador, que fue reducido a sufrimientos indecibles durante su pasión. Fue por ello que exclamó: Padre, glorifícame en esta hora, pues para ella he venido (Jn_17_1). Padre mío, sé bien lo que escogí al elegir esta hora, que tanto aflige a mi humanidad, la cual sufrirá la privación de todo consuelo y se adentrará en la aprensión de toda desolación: Dios, Dios mío, ¿por qué me has abandonado? Dios mío, clamo de día, y no escuchas, y de noche, y no me atiendes (Sal_21_1s). Así como, por misericordia, me hago semejante a la carne del pecado, deseo también aparecer como esos enamorados apasionados, [515] que pasan por locos, a los que el amor saca de sí mismos y de la prudencia ordinaria, como si hubieran perdido la razón. Padre mío, el amor a los hombres te movió a entregarme, para que yo mismo los salvara. Es tu voluntad que este compuesto sea destruido por la muerte temporal, a fin de que viva unido a ti y a mí en el Santo Espíritu que da la vida eterna. Bendice esta hora en la que mi alma será separada del cuerpo al que tanto ama, así como bendijiste aquella en que se unió a él en el momento de la Encarnación, al entrar en el mundo. Te dije que venía para ofrecerme en holocausto y hacer tu voluntad, recibiendo tu ley en medio de mi corazón. Como tú eres mi Padre, tus designios son mis delicias. Que mis penas te complazcan; que sufra yo como hombre y tú seas glorificado como Dios: Mas tú habitas en el Santuario, ¡gloria de Israel! Yo en cambio soy gusano y no hombre, oprobio de los hombres y desprecio de la plebe (Sal_21_4s).Los hombres por quienes anhelo sufrir se burlarán de mí y de mi bondad; pero ni todas sus mofas juntas son comparables a mi amor hacia ellos.

 Capítulo 83 - Los ángeles se unen para alabar al Verbo Encarnado, que es el único Hombre-Dios y merecedor de toda alabanza en el cielo y en la tierra junto con el Padre y el Espíritu Santo, de los que jamás se separa, aunque es distinto a ellos. Elevó mi alma en sublimes claridades.

            [517] El domingo de la octava de Reyes, las palabras de la antífona de entrada de la misa fueron objeto de mi meditación: En trono excelso vi sentarse un varón, a quien adora la multitud de los ángeles, que cantan acordes (Sal_99_1). Contemplé al Verbo en el seno del Padre como en su trono, en la Encarnación en el seno de su madre; en la Natividad, sentado como rey del amor, en el regazo de la misma Virgen y a los ángeles cantando sus alabanzas con un mismo corazón y una sola voz. Todos ellos se unen para alabar al Verbo Encarnado, que es el único Hombre-Dios y merecedor de toda alabanza en el cielo, en la tierra; en el Padre y en el Espíritu Santo, de los cuales jamás se separa, siendo distinto por ser las tres personas un Dios único en sumo grado. Su naturaleza es sencilla: es la unidad esencial perfectísima y completa, digna de glorificarse a sí misma y de colmar con exceso de gloria y alabanza al Hombre-Dios, que está sentado en la sede y trono de la grandeza divina.

            Durante esta visión tan excelsa, me vi a mí misma como una nada en presencia de dicho trono y renuncié a todo lo que no es del agrado del Hombre-Dios. Pedí humildemente ser elevada, por inclinación de la divina bondad, hacia ella misma, para poder acercarme a su trono y alabar con ella al hombre que se apoya en una [518] de las hipóstasis, adorando las dos naturalezas que sólo tienen un soporte.

            Al acercarme a la santa comunión con estos humildes y verdaderos pensamientos, pedí a mi divino amor que mi lengua sirviera de trono a su majestad y que se dignara morar en la parte más noble de mi espíritu y en el centro de mi corazón, atrayendo y elevando hasta él mis potencias y todos mis afectos. Invité además a los ángeles para que acudieran a adorar al Rey de amor en su trono, rogando al profeta Daniel que se desplazara como un reluciente rayo por todo el paraíso y congregara a dichos espíritus alados, convidándolos a rendir al Hombre-Dios, en este trono, al que su presencia comunica su majestad, los cometidos que él les vio cumplir en otro tiempo.

            Mi corazón se llenó de confianza producida, sin duda, por aquel que escogió en él su sitial: Levántate, Jerusalén; recibe la luz; porque ha venido tu lumbrera, y ha nacido sobre ti la gloria del Señor (Is_60_1). Fui invitada a levantarme con la confianza en que Jesús, mi divino Rey, sería mi luz y mi gloria, ya que había renunciado a toda otra gloria.

            La gloria del Señor radica principalmente en su divinidad, que es invisible, pero que se hace sentir con fuerza en las almas a las que, como la mía, llena e invade, complaciéndose en iluminarlas con sus encantadoras claridades.

            Me vi, al mismo tiempo, llena de luz. El Dios de bondad me ayudó a comprender que me había escogido para hacerme su domo, pues las cúpulas, por ser las partes más elevadas de los templos, son también las más iluminadas, ya que reciben la luz para iluminar el resto del edificio.

            Prosiguió diciendo que a través de su Orden me elevaría y me asignaría el lugar más honorífico; que por medio de este Instituto y mis escritos, revelaciones y doctrina, iluminaría a muchas almas en la Iglesia, por ser ésta su voluntad; que, al fijar en mí su morada, había colocado en mí los tesoros de su bondad como manantiales de su luz, iluminándome al mismo tiempo con sus admirables resplandores.

 Capítulo 84 - La desconfianza disgusta al divino esposo, por ser la iniquidad que acecha el calcañal. La Virgen siempre ha aplastado fuertemente a la serpiente con su talón

            [519] Como mis imperfecciones me perseguían más que la sombra al cuerpo, ya que no se percibe la sombra donde falta la luz, mi espíritu se hundió en una tristeza y desaliento que sólo eran cobardía.

            Mi divino amor me manifestó que dichas aflicciones y desconfianzas sólo me hacían daño, lo cual se comprende en esta expresión de David en el salmo 48: La iniquidad de mis opresores me rodea (Sal_48_6). Me dijo que la iniquidad opresora del calcañal es la aflicción que hace retroceder al alma abatida y sin valor, la cual no desea combatir, sino que se repliega en su debilidad. Un soldado que se oculta en su desaliento es considerado cobarde, poltrón, indigno de llamarse militar. David, que fue considerado un gran capitán, consideró como dañino a su valor el volver la espalda o aflojar el paso al menos un poco, no sólo en la guerra temporal, sino ante todo en la espiritual, en la que había sido adiestrado por el mismo Dios, quien le enseñó a manejar las armas: Bendito sea el Señor, mi roca, que adiestra mis manos a la batalla, mis dedos a la guerra. Misericordia mía y alcázar mío, mi fortaleza y mi libertador (Sal_144_1). "David, valeroso y humilde, confió en mí, que era su misericordia".

            El miedo es el mayor estrago en un ejército, por ser el desaliento que siembra el pavor en el alma, que llega a tener miedo a todo y huye despavorida, a semejanza de Adán cuando Dios le preguntó dónde estaba, después de su pecado. Cuando el alma ha ofendido, se retira de Dios, que se acerca; el miedo y la desconfianza la llevan, en ocasiones, a la misma desesperación, como sucedió a Caín y a Judas, del que dijo el Salvador: Levantó contra mí su calcañal (Jn_13_18). Su desesperanza, que fue la iniquidad de su talón, ofendió tanto a su Salvador como su traición, a pesar de que ésta fue infame y pérfida en sumo grado, pues fue movida por la avaricia.

            [520] La Sma. Virgen, tan llena de valor como de inocencia, fue desde el instante de su concepción un ejército ordenado para la batalla. Ella trituró la cabeza de la serpiente, que trataba de picarle el talón; a través de la confianza que tuvo en aquel que le concedió el corazón y el valor para atacar al dragón, sembró la confusión en el infierno. El Dios en quien confiaba le dio fuerzas para vencer. Por ello, caminó generosamente, en todo momento, hacia la perfección, creciendo como una bella aurora que llega a la plenitud del día. Jamás pudo ser detenida por las emboscadas que se le tendieron: su calcañal las aplastó desdeñando su poder, que al lado de tan magnánima amazona no era sino debilidad.

            El desánimo de la esposa jamás se dio en María, la cual nunca pudo ser alcanzada por los carros de Aminadab, que turban los espíritus. Al acercarse a la esposa, le provocan desaliento y desesperación, obligándola a emprender la huida por temor a perderse y caer en manos de sus enemigos, ante los que tiembla como una débil joven al ver un espantable escuadrón de carros que parece acercársele para aplastar su fragilidad. El pavor se apodera de ella, pero su esposo y compañeras la llaman con reiteradas voces: ¡Vuélvete, vuélvete, oh Sunamita, Vuélvete para que te veamos! (Ct_6_12). La muy amada del soberano príncipe es toda pacífica. Vuélvete y recupera tu rango. Tú ordenas todos nuestros afectos, que sólo desean contemplar la hermosura de tu rostro, que es figura de todas las gracias. Eres terrible como batallones formados para la batalla. Ignoras tu poder, que es el mismo de aquel cuya esposa eres, y en cuya fuerza todo lo puedes. ¿Por qué te dejas llevar por la pusilanimidad? Mira que tu rey viene con gran poder para abatir a todos sus enemigos, que son también tuyos. Reconócete, y verás que, con la fuerza de tu esposo, eres como un ejército ordenado para la guerra. Exclama con osadía: ¿Qué podréis ver en la sulamita sino coros de escuadrones armados? (Ct_7_1). Te sigue con atención y se complace cuando te diriges a combatir: ¡Qué lindos son tus pies en las sandalias, hija de príncipe! (Ct_7_2). Tu solo caminar y compostura espantan a tus enemigos y cautivan amorosamente a tu amigo, quien ciñe tu cabeza con la corona de tu victoria. A través de la confianza obtienes el triunfo completo en presencia del cielo y de la tierra

Capítulo 85 - El Dios de bondad se complació en llenar mi alma de su luz, transformándola en su domo, por cuyo medio desea iluminar a muchas personas en su Iglesia. Enero 1634.

            [521] Durante el mes de enero de 1634, fui muy acariciada de mi divino esposo. Un día después de Reyes me vi colmada de luz. Mi divino enamorado me dio a entender que me había escogido para ser su domo, que por ser la parte más elevada de los templos es también la más iluminada, ya que recibe la luz para iluminar el resto del edificio, y que no sólo conservaría este honorífico lugar en la Orden, sino en la misma Iglesia, en la que daría luz a las almas por medio del Instituto del que, en su sabia prudencia y bondad, me destinaba a ser fundadora; lo mismo sucedería con mis escritos, que eran una verdadera doctrina que él mismo me enseñaba, por lo que podía decir con san Pablo: El Evangelio anunciado por mí, no es de orden humano, pues yo no lo recibí ni aprendí de hombre alguno, sino por revelación de Jesucristo (Ga_1_11).

            Las cúpulas están provistas de vitrales en lo alto para iluminar recinto en su totalidad, y de pinturas en la parte baja para recrear la vista de los que están en el interior. Hija, yo soy luz de luz e imagen de la bondad del Padre; el espejo sin mancha de la majestad, el vapor de la virtud divina, la emanación sincera de la claridad todopoderosa, en la que no puede haber tiniebla alguna. Yo soy Dios, que es todo luz. Tú eres hija de la luz por participación; yo soy hijo de la luz por esencia. David dijo que mi Padre me engendra en el esplendor de los santos. Ven, mi toda mía, entra en el jardín luminoso de las entrañas fecundas de mi Padre eterno, y allí me verás.

            "Querido Amor, no puedo ir allá sin Ti"; Se trata de una luz inaccesible a las criaturas, a menos que sean elevadas hasta ella por una divina dispensación, y sostenidas por Aquél que posee la Palabra de su divino poder. Es por tu medio, Amado mío, que soy ascendida. Tu amable bondad y tu gentil cortesía me inspiran confianza, lo mismo que tus amorosas exhortaciones, que me maravillan, impulsando mi espíritu y afectos hacia donde se dirige mi inclinación, que es a ti, corazón de mi corazón y alma de mi alma.

            [522] Los ángeles se admiran y exclaman con razón: ¿Quién es ésta que sube del desierto apoyada en su amado? (Ct_8_5), al ver a una humilde joven que asciende apoyada en su enamorado. Sin embargo, como viniste a la tierra a conversar familiarmente con los hombres, haces lo mismo con las mujeres, pero con dulzura y gran ternura hacia las que te aman. El amor iguala a los que se aman. Cuando encuentra desigualdades en ellos, se abaja para levantar al objeto amado. Dios desciende y el alma sube hasta Dios, adhiriéndose a su amor, en el que es transformada en un mismo espíritu con él. Como él mismo la instruye, se convierte muy pronto en su amada.

            Puede afirmarse de las almas a las que tu bondad se digna enseñar que penetran en tus potencias aunque no hayan estudiado las letras humanas; y que tu ciencia se manifiesta en ellas de un modo más admirable que si pudieran discutir valiéndose de la humana y vana filosofía. Ellas hablan con tu sabiduría y amabilísima sapiencia, que se complace en permitir que la boca de sus niños de pecho diserte y sea elocuente. En labios de estos niños manifiestas tu elocuencia admirable y confundes la soberbia de tus enemigos: De la boca de infantes y lactantes preparaste alabanza contra tus adversarios, para refrenar al enemigo y al rebelde (Sal_8_2).

            Llenaste la tierra con tu ciencia desde que te hiciste hombre y hermano nuestro, revelándonos que tu Padre es el nuestro, y que somos sus hijos por adopción. Fue mucho favor para el pueblo de Israel el ser Pueblo de Dios, que él se dignara tratar con sus profetas por medio de visiones y con Moisés por ministerio de los ángeles, por cuyo medio le entregó su ley: Después de lo cual fue visto en la tierra y habló con los hombres (Dt_5_24). Si la cabeza de Moisés resplandecía de luz al bajar del monte, en el que un ángel le habló en la semioscuridad, qué claridad no producirá el Dios humanado en el espíritu de sus esposas, para las que es todo lo que pidió y deseó en la última cena, en la que oró para que poseyeran la claridad que tiene junto con su Padre desde antes que el mundo existiera.

            El dice al alma a quien ama: Levántate, Jerusalén; recibe la luz; porque ha venido tu lumbrera, y ha nacido sobre ti la gloria del Señor (Is_60_1). Sobre ti, pequeña, triunfa y se engrandece la gloria de tu Señor, en tanto que las tinieblas rodean a los prudentes del siglo: Sobre ti nacerá el Señor, y en ti se dejará ver su gloria. A tu luz caminarán las naciones y los reyes al resplandor de tu nacimiento (Is_60_2s). [523] Que toda bendición te sea dada, divino amor mío, por las gracias que me concedes.

 Capítulo 86 - Victoria del Salvador en la conversión de san Pablo, quien, al verse vencido, salió victorioso. Al dejar de combatir por la ley, triunfó por la fe, enero de 1634.

            [525] El día de la conversión de san Pablo, Nuestro Señor me reveló las maravillas que ocurrieron en esta acción y la victoria que obtuvo sobre aquel corazón obstinado en preservar, con celo, la ley de sus padres. "Saulo, a ¿dónde vas?" "Voy a llevarme por fuerza las ovejas del soberano pastor, al que no conozco". "Pero El te conoce y te ha destinado desde la eternidad a ser un vaso de elección y dilección". "Voy a Damasco para preservar las tradiciones de mis padre; voy a afirmar los símbolos". "Pero debes predicar la verdad y decir que esta ley no lleva a perfección, confesando sin desfallecer al Salvador, a quién persigues con tanto furor". Realmente, mi proceder no lo comprendo; pues no hago el bien que amo: sino antes el mal que aborrezco, ese le hago. Mas por lo mismo que hago lo que no amo, reconozco la Ley como buena (Rm_7_15s).

            Gran santo, aplico este pasaje a lo que sucedió en ti cuando te dirigías a Damasco a realizar tu plan; hacías lo que ignorabas al obrar el mal que no deseabas. La ley te condujo a un lugar en el que verías al autor de la ley, a quien perseguías. Admiro cómo el cordero atrapó al lobo, cegándolo con un gran resplandor de luz y sacándolo de las sombras de la ley, a la que amaba, para concederle el don de la fe, que le era desconocida.

            Mientras vivió en esta existencia mortal, como niño y como hombre, el Salvador sólo atrapaba aves o peces. Ahora que vive en la gloria inmortal, y que desea usar de su poder, sale a cazar leones rugientes y lobos; también a pescar ballenas. Podemos decirle hoy en día, junto con David, que ha inclinado los cielos y ha descendido: Toca los montes y humearán (Sal_143_5). Ha abajado los cielos de su grandeza; ha humillado su humanidad, su cuerpo y su alma gloriosa. Ha venido con su magnificencia a tocar solamente las [526] montañas de los corazones endurecidos, haciéndolos derretirse como vapores aromáticos. La maravilla reside en que, al inclinar sus cielos, elevó y arrebató a Pablo hasta su grandeza; o sobre todo, trasladó la magnificencia de aquellos al interior de san Pablo: Tu magnificencia se levantó sobre los cielos (Sal_8_1). Ya expliqué este versículo en otra parte, según los sentimientos que Dios me concedió acerca de los privilegios de dicho santo.

