Reverendo Padre Bartolomé Jacquinot, S.J. Provincial de la Compañía de Jesús en Lyon, 20 de octubre de 1620
Mi muy Reverendo Padre:
Que la paz de Cristo sea con usted.
Recibí su carta fechada el día de san Miguel, por la que me doy cuenta de que usted no sólo ha contenido sino acrecentado sus deseos de mi perfección. Inspirado por su caridad, hace todo lo posible para ayudarme a crecer en ella. Pido al que es la caridad misma, se la devuelva centuplicada por medio de lo que, con la ayuda su gracia, pueda yo hacer por la suya. Jamás me rehusaría a ello, y si la divina bondad se digna aceptar el humilde esfuerzo que aporto para poner en práctica sus inspiraciones, deseo que usted participe de todo, tanto como yo misma.
Esto, sin embargo, no es suficiente para corresponder al bien que usted me ha hecho. Deseo además, rogar a la divina majestad le conceda compartir conmigo las mismas gracias y favores que, por pura bondad, me otorga sin cesar. Me sentiría muy feliz si fuera de su divino agrado dar a usted más de lo que yo recibo. En el trabajo que usted realiza tendría oportunidad de emplear esas gracias, con más eficacia en quien usted crea conveniente, como un buen administrador que sabe distribuir lo necesario a su familia.
No sé si está usted de acuerdo con los escritos que le envié en el sobre anterior. Contenía tres cartas en las que anoté, como le prometí, todo lo que me ha acontecido. Por esta razón, no quise dejar de comunicar a usted el sentimiento de miedo y dolor que sentí ese día ante la muerte del P. Rector. Comencé a poner en duda las gracias que la divina misericordia me había concedido con anterioridad, temiendo que no fueran sino ilusiones.
A pesar de todo, conservé en mi espíritu más convicción y certeza de que en verdad eran obra de Dios y no imaginaciones. Como estaba turbada, no es de extrañar que no pudiese ver con claridad; la nube de tristeza se interponía frente al sol de la verdad, rechazando la tristeza para no causarme terror ante lo que no existía. Sin embargo, Dios me comunicó que este temor no lo había ofendido, pues no ponía yo mi fe en cualquier espíritu. Para demostrarlo, sufrió que durante todo ese día rechazara el suyo, que me trataba así según su costumbre.
No, exclamé, no deseo seguir este camino. Son palabras que después no se cumplen según las había escuchado; pero mientras más rehuía estas dulzuras, tanto más me penetraban, de manera que desde el medio día de la fiesta de san Mateo, me vi sumergida en un delicioso entusiasmo. Por la tarde subí a mi oratorio para recitar el rosario. Apenas lo hube comenzado, perdí la palabra a causa de la superabundancia de luz y de dulzura que inundó tanto mi entendimiento como mi voluntad. Este suave amor me rodeaba por fuera en la misma medida en que me llenaba por dentro, colmándome de una caridad indecible a cambio de haber dudado de sus gracias y de cualquier otra razón que me hubiera llevado a rechazarlo todo el día, pero que en este momento ya no podía resistir.
Se me dijo entonces este versículo: Estaré a su lado en la desgracia, etc. (Sal_91_15) El Padre estaba atribulado. Lo he tomado y lo he glorificado, liberando, según la primera petición que me hiciste, de la persona afligida que el Padre encomendó a tus oraciones. Se trataba de él. Nada hubiera podido redimirlo eficazmente sino mi gloria. Me pediste que le permitiera dormir y, repentinamente, lo hizo. Imploraste, además, que le conservara la razón, que, por diversos motivos, temía perder debido principalmente a esa terrible aflicción del espíritu. ¡Hija mía! tenías un fuerte adversario que lo llamaba al cielo mientras deseabas que siguiera en la tierra, aunque esto fuera por el bien de las almas. A esto añadiste el temor de haberte equivocado, de haber mentido al padre, y de jamás volver a sentirte segura de estas palabras. Te dije: Dejadme ir, pero no lo aceptabas. Por ello hice que el padre pareciera declinar el domingo, y que, en vista de ello, desistieras un poco en tu empeño. Al ver esto, me dijiste: Que se haga tu voluntad y no la mía; si fuera posible, desearía que este cáliz se cambiara en vida. Te había yo dicho claramente que tenía en mente otro rector, y por ello te sorprendiste ayer al conocer su mejoría.
Mientras esto acontecía, me veía colmada de celeste alegría, y comprendí que se me permitía participar en su gloria. Sentí el impulso de recitar el A Ti, oh Dios, (Te Deum), junto con la disposición de entregarlo a Dios si el padre continuara viviendo en la tierra. ¡Ah! te dije ayer que el amor era fuerte como la muerte. Ella te había contristado, y por su causa deseaste no volver a escribir, tanto por temor a mentir como por pensar que, en adelante, continuarías estando triste porque, a pesar de mi palabra, ocurriría su muerte. Pero el amor te ha librado de todo; no puede verte sufrir.
Entonces, en un arrebato, mi espíritu exclamó: ¡Oh, Dios mío! ¡Qué grandes son tus obras! Por espacio de tres días participé en esta gloria. El Reverendo Padre de Villards me ordenó continuara escribiendo sin esperar respuesta de su reverencia, por pensar que así lo querría usted. Al leer su carta, vi que él tenía razón, pero no tardó en asaltarme el mismo temor que siente usted de que todo esto pueda turbar mi espíritu.
El Reverendo Padre Coton me dijo lo mismo el día de la fiesta de san Miguel; pero después de haber leído los escritos y escuchado las palabras que el Espíritu Santo puso en mis labios, como lo hizo cuando usted estuvo en Roanne, se dio por satisfecho. Le dije: Padre, se dará usted cuenta de que tengo un espíritu sutil para poder comprender con una sola palabra, lo que Su Majestad quiere decir. En ocasiones tiendo a exponerlo mediante un largo razonamiento que procede de mi espíritu; pero he llegado a entender que Su Majestad lo acepta de este modo, y que por estar unida a él hace que todo proceda de un mismo espíritu.
Hija mía, respondió, Dios es autor de la naturaleza y de la gracia. Te sentirás segura en la medida en que te comuniques con tus padres espirituales. Hasta el presente, veo que todo va bien; tus escritos son buenos. No encuentro en ellos nada en contra de la fe. También se los he mostrado al P. de Sainte-Colombe, que es un hombre profundamente espiritual.
Lo anterior dio por resultado que, por la tarde, antes de su partida, me refiero al P. de Sainte-Colombe, me mandase llamar por medio de dos personas: el P. Coton y el P. de Villards, diciendo que deseaba hablar conmigo. Este último me dijo: Accede a su petición, lo cual me asombró un poco, pero obedecí ignorando que el P. Coton le había mostrado mis escritos.
A partir de entonces supe que el P. de Villards pidió a usted me ordenara comunicarle las gracias que Nuestro Señor me ha concedido, que usted accedió a ello, y yo he obedecido. Como en esa ocasión quedaba solamente media hora de luz del día, y él salía al día siguiente muy temprano, me dijo que no podía expresar la satisfacción que le habían producido mis escritos, y que rogara por él; que lo haría a su vez por mí diariamente en la eucaristía, y que podía yo recibir con toda confianza, diariamente, la santa comunión, y preguntar a Dios el significado de mi nombre. Padre, me parece que este Padre de Sainte-Colombe hará honor a su nombre dentro de la Compañía. Me rogó que así lo pidiera a Nuestro Señor. Jamás he visto humildad parecida a la de él en un sacerdote, para confusión mía.
El Reverendo Padre Coton se despidió a su vez el día de san Francisco. Tuvimos una larga conversación, y al final me dijo: Hija mía, el Espíritu Santo es tu director. Ruega a Dios por mí. Por mi parte, te encomiendo a él seis veces al día. Todo esto me causó gran admiración. El P. de Villards le dijo lo que el Señor de la L. le dijo lo que su hermana le había comunicado, y más tarde yo también le hablé de lo mismo. Respondió: Hija, no recuerdo si hablé de esto con ella. No fue, desde luego, después de conocerte bien; pero pude haber mencionado que Nuestro Señor te concedía gracias muy grandes. Me regaló una imagen de Nuestra Señora tallada en madera de Montaigu, muy bien colocada en un estuche artísticamente confeccionado. Me dijo al mismo tiempo: Adiós, querida hija, impartiéndome su bendición con un amplio gesto a la entrada de las aulas.
Debo aclararle que crucé muy pocas palabras con el Reverendo Padre Jacques Jorge; casi no tuvo tiempo para despedirse, pues debía salir de inmediato. Lo encontré a la puerta, mientras llamaba para buscar un confesor. Me detuvo diciéndome que usted había corrido la voz de que Nuestro Señor me concedía gracias muy grandes. No quise negarlo, y continuó diciéndome que precisamente por eso debía humillarme y sentir más temor. Le respondí que, en mi opinión, no me estimaba yo más por ello; que con frecuencia Su Majestad me hacía ver mis faltas, pues él mismo preside el capítulo de mis culpas, y que era mi deseo obtener la humildad sobre todas las cosas, repitiéndole a menudo que me sentiría más feliz poseyéndola, que teniendo todas estas gracias extraordinarias sin haberla adquirido. Entonces, con gran bondad, se despidió de mí diciéndome: Hija mía, te encomiendo un asunto de importancia. Reza por esta intención.
Nunca busqué esta oportunidad de hablar con él; pienso que, por el contrario, lo había evadido porque, como dije a usted antes, jamás me sentí inspirada a hacerlo, siguiendo su consejo de confiarle únicamente lo que, a mi parecer, contribuiría a la gloria de Dios, al provecho del padre y al mío. A ello se debió el que me fuera indiferente hablar con él, pues me sentía tranquila teniendo a usted al tanto de lo que me acontecía, ya que usted me advirtió en su carta que, entre los sentimientos inspirados por el Espíritu Santo, podrían mezclarse los míos y que debía cuidarme, por tanto, de los que procedieran de mi propia afectividad, que, en ocasiones, puede ser desbordante. Siento gran temor hacia ellos, y por esta razón dejaría de expresarme por escrito si usted así me lo mandara.
Como, a pesar de todo, he comprendido que puedo hacerlo sin temor, por obediencia a los demás padres, veo que es voluntad del Espíritu Santo el servirse de mí para explicar sus secretos, cuya puerta me abre, para introducirme en ellos y darme a entender y captar su significado. El me instruye mediante el mismo espíritu de la Iglesia, que se manifiesta con palabras adecuadas a la condición de sus hijos. No quiero decir que deje él de hablar, sino que así como en Italia dicen en su idioma lo que nosotros decimos en el nuestro, no por ello deja de ser la misma cosa, aunque esté expresada en distintas lenguas. Se dice, por ejemplo, que san Bernardo era dulce y suave en sus sermones; que los de san Juan Crisóstomo eran elocuentes, y así de los demás doctores. Nosotros concluimos diciendo que todos hablaron el idioma del Espíritu Santo.
Padre, le estoy hablando tan llanamente, que yo misma me asombro al decir estas cosas, como si fuera un poco demasiado sabia. Sin embargo, no puedo ignorarlas ni ocultárselas sólo para parecer ingenua. Tampoco se las confío para moverlo a dar su aprobación a lo que escribo. Sólo deseo al divino Paráclito, quien concede a usted su espíritu y su discreción; pues jamás he tenido ni tendré la intención de ser sabia, sino la de poder amar más que todos los santos, si esto fuera posible y de acuerdo al querer divino.
En cuanto a lo que escribo sobre el estilo de san Ignacio, puedo haber cometido varios errores, los cuales le ruego me haga el favor de corregir. Si usted juzga que los escritos no deben ser dados a conocer, aceptaré su decisión. No deseo en esto sino la gloria de Dios y del Padre san Ignacio.
Sin embargo, si me expresé de él de la manera que usted me recomendó, le ruego no los dé a conocer sino hasta después de mi muerte; lo contrario me afligiría mucho, pues no he querido escribir en forma de revelación, sino de intuición, tal como percibí el deseo del Espíritu Santo, el cual me ha asistido siempre que he tomado la pluma, aunque en realidad pienso que se la he prestado a él. Puedo equivocarme; y si usted así lo juzga, le creeré a pesar de los sentimientos que se me han comunicado. No deseo ocultárselos, puesto que soy hija y confidente suya.
Como me entristecí ante las dudas de usted sobre este escrito, fui consolada profusamente por medio de una infusión de la caridad del Espíritu Santo. Escuché estas palabras: Hija mía, yo soy tu nodriza, según lo que te prometí hace tiempo. Vengo a consolarte con la dulce leche de mis pechos, como a los bebés que no se apaciguan sino con el alimento que reciben de sus nodrizas. Soy yo quien te hizo escribir todo eso; que el padre procure no contristarme.
Estas palabras me afligieron, y aunque tenía algo que escribir de san Francisco, que había comenzado a redactar en el mismo estilo con mucha anterioridad, pregunté al P. de Villard, Padre, ¿puedo continuar de esta manera? El P. Provincial piensa que no está bien así. No sé qué hacer, pues me vienen a la mente las palabras del Apóstol: Guárdate de contristar al Espíritu Santo. Este glorioso Santo Espíritu me consuela extraordinariamente, y me comunica que si el libro es rechazado a causa de su estilo, el Padre se expone a contristarlo. Más tarde me apené por haber dicho esto al Padre, porque solamente a usted debo revelarlo.
Es todo lo que, por ahora, puedo escribirle. Hágame saber si hice mal en decirlo. No lo haré más si vuelven a presentarse situaciones parecidas. Me someto en todo a su juicio. No he dejado de suplicar al Espíritu Santo que no le impute sus juicios como faltas, porque estoy convencida de que usted tiene el derecho de examinar todo lo que hago. De no ser así, no me atrevería a decirle estas cosas, pues le considero como mi querido, tal vez mi muy querido, Padre.
La presente le será entregada por el buen Padre Bohet. No la escribí, como todas las anteriores, en tercera persona. Anoté un poco de lo que usted me mandó, pero veo que no podría hacerlo tal como usted me lo indicó sin experimentar una gran inquietud de que no resulte del todo bien, tanto por no poder discernir lo que es necesario a la vida activa, iluminativa y unitiva, al presente me veo conducida por estos tres caminos a un mismo tiempo, y por no saber ortografía.
Si está usted de acuerdo con esta sugerencia le suplico pida al P. Bohet transcriba todo esto en el tiempo que su trabajo en el noviciado le deje libre. Estoy segura de que Dios recompensará a usted lo mismo que a él, pues el tiempo que podría yo dedicar a este trabajo sería casi inútil, a causa de las faltas de ortografía, que tendrían que ser transcritas. Sin embargo, una vez hecha la trascripción, volvería a escribirla de mi puño y letra, si usted así lo deseara. Si esto es posible, tenga la seguridad de que ofreceré‚ mis oraciones y comuniones con más provecho para usted.
Siempre será usted mi muy Reverendo Padre.
Su muy humilde y más pequeña hija y servidora en Jesucristo,
Jane Chésar. De Roanne, el 20 de octubre de
Mi muy Reverendo Padre: Bartolomé Jacquinot el 27 de octubre 1
Que el divino amor deifique nuestro e
Le hablaré acerca de la persona a quien dio usted su santa bendición como último adiós a la puerta del colegio. Ese mismo día acudió a una casa de piedad con dos de sus compañeras, pero, con su acostumbrada irreflexión, se permitió demasiada recreación. Notó su falta en ese mismo lugar, y para contener la rienda de las vanas conversaciones en que participaba, tomó un libro de la bienaventurada Madre Teresa, encontrándose con el primer capítulo, que trata de la humildad de esta santa. Después de haberlo leído, regresó a la capilla del colegio. Al ponerse de rodillas, su corazón sintió repentinamente la presencia de su esposo, pero como estaba acompañada de una de las jóvenes antes mencionadas, no pudo explayarse ahí, por lo que se puso en pie diciendo a su esposo que hablaría con él a sus anchas en su oratorio.
Se dirigió ahí con toda rapidez para pedir perdón de su falta, como usted le aconsejó esa mañana. A continuación rezó vísperas y leyó el libro que usted le dio. Su delicado céfiro se hizo sentir en ella con más fuerza, y apretando la cabeza con sus manos para su reposo, estimuló así su descanso espiritual. Experimentó este último como un dulce sueño, sintiéndose movida a pensar en el ministerio que usted ejerce y en los lugares a los que tuvo que ir sin encontrar acogida. Ah, dijo ella a su amor, si le concedieras un guía como el que proporcionaste a Tobías, o bien esta gentil brisa que me proporcionas como signo de tu amada presencia.
Al decir esto, derramaba lágrimas de compasión. Al orar por esta intención, comprendió que su petición no era concedida, pero tampoco rechazada. A pesar de todo, le pareció que si, a una con ella, sigue usted pidiendo esta gracia, podrá alcanzarla, puesto que ella recibió la inspiración de encomendarla desde un principio.
Esta mañana del 30 de octubre, al comulgar, se sintió tan recogida en su interior, que lo sucedido ayer no fue nada en comparación, a pesar del trabajo que le costó conversar con usted a causa de este recogimiento. En este día, por tanto, se vio unida a su amor y favorecida por la santa Trinidad con gracias muy grandes. Comprendió que fue el Padre quien la atrajo hacia el Hijo, de quien se veía acariciada con amor y halagada por el dardo divino, que es el Espíritu Santo. Vio además alas extendidas para protegerla. Le fue revelado que se trataba de los espíritus angélicos, quienes, animados por el amor de su bienamado, venían a acompañarla; sin embargo, este mismo amor les impedía avanzar, a fin de que ella pudiera subir hasta alcanzar un lugar de mayor perfección. Pero, ¡ay! ¿Cuándo sucederá esto? No se trata de salir de esta vida, pues por entonces no tenía deseos de morir, sino de vivir en Dios y obtener la salvación de las almas, que le son tan queridas. Comprendió que usted le había proporcionado los medios para adquirir esta morada. Imagine con cuánto fervor pidió ella a su Todo que recompense a su reverencia, concediéndole la santa perfección que él desea ver en usted.
Por la tarde, su dulce amor abrazó su corazón con tanta fuerza, que, cayendo de rodillas en una iglesia a donde se dirigió para saludar y adorar al Santo Sacramento, se perdió en él. Oh feliz pérdida de la nada, para encontrar el todo. Le es imposible expresar semejante gozo. Pero, ¡ay, dulce Jesús! concédelo en la misma medida al que no desea sino tu amor, pues las palabras son insuficientes para explicárselo. ¡Mi querido Jesús! fue muy grande su dolor al tener que despertar de este dulce sueño, para seguir a su compañera; pero bendito seas por ello.
Por la noche, después de haber llevado la paz a un hogar atormentado, al que pacificó mediante tu gracia, Dios mío, se retiró a su oratorio, donde repentinamente se expandió en su pecho el fuego divino. Este dulce céfiro la rodeaba por fuera y, como el tema de su oración era la santa Pasión, centrándose en el momento en que a Jesús le vendaron los ojos en casa de Caifás para abofetearlo y espetarle: Adivina quién te golpeó, comprendió que hoy en día los pecadores siguen obrando del mismo modo pero con más malicia, pues se le dijo: Los sacerdotes son mis lugartenientes; me representan en los confesonarios a la manera de un buen médico por cuyo medio se me deben descubrir las llagas para que pueda curarlas. Pero sucede lo contrario: hay muchos que las ocultan, y después de golpearme en las personas de los sacerdotes, parecen retarme a que adivine quiénes son los culpables.
Ante estas palabras, fue presa de un profundo dolor, deshaciéndose en lágrimas de compasión al ver a los enfermos esconderse y burlarse del médico soberano. Se volvió entonces a los ángeles guardianes, exclamando: Pero, ¡ay! ¿Por qué no los urgen a buscar la salud?, y escuchó esta respuesta: Con frecuencia los movemos a ir a confesarse, pero ellos convierten la confesión en confusión, y después van a comulgar, obrando de este modo como aquellos judíos, que vomitaron sus inmundicias en el rostro del Salvador. Hemos querido incluso curarlos, pero no lo han permitido, prefiriendo doblarse bajo el peso de sus muchos pecados y sacrilegios, que, como rueda de molino, los precipitan al infierno. Ante estas palabras, sus lágrimas corrieron con más abundancia; pidió perdón a su esposo por ella y por todos los pecadores, suplicándole que nunca más se cometieran sacrilegios durante la confesión, particularmente por las personas que acuden a usted.
El sábado pasó todo el día inflamada en este divino amor, habiéndolo experimentado con mayor intensidad al recibir la santa Comunión. Después de ella, tuvo una visión imaginativa en la que vio un monte bellísimo y muy elevado, en cuya perfilada cima estaba su Salvador crucificado. Le pareció ser éste un crucifijo viviente, y no una simple imagen; comprendió que era el cordero inmolado. Sintió entonces una gran luz sobre su frente, y se acordó de orar por usted
El domingo, día de Todos los Santos, la dulzura de su amado la colmó desde la mañana. Sintió, por esta causa, gran agotamiento en el cuerpo, el cual fue fortalecido en cuanto recibió la santa comunión, debido a la intensidad con que se unió a este sacramento. Durante esta experiencia, vio una mano de oro que la bendecía levantando tres dedos. Se le comunicó que esta mano era el signo del Dios vivo en tres personas y una sola esencia, y que el resplandor y el calor que sintió sobre la frente la hicieron pensar que había sido marcada junto con las tribus que menciona san Juan en la epístola. Suplicó entonces a su amor que se dignara marcarlo a usted también.
Por la tarde asistió al sermón que predicaba un padre capuchino en la parroquia, el cual, hablando de la pobreza espiritual, dijo que el Hijo del Hombre no había tenido dónde reclinar su cabeza. Escuchó entonces estas palabras: Hija mía, durante mi vida mortal, quise estar pobremente alojado, al menos durante treinta y tres años; pero ahora, en el Santo Sacramento donde deseo morar para siempre, quiero verme acogido en la riqueza del oro de la caridad. Deseo ver que se construyan mis moradas en este amor. Fue presa entonces de un vehemente deseo de poseer riquezas de la más alta perfección, para ser digna de alojar a su Rey. Siguió escuchando: Cuando instituí este sacramento, escogí una sala grande y bien dispuesta. ¡Oh amor mío, respondió ella, cuántas veces me has dicho que en la casa de tu Padre hay tantas moradas! En la casa de mi madre la Iglesia, también hay muchas. Ven a vivir en ellas, y enriquece a las que te albergan cada día. Esta petición la hizo también para usted.
Esa misma tarde le fue comunicado: Si he prometido el paraíso a cambio de un vaso de agua ofrecido en mi nombre, ¿piensas que lo rehusaré a quienes por mi amor que te concede tantas gracias, te dan día con día el pan de mi divino sacramento para saciar tu hambre de él? Ahora sabes que son bienaventurados los hambrientos de la justicia, pues, según mi promesa, serán saciados. Oh mi Jesús, que dijiste que los misericordiosos serán felices, porque alcanzarán misericordia; te conjuro la muestres hacia quienes la tienen para conmigo al entregarte a mí, así como tú mismo te das del todo a ellos. Te declaro en su nombre que eres su heredad; y también la mía por toda la eternidad, respondió ella.
El día de la conmemoración de los Fieles Difuntos se sintió colmada de esta mortificante dulzura. Por la mañana, al examinarse antes de la confesión, penetró en ese dulce recogimiento. Se le informó que su confesor había ido a predicar el día anterior a un lugar en el que tuvo que pernoctar a causa de la lluvia. El P. Gaspard atendía a tantas personas en su confesionario que le fue imposible acercarse a él. Pidió entonces al sacristán que le consiguiera un confesor; de ser posible, el mismo P. Rector. Se le respondió que este último nunca había confesado en la iglesia, pero que el P. Bernardin la atendería. Quedó entonces aguardando la llegada de un confesor.
Al poco rato, volvió el sacristán y le dijo: El P. Rector vendrá. Vaya a esperarlo al confesionario del P. Villard. Aunque sentía un poco de temor a confesarse con él, y deseosa de librarse de este sentimiento, fue lo primero que confesó, diciendo: Voy a comunicarle de dónde me viene este temor. Hace tres o cuatro días, ese sacerdote fue a la casa del que dijo que se decía se le daba la comunión todos los días. No alcancé a oír bien si, entre otras cosas, dijo que la trataba como a la Madre Teresa, o si dijo que usted piensa que es como ella.
También se rumora que ella habla con usted cuando se encuentra aquí. El padre respondió a todo esto que sus directores conocen muy bien sus necesidades.
Esa misma tarde, repitió ella lo anterior al P. de Villard, el cual le respondió que la esperanza del bien y del progreso que la santa comunión obraba en ella debía quitarle cualquier duda, y que no hacía nada indigno de la comunión cotidiana. Pero ¡ay! se considera una gran pecadora, y así lo manifestó al P. de Villards. El respondió que no era así, en tanto no tuviera ella que sufrir los tormentos del infierno, no se refiere ella a los mortales, pues tiembla de horror sólo al pensar en ellos, sino a faltas veniales, aun antes de cometerlas, puesto que no se ve libre de ellas. Dijo al sacerdote: Tráteme como crea necesario. Cuando considere usted que debo comulgar, lo haré; Cuando no lo crea conveniente, me abstendré a pesar de los ardientes deseos que se me han concedido para ello.
No, contestó, deseamos que sigas haciéndolo. Deja hablar a la gente. Todo esto es responsabilidad nuestra, como ya expliqué al Padre Rector.
Volviendo a su confesión, dijo ella al P. Rector que no podía recordar, tanto por el recogimiento interior, como por la aprensión. El replicó que no debía sentirse intranquila con él, y que, en ausencia del P. de Villard, estaría siempre dispuesto a ayudarla cuando deseara recibir sus pobres consejos. ¡Cómo es humilde! también le recomendó la humildad, diciéndole que la Virgen ocultó la Encarnación a su esposo exponiéndose al peligro del vituperio.
Le dijo Hija mía, repite en tu comunión lo que decía Moisés al interceder por su pueblo: Con todo, si te dignas perdonar su pecado..., y si no, bórrame del libro de la vida. Insiste en esto mismo por las almas del Purgatorio, para que Nuestro Señor las haga partícipes de las gracias que te concede; díselo con san Pablo... No terminó la frase, pero ella comprendió que se refería al deseo de ser anatema por su prójimo. ¡Claro que sí, Padre, lo haré! respondió, hace un año que sufro mucho por las almas del Purgatorio; los asaltos que soporto por las almas pecadoras me ocasionan muchas penas.
Al terminar se dirigió de inmediato a recibir la santa comunión. El ardor la embargó a tal grado antes del comienzo de la misa, que no pudo recitar verbalmente la penitencia que le fue impuesta, acercándose a la sagrada mesa encendida en fervor. Después de haber recibido al Salvador en su boca, le dijo: No pasarás al corazón si no libras a las almas del purgatorio; ellas te alabarán en el cielo, puesto que deseas dejarme todavía en la tierra.
Se volvió en seguida hacia los ángeles guardianes, quienes parecían ansiar la liberación de las queridas almas confiadas a sus cuidados, diciéndoles: Oh, presenten al Padre este Hijo que acabo de recibir. Díganle que, en unión con él, salgo fiadora.
Escuchó entonces lo siguiente: Las bodas se celebraron ayer. La primera mesa fue para la Iglesia triunfante; la segunda, para la Iglesia militante; el resto es para la Iglesia purgante. Hay tantos manjares en esta última como en las dos primeras. Recuerda que, cuando el banquete se realizó en el monte, de dos peces y cinco panes sobraron doce canastos. Esto la movió a presionar a su Salvador, pidiéndole que las librara: Deseo padecer por ellas. Le pareció recibir la misma respuesta que dio él a santa Catalina: que tendría que pasar por grandes sufrimientos, puesto que así lo había querido.
De pronto sintió encenderse la llama en su corazón; la sangre se precipitó hacia este órgano, dándole la sensación de que su pecho era un horno ardiente. Con gran dificultad prestó atención al resto de la misa después de la santa comunión. El cuerpo le ardía del lado derecho, junto al corazón, hinchando el pecho hacia afuera, mientras que el resto de su cuerpo se estremecía. Fue asaltada por una fiebre ardiente a la cual quiso resistir, pero tuvo que meterse a la cama presa de un fortísimo calor que duró hasta la media noche. No había necesidad de tomarle el pulso; por el color de su rostro se adivinaba el ardor de la fiebre.
Hizo llamar al P. Rector, el cual le confirmó que su petición había sido concedida, por haberla hecho con la seguridad de obtenerla; que así se lo aconsejó a pesar de que los otros padres trataban de reprimir sus fervores, especialmente el P. de Villards, quien no deseaba verla enfermar. Padre, ¿qué me dirá este padre? Quiero preguntarle antes de su regreso. El padre rector respondió: Si hubiese adivinado el fuego que te devora, no te habría dado ese consejo. Obedece al padre y pide a Nuestro Señor que te alivie.
Ella le confió el sinnúmero de gracias que Nuestro Señor le había concedido, y él respondió: He querido conocerte desde hace mucho tiempo, pero he dominado mi deseo hasta que se presentara una ocasión como la de hoy; es un gran consuelo para mí el saber estas cosas. Me parecen buenas y maravillosas, sobre todo porque no se divulgan; pienso que todos te dicen esto mismo. Fue en Lyon donde supe que recibías gracias especiales.
Ella olvidó preguntarle quién lo había informado; él le pidió que lo tuviera presente en sus oraciones. Ella, a su vez, le suplicó que rezara para alcanzarle la humildad, después de lo cual le hizo él tantos amables ofrecimientos para ella y su familia, que le sería imposible mencionarlos. Al terminar esta conversación, quedó grandemente consolada por este buen Padre, y también inspirada a descubrirle su interior, ya que Dios había obrado según lo que él le sugirió.
Al día siguiente por la mañana disminuyó la fiebre. Ella lo pidió así a su Esposo, pues deseaba recibir la santa comunión. Sin embargo, su madre se opuso, obligándola a tomar un caldo. En cuanto lo vio se echó a llorar, pues le dolía mucho no poder recibir la santa comunión, en la que su corazón se sentía tan fortalecido que podría muy bien haber resistido el ser llevada a la iglesia. No quiso, sin embargo, que su madre la viera llorar, sino que volviéndose a su amado, le pidió la comunión espiritual, ofreciéndole su obediencia como sacrificio. Con todo, se sintió más enferma.
El padre envió a una joven para saber si podría ir, sin dejar de respetar el parecer de su madre, la cual no lo permitió. Envió más tarde a otra muchacha para decirle que hacía buen tiempo; pero en vista de que el caldo que había tomado le impedía comulgar, no tuvo fuerzas ni valor para levantarse. Después del mediodía vino el padre de Villards, quien le dijo repentinamente: Adivino de dónde procede este malestar, ya que por la mañana se me vino a la mente la idea de que tú lo habías pedido por las almas del purgatorio.
Ah, respondió ella, el Padre Rector se lo dijo. No, replicó él. Yo lo adiviné. Ella tuvo que conceder que el padre tenía razón. Ahora debes pedir a Nuestro Señor que te alivie, no sólo por ti, sino por consideración a los demás. Pero, padre, si usted no hubiese pedido que me sometiera al parecer de mi madre, habría yo comulgado.