            Importaba tanto al Salvador la conversión de este apóstol, que quiso descender en persona, ya glorioso e inmortal, para llamarlo. Desde lo alto de los cielos lo vio y olfateó su presa: Su nariz como torre del Líbano, que mira frente por frente de Damasco (Ct_7_4). Jesús estaba elevado como una alta torre en el paraíso del Edén. Este divino Salvador vino, hacia el mediodía, para combatir a Damasco, que significa sangre. El viejo Adán fue formado de tierra roja y nació en esa comarca. Hacia la mitad del día Jesús, lleno de amor, bajó a combatir y a destruir a san Pablo, el cual confesó (más tarde) que no vivía sino en Jesucristo, y éste en Pablo.

            Mi alma, admirada ante las victorias del vencedor, que procuraron la felicidad del vencido, experimentó sentimientos indecibles. Consideré el triunfo del Salvador, que coronó de luz a san Pablo, el cual, habiendo ido a confirmar la ley, se confesó vencido y dispuesto a derramar su sangre por la gloria del nombre de su vencedor, que le había aportado la gracia, la libertad y la verdad de la fe. A través de las sombras de la ley, este misterio cegó a Saulo para iluminar a Pablo. El mismo apóstol predicó con frecuencia las maravillosas irradiaciones de estas claridades, que lo alumbraron, lo abrasaron y atemorizaron felizmente en el camino de Damasco, colmándolo al fin de sabiduría y de luz. Fue transformado en un rayo de elocuencia divina, volviendo del tercer cielo después de su éxtasis.

            Adán fue expulsado del paraíso por haber comido del árbol de la ciencia en su deseo de hacerse igual a Dios mediante el conocimiento del bien y del mal. Dios puso un querubín con una espada flamígera en la puerta del paraíso terrenal; en este día, Jesucristo desciende del paraíso celestial para llevarse consigo el espíritu de san Pablo y comunicarle la ciencia de los misterios desconocidos aun a los ángeles, quienes debían aprenderlos del apóstol.

            Dios estimó a san Pablo más que a los ángeles. Cuando Lucifer se rebeló en el cielo contra el Verbo Encarnado, san Miguel lo combatió, ya que el Verbo no consideró propio de su dignidad hacerlo en persona. Sin embargo, al hacerse hombre y sentarse a la diestra de su [527] grandeza, no desdeño medir sus armas, por así decir, con el perseguidor de su Iglesia. Eran frentes desiguales, pues su sola presencia abatió a su enemigo y su clemencia fue tan grande que lo transformó y convirtió en su amigo íntimo y en un vaso precioso que llevaría su nombre por toda la tierra. Fue saciado con leche sagrada, muriendo con tanta inocencia como el Pontífice inocente, separado de los pecadores.

            El divino Salvador tenía tanta dulzura, que desbordó en el alma de Pablo un torrente de leche sobre el camino de sangre. Su pecho benefició más a san Pablo que el vino de su celo indiscreto. De este hijo de su leche salió una perfecta alabanza divina en presencia de sus enemigos, que se asombraron al constatar el cambio del perseguidor, que se había convertido en su predicador. Su alma, lavada con la leche, fue purificada y rectificada: de ahí en adelante amó únicamente su amor y su sabiduría. Nuestro Pablo salió, divinizado, de la leche y no de la sangre, manifestando así el torrente de dulzura que Jesús desbordó en él al convertirlo, ya que lo transformó en oveja y en cordero. El mismo lo alimentó con su leche y su sangre, a la que el calor de su amor, de su caridad, cambió en leche; caridad y amor que comunicó a dicho apóstol junto con la sabiduría, ya que la leche es símbolo del uno y de la otra.

            A causa de su sabiduría, fue designado más tarde maestro de la Iglesia y, por su caridad, nodriza de los fieles, ya que sólo tuvo entrañas de padre y pechos colmados de leche divina, sinceros y sin dolo, para nutrir a los nuevos convertidos y a la gentilidad, mismo que hacía san Pedro por los de la sinagoga. Por ello, dice: Pues quien dio eficacia a Pedro para el apostolado entre los circuncisos, me la dio también a mí para entre los gentiles...y conocieron la gracia que se me dio en Cristo Señor (Ga_2_8). Por la gracia de Dios soy lo que soy y su gracia no ha sido estéril en mí (1Co_15_10).

            La Iglesia dice a san Pedro: Tú eres el pastor de todos, príncipe de los apóstoles; a ti se entregaron las llaves de los cielos. Y la misma Iglesia dice a san Pablo: Eres vaso de elección, apóstol san Pablo, predicador de la verdad en la universalidad del mundo. Aun siendo apóstol de los Gentiles, no dejó de sufrir mucho a causa de la reprobación de los judíos. He aquí lo que dice en Romanos 9:1: Cristo me es testigo de que os digo la verdad, y mi conciencia da testimonio en presencia del [528] Espíritu Santo, de que no miento, que estoy poseído de una profunda tristeza, y de continuo dolor en mi corazón, hasta desear yo mismo el ser apartado de Cristo por mis hermanos, los cuales son mis parientes según la carne, por ser hijos de Israel, al que se prometió la adopción, la gloria, la alianza, la ley, el culto divino y las promesas eternas de recompensa, que fueron dadas a Abraham, Isaac, Jacob y David, sus padres. Estos son también llamados padres de Jesucristo según la carne, que es bendita por los siglos de los siglos, el cual quiso descender de su trono de gloria para hacer subir a él a su benjamín Pablo, haciéndolo hijo de su derecha, hijo de su alegría, cuando sólo era el Benoní de la Iglesia, a la que perseguía duramente, según su propia confesión: con qué exceso perseguía la Iglesia de Dios, y la desolaba (Ga_1_13).

            Plugo al divino vencedor conceder la victoria a su vencido, no sólo de su obstinación, sino de todo lo que no era su Salvador, cuya caridad lo fortaleció a tal grado, que desafió generosamente a todas las criaturas de poderlos separar. El no vivía más de sí, sino que su divino amor era su vida. A partir del momento en que abatió su arrogancia, Cristo elevó su espíritu humillado más allá de los cielos, de manera que todos los bienaventurados pudieran cantar el triunfo del Salvador gloriosamente victorioso, así como el de san Pablo, el cual, llevado por el celo de la ley, terminó predicando la gloria de la fe y de su autor, el cual, por medio de su ardiente amor, cambió en leche la sangre del corazón de san Pablo, en el momento de su conversión.

 Capítulo 87 - El Salvador es el admirable Lamec que reveló su secreto a su Sma. madre y a santa Magdalena. Su muerte fue la muerte de la nuestra, haciendo morir al hombre viejo en la llaga de su amor. Enero de 1634.

            [529] En el mes de enero de 1634, meditando un día en el misterio de Lamec, el cual, habiendo dado muerte

            Caín, sólo quiso descubrir su secreto a sus dos mujeres, Ada y Sella, reconocí en él el amor del Salvador de nuestras almas, primeramente hacia su madre y después en Magdalena, ya que pareció no haber ocultado nada a estas dos Marías. La Santísima Virgen conoció, la primera, la Encarnación; ella es verdaderamente aquella "Ada" que es un nombre derivado de "Adán" en vista de su total correspondencia y afinidad con el nuevo Adán. La resurrección, según el Evangelio, fue primeramente declarada a Magdalena, verdadera Sella, que significa división, debido a que en su pasado, ocasionó un fuerte divorcio entre ella y Dios. Es de pensar que la Virgen lo vio resucitado antes de Magdalena, pero que quizá el Espíritu Santo no juzgó conveniente que constara en el Evangelio, ya que los descreídos hubieran dicho: "Se trata de una madre que alaba a su hijo, llevada por sus sentimientos naturales; esto lo aceptaríamos de otra que no fuera pariente suya".

            Ambas Marías conservaron las palabras del Salvador en sus corazones, que fueron como gabinetes secretos, como dice expresamente san Lucas refiriéndose a la Virgen madre: María conservaba todas estas cosas dentro de sí, ponderándolas en su corazón (Lc_2_19); y de la otra, nos dice Juan que Jesús fue recibido por Santa Marta: ...su hermana. Esta María es aquella misma que derramó sobre el Señor el perfume, y le limpió los pies con sus cabellos (Jn_11_1s). Cada una fue evangelista y pudo enseñar a los evangelistas; el Evangelio no olvidó ponderarlas y asociar su gloria con la de Jesucristo.

            Las dos mujeres de Lamec, ¿no representan acaso la sinagoga y la gentilidad? La sinagoga es Ada, la que enrojece, como dice su nombre, con la sangre de los sacrificios. Sella es la gentilidad porque permaneció largo tiempo separada de aquel que la deseaba por esposa. Jesucristo repudió a la sinagoga y amó a la gentilidad. Descubrió el celo [530] de su llaga, que es llaga de amor y de su pasión, en su tierno amor hacia María, su queridísima madre, a fin de que conservara sus palabras y fuera la depositaria de sus amorosos secretos. Descubrió a Magdalena un celo parecido, que lo movió a vengar los pecados y culpas que ocasionaban una división entre él y sus esposas, y que también lo llevó a buscar a esta Sella, de afectos divididos y de corazón errante. Quiso descubrir esta pasión o amor lleno de celo a Magdalena, que había sentido sus efectos, a fin de que ella lo proclamara por todas partes, y que en donde el Evangelio fuera predicado, se conociera la conversión de esta pecadora y el amor que Jesús tuvo a su alma penitente, llegando hasta descubrirle su corazón y a conversar privadamente con ella mediante divinos coloquios, enterándola de su resurrección antes que a los apóstoles.

            Las dos mujeres de Lamec prefiguran la sinagoga y la gentilidad, a las que el Verbo Encarnado manifestó plenamente su llaga de amor y su celo: amor hacia la sinagoga, a la que tan tiernamente acarició; celo y ardor hacia la gentilidad, a la que amó estando aun en sus inmundicias, y a la que persiguió cuanto más huía, muriendo al perseguirla y justificando así lo que dice el cántico: Implacables como el infierno los celos (Ct_8_6). Cuando el amor llega a este grado de celo, no es menos despiadado que el infierno y arroja a su presa en toda clase de sufrimientos y aflicciones. El amor del Salvador es más fuerte que la muerte.

            Lamec no sólo reveló a sus dos mujeres las heridas de amor que sufría, sino además el homicidio que había cometido: Oíd lo que voy a decir, ¡oh vosotras mujeres de Lamec!, parad mientes en mis palabras: Yo he muerto a un hombre con la herida que le hice, he muerto a un joven con el golpe que le di (Gn_4_23). Con esto parece decir que no mató a ese hombre sino para lastimarse a sí mismo, o para sufrir sus llagas.

            Comprendí varios misterios, que mi alma, iluminada por la divina bondad, pudo conocer: Jesucristo dio muerte, en su llaga de amor, al hombre viejo, es decir, al viejo Adán, en el ardor del encelamiento del mismo amor. El nuevo Adán no murió tanto a causa de los tormentos, cuanto por su amor, que lo expuso voluntariamente al suplicio. El viejo Adán murió para no revivir. El nuevo fue ejecutado en la cruz, más para resucitar a la inmortalidad. Las cosas viejas perecen para no tener más el ser; la ley de Moisés, con sus ceremonias, fue enteramente suprimida. Las cosas nuevas sólo morirán para revivir a una felicidad mayor.

            [531] ¡Cuan admirable es la llaga del místico Lamec! Es una herida de amor que no tolera remedio alguno, ni puede ser curada. Por ello, el divino Lamec dice con toda verdad: he muerto a un hombre con mi herida, el cual fue herido porque el Salvador, al perseguirlo y hacer morir al viejo Adán, fue del todo atribulado y llagado: afligido en su interior por el amor que horadó su corazón, que lo derritió, que lo derramó, que lo abrasó, que lo consumió; atribulado físicamente en todas las partes de su cuerpo: de la cabeza a los pies. Es un bravo y generoso enamorado que presentó al tormento la totalidad de su cuerpo, sin esquivar golpe alguno. Venció por medio de sus llagas y de su misma muerte. Combatió contra todas las criaturas que habían conspirado contra él, creyendo haberlo vencido al verlo quebrantado por la multitud de sus sufrimientos, que juzgaron mortales; y que por razón de los mismos sería borrado de la tierra de los vivos. Lamec declaró otro gran misterio: Pero si del homicidio de Caín la venganza será siete veces doblada, la de Lamec lo será setenta veces siete (Gn_4_24)

            La venganza que se tomaría por Caín valdría por siete; la sangre de Abel, derramada por el primer fratricida, fue vengada en la persona del mismo Caín con una venganza que valió por siete; pero el que vierta la sangre de Lamec, será castigado con un escarmiento que valdrá setenta veces siete. Sin embargo, la sangre de Abel obtuvo grandes bendiciones; la de Lamec, empero, obtendrá muchas más. Como los judíos dieron muerte a Abel, fueron castigados, abandonados y el Evangelio llevado a los gentiles quienes, al rechazarlo por la herejía, después de haberlo recibido, serían tratados más rigurosamente aún. Sin embargo, las bendiciones que seguirán a la sangre y a la muerte del divino Lamec serán mucho más abundantes que las que atrajo del cielo la sangre de Abel, que fue verdaderamente seguido de un pequeño número de justos. La llaga de nuestro Lamec-Jesús, sin embargo, engendró la justicia sobre la tierra, obteniendo para nosotros la efusión del Espíritu Santo, que descendió sobre los apóstoles y los discípulos para colmarlos de ciencia, de gracia y de amor, impulsándolos con entusiasmo a la salvación de los hombres mediante la predicación universal de la gloria del Salvador, que para redimirlos sufrió tormentos cruelísimos, humillándose hasta morir en la cruz, a la que quiso ser clavado después de haber sido flagelado con tantos golpes, que su cuerpo sagrado parecía no [532] tener sino una sola llaga que lo contenía enteramente, ya que desde los pies hasta la cabeza no había en él parte que no estuviera desgarrada u horadada.

            Más doloroso aún fue el desprecio que recibió de los hombres a quienes rescató, durante el tiempo de su pasión. Lo que consoló entonces a este divino enamorado, fue la visión de muchos que, después de la venida del Espíritu Santo, obtendrían provecho de ella, volviéndose hacia aquel que fue sacrificado por su redención. Escucharían a este apasionado de su amor, responder a sus pensamientos diciendo: "Recibí estas llagas que ustedes contemplan con asombro, en casa de los que me amaban". Deseo que, por medio de estos sufrimientos, sean curados de los suyos, y que a cambio de mi vida temporal posean la vida eterna, a fin de que se cumplan las palabras de Oseas: Yo los libraré del poder de la muerte, etc. (Os_13_14), y que la profecía de Isaías sea cumplida: mas luego que él ofrezca su vida por el pecado, verá una descendencia larga, y cumplida será por medio de él la voluntad del Señor (Is_53_10).

            La muerte del Salvador fue vengada por la caridad, que por sus méritos movió al Padre a enviar al Espíritu Santo prometido por el divino y amoroso Lamec después de que se elevó más allá de los cielos portando las llagas recibidas en su muerte, que son para nosotros fuentes de vida y de salvación. Por sus llagas, dio muerte al hombre viejo, manifestándonos al nuevo, que es según Dios en justicia y santidad; Dios y hombre, sacrificio y sacrificador, separado de los pecadores, santo, pureza eminente y resurrección de los buenos.

Capítulo 88 - Del celo de san Ignacio, fortalecido por el nombre de Jesús grabado en su corazón, al que las fieras demostraron respeto, 1° de Febrero de 1634.

            [533] Al meditar en el corazón del gran pontífice y mártir san Ignacio, y el generoso valor con el que deseó los tormentos, comprendí que Jesucristo había traspasado su corazón con la saeta encendida de su divino amor, y que al herirlo le había grabado su nombre con fuego, el cual le servía de escudo y lo convertía en terror de las bestias. Como lo transformó en cristóforo, nada debía temer en su calidad de portador de Dios.

            Llevaba este escudo de fuego en su amante corazón, que era el terror de los espíritus malignos, los cuales, habiéndose hecho anatemas por no haber amado a Jesucristo, temen a los que son un mismo corazón con él mediante la llama del divino amor.

            Dios moraba en medio del corazón divinizado del gran Ignacio, quien demostró su gran valor en medio de las bestias más feroces, que no se atrevían a acercársele si él no las provocaba o excitaba a hacerlo. Se llegaban con reverencia hasta su corazón, en el que estaba grabado el nombre del creador común y amabilísimo redentor de los hombres. Dichas bestias representan a las pasiones, que jamás turban al alma que posee a Jesús. El Salvador jamás fue atacado por sus movimientos desarreglados, aunque sintió tristeza y otras pasiones cuando fue conveniente. Permitió, por bondad, que los santos sintieran las pasiones y se despojaran de ellas, según los requerimientos de la gloria de Dios.

            Complacido con el celo de san Ignacio, dejó que las fieras se aproximaran, pero sin tocar su corazón, el cual se conservó entero y grabado con el nombre de Jesús. Las bestias parecieron comprender las palabras del Rey-Profeta: No toquéis, dijo, a mis ungidos (Sal_105_15). San Ignacio llevaba en su corazón la unción sagrada, el nombre que es ungüento derramado, que lo movía a decir atrevida y ciertamente que él era un porta-Cristo. Las fieras manifestaron mayor respeto hacia el santo nombre de Jesús que los seres humanos, que son más brutales que los brutos.

Capítulo 89 - Ofrecí incienso a la Virgen madre, rogándole me diese a su Hijo, en el que encontraría todos mis deleites. Favores que recibí.

            [535] El 2 de febrero, recordando que en ese día se humea a las mujeres en algunos lugares de Francia, después de haber hecho mis ofrendas a la Santa Virgen, le presenté, no humo, sino el incienso de las oraciones de todos los santos y los afectos de todas las criaturas, pidiéndole que, como rescate, según la costumbre de este país, costeara un festín, sirviendo en él buñuelos, que se hacen con la mezcla de harina, agua, vino, aceite y mantequilla, diciéndole: "Virgen sagrada, que eres la mujer fuerte, te pido este pan sagrado, que no es otra cosa que tu Hijo, a quien te ruego me lo des".

            Se realizó una unión sagrada en tu seno virginal, con el trigo de los elegidos, el vino que engendra vírgenes y el agua de la gracia; siendo nuestra humanidad el fruto de la tierra sublime, y su divinidad, que es inmensa, el aceite derramado. Esta efusión no separó al Hijo de su unión con el Padre y el Espíritu Santo, y aunque la sola hipóstasis del Verbo se encarnó, las otras dos personas lo acompañan por concomitancia y seguimiento necesario. Como la naturaleza divina es indivisible, las divinas personas están una en la otra mediante su circumincesión.

            El fuego del divino amor obró esta maravillosa Encarnación. El mismo Verbo es fuego que consume, uniéndose hipostáticamente a la naturaleza a la que apoya, por haberse hecho su soporte; no tuvo a bien que poseyera una hipóstasis humana, sino que apoyó dicha naturaleza en su persona, deseoso de que sus acciones fueran teándricas: divinamente humanas y humanamente divinas y de un mérito infinito.

            A estos panecillos de fiesta se añaden huevos. Jesucristo es el germen sagrado de David y semilla de inmortalidad, que desea darnos la vida por participación. Como alimento y su sangre como bebida el día de la última cena. No tuvo a mal que te adelantaras a su don, pues eres su madre, su nodriza, su guía y su preceptora.

            Este niño nos nació de ti. Que seas tú quien [536] nos lo dé. Es lo que tú deseas, y yo lo recibo con alegría y humilde agradecimiento a tu generosa majestad. Mi amabilísima emperatriz, tus dones son magníficos, pues son divinos y humanos: lo bueno y lo bello, que es el Señor.

            Al contemplar a esta Virgen más pura que las estrellas, que ofrecía su sol, gloria de Israel y luz de las naciones para iluminar a la humanidad, vi al Salvador entrar en su templo para purificar a los hijos de Leví y de Judá. Extendió a su Orden y a sus hijas esta purgación amorosa, diciéndome que estaba en su nuevo templo, que yo construía para él según el designio que me había dado, y que en él se sacrificaban a diario hostias vivas que son las complacencias de su bondad, que son descendientes de Judá e hijas que confiesan su nombre para alabarlo con alabanzas divinas, aspirando únicamente a dar a conocer su grandeza.

            Añadió que debían ser constantes en su amor, que las purifica por medio de aflicciones y esperas, porque la esperanza diferida aflige al alma. Por entonces se afligían a causa del asunto de su establecimiento, que se tramitaba en Roma. La promesa que Jesús se dignó hacerme, como al gran Ignacio de Loyola, de sernos propicio en Roma, me consolaba a pesar de las contradicciones que una persona con reputación de influyente nos causaba sin desear que supiéramos que se oponía, y por el poder de otra persona eminente como la primera. Esto lo ignoraban nuestro banquero y quienes solicitaban dicha fundación, los cuales nos comentaban: "Existe un impedimento secreto". Lo que ellos ignoraban me fue descubierto por mi amor con estas palabras: Hija, has escapado, por mi Providencia, del lazo que te han tendido. La bula está concedida y firmada. No temas que sea detenida. Esa persona fue engañada como Saúl por Micol, cuando perseguía a David. Sólo han tenido impedimento las últimas peticiones que se hacen sobre cosas que no son de tu parecer. Los artículos que los dos religiosos han querido hacer pasar son del todo innecesarios. Vive en paz; yo estoy contigo.

Capítulo 90 - Diversos estados en que se encuentran las almas a las que Dios prueba según cree conveniente para su progreso espiritual.

            [539] Al pensar, por la mañana, en que fui reprendida por comunicarme con demasiada libertad, presenté a Dios este defecto mío. Como respuesta, mi espíritu fue elevado a un sublime conocimiento de los designios de este Dios de bondad sobre mí, el cual me dijo que manifestaba cuando deseaba cosas que debían permanecer ocultas a ciertas personas; que los secretos del rey no deben publicarse, porque pueden, al descubrirse, manifestar los proyectos del estado y dificultar su ejecución; pero que los de su divino Consejo tienen sus efectos cuando él quiere valerse de su poder y providencia infalible; que él se complace en levantar a los humildes y darlos a conocer sus favoritos. Al verlos fieles en lo poco, los constituye en lo mucho, preparándoles su reino así como su Padre lo dispuso para él y coronándolos de gloria y honor.

            Continuó diciéndome que lo contemplara como Verbo humanado y cómo el Santo Espíritu le había formado un cuerpecito, el cual creció como el de todos los niños hasta la edad perfecta; pero que además, al ser extendido en la cruz, se alargó por las cuerdas que dislocaron sus extremidades moribundas. Después de su muerte creció su imperio: mientras su cuerpo permaneció en el sepulcro, su alma llegó hasta el limbo, donde manifestó sus grandezas a las almas de los santos Padres, haciéndolos partícipes de sus magnificencias, coronándolas de sus bondades, rodeándolas de sus luces y mostrándoles que él era la muerte de su muerte y la mordedura del infierno por haber cargado de cadenas al príncipe de las tinieblas, al que abismó, junto con todos sus secuaces, en la confusión eterna: y una vez despojados los Principados y las Potestades, los exhibió públicamente, incorporándolos a su cortejo triunfal (Col_2_15).

            Me aseguró que sería mi victoria con la condición de que no le arrebatara, llevada por el amor propio, lo que le pertenecía, y que no impidiese sus designios oponiéndome a su voluntad; que nada debía temer, sino que recordara lo que me prometió el día de san Ignacio, que cumpliría del todo. Añadió que su amor era su peso, que lo atraía hacia mí por un exceso indecible de bondad para conmigo.

            Lamenté ante él los sentimientos de cólera que mi mal humor me [540] causaba, algunos de los cuales me asaltaron durante sus divinas comunicaciones. Admiraba su incomprensible caridad, que me favorecía al mismo tiempo con una luz muy pura en la parte superior del espíritu, a pesar de sentir turbación en la parte inferior. Confiada y confusa, le manifesté mi pena y él me hizo saber que su sabiduría obraba de continuo este prodigio, sumergiendo al alma en estados muy diferentes, no sólo sucesivamente: el uno siguiendo al otro, sino al mismo tiempo; de modo que se encontraba en el paraíso, en el infierno, en el purgatorio y en el limbo casi en el mismo instante. Añadió que el trono de su majestad está rodeado de un arco iris; y aunque lance rayos y relámpagos, el alma se encuentra en el paraíso por la gracia y por la luz que alumbra su parte superior; en el infierno, a causa de sus culpas, que son materia de desesperación, de rabia, de aflicción y tristeza, conjugándose con el disgusto por la vida y todo lo que se presenta. Se ve, además, en el purgatorio por el deseo de ver a Dios en medio de la pena que le causa la esperanza diferida, y en la mortificación que es necesario hacer de las pasiones, a las que desea dominar y sujetar dentro de sí. Se encuentra en el limbo por la negación y privación de la luz, aunque sea sin sufrir. La esperanza de avizorar la luz después de las tinieblas impide que esto se convierta en un infierno: Me levantaré después de las tinieblas para esperar la aurora (Sal_57_8).

            Dios se complace en probar a las almas, a las que deja en diversas pruebas, permitiendo que el espíritu de desesperación, de ira, de melancolía y de codicia las tiente para servirles de ocasión de gloria y para hacerles ver que, al mismo tiempo que combaten en su parte inferior, gozan de paz en la superior. Ellas son su trono rodeado de iris y fabricado con esmeraldas; es decir, con una firme esperanza que no será defraudada. Cuando el alma es acribillada por los rayos, parece estremecerse de temor ante los truenos, pero los demonios no pueden acercársele ni destronar, valiéndose de toda esta confusión, a aquel que está sentado en el centro del corazón al que posee por su gracia.

            Comprendí que el alma de la dulcísima Virgen no había sido infierno y paraíso al mismo tiempo, por no tener pecado alguno, y que tampoco estuvo sujeta a las pasiones, que nunca obstaculizaron su entendimiento. Jamás experimentó la turbación y gozó continuamente del reposo celestial en un paraíso ininterrumpido.

            Hija, así como obré un prodigio de bondad en mi madre, hago un milagro de poder en ti, uniendo todos estos estados y diferencias en una misma alma, la cual no deja de ser el tabernáculo del Dios altísimo a pesar de que verse azotada por las tempestades. Los demonios no pueden acercarse a mi tabernáculo, al que santifico mediante el sufrimiento.

            Al consolarme y confortarme, el Dios de amor me exhortó a confiarme a él: él mismo sería mi luz y mi salvación, por ser mi poderosísimo protector. Me abandoné a su providencia, que dispondría de todo para su gloria y para su mayor bien, a pesar de que mi alma no percibió claramente que él era en ella Dios oculto y Salvador, el cual rodea su tálamo nupcial de tinieblas para no ser visto por los espíritus nocturnos, a los que vela sus designios.

            Sin dejar de acariciarme, repitió que confiara en él; que él apoyaba lo que yo había manifestado: que desde hacía algunos años, me había iluminado con la verdad de sus luces, entregándome sus sellos; que todo lo que llevara su impronta sería siempre verdadero; que su espíritu daba testimonio del mío y que mis palabras serían confirmadas por su sabia bondad, que no me engaña porque me da signos para distinguir el bien, amándome por ser bueno e infinitamente misericordioso.

Capítulo 91 - Grandes misterios que Dios me reveló a través del silencio que observa la Iglesia el Jueves, Viernes y Sábado Santos. Tinieblas que cubrieron la tierra mientras el Salvador pendía de la cruz. Ceguera de los Judíos y la iluminación de los gentiles. Semana Santa 1634.

            [543] Al considerar el silencio que observa la Iglesia el jueves y viernes santos, comprendí que las maravillas del Verbo Encarnado y sus misterios tienen su alegoría: que el silencio de media hora que reinó en el cielo mientras que san Miguel combatía por la gloria del Verbo Encarnado y por la de su madre Virgen, contra el dragón y sus adeptos, prefiguró el que se guardaría mientras el Hijo de Dios combatía a los demonios y a las criaturas que parecían luchar en contra de la locura de la cruz, que fue un escándalo para los judíos.

            El Verbo se enfrentó a la ira de su Padre, armado del rigor de su celo y de los rayos de su justicia. Cuando el Señor fuerte y poderoso quiso batallar, fue en verdad necesario que todo el mundo se sumergiera en un profundo silencio y que la naturaleza permaneciera como desvanecida o recelosa ante tan inusitado espectáculo.

            San Miguel combatió con las resplandecientes armas de la divina sabiduría para confundir el orgullo temerario de los espíritus a quienes su vanidad incitó a rebelarse contra su Dios y Creador. Miguel exclamó: ¿Quién como Dios? Jesús lidió con las armas de una aparente locura. San Miguel se valió del poder con el que Dios armó su brazo, para apoyar su gloria, rechazar al dragón y sus seguidores, arrojándolos fuera del cielo. El Salvador le aplastó la cabeza con su sabiduría, exaltando la muerte en cruz, que era considerada infamante.

            San Miguel atrajo a su partido a los ángeles fieles que permanecieron en su deber y en la obediencia que debían a Dios, el cual les mostró su gloria. [544] Jesucristo atrajo a sí a la humanidad a través de cosas repugnantes para ellos, como la cruz y la ignominia. Luchó con su Padre por el afán de su gloria y de la justicia, por cuya causa la cólera de aquel Padre tan bueno se había encendido. Peleó para obedecer su voluntad y someterse a sus mandatos. El mismo quiso entonar el himno compuesto por él, con los ojos fijos en el cielo; manifestando con amor, humildad y confianza que había venido a glorificar su nombre, y pidiendo a su vez ser glorificado por su divino Padre según su promesa y los méritos de un Hijo obedientísimo.

            ¿No es en verdad razonable que todo el mundo calle para escuchar el diálogo entre el Padre y el Hijo, el cual combate cuando sufre para salvar a la humanidad? Los ángeles estuvieron atentísimos mientras que el Padre eterno trataba con su Hijo, el cual pronunció entonces aquellas palabras de David: A ti se debe la alabanza, oh Dios, en Sión, a ti el voto se te cumple, hasta ti toda carne viene (Sal_65_1s). Pues en Sión él le rindió la alabanza singular, haciéndose víctima de alabanza en la institución de la Eucaristía, para cumplirle sus votos en Jerusalén al día siguiente, ofreciéndole el holocausto de sí mismo, que le prometió desde el primer momento de su ser, cumpliendo con la ley según su promesa: De mí está escrito en el rollo del libro: He aquí que vengo a hacer tu voluntad; tu ley está en medio de mi corazón (He_10_6).

            ¿Acaso no emitió el voto de una perfecta pobreza en su desasimiento universal, no reservando para sí ni aún a su misma madre? El voto de obediencia, ¿pudo ser más generoso al someterse hasta el suplicio de la cruz? hasta ti toda carne viene. El cuerpo del Salvador, al estar suspendido en la cruz después de ofrecerse al Padre eterno, fue dado a los discípulos a manera de espíritu en el sacramento eucarístico, en el que es una víctima purísima que ofrece su integridad virginal. Fue entonces cuando en verdad fue exaltado, atrayendo y polarizando todo hacia él y hacia el amor de su Padre. La carne, que se inclinaba a la corrupción, en la que el Espíritu de Dios no había podido detenerse, se vio sublimada al ser purificada, como si se hubiera transformado en espíritu, no aspirando sino a las delicias divinas, sabiendo que en tres días, después de su resurrección, recibiría una vida nueva.

            El silencio del Salvador en la cruz no fue continuo, sino interrumpido por algunos gritos causados por el temor de las tinieblas que cubrían la tierra. Desde la hora de sexta hasta la de nona, mientras que dichas tinieblas velaban toda la tierra, se trataron grandes misterios que la Sma. Virgen y san Juan pudieron [545] admirar, ya que el amor les dio ojos que taladraron la oscuridad de aquella noche sombría e inusitada.

            Quiero señalar que san Juan no presta atención a las tinieblas en la narración de la crucifixión de su maestro debido a que permaneció siempre en la luz, distinguiendo el agua y la sangre que brotaron del costado del Salvador abierto por la lanza del soldado. El predilecto contempló las maravillas de los misterios adorables de la redención, que Dios veló con el crespón de sus tinieblas, de las que plugo a su bondad producir admirables luces en mi alma, conversando conmigo varias horas acerca de los secretos de su tálamo nupcial. El divino Salvador me dio a entender que oró a su Padre con lágrimas, gemidos y clamores para obtener el perdón de los pecados del mundo y, como acostumbraba orar durante la noche: y pasó la noche orando con Dios (Lc_6_12), hizo que ésta avanzara a fin de vacar a la oración con Dios.

            Las tinieblas suspendieron los espíritus de los hombres, manteniéndolos en un silencio de admiración. El rogó a su Padre que cumpliera las promesas que le hizo de darle una descendencia numerosa, por haber puesto su alma y entregado su cuerpo en manos de buenos y malos, muriendo porque así lo quiso. Fue constituido rey sobre Sión, la santa montaña, la noche anterior a su muerte, instituyendo el divino sacramento y ofreciéndose él mismo por mediación del Espíritu Santo y obrando la transubstanciación del pan en su cuerpo y del vino en su sangre por potestad divina. El Padre le dictó a continuación el bello sermón de los preceptos de amor y de la caridad misma: Tú eres mi hijo, hoy te he engendrado (Hch_1_5), en este sacramento de vida, que te reproduce a pesar de la conjura de los escribas y fariseos ante Caifás, quienes concluyeron que era necesario llevarte a la muerte y borrarte de la tierra.

            Yo, que moro en una luz inaccesible, me burlo de esta ceguera y de sus locuras. Ellos temían la llegada de los romanos; pídeme todas las naciones de la tierra, yo te las daré: Pídeme y te daré en herencia las naciones, en propiedad los confines de la tierra (Sal_109_4). Mereces ser escuchado a causa de tu reverencia; te propusiste la alegría y la adquiriste para los elegidos al cargar con la cruz; eres el escogido de Dios como Aarón y Melquisedec: tu reino y tu sacerdocio no tendrán fin: Eres sacerdote para siempre según el orden de Melquisedec

(Sal_110_4).

            Caifás rasgó tu vestidura; su sacerdocio pasó por ser únicamente la sombra del bien que contiene la verdad, al que envolvió la sombra de [546] la muerte representada por aquellas tinieblas que cubrieron la tierra. En medio de aquel silencio, se escucharon las palabras del Todopoderoso y se percibieron sus adorables claridades, mientras que la noche extendía velos sobre toda la tierra.