Lamento no haber podido venir yo mismo, continuó el padre, Con toda seguridad la sagrada comunión te hubiera curado. Pide a Nuestro Señor que te sane para mañana, que es día de san Carlos. Así lo hizo, y recuperó la salud.
El jueves 5 de octubre, al recibir la santa comunión, se vio inundada de grandes consuelos. Escuchó lo siguiente: Instituí este sacramento para llevar a mis amigos a la perfección. Salomón lo expresó muy bien cuando escribió: ¿Quién es esa que sube del desierto apoyada en su amado? Es la Iglesia, no la sinagoga. He querido darte la sagrada comunión todos los días para que te sirva de apoyo, mientras yo mismo te ayudo a subir en medio de las delicias de que te rodeo.
El Padre Rector le sugirió acercarse a recibir la santa comunión. Durante ese día pidió a su esposo concediera al padre la gracia de ejercer bien su ministerio: Amor, decía, éste es sin duda aquél a quien te referías al decirme que habías elegido a otro para reemplazar al rector anterior. Ella escuchó: Sí, como respuesta. Su rostro se vio entonces envuelto en el dulce céfiro, en especial sus labios: Mi bien amado, concede siempre al Padre Provincial sabiduría para disponer de sus religiosos según tu voluntad. Le pareció que su amado le decía de este Rector lo mismo que dijo de David, que era según su corazón y cumplía siempre sus deseos, por lo que él lo confortaría con el poder de su brazo.
Ella siguió pidiendo con fervor indescriptible por todos los pecadores y por el reino de Alemania con estas palabras: Ah, si me hubieras hecho varón, podría ir allá, sin por ello dejar de alegrarse por ser mujer. Comprendió que podía ofrecer al Padre al mismo el Hijo que siempre hizo su voluntad. El le dijo: Hija mía, dejé mi Santo Sacramento en la tierra; todo lo que hago ha sido siempre de su agrado.
Ella pide a usted, R. Padre, ofrezca a este hijo en el Santo Sacramento con frecuencia. Haciendo siempre lo que agrada al Padre, superará incomparablemente las ofensas que le hacen los pecadores: éstas son finitas, por proceder de criaturas; en cambio las acciones que proceden de él, como Creador, son infinitas como el Padre y el Espíritu Santo.
Por la tarde tomó las notas de usted, para leer el punto de la meditación en cuanto llegó la hora. Sin embargo, en el transcurso del mes lo leyó solamente tres veces. Esta ocasión fue para ella una providencia divina: eligió el tema de la nobleza de alma. La consideración de su valor la llevó a un abismo de paz, que la hizo darse cuenta de que Dios es la sola razón de su ser.
Siguió pensando en lo que Jesús ha dado y sigue ofreciendo por el alma que con frecuencia desprecia estos dones. Al recordar los pecados que ha cometido y los que se veía en peligro de cometer, y al ponderar su generosidad hacia ella, fue presa de gran dolor y confusión. No se atrevía a levantar la cabeza, colocándola bajo el altar de su oratorio y expresando su dolor con suspiros, sollozos y lágrimas. Por entonces este dolor la envolvía sólo a ella; pero al darse cuenta de que era incapaz de sobrellevarlo, imploró la ayuda de todos los santos para que intercedieran por ella. Recordó que al día siguiente era su cumpleaños, y reflexionó en todas las bendiciones con que Dios la había prevenido. Después fue consolada por su dulce esposo.
El día siguiente, viernes, recibió la santa Comunión en medio de consuelos indescriptibles. Se le representó un círculo de oro, en el que fue colocada para recibir apoyo en estas intensas experiencias. De este modo, quedó suspendida sin tocar la tierra. Dijo entonces: Oh, Dios, haz conocer tú mismo lo que has obrado en tu amada, cuando, extasiada, te dijo que tu amor la hacía feliz. No terminaba aún de hablar, cuando el P. de Villards la tocó por detrás, indicándole que llevaba ya mucho tiempo ahí: había transcurrido hora y media desde que recibió la hostia. Obedeciendo, abrió los ojos del cuerpo y recuperó sus sentidos aletargados. No pudo decir palabra al Padre; se levantó y salió de ahí como pudo.
El sábado comulgó por usted ¡Ven pues, oh Espíritu Santo! Ni siquiera los serafines son capaces de purificar sus labios para obligarla a hablar. Cuando quiso comulgar, estaba ya extasiada. Vio entonces una multitud de manos blancas levantadas en alto y a dos personas que tomaron un líquido para derramarlo sobre ella, aunque sin experimentar sensación alguna, pues se trataba de una visión puramente intelectual. Comprendió que las manos eran de los santos, quienes oraban por ella rogando a su esposo la condujera a un lugar de descanso. Vio además un árbol sobre el que se posaba una hermosa paloma. Más tarde se le recordó la impresión que causó Salomón en la reina de Sabá, la cual quedó fascinada ante las maravillas del rey sabio. Mi Jesús le permitió ver claramente que El era más sabio que Salomón, y todo lo que ella había oído decir era nada en comparación con lo que El mismo le manifestaba. También le habló acerca del honor que rinde a la Virgen, su santa Madre, quien, como Reina, está sentada a su derecha. Es ella quien la favorece y escucha, así como el Padre eterno la ha fortalecido. Durante este éxtasis, hizo grandes peticiones por todos diciendo: Aquél que da el árbol da también el fruto. Se le comunicó que la paloma que vio era el Espíritu Santo, que le daba el fruto de este árbol: este fruto es Jesús. Oh, amor, ¿qué podría expresar esta alma abismada en ti? Padre, lo deja a su imaginación.
No transcribo estas cosas en otra hoja, pues ambas me costarían el mismo trabajo. El P. de Villards piensa que debo callar todo esto. Le manifiesto únicamente lo que me ha mandado revelarle acerca de la persona arriba mencionada, pero nada que concierna a usted, Padre. Sólo a usted lo comunico por escrito. Guarde estas cartas para devolvérmelas, si así lo cree prudente; o bien tome de ellas lo que crea conveniente para anotarlo en el cuaderno que se llevó. En cuanto a la persona a quien mostró usted las cartas a su llegada, tenga la seguridad de que ella ignora por completo lo sucedido.
Volviendo a lo que escuchó, se le dijo lo siguiente: Hija mía, mi apóstol san Pedro huía de la muerte cuando me le aparecí llevando mi cruz y diciéndole que iba a que me crucificaran por segunda vez. Si esta criatura parece huir, es debido a su fragilidad, y a todos les pasaría lo mismo si no les concediera la fuerza necesaria. A pesar de estas palabras, ella no comprendió qué espíritu guía a esa persona. Tenga temor y asegúrese; pero sobre todo, haga oración. Ella lo hará por su parte.
El domingo, octava de Todos los Santos, al dirigirse a comulgar, escuchó: En este día, muchos se apresuran a invocarme, lo mismo que a mis santos, pero sólo uno se lleva el premio. Ella, rebosando de amor, se lo pidió. Su querido Esposo le hizo ver con claridad que deseaba que ella lo obtuviera, y mediante una fuerza gentil, la condujo hasta la presencia de su Padre eterno, el cual conversó con ella cerca de una hora en un sabroso coloquio, acariciándola de manera que pudiera gozar de él.
Hija mía, me complazco entre las mujeres, especialmente contigo. Mi Hijo me agradeció el que revelara mis secretos a los pequeñines, y lo hago contigo. Acércate a mí, o nada te protegerá con su sombra; sólo yo concedo los dones más altos y perfectos.
Estuvo con él mucho tiempo, al cabo del cual se levantó, pues eran ya las once y cuarto, permaneciendo el resto del día en un estado de gran consolación.
El martes, durante toda la mañana y hasta las cuatro de la tarde, experimentó un calor luminoso sobre la cabeza, y una palpitación del corazón que se convirtió después en un dulce desahogo, el cual procedía de un conocimiento interior de la presencia de su amado. Esa misma noche, estando en la iglesia del colegio, se vio completamente sumergida en este fuego interior. No sabiendo qué sucedía, o qué significaba esa luz ardiente sobre su cabeza, decidió preguntarlo al Padre cuando viniese a hablar con ella, pues lo estaba esperando. Escuchó estas palabras en latín: Et induxit in virtute sua Africum. Y revistió a Áfrico de su poder. Estas palabras le fueron repetidas varias veces, pero ella no pudo desentrañar su significado. Entonces escuchó: El Verbo, sol de justicia, brilla sobre ti y te ha revestido del Espíritu Santo. Su fuerza es la que te ayuda a soportar los rayos ardientes de este sol.
Esto se prolongó durante toda la tarde. Escuchó además estas palabras: Estás disfrutando del globo de fuego que san Martín tenía sobre su cabeza. El lunes, un poco antes del amanecer, vio en sueños a un pontífice revestido de sus atuendos pontificales, suspendido en el aire como si surgiera de un campanario. Este personaje estaba del lado opuesto al sol, el cual hacia brillar sus vestiduras como si fueran idénticas al astro rey; él mismo parecía un ascua de oro. Ella sintió un singular placer al contemplar a este dignatario caminar en su presencia, como si fuera impulsado por el sol.
El día de san Martín le pareció entender que era este Santo quien venía a guiarla para mostrarle la verdadera luz. Comprendió que era tan luminoso, que aunque el espíritu maligno se disfrazara de ángel de luz, seguiría pareciendo tenebroso y oscuro en presencia del Santo. Siempre, al celebrar su fiesta, experimenta ella su caridad. En ese día ofrece la santa Comunión por todos los que, como usted, se dedican a la dirección de las almas. Después de la comunión, experimentó un reproche por haber dudado de lo que tantas veces le había dicho la divina bondad, al lamentar que hubiera permitido que el convento de santa Úrsula se quedara vacío, sin sus religiosas.
Hija mía, quiero que tú sola me sirvas como lo hubieran hecho todas ellas. Debes saber que eres la perla única, y que por adquirirte lo he dado todo; después de las arras de gloria y los dones de la gracia, te he entregado al Autor de la gracia.
Escuchó entonces al Padre eterno: Hija mía, para poseerte, te entregué a mi Amado Hijo. ¡Cuán preciosa eres para mí! Una vez más le pareció recibir reproches por haber callado esto a usted y por no comunicarlo al P. de Villards. Oyó además: Si las ursulinas hubieran permanecido aquí, hubieras deseado ingresar con ellas y habrías tenido mucho que sufrir sin disfrutar de los bienes que ahora gozas. Con todo, El no aminoró el deseo que tiene ella de llegar a ser religiosa.
El mismo día de san Martín estaba tan abrasada de amor, que casi no podía respirar. Buscando alivio, fue con sus amigas a Beaulieu a escuchar una plática. Durante el trayecto, dirigió a sus compañeras palabras ardientes acerca de la perfección de las almas puras que aman a Dios por ser quien es. Con esto sintió algún alivio. Más adelante, pensando en sus palabras, se arrepintió por haberse permitido hablar así, ya que podrían atribuirse a ella esas expresiones. Dijo entonces faltando a la verdad: No soy de esas almas. Esto era mentira, pues sabía muy bien que la divina bondad le hacía experimentar todo lo que había expresado.
Ese mismo día, por la tarde, su alegría se convirtió en una gran tristeza y un vivo temor por no haber pedido permiso a su madre para todo lo que hacía. Al día siguiente, comunicó su alarma al P. de Villards, su confesor, pero explicó; al P. Provincial no le parecerá necesario que le pida permiso de subir a mi oratorio; él desea que obre yo con prudencia. Muy bien, dijo él, no se lo pidas específicamente para eso, pero sí para otras cosas.
Ella deseaba obrar conforme a su consejo, pero se vio asediada por un gran dolor y mil pensamientos. Se sintió a tal grado prisionera de todo esto, que no podía salir de casa sin pedir permiso. Comunicó al Padre su sufrimiento y él le advirtió que debía someterse aún más, y que, para ello, dijese a su madre que iría a misa si ella estaba de acuerdo.
Padre, protestó, yo sé que ella está de acuerdo; me parece que decírselo sería una simpleza, y aun cuando lo hiciera, me sentiría más apenada. El R. Padre me había proporcionado un gran alivio al prohibirme pedir permisos de más.
¡Ah! dijo él, es que ha condescendido con tu sensualidad, pero es necesario que pidas permiso para todo; ésta es también la intención del mismo Padre Provincial. Deseosa de obedecer, pidió esta gracia a su Esposo con tal efusión de llanto, que sufrió un verdadero martirio durante cuatro días.
El sábado, estando en su oratorio, su Amado la abrasó inesperadamente con un fuego devorador, consolándola y diciéndole: Hija, amo tanto a las personas de tu sexo, que permití a Magdalena derramar el óleo sobre mi cabeza antes de ir a ofrecer el sacrificio de la misa. Los demás obispos son ungidos por hombres; yo quise recibir la unción de una mujer.
En ese mismo instante, se sintió totalmente inmersa en él. De este modo, su amado le ayudó a comprender que era ella quien lo ungía. Permaneció durante algún tiempo en este efluvio, que provocó en su cuerpo un conflicto que no le causaba dolor alguno. Sin embargo, al día siguiente, al ir a confesarse, su angustia se agudizó más que al principio; y la opresión del corazón se acrecentó mientras se confesaba. A la hora de la comunión le fue difícil contener sus lágrimas ante el tropel de tentaciones contra la confianza en la bondad de Dios. ¡Ah! qué aflicción sintió en su alma cuando la asaltó este pensamiento: ¿Crees que Dios piensa en ti? y muchos más por el estilo. Luchaba por vivificar su fe y su esperanza, y para lograrlo, permaneció dos horas después de la comunión pidiendo la humildad y la gracia de poder pedir sin temor todo a su madre, llegando a ser esclava de todos. Sin embargo, nunca había podido obtener esta gracia de su Esposo.
Observe usted que esto le quitaba el poder de pensar para rezar por los demás. Su prójimo estaba alejado de su memoria; más aun, ni al menos por ella misma podía orar con eficacia. Le parecía que su confesor era el causante de su aflicción. Por fin se lo manifestó: usted me hace sufrir; quisiera que sus palabras fueran eficaces, puesto que usted mismo desea que obre yo de este modo. Puedo obedecer sin dificultad en cuanto otras personas me dan una orden. ¡Ah!, contestó él. Somete tu juicio y las volverás eficaces.
¡Ay, Padre! me someto y quiero hacer lo que usted me dice, pero el temor de sentir inquietud por este acto de humildad me parte el corazón. ¡Ah! dijo él, es menester que lo hagas. El domingo pidió esta gracia con mayor fervor ante el Santísimo Sacramento, que estaba expuesto ese día; pero veía acrecentarse cada vez más su tormento. Por la tarde, al estar en su oratorio llena de tristeza, se sintió rodeada de luz; su dulce amor la consolaba. Más en cuanto pidió la fuerza de someter su juicio, él le devolvió la repugnancia. Este mal se duplicó cuando entró al confesionario.
Padre, dijo ella, sufro mucho porque no puedo vencerme. Si esto se debe a falta de humildad, prefiero morirme, pero lo ignoro; me parece que Nuestro Señor no desea que pida yo esto, puesto que es un impedimento para recibir sus favores; estoy tentada de dejarlo a usted. ¿Y por qué, mi pequeña? preguntó el sacerdote, al verme tan turbada. Esto no quiere decir que haya consentido en esa tentación, pues no quiero serle ingrata. El respondió: Ah, debes librarte de ese pensamiento, pero temo que te aflijas todavía más.
Padre, esto me hace palpar mi debilidad, pero no deseo hacer otra cosa sino la voluntad de mi madre; en adelante pediré su consentimiento en todo aquello que yo dude sea su voluntad, pero en cuanto a venir a misa, a verlo a usted y a practicar otras devociones, pienso que no hay ningún obstáculo, puesto que la aprensión de pedirle este permiso me entristece mucho sin quererlo, y además me impide rezar por los demás. Si Dios desea que me someta a la obediencia, le pediré que me haga religiosa, para sujetarme así a todas las hermanas.
De pronto cambió el padre su manera de pensar y le dijo: No pidas todas esas cosas, recupera tu tranquilidad. Yo mismo te daré la santa Comunión, para unir en él nuestros corazones. El Espíritu Santo dirige de muchas maneras.
Ella recobró su paz con la antífona de entrada, que decía que sus pensamientos los de Dios eran de paz y no de aflicción. Ese día escuchó: Yo quería que Magdalena se sintiera tranquila, por lo que tuve que reprender a su hermana, quien se quejaba de que no le ayudaba en lo tocante a mi servicio. Tú eres mi esposa; las esposas dejan padre y madre por el esposo.
Ese mismo día le dijo el Padre de Villards: Hija mía, he recibido nuevas luces para dirigirte. Dios quiere que le sirvas en santa libertad, como a un esposo. Te ama tanto, que no desea verte como sirvienta. Queda, pues, en paz. Padre, respondió ella, estoy algo avergonzada por no haber podido vencerme en esto. Pero él la tranquilizó: Deja ya de preocuparte.
Después de lo anterior, fue grandemente consolada por su esposo antes de recibir la sagrada comunión. Al entrar él en su corazón, le pidió la paz que fue concedida a Samuel; pero cuando todavía tenía a su amor en la boca, el P. de Villards la hizo llamar para que fuese a la puerta y hablara con el P. Voisin. Suplicó entonces a la Santísima Virgen y a todos los santos que diesen gracias por ella, y obedeció al P. Voisin, el cual le comunicó que usted se encomendaba a ella, lo cual le agradece. Preguntó al P. Voisin si tenía carta de usted para ella. Por favor contéstele, y dígale cómo debe comportarse respecto a su madre; si sus acciones proceden de falta de humildad, dará la vida por obedecerlo, si usted cree que debe ser así. Le suplico sea pronto, pues aunque ahora se encuentra en paz, ignora si podrá sentirse así más adelante; no quiere apoyarse en su propio juicio, sino en el de usted, que es más prudente.
Adiós, mi muy querido Padre. Tenga la seguridad de que ella le es incondicional en el corazón de Jesús, su amor. Termino la presente, para no alargarme demasiado y para irme a dormir. Si deseo agregar algo, lo haré en otra ocasión.
Mi madre lo saluda y le agradece que la haya recordado. Le suplica que rece por ella. María me dijo que, si puede, haga lo mismo por ella. Yo le ruego que siga haciéndolo, pues confío en sus santas oraciones. Las que ofrezco son tan suyas como mías. Quedo de usted por siempre, mi querido y reverendo Padre, su muy humilde y afectuosa hija y servidora en Jesús.
Jane Chesar.
De Roanne, el 27 de octubre de 1620.
Ahora ya no siente repugnancia para confesarse con el Padre de V.
A mi Reverendo Padre Jacquinot, Provincial de la Compañía de Jesús en la Provincia de Lyon. 3 de noviembre 1620
Mi muy Reverendo Padre:
Que el Salvador crucificado sea el blanco en el que converjan, con verdadera eficacia, todos nuestros deseos.
Resumiré para usted en la presente lo que dejé de manifestarle en las cartas que el Sr. Carriges le llevó, acerca de lo que ha acontecido a su querida hija.
Un día, estando en oración ante el Santísimo Sacramento, con el cual se lamentaba de que le prohibían los libros que la conducían a estos dulces éxtasis, escuchó: Hija, Yo soy el libro principal, en el que te doy a leer la voluntad de Dios, mi Padre. Obra conforme a ella. Y en otra ocasión: Hija mía, no has recibido tu ciencia evangélica de los hombres, sino de mí, como apóstol mío. Deseo la comuniques a quienes son mis representantes. Te dije hace tiempo que hablarías de mis testimonios delante de los reyes, que son mis sacerdotes, y que no serías confundida.
Lo anterior le fue dicho en la fiesta de santa Catalina; mejor dicho, al día siguiente. Llegó un momento en que, sintiéndose admirada ante la ingenuidad y el atrevimiento con que manifestaba las gracias divinas a quienes se le mandaba, escuchó en latín, por ser esta lengua la más ordinaria de sus revelaciones: Soy yo quien da testimonio de mi mismo.
Olvidó dar a usted más detalles de la revelación que ya le había mencionado acerca de los estigmas de san Francisco; en caso de que no la recuerde, se lo repito por escrito. Un viernes por la tarde, después de haber pedido fervientemente a su esposo la gracia de no volverlo a ofender, fue arrebatada en un altísimo éxtasis. En él comprendió que san Miguel fue el serafín que imprimió físicamente las llagas que el enamorado crucifijo había grabado en el interior de san Francisco, el cual era una de las columnas que sostienen la Iglesia, cuyo protector es san Miguel. Para recompensar al santo, el arcángel obtuvo de Dios la gracia de honrar su cuerpo con las libreas de Jesucristo y la de ir a liberar a las almas del Purgatorio en virtud de las mismas llagas, pues san Miguel es su abogado, como nos dice la santa Iglesia en la misa. Otra vez, estando en la iglesia del colegio, escuchó: Hija, ¿Quieres conocer la profundidad de mi cruz? Está en la ley natural, brotando de la boca de Adán, de donde toma su raíz para siempre. El vivía en mi presencia, pero infundí un soplo en Adán. Su profundidad perduró hasta la ley escrita, en la que encuentra su anchura, ya que este madero fue encontrado entre las aguas y arrancado de su lugar para fabricar mi cruz con él. Su anchura se halla en la ley de la gracia al ser llevada por mis predicadores con el viento de mi palabra, que abre los corazones para poderla implantar en ellos. Su altura está en la ley de la gloria; el cielo es el lugar donde este árbol será exaltado. Hay que llegar a la gloria para contemplar esta sublime altura. Pero, amor mío, tú no quieres recibirla tan pronto en ese lugar. ¡Ah! ¡Si te dignaras confirmarla en gracia! ¿Cuándo le darás ese corazón puro y blanco de la sustancia de las perlas que le hiciste ver dibujado y resaltado en oro? No ha podido esclarecer del todo esta visión.
Ella prosigue a partir del día en que fechó los escritos que envió a usted anteriormente por medio de la persona arriba citada; era el día 17 del mes cuando pensó que había sido liberada de su sufrimiento. Sin embargo, resultó que no era sino una tregua para auxiliarla en la debilidad permitida por su esposo. Al día siguiente, 18, manifestó a su confesor que se sentía muy consolada, pero también avergonzada por haber emprendido la retirada antes de vencer. La actitud de él había cambiado respecto a la seguridad que le dio el día anterior. Esta vez le dijo que su libertad debía ser santa, sometiéndose a lo que se le dijese; que Dios había enviado a sus ángeles a san José y no a la santa Virgen, la cual hacía de inmediato lo que este Santo le sugería. Se dirigió entonces a comulgar llena de consuelo, pero repentinamente los sentimientos de temor volvieron a apoderarse de ella, sumergiéndola en indecibles sufrimientos durante cuatro o cinco horas.
El P. Voisin llegó a la casa acompañado del P. de Villards. Enviaron por ella, pues estaba en su oratorio, pero casi no podía hablar. Su corazón estaba cerrado. Les dijo que se sentía mal, y el P. de Villards observó a su compañero: Sé bien que algo le pasa. Ella guardó silencio a causa de la compañía, pero encontrándose más cerca del P. Voisin, le confesó en voz baja que estaba muy afligida. El P. de Villards dijo entonces: Vamos a ver su oratorio. Esto le brindó la oportunidad de comunicar su dolor al P. Voisin, quien permaneció con ella y una de sus hermanas, que no pudo escuchar la conversación a pesar de estar presente.
El padre hizo lo indecible para consolarla, dándole valor para vencer esta nimiedad por medio de la sumisión hasta la muerte, así como el Hijo de Dios obedeció hasta la muerte de cruz, con la que se adueñó del paraíso; le dijo que seria muy feliz si moría en la cruz de la humilde obediencia; que si temía ser objeto de burlas por pedir permiso para salir con tanta frecuencia, ¿cuánta mayor vergüenza y burla no era el espectáculo de todo un Dios pendiente de la cruz? Estas y otras palabras del P. Voisin la reconfortaron.
Para vencerse, preguntó a su madre si tenía inconveniente en que pasara al colegio para entregar unas cartas al Maestro Carriges. Entró a la iglesia y, repentinamente, su dulce amor la consoló diciéndole: Hija mía, todo esto es para ti una cruz. No la dejes hasta que, sobre ella, hayas muerto a ti misma y obtenido la victoria. Ahí tienes a san Andrés como patrón de este mes. El rehusó ser bajado de la cruz, a pesar de haber ya triunfado en ella; yo mismo quise morir en ella. Bien sabes que te he dicho que las marcas de tus sufrimientos están en mi corazón, el cual lleva impresos en si todos los sufrimientos físicos que sufrí en la cruz. Como fui ofrecido en sacrificio por mi propia voluntad, mi corazón fue crucificado antes que mi cuerpo. Amaba tanto la Pasión, que la grabé en mi voluntad, cuya sede es el corazón. Ella se sintió alentada por estas palabras y por las que el P. Voisin le dirigió después; pero especialmente por el gran consuelo que experimentó por la tarde en su oratorio. Su esposo le dijo: Antes incliné los cielos para consolarte; ahora es preciso que subas al Calvario para venir a mi encuentro.
Al día siguiente por la tarde se dirigió a su oratorio después de haber hablado con el Padre Rector, pues el P. de Villards estaba ausente, habiendo tenido que ir a Marcigny con el P. Voisin, quien le ofreció su compañía. Fue necesario, por tanto, que el P. Rector la confesara y, al terminar, le diera valor para humillarse en todo, hasta para pedir permiso de ir a su oratorio, en una que otra ocasión, sólo para vencerse. Así lo hace y lo hará si usted lo aprueba, a pesar de su repugnancia, pues le parece que obrará como aniñada y escrupulosa; sin embargo, si esto es preciso para adquirir la humildad, lo hará hasta su muerte.
Como había subido a orar, tomó un cuadrito representando a san Bernardo, en el que Virgen lo alimentaba con su propia leche. Al pensar en ello muchas veces, recibió grandes dulzuras y éxtasis. Escuchó: No pienses que esta leche es siempre dulce. Aunque este santo saboreó su dulzura, paladeó también su amargura, pues llevaba mi pasión en su pecho. Yo la gusté igualmente pero de una manera muy dolorosa, cuando el Espíritu Santo, esposo de sangre, como mi madre podría llamarlo, hizo decir a san Simeón que yo seria un signo de contradicción. A partir de entonces, mamé la sangre dolorosa que la espada de mi muerte hacia brotar del corazón de mi madre. Quiero que sepas que sufrí desde entonces hasta mi muerte; mis dolores crecían día con día a la par con mi edad. Si al principio cargué con el peso de un ternero, al final se convirtió en un buey tan grande como las ofensas de los hombres, el cual se valió de los instrumentos o reja de arado de mi pasión para abrir surcos en la tierra de mi cuerpo. De ahí brotó el trigo del Santísimo Sacramento, que he dejado como memorial de mi pasión, pues echó raíces en ella. Pensaste que lo comerías en medio de dulzuras, pero es necesario que lo comas con el sudor de tu rostro, que son las lágrimas. Ármate de valor.
Ella se sintió como cansada y molesta al decírselo a los padres, así se trate de usted o del P. Rector, diciéndole: ¡Oh amor! todo esto, esta pena, es de tan poca monta, que siento vergüenza al decirles que estoy tan afligida por una insignificancia. Además, no sé cuánto debo decirles de todo lo que me revelas. Ayer, por ejemplo, al orar por ellos, me dijiste que, en cuanto alcanzara la santa humildad les concederías muchas gracias; pero ¡estoy tan lejos de ella! Había olvidado mencionarle esto. El respondió: Quiero que se lo digas para hacerles comprender que eres débil, puesto que te afliges por cosas tan pequeñas. Entonces sabrán que en lo poco doy a mis amigos una pesada cruz. Sé fiel a mí en esta pequeña aflicción, pues recibirás muchas otras; cuando hayan pasado, entrarás en el gozo de tu Señor.
Escucha a mi real profeta, quien dijo que aprendió cómo debía conducirse por medio de mis santos que viven en la tierra, y no de los que están en el cielo; pues éstos son intercesores, mientras que los de la tierra, incluyendo a tus confesores, son jueces. Debes conformar tu voluntad a la suya; deseo que manifiestes todo, pues me alaban por ello. ¿Te has puesto a pensar cuánto provecho sacan de esta alabanza? Ellos me ofrecen un sacrificio que me honra, y, en su nombre, rindo este honor ante mi Padre, lo cual se transforma en un gran bien para ellos. Hija, consuélate con esta gracia tan grande que te concedo: las personas que hablan contigo, o que al menos te ven, llegan a amarme.
¡Me has dicho tantas veces que yo era tu elegido entre todos, y que eres mi viña a la que amo más que mil! Esto se demuestra con las gracias que te he concedido desde hace algún tiempo. Desde antes de la fiesta de Todos los Santos, has sentido casi de ordinario un sol sobre tu cabeza, que se hace visible aun externamente. Tu parte superior está como Moisés en mi compañía, sobre el monte de la contemplación; lo demás es como Josué, que al combatir detuvo mi sol sobre su cabeza.
Todos estos razonamientos la sumergían en un suave descanso y valor. No sé cómo describir a usted todo esto, pues ella no se siente tan desolada como para no sentir consuelo, ni tan consolada como para no sentir desolación.
El viernes 20 por la mañana, al estar en oración, su Amor la consoló diciéndole: Una vez te dije que, al ascender, ibas apoyada en mí y abundando en delicias. Ahora es necesario que subas sostenida por mi pero crucificada y sintiendo los suplicios del Calvario, pues este amor es más fuerte. Cuando mis apóstoles subieron conmigo al Monte Tabor, al verme glorioso quisieron apoyarse en mi diciendo: ¡Qué bueno es estar aquí!; pero al mirarme, cayeron en tierra, por ser incapaces de soportar mi gloria en este mundo. Sin embargo, sobre el Calvario, mi madre y mi discípulo amado se mantuvieron en pie.
¿Qué piensa usted, mi querido Padre, que respondió su querida hija al escuchar todo esto? Sus ojos hablaban y razonaban con sus lágrimas. Cuando estaba a punto de terminar su oración, escuchó: ¡Ah, hija mía! nunca fui tan bien reconocido como Hijo de Dios como en mi muerte, al exclamar el centurión: Verdaderamente éste era el Hijo de Dios. Del mismo modo, serás reconocida como mi verdadera hija en tus padecimientos. Sabe que he deseado tanto esto, que mi real profeta lo expresó en el salmo Quemadmodum, en el que me retrata como un ciervo ansioso por derramar la fuente de mi sangre y agua. Deseaba, mediante el manantial de mi muerte, hacerte experimentar junto conmigo mi vida divina, y comparecer de este modo en presencia de mi Padre. Por esta razón, mis días me parecían panes amasados con lágrimas; sufría mucho al ver que Dios no era conocido.
El Domingo de Ramos, al ver la ingratitud de mi Jerusalén lloré: Yo lo recuerdo, y derramo dentro de mi alma (Sal_42_4a), pues a la vista de esta ciudad las lágrimas saltaban de mis ojos y mi corazón se deshacía de dolor. Entonces me dirigí allá para ir y venir por sus calles, hasta llegar a aquel templo que encerraba al tabernáculo admirado por todas las naciones, en el que Dios había hecho su morada. Al cabo de cinco días hice este banquete de mi mismo, con gritos de júbilo, (Sal_65_14c), reanimando así a mis apóstoles entristecidos por mi partida. Hija mía, ¿qué más hubiera podido exclamar en el huerto, sino que mi alma estaba triste hasta la muerte, poniendo mi confianza únicamente en la voluntad del Padre?
Y continuó escuchando el resto del salmo. Se me acaba el tiempo. Se dirigió en seguida a comulgar; vio dos ojos muy amorosos y escuchó: Hija mía, tú eres esa piedra observada por varios ojos. No te extrañe que no seas exaltada en el templo de la religión. Te parece ser rechazada, pero cuando te haya moldeado y cincelado con mis manos, te introduciré en mi templo.
Ella ignora si él se refirió a una congregación religiosa. Que se haga su voluntad. Por favor hágale saber a ella su opinión respecto a pedir permiso expreso para todo, pues acostumbra hacerlo en general. Su madre se alegra mucho al verla pedir permiso en cada ocasión, hasta para ir a hacer la oración de la mañana.
Le suplica, por tanto, que examine con cuidado si es la humildad lo que la mueve en esto para ayudarla a disciplinarse, o bien pura imaginación o una tentación para privarla de su paz interior. El P. Voisin le dijo claramente que no era necesario pedir esos permisos, ni aun para ir a misa o a otras devociones ordinarias para las que cuenta con la avenencia de su madre.
El portador de la presente es persona de confianza; puede usted mandar la respuesta con él, por favor. Ella le ruega que rece por su perfección, y le promete hacer otro tanto por la suya.
Un millón de adioses sin adiós, quedando en compañía de usted en el corazón de su esposo como la única paloma de este santo nido en el que, mi muy querido y reverendo Padre, soy su afectísima para siempre en Jesucristo. Jeanne Chézar.
A mi Reverendo Padre, el Reverendo Padre Jacquinot, Provincial de la Compañía de Jesús en la Provincia de Lyon. Roanne, 29 de noviembre de 1620.
Mi muy querido y reverendo Padre:
Que se abran los cielos para hacer descender, cada vez con más abundancia sobre usted, el rocío de la gracia divina.
Le informo que su querida hija recibió de manos del P. Rector la primera de sus cartas fechada el martes 24 de noviembre. Le ruega siga enviándolas de este modo, pues desea que únicamente él se las entregue. Hoy, viernes 27, él prometió ocuparse de ello al entregarle su otra carta junto con una del P. Bohet. En esta última, el Padre expresa el santo deseo de verla tranquila según los santos consejos y órdenes que recibe de usted. Lo está y seguirá estándolo con la ayuda de Dios, en lo que se refiere a las dificultades tantas veces mencionadas.
Comienzo, pues, a describir lo que le ha sucedido a partir de la última carta que usted ya recibió. El sábado fue presa de un acceso de fiebre, lo cual le pareció que podría ser una tentación. Quiso ahuyentarla con la disciplina, por ser la hora en que deseaba dársela para ofrecerla por usted. Después se sintió algo aliviada y aunque recayó en la noche, no por ello dejó de ir a comulgar el domingo por la mañana, recibiendo así consuelo de su esposo.
El mismo día, al asistir a vísperas, recibió grandes gracias junto con una dulce unión. Al terminar este oficio, celebrado en la iglesia de san Esteban, y habiendo salido de ese suave reposo, se encontró con una mujer afligida que le pidió consuelo. Así lo hizo, o mejor dicho, su Amor se ocupó de ello. Se dirigió en seguida a la iglesia de los capuchinos, y muy pronto advirtió en su corazón la presencia de su bien amado. Pensó en san Clemente, cuya fiesta era el lunes, al que Dios favoreció edificándole una tumba en el mar mediante el ministerio de los ángeles.
¡Oh, Dios mío!, exclamó, si es tu voluntad, me puedes hacer muy firme contra mis enemigos; como el mármol en medio del océano que es el mundo, puesto que yo soy el sepulcro de tu Hijo. Escuchó esto: Si tuve tanto cuidado del cuerpo muerto de un pontífice mártir, ¿Cuánto más lo tendré del cuerpo vivo de mi Hijo, rey de los mártires y pontífice soberano?
La víspera, estando cerca del fuego en compañía de todos los de casa, se sintió fuertemente inspirada a retirarse en su oratorio y así lo hizo. Recibió entonces grandes favores del Padre eterno, pero también derramó copiosas lágrimas a causa de sus imperfecciones. Tuvo además la inspiración de orar por usted y pedir a Dios perdón de las faltas que ha cometido durante el año, recordando que era el último domingo del ciclo de la Iglesia. Agradeció también a su divina Majestad las gracias que ella recibiría el año siguiente.
El lunes, antes de recibir la sagrada comunión, consideró cuánta pureza es necesaria para acercarse a recibir a este Señor, y qué impura y pobre se veía. Por ello preguntó a su confesor que, si deseaba, le pediría día con día un permiso especial para comulgar, aunque ya tenía autorización general para ello. El no aceptó y, además, se le dijo interiormente que se trataba de una tentación para volverla escrupulosa. Mientras ponderaba todo lo anterior, mi querido esposo le dijo: ¡Deseo tanto venir a ti, aunque tuvieras que alojarme en un establo! Para poder morar en el alma me he limitado tanto, que me encuentro todo entero en el más pequeño fragmento de pan.
Después del mediodía la fiebre subió muchísimo, pero prometió al P. de Villards que iría a verlo, y lo cumplió. Estaba ya en la iglesia cuando regresó de la ciudad a la que había ido con el P. Rector. Venían en compañía de un joven conde y de un jesuita que llegó, según entiendo, de Roma. Para su confusión, le pidieron que hablara con el conde. Lo hizo con mucha brevedad. El P. de Villards intervino: Su presencia la cohíbe muchísimo. Ella no había previsto este encuentro, pero ese señor lo deseaba mucho, y así lo hizo notar el P. Rector. Cuando apenas llegaban, ella alcanzó a oír a unos decirse: ¡Qué coincidencia!; y a otros exclamar: Es obra de la divina Providencia.
Ella pensó entonces que mencionaron al conde los favores que su bien amado le concede. Más tarde supo que el P. de Villards había manifestado, en presencia de tres o cuatro padres que estaban con el conde y también con el Sr. de Lingendes, lo sucedido con relación al fallecimiento del P. Pival.
No pudo evitar sentirse molesta con el P. de Villards al enterarse de su indiscreción, pero las personas que la informaron le prohibieron decir palabra, lo cual no ha hecho por consideración a esta petición. Ocurrió además que, en cierta casa, se dijeron muchas cosas de ella, lo cual rehusó escuchar por tratarse de rumores que empezaban a circular acerca de su santidad. Por este motivo, mostró disgusto en su rostro ante su hermana. De momento se fue a acostar con el corazón dolorido y los ojos arrasados en lágrimas.
Al día siguiente, al confesarse, se quejó con el sacerdote: Estoy disgustada con usted porque habló de las gracias que Dios me concede; no le doy permiso para ello, pero si para publicar mis pecados. Por esta razón me abstendré de comunicárselas; pido a la Divina Majestad me mantenga escondida.
El respondió: Y yo le pido que te de a conocer, o bien que te oculte su rostro. Estas palabras le ocasionaron mayor tristeza. El inquirió: Dime qué te dijeron que dije. Ella no quiso referirse al P. Pival, porque se lo habían prohibido. Ah, contestó, No quise escuchar cuando mi hermana me decía que soy santa; en cuanto a usted, sabe muy bien lo que dijo.
El lunes continuaba con fiebre cuando habló con el conde. El se volvió a los sacerdotes y les dijo: Es una bendición para ustedes el conocer un alma como ésta. Ella respondió que, por el contrario, era una bendición para ella el poder contar con ellos.
Al terminar tuvo que guardar cama, en la que sufrió un fuerte acceso de fiebre acompañada de un ardor extremo provocado por su enfermedad y por el fervor de su amor. Dese usted cuenta de que el cuerpo sufría mientras el alma se mantenía unida a su amor. Vio una flor parecida a un clavel que crecía a su lado derecho, cuyas hojas inferiores estaban muy maltratadas. No supo el significado de esta visión, pues la flor estaba intacta y lozana. Escuchó: Hija mía, los padres son el arco y tú la cuerda. Mantente tensa en mi amor, y tus oraciones serán flechas que mi mano lanzará. Es mi Santo Espíritu quien te mueve a recitar oraciones que llegan a ser meritorias por mis merecimientos.
Soportó esta fiebre toda la noche, pero el valor de comulgar hizo que se levantara por la mañana. Cuando el P. de Villards llegó a verla, no se había atrevido a levantarse sin permiso. Su madre quería que tomase algo, pero ella le rogó que la dejara ir a misa; que debido a ello no podía probar nada.
Después de invitarla a levantarse, el Padre le dijo: Voy para esperarte en el confesionario, termina de arreglarte. Como deseaba confesarse y sentía mucha debilidad, exclamó: Padre, desearía más bien comulgar al principio de su misa. El respondió: Si, si no puedes más. La santa comunión te fortificará. Al acercarse al comulgatorio para asistir a misa, sintió un olor como de canela mezclado con otros aromas, que desapareció rápidamente. Esto la hizo pensar que su amor le había permitido sentirlo para fortificarla. Comulgó entonces dulcemente consolada, pero temiendo halagar a su cuerpo, se puso de pie a la hora del evangelio de la misa que se celebró inmediatamente después, privándose del consuelo del espíritu. Algunas horas más tarde, como seguía con fiebre, volvió a recostarse.
Despertó al día siguiente pensando en santa Catalina, pues era el día de su fiesta. Le pidió que la acompañara al templo del rey, su Señor. En cuanto amaneció, se levantó para ir a confesarse y a comulgar. A la hora de la comunión, exclamó: ¡Oh amor mío!, ¡qué gracia concediste a esta santa cuando permitiste que tus ángeles llevaran su cuerpo a la cumbre del Monte Sinaí!
Escuchó entonces: Te concedo una gracia mayor que la de esta santa, pues te convierto, por medio del sacerdote, en portadora de mi sagrado cuerpo, que es una montaña mucho más admirable que sostiene al tuyo, ya que sobre él se promulgó la ley de la gracia y del amor. Es la piedra viva en la que está escrita con los cinco caracteres de mis santas llagas.
¡Ah, Padre! ¡Qué gran consuelo recibió en compañía de este maestro de la ley del divino amor, que fue escrita sobre la montaña de su sagrada humanidad! Por la tarde sintió su corazón abrasado por un fuego tan amoroso, que no sabe cómo expresarlo. A partir de ese día, la fiebre desapareció.
El jueves fue grandemente consolada por un fuego similar en su pecho. Olvidó mencionar que, la tarde del día de santa Catalina, mientras estaba en su oratorio casi fuera de si, le pareció que le abrían suavemente el pecho, aunque sin saber qué pasaba en esa incisión. Vuelvo al jueves, día en que se vio inundada de dulzura y fervor. Sin embargo, mientras gozaba de ese reposo, llegó a su casa un sacerdote de Carpentras que le dijo sin preámbulos: Señora, he sabido que, entre otras cosas, usted escribe libros y se encuentra en un estado de alta perfección. Asombrada al oír esto, expresó disgusto en su semblante. El prosiguió: Quienes me lo dijeron no le desean mal alguno. ¡Los padres jesuitas la alaban tanto! Pero no fueron ellos quienes me informaron, aunque el P. Coton habló muy bien de usted fue la Sra. de Château-Morand quien me envió a usted.
Ella respondió que la mencionada señora no la conocía, que no era autora de libros y que la caridad movía al P. Coton a hablar bien de las personas. Salió en seguida, dejándolo en casa, para ir al encuentro del P. de Villards, a quien informó de lo sucedido. Este respondió: ¡Ah!, tendrás que soportar muchas más conversaciones como ésta. Ella replicó: ¡Padre, todo esto me da mucho disgusto! Hace dos o tres días que me siento impulsada a rogar a mi padre que me busque un lugar en algún convento desconocido en París.
El Padre la riñó y le dijo: Cuídate de hacerlo, es una tentación. ¿Deseas por ventura poner obstáculos a la gloria de Dios? Al día siguiente la informaron que este sacerdote se fue rumbo a Les Bains, preguntando: Díganme, ¿dónde se encuentra una mujer que es santa y escribe libros? Imagine cuánta pena le causa todo esto, y aunque sigue con el deseo de escribir a su padre, no quiere hacerlo sin pedir a usted su consejo.
El sábado, octava de la Presentación, al recibir la sagrada comunión fue muy acariciada por su amor mediante una suave y fuerte preparación para atraer el cielo hasta ella, lo cual agradeció. Al ver a su amor en las manos del sacerdote que le iba a dar la comunión, repitió las palabras de san Andrés: ¿Dónde moras, amor mío? Y escuchó: En ti. ¡Oh, Dios mío! ¡Qué consuelo, mi querido Padre! Dulces lágrimas le arrasaron los ojos, aunque no derramó sino una. Después de recibir la hostia en la boca, exclamó: Puesto que me dices que te quedas conmigo con tanto gusto, ¿qué concederás entonces al Padre que me dio el permiso de hospedarte en mí diariamente? Gracias a él puedo comulgar; mora, pues, en él.
No se lo negó; escuchó ella a la persona del Padre que le decía: Hija mía, puedes decir con razón: Lo envío, sé que el Padre Eterno envió a su Hijo a la prisión de mi cuerpo para liberarme de mis imperfecciones. Recuerda que el sábado pasado, día de la Presentación, se te reveló que, gracias a los favores que precedieron a tu nacimiento, y antes de ser establecida en el valle de la naturaleza, eres la ciudad edificada sobre la montaña de la gracia.
Al verse tan favorecida de su amor, pidió beneficios para los que se encomiendan a sus oraciones, rogando a su bienamado les conceda el céntuplo de los bienes con los que el cielo y la tierra la han colmado, es decir, los dones mortales y los inmortales. Escuchó estas palabras: El cielo está abierto. Los ángeles y los santos reciben ya su recompensa de gloria accidental por los bienes que te conceden; son elevados a estos favores por mis méritos como Hijo de Dios e Hijo del hombre. Los ángeles bajan también para conceder gracias a las personas que me encomiendas.
¡Oh amor!, respondió ella, obra todo esto en el Padre Provincial mediante la inspiración de uno de estos espíritus. Eran cerca de las diez de la mañana. Ella sintió el corazón adolorido de amor y siguió escuchando: Ya los cielos proclaman mi gloria; el Evangelio, que es mi palabra inconmovible, anuncia mis obras. Quieres contar los favores que te hago, y yo los multiplico más que las arenas del mar.
Imagine usted con qué sentimientos de gratitud salió del templo. Por la tarde, sin embargo, experimentó un gran cambio al escuchar a varias personas decirle que en la ciudad se la tenía por santa y se rumoraba que Dios y su ángel custodio le hablaban. Sintió el corazón oprimido de dolor al enterarse de que la gente la elogiaba. ¡Dios mío! Padre, ¡cuán grande fue su pena y qué intensos sus deseos de no verse más en el mundo, al que está crucificada, y cuya atención no puede atraer hacia ella para ser despreciada por él! Si no temiera ofender la gloria de Dios y desobedecer a usted, obraría de modo que los elogios que se le prodigan cesaran de una vez por todas.
El primer domingo de Adviento por la mañana, al dirigirse a comulgar por usted cosa que seguirá haciendo por esta misma intención hasta Navidad, según su promesa y con la ayuda de Dios su dulce Salvador la llenó de consuelo: Hija mía, lloras cuando se te alaba, como lo hice el día de Ramos en la ciudad de Jerusalén. Hoy en día, al venir a las almas, traigo conmigo mi corte a la tierra para asistir a mi Iglesia y a ti en especial. Sabe que así como las colinas celestes se abajan para venir a la tierra y ayudar a los que me aman, de igual modo los valles infernales se levantan para afligir y tentar a todos. Escucha también a mi apóstol, quien dice: Al vigilar, revistes a las almas con las armas de la luz. Yo soy la luz y el sol divino: ármate de mí, reza por la Iglesia.
Oh, mi Amor, dijo ella, te la encomiendo, pero muy en especial a sus jefes, prelados y a mi querido Padre espiritual. Escuchó a continuación: Hija mía, en medio de los combates, te alimento con mantequilla y miel.
Habiendo terminado, se levantó de su acción de gracias. Sentía un fuerte dolor de cabeza que las tristezas del día no habían contribuido a aliviar. ¡Ah, Padre mío!, quiera su esposo asistirla siempre en el mundo, si es que desea dejarla todavía en él. Como ella seguirá comulgando por usted durante el Adviento, le ruega que la encomiende muy especialmente en este tiempo, a fin de que Dios le perdone sus pecados, pues se encuentra muy lejos de la santidad. ¡Dios mío! ¿Cuándo se encontrará en soledad contigo? Que se haga tu divina voluntad. Aquí tienes mi corazón, Jesús. Te lo encomiendo. Mi alma triste es toda tuya. Mi muy querido Padre, quedo de usted su pequeñísima hija y afectuosa servidora en Jesucristo. Jeanne Chezard.
Hace algunos días le dijo su Amor: Hija mía, los que comen a mi mesa desconocen mis secretos. Tú los sabes porque además de compartir mi mesa, compartes mi lecho, que es mi dulce reposo, en él duermes y velas por ser mi esposa. Jamás ha ignorado su querida hija el deseo de usted de verla humilde y ocupada en actos de humilde obediencia. Desea hacerlos siempre con la sal de la discreción y del discernimiento, tal como usted se lo ha mandado.
Roanne, 7 de diciembre, 1620. A mi Reverendo Padre, el P. Bartolomé Jacquinot, Provincial de la Compañía de Jesús en la Provincia de Lyon.
Mi muy querido y reverendo Padre:
Que el Verbo divino haga en usted su morada sempiterna.
En cuanto a la persona que usted conoce, le informo que sigue viéndose favorecida de su divino Esposo. El primer domingo de Adviento por la mañana la consoló grandemente al comulgar. Por la tarde habló con el P. Rector para entregarle la carta que debió usted recibir junto con la suya. Al retirarse, un fuego ardiente abrasó su corazón de tal modo que hizo sufrir al cuerpo. Su dulce amor le dijo: A mi me toca sustentarlo; me deleito en morar en ti.
El día de san Andrés no disminuyeron las caricias, y le dijo por la tarde: Hija mía, fíjate cómo a este santo le encantaba estar conmigo, no por un tiempo, sino en definitiva; pues cuando le pregunté: ¿Qué buscas? él respondió: ¿Dónde vives?, dándome a entender así que deseaba quedarse a mi lado. Cuando lo llamé, llegó a ser parte de la familia en el lugar donde yo vivía. Al oír decir que para ser mi discípulo era necesario llevar la cruz, la deseó con ardor. Como hice de ella mi última morada, y al morir me ofrecí (Is_53_7) por mi propia voluntad, también quiso este santo ir hacia la cruz con alegría para habitar en ella hasta el fin de su vida mortal. Observa cómo procuraba estar sólo conmigo.
Al día siguiente, colmada de dulzura por la presencia de su esposo que vive en ella, fue a recibir la santa comunión con el deseo de morar en él como él en ella. Escuchó entonces: Si he honrado a tal grado la cruz de madera que recibió mi cuerpo por algunas horas mientras lo torturaban hasta el extremo, imagina con qué honor y con cuánto amor recompensaré a quien, con tantos deseos y afectos, me recibe en si cada día. Este madero era de por si inanimado e incapaz de conocer y amar a su bienhechor como lo puedes tú. Si hice resplandecer por doquier ese madero como estandarte mío, a ti, que lo eres en vivo concederé que por tu medio lleguen mis gracias hasta los confines más lejanos.
¡Ah, mi R. Padre! ¡Cuánto consuelo recibió! No se olvidó de usted en esta oración, en la que estuvo tan unida con el soberano bien. Por la tarde, al estar en su oratorio para hacer oración, fue sorprendida por un cerco de fuego y más tarde por un asalto impetuoso tanto en el alma como en el cuerpo. El del alma consistió en deseos de avanzar en la perfección y llorar sus imperfecciones; el del cuerpo se redujo al ardor del fuego. Eligió como tema de su oración la vocación del Beato Padre Francisco Javier, por ser la víspera de su fiesta. Al considerar que él se había atado las piernas y los pies, escuchó: Mientras que este bienaventurado padre se amarraba los pies exteriores, yo ligaba a mí sus pies interiores, enfocando hacia el amor divino todos sus afectos. Cuando lo hube transformado en la bodega donde guardo por rango el vino de la caridad categorizándolo según su excelencia, dejé caer sus cuerdas como se hace con la madera cuando la bóveda de la cava está bien terminada.
En la fiesta de este beato se acercó a comulgar, pidiendo a su esposo encauzara hacia El todos sus afectos y los de todos los miembros de la Compañía. Hizo esta petición en especial por usted y algún otro. Escuchó entonces: Como te comuniqué hace tiempo, yo soy el Verbo injertado. Estamos en la época en que se injertan los árboles de la tierra, pero también es el tiempo en el que deseo implantarme en ti y en ellos los sacerdotes. Quiero adueñarme de toda su sustancia y transformarla en la mía, pues sin mi son ustedes como árboles silvestres cuyos frutos, roídos por el gusano del amor propio, desagradarán el paladar de mi Padre hasta que, por mi poder, pueda cambiarlos en mi, en quien encuentra sus complacencias.
¡Oh Dios! ¡Cuánta consolación es verse unida a este Verbo! A pesar de todo, su espíritu fue turbado por una emoción del cuerpo. La vergüenza me impide contárselo, pero hay que superarla. Al recordar, al final de la misa, lo que había escuchado después de comulgar, dijo: Señor, sufro violencia, responde por mí; alego mérito en esto. Sin embargo, no tuvo el poder de pedir ser liberada de ello. Tuvo que sentarse estaba arrodillada hasta que todo pasó. El resto del día se sintió colmada de divinos consuelos. Esa misma tarde experimentó un asalto tan impetuoso como el de la tarde anterior, después del cual se vio unida a su Todo en un profundo reposo. El día siguiente, jueves, recibió también grandes favores.
El viernes, fiesta de santa Bárbara, al ser tenido en alto el copón para la comunión, escuchó: Yo soy la torre y en mi están las tres ventanas de la Santísima Trinidad, que no son sino una pura y clara esencia; si te alcanza la persecución, entra en la roca de mi costado santa Bárbara tuvo una torre en la que hizo abrir tres ventanas que recibían la luz del mismo lado; una roca la ocultó. ¡Oh, mi querido Padre! qué bien se hallaba en esta torre de la sagrada humanidad, en donde experimentaba la triple claridad de la unidad de esencia.
Por la tarde tuvo un gran éxtasis en el que se veía con la boca y la cabeza incendiadas; al mismo tiempo, sintió un fuerte ardor en el corazón, que palpitaba, en su reposo, con un grato ritmo. Escuchó que los bienaventurados santos deseaban acercarse a ella. Hija, si en la tierra las almas oyen hablar de la belleza de mi tabernáculo, o bien, cuando tienen alguna revelación dicen que desfallecen por el deseo de verlo, mis santos tienen más puros y ardientes deseos de ir al interior de mis tabernáculos, que son las almas. Desean hacerlo por pura caridad para contigo, al ver que yo lo hago con tanta frecuencia. Ten en mente que los rayos solares derriten las nubes; que si estos rayos permanecieran bajo el nublado, el agua caería sobre ellos de la misma manera que cae sobre la tierra. Tu corazón me lleva dentro de si; yo soy un sol divino cuyo ardor hace que se licúe la nube de mis gracias.
El sábado, habiendo comulgado, invoca esta bella nube; a la Sma. Virgen, e invita a todos los santos con el Salvador, para que vengan en su ayuda. Pidió mucho por vuestra Reverencia, y oyó: Los Padres del Salvador ofrecerán el pan y el vino, ellos deben ser santos, para que no manchen su nombre; hija mía, di al Padre que esto se entiende de ellos, pues son ellos los que llevan su nombre, no el de un Santo Domingo u otros para que sean santos y puros; diles que se acuerden de la preparación que hizo su fundador antes de de celebrar su primera Misa.
Esa mañana del segundo domingo de Adviento, después de haber salido del confesionario, donde sintió un gran dolor por sus pecados, y derramó copiosas lágrimas por su causa, así como por los rumores que mencioné en mi carta anterior, se preparó para comulgar, o más bien, fue su amor quien la preparó al concederle un gran deseo de acercarse a él con prontitud en este divino sacramento. Al estar ya en el comulgatorio, vio, del lado izquierdo, algo como un rayo de luz que descendía de lo alto sobre su cabeza. Esto es algo muy normal para ella. Dijo entonces a su amor: ¿Tú eres el que ha de venir? (Lc_7_19). Pero, ¿eres tú, mi todo? ¿Eres tú el esperado de todos? ¿Eres tú el que mi corazón desea y espera con ansia? Hija mía, lo sé y yo mismo vengo a decírtelo, sin enviarte discípulos como a san Juan cuando estuvo atado por mi causa, pues yo mismo desaté su cuerpo en el seno materno. Vengo a ti, que estás atada por los lazos de tu cuerpo, pero sobre todo por ataduras de tus imperfecciones.
¡Oh Amor! líbrala de esos impedimentos cuando haya recibido la hostia en la boca; su corazón anhela recibirla. Después de pasarla, su corazón sintió el dulce fuego eucarístico. ¡Ah, qué alegría! Escuchó enseguida: Hija, yo soy el esperado de todos, pero desde la eternidad soy el deseado de mi Padre. A pesar de que él me poseyó en si eternamente, deseaba con deseo eterno mi venida a ustedes en el Santísimo Sacramento. Esperaba mi sacrificio desde toda la eternidad. Con qué deseo debes esperarme, aunque no puedas hacerlo con deseos eternos. ¡Cómo ha deseado mi Padre que venga a ti y por ti!
Pidió entonces verse libre de sus ataduras y también usted de las suyas. Después rogó al Espíritu Santo que le comunicara sus deseos, para tenerlos semejantes a los del Padre eterno. A continuación su espíritu fue suspendido, detenido, tal como la antífona de la comunión de ese día la invitaba a estar.
Ese mismo domingo le entregó el P. Rector su carta del 3 de este mes, la cual, como las dos anteriores, la alegró muchísimo, sobre todo por la súplica que hizo usted a los padres de no contribuir en manera alguna a los rumores que, según las habladurías, han esparcido los Jesuitas. Aunque se ha visto tan favorecida por su humildísimo esposo, es para ella una pena estar tan lejos de su corazón impasible ante las alabanzas y las burlas, pues el de ella se altera de inmediato. ¡Oh Dios!, asiéntate en su medio y no será conmovida (Sal_45_6). Que seas tú el primero en levantarse en sus pensamientos, palabras y acciones, y acuéstate también al terminar el día, cubriendo el fuego que encendiste en ese corazón con las cenizas de tu santa humildad. Ella desea gloriarse y alegrarse en las burlas; en las alabanzas, ansía humillarse en tu presencia dirigiéndolas a ti, pues eres tú a quien son debidas, ¡oh su todo!
Respecto a lo que le escribió acerca del deseo que tenía y sentía de verse encerrada en un monasterio desconocido, si usted lo creía conveniente para gloria de Dios y salvación de su alma no le dice usted nada expresamente sobre ello. Es verdad que, por el contenido de su carta, comprende que desea usted que se tranquilice en cuanto a los rumores, lo cual será más meritorio para ella que el no enterarse de nada en un lugar oculto. Mientras su dulce amor la consolaba el jueves pasado, le hizo escuchar: Hija mía, algunos temen que los grandes favores que te concedo te enorgullezcan; sin embargo, deben humillarte más. Cuando mi apóstol Pedro me vio favorecerle al grado de lavarle los pies, se humilló tanto, que para detener esa humildad desmedida le dije: Si no te lavo los pies, no tendrás parte conmigo. Como le hice ver que lo cumpliría, respondió que era un pecador indigno de estar a mi lado. Mi Santísima Madre se llamó esclava impulsada por el humilde sentir que tenía de si misma cuando el ángel le anunció que seria mi Madre. Considera, pues, si mis gracias son la causa de tu humildad.
El lunes por la mañana, al salir del confesionario, sintió en el corazón una moción: comprendió que se trataba del Espíritu Santo, quien venia a prepararla. Recordó entonces el amor que san Ambrosio tuvo al Santísimo Sacramento, y cómo llegó a ser el sumo sacerdote que, durante su vida, supo complacer a Dios. Ella pidió de inmediato a su amor que sea usted también un sacerdote que, ya desde esta vida, agrade sólo a Dios, no teniendo otra preocupación sino la gloria de Dios, a ejemplo de este santo que demostró tanta fortaleza ante la maldad de los poderosos. Escuchó también esto: Hija mía, si durante el tiempo de su vida, que es corto, tratan de agradarme, yo los deleitaré en el mío, que es eterno. Al cabo de todo esto se levantó para dirigirse a la iglesia de san Esteban a escuchar el sermón. Cuando éste llegó a su fin, el fuego se intensificó en su corazón, y después de un dulce desahogo, percibió estas palabras: Hija, por estar mi gracia en ti, me complace que ores por los sacerdotes, pues este dulce licor se derrama sobre ellos. Tus palabras, que son las portadoras de mis gracias, son una suave efusión sobre su cabeza: sus entendimientos se iluminan y se alegran por medio de este ungüento, de modo que están como consagrados de nuevo al acercarse a ofrecer mi sacrificio.
¡Oh Jesús, sacerdote eterno! despierta pues, muy de mañana con tu gracia infusa para verterla, por medio de sus oraciones, sobre todos tus sacerdotes, pero muy especialmente sobre aquel que, en ti, es amado sobre todos los otros. No he dado respuesta alguna al Reverendo Padre Bohet, por estar tan ocupada escribiendo a usted Le escribiré hoy al terminar la presente, quedando para siempre, mi muy querido y Reverendo Padre, como su afectísima hija y servidora en Jesucristo. J. Chezard
De Roanne, 7 de diciembre de 1620
Roanne, 24 de diciembre, 1620. A mi Reverendo Padre, el P. Bartolomé Jacquinot Provincial de la Compañía de Jesús en la Provincia de Lyon.
Mi querido y Reverendo Padre:
Que el Santo Emmanuel permanezca siempre en usted.
Su querida hija recibió la extensa carta que usted se dignó escribirle. Su dulce Amor recompensará el tiempo que su caridad le dedicó; ella le pide que devuelva a usted el céntuplo en este mundo, y eternamente en el cielo.
Ha encontrado la paz en sus santos consejos y está muy deseosa de observarlos con la máxima perfección tanto en teoría como en la práctica. Espera lograrlo ayudada de sus santas oraciones. Esta perfección es la santa unidad con el divino amor, que es la mejor parte; comienza en este mundo para no tener fin en el otro.
No le pidió usted en la suya que tuviera el valor de santa Lucía, a menos que se viera divinamente inspirada para ello. Durante varios días, se sintió fuertemente impelida a escribir a usted, lo cual no quiso hacer en uno de los dos cuadernos que su reverencia se llevó, en el que hablaba de esta santa. Por esta causa dejó un espacio en blanco después de referirse a ella, pero ahora no es necesario ocultarlo: el año pasado, al leer la vida de la santa, escuchó estas palabras: Así como obtuve y sigo obteniendo bendiciones y favores para mi ciudad, tú lo harás por Roanne.