            ¿Dejaría mi alma de admirarse al contemplar a aquel que desde el trono de su real y divina grandeza trataba con su Hijo suspendido sobre el patíbulo de la cruz? Hizo de él su tabernáculo, al que rodearon las tinieblas como la nube en otro tiempo a Moisés cuando hablaba con Señor sobre el Monte Sinaí por mediación del ángel a quien llamaba Señor. El Hijo único habla con su Padre de igual a igual, sin causar detrimento; es idéntico a él como Dios, y por humildad le ruega como hombre, como ángel del gran consejo y como rey de la humanidad y de los ángeles. Hablan acerca de sus dominios. Mantiene a sus elegidos suspendidos de la cruz, en el aire, por el que determinó volver en el último día junto con su madre, los apóstoles y todos los santos a juzgar a los vivos y a los muertos, haciendo aparecer su cruz en el cielo como un estandarte glorioso delante de todas las naciones. El mismo que se vio en el calvario como un suplicio infamante.

            ¿Qué te he dado, Señor, para que me introduzcas a tu consejo privado, en el que tratas tus grandezas y tu gloria mientras que la humanidad sólo se fija en tus humillaciones y desprecios? No me admira que la Virgen y san Juan estén allí: ella es tu madre y él tu secretario predilecto. Comparten tus sufrimientos y participan en tus menosprecios. Mueren porque no mueren. A mí, que no sufro, que carezco de inocencia y de fidelidad, que te he clavado en la cruz por mis pecados, me es concedida la gracia de comprender tus misterios ocultos en ti a través de los siglos; a mí se ha dado el poder y el mandato de anunciarlos después de haberlos escuchado. Es esto lo que me confunde; lo que para los demás son tinieblas, para mí es un claro día. La noche de tus pasión es para mí noche de delicias. Obras con misericordia porque eres misericordia.

            El Calvario es un trono de gracia y estás en él para perdonar y pedir a tu divino Padre el perdón para tus enemigos. En él eres víctima y pontífice; ya que subes al santuario con tu propia sangre, ofreciendo el incienso de tus oraciones. Tu corazón es el altar y el incensario de oro en el que está depositado el amor todo ardiente, todo fuego. Tu Padre te recibe como holocausto perfecto. No desea más sacrificios de corderos, de bueyes, de toros y de [547] aves. El velo del templo se rasga. Los sacramentos antiguos son elementos vacíos. Las figuras ceden a la verdad. Te considero, amor mío, sobre la cruz, celebrando tus bodas con la Iglesia y la gentilidad. El Calvario es la habitación; la cruz, el tálamo nupcial y las cortinas, las tinieblas, porque jamás comprenderemos los secretos de las bodas reales del Dios hecho hombre.

            Divino Salvador mío, contemplo a los ángeles como los sesenta fuertes de Israel que llevan sobre el muslo la espada para espantar a los espíritus nocturnos. Sin embargo, me parece que les prohibiste combatir contra los poderes de las tinieblas, que salieron de sus mazmorras para hacer sus últimas tentativas. Cuando san Miguel combatió al dragón, la batalla no se libró a plena luz. Dios, que es el mismo sol, no apareció en ella; sólo san Miguel, que clamó con voz estentórea: ¿Quién como Dios? Con sus armas doradas y luminosas, trató de disipar las tinieblas que habían oscurecido los entendimientos de aquellos espíritus rebeldes, que eran luz por naturaleza. San Juan no vio otra antorcha ni otra luz en el cielo durante esta contienda, sino la que lanzaba la mujer vestida o rodeada de sol, coronada de estrellas y calzada de luna, cuyo fruto deseaba devorar el dragón. Este Hijo, empero, fue arrebatado hasta el trono de Dios, lo cual significó que el campo de batalla se encontraba lejos del trono de Dios, que es el solio que irradia la luz.

            Comprendí que mi Salvador vendrá glorioso e impasible en el último día de la humanidad mortal, en pleno fulgor de su majestad, sobre las nubes del cielo (Mt_24_30), porque el último día de su vida mortal fue crucificado entre las nubes de la tierra. Las del cielo son luminosas como la que ocultó al mismo Salvador a los ojos de los apóstoles el día de su ascensión, cubriéndolo con una sombra luminosa que no los privó de la vista, sino únicamente del excesivo brillo que hubiera lastimado la gran debilidad de sus pupilas. Esto mismo sucedió en el Monte Tabor el día de la transfiguración.

            Las nubes de la tierra son vapores de agua lodosa que ascienden a causa del calor, espesándose y condensándose en el aire para poder ocultarnos la luz del sol, que con frecuencia no puede atravesarlas con sus rayos por ligero que sea su espesor. Estas nubes son un verdadero símbolo de la ingratitud, que fue el pecado de los judíos, en medio de los cuales fue crucificado el Salvador, quien fue condenado por Pilatos para contener su rabia y su [548] satánica y negra malicia, a las que quiso representar con las tinieblas que acompañaron su muerte, de manera que pudo afirmarse: entre las nubes de la tierra. De manera semejante, vendrá a juzgar a vivos y muertos sobre las nubes del cielo.

            Escuché a mi divino Salvador tratar con su Padre acerca de los asuntos más importantes de sus dominios eternos, y que todo esto debía guardarse en un gabinete secreto. Moisés, al tratar con Dios acerca de la alianza con el pueblo judío, fue ocultado por una densa y oscura nube (Ex_19_9); y al bajar para explicar este trato y sus condiciones al pueblo, fue necesario que velara su rostro. Mientras duraron las tinieblas, el Salvador crucificado concluyó con su Padre la alianza con el mundo, la elección de los escogidos y la participación de sus gracias. Los judíos mismos se obstinaron y endurecieron, finiquitando su reprobación a semejanza del príncipe de las tinieblas. La bondad de Dios, en cambio, consumó la vocación de los gentiles, restituyéndolos en lugar de los judíos. Todo esto sucedió en una densa y oscura nube, en las tinieblas. Dicho símbolo fue muy claro en la ruina de los egipcios y en la salida de los hebreos, que fue en la noche, como dijo el ángel: Cuando un tranquilo silencio ocupaba todas las cosas, y la noche, siguiendo su curso, se hallaba en la mitad del camino, tu omnipotente palabra, desde el cielo, desde tu real solio, cual terrible campeón saltó de repente en medio de la tierra condenada al exterminio; y con una aguda espada que traía tu irresistible decreto, a su llegada derramó por todas partes la muerte; y estando sobre la tierra alcanzaba hasta el cielo (Sb_18_14s).

            Es evidente que el ángel exterminador, al atravesar Egipto a eso de la media noche, sembró la muerte en los hogares y los hebreos, que habían teñido sus puertas con la sangre del cordero inmolado, fueron preservados de ella, pudiendo salir cargados con los despojos de Egipto gracias a la protección divina, que sembró la confusión y el espanto en los espíritus de los egipcios, que urgían a los hebreos para que apresuraran su salida. Las aguas del Mar Rojo se dividieron para dar paso al pueblo de Dios, cerrándose después para abismar en ellas a los egipcios, que, arrepentidos de haber permitido dicha salida, los persiguieron para regresarlos y reducirlos nuevamente a la servidumbre y a la cautividad.

            ¿No es verdad que, durante el silencio de la naturaleza, que pareció turbada y a punto de ser aniquilada en el curso de aquella noche, la omnipotencia de Dios, cuyo mediador es el Verbo Encarnado, habló desde el solio de la cruz y resonó en el Calvario? Fue éste el transcurso de una noche [549] extraordinaria, comparado con el de las demás noches, que es regular y ordinario, y que se suceden en todo tiempo a la hora asignada. El sol, mediante su lejanía y su presencia, fabrica nuestros días y nuestras noches al acercarse o alejarse de nosotros en determinados momentos, por tener sus periodos precisos y medidos. Esta noche, sin embargo, ocurrió en pleno mediodía, por ser extraordinaria. Fue también pasajera: sólo ocurrió una sola vez. La Escritura dice que estaba en su curso, señalándolo con estas palabras: una noche pasajera. Como ya he dicho, fue transitoria debido a que un Hombre-Dios moría por la humanidad.

            La palabra humanada y omnipotente, el Verbo de Dios, se hizo oír desde el trono real de la cruz, pues el Salvador pareció aceptar el título de Rey sólo en la cruz. Clamó dos veces con fuerte voz: la primera cuando se quejó a su Padre porque lo había desamparado: y a la hora de nona exclamó Jesús, diciendo en voz grande: Eloy, Eloy, lamma sabacthani? Que significa: Dios mío, Dios mío, ¿por qué me has desamparado? (Mc_15_34). Y después de haber bebido el vinagre, san Mateo lo menciona expresamente: Entonces Jesús, clamando de nuevo con una voz grande, entregó su espíritu (Mt_27_50).

            Gritó antes de entregar el espíritu, proclamando que todo estaba consumado. Dijo a gritos a los demonios que su poder había terminado; que habían empleado todas sus fuerzas, pero que su imperio llegaba a su fin. Gritó a los padres que gemían en el limbo, anunciándoles que se acercaba su liberación. Dijo a gritos a su Padre que todo se había cumplido; que su justicia estaba satisfecha en todo. Un poco antes clamó que tenía sed de pagar todo lo que su Padre quiso imponerle por añadidura, a pesar de encontrarse en tan extremo abandono. No se encontraba ya en las antiguas figuras y profecías cosa alguna que no hubiera sido ejecutada, salvo el beber vinagre. Después de haberlo chupado, exclamó: Todo está cumplido (Jn_19_30). Habiendo encomendado antes su espíritu a su Padre, se lo entregó, dando antes de expirar un grito con fuerte y potente voz, que se dirigió a todas las criaturas y rompió los lazos de su cautividad, resquebrajando, en figura de ésta, las piedras y las rocas, como cuando gritó a Lázaro que saliera del sepulcro, volviéndolo a la vida con el poder de su voz.

            Con su muerte resucitó no sólo a aquellos cuyos sepulcros se abrían, sino a toda la raza humana, que yacía muerta en el pecado. Las tinieblas cubrieron a los egipcios [550] mientras que los israelitas gozaban de la luz. Ahora, por el contrario, las tinieblas rodean a los israelitas y a los judíos, en tanto que los gentiles comienzan a ver la luz despuntar sobre ellos. Al ponerse en Judea el sol de justicia, se levantó en el horizonte de los gentiles. Los egipcios persiguieron a los hebreos porque no quisieron reconocerlos como hijos del Dios vivo. Aquel pueblo tan amado del Dios de bondad, después de experimentar los favores de su brazo omnipotente cuya protección paternal les prodigaba, se mofó de los gentiles odiándolos a muerte, sin poder imaginar que fuesen hijos del mismo Dios y Padre.

            Cuando llegó el tiempo propicio, persiguieron y dieron muerte maliciosamente al verdadero y natural Hijo del Dios a quien adoran, clavándolo en una cruz que consideraban infamante, no reconociendo su omnipotencia ni aun después de la muerte. Los hebreos pasaron en medio del mar a pie enjuto, en tanto que las olas que sepultaron a los egipcios les servían de muralla. Hoy en día los gentiles se salvan en el oleaje del mar enrojecido de la sangre del Salvador, mientras que los judíos se pierden en la marejada de tan preciosa sangre, según lo que pidieron a gritos: Caiga su sangre sobre nosotros y sobre nuestros hijos (Mt_27_25).

            Los hebreos salieron triunfantes del Egipto que habían saqueado; los gentiles se han enriquecido con los despojos de los judíos. El Salvador, que por nacimiento les pertenece, deja de ser uno de ellos; renunciaron a su bondadoso rey, el cual fue registrado en el censo de Augusto al venir al mundo. Es ésta una expropiación sagrada que pasa a la potestad de los gentiles: fue necesario pedir su cuerpo a Pilatos, gobernador de Judea y representante del Imperio Romano. Los corazones de faraón y de los egipcios fueron endurecidos, pero los de los judíos no lo fueron menos: sus ojos estaban llenos de escamas y sus oídos tapados con estopa; y así como la escritura atribuye el endurecimiento de faraón a Dios, así relaciona la obcecación de los judíos con Jesucristo, el cual los deslumbró con sus milagros. Esto es lo que se reveló a Isaías con la expresión embota el corazón de este pueblo (Is_6_10).

            El no fue causa de los pecados e iniquidad de unos y otros sino sus mismos crímenes, que provocaron su endurecimiento y ceguedad, obligando a Dios a retirar la dulzura y la luz de sus gracias, que podía suavizar sus corazones obstinados e iluminar sus invidentes ojos, en caso de que hubieran querido corresponder a sus bondades y seguir su voluntad, que él les dictó velada por el ángel y bajo la figura de la columna de fuego y la [551] nube, al caminar a la cabeza de su pueblo hacia la tierra de promisión después de haberlo sacado de Egipto, por el que seguía suspirando. Al estar sobre la columna de la cruz, Jesús volvió la espalda a Jerusalén y dirigió su rostro hacia el Occidente, abandonando la Judea y fijando su vista en la gentilidad, a la que él mismo quiso conducir hasta la tierra de las promesas eternas, en la que se encuentra la visión beatífica que lleva en sí al soberano bien.

            Cuando los judíos conspiraron para dar muerte al Salvador, quisieron arrancar aquel justo de la tierra: y cortemos lo de la tierra de los vivientes (Jr_11_19). Sin embargo, él mismo se trasplantó y echó sus raíces en los elegidos, siguiendo el mandato de su Padre: y echa raíces entre mis elegidos. Abandonó, pues, la tierra que, por su ingratitud, se hizo indigna de albergar al árbol de vida que florecería como un lirio y como un cedro del Líbano aun en tierra desierta y sedienta. La tierra de los gentiles, que ha sido hasta ahora un páramo desierto, sin recibir rocío alguno del cielo, porque todo había sido reservado al delicioso paraíso de Judea, recibirá la fertilidad del Dios de toda bendición, el cual la bendecirá y hará que su nombre sea grande en ella.

            El sacrificio del cordero pascual fue un sacrificio y una víctima de pasaje para los judíos: víctima del paso del Señor (Ex_12_47). No quisieron ellos verlo más ni en su sinagoga, ni en su templo, ni en su ciudad. Le obligaron a salir, llevando su cruz, hasta el Monte Calvario, donde se ofreció en sacrificio y pasó por su muerte; el sacrificio de la cruz es una víctima de paso para los gentiles. Jesús pasó hasta el pueblo gentil; vino a ellos y en medio de ellos; y ellos vienen a él, por lo que dijo: Grande es mi nombre entre las naciones; en todo lugar se harán sacrificios a mi nombre y se ofrecerá una oblación limpia. Su nombre sagrado será, en adelante, célebre y glorioso en medio de las naciones extranjeras. En todas partes se le ofrecerá una víctima inocente y un sacrificio de alabanza, que él confesará digno de su gloria.

            Fue durante las tinieblas, antes de que la luz fuera hecha, que Dios creó, en su mente y en su Hijo, al cielo y a la tierra. En el principio creó Dios el cielo y la tierra (Gn_1_1). El Padre creó, por medio de su [552] Hijo, el cielo de sus elegidos, en tanto que la tierra de los judíos permanecía vacía y estéril, sin adorno y sin fruto, envuelta en las tinieblas que cubrían la faz del abismo judío, que era el mismo abismo y la misma tierra que quiso, para su propia desventura, perder a su Creador y Salvador, que es un abismo de bondad oculta a los judíos, en tanto que Dios hace brillar la luz sobre los gentiles. Que nos llamó, dice la palabra santa, en luz admirable. El pueblo que yacía en las tinieblas vio una gran luz. El centurión, al ser iluminado, reconoció la divinidad del hombre al que veía morir en la ignominia del suplicio de la cruz, confesando que era el Hijo de Dios, en cuanto escuchó su fortísima voz antes de expirar.

            De cuando en cuando, el Espíritu del Señor se cierne sobre las aguas del paganismo, haciéndolo fértil por su virtud; Espíritu que abandonó a los judíos, lo cual fue significado por la espiración que el agonizante Jesús envió a los gentiles, en cuya dirección miraba: exhaló su espíritu.

            También fueron vistos sus ángeles al salir del santuario, desentendiéndose así del cuidado de dicho pueblo. David había pedido este Espíritu, y sabía muy bien que Dios lo enviaría: Envía tu espíritu y renovarás la faz de la tierra, renovación que parece causar que todo el universo renazca en los cuerpos y en las almas. El envío de este espíritu, de este soplo divino, es la gloria del Señor: Gloria al Señor por los siglos. Que se alegre el Señor en sus obras. La gloria del Señor ha comenzado a aclarar y a elevarse como un hermoso día que sale de las tinieblas de la noche. Es el día de la alegría de su corazón. Se alegrará por siempre en la obra de nuestra redención: este es el día que hizo el Señor. Gocemos, en este día glorioso, de este Dios de bondad.

            El Padre eterno me mostró la pasión del Salvador como una feria que se tuvo lugar en la cruz, diciéndome que su Hijo fue vendido por Judas a sus enemigos y a los poderes de las tinieblas, los cuales salieron de los infiernos por miedo a que el Salvador que habían comprado en treinta denarios les fuera arrebatado, ya que el traidor que lo vendió, considerando que habían entregado la sangre del justo, se arrepintió sin caridad, desesperándose y considerándose indigno de recibir el perdón de su crimen. Se colgó y descendió a los infiernos desde el cadalso, infiernos a los que llenó de alarmas: los demonios, espantadísimos, rabiando y furiosos, salieron de sus calabozos, descargando su furia sobre el inocente Jesús, a quien sabían muy bien que no podrían guardar en sus abismos. [553]

            El Padre Eterno pareció acudir al rescate de su Hijo, redimiéndolo de manos de los pecadores que lo tenían en su poder. Lo mandó pedir a Pilatos por mediación de José de Arimatea, quien ofreció contribuir con el sudario, añadiendo que cedería su propio sepulcro para que allí se le colocara; que la justicia religiosa y la secular no tendrían que hacer desembolso alguno para sepultarlo.