Un día, durante la octava de la Inmaculada Concepción de Nuestra Señora, le fue dicho: Hija mía, eres bienaventurada al creer lo que te dice el Espíritu Santo, pues todo se cumplirá.
Comienzo, pues, a escribir en orden lo que le ha sucedido desde la última carta que le envió. El día de la gloriosa Concepción de Nuestra Señora, al despertar, fue presa de una gran tristeza, sin causa aparente, a no ser sus imperfecciones. Se confesó, pero no sintió alivio. Se acercó a la balaustrada para asistir a misa, deseosa de comulgar en ella, pero las lágrimas corrieron en abundancia, sin que pudiera contenerlas. Se admiró al verse tan triste y llorosa en el día en que se celebran las primeras alegrías de su querida única, después de Dios. Dijo entonces a la Virgen: ¡Ay, Señora!, ya que la gracia divina te lleva a tales alturas, ten piedad de aquella a quien asalta el pecado. Perdóname por estar tan triste en este santo día, pues por otra parte, en unión con el Creador y sus criaturas, me regocijo sobremanera en tu jubilosa solemnidad. Mientras lloraba, la Madre de la santa esperanza y del verdadero consuelo se acercó a consolarla: Hija mía, ahora me veo muy enaltecida en el cielo y en la tierra porque mientras estuve en el mundo no recibí honor alguno. Mi luz estaba oculta, y si deseaba esconder también la de mi Hijo cuando él permitía que se viera, parecía retirarse de mí, pues durante mi ausencia del templo, quiso mostrar uno de sus destellos a los doctores.
Más tarde, cuando quiso mostrar una vez más la luz de su divinidad en las bodas mediante la transformación del agua en vino, me dijo: ¿Mujer, qué nos va a ti y a mí? En especial, quiso ocultarla, junto con la luz del sol meridiano, al estar yo con él al pie de la cruz, sobre la tierra material. Estaba sujeta a sufrir por causa de su santísimo cuerpo, que tomó forma del mío, pues aún no había sido glorificado. Entre su alma, que es sol para ustedes, y yo, que soy su luna, se interpuso la tierra de nuestros cuerpos pasivos que ocasionó un eclipse; pero en cuanto él y yo fuimos glorificados en nuestros cuerpos, comencé a irradiar, e irradio en el cielo y en la tierra un gran resplandor, pues mi cuerpo es un cristal clarísimo del que la divina luz se sirve como medio para que ustedes puedan contemplarla.
A pesar de estos consuelos, no cesaba su llanto. Escuchó: Sin embargo..., (Sal_31_6), fue entonces cuando ella exclamó: Señora mía, tú eres mi refugio en mi tribulación. De pronto el sentido de este versículo iluminó su espíritu, y pudo escuchar: Hija mía, las inmensas aguas del pecado original fueron la causa de un diluvio universal en la naturaleza humana, el cual impide a las almas acercarse a Dios al ser concebidas. Esta bondad todopoderosa me libró, únicamente a mí, como a su única paloma, desde toda la eternidad. Con mirada eterna, contempló este diluvio en el tiempo e hizo un arca en el cielo empíreo, donde apartó a su familia angélica confirmada en gracia, echando fuera al cuervo que era Lucifer, junto con todos sus secuaces. Salieron por la ventana de su libre albedrío, que optó por la rebelión contra su hacedor y creador. Se encontraron, de este modo, apoyados en la carroña del pecado mortal, el cual fue llevado por ellos a las cloacas infernales.
Estos desgraciados espíritus, rugiendo en su furia contra Dios, sobre quien no podían descargarla, atacaron su imagen en Adán, ganándolo para sí, junto con su mujer, por medio de sus mentirosos argumentos. Infectaron de este modo a todos sus hijos, dejándoles como herencia la culpa original. Yo, sin embargo, fui exenta de ella: Mi morada será la casa de Yahveh (Sal_23_6). Este divino Noé, estando en su arca del cielo, abrió su ventana y me colocó a su derecha sobre las aguas del pecado, sin permitir que se mojara la planta de mis pies. Su Santo Espíritu caminó conmigo sobre ellas, concediéndome por su gracia este singular privilegio, pues el alma de mi Hijo transita sobre su superficie por naturaleza.
La Divina Providencia me había reservado el olivo de la misericordia preveniente, en el que me pude posar con seguridad. De este dulce olivo tomé una ramita y emprendí el vuelo hacia el arca del cielo empíreo. Gracias a mi humildad, me remonté por encima de los coros angélicos llegando hasta el trono de la divina esencia. Ahí presenté amorosamente la verde rama de la misericordia que se me había concedido para ganar la partida del pobre género humano, aunque era reo del crimen de lesa majestad contra la divinidad. Obtuve, de este modo, misericordia para él y que se retiraran las aguas del diluvio. Este fue el momento en que el divino Noé vino desde el cielo empíreo, procedente del seno de su Padre, para encarnarse y habitar en medio de nosotros como Dios y Hombre. De esta manera, transformó nuestra carne haciéndola Purísima y casi espiritual. También descendió el Espíritu Santo para cubrirme con su sombra. Como este Espíritu es uno con el Verbo, representa a la mujer de Noé. Al igual que los hijos de Noé, también salieron de ella el arca del cielo los espíritus angélicos, para estar presentes en la Anunciación y la Natividad en Belén.
Quiso entonces mi Hijo ofrecer el sacrificio no de la carne animal sino de la nuestra, por ser él parte de la mía, pues toda carne estaba corrompida por el pecado. Se extendió voluntariamente sobre la cruz, convirtiéndose en un arco dispuesto en la ballesta para apaciguar la justicia divina. Este fue el signo de paz entre su Padre y nosotros, pues el Padre prometió que no volvería a enviar sobre los cristianos los efectos de su justicia en forma de diluvio, y que por ser Jesús este verdadero Noé, él mismo sería su juez. Se presentaría ante los buenos como un arco de paz, disparándoles flechas de amor; en cambio para los malos se convertiría en arco de guerra, lanzándoles saetas de maldición porque, a ejemplo de Cam, se burlaron de él ante la desnudez de su amor, que quiso mostrar en la cruz después de haberse embriagado con el vino de su amor hacia nosotros, que había plantado en su corazón como una viña cultivada tiernamente por la mano de su Padre Eterno.
Padre mío, cubramos a este Padre común, pero con el manto de la caridad que nuestra Madre nos proporcionará, pues por la tarde, al estar su querida hija en su oratorio gozando de grandes consuelos, vio un manto real recamado en oro y algunas piedras preciosas. No comprendió su significado, pero sí que se lo presentaba la sagrada Virgen en persona, para que pudiera cubrir a Jesucristo, su amado Padre.
Al día siguiente de la Inmaculada Concepción, después de haber comulgado, fue a casa de la persona a la que usted regaló una imagen de Nuestra Señora de Montaigu, en la visita que hizo en agosto pasado al Colegio de Roanne. Esta persona la recibió diciendo: Haga que yo sea favorecida como usted, pero ella respondió: Le deseo tantas bendiciones como las que a mí se me han dado. La primera tuvo un violento arrebato y dijo muchas palabras desconsideradas, por lo que la pobre muchacha, no poco sorprendida, trató de apaciguar a esa persona hablándole con suavidad, pero ella respondió que el rostro bondadoso que le mostraba y las buenas palabras que le dirigía eran pura apariencia. Acto seguido se puso de rodillas e hizo una oración según lo que sentía, diciendo a nuestro Señor que sin duda estaba él de su lado, y no en el de quienes saben disimular. ¿Puede usted imaginar lo que sentía el corazón de su querida hija? Ella, a su vez, se arrodilló y rezó por la otra el himno Ave Maris Stella; Salve del mar estrella, a la Virgen, pero aquella, redoblando su cólera, le dijo que saliera y no volviera más, pues su sola vista la atormentaba demasiado.
La pobre muchacha respondió: Vengo aquí por obediencia a nuestro confesor, y a petición del P. Coton. Sin embargo, como usted no puede verme, saldré, pero no dejaré de rezar por usted, a pesar de echarme en cara que obro con disimulo. La otra, temiendo algo, le dijo: No me dirigía a usted; pero todo había sido muy claro; tal vez quiso disculparse. Sea como sea, salió de ahí sintiendo profunda compasión hacia esta alma. Pasó el resto del día en su oratorio para llorar delante de su querido esposo Jesús, como santa Catalina de Siena por una hermana que estaba en contra de esta santa, la cual temía ser causa de la pérdida de su alma. Escuchó estas palabras: Hija mía, bien dijo Simeón refiriéndose a mí que yo sería causa de la ruina de muchos; pero ¿acaso deseaba yo su mal? Siguió en oración toda la tarde. La Santísima Virgen la consoló diciéndole: Hija mía, piensa en mí, asciende en tu vuelo lejos de la tierra y abandona tus aflicciones. Las águilas suben muy alto; te he prometido mis alas, y san Juan sus ojos. Vio entonces un firmamento al que se adherían con firmeza los astros. Comprendió que se trataba de la Virgen, pareciéndole que le decía: Hija mía, yo soy el esplendor de mi Hijo, quien es la gloria de su Padre. No dudes en escribirlo, pues mi Hijo ha hecho de mí su esplendor. Estoy revestida de él, sol de justicia, y su luz me hace resplandecer sobre ustedes en la tierra, y más todavía en el cielo. Yo soy la puerta de la mañana que se abre para darles el día. Soy como un árbol cuya copa sobresale entre las demás, y, después de la humanidad de Jesús, su Hijo, la montaña más cercana a la altitud divina. El me confió a Juan, el águila, su discípulo amado, pues solamente ojos como los suyos podían detenerse a contemplarme en su vuelo. Acércate a mí, querida hija mía.
Se sintió entonces muy consolada y con una gran luz interior que se traslucía también al exterior. Al pedir a esta Señora que se dignara consagrarla del todo a su querido Hijo, su esposo, oyó lo siguiente: Hija mía, soy la llena de gracia; de mi plenitud reciben todos. Mi Hijo me ha concedido esto por gracia, así como su Padre se lo ha otorgado por naturaleza. Puedes afirmarlo de mí, no tengas alguna duda. Mi devoto san Bernardo afirmó con toda razón que todos los favores divinos concedidos a las criaturas pasan por mis manos para que yo los distribuya. Todos aquellos a quienes me encomiendas, recibirán de esta plenitud; Usted padre mío, es una de esas personas. Pidió entonces a los ángeles custodios de cada persona que tomaran el óbolo de esta bienhechora para darlo a las almas a quienes acompañan. No olvidó a la persona que le causó algo de aflicción, rogando a la divina bondad le concediera las mismas gracias que ella recibía, aunque la privara de ellas si la divina sabiduría juzgaba que a dicha persona le serían más provechosas.
Amor mío, exclamó, no es que rechace tus gracias, sino que deseo amarte en mi prójimo tanto como en mí, pues eres el Padre común y en todo quiero buscarte sólo a ti. Si es tu voluntad que ella comulgue con tanta frecuencia como yo, y que yo lo haga solamente una o dos veces por semana, así lo quiero; es más, esperaría hasta un mes si ello fuera necesario para tu gloria y su salvación, y aunque esta dilación me causara una gran pena.
Al terminar su oración, vio en visión a una persona sentada en una silla, ceñida con un lienzo blanco, que estaba sola ante una mesa con su servilleta. Pudo comprender que se trataba de su querido esposo, el cual esperaba que ella se acercara para hacerle compañía, aunque no vio otro manjar sino a él. El era, por tanto, el verdadero alimento que deseaba ofrecerle para que comiera.
Padre, imagine cómo estaría el espíritu de su querida hija: totalmente encendido en amor hacia este divino enamorado que tanto la ama. No cesaba de proferir bendiciones según el exceso de su amor. A eso de las diez de la noche, se levantó para irse a dormir, y al pasar por la puerta de su oratorio, escuchó: Hija mía, llamé a la puerta de tu corazón y me abriste. Que tu lámpara ardiente y luminosa tema ofenderme. He venido a servirte mis manjares.
El siguiente viernes o jueves, después de haber comulgado, su dulce amor le dijo: Un alma santa y dispuesta agradó a su Dios y liberó a su patria. Ella sabía muy bien que se trataba de santa Águeda, aunque en este caso lo decía también por ella.
Hija mía, me has agradado porque estás dispuesta a comunicar mis dones a tu prójimo por medio de tu entrega y oraciones. A ejemplo de santa Águeda, que oró por algunos de sus compatriotas que ocasionaron su martirio y su muerte, has rogado por quienes desean acabar con tu vida sacramental.
Padre, si su querida hija amara únicamente a Dios, todo redundaría en su bien. Le suplica, por tanto, tenga compasión de quien pareció afligirla, pues su hija atribuye la causa al espíritu maligno, que deseaba apartarla, y no a la otra persona, del soberano bien que es la santa eucaristía. Ella sabe muy bien que su caridad toma a bien todas las cosas. Si lo dudara, temblaría al repetirle las palabras que la pasión humana profiere antes de que la razón llegue a formar un juicio.
Como esta persona enfermó durante diez días, fue a visitarla por consejo del P. de Villards. La besó caritativamente en su lecho de enferma y habría hecho lo mismo a la hora en que sucedió todo si hubiera sido oportuno.
El 13 o 16 de diciembre, al estar en la iglesia del Colegio, un sereno entusiasmo la absorbió en su amor, el cual le dijo: Hija mía, cuando fui llevado fuera de la ciudad de Jerusalén para ir a morir al Calvario, san Miguel quiso luchar a mi favor como la primera vez que me defendió en la Jerusalén celestial contra Lucifer, el cual quiso hacer suya mi grandeza divina y estar por encima de mi humanidad, separando así a esta humanidad de la diestra de Dios. Sin embargo, no quise permitir que Miguel combatiese hasta que me hubieran sacado de la ciudad, pues deseaba salir de allí para morir por ti, hija mía. Dije también a mi apóstol que metiera su espada en la vaina, porque si yo lo hubiera querido, mi Padre me habría enviado doce legiones de ángeles para luchar al lado de san Miguel. Te confío este secreto y quiero decirte otro: mi profeta dijo: los ángeles de la paz lloran amargamente. Hija mía, fueron los ángeles quienes, en mi nacimiento, entonaron el cántico de: gloria a Dios en el cielo y paz en la tierra a los hombres de buena voluntad. Ahora bien, cuando estos ángeles me vieron morir a causa de la malicia de los hombres, pidieron llorando a mi Padre que les permitiera acompañarme en mi pasión. No porque estos espíritus bienaventurados sean capaces de llorar, sino que, como aparecen en forma humana para cumplir los oficios que son de mi agrado, y pueden llorar con los afligidos, de la misma manera vinieron a acompañarme con sus lágrimas. Cuando mueren los grandes de este mundo, se recurre al oficio de personas que lloran o pretenden hacerlo, para incitar a los otros deudos a llorar. Ellos vinieron a llorar para mover a los hombres a dolerse de mis sufrimientos, cuya causa eran sus pecados y mi amor.
Al escuchar lo anterior, quiso ella condolerse amorosamente con él, diciéndole: ¡Oh, amor! Sé que muchas almas desean acompañarte en tu dolor; te las presento y respondo por ellas. Usted, Padre, es una de estas almas.
Por la tarde, al estar en su oratorio toda abrasada de amor, tuvo un altísimo vuelo del espíritu. Vio a su alma muy alejada de ella en espíritu; la virgen le prodigaba grandes consuelos y le decía: Hija mía, soy la hermosa Raquel, tú eres mi hija, mi Benjamín y mi José, pues como Benjamín, tienes pensamientos elevados y altas contemplaciones. También eres como José en el Egipto del mundo, en el que mi Hijo te ha llamado a almacenar el trigo eucarístico para remediar la necesidad de tus hermanos y de los sacerdotes que te ayudan a crecer con su ayuda. Así como José creció, debes progresar en virtud, no te extrañe el no ser religiosa: José no estaba en su tierra sino en Egipto para distribuir el trigo que a otros sobraba. Te he puesto en el mundo para pedir a mi Hijo los frutos y gracias que concederá a los sacerdotes regulares y seculares y a los laicos mediante la recepción de los sacramentos, si ellos se preparan según su capacidad y con la ayuda de la divina gracia. José fue considerado semejante al rey y obedecido como su virrey. Es voluntad de mi Hijo que seas considerada como él, su presencia en la tierra mediante los favores que te concede.
Padre, fue entonces cuando esta criatura se encontró de tal modo fuera de ella, que siendo ya tarde, al levantarse para ir a dormir, permaneció de pie en su oratorio con los brazos extendidos hacia lo alto, repitiendo, toda transportada en su amor, el prefacio que usted dice en la misa de Navidad.
El día 16, estando en la Compañía, se apartó un poco para arrodillarse a rezar su rosario. Apenas si podía musitar palabra debido a la acción de Dios en su interior. Entonces escuchó: Hija mía, la sabiduría divina está en la boca del Padre para venir prontamente a la tierra, y en especial a ti. Pídela; hubo un tiempo en que el Hijo decía que estaba oculto y como retenido en el seno del Padre, manifestando de esta manera que tardaría en venir al mundo. Pero como dice el dicho: Tengo la palabra en la punta de la lengua, lista para pronunciarla, así el Verbo está a punto de llegar.
Se le dijo que diese a conocer esto al Padre Rector, que por entonces era su confesor, ya que el P. de Villards estuvo ausente diez días asistiendo a un enfermo hasta el momento de su muerte. Siguió escuchando: Hija mía, tú eres mi lecho rodeado de los más fuertes de Israel, que son las sabias personas de la Compañía. Ellos tienen la espada refulgente de mi palabra para infundir espanto a tus sombríos enemigos y evitar que se acerquen a ti para turbarte. Es preciso que la caridad reine en ti, pues te introduzco con gran frecuencia a mi bodega de vino.
Experimentó un gran progreso espiritual durante los primeros días que acudió a confesarse con ese Padre, a quien la divina Majestad concedía luces clarísimas respecto a su vida interior. Le concedió además el espíritu propio para conducirla hacia la suprema perfección, pues sabe muy bien cómo adelantar el espíritu mediante mortificaciones interiores que a ella le parecen muy suaves porque se las regula con tanta caridad. Cuando reflexiona sobre lo anterior, se convence de que el Padre está de acuerdo con muchas cosas que usted ha dicho a su querida hija. Siente gran contento en su interior cuando puede confesarse con él puesto que Dios permite la ausencia de su confesor. No busca en esto consuelo personal, a pesar de que Dios se lo proporciona, ni alejarse del que hasta ahora la ha dirigido con tanto esmero y caridad como le es posible. Desea únicamente complacerlo, a pesar de sentir la aversión que manifestó a usted en otra ocasión.
El espíritu de Dios es uno en sí, pero se multiplica en las criaturas cuando concede el don del Espíritu a un sacerdote por cuyo medio conduce al alma que posee al mismo Espíritu. Esto es un paraíso y el verdadero reino de Salomón. Pero, Dios mío, que se haga tu voluntad (Mt_6_10), para tu mayor gloria. A usted, mi querido Padre, dirige las palabras: Júzgame y defiende mi causa (Sal_43_1).
El sábado 19 fue colmada de tal modo de las consolaciones divinas, que sintió desmayos en varias ocasiones, tanto en la comunión y en la predicación, como al acompañar el cuerpo de una hermana de la Cofradía del Santísimo Sacramento. Hubiera preferido no estar presente por sentir su cuerpo tan débil. Tuvo que detenerse en una casa y comer dos guindas para reanimarse, pues guardaba el ayuno de las cuatro témporas de Adviento.
El cuarto domingo de Adviento y tercero del mes, hubo exposición del Santísimo Sacramento. Imagine qué ardor debió sufrir. Escuchó estas palabras: Mi Santo Espíritu fue concedido a san Juan en el tiempo de su concepción y nacimiento, y mi Palabra a su padre Zacarías, sumo sacerdote. Sin embargo, después de su muerte lo envié a su hijo Juan en el desierto, porque sus labios eran puros del todo, ya que no los había manchado con palabras inútiles. No concedí mi palabra a los que se mencionan en el evangelio de este día, a pesar de su sabiduría y su alta dignidad.
Suplicó entonces a su amor concediera a usted esta palabra, para que la predique con las cualidades y energía de san Juan. El día de Santo Tomás, a la hora de la comunión, escuchó el salmo Yahveh es mi pastor (Sal_23_1), que le repitió este Santo añadiendo: Debes saber que el Señor me dirigía por el amor que me tenía, y yo a él. Aunque no estuve el primer día con mis hermanos cuando se les apareció. Al octavo me condujo hacia el lugar de paz para apacentarme con su dulce presencia. Además, me hizo beber de las aguas de su divinidad y me convirtió completamente a él, haciéndome decir: Señor mío (Jn_20_29), con los demás apóstoles. Sobre todo, intuí a la divinidad, añadiendo: Y Dios mío (Jn_20_29), cosa que los otros no hicieron, aunque todos tuvieron la impresión de que me encontraba en las tinieblas de la incredulidad, que son como la sombra de la muerte. No tuve miedo; el amor de mi Salvador estaba conmigo. Estaba velado a todos, porque no pensaban ellos que mi amor parecía opacarse ante las sombras de la tristeza, y no porque yo dudara del poder de Jesús, el cual me reprendió con la vara de su palabra: Tomás, porque me has visto, has creído; y con la fusta: Bienaventurados los que, sin verme, han creído (Jn_20_21s). Esa vara y ese palo fueron para mí como un consuelo especial, pues entre los que se aman son más dulces y apreciadas las reprensiones que todos los consuelos de los que no se quieren, sino que sólo se tratan con camaradería. Quiso reprenderme delante de todos para confirmarlos en la fe, a fin de que no siguieran mi ejemplo. Me pidió que tocara sus llagas y principalmente con su palabra, ungió mi entendimiento con el aceite de su sabiduría. Me embriagó, además, con el vino de su amor, pues pude contemplar su divina belleza gracias a su misericordia, con la cual me acompañó el resto de mi vida como a un soldado valiente. Quiso que muriera de una lanzada, ya que también había yo dicho a mis hermanos: Vayamos y muramos con él. Me dijo que metiera mi mano en su costado abierto por una lanza, para anunciarme la muerte que debía sufrir.
Ella pidió con gran fervor, desde esta fecha hasta el día de Reyes, el asunto que usted le encomendó.
Hoy se sintió fuertemente abrasada de amor, mientras hablaba en la iglesia con el Padre Rector del colegio. Alguien se acercó a llamarlo. En este corto espacio de tiempo fue herida por una flecha tan viva, que se sintió desmayar en presencia del padre; pero al decírselo como pudo, volvió en sí. El quiso dejarla sola, pero ella le pidió que se quedase allí porque, dijo, esto se repetirá si me deja sola en este trance. Con frecuencia se siente aliviada al hablar a sus confesores, quienes conocen bien su interior. Pudo constatar esto el día de san Simón, al hablar con su reverencia.
Ella es siempre toda suya en su divino amor. Está apenada por su ausencia de Lyon, pero usted le hará el favor de escribirle desde Viena. Le suplico me envíe como regalo un par de las Horas del Concilio; las mías están muy desgastadas.
Lo saludo, mi querido y Reverendo Padre, como su afectísima hija y servidora en Jesucristo. Jeanne Chezard. Desde Roanne en la víspera de Navidad de 1620.
Roanne, 26 de diciembre, 1620. A mi Reverendo Padre, el P. Bartolomé Jacquinonot, Provincial de la Compañía de Jesús en la Provincia de Lyon
Mi muy querido y Reverendo Padre:
Lo saludo en el Santo Nombre de Jesús, mi esposo.
El divino amor consume a su querida hija desde hace ocho días, pero en especial desde de la fiesta de Santo Tomás. La víspera de Navidad, su Majestad quiso tener un capítulo de faltas, para corregir lo que estaba fuera de orden en su espíritu. A la hora de comulgar se sintió tan conmovida, que tuvo que dejar correr sus lágrimas con gran abundancia. Escuchó: Si no te haces semejante a mí, que me hice niño, no gozarás del reino de mi paz. Le hizo ver sus imperfecciones que estaban tan escondidas en su interior, que sólo el ojo del amor las podía detectar. Le pidió entonces que se deshiciera de todo, en especial de ella misma, mediante una total negación de sí. ¡Ah!, cuántas lágrimas derramó hasta que se vio libre de todo apetito y deseo. Escuchó entonces: Por ti salí del seno de mi Padre con una prontitud y gozo incomparables. De esta manera debe unirse tu espíritu a mí, tu esposo: déjalo todo. Mi Madre quiso pagar el tributo; yo deseo que tú me lo pagues con tus lágrimas. Ella dijo: Amor, no quiero a nadie sino a ti. Si mi afecto está en otra cosa, quiero sufrir para apartarlo de ella. Rompe mis ataduras y te sacrificaré una hostia de alabanza.
Esto sucedió a eso de las seis de la mañana. Entonces su dulce amor aceptó su generosa y buenísima voluntad, concediéndole la paz en él, en ella y en todas las demás cosas que había corregido en ella, a fin de que hiciera un acto de resignación, diciéndole que en el cielo se cantaba la gloria de esta acción. Persevera, hija mía, poseyendo todo y no teniendo nada sino a mí, que soy el que es en todas las cosas.
Después de la santa comunión escuchó: El intenso fuego que te abrasa es el Verbo divino que habita en ti y se ha hecho carne al unirse contigo.
¡Oh, mi querido Padre! ¡Qué fuego tuvo que soportar en ese día de Navidad! No podía encontrar sosiego en ningún lado, sobre todo en la iglesia; corría de una parte a otra toda transportada, y para encontrar refrigerio fue a buscar al P. de Villards, quien tenía que confesar a varias personas que lo aguardaban. Ella no se atrevió a detenerlo sino unos quince o treinta minutos. Si este fuego se prolongaba, tendría que morir o por lo menos caer extenuada. Su apoyo en estos ardores es hablar con usted por escrito, al no poderlo hacer de otra manera; también cuando habla con el P. de Villards o con el P. Rector.
¡Oh, mi querido Padre! Necesitaría obrar como santa Catalina de Génova respecto a su confesor, aunque esté tan lejos de la perfección de esta santa. Sin embargo, no se atreve a acudir a los padres con mucha frecuencia. Tal vez nuestro Señor le acrecienta este fuego para conceder lo que usted desea: que ella le encomiende calurosamente el asunto importante, para su gloria.
Hoy, fiesta de san Esteban, escuchó que este santo fue el bienaventurado que murió en su Señor, el cual le comunicó sus méritos tomándolos de la diestra de su poder divino. A partir de entonces, las virtudes que menciona la epístola fueron posesión de san Esteban y siempre lo acompañaron.
Hija, san Esteban fue la primera corona de la ley de la gracia, san Juan Bautista es como el Patriarca y Padre de esta misma ley, san Esteban es su corona y yo soy el soberano. Me exceptúo en mi divinidad por ser la corona de mi Padre eterno; en mi humanidad, soy también la diadema de mi Madre. Hija, considera cómo san Esteban dio a conocer a la santa Trinidad en su unidad, al decir que me veía a la derecha del poder de Dios. Este poder o virtud de Dios es Dios mismo; y yo, El que soy, sigo siendo Dios en tres personas, en una esencia que es un solo Dios. Esto es comparable a la manera como en mí, Jesucristo, aparece solamente una persona con dos naturalezas.
Al asistir a misa para recibir la comunión, su entendimiento fue soberanamente elevado mediante la recepción de grandes luces sobre la santa Trinidad, la cual vino a morar en ella junto con el Santo Sacramento. Su corazón pareció estallar de gozo tres veces al contemplarse como la morada de Dios trino y uno. Escuchó lo siguiente: Hija mía, en otras fiestas de san Esteban, eras elevada al cielo por tu deseo de comulgar. Sin embargo, en este día, nosotros venimos a ti y abrimos tu corazón, que es el cielo. Tu bienamado penetra a tu jardín de nogales. Las nueces son tus imperfecciones, que en un principio son duras y amargas, pero con el azúcar de mi gracia cambio su amargura en dulcísimo sabor. Así como se obtiene aceite de las nueces, de igual modo tus imperfecciones hacen destilar mi misericordia. Te llevo grabada en mis manos, pues las manos simbolizan la generosidad. Te doy todo y te hago mi administradora para que repartas mis bienes a todos.
Yo soy la justicia que mora en el cielo eternamente. Cuando deseaba conceder grandes favores a la Beata M. Teresa, le reprochaba sus defectos; contigo obro del mismo modo. ¿Por qué en algunas ocasiones dudas que perdone tus faltas veniales mediante las indulgencias y también por actos de virtud? A pesar de ello, crees que estas mismas cosas otorgan el perdón a las faltas veniales de los demás. Ella sabe que la confesión es necesaria para los pecados mortales, en caso de poder hacerla. Si te amo tanto, ¿por qué dudas de mi perdón?
Después de recibir la santa comunión salió con tanto gozo y consuelo, que le es difícil expresarlo.
Encomendó insistentemente el asunto por el que usted le mandó pedir. Si desea enviarle las horas, entréguelas al portador de la presente. Mientras espero su respuesta, me suscribo para siempre, en el bien infinito, mi muy querido y R. Padre, como su afectísima hija y servidora en Jesucristo. Jeanne Chezard. Desde Roanne en la fiesta de san Esteban, 1620.
Enero de 1621. Mi muy querido y Reverendo Padre: Bartolomé Jacquinot
Que su regalo de año nuevo sea el incomparable nombre de Jesús grabado en su corazón.
Su querida hija sigue siendo favorecida en todo momento por su dulce esposo de la manera como se lo describió en su última fechada el día de san Esteban. Al pensar en lo que escuchó de este santo y cómo él fue la corona de san Juan, percibió además estas palabras: Hija mía, así como san Juan sufrió por reprochar los vicios, y así como llamó a los pecadores raza de víboras, de igual modo san Esteban los vituperó por estar endurecidos en su malicia, con lo cual confirmó las palabras de mi precursor.
En la fiesta de san Juan Evangelista, recibió grandes gracias a la hora de comulgar. Fue íntimamente unida a Aquel que la llamó su bienamada. Al terminar su acción de gracias, se dirigió a oír el sermón, después del cual asistió a la misa solemne de la Iglesia de san Esteban. El amor divino la absorbió completamente, por lo que no pudo pronunciar las palabras y dejó de esforzarse. Aunque estaba rodeada de muchas personas, no creyó que alguien lo hubiera notado.
Por la tarde, al estar en la iglesia del colegio consolando a una persona afligida, el Reverendo Padre de Villards vino a buscarla; tuvo que dejar a dicha persona para hablar con él. A medida que conversaba, un dulce y amoroso céfiro embalsamó su boca, llamándola de este modo a ir a escucharlo en la oración. Lo hizo en cuanto terminó su coloquio con el Padre. Se vio así envuelta en un recogimiento y dulce entusiasmo, en el que escuchó: Hija, debes saber que mi amado discípulo recibió al Espíritu Santo el día de la Cena. Fue la primera Iglesia de la Ley de Gracia; yo era su centro, a pesar de que carezco de centro porque estoy en todo lugar. El reposó sobre mi pecho, cerca de mis tetillas; abrió la boca de su espíritu, y yo la llené del Espíritu Santo. Por ello fue lleno de sabiduría, saboreando su dulzura y contemplando la sublimidad de mi divina Majestad. Mi Ley de Amor fue impresa en su corazón. Ella le permitió estar a mi lado en mi pasión. Esta ley moderó el celo excesivo que debió haber mostrado hacia Judas, el cual me traicionó, como en la ocasión en que él y su hermano Santiago se indignaron contra los que no me recibieron, en la que tuve que contenerlos.
Le concedí mi Santo Espíritu el día de mi última Cena, sin aplazárselo hasta el día de Pentecostés como a los otros apóstoles. Quise anticipar el tiempo por dos razones: la primera, para concederle la fuerza de beber mi cáliz en el Monte Calvario, donde se mantuvo en pie a la izquierda de mi cruz; ahí comenzó mi reinado, pues en ese día acepté el título que me dio el buen ladrón, diciéndole: Hoy estarás conmigo (Lc_23_43).
Su madre me había pedido este lugar para Juan sin saber lo que decía, pero yo me aseguré de fortalecerlo en aquel día con mi Santo Espíritu, pues sin este Paráclito hubiera sido el último, o bien, como los otros, se habría escondido a la hora de mi muerte, ya que ninguno de los apóstoles hubiera podido arrostrar la muerte sino hasta después de la recepción del Espíritu Santo.
Hija, era en verdad necesario que este predilecto fuera revestido de la virtud de lo alto para soportar la furia de todos los ministros de mi muerte. Lo embriagué con la fuente de la caridad para sufrir la vergüenza que debió sentir al verme desnudo y pendiente de una cruz entre dos ladrones. El, a pesar de todo, me confesó como su maestro. Solamente uno que ama de veras puede proclamarse discípulo amante de un crucificado.
Le di mi Santo Espíritu por amor de mi Madre, que estaba al pie de la cruz. Deseaba encomendársela para que fuera su hijo en mi lugar. En la última cena, quise que el Espíritu Santo descansara sobre él así como reposa sobre mi humanidad, de la que esta Virgen fue Madre según la naturaleza. Al recibir a Juan en mi nombre, encontró en él a su santo Esposo: el Espíritu divino que me había entregado a ella por la naturaleza. Juan le fue dado como hijo adoptivo por la gracia, a fin de que este discípulo amado la asistiera después de mi muerte. Permanecieron unidos en la caridad del Espíritu Santo, el Esposo, quien consoló a la Madre y al hijo durante mi pasión. No la llamé, por tanto, Madre mía, sino Madre de san Juan, el cual representaba la gracia. Yo, en la cruz, representé al pecado que ella jamás cometió. Fue por ello que no dije: Madre mía, aunque ella lo fuera verdaderamente según la naturaleza que tomé de ella para mi humanidad impecable.
Por añadidura, escuchó: Hija mía, yo puedo conceder a mi Espíritu Santo varias veces, Juan lo recibió también en Pentecostés. Reitero cada día el don de mí mismo en el Santísimo Sacramento del altar. ¡Oh Jesús, mi querido Esposo!, concédeme a este Paráclito con tanta frecuencia como tu amor quiera hacerlo. Puesto que en la Eucaristía vienes a mí todos los días, me obtendrás meritoriamente a este Santo que allana el camino a tu corazón. Es él quien late en mi pecho. No tengo otro corazón sino el tuyo. Quiero amar en ti a todos los que deseas que ame según el mandamiento de tu caridad; pero amo más a los que más te aman.
¡Oh, mi querido Padre, cómo desea su querida hija ver en usted al amor supremo! Como usted es superior, está segura de que lo posee, pero desea verlo crecer sin otro término que el mismo infinito.
El día de los santos Inocentes, después de confesarse y antes de comulgar, quiso dedicar una hora de oración para meditar en la muerte de aquellos niñitos. Escuchó: Hija mía, como la justicia divina no se apaciguó con los sacrificios antiguos, debía yo darle plena satisfacción. Esto pudo haber sido inmediatamente después de mi nacimiento, pero la divina misericordia se opuso y pidió una tregua a mi Padre, ofreciéndole, de parte de la humanidad, a todos esos niños inocentes como prenda de mi redención hasta que llegara el momento de mi Pasión. Sin embargo, como estos pequeños carecían del uso de razón para ofrecerse voluntariamente a la muerte, fue necesario que mi querida Madre y yo aportáramos lo que faltaba a este sacrificio: ofrecernos en espíritu a sufrir voluntariamente, en el fondo de nuestro ser, todas esas angustias y masacres. ¡Ah, mi querida hija! ¡Cuánto tuvimos que sufrir por esta causa! Piensa cuántos trabajos tuve que soportar durante mis primeros años; sufrí mucho en el tiempo al comenzar a vivir mi encarnación. No lo aparentaba, pues, al igual que otros bebés, no había comenzado a hablar, así que padecí solo por ustedes.
Al escuchar lo anterior, su corazón se derretía de amor hacia este querido enamorado, y sus ojos derramaban lágrimas de compasión que sentía al verle sufrir por ella a tan corta edad y que, no contento de su dolor, su santa Madre y san José participaran en él.
Hace unos días, al meditar en cómo llevó su cruz, escuchó: Hija, al dirigirme de Jerusalén al Calvario, ofrecí reparación eficaz por los crímenes de lesa majestad que la humanidad ha cometido contra Dios. Mi corazón era el cirio encendido, pues se derretía en el fuego de la justicia amorosa. Cargué voluntariamente con ella la cruz hasta ese lugar, en presencia de todos los ángeles, de mi Padre y también ante la mirada de los espíritus malignos y de la muchedumbre que pululaba en Jerusalén durante esos días.
El 30 de diciembre volvió a escuchar: Hija mía, cuando fui crucificado, la primera palabra que pronuncié demostró que, en verdad, era yo un niño, y como tal, tenía un lugar en el cielo. En otro tiempo dije a mis apóstoles que debían hacerse como niños para entrar en el Reino de los cielos. Los bebés aman a la madre que los amamanta, y la llaman a gritos, a pesar de sentir las sopapinas que algunas veces les dan; estos chiquitos parecen sufrir más a causa del alejamiento de su madre, que de sus castigos. Del mismo modo, Jerusalén, mi madre, me hizo sufrir más con su rechazo, que con los golpes que descargó sobre mí, y hasta con la muerte que me preparó. Dije, pues, la primera palabra: Padre mío perdónalos, para animar a los pecadores y a todos mis apóstoles a considerar a mi Padre como suyo, a pesar de que cometieron un fratricidio al condenarme a morir. Esta muerte los privó del atrevimiento para decir: Padre nuestro (Mt_6_9), como yo les había enseñado.
No, no, hija mía, no quise permitir que por haberme crucificado, perdieran ustedes el título de hijos, sino que lo consolidé al resucitar, por medio de mi querida enamorada Magdalena, cuando le dije: No he subido aún a mi Padre y vuestro Padre, a mi Dios y vuestro Dios. De este modo, llamé hermanos míos a los apóstoles, y, lleno de caridad, les ofrecí la salvación. Ese mismo día mientras se preparaba para la comunión, su corazón estallaba de júbilo en su Amor, el cual le confirió la misma herida que recibió de él su santa Madre, según lo recuerda el Evangelista. Al verse asediada de este modo, redobló su valor, y con ello fortificó su cuerpo. Recibió en seguida, y en forma admirable, al Espíritu Santo, quien le concedió el poder de atraer sobre ella la virtud del Eterno Padre para luchar contra el león de la tribu de Judá, como lo hizo Sansón, cuando el Espíritu de Dios tomó posesión de él. Escuchó entonces: Soy cautivo de una mujer a causa de la ley de mi amor. Quise nacer de una mujer, así que estoy sujeto según mi humanidad, pero no a un hombre, pues ninguno puede tener autoridad para mandarme según la naturaleza. Esto es un atributo que sólo mi Madre posee, pues soy hijo suyo en cuanto hombre. En este día tú me tienes cautivo y atado a ti: Dejadme libre (1S_20_29).
Ella no aceptó, pues comprendió que el Espíritu Santo deseaba que retuviera a su querido Jesús para pedirle grandes gracias para ella y los demás. Y así lo hizo. Mientras se afianzaba de este modo a Jesús, sufrió un asalto que le duró hasta que mandó avisar al Padre para que fuese a ayudarle a soportar esta pena. Sintió un dulce alivio después de confesarle todo. Escuchó: Bendeciré a quienes te bendigan.
Al día siguiente, último del año, se vio casi sumergida en este fuego, por lo que buscó el mismo refrigerio, ya que su amado Jesús se lo permitía. Por la tarde, experimentó vuelos del espíritu que la elevaron a alturas inconmensurables.
El día de la Circuncisión sintió sobre su frente una especie de corona de luz, y escuchó: Hija, mi nombre permanecerá fijo sobre ti hasta que salga el sol; esto sucedió antes del amanecer. Pidió a todos los santos que obtuvieran muchas gracias para usted, para ella y para otras personas. Se le dijo: Da y recibirás. Después de esto, su amoroso Jesús quiso verla presente en su santa circuncisión, diciéndole: Hija, esta mañana mi nombre de Jesús te coronó. Yo soy tu corona, pero a esta hora voy a retirarte mis consuelos. En este día yo mismo experimenté la privación de aquella carne tan pura que tomé el día de Navidad, a pesar de que mi inocentísimo cuerpo no tenía nada superfluo, pero el amor me llevó a obrar así. En este día quiero alejar las santas delicias que te doy, de las que gozas con todo derecho; pero te amo, no lo pongas en duda. A pesar de ello, en este día he querido mostrar mi ternura hacia muchas personas que rarísima vez se acercan a mí. Tú vienes todos los días y yo te acaricio. Todo lo que tengo es tuyo.
Esto sucedió a eso de las cinco de la tarde. Ella regresó a su casa para cenar con su familia. Más tarde, al estar cerca del fuego en compañía de todos, sintió una atracción muy íntima para ir a su oratorio, lo cual hizo de inmediato. Su dulce amor acudió presuroso a consolarla, convirtiendo sus lágrimas en llanto delicioso.
Hija mía, en este día acompañas a mi santa Madre y a su querido esposo san José, pues sólo ellos sufrieron conmigo el cuchillo de mi circuncisión. Los demás derivaron gran alivio de ella porque suprimí el rigor del precepto y puse fin en mí a la circuncisión de la ley escrita. ¡Ah, hija mía! yo era esa piedra viva que contemplaban los ojos angélicos y la mirada piadosa de mi Madre. En este día la piedra fue cincelada para ser colocada y marcada con el oficio de Salvador, convirtiéndome en piedra angular que mediante la amalgama de mi cuerpo y sangre, unió las dos naturalezas en una. Pareció, hija mía, que la gente no confió suficientemente en mi palabra; pero debes saber que, a la vista de mi sangre, la divina justicia se alegró al contemplar el pago de toda culpa. Trata de comprender este pasaje: El justo se alegrará en el día de mi venganza. Fue necesario que me comprometiera por todos y cancelara el pago a la hora de mi muerte.
Al día siguiente, al meditar en cómo el Señor encomendó a la santa Virgen-Madre a san Juan, se vio bañada en lágrimas y escuchó: Hija mía, una vez dije: El que quiera seguirme debe dejarlo todo: al padre, a la madre y hasta su propia alma para volver a encontrarla en Dios, que es su fuente. Yo hice lo mismo; sabes que dejé a mi santa Madre antes de subir hacia mi Padre. ¡Ah, qué duro fue para mí arrancarme de su lado y dejar a mi querida Madre; la encomendé a mi discípulo y dice la escritura que, a partir de esa hora, la recibió en su propia casa. Fue por ello que la llamé Mujer.
¡Ah! bien podría aplicarle, lo mismo que a ti, las palabras del Cantar cuando ella la esposa me pidió que la condujese al lugar donde me apacentaba con la hiel y me acostaba sobre el duro lecho de mi cruz en el mediodía de mi muerte. ¡Eh, mujer, la más hermosa de todas, ya no podrás reconocerme como el más bello de los hijos de los hombres! La fealdad de los pecados, con la que he cargado, te impide recordar quién soy. Sal de aquí para que tus ojos y tus pies, me refiero a tus afectos, sigan los pasos de tu rebaño, que son mis discípulos, especialmente el predilecto a cuyo cuidado te dejo. ¡Ah, Madre mía! te olvidas de ti misma para acordarte de mí. No tengas miedo de que tu olvido te haga morir y deje a Juan en la orfandad.
¡Ah, mi querido Padre! su querida hija padece una opresión del corazón al escribir todo esto, porque escuchó además: Hija mía, varios autores han interpretado de diversa manera este pasaje, aplicándolo a la persona que, a causa de sus pecados, se olvida de mí. Es una buena explicación, pero considera lo que se dice: La más hermosa de las mujeres. Ahora bien, si me dirigiera al alma pecadora, no la llamaría la más hermosa, porque el pecado de un olvido ingrato la cubriría de fealdad. Esto sucedió por la mañana antes de ir a misa. Más tarde, al asistir a ella, recibió grandes gracias. Así como san Esteban, al morir, se durmió en su Señor, ella se adormeció en un sueño extático a la hora de comulgar. Este se prolongó durante dos misas y hubiera seguido a no ser por el sacristán, que se acercó a decirle que deseaba cerrar el templo, despertándola del sueño que su amado le concedía.
Podía haber pasado todo el día en ese estado si se hubiera recogido en soledad; pero por la tarde, en cuanto entró a su oratorio, fue tan inundada de consuelos, que cayó en éxtasis. Su madre la llamó para que se acostara. ¡Oh Jesús, lecho florido, cuán duro pareció al espíritu el lecho del cuerpo!
El domingo, octava de la fiesta de san Juan, recibió también grandes favores. El tema de su oración esa mañana fue el abandono que sufrió su Salvador en la cruz. Deseosa de acompañarlo, mendigó todos los consuelos de la santa Trinidad y de los santos para ofrecerlos a su desolado Jesús, quedándose después sola con El.
Por la tarde, al meditar en su oratorio el tema de san Juan, por ser el día de su octava, escuchó: Hija mía, al estar a la mesa en la última cena, me invadió la tristeza y me sentí casi tan abandonado de mi Padre como al estar en la cruz; pero contaba con san Juan, mi amado predilecto, lo cual me consoló y no me quejé del desamparo. Acababa de decir que compartía mis secretos con mis discípulos, pero no como si fueran sirvientes. Sin embargo, sólo a san Juan se los revelé. Reservé los últimos para él, por ser el más querido y el que podía leer mi interior y adormecerse de amor al desfallecer de compasión a causa de mis penas. Por ello no le pregunté como a Pedro en el huerto: Simón, ¿duermes? Sufrí mucho al verlo sufrir tanto durante mi pasión. Por amor a él, llevé a su hermano Santiago junto con él y san Pedro también por varias razones; una de ellas fue impedir que surgiera alguna rivalidad entre estos dos apóstoles; pero a la hora de mi muerte estuvo solo conmigo fíjate como tiene poder el amor entre dos que se aman.
Ahora te diré un secreto: le di a mi Madre para visitarlo con más frecuencia que a los otros, y para impedir que fuera enviado lejos por san Pedro cuando echaron suertes para destinar a cada uno según la voluntad divina. ¡Ah, cuántas gracias concedo a mis queridos enamorados!
El día de la octava de los Inocentes por la mañana, al meditar en la sed de mi Salvador, escuchó: Hija mía, soporté esta sed extrema después del abandono, para obtener de mi Padre sus gracias para los mártires, quienes parecían no sufrir durante su martirio. Bebí de ese amargo brebaje que me hizo daño, y me encontré en un desierto y en una sequedad penosísimos. Tuve en mente las sequedades que mis enamorados y enamoradas contemplativos tendrían que soportar. Tuve presentes sus gemidos. Fue entonces cuando mi virtud obtuvo de mi Padre el agua viva que estaba reservada en mi corazón para las almas de los israelitas, a la manera en que Moisés obtuvo agua de la roca para su pueblo, la cual los acompañó en todos los caminos de su peregrinar. Moisés tuvo, además, el maná para alimentarlos; pero se manifestó un mayor amor y liberalidad de mi Padre cuando Longinos me hirió a mí, que era la piedra viva, pues hizo brotar el agua como bebida y la sangre como alimento. Según mi evangelista, no han dejado de fluir.
Por haber tocado la piedra, Moisés no entró a la tierra prometida; pero Longinos, por haberme golpeado a mí, la piedra viva, entró al cielo. Contempla, hija mía, de qué manera obtuve esta agua viva para las almas contemplativas, entre las cuales estás tú. Es el consomé para restaurarla, el agua imperial y la esencia y subsistencia de mi corazón, que había quedado en ese estado al cabo de las ebulliciones de treinta años. Una sola gota de esta agua vivifica al alma.
Hija mía, has tenido sed de mi cuerpo y sangre. Te he satisfecho, y lo hago todos los días. Con frecuencia te he dicho que estarías sedienta, y lo he cumplido. Tengo sed de tu justicia; ¿Cuándo me la apagarás?
Oh, mi Jesús me gustaría ser toda de agua para que ya no tengas sed. Bebe mis lágrimas, que ahora me haces derramar en abundancia, en espera de que tu gracia me justifique en mis pensamientos, palabras y obras, para calmar enteramente tu sed. Te pido también esto para mi querido Padre. En ese momento, lo nombró a usted.
La víspera de la Epifanía por la mañana, antes de irse a confesar, se sintió triste a causa de sus imperfecciones. Lloró por ellas aun al confesarse con el Reverendo Padre Rector, pues el P. de Villards estuvo ausente desde la mañana hasta eso de las cuatro de la tarde. El P. Rector la consoló de tal manera, que este querido Jesús obró al instante en unión con él, quedando ella absorta en consuelos divinos. Después de darle la absolución, el padre fue a decir misa y ella salió del confesionario. Se acercó al comulgatorio lo más que le fue posible. Le parecía ser una niña, y escuchó: Hija mía, en este día, mis pechos son mejores para ti que el vino. Los bebés acostumbran llorar para ser amamantados. Actuaste con el candor de un niño en presencia de tu confesor, al decirle tus faltas. Esto me agradó más que si le hubieras manifestado las elevaciones y éxtasis que experimentas con tanta frecuencia gracias a mi bondad, y que muestran la senda por la cual te llevo.
Después de lo anterior recibió tantos dardos durante la misa, que le es difícil expresarlo; fueron saetas amorosamente dolorosas y deliciosamente amorosas. La misa le pareció muy larga debido al deseo que tenía su corazón de recibir cuanto antes a su amado. Al ir a comulgar, tuvo que aferrarse a la balaustrada porque su cuerpo parecía desfallecer. Ofreció esa comunión por usted, por el Padre que la confesó, aunque no se lo mencionó, y por ella misma. Su Amor la inspiró a hacerlo así en memoria de los tres reyes, imitando así su adoración y ofreciendo lo que podía por los tres, teniendo cuidado de pedir por sus intenciones. Después de comulgar, repetía con frecuencia esta palabra sagrada: ¡Amor! que su corazón susurraba a su querido enamorado. El parecía contender con ella en el deseo de herirla con la leche de sus pechos. Su hija deseó que usted pudiera gozar de esto mismo.
Más tarde vio cerca de su corazón del lado izquierdo, a un infante ligado con vendas y envuelto en pañales desde la cabeza hasta los pies. Le pareció escuchar, porque no podía ver, que usted y el Padre Rector estaban ahí en espíritu, adorando y admirando a este divino bebé, el cual estaba semioculto, pues su carita estaba vuelta hacia lo alto, orando al Padre eterno por ella y por ustedes dos. Entonces ella exclamó: ¡Oh, amor! durante la misa se dijeron estas palabras: Yahveh es rey, de majestad vestido (Sal_93_1). ¿Acaso reinas al convertirte en niño revestido de nuestras debilidades? ¿Son estas vendas y pañales la espada y armadura con que te has armado? Escuchó esta respuesta: Hija, estas vendas y esta forma de niño ha ganado y vencido a mi Padre y atraído al Espíritu Santo.
Recibió grandes gracias de parte de la Santísima Trinidad por intercesión de la sagrada humanidad. Los dardos llovieron en mayor número durante la tarde a tal grado, que para dar alivio a su cuerpo tuvo que privarse de la oración.
El día de Reyes, después de comulgar por las mismas intenciones, se vio fuertemente unida a su querido amado. Vio entonces un lecho blanco y riquísimamente adornado en la parte inferior, pues carecía de dosel y cortinas en derredor. En este lecho vio cadenas de oro que pensó estarían ahí para cautivarla amorosamente en el dulce reposo de la contemplación. El hecho de que fueran dos cadenas le dio a entender que usted sería hecho partícipe de esta unión contemplativa.
12 de enero, 1621. Mi muy querido y Reverendo Padre: Bartolomé Jacquinot.
¡La paz de Cristo!
Como recompensa por los caritativos favores que usted me dispensa, pido a la divina bondad comunique a su reverencia los tesoros de sus riquezas mediante la gracia en este mundo y la gloria en el venidero.
Si tuviese la virtud del Beato Luis Gonzaga, las Horas que usted me envió serían para mí objeto de mortificación a causa de su canto dorado. Como estoy tan lejos de aquella santidad, deseo servirme de ellas por la virtud de la caridad, recibiéndolas de usted con todo el corazón. Si fuera como él, las aceptaría en humildad rechazando la parte correspondiente a Santo Tomás, que presenta un dorado tan rico.
Digo que las acepto con amor porque recito las Horas en honor de Aquél cuya cabeza es toda de oro, y de aquella que está sentada a su derecha con vestidos en oro recamados y rodeada de pedrería: en esta variedad percibo el brillo de la humildad. (Sal_45_14s). Espero que, mediante sus favores, su único esposo y su queridísima Madre, transformarán mis palabras en oro, a fin de que lleguen a ser, interiormente, doradas como el oro terrestre y humano. Si esto me es concedido, usted, a quien su queridísimo esposo no olvida, tendrá tanta participación como yo en todo el bien que el puro amor divino obra en mí a través y para el bien de su querida hija.
Al día siguiente del día de Reyes, después de haberse confesado por la tarde, se entristeció ante la frecuencia de sus faltas, a pesar de las gracias que su amor le concede. El buen Padre Rector la consoló y le ayudó a contener sus lágrimas interiores. No recuerdo si las derramó al exterior, pues a la hora en que escribo la presente, han transcurrido ya ocho días después de lo sucedido. El P. Rector le sugirió que fuese a su oratorio a hacer oración; ella obedeció de inmediato.
Su dulce amor la contentó, dándole muestras de una santa delicadeza: Hija mía, así como los grandes tienen jardines con hermosos árboles, albercas y fuentes para su contentamiento y el de sus queridas esposas, yo poseo el jardín de mi Iglesia, en el que se encuentran las piscinas del bautismo y de la confesión para mis queridas esposas. Hija mía, tú eres una de esas bien amadas. Te lavé una vez en las aguas del bautismo sacramental. Te baño también en las fuentes de mis gracias y de tus lágrimas, las cuales te purifican. Después te caliento con un fuego divino y amoroso; para moderarlo, te envío el dulce vientecillo de mi aliento ya sea directamente o por mediación de tus confesores. Te doy árboles, es decir, mis dones; pero sobre todo, reposas bajo el árbol de la vida que es el Santísimo Sacramento eucarístico, el cual te comunica el fruto de mi sustancia humana y divina. ¡Oh, mi querido Padre, cuánto consuelo sintió!
El ocho de enero fue muy consolada por su querido amor, el cual le prometió gracias para las personas que ama en él. El sabe qué lugar ocupa usted entre ellas.
El noveno día del mes, sintió cierta inquietud de espíritu causada por su imprudencia de escuchar las cosas que un padre le dijo. En esta ocasión, su enemigo no durmió para infundirle temor hacia lo que no existía. Como aun no se levantaba, escuchó: Hija mía, levántate y haz oración sobre la piedra viva de mi corazón. Yo te ensalzaré.
Su meditación se centró en el episodio de la lanzada. De este modo, fue grandemente consolada. Escuchó lo siguiente: Hija mía, después de haber pagado todas vuestras deudas y encomendado mi espíritu a mi Padre, quise conservar en el cofre de mi corazón el tesoro de quienes me aman, pues me son entrañables. Era éste el libro sellado que ni la misma muerte ni todos los enemigos podían abrir, por ser yo el cordero inmolado que había muerto, pero yo mismo vine a abrirlo. Fortifiqué el brazo de Longinos, dirigiendo el empuje de su lanza hacia el interior de mi costado. Fue éste el acto por cuyo medio quise abrir el abismo de amor de manera que ustedes fueran sepultados en él por razón de ese mismo amor y llevarlos, con dilección insaciable, a devorar este libro que es amable, pues nada es difícil para el fervor de los que aman, aunque la naturaleza encuentre amargura en ello. Es su corazón el que sufre quebranto al verme padecer tanto por ellos. Hija, esta abertura de mi costado fue la casa u oratorio de mi santa Madre, de san Juan y de santa Magdalena. Fue en el Calvario donde me preocupé por ellos al ver que se quedaban sin hogar. Vine a abrirles esta ventana, a la que también invité a san Pablo y a santa Catalina de Siena. Esta es la roca a la que les hice subir para conocer los secretos de mi Padre. Por esta razón pudieron decir: Vi los arcanos de Dios. ¿Y a ti, oh hija mía, cuántas veces he mostrado estos secretos? La carne, que era el velo de este templo, se rasgó y entonces apareció el propiciatorio, todo de oro. Mi sabiduría divina fue siempre los ojos de mis dos naturalezas unidas a mi cuerpo, y mi alma constituyó siempre la divina esencia. Ella pidió a su Amor que compartiera con usted este libro.
Después se confesó y comulgó con tanto gozo, que su corazón estallaba al ver a su amado venir a ella. El la llevó a un lugar de reposo, después de haberle mostrado en una visión un camino color ceniza. Con ello comprendió que tendría que enfrentarse a dificultades, pues el camino parecía subir una montaña muy escarpada. Al encontrarse en la cima, su espíritu entró en un dulce reposo. Esto sucedió el sábado dentro de la octava de Reyes, en el que comulgó por usted.
Al día siguiente, domingo, se conmemoraba el encuentro del niño Jesús en el templo. Por la mañana, sintió un poco de pena a causa de las palabras que le fueron dichas: se le hizo saber que ella, a su vez, decía con frecuencia a su madre lo que este amable Jesús dijo a la suya. Ella respondió que las decía por mandato de usted, y hasta trataron de obligarla a desobedecerle. Como permaneció firme en su obediencia, dejó de sentir presión al respecto, pero este incidente mostró claramente de qué manera se la juzgaba.
La pobre muchacha salió muy triste de aquel lugar y, escondida en un rincón, lloró durante toda la misa a causa de este incidente. Después fue a buscar al P. Rector a la entrada de las aulas. El la consoló en verdad, diciéndole que no se preocupara de cosa alguna y que fuese a comulgar, lo cual hizo de inmediato. Dijo ella a su amado: Ay, mi querido Jesús, obra tú mismo en mí la preparación, y ocúpate de las obras de tu Padre, el cual, en su caridad, me ha atraído tantas veces a ti; estoy muy triste para prepararme por mí misma.
En cuanto hubo comulgado, su dulce Jesús la hizo verse en su compañía, rodeada de guardias de oro que parecían niños pequeños. Sostenía El al mundo con su mano izquierda, y ella estaba del lado de su mano derecha, con la que parecía bendecirla y atraerla a él sin estar en el mundo. Como un favor especial, quiso que, de su lado, se dirigiera ella hacia un lugar encumbrado en el que vio bóvedas abiertas en su parte superior, a manera de puertas, para abrirle un pasaje hacia el cielo. Esto la consoló grandemente y le ayudó a comprender que su esposo deseaba que ella hiciera lo que usted le ha mandado y aconsejado, de no pedir tantos permisos a su madre, puesto que se ocupa de las cosas del Padre Eterno, y además su amable esposo la ha exentado de los asuntos del mundo, deseando verla en él como peregrina que sube a la montaña donde se encuentra la morada celestial. Con su divina y todopoderosa bondad, ha quebrantado el poder de quienes quisieran impedirle ir allá. Al contemplar las bóvedas abiertas, se levantó consolada en su Dios y oró por usted.
Por la tarde, al estar en oración en la misma iglesia, escuchó: Hija mía, convéncete de lo que viste esta mañana. Ten fe en lo que te dice el Padre Provincial y ven a mí sin pedir permiso para ello. Te favorezco con numerosas gracias extraordinarias a pesar de lo que se te diga. Fíjate cómo a la esposa no la detuvieron ni los golpes ni el ver que le arrebataban su manto, del que se vio privada hasta que encontró a su amado. Se te dan golpes en secreto, ignorando al Padre; se te priva de tu manto diciéndote que no deseas sujetarte. Esto te hará sufrir, pero acércate a mí, hija mía. Con esto, su corazón se derretía de amor.
Al día siguiente por la tarde, estando en oración en la iglesia del colegio, sin preparación previa, sino según las mociones del Espíritu Santo, lloró movida en parte por el amor, en parte por el dolor y temor de sus faltas, y de la pena de verse en la tierra sujeta a tantas imperfecciones.
Oh, Amor, decía, ¿no basta a un alma que no desea otra cosa sino tu amor el sufrir la ausencia de tu clara visión, donde se encuentra la perfecta caridad? Ah, ¿estarías dispuesto a soportar mucho tiempo, permíteme la expresión, careciendo de su presencia si ella se ocultara de tu rostro?
Hija mía, si eso fuera sufrir, entonces hubiera yo padecido durante toda mi eternidad. Debes saber que cuando estaba yo en la tierra, sufría mucho más en espera de que aparecieran ante mí aquellas a quienes amo, a pesar de que en mi presciencia podía verlas a todas. ¿No crees que he esperado mucho más que tú?
Como ya era tarde, salió ella de la iglesia y se fue a casa. Se le hizo saber que algunas personas la habían criticado con cierta animadversión porque, en una ocasión, ella había hablado bien de cierta persona y la había alabado demasiado en sus conversaciones. Ella explicó por qué lo había hecho, con lo cual se hizo patente que dicha persona la acusó sin culpa de su parte, en lo que todos estuvieron de acuerdo. Permaneció con los visitantes cerca de tres horas, sintiéndose apenada por haber faltado en sus palabras, pensando que hubiera sido mejor guardar silencio.
Subió después a su oratorio, donde sus lágrimas corrieron en abundancia. Reflexionó en lo cambiantes que son los afectos de las creaturas, que se vieron impulsadas a alabarla demasiado, y ahora, se dijo, las veo volverme la cara. Acto seguido alabó a su Majestad, suplicando a la gloriosa Virgen y a todos los espíritus celestes que entonaran el Te Deum.
Continuó diciendo: Oh, mi amor, no tengo sino a ti como apoyo seguro. Aquellos que me aman por amor a ti, que me concedes tantas gracias, pueden al fin cambiar a causa del mal ejemplo que les doy con mis pecados. ¡Ay! si como ellos tú mismo me dejaras, ¿qué haría yo? Amor mío, no me dejes, pues ¿Qué puedo tener en el cielo o en la tierra sino a ti? No deseo sino tu divina voluntad. Aun cuando ella se complaciera en condenarme, yo lo querría a condición de que ahí, pudiera yo alabarte.