            José compró los ungüentos y Nicodemo se unió a él para llevar a cabo tan santa empresa, que tenía un precio que Dios se dignó valorar. A cambio de una pequeñez, les concedió el paraíso; a cambio de un vaso de agua fresca dado en nombre del divino Salvador, el cual, al morir, compró a todos los hombres con el precio de su sangre. Para ver su adquisición, hizo que todos pasaran delante de sus ojos: todas las criaturas, en las personas de la Virgen y de san Juan, estuvieron presentes así como lo estarán un día en el juicio. El pagó el mismo precio elevado por los réprobos y por los elegidos, aunque aquellos desventurados se alejen de él y sean como los demonios rebeldes.

            Tan variados conocimientos me mantuvieron largo tiempo en suspenso, admirando la bondad de Dios, que se compadece de los hombres que se pierden por su malicia después de haber sido rescatados por una abundante redención.

            Durante aquel misterioso silencio, mi divino amor me explicó además estas palabras de Zacarías: Callen todos los mortales ante el acatamiento del Señor; porque él se ha levantado y ha salido de su santa morada (Za_2_13). Me dijo que el hombre que tendía la cuerda en casa del Profeta para medir la tierra y Jerusalén, era figura de sí mismo; que él midió en la cruz la tierra de su cuerpo, la de Jerusalén y la de la Iglesia.

            Midió también la Sión celestial para que fuera su habitación gloriosa y la de todos sus elegidos, con la medida de oro de la caridad, que no era la medida del ángel ni del hombre común, sino la medida del Hombre-Dios, que ofrecía su cáliz a los hombres para que lo bebieran después de él, considerándolos en su condición de hombres y teniendo en cuenta su debilidad; pero que su Padre lo recompensaría, como Dios según las medidas y distribuciones hechas por su divino amor, que amó tanto a la humanidad que le dio a su Hijo único; "Al dárselo, les he dado todo". Por ser su heredero universal, los hizo herederos con él y hermanos suyos en una adopción de amor.

Capítulo 92 - Admiración de los ángeles en el sepulcro del Verbo Encarnado resucitado. Explicación de la visión del profeta Ezequiel. Los atributos gloriosos de la santa humanidad, que es arco iris de paz y nuestra soberana dicha, Sábado Santo 1634.

            [555] Job preguntó por qué Dios enviaba su sol a los hombres que están hastiados de su larguísima estancia en esta vida, tan saturada de aflicciones que penetran en sus almas como aguas de dolor, añadiendo que parecería más conveniente que permitiera a los espíritus que sufren dejar sus cuerpos abrumados de miserias, para reposar en los sepulcros en los que no sentirán más dolores. Al obrar de este modo, satisfaría los deseos de estos infortunados. Si embargo, afirmar que los tesoros de alegría se encuentran en esas moradas de muerte, no se podía comprender antes de la resurrección del primogénito de los muertos, el cual contiene en sí todos los tesoros de ciencia, sabiduría y gozo de su divino y eterno Padre.

            Quiso, en su bondad, comunicar su luminosidad al sepulcro y los ángeles fueron vistos sentados en él, admirando la divina liberalidad, que había comunicado a los hombres sus inmensas riquezas, por lo que podían decir al contemplar el cuerpo del Verbo Encarnado: ¡Oh abismo de la riqueza, de la sabiduría y de la ciencia de Dios! ¡Cuan insondables son sus designios e inescrutables sus caminos! En efecto, ¿Quién conoció el pensamiento del Señor? (Rm_11_33s). O bien, ¿Quién fue su consejero? En otro tiempo su espíritu no quería morar con los hombres por ser corpóreos y de carne; ahora el Verbo Encarnado ha bajado al sepulcro en el que habitaba la corrupción, para salir de él con atributos gloriosos, tras haber permanecido en él cuarenta horas.

            Los ángeles se consideraron muy honrados ante el encargo de rodar aquella piedra, que es más preciosa que los tronos en y sobre los que se sientan los monarcas del mundo. Como nuestro Dios se hizo hombre mortal y se dejó [556] llevar al sepulcro, se llenaron de gran admiración. Considerando el amor que Dios tiene a los hombres, subieron desde la tierra hasta el cielo, haciendo un admirable comercio con los hombres, porque Dios se hizo hombre. Se sienten complacidos al sentarse sobre esta piedra, porque moran voluntariamente con los hombres desde que se concertó la paz.

            Son ellos quienes guardan los velos que en otro tiempo colocaban ante nuestros ojos para velarnos los misterios, los cuales, según san Pablo, los hombres les dan a conocer ahora. En tanto que en la tierra siguen conservando los velos, las almas contemplan el rostro de Dios en los cielos bajo la claridad de la luz divina, por lo que responden a las Marías: ¡Resucitó, según su palabra! Porque él la pronunció, en su calidad de palabra que hizo todo y Verbo del Padre, se resucitó a sí mismo con su poder omnipotente.

            La visión de Ezequiel (Ez_1_4), nos señala la gloria de dicha resurrección: El trono de joya es Jesucristo; el Adán celestial va sentado en la carroza figurada por las cuatro ruedas, relacionadas con este misterio y la gloria del día que hizo Dios, gloria que el profeta percibió en aquel maravilloso aparato. La nube de colores cambiantes según la situación del sol, es la santa humanidad, que mostró mil colores: destiló leche en su nacimiento; derramó sangre en su pasión y se espesó en el firmamento, haciéndose cristal en la resurrección. Al recibir la inmortalidad y volverse luminosa con una claridad divina, retiene siempre el poder de destilar un rocío de leche y miel, transformándose en cielo mediante la luz y la consistencia, sin por ello dejar de ser tierra abundante, en la que corren las bendiciones que nos son figuradas por la leche y la miel, que la tierra prometida ofreció en abundancia a quienes tomaron posesión de ella. El arco iris que producía un resplandor en torno, formándose con los rayos y llamas que irradia el que se sienta sobre el trono de majestad, es el Dios de paz que envuelve a los apóstoles y al mundo con ese esplendor de fuego que todo lo rodea, haciendo ver cómo la bondad y caridad del Salvador abrazan todo para hacernos partícipes de la dicha que nos mereció con su pasión. El firmamento de dicho esplendor de gloria muestra, además, que los elegidos verán en esos luminosísimos resplandores los secretos de los [557] divinos misterios. Su vista es terrible: suscita respeto en los buenos y terror en los malos. Esta es la razón por la que los guardias temblaron ante el brillo de los ángeles y no únicamente cuando se estremeció el sepulcro y se abrió.

            Las cuatro caras de los animales que tiraban de ese carro triunfal son misteriosísimas. El buey representa el sacrificio que mereció dicha gloria, y que se glorifica en sí mismo; el león que duerme con los ojos abiertos es causa de la hermosura de ese día debido a la luminosidad de la llama de sus mismos ojos; el hombre recibe un nuevo nacimiento, pero para la gloria; el águila que recibe los rayos de la divinidad, los envía sobre nosotros en cuanto los recibe. Jamás estuvo voló a mayor altura: es ella la que arrebató su presa a los infiernos y a la muerte. Esta águila adorable que reposa en el seno del Padre eterno y se alimenta de su sustancia, que es la médula del cedro del Líbano, posee la misma esencia y naturaleza de su divino Padre, que la engendra en el esplendor de la santidad. Águila que se alimenta de la luz que le es consubstancial con el Padre, del que recibe su ser sin dependencia, por ser luz de luz y Dios de Dios, y término del entendimiento que la produce.

            Por medio del hombre se representa la dulzura; por el león, la fuerza; por el buey, el trabajo y por el águila el valor y la generosidad. Las dos alas replegadas en una son las dos naturalezas del Salvador unidas por un nudo indisoluble. El rumor de las aguas es la voz de las criaturas, quienes comparten y atestiguan la alegría de esta resurrección.

            Además de que todas las criaturas están, de manera sublime, en Jesucristo, todo en él ha sido reparado y perfeccionado, como dice san Pablo, para hacernos conocer el misterio de su voluntad, fundada en su beneplácito, por el cual se propuso restaurar en Cristo, cumplidos los tiempos prescritos, todas las cosas de los cielos, y las de la tierra, por él mismo (Ef_1_9s).

Capítulo 93 - Los signos del nacimiento del Verbo Encarnado son los mismos de su resurrección, pero de diversa manera, en los primeros se mostró pasible y en los segundos impasible. Pascua de 1634.

            [559] Noche de noches. La noche de la resurrección nos muestra claramente la ciencia que el silencio de la noche de la natividad nos había velado. Este día glorioso nos muestra la maravilla del día feliz que los ángeles anunciaron a los pastores diciendo: "Hoy les ha nacido un Salvador" (Lc_2_11). El día de Navidad no convenía a la naturaleza divina, porque alrededor de este misterio había tan pocas personas que supieron lo que pasó y que además informaron de manera confusa y contraria.

            Fue envuelto en lienzos para demostrar que había nacido en la tierra, los ángeles de la resurrección mencionan también los lienzos: "Ya que no está aquí, ved el sudario". Al encontrarse, pasible, en el establo, se dejó envolver en pañales. Ahora, en su estado impasible, no quiere más lazos ni lienzos en torno a sí. Por conservar su imagen, estos sudarios les servirán de señal inequívoca de que estuvo aquí. David pidió como signo de bondad, el imperio divino para el unigénito del Padre Eterno: Da tu fuerza a tu siervo, salva al hijo de tu sierva. Haz conmigo un signo de bondad: Que los que me odian lo vean (Sal_86_16s): que sea yo confirmado en tu gracia y que tus enemigos sean confundidos por este verdadero signo de tu bondad hacia mí.

            No pronunció palabra alguna en la noche del pesebre, a pesar de que siguió siendo el Verbo. Si no hubiera muerto y resucitado en esta segunda noche, y sólo no hubiera existido la primera, tal vez no la tendríamos por digna de una alabanza perfecta, ya que la redención no se había cumplido según el mandato divino. Job (Jb_3_7), dijo de la noche de su nacimiento: Sea la tal noche solitaria, impenetrable a los clamores de alegría. [560] Esta noche, por estar acompañada de una claridad divina, fue transformada en un día glorioso: aquel en que el Verbo Encarnado resucitado hizo que fuéramos invitados a gozar de su gloria y de nuestra dicha. En él los ángeles fueron revestidos de claridad y se sorprendieron al ver correr lágrimas por las mejillas de Magdalena, cuyo amado es su alegría y felicidad.

Capítulo 94 - El Salvador resucitó por divina virtud y no por ministerio de los ángeles, quienes recibieron la orden de anunciar esta maravilla con adoración y admiración. Después de Pascua 1634.

            [561] Al pensar en la resurrección del Salvador, comprendí que los ángeles no contribuyeron en nada a su resurrección, a pesar de que no ha faltado quien diga que recogieron su sangre, sus cabellos y los jirones de su carne desgarrada por la flagelación.

            Estos espíritus humildísimos fueron espectadores de esta maravillosa resurrección en medio de un profundo respeto y adoración. Si el primer Adán fue formado por la mano de Dios, sin que interviniera el ministerio de los ángeles, con mayor razón el segundo Adán, el cual, en su Encarnación, fue concebido por obra del Espíritu Santo: y si el espíritu de Aquél que resucitó a Jesús de entre los muertos (Rm_8_11). Resucitó para gloria de su Padre, que le dijo: hoy te engendré en su generación eterna; mismas palabras que se explican mediante su generación y nacimiento temporales.

            En los Hechos, el apóstol las aplica también a su resurrección, resucitando por su divino poder, lo cual demuestra que los ángeles en nada cooperaron a ella, así como no recabaron la sangre virginal, ni prepararon materia alguna que le diera forma en la Encarnación. El Espíritu Santo laboró bajo la sombra del Altísimo. El ángel anunció claramente la Encarnación y, cuando la Virgen le preguntó de qué manera sería aquello, vemos claramente que él confesó con toda franqueza que no tenía orden de dar detalles acerca del modo en que se llevaría a cabo dicha operación, diciendo que el Espíritu Santo haría esta obra admirable en medio de unas sombras que él no podía penetrar, y que el Espíritu de Dios le velaba del todo esta maravilla. Estas palabras nos permiten juzgar que los ángeles no cooperaron en nada a la resurrección. El Salvador dijo que él tenía poder para tomar su la vida y volvérsela a dar.

            [562] Fue, pues, él junto con su Padre y el Espíritu Santo, lo cual fue mucho más conveniente y honroso, aparte de que los ángeles no podían hacer que un cuerpo traspasara la piedra. Para ello, hubieran tenido necesidad de un poder sobrenatural y divino, que era mucho más decente conceder al alma del Hijo de Dios que a sus espíritus servidores. Toda esta rehabilitación se obró instantáneamente por obra de la Sma. Trinidad, que concurrió en todo como en la primera formación, en la que se concedió al alma del Salvador el poder que le comunicaba la unión hipostática del Verbo, acompañado del Padre y del Espíritu Santo por concomitancia.

            Así como el Salvador quiso hacer girar el lagar y pisarlo él solo, según la profecía de Isaías, sin ayuda de criatura alguna, también quiso resucitar por su propio poder. Los ángeles, según el mismo profeta, parecen sorprenderse al verle volver de la batalla, diciendo: ¿Quién es éste que viene de Edóm, de Bosrá, con ropaje teñido de rojo Este del vestido esplendoroso, y de andar tan esforzado? (Is_63_1). Soy yo, que he combatido para redimir. He hablado con mi Padre como Hijo suyo y he satisfecho su justicia infinita. Por eso se entiende que él podía salvar al hablar, por ser la palabra de la virtud divina, por cuya mediación el Padre hizo todo y lleva en sí la creación entera. Ellos responden: ¿porqué está rojo tu vestido, y tu ropaje cono el del lagareo? El lagar lo he pisado yo sólo; de mi pueblo no hubo nadie conmigo (Is_63_3s).

            Cuando Pedro, su lugarteniente, quiso servirse de una espada para golpear a los que acudieron a prenderlo en el huerto, él le prohibió utilizarla, ordenándole guardarla en la vaina, y volviendo a su lugar la oreja que Pedro había cortado al sirviente del Pontífice, diciéndole que deseaba combatir solo; que si quisiera ayuda, su Padre le enviaría más de doce legiones de ángeles. De esto se puede inferir que no juzgó a propósito que dichos generosos espíritus lo asistieran en el combate, y que era más glorioso para él combatir solo, no deseando darles la gloria de ayudarle a recoger su sangre derramada y los jirones de su carne.

            Aquél que creó todo de la nada, que todo lo podía con solo decir una palabra, y llamar al ser lo que no existe, no tenía necesidad de que los ángeles recolectaran lo que él diseminó por amor. El que ama no da su gloria a los otros si no los ve más fuertes, más magníficos y grandes que él. El amor que el Verbo tenía [563] a su humanidad y la estima que tenía de la sangre con la que el Espíritu Santo formo su cuerpo en las entrañas de su santa madre, lo urgió a recoger su sangre y volverla a sus venas en sólo un instante, así como el Espíritu Santo formó su cuerpo de otro. Este momento se llama: pronto saqueo, rápido botín (Is_8_1).

            Por ser el amor vencedor de la muerte, se apresuró a tomar sus despojos para aparecer en triunfo después de estas victorias, en presencia de quienes lo amaban: su santa madre y Magdalena, que lo vio la primera, como afirma san Juan: "Se apareció primero a María Magdalena" (Jn_20_18), no permitiéndole que lo tocara y diciéndole que aún no había subido a su Padre. Esta prohibición me hizo ver, además, que, por estar glorioso, debía ser adorado y admirado, pero no tocado. Se nos dice que invitó a Santo Tomás y a los apóstoles para que lo tocaran; mas esto fue para fortalecer el espíritu de Tomás y para asegurarnos, mediante el contacto de aquel que ponía en duda la resurrección, que había resucitado verdaderamente, no alabando que él hubiera querido ver para creer, sino a los que creen sin ver.

            Si, mientras adoraban la majestad de Dios, los ángeles aparecieron velados ante el profeta Isaías cuando se le reveló el rostro del Dios de la gloria, qué respeto no guardarán ante la verdad. Adoran al Verbo, su cuerpo y su alma de tres maneras: en la sustancia de su cuerpo santo, en la sustancia de su santa alma y en la sustancia del Verbo, que es la misma del Padre y del Espíritu Santo, que no son sino un Dios. Las tres personas obraron conjuntamente hacia el exterior, juntando divinamente su sangre y resucitando con su poder divino la santa humanidad del Verbo, de manera similar a lo que sucedió en la Encarnación, que se llevó a cabo mediante la venida del Espíritu Santo, por la sombra del poder del altísimo, y porque la persona del Verbo se revistió de un cuerpo. Puede afirmarse, por tanto, que el mismo Verbo resucitó por el poder del Padre y del Espíritu Santo, que es también el suyo, y que los ángeles no ayudaron en esto, concretándose más bien a admirar esta maravillosa resurrección, adorando al Verbo Encarnado glorioso, inmortal e impasible, al que habían adorado mortal, pasible y menospreciado en el pesebre y sobre la cruz. Si no se atrevieron a tocarlo en esos estados de anonadamiento, ¿Cómo hubieran osado hacerlo en los de su grandeza?

            El Padre no les dijo: "Siéntense a mi derecha" [564] ni tampoco: "recojan la sangre de mi hijo". San Pedro dijo que deseaba ver sin intermisión al Espíritu Santo que fue enviado desde el cielo para formar el cuerpo del Salvador, considerándose afortunados al contemplar las delicias que el Espíritu Santo tenía en el Hombre-Dios, que hace las delicias del Padre desde la eternidad. La Iglesia santa dice en el prefacio que las dominaciones lo adoran y las potestades tiemblan ante él.