Durante estas lamentaciones, su Bien amado no estaba lejos; el ardor de su corazón mostraba a las claras esta amorosa presencia. Ella escuchó: Hija mía, ¿acaso ignoras que cuando predicaba sobre el monte y al estar entre la gente haciendo el bien se me amaba y alababa de un modo extraordinario? ¡Y cómo me ensalzaron el día de Ramos! Más tarde, sin embargo, ¡qué cambio casi universal! El afecto se cambió en odio de muerte al fin de mi vida. Hasta aquél que tanto me amaba me negó y Judas me traicionó. Consuélate, hija mía.
Lo anterior le proporcionó un gran consuelo. Pidió por todos aquellos que le ayudan a practicar esta virtud del menosprecio y del desasimiento, aun interior, de todas las creaturas.
Al día siguiente, martes 12, hizo su oración por la mañana sobre el descenso de la cruz. No lloró como las otras veces en que ha meditado sobre la Pasión. Su dulce amor había enjugado sus lágrimas. Escuchó lo que sigue: Hija mía, esta cruz es mi lecho del Líbano, cuya subida es la púrpura de mi preciosa sangre. Las cuatro columnas son mi santa Madre, san Juan, santa Magdalena y el buen ladrón. Ellos, a mi muerte, hicieron resonar su amor puro y argentino. El reclinatorio de oro es mi cabeza, que incliné sobre mi pecho al entregar mi espíritu en manos de mi Padre por amor a todos ustedes. Todos los ángeles asistían armados con el poder divino. Blandían sus espadas para intimidar a los guardias que Pilatos envió para custodiar mi cuerpo durante la noche. Pero esos ángeles eran los fuertes de Israel que rodeaban mi lecho y también el tuyo, puesto que estás en mí. En el centro de mi costado estaba alojado mi corazón rebosando caridad hacia las hijas de Israel, es decir, tú y todas las que me aman.
Hija, mis ángeles me adoran ahí desde aquella noche de la Cena, cuando pronuncié, en unión con mi Padre y el Espíritu Santo, la poderosa palabra que cambió en mí la sustancia del pan y del vino. Esta fue la segunda vez que mi Padre mandó que los ángeles me adorasen, pues fui introducido al mundo por este divino Sacramento. Los ángeles permanecieron en incesante adoración desde la Cena hasta el Monte Calvario. Sabe, hija mía, que ahí dije que todo estaba consumado; me refería a la Jerusalén terrestre, a Palestina, y a la sinagoga judía.
Por esta razón mi Padre envió del cielo a mi espíritu, junto con todos sus méritos, para formar la nueva Jerusalén de mi Iglesia, la cual descendió verdaderamente del cielo adornada de mí, su esposo. Las doce puertas eran los doce frutos del Espíritu Santo. ¡Cuán precioso era su vestido! La fe era el pavimento y las murallas la esperanza inconmovible ; el techado, la caridad. La fe se atribuye a mi Padre, a mí la esperanza, y la caridad al Espíritu Santo. He aquí la fortaleza de esta Jerusalén: la santa Trinidad que está unida a mí, Jesucristo, Señor todopoderoso de esta ciudad que se funda en todos mis santos y santas.
Después de mí, mi Madre es la piedra fundada sobre mi divina persona. En ella está comprendido el precio de todas las otras piedras preciosas. ¡Ah, qué hermoso es contemplar la Jerusalén que es mi Iglesia, donde la luna de los sentidos humanos, o el sol de su juicio natural, no brillan para darle luz; es mi gloria, la del Cordero, luz de la fe viva, la que los ilumina en ella.
24 de febrero, 1621. Mi muy querido y Reverendo Padre en Nuestro Señor Bartolomé Jacquinot.
El 31 de enero terminé mi última carta para usted, que se refiere a la obra de Dios en su querida hija. Comienzo ahora la presente, para continuar narrándole los favores que su amor realiza en ella.
En la fiesta del glorioso pontífice y mártir san Ignacio, se sintió unida a su amor y acariciada por él. Durante la santa comunión, en la que ella se sujetó a la cruz de su Salvador, permaneció en una suspensión durante la cual vio dos ojos que la miraban fijamente. Estos ojos emanaban su claridad como el óvalo de un sol, lo cual le proporcionó un gran consuelo durante casi todo el día. Por la tarde fue también profusamente acariciada de su amor, el cual durante su oración, pareció difundir sobre su semblante los rayos de su ardiente amor. Ella no olvidó pedir por su Reverencia.
El día de la gloriosa purificación, por la mañana, se sintió triste y un poco enferma. Podría deberse a que su Dios quiso que sintiera en el espíritu y en el cuerpo la espada que traspasó a la Virgen. Antes de comulgar, hizo su oración sobre las palabras que la sagrada Virgen conservó en su corazón durante los cuarenta días después de Navidad. Escuchó: Hija mía, estás triste, pero ten valor y ve a Belén, donde verás a tu Salvador y a su santa Madre despojados de todo, pobres y menospreciados. Es necesario que te resuelvas a deshacerte de todo, pero en la práctica, de manera que los desprecios no te afecten más que si alguien te dijera que no eres la Reina de Francia. Me refiero incluso a lo que es tuyo en casa y en lo particular. Recuerda cuántas veces me dediqué al trabajo de los pobres junto con mi padre san José, hasta ir al bosque y cargar sobre mi cuello el fuego del amor. El cargarlo por ti me lo hizo ligero, pues pensaba además en el peso de la cruz. Sabe que, desde ese día, mi Madre sufrió por adelantado el temor de mi muerte, y por si esto no bastara, lo sufrió de hecho en el Calvario.
Hija mía, donde va mi santa Madre, el Espíritu Santo, su esposo, se adelante a preparar el lugar. Si te preparas a recibirla conmigo en la comunión, él vendrá como lo hizo en casa de Zacarías, cuando ella fue a visitarlo. De manera análoga, está en san José, quien es llamado justo porque el Espíritu Santo estaba en él para hacerlo digno esposo de mi Madre y de morar en su compañía.
En esta fiesta, estuvo también con san Simeón. Hija mía, fue él el Espíritu Santo, quien quiso saludar amorosamente a mi Madre a través del gozo del santo Simeón. Fue él quien también quiso que la profecía de este buen anciano traspasara su corazón cuando le predijo mi pasión. ¡Ah, cuán duro fue su dolor hasta después de esta muerte!
Todo esto contribuyó a fortalecer a su querida hija.
El jueves siguiente se vio asediada por pensamientos e imaginaciones molestas que la sorprendieron. No se atrevió a pedir verse libre de ellas, pues sabía que Dios las permitía para humillarla, después de haberla preservado de ellas durante tantos años. Se contentó con decir a menudo que sufría violencia, y su divino amor no dejó de consolarla de vez en cuando, pero no con tanto empeño como en otras ocasiones, lo cual la sumergió en el temor de ser la causa de esta retracción.
En la fiesta de la gloriosa virgen mártir santa Águeda, al comulgar, comenzó a lamentarse de la pena que le causaban esas sucias imágenes, y se le dio como respuesta: Hija mía, ¿Por qué deseas alejarte de la conversación con los demás a causa de estos pensamientos impuros? ¿Acaso san Jerónimo no los soportó también?
El día de santa Dorotea sufrió un nuevo asalto, aun a la hora de comulgar. Llena de confusión, exclamó con las mismas palabras del Apóstol: ¡Pobre de mí! (Rm_7_24), después de lo cual escuchó: Hija mía, durante varios años te he preservado de estas imaginaciones, con lo que llegaste a pensar que nunca tendrías que sufrirlas. Respecto a estas cosas, te permití vivir en un cuerpo a manera de espíritu. Sin embargo, a partir de la Pascua, te he sometido a una estrecha obediencia en cosas más bien pequeñas que grandes, lo cual significa que te he dado más frecuentes ocasiones para practicar la virtud.
De este modo, te he hecho pasar casi repentinamente por una extrema pobreza de espíritu hacia la que sientes repugnancia. Ahora deseo probarte con la aversión que sientes hacia estas representaciones, para que conquistes en la práctica, mediante la lucha, el bastión de la castidad. Estás practicando los tres votos de la religión, lo cual te parece difícil porque vives en el mundo. Valor, hija mía. Nadie, dijo mi santo Pablo, será coronado si no ha combatido legítimamente. ¿Crees en verdad lo que las vírgenes dijeron a los tiranos que amenazaron con arrebatarles su castidad? Con ello, nuestra castidad aumentará al doble. Se trataba de enemigos visibles. Hija, la tuya será más insigne, pues combates con enemigos invisibles que son como los traidores, pero mucho más peligrosos; su confusión aumentará al verse vencidos, y tu victoria será más gloriosa.
Con estas palabras se animó grandemente, a pesar de encontrarse enferma en el cuerpo.
Por la tarde, al estar en compañía de algunas personas, su corazón fue atravesado por una saeta del amor divino. Comprendió bien que él deseaba retirarla de ahí para que subiese a su oratorio a hacer oración. Dejó, pues, la reunión, resistiendo la oposición de su cuerpo enfermo y del frío tan extremo que hizo ese día. Habiendo subido, se puso a orar comenzando con tristes quejas que hizo a su amor, pues seguía viéndose tan imperfecta después de haber recibido tantos favores divinos. Temía continuar profesando un gran afecto hacia las cosas creadas.
Entonces experimentó un asalto impetuosísimo que hizo desfallecer su cuerpo, teniendo que apoyarse en su reclinatorio. Poco después se retiró a causa de la debilidad y del miedo de estar enferma. Escuchó: Hija mía, cuando me tengas presente mediante la práctica y el discurso amoroso, no te privaré de los afectos que tengas hacia las creaturas, así como el esposo no reprocha a su esposa el que esté con otra persona cuando sabe que él está presente en espíritu y se siente seguro del amor que ella siente por él.
El domingo de Septuagésima meditó en las palabras que su Salvador pronunció con gran tristeza en la Cena: Uno de ustedes me entregará. Escuchó entonces: Bien podría haber dicho entonces lo que dice mi esposa la Iglesia en este día, en la antífona de entrada, pues los dolores de muerte que debía sufrir me cercaban el corazón. Pero las penas del infierno lo penetraban debido al temor que tenía de la condenación de Judas, quien comía conmigo. Hija mía, tu Madre la Iglesia está bien triste y tú, como verdadera hija, ¿no deseas unirte a su pena? Permanece junto a mí en mi aflicción, yo te daré lo que otros hubieran recibido.
Acto seguido se puso a orar por su prójimo, diciendo: Oh, amor, deseo que otros participen en esta compasión. Hija mía, yo también lo deseo. Mi Apóstol dijo que mi pasión se comunica. Comparte con tu prójimo.
En seguida se sintió toda transformada en una amorosa condolencia en el cuerpo y en el espíritu.
Hija mía, al estar yo pálido y descolorido, mi rostro era tan agradable al Padre eterno, que pudo decirme que se lo mostrara, pues era bello y mi voz muy dulce, como lo digo en el himno. Hija mía, cuando estaba más desfigurado, era la verdadera imagen de la bondad divina, pues ¿qué padre hubiera permitido este sufrimiento en su hijo, de no ser un padre de bondad infinita?
El martes 9 de febrero durante la oración, que seguía haciendo sobre el tema de la purificación, por estar en la octava, escuchó: Hija mía, san Simeón era justo y temeroso, y por sus virtudes llegó a ser la morada del Espíritu Santo, el cual quiso pagar a su querido anfitrión concediéndole el objeto de sus complacencias: la persona de Jesucristo, el Verbo Divino. ¡Ah, cómo se alegró el buen anciano al ver el gozo de los ángeles y el consuelo de toda la Jerusalén celestial! Ya podía desear la muerte, pues tenía en sus brazos al creador de la vida y al mismo que venía a destruir la muerte. Podía muy bien haber dicho con san Pablo: Vivo, pero no yo, pues entrego mi vida a este niño Jesús.
En otra ocasión, siguió escuchando: Hija mía, con su mirada profética, san Simeón pudo percibir claramente que yo era el sumo sacerdote. Por tanto, humilde como era, me cedió su sacerdocio, así como lo hizo san Juan Bautista, hijo de Zacarías y del linaje de Leví, quien fue más que un profeta.
Hija mía, por ser el Espíritu Santo el amor divino, me concede a sus queridos amigos como recompensa. Esta es su obra preferida. Tú lo has complacido en varias ocasiones, como cuando deseaste prepararle una morada, ayunando y orando los diez días desde mi Ascensión hasta el día de Pentecostés, en cuya fiesta te favoreció y te sigue beneficiando. Te ha recompensado generosamente con la comunión cotidiana, que soy yo mismo; esto no es por sólo una hora o un día como en el caso del santo Simeón, sino para siempre. ¿Te das cuenta de que es él mismo quien te ha concedido estos vehementes deseos, que suben hasta mi Padre como gemidos inenarrables? Como tus deseos provenían de Dios Espíritu Santo, y como los míos proceden de mí, el Verbo-Dios, han resonado al unísono.
El miércoles fue también muy consolada al recibir la comunión. Su Amor, en la persona del Padre, la incitaba a subir hacia la perfección, a imitación de su querido Hijo Jesús. Vio en una visión imaginativa un ángel levantando el brazo derecho, que le mostraba el cielo con el dedo. Pero veía muy difícil subir hasta él. A pesar de ello, se sintió llena de valor ante la vista de tan poderoso auxilio, y todo ese día, así como el siguiente, permaneció absorta en un santo entusiasmo.
El jueves, al estar en oración, sintió que su espíritu salía de ella para reposar en el regazo de la gloriosa Virgen. Impulsada por un fuerte afecto, se adhirió a uno de sus pechos, imaginando que el pequeño Jesús, su amante esposo y hermano queridísimo, se alimentaba del otro. ¡Ah, que dulzura llenó su paladar! Comprendió así cómo, cuando san Antonio fue a ver a san Pablo en el desierto, la divina Providencia se sirvió de un cuervo para enviarles una doble ración de pan.
Hija mía, mi santa Madre es el delicioso desierto en el que habité treinta años. Hace algún tiempo, en especial desde hace ocho o diez meses, me pides ir a morar en él conmigo, o en sus entrañas en el tiempo en que la Iglesia conmemora mi permanencia en él durante nueve meses, o sobre su seno sagrado. ¿Dudas acaso que mi Padre, al verte venir a mí, te envió no un cuervo sino al Espíritu Santo, el cual impulsó a tu confesor a darte el Pan cada tercer día? Sin embargo, para acercarte más a mí, envió al Padre Provincial, el cual, movido más por el Espíritu Santo que por tu petición pues no te atreviste a pedir la recepción diaria de la santa Comunión te dijo que deseaba que comulgaras todos los días. No se detuvo ante nada; sólo el pensamiento de lo que diría la gente lo hizo vacilar un poco. Sin embargo, pasados algunos días, tomó la decisión de concederte la comunión diaria. Como debía permanecer aquí hasta después del día de la octava de la Asunción de mi santa Madre, él mismo comenzó a dártela.
¡Ah, qué manera tuvo ella de comunicarte la mejor parte, tal y como se la habías pedido! De igual manera, el 29 de agosto, rogaste a su devoto Bernardo intercediera por esta intención. Muchas almas corren hacia la perfección para obtener el premio de la comunión. A pesar de ello, siguen careciendo de él. Yo, movido por mi amor, te lo he concedido.
Mas tarde volvió a escuchar: Hija mía, has olvidado escribir lo referente al adiós que me dio mi santa Madre antes de mi muerte, en el cual mostró más generosidad que Judith. Yo era el sumo sacerdote que la bendecía. Mi Padre fortaleció el brazo de su voluntad para presentarme ante la muerte y de este modo, mediante su sangre y su carne, cercenó la cabeza del pecado. Puede decírsele que es la alegría de Jerusalén. Al contemplarla, el santo Simeón vio claramente la realización de sus esperanzas como el mayor consuelo que podrían tener, después de mí, los Israelitas.
El viernes experimentó una vez más estas deliciosas familiaridades, en medio del fuego de un gran amor. Aun en presencia de otras personas, sentía esta amorosa presencia en su corazón mediante una moción amabilísima.
De igual manera, el sábado, se sintió herida por tres dulces flechas y atraída extraordinariamente a la oración. Como la obediencia a su confesor le permitía escoger entre la oración o visitar a una persona enferma, se decidió por esto último, sintiéndose muy feliz y edificada al encontrar a su amiga desprendida de todo a fin de poder unirse a su Todo.
El domingo, al comulgar, fue muy favorecida por su querido esposo. Lo contempló solo en el jardín, orando a su Padre y mojando nuestra tierra con su sudor. Pidió ella comunicara este rocío a su alma y aun a su cuerpo; y que si era de su agrado, contribuyera con sus lágrimas para ablandar todo su ser, a fin de que el Padre eterno se complaciera en sembrar este Verbo divino en ella por medio del Santísimo Sacramento. Como tenía puesta su confianza en la divina bondad, no fue rechazada, y su cuerpo fluyó hacia su Amor. Escuchó: Hija mía, mi Apóstol hace resaltar, en diferentes lugares, los peligros a los que tuvo que enfrentarse. No dejé de estar expuesto a ellos en el huerto. En realidad, me encontraba en un abismo, pues llevaba a cuestas el fardo de vuestros pecados y la piedra de la obstinación y malicia de los judíos. Considera, hija mía, cómo tuve que llorar al recordar la pérdida de Sión, que dentro de poco se convertiría en una Babilonia. La preví, sintiéndome por ello invadido de turbación y teniendo que soportar las agonías que describen los evangelistas. Contemplé a esta nación llevada en cautividad y cayendo miserablemente al infierno a causa de sus pecados.
El martes 15 de febrero despertó con las palabras de la esposa: Hijas de Sión, ¿han visto al amado de mi alma? Ante estas palabras, recitó jaculatorias con gran fervor. Después se levantó, y cubriéndose con lo necesario para resguardarse del frío, se arrodilló sobre su lecho y centró su oración en el Salvador agonizando en el Jardín de los Olivos. Al encontrar ahí a su amado enteramente solo, le rogó se dignase admitirla junto a él, para padecer también con él. Su dulce Jesús aceptó diciéndole: Hija mía, las palabras que se dirigieron a Job pueden ser repetidas por mí con mayor razón a los tres apóstoles y a todos aquellos que se dicen mis amigos: ¡Piedad, piedad de mí, vosotros mis amigos, que es la mano de Dios la que me ha herido! (Jb_19_21), hasta la muerte más cruel e ignominiosa que existía en aquella época. Job fue afligido en sus bienes, en sus hijos, en su cuerpo; pero su vida fue reservada al cuidado de la divina bondad. Además, su mujer también fue preservada para que más tarde pudieran ambos gozar el uno del otro, rodeados de los bienes más excelentes. Sin embargo, Job no era sino el servidor de mi Padre, y yo su Hijo único.
¡Ah, hija mía, fue voluntad de mi Padre que hiciera reparación por el pecado hasta la misma muerte! Como el amor me llevaba a desearlo y a quererlo, pagué por ustedes un precio mayor que su deuda. Mi alma no fue preservada de estas penosísimas angustias por el hecho de estar unida a la divinidad.
Hija mía, las aguas amargas de tus pecados y de los de toda la humanidad penetraron hasta las profundidades de mi espíritu. Para ustedes, estas aguas del pecado eran dulces como la miel; para mí, que las apuraba, más amargas que la hiel. Mi dolor se agudizaba al considerar que, a pesar del precio que pagaba, ustedes seguirían en deuda por el pecado actual cometido después del bautismo, en el que los habría de lavar. Si no fuera yo impasible, y por tanto, no sujeto al sabor amargo, ustedes me seguirían dando hiel a beber. ¡Ah, qué poción tan amarga! Hija mía, el profeta trató de cambiar la amargura de la bebida a la que añadió algo de harina. ¿Acaso no quise hacer lo mismo con la que es ingrediente del pan de los ángeles, que es verdaderamente el pan de mi Padre eterno? Me refiero al Santísimo Sacramento, delicia de la augustísima Trinidad. Sin embargo, la aflicción del pecado está siempre en ustedes, y tú, que recibes diariamente la comunión, sabes por experiencia cuán grande es su amargura después de haberlo cometido.
¡Oh, amor mío, dijo ella a través de sus lágrimas, aun cuando no hubieras tú bebido sino los míos, qué amargura te hubieran brindado! Se sintió entonces agobiada por el dolor y, abriendo los brazos del espíritu y también los del cuerpo, imaginó abrazar a su Salvador bañado en las aguas amargas del pecado. El le hizo escuchar: Hija mía, te he dicho que Job fue librado de sus aflicciones y no murió. Su esposa fue preservada; tuvieron otros hijos, y sus bienes le fueron devueltos. Sin embargo, después de mi resurrección, mi Esposa la Iglesia ha padecido más que nunca. Ha visto a casi todos sus hijos degollados, martirizados y despojados de todo, pues algunos se desprendían voluntariamente de todo, mientras que a otros se les arrebataban sus bienes. ¡Cuántos monasterios, iglesias y casas cristianas fueron saqueadas por los tiranos! ¿Puedes imaginar el peso de mis dolores, que sólo yo tenía presentes? Cuando, después de mi ascensión, dije a Saulo: ¿Por qué me persigues en mi esposa la Iglesia? ya era yo impasible; pero en el huerto sufrí realmente. Mi alma estaba triste al considerar la tristeza y la pena de los elegidos. Dejé a mi Iglesia las almas que podía yo salvar del pecado de impenitencia final. ¡Ah, hija mía! ¡Cuánto ha sufrido y sigue sufriendo mi Esposa de parte de sus enemigos y hasta de sus hijos e hijas!
El domingo pasado, día de Septuagésima, ella la Iglesia clamó a causa de los dolores de muerte causados por los pecados de quienes la rodean, y manifestó el vivo dolor que le mordía las entrañas ante las penas que padecerían en el infierno. A pesar de todas estas quejas, siguen adelante en su camino, sobre todo en este tiempo de carnaval.
En un domingo anterior, al darse cuenta de su impotencia hacia ellos, clamó hacia mí, que soy su esposo y su Padre, como una Madre piadosa: ¡Socórreme!, decía dolorosamente, pareciéndole que yo dormía y pidiendo me despertase para salvarlos de sus pecados, en especial de los de sensualidad. Hija mía, el recuerdo de todas estas cosas hacía que se secara mi espíritu.
Ella pidió entonces que usted y otros padres que le vinieron a la memoria no diesen a beber al Señor un cáliz tan amargo como es el del pecado, aunque sea venial. También pidió esta gracia para ella misma.
Hija mía, identifícate con tu madre la Iglesia, la cual, entre todas sus hijas, te ha acariciado y nutrido con el manjar más precioso que posee, que es mi cuerpo. Ha obrado hacia ti como Rebeca hacia Jacob, al obtenerte, del verdadero Isaac, la bendición de sus gracias y la heredad que soy yo mismo por encima de tus mayores. Todos ellos son severos y rígidos; en su austeridad parecen correr hacia la búsqueda de almas como su presa; sin embargo, carecen de la dulzura que tú posees. Ella, la Iglesia, te comunica su verdadero espíritu a través de mi amor.
Después de comulgar, escuchó: Hija mía, se te ha concedido la inteligencia de mis misterios tal y como se los revelé a mis apóstoles (Mt_13_11).
El miércoles 18, después de recibir la comunión, se sintió muy unida a su amor mediante la santa cruz, a la que anhelaba abrazarse. El mismo día, después de haberse confesado, se preparó a la comunión con jaculatorias y fervientes aspiraciones. No se atrevió a iniciar un tiempo fuerte de meditación debido a un malestar físico. Por ésta y otras razones, rehusó dar libertad a sus lágrimas. Expresó, por tanto, con actos de amor, los deseos que tenía de su Salvador de la mejor manera que le fue posible. Escuchó estas palabras de su Amado: Hermana y esposa mía, heriste mi corazón con tus reiterados actos de amor y de obediencia (Ct_4_9). Experimentó entonces en su interior una confianza filial unida a un temor nupcial. Continuó expresando sus deseos hasta que, al llegar a la santa mesa, sintió que su cara enrojecía de gozo en presencia de su querido amor, y dulces lágrimas llenaron sus ojos sin que el sacerdote lo notara por lo menos así le pareció. Escuchó: Dirigiste tus flechas hacia mí, que soy la piedra viva. Al abrir así mi corazón, has hecho fluir mis aguas hacia ti y hacia las personas a quienes me encomiendas. Hija mía, las flechas arrojadas a las piedras con frecuencia rebotan en contra de quienes las disparan. Me has herido, y a mi vez te hiero. Emanas centellas de fuego que alcanzan a los sacerdotes por los que me pides.
Usted mi queridísimo Padre, es el primero en recibirlas. Amable Jesús, inflámalo, así como a todos los demás, con tu divino fuego. Ya podrá imaginar el consuelo que sintió después de haber recibido en ella a tan dulce amor.
El viernes, a la hora de comulgar, escuchó: Hija mía, he impreso mis llagas en las almas de quienes me aman, pues son mi morada. Si me amaras con mayor intensidad, las sentirías con más fuerza. Contempla a las almas seráficas a las que he comunicado estas llagas aun en el cuerpo, marcándolas con mi propio sello. Ella permaneció profundamente unida a esas llagas.
El sábado, después de confesarse, su confesor le dijo que comulgara por un asunto de gran importancia: temía él que algunas personas provocándose a un duelo, perdieran la vida del alma junto con la del cuerpo. Ella respondió que había prometido ofrecer la comunión por usted en ese día, pero que dada la urgencia de esta petición, lo dejaría para otra ocasión, lo cual no dejó de hacer. Ese mismo sábado, al comulgar, fue grandemente consolada. Su dulce amor le hizo escuchar: Hija mía, has hecho bien en oponer la roca firme de mi cuerpo, pues ella embotará la espada de la ira y de la cólera de aquellos por quienes me pides. Hija mía, para reconciliar a las personas, es necesario invitarlas a comer y a beber juntas. Si esto se logra con alimentos y bebidas corruptibles, ¿Qué no hará el gran poder del pan y el vino, como hostia pacífica, para obrar la paz?
A partir de entonces, tuvo gran esperanza en la solución favorable de ese asunto. Por la tarde, al estar en compañía de otras personas, fue prevenida por un ardor interior, sintiéndose deseosa de salir. Poco después se dirigió a la iglesia del colegio e hizo allí oración sobre el tema de la huida a Egipto. Entonces escuchó: Hija mía, deseo mucho hacer saber que no es necesario buscar en este mundo una morada permanente, sino vivir en actitud de peregrino. Hija, observa cómo llevé el signo de David: tuvo que huir de sus enemigos, de Saúl y de su hijo Absalón, que eran las personas que más debían haberle amado. De la misma manera Herodes, de quien tuve que huir, debió haberme amado.
Ella le rogó entonces que la conservara cerca de él mediante la huida de las ocasiones de pecado. Pidió por usted, y a continuación sintió que su corazón se deshacía en lágrimas que fluían en abundancia de sus ojos. ¡Ay, Amor, cambié, por razones que tú conoces, la intención de la santa comunión que debí haber ofrecido por mi querido Padre! Conjuro a tu santa Madre, a todos tus santos bienaventurados y a ti, mi dulce Jesús, sin exceptuar a los espíritus angélicos y santos, que intercedan por él en el cielo. Si ese glorioso ejército lo hace, no perderás nada; como a ella se le pidió obrar de ese modo, es probable que ellos, en su caridad, le estén inspirando esta petición.
El domingo se sintió como muy triste y como rodeada de sus enemigos. Redobló entonces su oración. Le parecía que en ese día su Dios había concedido permiso a sus enemigos interiores para que la atacaran. Para oponerles resistencia, recurrió a las armas de la oración continua. Escuchó entonces a su amor: Hija mía, deberías encontrar consuelo y reposo en todo lugar. Tienes tu morada en mi heredad, que es el Santísimo Sacramento.
Sin embargo, estas palabras no fueron pronunciadas con todo el poder de su amor, y no se consoló del todo.
Por la tarde, como seguía sintiendo tristeza, se retiró a tres o cuatro pasos de la compañía con la que se encontraba, para rezar y llorar, después de lo cual el Espíritu Santo alegró su corazón. El le recordó, a través de esta divina infusión, lo que dijo el apóstol: La mayor de todas las virtudes es la caridad (1Co_13_13).
El lunes siguió sintiéndose un poco triste, pero no dejó de perseverar en la oración. Oró hasta el momento de vísperas, que durante esos tres días se dijeron en el colegio. Se sintió herida por varios dardos, y en seguida presa de un asalto.
Al día siguiente, después de confesarse, sintió gran consuelo. Se le reveló que el cielo de su corazón, al que vino su Salvador, había sido abierto por el mérito de su confesión. Recibió entonces una suave infusión, después de la cual vio una especie de enrejado de madera, precedido de espadas entrelazadas, cuyo objeto era impedirle la entrada en un lugar claro y hermoso que vio más allá del cancel. Más tarde le pareció entrar en él, con lo que su corazón dio saltos de alegría. Escuchó: Hija mía, aunque todavía te encuentras en camino, te doy a beber del torrente de mis grandes delicias, para que mantengas en alto tu cabeza. Tu espíritu mora en mí.
Por la tarde se vio fuertemente abrasada del fuego del amor y su corazón sufrió una herida. Faltó poco para que le llegara un asalto en la iglesia, pero se le concedió en cambio la absorción de los sentidos exteriores y el recogimiento de su espíritu en Dios mediante el desasimiento de todas las cosas creadas. Después, viéndose totalmente abrasada, salió de la iglesia para descansar de este exceso, pero su espíritu fue repentinamente sumergido en una tristeza que apesadumbró y fatigó al cuerpo. Había, sin embargo, gran diferencia entre la primera pesadumbre, que provenía del amor divino, a ésta que era sólo un disgusto del amor propio, lo cual impedía al espíritu ejercer su actividad en la oración.
Al día siguiente, Miércoles de Ceniza, al considerar a su Salvador totalmente bañado en su sangre mezclada con el agua de su doloroso sudor, escuchó: Hija mía, mi cuerpo fue el vellón humedecido por el rocío que el sol del divino amor había producido en mí, derritiéndome interiormente a causa de la reverberación que obraba el ardor de mi oración. Este mi vellón de cordero inmaculado daba ya signos de la victoria que obtendría sobre los enemigos al detener el sol en medio de las tinieblas, pues combatía contra ellas. Era yo el sol que veía todo; la victoria de ustedes tuvo lugar cuando el vaso de mi cuerpo se rompió, y salió de él mi alma luminosa para espantar y hacer temblar al mundo y al infierno.
Ese mismo día, al considerar cómo este Salvador había sido atado, esposado y conducido fuera del huerto, escuchó: Hija mía, yo era fortísimo frente al pecado y frente a los soldados, pues los hice caer a tierra con sólo decirles: Jesús de Nazareth, mostrándoles así que tenía el poder de escapar, como cuando se me quiso apedrear; pero que les concedía el poder de prenderme mediante la traición de Judas, mi apóstol y amigo, a quien había dado mi cuerpo sagrado durante la Cena. No solamente había puesto la cabeza sobre sus rodillas, como lo hizo Sansón sobre las de Dalila, sino que por amor había posado mis labios sobre sus pies. En un acto de olvido propio, hice a un lado el recuerdo de los males que me acarrearía esta traición. El traidor me tomó por el cabello de mis afectos, que fueron entregados a la muerte para dar a ustedes la vida. El me llamó Maestro, y yo a él, amigo.