Capítulo 95 - En que la santa humanidad es el hierro candente y el espejo en que las vírgenes se reflejan y en el que admiran sus divinas bellezas. Su corazón es el arpa y el salterio con los que, por privilegio divino, acompañan sus cánticos de gloria. Después de Pascua 1634.

            [565] Durante la octava de Pascua, me quejé amorosamente con mi esposo, por haberme dejado varios días en sequedad y en pequeñas aflicciones, exclamando con David: ¡Gloria mía, despierta, despertad, arpa y cítara! (Sal_56_9). Al cabo de estas invitaciones, mi divino amor me mostró cómo se elevaba en la gloria de su resurrección, diciéndome que su humanidad estaba bien representada en el mar de vidrio y de cristal que vio san Juan en su Apocalipsis. El vidrio se hace de guijarros y otros materiales terrestres, que se calcinan en el fuego. Al adquirir su forma terrena, el cuerpo del divino Salvador, oscuro y pesado, se transformó en resplandeciente, sutil y glorioso por haber pasado por el crisol de las aflicciones.

            Pude contemplar en el cristal de dicha humanidad gloriosa, a la divinidad engastada como un sol, el cual, con sus rayos luminosos, la hacía aparecer como oro refinado y depurado, que san Juan mostró además como cristal sin defecto (Ap_15_2), con el que estaba construida toda la Jerusalén celestial. Comprendí que la misma humanidad era la ciudad santa cuyas doce preciosas puertas son las cinco llagas, la boca, los dos ojos los dos oídos y las dos fosas nasales. Los cuatro sectores de dicha ciudad son los cuatro atributos gloriosos: [566] la impasibilidad, la claridad, la sutilidad y la agilidad.

            San Juan añade poco después que dicho vidrio era transparente como un cristal. La humanidad gloriosa es un mar solidificado a manera de cristal, permítaseme la expresión, no sólo porque el cuerpo glorioso del Salvador, al igual que el de los bienaventurados, es transparente, sino porque, como el vidrio, sirve de espejo a los santos y, en especial, a las vírgenes, que tienen el privilegio de mirarlo más de cerca; espejo en el que se contemplan a ellas mismas y a los objetos en torno suyo, y que es muy diferente de los demás espejos que sólo representan nuestros rostros si están en posición opuesta a ellos. Este, en cambio, representa al Padre y al Espíritu Santo, que, junto con él, son indivisibles aunque distintos, así como a todas las criaturas que encuentran su expresión en el Verbo, que es el espejo sin mancha ni defecto encuadrado en la humanidad santísima.

            Los vidrios de nuestros cristales, aunque estén bien pulidos, nos engañan con frecuencia, adulando nuestros defectos; o si nos muestran nuestra fealdad, no la borran para producir belleza en su lugar. Cuando las vírgenes acuden al espejo divino, son purificadas de toda mancha al mirarse en él, pues dicho espejo les comunica, mediante una irradiación admirable, su esplendor y belleza, de manera que mientras más se contemplan en él, tanto más se hermosean y agradan a su esposo, que hace crecer su amor en proporción a su hermosura. Ellas reciben, por preferencia, el favor de mirarse más de cerca en este espejo virginal que los otros santos. Es éste el fruto de la amorosa integridad que el esposo divino las lleva a producir, y los favores que renueva en ellas, a fin de que crezcan en belleza. La hermosura acrecienta el amor, y éste, la atención. Las miradas mutuas de este espejo divino y animado esclarecen a las vírgenes con la reflexión de su luz, estableciendo un ciclo admirable en sumo grado. Por ello, llegan a gozar de la claridad que el Salvador pidió a su Padre para ellas con preferencia a los demás santos.

            [567] San Juan, en su décimo quinto capítulo, vio el mar de vidrio abrasado por una llama sagrada que se mezclaba con dicho cristal, haciéndolo resplandecer con la suavidad de dicho fuego, que parecía animar y abrillantar la blancura del vidrio en el que se regocijaba. Todos los que habían vencido a la bestia y borrado su imagen, estaban alrededor de dicho mar, llevando en sus manos las arpas de Dios y cantando el cántico del cordero y de Moisés, servidor de Dios. ¿Quiénes son los que resistieron las embestidas del dragón y pisaron bajo sus pies la imagen de la bestia, sino los y las vírgenes, que jamás admitieron en sus espíritus otra alegría e imagen que la de su esposo, ni albergaron otro afecto en su corazón sino el suyo?

            Solamente los vírgenes seguirán al cordero a todas partes, como asegura el mismo apóstol en el capítulo precedente, en el que se les confiere el privilegio de cantar el cántico nuevo, que es el cántico del cordero, que cantan y tocan en sus arpas: como de citaristas que tocaran sus cítaras (Ap_14_2), a las que menciona en el capítulo siguiente: arpas de Dios, llevando las cítaras de Dios (Ap_15_2). La divina bondad me comunicó que el arpa de las vírgenes es el corazón de Jesucristo, corazón que él me entregaba amorosamente, el cual es arpa de Dios que anima los corazones virginales, a los que se concede un poder recíproco, que es un privilegio divino mediante el cual dan movimiento a dicho corazón y lo reciben de él, ya que todos sus afectos hacia ese corazón amabilísimo proceden de él. Es él quien los mueve cuando se lanzan amorosamente hacia él, y cuando él se funde o derrama en ellos, provocándoles dilataciones, estremecimientos, palpitaciones, suspiros, ahogos, asaltos, amables violencias, desfallecimientos, abatimientos y toda la gama de agitaciones sagradas que sienten, y que les dan a conocer sus impotencias como criaturas limitadas.

            Ellas, a su vez, estremecen el corazón del divino esposo, que se complace en experimentar en [568] él la diversidad de sentimientos afines a los afectos que produce en sus esposas, a las que da su corazón como salterio, el cual ha cumplido a perfección los diez mandamientos, los consejos y las intenciones del divino amor. El desea que ellas hagan lo mismo, sirviéndoles de lira que suena al compás de su voz mediante una amorosa y admirable conformidad. Estos corazones producen una música melodiosa en un solo acorde divino, uniéndose y causándose movimientos recíprocos, cuyo primer principio es el corazón de Jesús. Como él es el primer autor de esta unión, es él quien da, además, el tono y el compás al corazón virginal para que entone el cántico del santo amor, que siempre es nuevo.

            El corazón de la virgen pertenece a Jesucristo, y el corazón de Jesucristo, a la virgen, que no tiene afecto alguno para cualquier otro objeto; de manera que se le puede aplicar lo que se dice de una mujer que está ligada por el nudo matrimonial a un hombre mortal: En ella confía el corazón de su marido (Pr_31_11), el cual le pertenece como posesión suya, abandonándose a su guía. ¿Por qué no aplicar esto al matrimonio espiritual, en que el corazón del esposo sagrado es todo de la virgen sabia, su esposa, a la que confía todos sus intereses, así como esta misma virgen dejó, en reciprocidad, los suyos en el de su bien amado, y que ambos corazones son uno solo, no pudiendo tener sino un mismo movimiento, cuya iniciativa procede del amor del esposo?

            Es certísimo, por tanto, que las arpas de las vírgenes son arpas de Dios y que él les pertenece, por ser el corazón de Jesús, su amor, aquel que conserva su unicidad al mismo tiempo que se multiplica en ellas. Es ésta una admirable reproducción que el divino amor hace por benevolencia, siendo este esposo su gloria, su salterio, su arpa, su cántico y su todo. Son arrebatadas de admiración y transportadas santamente a estos júbilos cantando el himno que David consideró conveniente o adecuado en Sión, mientras que emiten sus votos en Jerusalén: Para pregonar en Sión el nombre de Yahvé, y su alabanza en Jerusalén (Sal_102_21).Himno [569] que no se entona perfecta y dignamente sino en la Sión de la humanidad santa, que alegra la Jerusalén del Edén, la cual observa con admiración la generosidad de estas grandes almas y de estas santas vírgenes, que han llegado a ser esposas del Salvador a través del voto de castidad.

            Ellas han renunciado a todos los deleites carnales para seguir al Cordero en el cielo, el cual se complace en contemplar el cumplimiento y perfección de sus designios, deleitándose al considerar a las vírgenes en la Sión celestial, las cuales han imitado a los ángeles, a los que las vírgenes se asemejan ya desde la tierra aun antes de alcanzar el estado glorioso, que prevenir por medio de la integridad. Los demás santos participan en la misma semejanza, aunque no en los privilegios de las vírgenes, quienes no dejarán de perfeccionarse en la Jerusalén celestial.

            En este Tabor, el Verbo Encarnado, manifestará infinitamente la gloria de la virginidad. Los cánticos que las vírgenes cantan al seguir al Cordero alrededor del mar de vidrio transparente, que es el cristal flameante de la santa humanidad, reclinada en el corazón incomparable de su esposo, que les sirve de laúd, salterio y arpa, se nos explica en el Salmo 107, según lo aprendí en una sublime elevación.

            Al hablar con mi divino esposo, le dije: Señor, mi corazón está presto a recibir los movimientos que tu amor se complacerá en darle. Ven a encontrar en él tus delicias; todo en él está dispuesto: A punto está mi corazón, oh Dios, a punto está mi corazón (Sal_107_2). Cantaré el cántico que desees inspirarme. En ti, amor y gloria mía, me alegraré y haré un concierto armonioso con todos mis afectos. Desprecio todo lo que está fuera de ti; me glorío únicamente en amarte: Voy a cantar, voy a salmodiar, despierta, gloria mía (Sal_107_2).

            Levántate, gloria mía, levántate, corazón sagrado que eres mi cítara, mi salterio y mi arpa. Era necesario que tú previnieras y concedieras el primer impulso a mi corazón: despierta, gloria mía, despertad, arpa y cítara (Sal_107_3); [570] en cuanto tu claridad irradie en mí, y te levantes en mi alma como un sol naciente, (mi corazón) se elevará en mí junto contigo. Levántate a la aurora (Sal_107_3). Esta elevación tiene lugar debido a que el alma se apoya en su amado; y cuando Jesucristo sube en su gloria para volver al seno de su Padre, eleva consigo las almas y los corazones que están unidos a él. Toda su gloria se cifra en Jesús, por cuyo medio se comunica la gloria del Padre eterno. En el mismo Jesús dan gloria y acciones de gracias a la liberalidad del Padre.

            A través del Hijo las bendice el Padre con sus bendiciones celestiales, y es por su mediación que ellas bendicen al autor y fuente primera de todos sus dones. También encantan a los ángeles con su hermosura. De esta suerte, Jesucristo es el camino por el cual su Padre desciende hasta sus esposas; y por la misma vía, ellas se remontan hasta el seno paterno, para encontrar en él sus inocentes delicias unidas al Verbo Encarnado, que allí reposa.

            Las esposas, desando confesar en presencia de todas las naciones y de todos los pueblos de la tierra, la generosidad y grandeza de su Dios, prorrumpen entonces en alabanzas, haciendo resonar el cántico que manifiesta sus sentimientos y agradecimiento, diciendo: Te alabaré entre los pueblos, Señor, te salmodiaré entre las gentes (Sal_107_4); porque tu misericordia y magnificencia es grande sobre los cielos; es decir, sobre los ángeles, a pesar de que no has mostrado tanta condescendencia hacia esos espíritus puros como hacia nosotros, uniendo a nuestra naturaleza tu verdad, que es tu Verbo, el cual elevó nuestra baja condición más allá de las nubes, concediéndole la inmortalidad y encumbrándola hasta la unión hipostática en tu Hijo encarnado.

            ¿No es acaso esta maravilla de amor y misericordia un tema apropiado para un cántico eterno? Porque tu amor es grande hasta los cielos, tu lealtad hasta las nubes (Sal_107_5). Es esto lo que me encantó a mí misma, oh Dios, oh Verbo Encarnado: verte elevado con tu humanidad santísima sobre todos los cielos a fin de que la gloria que comunicaste a esta naturaleza llenara la tierra con sus [571] luminosos rayos, y que tus elegidos y amados, una vez liberados, pudieran arribar a la ciudad celestial, cuyas puertas, que permanecieron cerradas hasta el día de tu exaltación, abriste para ellos: álzate, oh Dios, sobre los cielos, sobre toda la tierra, tu gloria! Para que tus amados salgan libres (Sal_107_6s).

            Sobre todo, Señor, acuérdate de mí; escucha mis gemidos y mis deseos; socórreme con el poder de tu derecha y acepta la poca cooperación que doy a tus gracias junto con los anhelos que tengo de tu gloria. Salva con tu diestra, respóndenos (Sal_107_7). Así lo espero, apoyándome en la fidelidad de tus promesas y en la verdad de tus palabras, pues bien sé a qué te referiste al hablar en tu santuario, que es tu humanidad: Ha hablado Dios en su santuario (Sal_107_8): que te regocijarías al comunicar a esta naturaleza las claridades que posees desde la eternidad en el seno de tu Padre, y que compartirías Siquem, que significa los hombros, distribuyendo los frutos de tu cruz y del fardo que llevan tus espaldas: Ya exulto, voy a repartir a Siquem (Sal_107_8). Tú mides la superficie de tus tabernáculos, en los que encuentras tus delicias, y que, por ahora, permanecen ocultos en los valles del menosprecio y la humillación: a medir el valle de Sukkot (Sal_107_8).

            Todo da testimonio de tu gloria: el Padre, tú mismo, que eres el Verbo, el Espíritu Santo, los ángeles, los hombres y todas las criaturas: todo Galaad, que simboliza en sí una reunión de testigos tuyos: Mío es Galaad, mío Manasés (Sal_107_9). A ti debemos que el Padre eterno olvide felizmente nuestras faltas, que no puede recordar después de haber tú cancelado nuestras cédulas y pasado la esponja por encima de nuestros pecados. Tú dijiste que Efraín era la supresión de tu cabeza, por haberlo elevado hasta la dignidad de tu corona. Efraín, que es un vocablo que significa polvo, representa el polvo de nuestra humanidad, a la que hiciste gloriosa ensalzándola para que fuera la cabeza y la corona de todas las criaturas, concediéndole la belleza que arrebata a los ángeles y a los [572] hombres, que corren en pos de sus atractivos. En verdad Judá te pertenece, porque mandas en ella como su legítimo dueño. Judá mi cetro. Moab, la vasija en que me lavo (Sal_107_9s). Moab es la esperanza de tu heredad. Moab significa del Padre. Como las hijas de Lot concibieron de su padre, uno de sus hijos fue llamado Moab, es decir, del Padre, o engendrado por el padre de su madre.

            Divino Salvador, la heredad que recibes de tu Padre como único y natural Hijo suyo, es tu esperanza y tu riqueza, las cuales posees plenamente por la gloria de tu resurrección y ascensión al cielo. Como cabeza nuestra, tomaste posesión de él por nosotros, que somos tus miembros; sólo tuviste que extender tu pie o arrojar tú calzado hasta la Idumea, para someter y transformar a tus enemigos y extranjeros que te rechazaban, en tus íntimos amigos y servidores adictísimos: Sobre Edom tiro mi sandalia, triunfaré de Filistea (Sal_107_10). Dejaste que tus afectos se inclinaran hacia Idumea; es decir, la naturaleza humana, barro enrojecido del que fue formado el hombre. Te calzaste de nuestra humanidad al venir a nosotros, y venciste a todos tus enemigos: a Adán, a quien tu Padre había desterrado del paraíso, y al que considerabas extranjero, y a su posteridad, que te desconoció para entregarse a divinidades inicuas, prostituyendo su corazón ante ellas. Se convirtieron, llegando a ser tus amigos, cuando tomaste posesión de Idumea. En la Encarnación te uniste no sólo a nuestro afecto, sino, hipostáticamente, a nuestro lodo rojo de sangre, que era enemigo tuyo. Mediante tu caritativa apropiación, reconciliaste con tu Padre a Adán y sus descendientes, los cuales, gracias a tu Encarnación, se convirtieron en miembros de la casa de Dios y ciudadanos del paraíso.

            Oh bondad, oh amor, ¿quién me conducirá hasta la ciudad amurallada y fortalecida con toda clase de armas, que es tu humanidad santa? ¿Encontraré en ella la seguridad?: ¿Quién me conducirá hasta la plaza fuerte? (Sal_107_11). ¿Quién me hará ver este día más santo que el santuario mismo? Dichoso [573] día en el que Dios plantó el pie de sus afectos con tanto provecho: ¿Quién me conducirá hasta Edom? (Sal_107_11). Nadie sino tú, Dios mío, Dios de mi corazón. Mi querido esposo me abrirá las puertas de dicha ciudad y me conducirá por los caminos de esa tierra santa. ¿No eres tú, oh Dios, el que nos rechaza cuando queremos avanzar apoyados en nuestras propias fuerzas? ¿No eres tú, oh Dios, que nos has rechazado, y ya no sales, oh Dios, con nuestras tropas? (Sal_107_12).

            No son nuestras fuerzas ni nuestros méritos los que te atraerán a nosotros, ni lo que te hará salir de ti mismo para ser nuestro guía. Todo se deberá a tu bondad, que prevendrá nuestros esfuerzos, que de otro modo serían nulos, inútiles. Ayúdanos, Señor, mientras que estamos en la aflicción, pues en vano buscaremos fuera de ti nuestra salvación; toda ayuda que proviene de los hombres es vana y mentirosa: auxílianos contra el adversario, que vano es el socorro del hombre (Sal_107_13). Con tu favor, a pesar de ser tan frágiles, remontaremos todo y, ayudados por ti, haremos milagros. Reducirás a la nada a nuestros enemigos, haciéndolos desaparecer como el polvo en presencia de tus esposas magnánimas: Con Dios hemos de hacer proezas, y él hollará a nuestros adversarios (Sal_107_14).

            Plugo al Dios de bondad continuar prodigándome sus luces mediante la explicación del salmo 147, que continúa las maravillas del cántico sagrado de las vírgenes, diciéndome que no sólo Jerusalén, sino todas las criaturas y el mismo Jesucristo -que en razón de su humanidad es la verdadera Sión- alaban a Dios y él a sí mismo por haber resucitado gloriosamente, abriendo las puertas de la ciudad celestial. Por esta razón invitaba yo a Jerusalén, que es el paraíso, y a Sión, que es la humanidad santa, a unir sus cánticos a los míos: alaba al Señor, Jerusalén, alaba a tu Dios, Sión (Sal_147_12), porque afirmó sus puertas, ya que las de la humanidad, que es la primera Jerusalén no serán ya quebradas por la muerte, ni la tortura; y las del paraíso, ciudad de los elegidos, no se abrirán de día ni de noche: ha reforzado los cerrojos de tus puertas Sal 147:13).

            [574] Todos los predestinados, que son tus hijos oh Sagrada Sión, son benditos en ti y por ti, pues el Padre nos ha bendecido con toda clase de bendiciones en su Hijo y por su Hijo. Todo fue hecho de él, por él y en él y hemos sido hechos hermanos suyos: ha bendecido en ti a tus hijos (Sal_147_13). Has entrado en posesión de la eternidad de la paz perdurable e interminable, y en la inmensidad de abundantes delicias que la misma paz extiende hasta tus límites y fronteras: pone paz en tu término (Sal_147_14). Te sacias a ti misma con el aceite del trigo con que nutres a tus elegidos, que no es otro que tú, ¡Oh amable humanidad!: te sacia con la flor del trigo (Sal_147_14).

            Cuan admirable es Dios al acariciar a las esposas de su Hijo. Envió al Hijo, que es el Verbo y su palabra, a la tierra, que se derritió como dulzura celestial; Verbo que vino a pasos agigantados para celebrar sus bodas y que, una vez terminada su carrera, regresa a él: El envía a la tierra su mensaje, a toda prisa corre su palabra (Sal_147_15). El da la nieve blanca de su divinidad y la lana de su humanidad: como lana distribuye la nieve, esparce la escarcha cual ceniza (Sal_147_16). Así como la ceniza cubre el fuego y apaga la llama, de manera semejante la nube con la que el Verbo se veló amortiguó el fortísimo brillo de su luz, que no hubiéramos podido tolerar. El da su cristal y sus tesoros con tanta liberalidad como si se tratara de trozos de hielo despedazado: arroja su hielo como migas de pan (Sal_147_17).

            Si, en ocasiones, el alma es presa de la frialdad en sus afectos, sólo tiene que decir una palabra para que se derrita de dulzura, enviándole una bocanada de su espíritu y de su aliento divino. Entonces, su pobre corazón se destila por los ojos: a su frío ¿Quién puede resistir? Envía su palabra y hace derretirse, sopla su viento y corren las aguas (Sal_147_17s). En verdad se comunica abundantemente a las almas generosas, que son como otro Jacob en las dificultades de la vida activa, El revela a Jacob su palabra (Sal_147_19); mas sus secretos y los ocultos preceptos de sus sabios juicios, sólo a las almas contemplativas, quienes gozan, como Israel, de la dulzura de su conversación y de la visión de su divina hermosura: sus preceptos y sus juicios a Israel (Sal_147_19).

            [575] Las vírgenes gozan de una preeminencia singular en todos sus favores: no hizo tal con ninguna nación (Sal_147_20). A ellas envía su palabra, permitiéndoles ver en medio de la luz tanta maravilla, y comprender en una palabra tantos misterios. Por ello es un prodigio constatar que una alma sigua unida a un cuerpo terrestre, y, al mismo tiempo, se eleve instantáneamente hasta un conocimiento tan claro y una unión tan estrecha con la divinidad: envía a la tierra su mensaje, a toda prisa corre su palabra (Sal_147_15).

            Es en el seno virginal de sus esposas, exclusivamente amadas, que se derrama la dulzura de la divinidad y de la humanidad del Verbo Encarnado, que es como blanca nieve que refresca los ardores de una llama terrestre e ilumina a las celestiales, revistiéndolas de una textura incomparable. Se trata de un fuego, de una luz que Dios envía: brillante luz, flama luminosa, cuyos rayos aminora y cuyos ardores amortigua por medio de la nube y las cenizas de su humanidad sagrada. Este Verbo Encarnado, es decir, velado y cubierto, es el esposo de dichas almas, únicas que gozan del privilegio de seguirlo por doquiera que va. El se comunica en todo a su esposa, por ser todo común entre ellos gracias a la tradición mutua del matrimonio sagrado. El se acomoda a la debilidad y condición mortal de su esposa, y todo esto sucede detrás de las cortinas, bajo la nube y en los secretos del corazón, que con frecuencia se ve abrumado por la ceniza de un exterior humillado.

            El arroja trozos de hielo en sus dichosos pechos, que se vuelven helados a todas las aflicciones de las criaturas que podrían contrariar el amor de su amado. Confieso en verdad que en ocasiones él muestra cierta frialdad que es insoportable al alma verdaderamente amante, que agoniza ante tales enfriamientos, que adivina en el rostro de su esposo. La esposa siente en su corazón tristezas inexplicables hasta que el fuego se aviva en su corazón mediante el soplo del espíritu del esposo. Mientras espera esta gracia, dice ella en su aflicción: a su frío, ¿Quién puede resistir? (Sal_147_17). [576] Sin embargo, el amor no tolera que el divino enamorado deje largo tiempo en sus aflicciones a su esposa. Le habla al corazón y, a la primera palabra, las frialdades desaparecen. El fuego se enciende, derritiendo felizmente el corazón de la esposa que deseaba su venida: Envía su palabra y hace derretirse, sopla su viento y corren las aguas Sal 147:18). Si dicha alma trabaja y combate como Jacob, saldrá victoriosa porque su esposo la fortifica mediante su palabra y su presencia interior. Si ella se abandona a la contemplación junto con Israel, nada quedará oculto a sus ojos y penetrará los profundos abismos de los juicios de Dios: El revela a Jacob su palabra, sus preceptos y sus juicios a Israel (Sal_147_19).

            Es cierto, en verdad, que Dios no da un trato tan privado al resto del mundo. Es menester que el paraíso entero confiese que sólo las vírgenes pueden cantar el cántico del cordero: no hizo tal con ninguna nación (Sal_147_20). Sepan, pues, que el aleluya de las vírgenes resuena por todas partes porque el divino esposo dice a cada una de ellas: Que tu voz resuene en mis oídos, porque es dulce; muéstrame tu rostro, porque es hermoso: Muéstrame tu semblante, déjame oír tu voz; porque tu voz es dulce, y gracioso tu semblante (Ct_2_14).

Capítulo 96 - En que la divina bondad se dignó manifestar sus maravillas sobre las montañas para gloria suya y la de sus elegidos, 21 de abril de 1634.

            [577] Por su parte, los once discípulos marcharon a Galilea, al monte que Jesús les había indicado. Y al verle le adoraron (Mt_28_26s).

            Dime, gloria mía, ¿por qué no quisiste decir a tu colegio apostólico, encerrado en el Cenáculo, que se te había dado todo poder en el cielo y en la tierra? Es que deseaba yo extender mi Evangelio a todo el mundo. El diablo me llevó a la cima de una montaña para ofrecerme los reinos del mundo, que eran suyos a causa de la injusticia de sus engaños y la indiferencia de la humanidad. Quise escoger una montaña para decir en presencia del cielo y de la tierra que yo era el Señor universal, el único que tenía todo el poder. Deseaba también preparar a mis [578] apóstoles y a mis elegidos a ser como los montes. El real profeta dijo de mí: tú que afirmas los montes con tu fuerza, de potencia ceñido (Sal_65_7).

            Quise demostrar que yo era todopoderoso en virtud de mi divinidad, la cual concedió todo poder a mi humanidad gloriosa, que mereció el imperio soberano sobre todas las criaturas. Sin embargo, no quiso ella tomar posesión de éstas sino por la muerte en la cruz, mediante la cual todas las naciones recibirían la noticia de su salvación. Por ello fue elevada en lo alto de un monte. Siempre me complací en mostrar mis maravillas en las alturas. El cielo empíreo es el lugar en el que manifiesto mi gloria; el paraíso terrenal, que estaba muy elevado, fue el lugar donde hice morar la gracia y la inocencia, colocando en él a Adán, de cuyo costado moldeé a Eva, para mostrar que me complacía en las montañas. Abraham recibió el mandato de dirigirse a un monte para ofrecerme el sacrificio más de su voluntad que de su hijo, al que había yo prometido, y al que representó el carnero que fue presentado a Abraham enredado por los cuernos.

            Cuando quise promulgar la ley escrita, escogí el monte Sinaí, [579] en el que manifesté mi poder por medio de truenos, relámpagos y rayos. Escogí la Judea para ser el emplazamiento de mi socorro, porque me gustan los montes. Las solas puertas de Sión me complacen más que todos los tabernáculos de Jacob. El monte de Sión es aquel que menciona el profeta: Los que confían en el Señor son como el monte Sión, que es inconmovible, estable para siempre. ¡Jerusalén, de montes rodeada! (Sal_125_1s). Jerusalén, visión de paz, donde Dios quiso tener un templo en el que detuvo sus ojos y su corazón. Fue en él donde pidió que su pueblo le rindiera adoración: los llevó a su término santo, a este monte que conquistó su derecha (Sal_78_54). Esta montaña recibió la paz, confiriéndola a las colinas y a los valles. David clamó con fuerte voz: Levanto mis ojos a los montes: ¿de dónde vendrá mi auxilio? (Sal_121_1). David sabía muy bien que Dios es el Altísimo, que desechó la tienda de José y no eligió a la tribu de Efraín: mas eligió a la tribu de Judá, al monte Sión al cual amaba. Construyó como las alturas del cielo su santuario, como la tierra que fundó por siempre (Sal_78_68). [580] Comprendí, divino amor mío, que tú eras todopoderoso. Con el cuerno de tu autoridad, estableces y destruyes todo lo que es tu voluntad edificar y destruir

            No quisiste abrir tus labios sagrados en público sino hasta el décimo segundo año de tu vida mortal, cuando interrogaste y respondiste a los doctores de la ley reunidos en el templo de Jerusalén, acerca de lo cual profetizaron Isaías y Miqueas, invitando en espíritu a todos los hombres, diciendo: Venid, subamos al monte del Señor, a la Casa del Dios de Jacob, para que él nos enseñe sus caminos y nosotros sigamos sus senderos. Pues de Sión saldrá la Ley, y de Jerusalén la palabra del Señor (Is_2_3).

            No enseñaste entonces por ministerio de un ángel, sino por ti mismo, que eres la sola voz y el único camino que debemos oír y seguir, pues eres el Mesías prometido. Habla, gloria mía; es tu propio derecho por ser el Verbo Increado y Encarnado que confiere la gracia que todo lo puede a la Iglesia militante, y la gloria que todo satisface a [581] la triunfante. Abre tus labios sagrados y envía a los corazones, a través de las entrañas de los que te escuchan, los frutos del paraíso del amor; proclama las ocho bienaventuranzas, aun en tiempo de persecución. A ti toca albergar a dos contrarios en tu ser, en un mismo sujeto, por ser viandante y criatura que goza de la visión perfecta de Dios.

            Pudiste proclamar las maravillas del cielo y de la tierra desde el momento de tu Encarnación; pero como en Dios todo está ordenado, en ti, Hombre-Dios, todo se dice y hace por mandato, hablando y callando según las disposiciones de tu Padre eterno, cuyo nombre glorificaste durante tu vida, en tu muerte, y en tu resurrección. En la cima del Calvario fuiste reconocido por el centurión como su verdadero Hijo natural, cuyo amor era más fuerte que la muerte. Después de que sufriste en la montaña, te otorgó, junto con todos tus derechos, todo poder en el cielo y en la tierra. ¡Dios de mi corazón! tu confusión ocurrió en un monte elevado. Ahora escoges una montaña para pregonar tu gloria a todos tus elegidos, diciéndoles: Me ha sido dado todo poder en el cielo y en la tierra. Id, pues, y haced discípulos a [582] todas las gentes bautizándolas en el nombre del Padre y del Hijo y del Espíritu Santo, y enseñándoles a guardar todo lo que yo os he mandado. Y he aquí que yo estoy con vosotros todos los días hasta el fin del mundo (Mt_28_18).

            Mi Padre me dio, según mis méritos, los poderes absolutos. Es por ello que los envió como doctores del universo, a fin de que enseñen mi voluntad a todas las naciones, bautizándolas con el bautismo de la gracia: en el nombre del Padre todopoderoso, del Hijo sapientísimo, y del Espíritu Santo, bueno en sumo grado. Sin embargo, para que su doctrina esté llena de energía, observen fielmente todo lo que les he dicho; si es así, estaré con ustedes hasta la consumación de los siglos con mi presencia invisible, la cual hará su fe más excelente, ya que debe fundamentarse en la verdad de las cosas ocultas pero reales. Esta presencia consumirá en ustedes todo lo que es ajeno a Dios, destruyendo la vanidad de la forma de este mundo mediante su fiel e inconmovible verdad.

            [583] No deseo mostrarles y concederles el reino de mi amor sólo momentáneamente, como lo hizo el tentador, quien desplegó ante mis ojos en un instante fugaz todos los reinos del mundo, ofreciéndomelos si aceptaba adorarlo; a él, que se ve obligado a doblar las rodillas ante mi grandeza aun en los abismos, para confundir su orgullo y ambición cuando pretendió levantar su trono al mismo nivel que el del Altísimo, diciendo que se sentaría sobre el monte de la Alianza del lado del aquilón, norte, en tanto que yo permanecía en pie clavado en una cruz para librar a los hombres de su tiranía. Ahora mis fieles pueden decir junto conmigo: Muerte, ¿dónde está tu muerte? Infierno, ¿dónde está tu aguijón? La muerte ha sido devorada en la victoria. ¿Dónde está, oh muerte, tu victoria? ¿Dónde está, oh muerte, tu aguijón? Muerte, yo seré tu muerte; infierno, yo seré tu aguijón (1Co_15_55).

            Les doy el poder de atar y desatar los pecados de los hombres; lo que hagan ustedes en la tierra con este poder, será confirmado [584] en el cielo. Les doy el poder de hacer milagros y prodigios, así como yo los hice, y aun más señalados. Si les dan a tomar veneno, no les hará daño. Hablen lenguas nuevas sin dejar de ser hombres sencillos; prediquen como ministros del soberano Dios; arrojen en mi nombre a los arrogantes demonios, de los espíritus y cuerpos que incautaron por engaño, aunque por permisión divina, a causa de los pecados de los hombres y de las santas intenciones de mi prudencia al permitirlo. No hay mal en la ciudad que el Señor no tolere; digo mal de pena, pues el de culpa no puede venir de Dios, ya que odia el pecado esencialmente, así como reina también por esencia. Como es el Ser benignísimo, aborrece el pecado, que es malo en sumo grado por ser la decadencia de los ángeles y de los hombres. Por oponerse a un objeto infinito, el pecado merece un castigo infinito. A pesar de ello, mi bondad se complace en convertir el mal en bien sin detrimento de mi justicia, pues deseo que mi misericordia [585] sobrepase a todas mis obras. Dios es bueno en sí mismo y justo con sus criaturas. Su bondad es infinita en todo sentido. Dios es más el ser, que el pecado el no ser.

            Vayan, discípulos míos, a evangelizar el mundo llevando mi paz a los hombres; pero antes de predicar a los demás, poséanla en ustedes mismos. No los dejaré un momento; no volveré a morir. La muerte no tendrá más dominio sobre mí. Si ustedes resucitaron conmigo, busquen las cosas de arriba. Animen su gran fe con una inmensa constancia. En mí, he vencido al mundo, al demonio y a la carne. Pueden considerarse victoriosos por adelantado si cada uno de ustedes dice, por sí mismo, y llorando, refiriéndose a mi presencia visible: el consuelo se oculta a mis ojos: el consuelo se oculta a mis ojos mortales porque me veo privado de [586] este objeto admirable, el cual subió al cielo llevando consigo a todos los que sacó del limbo, a los que ahora manifiesta su belleza adorable, haciéndolos felices a través de la participación de su gloria: que él mismo reparte entre los hermanos.

            Quiero sacar fuerza de mi debilidad porque tú eres mi apoyo seguro; quiero fortificar mi fe porque tu gloria es mi alegría. Me siento feliz al combatir en el seno de la Iglesia militante, en tanto que él goza del reino que adquirió, en la triunfante. Perdona mis quejas y considera mis propósitos de hacer y padecer todo en la tierra por tu amor.