¡Ah, hija mía! Así como Sansón fue agarrotado por la traición de su amiga, yo con frecuencia me veo aprisionado por la de aquellas que son mis amigas. Obran mal al traicionarme. Confío en ellas, y aun cuando sea yo fortísimo para echar fuera a todos los filisteos que me hacen la guerra, con frecuencia me dejo atar a un alma a la que amo, aunque más tarde haga conmigo lo que quiera. ¡Ah, hija mía, cuántas veces he combatido y abatido a los filisteos de tus pasiones, que se empeñaban en afligirte después de haberte yo escogido por amor, recostándome en tu seno! ¿Desearías ahora traicionarme y volver a ofenderme? Ah, mi dulce Jesús, te seré fiel hasta la muerte. Más tarde, al asistir a misa, siguió sintiéndose triste. Como la tarde anterior, su dulce amor la consoló: Hija mía, debes alegrarte en este día, pues te dije en otra ocasión que el primer día de Adviento y de la Cuaresma haría cesar las bodas carnales para llevar a cabo las espirituales con aquellas a quienes amo. Consuélate.
La sumergió en seguida en un suave recogimiento. Escuchó, en seguida, el sermón y, al salir del templo, su Esposo la acompañó. Hija mía, así como el lugar de Judas fue concedido a Matías, lo cual fue para él la salvación, debes hacer lo mismo con el que tienes. Yo dije a los apóstoles: Hagan lo mismo que yo. Judas no lo hizo, pues no llegó a ser sacerdote. Sin embargo, comulgó del mismo cuerpo que los otros recibieron, haciendo de él ocasión de muerte, y los otros de vida. Hija mía, ¿por qué estás triste? ¿Acaso no te he dado la porción de la comunión amorosa?
Se sintió entonces consolada, y por la tarde, tan abrasada de amor, que se abismó en un dulce entusiasmo mientras permanecía recogida en compañía de su Salvador.
12 de marzo de 1621. A mi Reverendo Padre. El Padre Philippe de Meaux. Rector del colegio de Roanne.
Mi muy querido y Reverendo Padre en Nuestro Señor:
A pesar de los favores que me concede Aquél que es rico en misericordia, sabe usted que caigo en más imperfecciones que otras personas que no disfrutan ni de la milésima parte de lo que este divino amor se digna comunicarme.
Debo decirle que ayer, después de haberlo dejado, me confesé con el R. Padre. Mientras le hablaba, mi divino Esposo me abrumó de delicias, lo cual hice saber de inmediato a mi confesor, el cual me dijo que se las describiera, aunque sin mucho detalle.
Más tarde, al acercarme al comulgatorio para asistir a la misa en la que debía comulgar, escuché: Hija mía, soy rico por toda la eternidad. Esto es verdad porque poseo en mí los tesoros de mi Padre. Debes contemplar cómo es bella la púrpura de mi humanidad al reposar en el seno de mi divinidad. Con estas vestiduras interiores y exteriores, mi hermosura no tiene igual.
Mira cómo te revisto de mí mismo. Todos los días ofrezco un banquete espléndido, con viandas muy delicadas, como lo son mi cuerpo sagrado y mi sangre preciosa. Lo que da el mejor sabor a este alimento es el sol de mi divinidad, que se infunde en ustedes para alegrarlos e iluminar las palabras dichas por mí. Este santo himno es la música de los espíritus bienaventurados. Tú eres como mi esposa, a la que invito a sentarse a mi lado para hacerla gozar de estos favores a la manera de una reina.
Hija mía, regalo las migajas a otras personas que acuden a la puerta todos los días. Ellas no reciben el pan entero como tú, o algunas lo reciben sin experimentar el gusto que pongo en él para ti. ¡Con cuánta frecuencia te hace sentir un gran fervor!
Después de lo anterior fui a comulgar. No encuentro palabras para expresar la felicidad que sentí. Sólo puedo decirle, mi querido Padre, que mi corazón latía casi hasta estallar, ensanchándose a medida que se acercaba a recibir la afluencia del divino amor.
A continuación permanecí en éxtasis cerca de tres cuartos de hora. Esto se hubiera prolongado si no me hubiera venido el pensamiento de que debía ir al sermón, y también por temor de fatigar demasiado al cuerpo, que estaba muy debilitado por la fiebre de la noche anterior.
¡Ah, cuán delicioso era para mi espíritu el poder salir de mí misma para entrar, no en el seno de Abraham, sino en el del Padre Eterno, en el que el Espíritu Santo me dio a entender que me comunicaba la alegría de su amor redentor! Me dijo que asistiera al banquete en compañía de los justos, y sobre todo del Santo de los santos, y que redoblara mi felicidad en mi alegría, porque además las llagas de mis imperfecciones estaban curadas y dejarían de causarme dolor. En ese momento su dulce amor apaciguó mis sufrimientos.
Pedí por su reverencia, pues pienso que usted fue la causa de las flechas del divino amor que recibí durante los tres días anteriores. El sábado pedí por usted para que sanara de su fatiga; también para que El me hiriera con flechas procedentes de su amor, que coincidieran con el número de golpes que sus pasadas imperfecciones hubieran asestado a nuestro Jesús. Fue sin duda un gran atrevimiento que alguien culpable de grandes delitos, como yo, abogara por alguien que no había cometido sino pequeñas faltas, que, comparadas con mis imperfecciones, ocuparían el lugar de las obras buenas. Sé bien que, humilde como es, no me reprenderá por esta presunción; sin embargo, hay muchas otras faltas que cometo. Le ruego me corrija en todo, con toda libertad. Le prometo hacer lo que me pida y procurar alcanzar el bien de morir a mí misma al esforzarme en obedecerle.
Mi hermano acaba de avisarme que la persona de la que le hablé ayer me pide que vaya a buscarla después de comer. Si usted así lo quiere, iré a verla sin importar lo que yo sienta, guiada únicamente por la inspiración divina que usted me comunique. De otro modo, esperaré hasta las cuatro de la tarde para salir a escuchar el sermón del P. de Villards, lo cual me servirá de excusa para no ver a esa persona. Adiós, mi muy querido y Reverendo Padre. Su muy humilde sierva, y única hija en Jesús. Jeanne Chézar
18 de marzo de 1621. A mi Reverendo Padre. El Padre Philippe de Meaux. Rector del colegio de Roanne.
Mi muy querido y Reverendo Padre en Aquél que es autor de la paz en mi corazón: El es el Padre de quien dimana toda paternidad en el cielo y en la tierra, el cual me ha concedido el reposo interior, haciéndome indiferente a todo lo que no es su voluntad. Me ha concedido el comprender que mis imperfecciones, y el interés que usted demuestra hacia mí, no llegarán a destruir el lazo paternal de usted hacia mí, y el mío de hija hacia usted, pues El mismo lo anudó, diciéndome: No debes deshacer lo que yo, el Creador, he hecho. Yo puse a la Virgen-Madre y a mi querido Hijo en manos de san José para que fuera su guardián y guía, para que no estuvieran en peligro de perder el camino. Como este Santo quiso dejarla, envié al ángel para impedírselo. Así como la Virgen, llevas diariamente a mi hijo Jesús al Egipto de este mundo; lo llevas en tus entrañas, pero debes también cargarlo en brazos. El sacerdote te ayuda en esta tarea, así como san José ayudó a llevar a mi Hijo en sus brazos.
San José fue también guardián del cuerpo de la Virgen e impidió la detracción que hubiera podido herir el alma de María. Este Padre ha aprendido, por medio de otras cartas, de qué manera debe conducirte a mí pura de espíritu y de cuerpo. No, no son ustedes quienes me han escogido, sino yo a ustedes. Mientras más se inclina él a retirarse, tanto más le impulso a ocuparse de ti. Para que un árbol hunda con fuerza sus raíces, debe ser sacudido por los vientos. De igual modo, te ves agitada por los vientos de tu naturaleza para, más tarde, adquirir consistencia en una profunda y humilde obediencia según su criterio.
No te pido una obediencia negativa, como pareció cuando te hizo prometer que pondrías por obra lo que él te dijera por escrito. Esta promesa es nula, porque se ha dado cuenta del poder que ejercen en ti sus palabras, y aun sobre mí, de manera que podría decirse que mis actos gratuitos en ti le obedecen. A semejanza de Elías, él ordena al cielo de tu corazón que contenga las aguas que amenazan convertirse en diluvio de lágrimas. Ellas se retiran con presteza y, cuando así lo permite, vuelven a brotar. Que siga bendiciéndote, y el aceite de mis favores abundará en ti. Ábrele los vasos interiores de las potencias de tu alma junto con tus acciones exteriores, para que vierta en ellos, mediante una graciosa y prudente vigilancia, el óleo de su palabra. De este modo, por medio de su acción, tu espíritu renacerá, pues hice engendrar en él esta pureza de inocencia en la que deseo seas conducida por él. Es necesario que, para gloria mía, recompensa suya y tu propio bien, te ayude a nacer según lo que dice el Apóstol Pablo en la Epístola del domingo de la Octava de Pascua. ¿Acaso crees que las promesas que le hiciste de palabra entre otras las de ayer, en presencia del Santísimo Sacramento, al que acompaña la Santísima Trinidad, son suficientes para darle a conocer mi voluntad? Por añadidura, renunciaste completamente a la tuya. Tu tristeza y las lágrimas que derramaste al darte cuenta de tu falta, ¿no son para ti una prueba suficiente, de que esta contrición proviene de mí? No comprendiste lo que te dije después de la santa comunión: Confía, hija, tu fe te ha salvado (Mt_9_22). Esto es lo que hizo la cananea cuando la rechacé. Que él imite esta palabra, pues, mientras más la rechace, más lo presionarás.
Mi Reverendo Padre, sé bien que no soy digna de recibir entero el pan que usted da a la más querida hija en Jesús, que usted ha aceptado. Pero diga que soy la última, y recibiré a sus pies las migas que usted dejará caer con sus solas miradas de caridad cuando no desee el pan completo de sus mandatos absolutos. Estos serán para mi parte superior manjares deliciosísimos, pues está resuelta a subir la montaña de la perfección aunque para ello deba pagar el precio de la muerte exterior de la cruz y del cuchillo de la abnegación y de la mortificación interior. Tómelo en sus manos y ejerza el oficio del sacerdote: circuncide todo lo que haga falta en aquella que, una vez más, promete obedecer y que es, mi muy querido y Reverendo Padre. Su muy humilde sierva y obediente hija en Jesucristo. Jeanne Chezar. En este 18 de marzo de mil seiscientos veintiuno.
19 de marzo de 1621. A mi Reverendo Padre. El Padre Philippe de Meaux. Rector del colegio de Roanne.
Mi muy querido y Reverendo Padre en Nuestro Señor:
¿Qué devolveré a usted por los favores tan deliciosos que a El le place concederme cuando me porto como hija sincera con usted, sea en la confesión, o al conversar fuera de ella? Presento este mismo Señor al Padre Eterno para que sea El mismo su recompensa y para mayor gloria suya.
Debo decirle tres cosas que me apenaría manifestar por escrito en la presente, pues resultaría demasiado larga y no dejaría lugar para algo más. Es suficiente con decirle que ello me mortificaría. Se lo diré en la primera ocasión de viva voz, puesto que mi queridísimo y amado esposo Jesús se complace tanto en el cuidado que usted tiene de mí, su pequeñísima sierva.
Ayer me dijo lo siguiente: Deseo que este padre te ayude a ser completamente celestial y renovada, para que salgas y entres sin defecto a mi cámara nupcial. El ayudará a que, entre tú y yo, nuestras deseadas bodas lleguen a consumarse como un sacramento irreprensible, según dijo san Juan, mi discípulo amado. Nuestro matrimonio se hará realidad gracias a su vigilancia, la cual guiará tus intenciones y pensamientos íntimos, así como tus acciones tanto exteriores como interiores.
Hoy sentí miedo de lo que ciertas personas dicen o pueden decir con demasiada libertad acerca de cosas que no comprenden respecto a la intención que usted me pidió encomendar a Dios. Por esta razón, visito a usted con menos frecuencia; temo a quienes podrían hablar o pensar mal de lo que es del agrado de su Majestad por encaminarse al bien de mi alma. Escuché entonces: Cuando tú y él toman la decisión de no verse con tanta frecuencia, permito que sucedan cosas que les lleven a obrar de otra manera. Los dos se dan cuenta claramente del gran provecho que te ayudo a sacar de estas frecuentes comunicaciones. Hija mía, quiero verte perfecta, me comunico a ti en todo momento, sin limitar el tiempo. No quiero que existan barreras entre tú y él, salvo que, por causa justa, no puedan hacerlo. Recuerda lo que pasó entre Magdalena a quien deseaba hacer perfecta. No quise impedir el contacto personal entre nosotros dos por la sola razón de las murmuraciones de los judíos, o por el pensamiento y el juicio interior de Simón el fariseo. Tampoco me lo impidió la queja de santa Marta, a pesar de su solicitud y caridad hacia mí. Esa misma familiaridad de María y yo parecía dar lugar a la envidia de su hermana. Sin embargo, a Marta no se la conoció vulgarmente como pecadora, como se hizo con María. Después de haber respondido a Martha, permití que María se me acercara en todo momento, pues sabía interiormente que tenía necesidad de mi presencia continua; más aun, después de mi resurrección, quise visitarla en primer lugar, según lo narra el evangelista; (Mi querido Padre, yo creo que, con esto, quiere dar a entender que su gloriosa madre fue la primera, sin que el evangelista hablara de ello), para que en el futuro, estuviese del todo junto a mí, la retiré al desierto. Esto mismo es lo que tu director hace contigo, pues te encamina al desierto, es decir, a ocultarte y a no dejar que te eleves sino hacia el cielo de la perfección en mi presencia, en la de mis ángeles y santos y en la suya propia, pues debe tener conocimiento de tu más profunda intimidad.
Ahora bien, mi querido Padre, sea usted el juez de todo esto, pues yo me siento indiferente a todo. Que la voluntad divina se haga en mí a través de usted. Después de mi comunión, me sentí muy feliz con mi esposo.
Volviendo a otra cosa, hablé a usted anteriormente de mi madre. Ya está mejor, gracias a Dios.
Tuve que interrumpir aquella deliciosa contemplación en que escuché cómo san José, que fue bienaventurado por el santo temor que tuvo hacia Dios al darse cuenta de que era el esposo de la Virgen, nuestra Señora, y que el Dios de toda bendición, al humanarse, quiso sustentarse del trabajo de sus manos para darle a san José una recompensa eterna. Entonces se le dijeron estas palabras: Y será bueno para ti (Sal_127_2) en este mundo, mediante la gracia.
El sufrimiento, si así puede llamársele, por el que este Santo tuvo que pasar al ser guardián de la Virgen, verdadera viña, y de Jesús, la uva mística, debía merecerle un lugar a su lado en el cielo, gozando en abundancia de las grandezas del imperio que María poseía en la divinidad según el querer divino. Y esto sin referirme al que posee como Madre de Jesús y señora de todas las creaturas angélicas y humanas, pues todos los seres humanos son hijos suyos. Así como ella es nuestra Madre, podemos decir que José es nuestro padre, lo cual agrada a la Virgen, pues ella misma le honró con este nombre cuando preguntó a su querido y único Hijo: ¿Por qué nos has hecho esto?, añadiendo que su padre y ella le buscaban. Además, miran a todos los elegidos como hijos suyos, a manera de brotes de olivo de un verdor eterno, sentados en torno a la mesa de la gloria, junto a la de la gracia. Su alegría es mayor que la de todos los israelitas que entraron a la tierra de promisión.
Volví a casa después de haber ofrecido al Salvador a su Padre por todos los miembros de la Compañía, incluyendo a usted. Hice algo para alegrar a mi madre, y me dirigí en seguida al sermón, durante el cual la flecha del divino enamorado de mi alma hirió mi corazón con una llaga deliciosa. Permanecí durante algún tiempo en contemplación, pero ninguna de las personas que me rodeaban se dio cuenta de ello. Quise recitar la antífona de san José, la cual se me explicó como sigue: Hija mía, he aquí al verdadero hombre que, sin consejos humanos, realizó todo lo que diría yo más tarde en mi evangelio: que dejó todo, hasta su medio de vida, para ir a Belén y más tarde a Egipto despreciando así al mundo y todas sus riquezas terrenales. Sin embargo, hija mía, te diré un secreto: es porque conducía las delicias del cielo, que son la Virgen y Jesús. El hace las delicias del Padre, y la Virgen las del Espíritu Santo. El guiaba a los dos con sus palabras, y Jesús y María obedecían. Ellos, que son los más ricos soberanos del cielo y de la tierra, se dejaban llevar por la mano de Jesús. A su vez, Jesús tomaba la mano de su santa Madre. José se dirigió hacia el triunfo en compañía de esos cuerpos formados de tierra virginal. Este es el tesoro de la ciudad celeste.
Mi querido Padre, en qué éxtasis hubiera caído de no ser por la gente que me rodeaba. Después, rebosando con la alegría de este santo, fui a mi oratorio. Lo he tomado como Padre, pues Jesús es mi esposo y la Virgen mi madre. A ellos lo encomiendo y soy de usted sin reserva, mi muy querido y Reverendo Padre, su más pequeña servidora, pero única hija que le obedece en Jesucristo.
Jeanne Chezar. 19 de marzo de 1621.
23 de marzo de 1621. A mi Reverendo Padre. El Padre Philippe de Meaux. Rector del colegio de Roanne.
Mi muy querido y Reverendo Padre en Nuestro Señor:
Cometería una grave ofensa contra el Espíritu Santo si no tuviera fe en la doctrina que usted me enseña; ella procede de El como su principio, debido a los efectos que su bondad obra en mi alma cuando trato de poner en práctica sus consejos, que no son otra cosa sino la divina voluntad.
El abrirme a ella me ha traído la paz, recordándome que el lugar de su morada es el corazón pacífico, lo cual concedió al mío mientras decía mi penitencia. Después me regaló con un suave recogimiento interior, y al comulgar me dijo: Hija mía, es necesario que, de aquí en adelante, seas un paraíso. Las personas de mentalidad terrenal no lo descubren; únicamente aquellos a quienes mi Padre desea revelar esta gloria. Debes actuar de tal manera, que las manzanas de las revelaciones que te son comunicadas se adivinen mediante su aroma, el cual se conserva mejor en un cofre cerrado que en plena calle. No hace falta descubrir estos aromas sino a quienes deben tener la llave del cofre. Con ello me refiero al Padre tu director, a quien debes permitirle juzgar el contenido del arcón. Esta es mi voluntad. Es necesario que seas la puerta cerrada por la que no entre persona alguna sino yo y el que debe purificar ese lugar mediante sus enseñanzas, enderezando el humo de tus acciones y oraciones hacia lo alto. He dispuesto que él sea el sacerdote a quien he permitido penetrar en tu interior, a pesar de que quisiste cerrarle la puerta. No debes hacer esto por tu propio bien. Lo sabes por experiencia cuando le manifiestas tu vida interior y mantienes tu reserva hacia todos los demás a quienes no has revelado aún estas cosas. Sin embargo, no puedes seguir ocultando estos favores a quienes ya los has revelado.
La esposa dijo que era como un muro. Yo soy esto para ti, pues cuando no quieres darlos a conocer, oculto a las personas los secretos que introduzco en ti. Tus pechos son las inclinaciones naturales que tienes hacia el amor y deseo de mí, de ti misma y de las otras creaturas. Yo debo ser como las torres en las que te sientes a cubierto de tus enemigos debido al ardiente y anhelante amor que tienes hacia mí, el cual nunca deja de crecer por medio de las atracciones de mi amor y hasta con las reprensiones que te dirijo. Se dirige también al prójimo a través de oraciones y buenos ejemplos, que son para él una antorcha que les invita a venir a encontrarme en estas torres.
¿No tendrías en ellas mil hombres armados a tu disposición? Ellos son mis continuas inspiraciones y mis santos están listos para ponerlas en orden de batalla, para luchar contra tus enemigos internos y externos. No dejes de vivir en el recinto de esta torre; permanece firme en ella. Las virtudes que practiques te traerán la paz y abundarás en manjares deliciosos que son mi sagrado cuerpo y sangre, cuya dulzura y amabilidad has probado cada vez que te alimentas con ellos.
Después de lo anterior quedé muy consolada y respondí: Mi amado es para mí y yo para él. Lo tengo y no lo dejaré. El quiere morar en mí, que soy indignísima de tal huésped. Sin embargo, él aporta consigo lo que es necesario para su grandeza. Yo le presento todo esto para suplir a mi bajeza y le pido, en virtud de su caridad y de la solicitud que usted tiene de mi bien, que se dé a sí mismo a usted mediante su gracia en este mundo y la gloria eterna en el otro. Yo le conjuro, por esta misma caridad, que me ordene absolutamente todo lo que crea conveniente; yo le obedeceré, pues soy, mi muy querido y Reverendo Padre, su humildísima servidora, pero única hija en Jesucristo.
Jeanne Chézard. 23 de marzo de 1621
Carta 15. 24 de marzo 1621. A mi Reverendo Padre. El Padre Philippe de Meaux. Rector del colegio de Roanne.
Mi muy querido y Reverendo Padre en Nuestro Señor:
Ya era tiempo de tener el capítulo de culpas y el examen de mi alma, del que mi Salvador solía ocuparse cuando era el único en hacerlo. Ahora ha dado a usted esta tarea, como me ha dicho en tantas ocasiones. Esta mañana debe usted hacerlo, según el consejo que me dio usted mismo de moderar y concertar mis afectos aun hacia usted. Es verdad que entre usted y yo existe un afecto ordenado, que se demuestra en los hechos. Seguirá siendo así si su fin no deja de ser la soberana gloria del Dios, Dios de nuestros corazones, Jesucristo, nuestro único todo.
Después de la comunión reflexioné acerca de lo que usted me dijo, y colocándome al lado de Aquél que se digna estar en mí, repetí varias veces la frase de san Agustín: Que te conozca y que me conozca. Me detuve en este punto; haz que todas mis acciones, tanto las del espíritu como las del cuerpo, se dirijan a ti, pues ¿Quién es semejante a ti?
No escuché otra respuesta sino esta: El amigo del esposo te acompaña y se alegra ante el amoroso bien del esposo y de la esposa. Después, en pleno recogimiento, volví a casa para ir más tarde al sermón, durante el cual mi recogimiento se hizo más íntimo. Esto me causó un vivo temor y un latir del corazón, pero más de paz que de agitación. Expresé mis intenciones a mi Rey, sin omitir mis imperfecciones como usted me las ha hecho ver. A continuación me sobrecogió un santo temor de que mi esposo me reprochara con un toque de encelamiento, pues dejé ver algunos pequeñísimos signos exteriores de las gracias naturales y sobrenaturales que había recibido, para contentar el afecto de una criatura. Escuché lo siguiente: Hija mía, es verdad que al obrar así me has lastimado, a mí que te he dado vida y regalado con tantas gracias. Te he alimentado con mi propia leche, que es mi sangre preciosa, la cual transformo en sangre deliciosamente dulce mientras te abrazo sentada sobre mis rodillas. Este es el reposo de la santa contemplación, pues te beso y te abrazo con mi divino amor e infundo profusamente en ti las aguas vivas del manantial de mi divinidad. Si las guardaras o las volvieras hacia el afecto de una criatura, que es de por sí, igual que tú, como una cisterna árida, los dos terminarían por secarse si mi gracia previniente y tu director no velaran continuamente por tu bien.
Entonces, mi querido Padre, derramé abundantes lágrimas, pues estaba, por providencia divina, a la sola vista del sacramento y de ninguna otra persona. Había tomado asiento al extremo de una de las bancas, en el área donde se reúnen los sacerdotes. Por entonces no había nadie, pues todos estaban cerca del púlpito, a la mitad del coro, cantando una misa de difuntos. Durante esta misa continué recibiendo grandes consuelos en medio de tantas desolaciones, y mi corazón herido parecía embriagado del todo. Escuché al divino amor alabar mi fidelidad, oponiéndola a las acusaciones con que mis enemigos me censuraban. Entre estos se cuenta mi amor propio, que es el que me inspira más temor. Extendí entonces mis brazos en forma de cruz y, con lágrimas en los ojos, sollozos y suspiros del corazón, decía a mi bienamado que él sabía con qué amor lo he amado durante los últimos seis años a pesar de que, durante ese tiempo, cometí tantas imperfecciones. El sabía también que no amaría yo su santa Humanidad si su Divinidad no lo hubiera querido así. También que había yo sacrificado un director a quien tenía afecto, por su amor y por mi bien. Sin embargo, al verme privada de él, permanecí en paz e indiferente, para cumplir su divina voluntad. Ahora estoy lista, como le he dicho en otras ocasiones, a ofrecer el holocausto de la felicidad que, según su divino amor, sentía por ser hija de su reverencia. Escuché entonces: No deseo que lo dejes. ¿No ves acaso, por los frutos que él te ayuda a adquirir de verdaderas virtudes y que hace en ti lo que leyó el domingo?: Así como el cedro fue llevado del Líbano para fabricar el lecho de Salomón, de igual modo aparta tu corazón del vacuo mundo. El corta y combate la vanidad que pudiera elevarse en tu espíritu, y la retira de mi presencia como en la tierra de Israel. El ha tronchado ya, además del pecado, las pequeñas complacencias que tenías en ti misma, así como tantos otros detalles sutiles que le disgustaban en ti. Ahora quiere retirar los frutos que produce tu natural, como las acciones e intenciones habituales que tienes, entre las que se encuentra el afecto hacia él, para hacerte el único tálamo de mi sabiduría divina. ¡Ah, cómo me es fiel! Yo soy el Verbo que desea venir hacia ti, de manera que puedas en verdad decirme que no conoces otro amor humano en ti, repitiendo con mi santa Madre la cual se preocupó, en especial, por enviarte a alguien que te ayudara además del Padre Provincial, como te ha dicho también este Padre: Dios mío, no amo ni deseo amar a nadie sino a ti. Soy tu esclava, por humilde deber y porque perdonas mis afectos desordenados; también por el doble lazo de tu caridad. Cuando hice en María mi morada personal acompañada de mi Padre y del Espíritu Santo, ¿acaso no tenía ella en san José, además de esposo, un amigo íntimo? El vivió siempre con ella amándola con un amor castísimo y puro, sirviéndole de guía y apoyo en todo lugar. Después me tuvo a mí, y a la hora de mi muerte le di a san Juan, mi verdadero amigo, y del Espíritu Santo, que es esposo de María. ¿Acaso no le recomendé que la amara en lugar mío sobre la tierra?
Te doy a este sacerdote como un san José y un san Juan; no te apartes de él. Quiero que sea un verdadero padre para ti; que te guarde para mi lecho, al que subo revestido de la púrpura de mi preciosa sangre, y por el natural sanguíneo que te he dado. Deseo también que él te ayude a ejercitarte en una profunda humildad, en la que depositaré el oro de mi sabiduría. Este es el lugar, conocido de nosotros, en el que me reclino. El también podrá verlo. En el centro colocaré el amor, es decir, la sagrada Eucaristía, que es en sí misma la caridad. La gracia te transformará en mí; tu corazón será la morada del amor a mí y al prójimo.
Después de lo anterior, mis lágrimas dejaron de correr y quedé en posesión del bien que el divino amor suele producir en mi corazón. ¡Cuán bueno es para mí! cuánta razón tengo para amarlo e invitar a todas las creaturas a recitar el Te Deum y el Laudate Dominum omnes gentes, (Sal_116_1) pues me ha concedido, ayer y hoy, tan grandes favores.
Suplico a usted le de las gracias por todos ellos, en los que usted ha tenido un papel tan importante. El le pagará según su munificencia divina, la cual me ha puesto bajo su cuidado, en el que soy, mi muy querido y Reverendo Padre, su humildísima servidora, pero única hija que le obedece en Jesucristo.
Jane Chesar. De Roanne. Marzo 24 de 1621.
A mi Reverendo Padre. El Padre Philippe de Meaux. Rector del colegio de Roanne. 25 de marzo de 1621
Mi muy querido y Reverendo Padre en Nuestro Señor:
No me quedé sino un cuarto de hora sintiendo el dolor que el silencio de una hija muy querida y única por el cuidado de su caritativo Padre, de no decirle lo que sus enemigos exteriores e interiores murmuraban a su oído para seducirla y, por fin, arrancarla de las manos benignísimas que pueden apartarla de sus maldades.
Después de haber subido a mi oratorio, quise recitar la hora Nona del Santísimo Sacramento, pero no pude hacerlo por sentir este reproche: Aun cuando fueras una roca, ¿no deberías, por obediencia a mi palabra, que te ha hablado de aquél a quien te di como director y superior, ofrecerle prontamente el agua, al ver la sed que tiene de tu perfección? El desea que esta agua se le dé libremente como un sacrificio que se me ofrece, sin que tenga que usar el báculo de mando para golpear tu corazón. Te ordeno que lo hagas; de otro modo, serás desobediente. Es necesario que hables con él por iniciativa propia o por mandato expreso, a pesar de la repugnancia que puedas sentir. Deseo que él te lo ordene, pero no tendrás tanto mérito como si, cuando él te indica que le manifiestes tu interior, lo haces de inmediato. Pero ¿de qué clase de espíritu te dejas seducir, cuando te incita a guardar silencio ante aquél a quien te he mandado que abras tu corazón? ¿No ves que, por medio de la tristeza, este espíritu desea pescar en la turbulencia de tu espíritu, diciéndote cautelosamente que seas reservada y que permanezcas en soledad como mi santa Madre cuando la saludó el ángel? Eso es bueno sólo cuando estás en paz, pues mis ángeles la llevan a quienes pueden ser turbados. Te lo demuestro con las palabras: No temas, María (Lc_1_30).
El espíritu te decía también que harías un acto de mortificación al privarte de volver a ver tan pronto a este Padre, hacia el que tienes inclinación natural, mientras que en este momento sientes repugnancia de ir a su encuentro. Si fueras pronto a verlo, perderías la repugnancia junto con el mérito de la mortificación. Ah, ¡qué máscara tan engañosa era este pretexto aparente y sin fundamento! Fue igual que el de ayer, el cual, bajo color de humildad, te decía que no descubrieras tus revelaciones recibidas de mí, y que no las escribieras de inmediato. Hija mía, ¿te das cuenta ahora de la mentira de este traidor de tu corazón? El te decía que no dijeras estas cosas, que eran grandes gracias, por temor a la soberbia; lo que deseaba en realidad era impedirte que mencionaras tus imperfecciones. En este momento, esas imperfecciones no son pecaminosas; no es conveniente para ti el mencionarlas en esta línea del pecado; pero para practicar la humildad y ganar trofeos sobre tu natural, haciendo de él un holocausto en mi presencia, por medio de este Padre, resuélvete a hacerlo. ¿No te dije esta mañana de qué manera debe él ver tu corazón? Lo has olvidado: decía yo que debes ser un cristal transparente en el que deseo morar. Mi sagrado cuerpo es la reliquia de mi santa Madre; se te da cada día para que lo guardes, en una caja de cristal, en tu interior. ¿Acaso no es necesario que este Padre mire el cristal y, si encuentra defectos, los suprima, a fin de verme engastado en el centro de tu corazón? Para los del mundo, una caja recubierta de piel es suficiente; para mí, debe ser de cristal.