            El rey profeta prometió que tú estaría con los que sufren tribulaciones; es decir, que estás presente antes de que éstas rodeen sus espíritus, para sostenerlos por ti mismo, asegurarles la victoria sobre sus enemigos y llevarlas después a gozar de tu gloria en el cielo, ¡Oh amigo más querido entre los mejores!, [587] durante toda la eternidad. Allí te contemplarán como el candor de la luz blanca y esplendor de la gloria del Padre; como la forma de su sustancia, portador de la palabra que todo lo puede, imagen de su bondad y espejo sin mancha de su majestad: ¡Bendito sea el Señor, Dios de Israel, el único que hace maravillas! ¡Bendito sea su nombre glorioso para siempre, toda la tierra se llene de su gloria, amén, amén! Fin de las oraciones de David, hijo de Jesé (Sal_72_18s).

            Es privilegio de tu mano derecha, que es tú mismo, hacer maravillas y vencer en la batalla. Como eres el Señor fuerte, poderoso y rey de los ejércitos, tienes derecho a tomar la gloria que se te debe por esencia. Permite que bendiga el nombre [588] de tu majestad y que todas las criaturas te adoren junto conmigo desde este momento hasta la eternidad. Ahora la tierra está llena de tu majestad. ¡Sea su nombre bendito para siempre, que dure tanto como el sol! ¡En él se bendigan todas las familias de la tierra, dichoso le llamen todas las naciones! (Sal_72_17).

            Que toda criatura te alabe porque en ti todas reciben bendición. ¡Cuan admirable eres en todo lugar, pero en especial, amable en las montañas, en las que manifiestas tu gloria! Señor, qué bueno es caminar a la luz de tu rostro, estallando en todo momento de una santa alegría gracias a los méritos de tu justicia: Tuyo es el cielo, tuya también la tierra, el orbe y cuanto encierra tú fundaste; tú creaste el norte y el mediodía, el Tabor y el Hermón exultan en tu nombre. Tuyo es el brazo y su bravura, poderosa tu mano, sublime tu derecha; Justicia y Derecho, la base de tu trono (Sal_89_12s).

            [589] Como tú llevas las riendas del imperio universal, que jamás tendrá fin, nos sentimos felicísimos al saber que tu júbilo es también el nuestro: Amor y Verdad ante tu rostro marchan. Dichoso el pueblo que la aclamación conoce (Sal_89_15s). Al recibir la noticia de que su hijo José aún vivía, Jacob dijo en varias ocasiones que bajaría gozoso al limbo, aunque para ello tuviera que pagar un día su tributo a la muerte. Con cuanta mayor razón debemos sentirnos alegres al descender de esta montaña para anunciar a la humanidad el gozo de su salvación, proclamar que vives después de una vida mortal y que en ti son glorificados desde ahora; que millones de ángeles te sirven y que todos los bienaventurados bendicen el nombre de tu Majestad, confesando con David que sus alabanzas son demasiado humildes y limitadas.

            Es necesario que tú seas tu propia alabanza, exaltando tu nombre por encima de los cielos, por ser el cielo supremo igual al Padre y al Espíritu Santo. [590] ¡Gloria al Padre, al Hijo y al Espíritu Santo! Como era en el principio, ahora y siempre, por los siglos de los siglos. Amén.

Capítulo 97 - En que el Verbo Encarnado se dignó instruirme en la inteligencia que comunica a sus ovejas queridas, quienes llegan a conocerle, guardada la proporción, así como él conoce a su divino Padre, 30 de abril de 1634

            [591] El segundo domingo después de Pascua, al meditar en el conocimiento que el Buen Pastor debe tener de sus ovejas, el cual se digna comparar al que su Padre tiene de él. Consideré también la fecunda inteligencia mediante la cual el Padre conoce y engendra a su Verbo, comunicándole su ser y nacimiento sin dependencia. El divino Padre, sin empobrecerse, da a su Hijo todo lo que posee, sin que sus bienes hagan superior al que los confiere, de aquel que los recibe.

            El conocimiento que Dios tiene de sus criaturas es fecundo, así como lo es el que tiene de su Verbo, ya que produce todo por su Verbo, que es el término de su conocimiento. Las criaturas, en cambio, reciben un ser que es esencialmente dependiente. Todas ellas nacen en la esclavitud y condición de servidumbre. Es verdad, empero, que las que se vuelven felizmente a él como a su principio, y que son sus únicas ovejas, adquieren una cierta independencia, porque al convertirse Dios en posesión suya, es voluntad de él que participen de sus divinas perfecciones; y como Dios les pertenece, es también suya la eminencia infinita que él tiene sobre todo su ser, por ser origen del mismo.

            A pesar de que dependen de este ser soberano, por poseer el principio del que dimanan, parecen gozar de una dependencia felicísima y no puramente servil, a semejanza del rayo, que posee al sol, del que procede; y del río, que lleva consigo al manantial del que fluye. Por entrañar en sí el principio de su ser, podrían ser considerados como independientes, ya que el origen del que dimanan les pertenece. [592] No obstante, dicha posesión de su principio no impide que continúen siendo una producción del mismo; es decir, que si pudieran razonar, se verían con placer en el cuerpo solar y en el correr de la fuente o manantial.

            Admirable y deleitable conocimiento que poseen dichas almas, quienes, mediante ese sagrado ciclo, viven en posesión de su Dios, al que llegan a conocer con un entendimiento fecundo en afecto, así como el Hijo conoce al Padre y se percibe a sí mismo como su emanación sustancial, coligual y coeterna, en la que recibe la misma esencia de su Padre. Jamás abandona el seno donde es engendrado a través de una generación ininterrumpida. Se ve y se contempla en el Padre, cuyo seno paterno es su principio, y cómo emana de él poseyendo todo lo que hay en él por razón de la identidad en esencia. De manera semejante, las ovejas y almas escogidas se miran en Dios como en su principio, contemplando su ser siendo producido y sustentado por él, y al mismo principio comunicándose a ellas por una unión inefable que las sitúa en posesión de su bondad. A su vez, ellas se miran en Jesucristo como el río en la cuenca que le comunica sus aguas y su mismo ser.

            Este conocimiento mutuo sólo se da en almas muy elevadas, capaces de saborear la bondad de su pastor, que da su vida por ellas. El quiso que su alma bendita fuera sumergida en angustias temporales, para merecerles los goces eternos, presentándose voluntariamente ante los lobos infernales y los verdugos para liberarlas. El mismo se convirtió en la muerte y aguijón del infierno, a fin de colocarlas en sendas de vida y rescatarlas de las prisiones subterráneas e infernales.

            Quiso precederlas en su caminar a fin de que ellas adquieran confianza y valor para seguirle. Vino desde el cielo con abundancia de gracias, para volver o remontarse hasta él en plenitud de gloria. En todo se hizo su precursor: subió al Tabor para exponer ante sus ojos las muestras o rayos luminosos de su insondable claridad, retribuyéndoles por adelantado los pequeños servicios que ellas le habían prestado y animándolas en los sufrimientos que deben padecer a imitación suya, mediante los cuales las exaltará hasta su derecha. El escogió la cruz para hacerlas partícipes de la alegría, y descendió hasta la tierra para llevarlas consigo al cielo.

Capítulo 98 - La divina bondad me instruyó en la encarnación de la que obró en mí una admirable extensión, 25 de marzo de 1634.

            [593] El día en que se celebraba la fiesta de la Anunciación del ángel a la Virgen y la Encarnación del divino Verbo en su seno, vi, después de comulgar, un corazón purísimo de deslumbradora blancura, del que brotaba, como de su bulbo o cebolla, un tallo de lirio. No pude distinguir bien si el corazón era la raíz de dicho tallo, o si procedía del mismo, pareciéndome que el tallo brotaba del corazón, y el corazón del tallo.

            Se me comunicó que dicha visión era un símbolo del misterio de la Encarnación: el Verbo posee un principio eterno y un principio temporal; el Verbo Encarnado es el lirio de los valles. Me pareció que dicho corazón era al mismo tiempo el seno del Padre eterno y el de la virgen. Escuché que figuraba también el mío, al que el lirio divino y humano se había querido entregar, y que dicho lirio no echaba raíz en mi corazón, sino más bien mi corazón en dicho lirio sagrado, el cual hacía en mí como una extensión de su amorosa Encarnación. Dios me mostró el amor que me tenía al desear, por amor, y de esta manera, renovar este signo de su cariño, otorgándome el favor que David le pidió: Dame una señal de tu favor, para que vean los que me odian y se avergüencen, que tú, Señor, me ayudaste y me consolaste (Sal_86_17).

            Poco después mi divino amor me declaró que se trataba de un regalo que su Padre me enviaba: este corazón era el de la Virgen, y él mismo el tallo, como Verbo Encarnado que nació de ella. Añadió que, así como con frecuencia se siembran las flores en la tierra en que nacieron y echaron raíces para conservarlas mejor, así su divino Padre me daba la flor de los campos y el lirio de los valles junto con la tierra benditísima del corazón virginal en el que hundió sus raíces, por ser la primera de los elegidos después de él, que es el primero engendrado de las criaturas y el primogénito entre muchos hermanos.

            Agregó que la Virgen fue poseída por Dios desde el comienzo de su ser; que el Verbo la miró desde la eternidad como a su madre, [594] el Padre como a su hija y el Espíritu Santo como a su esposa y toda la augusta Trinidad como a su templo, que sería dedicado mediante una consagración divina: el Verbo eterno que debía tomar un cuerpo del que se revestiría ,el cual sería más admirable que la nube que cubrió a la divinidad al tomar posesión del templo que Salomón le mandó construir. Esa nube sólo era figura de la Virgen, lo mismo que el templo de mi divino amor, el cual se complacía en conversar conmigo acerca de la excelencia de su santa madre y de sus bondades hacia mí debido a que su amor lo urgía a comunicarme sus gracias y a entregarse a mí para ser mi todo.

Capítulo 99 - Comunicaciones ardientes y luminosas que la divinidad y la santa humanidad me comunicaron, transformándome en paloma ardiente y esplendorosa, 6 de abril de 1634.

            [594] El 6 de abril vi una paloma que llevaba su nido hasta las nubes, donde fue súbitamente transformada en un águila real que contemplaba y miraba fijamente al sol. Comprendí que poseería ambas cualidades: la del águila y la de la paloma, a través de la sutilidad de la contemplación y la inocencia del amor; que, al ser águila, fijaría mi vista en el sol de la divinidad; y como paloma, reposaría en el agujero de la piedra de la humanidad. Los sublimes conocimientos de las adorables claridades que su bondad me comunicaba, me permitían reconocer al aguilucho del corazón divino, atizando el fuego que ardía en mi pecho, el cual me hacía desear amorosamente a mi amado al poseerlo. Este anhelo de tenerlo, lejos de causarme inquietud alguna, me brindaba un gozo de amor que, a pesar de sentirse con intensidad, es imposible expresar, y que es sólo un anticipo de lo que los bienaventurados experimentan con plenitud en la gloria.

            Mi divino enamorado me alojó dentro de sus llagas cual paloma en los huecos de la piedra. En ellas reposaba amándole, y le amaba encontrando en él mi descanso. En esas moradas, el amor es indeciblemente apacible y delicioso. Se edifican en épocas de guerra universal, para ser poseídas durante una eternidad de paz por las que saben amar con fidelidad, con la que dan testimonio de la intensidad de su amor a su divino esposo.

            El Espíritu Santo les enseña qué deben pedir, orando en ellas y por ellas [595] con gemidos inenarrables. Por ello, exclaman con el apóstol: y de igual manera, el Espíritu viene en ayuda de nuestra flaqueza. Pues nosotros no sabemos cómo pedir para orar como conviene; mas el Espíritu mismo intercede por nosotros con gemidos inefables, y el que escruta los corazones conoce cuál es la aspiración del Espíritu, y que su intercesión a favor de los santos es según Dios. Por lo demás, sabemos que en todas las cosas interviene Dios para bien de los que le aman; de aquellos que han sido llamados según su designio. Pues a los que de antemano conoció, también los predestinó a reproducir la imagen de su Hijo (Rm_8_26s).

            Dichas palomas deben contemplar al Hijo amado que mora en el seno del Padre, que es fuente de sabiduría en el entendimiento del Altísimo, del cual dimana y en el que habita, por ser su término. Se les permite conformarse a él en tanto que la gracia las eleva de claridad en claridad, y aun ser transformadas, mediante estas claridades, en el Espíritu divino que es fuente viva y fuego de caridad. Dios es amor. Quien vive en caridad, habita en Dios. Quien se adhiere a Dios se convierte en un mismo espíritu con Dios. ¡Dichosa conformidad y felicísima unidad, en la que la esposa es paloma en ardor y águila en sus esplendores!

 Capítulo 100 - A mi divino amor le agradó mi acción de gracias por sus bondades hacia mí. Me prometió cuidar de mí como su viña pacífica concediendo bendiciones de gracia a quienes le agradecieran los favores que en su misericordia me concede; abril de 1634.

            [597] En los alegres días después de Pascua, durante el mes de abril de 1634, deseando reconocer los favores que la bondad divina me ha concedido, en especial el de haber querido darme un alma hecha a su imagen y semejanza, le agradecí dicho beneficio diciendo a mi alma que había sido sacada de la nada e infundida a mi cuerpo aproximadamente en esos días, razón por la cual debía dar gracias a su creador.

            Presenté mi alma a Jesucristo, diciéndole que había sido creada a su imagen y que la bendijera, a pesar de que estuvo mancillada por el pecado original; que considerara su designio de beneficiarla con su gracia mediante el sacramento de la regeneración, y que, según sus repetidas promesas, imprimiera en mí la imagen de su bondad.

            Me apliqué el capítulo 7 de la Sabiduría ,pidiéndole que recordara sus promesas y rogándole que, por la confianza que me infundía ,fuera él mismo el alma de mi alma, a fin de que nunca fuera animada sino por él, no teniendo otra moción o inclinación sino la o las que él deseara obrar en mí; o que, si deseaba cubrirme con su sombra al unirse a mí, me sometiera a su voluntad ya que su diestra, por ser todopoderosa, podía obrar en mí todo lo que él quisiera.

            Pocos días después me dio a entender, refiriéndose al mismo tema, que tenía tan gran cuidado de mi bien y prosperidad como el del rey pacífico [598] por su viña, aunque sin confiarme a guardianes extraños como hizo este príncipe con la suya: El pacífico Salomón tuvo una viña en Baal-hamón, la entregó a unos viñadores para que la guardaran (Ct_8_11). Él jamás deja la suya, aunque concede a algunos el honor de guardar sus frutos, compartirlos y admirar la bendición que imparte a esta viña y a sus cuidadores, a quienes promete una recompensa doscientas veces mayor. El obtiene de ella para sí el mil por uno: así de fértil es esta viña cultivada por su propia mano, rociada con sus gracias y calentada por la mirada de sus ojos ardentísimos. El texto siguiente concuerda muy bien con esta idea: Mi viña, la mía, está ante mí; los mil siclos para ti, Salomón; y doscientos para los guardas de su fruto (Ct_8_12).

            El amor me ayudó a comprender deliciosamente que todos los que conserven en su memoria las gracias que el divino Salvador me ha concedido, para amarlo y agradecer su bondad hacia mí, recibirán bendiciones temporales y eternas junto con sus gracias, ya que él se complace en dar gracia por gracia a quienes adoran su mirada, que es buena y sabe conceder lo que promete en justicia, la cual tiene siempre por principio su misericordia, que lo mueve a darnos sus promesas si trabajamos en su viña según sus mandatos y nuestros deberes. Es el denario que da como salario para retribuir las buenas obras; David, que lo sabía, exclamó: Inclina mi corazón hacia tus dictámenes, y no a ganancia injusta (Sal_119_36).

            La Iglesia militante ruega a la santa Virgen y a todos los santos que oren por sus hijos peregrinantes, a fin de que sean dignos de las promesas de Jesucristo, que dará a cada uno según sus obras; y cuando él lo juzgue conveniente, la porción que reservó [599] desde la eternidad para los escogidos de su amoroso corazón, a los que ama con caridad eterna porque es bueno e infinitamente misericordioso, y a los que atrae a sí con gran compasión valiéndose de la urdimbre de Adán, y uniéndolos con el cordel de la caridad, que lo urge a repartir generosamente sus bondades entre las almas más selectas, por ser el amo de todos sus bienes.

            El es libre y da liberalmente a dichas almas, comprometiéndolas mucho con ello. Al dar menos a otras, no comete injusticia alguna: todas han recibido, reciben y recibirán de él lo que han tenido, tienen y tendrán. Al dar, concede diversos dones, ya que en la casa de su Padre hay muchas moradas. En el hogar de un gran señor, hay diversos oficiales que le están sujetos, lo mismo que sus hijos que algún día serán sus herederos.

            La caridad del Padre nos ha convertido en hijos suyos por adopción, y coherederos de su Hijo natural, que es el heredero universal de las inmensas riquezas que posee su Padre. En él están encerrados los tesoros y bienes de su ciencia y sabiduría. Por este Hijo nos creó y estableció los siglos; por amor a él, se dignó manifestarnos sus designios en la plenitud de los tiempos: En estos últimos tiempos nos ha hablado por medio del Hijo a quien instituyó heredero de todo, por quien también hizo los mundos; el cual, siendo resplandor de su gloria e impronta de su sustancia, y el que sostiene todo con su palabra poderosa, después de llevar a cabo la purificación de los pecados, se sentó a la diestra de la Majestad en las alturas (He_1_2s).

            Al ser elevado a esta diestra, se convirtió en abogado nuestro, intercediendo por nosotros para que moremos junto con él, y haciéndolo con tanta elocuencia, que obtiene como hombre lo que puede conceder en su calidad de Dios. Al Padre, a El mismo y al Espíritu Santo, sea dada gloria sin fin.