Querido Padre, vea de qué manera fui engañada, y cómo Dios es admirable en el espíritu que le ha dado para dirigirme. Sin duda es él quien le concede tanta firmeza para exigirme lo que me pide. Siento un gran pesar ante la pena que le he causado; si no me hubiera usted prohibido llorar, estallaría en llanto ahora mismo. No podría dormir sin el perdón de esta y de mis otras faltas.
Dejaré para otra ocasión el escribirle acerca de la revelación de ayer. Pronto iré a verlo. Por ahora, protesto nuevamente obedecer en todo lo que usted tenga a bien pedir de aquella que es, mi muy querido y Reverendo Padre, su humildísima servidora y única hija en Jesucristo. Janne Chesar
28 de marzo de 1621. A mi Reverendo Padre. El Padre Philippe de Meaux. Rector del colegio de Roanne.
Mi muy querido y Reverendo Padre en Nuestro Señor:
Después de que su reverencia me hubo confesado, escuché: Hija mía, no es suficiente con someter tu voluntad; somete también tu juicio y todo tu ser a lo que el Padre te dirá, y responde a los pensamientos venidos de parte de los enemigos, de ti misma o de otros, quienes te dirán: Es sólo un hombre; puede equivocarse y ser débil: Necio: (Lc_13_25) no lo sé. Ignoro si es un hombre sujeto a fallar, como respondió el ciego de nacimiento: Sólo sé una cosa: que era ciego y ahora veo. Esta es la verdadera luz, la cual no puede ni quiere engañarme, en cuya presencia desea él que camine y que, mediante esta claridad, haga ver mis acciones interiores y exteriores a él y a los que tienen el oficio de discernir y aprobar a los buenos y rechazar a los malos.
Hija mía, abandónate entre sus manos. Te hago la misma promesa que hice a san Pedro y a los otros: al dejarte a ti misma, no dejas nada y lo ganas todo. Al dejar todas las cosas creadas, poseerás al Creador mediante el céntuplo de la gracia en este mundo y la vida eterna en el otro.
Ayer me escuchaste decir que te engendré con los dolores de mi Pasión. Por su mediación te atraje, en primer lugar, a la unión espiritual sobre el lecho de mi cruz. Hija mía, sobre este mismo lecho he querido alimentarte; hice abrir mi costado para que fuera como un canal procedente de mi corazón, por el que fluyera la exquisita leche con la que te alimento con los pechos de la gran luz sobre mis misterios, y el fuego ardiente de mi divino amor. No quise entregarte a una nodriza, como lo hago con otras. Yo mismo te he concedido el don de la oración. No tuviste que buscarla en libros o en otros maestros o nodrizas extranjeras. Soy yo, hija mía, ámame y yo te adornaré. Ya desde este mundo que es la puerta del cielo para quienes hacen mi voluntad, yo te coronaré. El viernes, después de haber llorado, viste una corona detenida en el aire, sobre la nave de la iglesia. Ayer te dije al acercarte a comulgar que vinieras directamente a mí como mi esposa, para aceptar la corona que he preparado en mí, que soy eterno. Sé, pues, como un niño en tu relación con este sacerdote, y que de tus labios de niña de pecho se perfeccione mi alabanza. Tú confundirás a mis enemigos, que son también los tuyos. Cuando vean que, con toda sencillez, manifiestas todo a quien es como una madre para ti, se desesperarán de rabia al ver que su malicia ha sido confundida. La red se rompió (Sal_124_7) y tú serás libre, hija mía. Te digo en verdad que este sacerdote te ha dirigido mejor que todos sus hermanos. Yo comparto casi siempre mi amable presencia contigo, ayudándote a comprender mi palabra inmediatamente después de que la has escuchado en libros y sermones.
Sentí nuevamente esa dulce brisa a mi lado derecho, y mi corazón latió de alegría tres veces. ¿Cómo no alegrarme, Jesús mío, ante los favores que tu bondad me concede sin mérito alguno de mi parte? Ah, mi dulce amor, si en este día mi madre la Iglesia cubre tus imágenes como signo de que te escondes de tus enemigos, pues quieren darte muerte, escógeme entonces como amiga y retírate a lo más íntimo de mi ser, y a mí en ti, para convertirme en un canal desde el cual puedas verter tus gracias en todos aquellos en quienes lo desees, especialmente en el que me das como Padre. Es usted, mi muy querido y Reverendo Padre, de quien soy. Su humildísima servidora, pero única hija que le obedece en Jesucristo. Janne Chesar
28 marzo de 1621. Mi muy querido y Reverendo Padre en Nuestro Señor Philippe de Meaux.
Es voluntad del Espíritu Santo purificar, por medio de usted, el templo que le pertenece, que es la morada del Santísimo Tabernáculo, el cual edificó en las entrañas virginales, y es el precioso cuerpo de mi esposo Jesús.
Me parece que El desea verme como materia prima en manos de usted, para que pueda formarme según la inspiración de este divino Maestro. Me veo como un insignificante trozo de madera áspera, a la que hace falta pulir; como un alma rocosa y endurecida a fuerza de seguir sus propias inclinaciones y que tiene necesidad del martillo de los mandatos firmes; un espíritu de oro al que nuestro buen Dios desea transformar en el amor, es decir, en sí mismo; pero este metal necesita del fuego para ser purificado hasta la exterminación de la menor impureza. ¡Ah, cuán lejos me encuentro de todas estas perfecciones! Sin embargo, si debo llegar a ellas, renovaré mi valor para seguir el camino que usted crea conveniente señalarme.
Deseo todo esto, Dios mío, porque así lo quieres. Te suplico impulses a tu obrero, mi querido Padre de Meaux, a trabajar en tu viña. Padre, usted no podrá negarse. El Padre de familia le pagará en la medida en que su caridad se ocupe de ella.
El lunes pasado El me comunicó que yo debía ser un jardín cerrado y un manantial oculto, que él mismo se encerraría conmigo mediante una presencia continua. A partir de entonces, me la concedió por su santa bondad, la cual me dio a entender que desea cosechar para ella los primeros frutos de mis intenciones y los últimos de mis acciones.
Ayer martes, al confesarme, sentí un fuerte impulso a reservar todo para él. Para ello pedí a mi confesor me recomendase a un Padre a quien poder declarar los favores secretos con los me halaga mi dulce amor a pesar de mi indignidad. Le dije: Padre, diga a este sacerdote que quise dejarlo a usted, lo cual es verdad, ya que, en muchas ocasiones, he sentido el temor de que usted revele todo a otras personas, y que, para ello, he obtenido cartas del Padre provincial en las que me dice que, en su opinión, estos divinos favores deberían manifestarse únicamente a mis directores y a nadie más; que él les ha ordenado que no me descubran con tanta evidencia.
Dije a mi confesor que no diría nada de lo que me concierne. Padre, él me preguntó si debía pedir a usted que hablara conmigo. Lo Pensé un poco y le respondí: Puede hacerlo si así lo desea. Sin embargo, decidí en mi interior que para ello no descubriría nada acerca de mis experiencias particulares. Mi confesor continuó: Lo mencionaré al Padre Rector. Le respondí que la palabra del Padre provincial era suficiente para mí, y que no debía decir que esta petición salió de mí.
En cuanto terminé, me dirigí a comulgar, sintiéndome muy consolada, pues mi Rey estaba en su trono y, como soberano pontífice en su templo, me dirigió estas palabras: Hija mía, como soy el Señor, posees en mí ahora al sumo sacerdote. Ayer, al final de mi Evangelio, dije que siempre hacía la voluntad de mi Padre. Yo soy el verdadero sacerdote de eterna dignidad; siempre hago lo que complace a mi Padre. Soy yo quien ha unido la obediencia y el sacrificio. Jamás hubo ni habrá alguien parecido, pues soy incomparable por ser el Hombre-Dios. Sólo yo he tenido el poder de obrar la reconciliación entre mi Padre y la humanidad.
Después de lo anterior, me pareció que tomaba mi corazón para hacer de él su altar. Me dirigí entonces a escuchar el sermón, sintiendo ahí tan gran recogimiento, que me pareció estar en algún lugar profundo de la tierra. Con ello salí experimentando un gran deseo de vivir escondida, y de hecho, me dirigí a un lugar secreto en el que tuve un asalto.
Después del mediodía, al subir a mi habitación, buscando la soledad, fui sorprendida por la llegada de dos muchachas, pero el divino amor obraba en mi corazón de un modo tan atrayente, que casi me desmayé al hablarles. Tuve miedo de hablar con María, una de las dos, pues está enterada de todo. Pero la divina Providencia quiso que se fuera pronto, quedando solamente una que no sabía qué me pasaba, atribuyéndolo a un malestar físico. Me dijo llena de lástima: Está muy pálida y, de repente, le sube la sangre al rostro. ¡Ha cambiado usted tantas veces! Después de sobreponerme a los éxtasis, le dije que deseaba entrar a mi oratorio. Así lo hice, lo cual me convino mucho para proseguir la meditación que hacía sobre la vida de santa Francisca, que me tocó en suerte para este mes. Me admiraba el que hubiera tenido un ángel guardián de orden superior, por lo que tuve el impulso de pedir otro además de mi propio ángel de guarda. Como tú, mi Dios, te dignas morar en mí, habrías necesitado un serafín; tu Majestad lo merece inmensamente, pues, ¿Qué son ellos delante de ti? Repliegan sus alas delante de tu trono. Por tu amor misericordioso, soy también un serafín.
Un día en la fiesta de san Enemond, arrebataste todo mi ser de tal manera, y durante tanto tiempo, que no pude pronunciar otra palabra sino Santo, durante un momento. Después me hiciste ver en visión intelectual el coro de los serafines, aceptándome como uno de ellos. Por entonces no tenía la gracia de comulgar todos los días como al presente. ¿Acaso es demasiado lo que ahora te pido, en caso de que ésta sea tu voluntad?
Mientras gozaba de esta dulce unión, alguien vino a interrumpirme. Después leí el capítulo del libro que usted me señaló, y al venirme el pensamiento de preguntarle por qué no desea que lea el resto, escuché: La obediencia ciega es como una estatua, la cual no pregunta por qué razón su dueño hace esto o aquello, entonces...
2 de marzo, 1621. A mi Reverendo Padre. El Padre Philippe de Meaux. Rector del colegio de Roanne.
Mi único Padre después de Dios:
Que el santo amor sea el alma de nuestra vida, a fin de lo que él ya unió y ató sea nuevamente unido.
La caridad es fuerte como la muerte y más que ella, pues después de la muerte recupera su fuerza para detenerse en su centro, pero con una permanencia que hace más ágil su movimiento sagrado. Hasta ahí debo encaminar mi esperanza, cuando la fiebre que usted padece amenaza con arrebatarme el consuelo de ser dirigida, por su reverencia por el suavísimo camino de la inocencia. Es éste el prado floreciente en el que el divino esposo desea deleitarse con compañía de su esposa. Usted fue nombrado por el soberano rey guardián de este jardín, pero sus cuidados no son suficientes sin que se dediquen a ello los dos, su reverencia es merecedor de la recompensa que sólo Dios puede darle.
Hasta qué punto mereció espinas, y aun la muerte, el descuido y la ociosidad de Adán. La dedicación y su incesante actividad han merecido a usted las flores de un crecimiento de méritos rodeados de un laurel que reverdece. Esto es signo de que la vida le será concedida cuando la muerte le haga pagar la deuda contraída por Adán. Es verdad que su reverencia ha gozado anticipadamente de la bienaventuranza, pero, ay, sin omitir los tristes pesares que he sentido en el alma por no aprovechar el tiempo feliz de su querida dirección.
Que este buen Dios sea por siempre alabado al obrar con el poder de su diestra, quitando a usted la fiebre. Ha demostrado este poder consolándome en mi tristeza, la cual parecía querer provocar en mí un mar de lágrimas. Me parecía escuchar interiormente estas palabras del profeta: ¿A quién te compararé, virgen hija de Sión? Tu dolor es como el mar. El Reverendo Padre Minguet habrá podido decirle algo al respecto.
Dios lo sabe todo, y si he puesto en práctica sus santos consejos. Hay que orar siempre, pero esta vez por su reverencia Por ello he conjurado a la Jerusalén celestial, para que lo haga sin interrupción. Cómo he suplicado a la Madre de Dios que interceda, como otra Betsabé, ante su pacífico Salomón. A este mismo Salomón me he dirigido en su sagrado banquete, recitando con todo fervor el himno Alaba, Sión, a tu Salvador. ¡Cómo he rogado a su Santo Espíritu que hable con gemidos inenarrables, lo cual no ha dejado de hacer!
Fue esta infinita bondad la que, por los méritos del nombre sagrado de Jesús, me hizo ver una flor coronada de una hoja de laurel. Habiendo comulgado antes, vi una palma como signo de victoria, pero pensé que podría ser la palma que Dios deseaba conceder a su Reverencia como remate a su triunfo. La flor tal vez indica que mi buen padre será llevado al cielo como un brote digno de ese lugar, en el que recibirá la corona del laurel inmortal.
Si he rogado al Hijo y al Espíritu Santo, no por ello he olvidado al Padre todopoderoso para que me fortalezca, recordando que la debilidad de mi sexo le da oportunidad de mostrar su poder, como lo demostró en el caso de muchas vírgenes, entre ellas santa Águeda, cuya conmemoración se hizo en ese día. ¡Ah, qué bondadosa santa! Ella me ayudó a orar, a sentir consuelo y aun a alegrarme el lunes por la tarde, pues estaba deseosa de hacerme partícipe del santo Alegrémonos, que se dijo en la antífona de entrada.
Para terminar, me dirigí a todos los santos, y entre ellos, en especial, a la santa Virgen de las vírgenes, diciéndole con frecuencia: santa María, socorre, etc. y además el Bajo tu amparo. Si hacía penitencias, las ofrecía por usted, si comulgaba, también, me ofrecía a padecer por usted, diciendo: Ego autem in flage, ahora soy flagelado, pareciéndome que sólo llevaba sobre mis hombros el mal que había caído sobre mí pero que pienso, es usted quien lo sufre. Mi amor visita mi corazón para aliviar a usted en él mediante sus dulces favores. ¡Ah, querido amor!, le decía yo, es al padre, en cuya presencia vertía los pensamientos de este corazón, a quien deseaba obtener la pureza que por su medio has querido darme. Mi buen Jesús, lloro delante de ti como otra Magdalena, hablándote como ella, pues aquél a quien amas está enfermo. Si quieres, puedes curarlo. Si quieres hacerlo, mi amado Jesús, romperé como ella el vaso de alabastro, que es mi corazón, sobre ti. Seré sincera como antes, aunque no pueda serlo tan pronto. De esta manera, exhalaremos un suspiro de alegría y reposaremos en ti.
Durante estos días escuché: La muerte y la vida lucharon en un duelo admirable. Es en Jesús que la vida sale victoriosa; es Jesús quien nos hace vivir y reinar con él sobre todas las cosas creadas. Me parece que he recordado aquí todo esto para pedir a usted un agradecimiento ¿hacia él? Me refiero a que si usted no hubiera sido el primero en obligarme, no desearía que usted lo dejase caer en olvido.
Hay otra cosa importante que me obliga a escribirle, y es que no hice como yo le había dicho a usted en casa de la Srita. D'Aix, cuando usted se alivió de su penúltima enfermedad, que si el Reverendo Padre Jacquinot estaría solo que yo no haría por usted otra vez lo que hice anteriormente.
Adiós, buen Padre. Puedo repetir a usted lo que se dijo de Jacob: catorce años de trabajo no fueron nada a causa de la amistad que tenía hacia Raquel. Todo lo que ha hecho no parece nada a la caridad que Dios ha puesto entre usted y yo,
Jeanne Chezard
Usted sabe que, desde hace más de quince días, he tenido dolor de muelas. Esto es todo lo que he podido escribir en 23 días, exceptuando los santos del mes y algunos recibos o firmas a nombre de mi madre. Tampoco he respondido al P. Pontiant.
El 11 de febrero, hace unos ocho días, el P. Prefecto me mandó llamar para darme a leer una carta de la Sor Catalina Marez, la cual le mencionó algo sobre mí en dicha carta. Respondí al Padre con algunas líneas al respecto. No se trata de algo que deba decirle de inmediato. Prefiero enviarle la mencionada carta con mi hermanita, que hablar sobre ella; por otra parte, no salgo si no es para comulgar.
He tenido la presente escrita y guardada desde el 11 de febrero. Se me informó que el médico prohibió a usted la lectura de cualquier carta. El Reverendo Padre Minguet me dijo esta mañana que mencionó a usted que yo guardaba una carta escrita para usted, la cual conservaría hasta que usted pudiera contestarla. Le pregunté, ¿qué le dijo el P. Rector? El se echó a reír, lo cual me molestó. Le dije entonces: Sé bien que él no me responderá; no acostumbra hacerlo. Ignoro si dije al P. Minguet algo más. No quería que usted se sintiera obligado a escribirme; únicamente que se aliviara.
En estos 15 o 16 días he sufrido algunos dolores de cuerpo, los cuales no me han impedido comulgar ni un solo día. Sin embargo, para obedecer y contentar al P. Minguet, permanecí tres días sin hacerlo, pues él decía que si salía me pondría peor.
El primer domingo del mes me pareció estar al borde de la muerte. Dije la oración: en tus manos (Lc_23_46). Se apresuraron a desabrocharme la ropa al ver que me desvanecía. El martes siguiente me vi más asediada de dolores desde las tres de la tarde hasta las 9 de la noche. Me pareció ver cráneos y osamentas de muertos. Pensé: Esto puede ser signo de mi muerte. No estaba preparada como es necesario para gozar de Dios, pero su misericordia me sigue concediendo tiempo para hacer penitencia. Sin embargo, hoy me prohibió el P. Minguet tomar la disciplina hasta que él me lo permita, si usted desea concedérmela, haré su voluntad.
Adiós, mi querido Padre, a pesar de que no haga usted recomendación alguna a quien casi pareció morir por usted
Marzo de 1621. Mi muy querido y Reverendo Padre: Bartolomé Jacquinot
Pido a El que, en su bondad, lo llene más y más de su divina sabiduría, para que sus santos deseos sobrepasen a los de la reina de Sabá y pueda así gozar de la presencia del Salomón terrestre, ya que Jesús, nuestro Rey, nos dijo: Y aquí hay algo más que Salomón.
¡Ah, cómo debe alegrarse su querida hija ante el favor que el Espíritu de este Rey pacífico le ha comunicado mediante el caritativo permiso que usted le concedió de detenerse, o más bien abismarse, en el gozo cotidiano de este divino Salomón y verdadero Jonás, pues él es Hijo de la única Paloma del Espíritu Santo, es decir, de la Virgen! ¡Ah, Señora mía, seas por siempre bendita de la santa Tríada por las obras de tu Jonás, quien fue devorado, permíteme la expresión, por el mar de su amor que es también el tuyo! De esta manera, quiso conectar su morada desde el pasado hasta el presente; y, así lo espero, en el futuro en su pequeñísima esposa, la cual, como la ballena, se encuentra en el mar de este mundo. Le pido que ella misma lleve a usted hasta el puerto de la bienaventuranza victorioso de todos sus enemigos que son también suyos, y que su vida permanezca en usted, gloria suya.
Su querida hija terminó su última carta el día de san Matías, en cuya fiesta su divino amor redobló sus deliciosas confidencias hacia su querida hija. Esto continuó durante tres días mediante un fuego casi ordinario que agota en verdad al cuerpo, pero que deleita sumamente al alma.
El domingo su Salvador la mantuvo a su lado; y como deseaba llegarse a ella en la comunión, la consoló de este modo: Hija mía, piensa en mis palabras de este día: fui conducido al desierto por el Espíritu. Esto es un misterio: el Espíritu Santo me conducía por doquier por tener en mí su morada. Sabe que esta palabra significa que el Espíritu Santo, a quien se atribuye el amor, me tomaba más íntimamente desde que escuché la deliciosa voz de mi Padre en el Jordán. Su sonido fue como un relámpago para mi corazón, en el que el fuego ardía a tal grado, que debía ir al desierto para desgajar la roca de obstinación que es el demonio y reducirlo a confusión mediante el desprecio que le demostré.
Hija mía, así como el amor me condujo al desierto, te doy este amor a través de un fuego sensible para conducirte hasta él. Ven, pues, a mi lado.
Con frecuencia tiene la experiencia de que este fuego la lleva al desierto, pues nada en el cielo y en la tierra puede consolarla sino el estar a solas con su Salvador, es decir, fuera de ella misma y perdida en la roca del sagrado costado de su amante Esposo. Escuchó también: Sabes que te amo, y como eres mi bien amada, comparto contigo los despojos de mi victoria; este es el día en que la obtuve.
Por la tarde al asistir a vísperas, se sintió absorta y, dejando la oración vocal, se dejó llevar a la mental en seguimiento de su amor, hacia el desierto, donde escuchó: Fíjate cómo mi palabra profética es también mística. Confundí a Satán cuando me propuso que, si era el Hijo de Dios, cambiara las piedras en pan. Bien sabía que Dios alimentó a los israelitas durante muchos años con el pan del maná y sació su sed con el agua de la piedra; pero yo le dije que el hombre vive no sólo de pan, sino de toda palabra que sale de la boca de Dios. Con esto quise decir que, para alimentar al ser humano, cambiaría el pan en carne y en palabra procedente de la boca de Dios. Yo soy el Verbo y palabra expresada de la sabiduría de mi Padre, que es el altísimo, la cual alimenta el espíritu y el cuerpo cuando así lo deseo.
Hija mía, entre todas las palabras registradas en las santas Escrituras, no hay ninguna dictada expresamente de la boca de Dios sino aquella de la transubstanciación del pan y del vino en mí mismo. No quise, por tanto, cambiar las piedras en pan sino en miel para ofrecerlas a las almas más queridas. Sin embargo, la piedra es Cristo, como dijo mi apóstol (1Co_3_23), y Cristo es Dios, el cual es dulce, como afirmó David: Gustad y ved cuán dulce es el Señor. De esta piedra sale el fuego que abrasa los corazones para confundir a Satán cuando se acerca a ustedes con las piedras de sus tentaciones.
Esa tarde se sintió triste, pero como tenía el mandato de alegrarse, y deseaba obedecer, hizo un acto de amor a Dios y se ocupó en una obra caritativa. En esta ocupación le dieron las nueve de la noche. Le dio fin para hacer el examen y, en seguida, hizo con gran fervor un acto penitencial, tenía para ello permiso de su confesor. Después se fue a descansar.
El lunes se levantó muy alegre y recibió en su corazón una dulce efusión de amor. Más tarde, en el confesionario, estando ya recogida en ese amable fuego, su confesor le habló del juicio que la Iglesia propone en este día exhortándola suavemente a la humildad para comparecer ante el juez. Ella le dijo: Padre, en este momento, al desear meditar en el juicio y en el temor al juez, experimento una consolación sumamente deliciosa.
Al salir del confesionario quiso prepararse a la santa comunión mediante la meditación, que centró ese día en la presentación del Salvador delante de Anás, amarrado y maniatado como un criminal. Recibió entonces la inspiración de cambiar de escena y considerar al Salvador como rey y juez soberano, presidiendo en compañía de su santa Madre y de sus santos. Ante ellos, que estaban sentados a su lado, Anás, los perversos y los réprobos se mantenían en pie, encadenados por sus crímenes como reos de lesa majestad divina y humana. Contempló entonces a su Rey en plena majestad para compensar la ignominia de su muerte en la cruz, la cual aparecerá radiante de gloria en el gran día del juicio.
Comprendió que este signo de victoria de la cruz santa y triunfante, signo que revelará que él es el Hijo del Hombre y el verdadero Hijo de Dios, sería llevado delante de él por san Miguel, príncipe de la milicia celestial. Así será para consuelo de los elegidos y para recompensar a san Miguel por su asistencia a la Iglesia. Así como se dijo que venció por la sangre del cordero, sangre que fue derramada en la hora tercia, es probable que será él quien lleve la Cruz. Su nombre, Miguel, significa que será el portador del signo del Hijo del Hombre, que es como Dios, puesto que este amable Jesús quiso unir por hipóstasis nuestra humanidad a su divinidad. Dios es, por tanto, hombre y el hombre es Dios. ¡Oh, mi querido Padre, cómo será glorioso Miguel, el santo serafín, al portar el lecho de honor en el que Jesús desposó a la Iglesia, su esposa queridísima! En ese tálamo murió con un amor más fuerte que la misma muerte, pues subsiste como un lazo indisoluble por toda la eternidad.
Después fue arrobada hacia el exterior y escuchó: Hija mía, ven a mi jardín. ¿No sientes que respiras un aire como el del valle de Josafat? En el día del juicio yo soy el árbol de vida y la flor de los campos que fue plantada en un claro fuera de la ciudad el día del viernes santo. Ahí recogí todos mis méritos y los mezclé para alimentar y dar de comer a mis amigos y embriagar a mis muy amados. Así será en el día del juicio, y estos amados reposarán bajo el árbol de mi santa Cruz, cuyo fruto será dulce a su paladar. Embriágate ahora, querida mía, pues hice para ti esta mezcla de mis favores y de tu obediencia. Mi cruz, que deseas llevar, te ofrece desde hoy su dulcísimo fruto. Mi juicio se realiza dentro de ti mediante el fuego delicioso que llevas ya en el corazón.
Con esto se perdió ella en las divinas llamas, diciendo a su esposo Jesús: Júzgame, oh Dios, etc. (Sal_43_1), a lo que se le respondió: Hija mía, sabes que yo dije: Bienaventurados los misericordiosos, porque alcanzarán misericordia. Cierto día, el año pasado, el P. de Villard se apiadó de tu deseo y te concedió la santa comunión. ¿Quieres pagarle, en esa fecha, el favor que te hizo y devolver el bien a todos los que te lo han hecho y te lo siguen haciendo? Le encomendó de inmediato a todas esas personas.
Después de la santa comunión, sintió que el torrente de las delicias divinas la inundaba, especialmente la parte superior de su cabeza y su entendimiento, pues por sí misma no puede comprender este consuelo. Se vio absorta en la inteligencia del Salmo 91, pues comprendía que el Altísimo la cubría con su protección, y que este buen Dios, que hacía su cielo en su corazón, la abrazaba con los brazos de su amor. Su precioso cuerpo era un escudo contra sus enemigos; la fidedigna palabra del Salvador los rechazaba, apartando de ella la tristeza nocturna del amor propio y sus espíritus malignos. Su dulce Jesús desviaba las saetas de los vanos temores con que estos espíritus perversos deseaban acribillar el corazón de su querida hija, para cambiarlas en un mediodía de consuelos divinos.
Este sol divino de ardientes rayos meridianos hizo ver, mediante su claridad, la negra confusión de estos espíritus tenebrosos. Las saetas reiteradas de este divino amante hacían caer muy bajo, a la izquierda del juez, a las potencias infernales junto con los réprobos. A ella la conservó a su derecha, impidiendo que se acercasen a él y a ella, pues el divino amor hacía uno a Jesús y a su alma. Escuchó: Hija mía, en el día del juicio, defenderé de este modo a quienes me aman. Los pecadores, sin embargo, verán con dolor extremo cómo mis amables ojos considerarán las obras de los buenos y los recompensarán con la divinidad misma, la cual examinará amorosamente sus más pequeñas acciones.
Ella exclamó a continuación: ¡Oh, amor mío, me das ya desde esta vida tantos consuelos! Te pido que me los guardes en tu gloria para la otra, y que me concedas en esta todas las penas que desees, para que allá pueda ser tu amiga. Pero como te place, oh dulce amor mío, hacerme saborear tu gloria ya desde este mundo, me entrego en todo a tu voluntad.
Más tarde siguió escuchando: Para cuidarte, el Padre Eterno envía su ángel, que no es otro sino su Hijo querido. Ese Ángel del Gran Consejo la encerró entre los brazos de su dilección. ¡Ah, qué bien resguardada estaba!
Pensó, sin embargo, que el sermón estaba por iniciarse en la Iglesia de san Esteban, por lo que se levantó de este tálamo divino. Sin embargo, dulce Jesús, te llevó consigo, pues eres su dulce lecho. Después del sermón experimentó nuevamente el delicioso abrazo que le produjo un entusiasmo que la privó del poder de orar vocalmente, por lo que dejó de recitar el oficio. Escuchó: Hija mía, escuchaste al predicador decir que el fuego toma para él todo lo que hay en un bosque, como dijo el profeta. Considera que la cruz era su floresta y yo el árbol; mis venas eran las ramas. El fuego de mi amor a ustedes formaba tal parte de mi ser, que duró todo el día y me consumía. Por ello dije: Todo está consumado. ¿Acaso no es razonable que los pecadores permanezcan en el fuego que los consumirá eternamente sin reducirlos jamás a la nada?
El martes, después de recibir la comunión vio a su lado derecho un ángel de rostro moreno. No entendió por entonces esta visión, pero más tarde, al abrir su misal para escoger al acaso un santo para ese día, le salió al paso santa Francisca Romana junto con estas palabras: devoción al ángel custodio. Con ello entendió que su ángel de guarda era el mismo que había visto.
El miércoles se sintió abrasada de tal modo, que cayó en éxtasis en cuanto se puso en oración. Durante el sermón de la tarde, que se dirige a los estudiantes, fue presa de tal entusiasmo, que se vio elevada en vuelos intermitentes del espíritu.
El jueves siguió sumergida en un fuego delicioso. Sin embargo, no por ello dejó de sentirse muy afligida por un malestar que la humillaba mucho. Escuchó a su dulce Amor, quien la consoló y le aseguró que no era debido a su culpa, sino que lo permitía para ayudarle a ser más humilde y salir victoriosa de sus enemigos.
Vio entonces reflejos de agua en forma de lenguas de fuego, y una mano de oro que parecía atraer, por amor, un tesoro del cielo. Llamó con fuerte voz al dulce Jesús para que saliera del cielo, así como en otro tiempo salió de Tiro y Sidón al encuentro de la Cananea. Con muchos suspiros, sollozos y lágrimas, pidió a los santos, a la Virgen y al divino Paráclito que intercedieran por ella. Cuando hubo pasado este exceso de fervor, se levantó de su oración y salió de su oratorio.
Ese mismo jueves, después de haberse confesado, recibió grandes consuelos y comulgó antes del sermón. Su dulce amor la sumergió en la piscina de sus delicias, renovando de este modo su corazón y sus entrañas. Después de obrar así, este Ángel del Gran Consejo la inundó de paz y de gran consuelo, elevando su espíritu de tal manera, que el cuerpo estuvo, a su vez, a punto de dejar la tierra.
El sábado recibió la inspiración de centrar su meditación en la Visitación. Escuchó entonces que el amor divino era el peso de la Virgen, por ser el Espíritu Santo quien llevaba el alma y el cuerpo de María, que encerraba en su interior al Verbo, el cual deseaba ir a casa de Zacarías.
Hija mía, ¡que admirables eran los pasos de esta Virgen! Ella iba acompañada por la santidad que alabé en ella, y le dije: ¡Qué hermosos son tus pies en tus sandalias, hija del príncipe soberano! El es el Padre eterno y mi esposo. Tus sandalias son el mismo Verbo hecho carne a quien llevas en tu seno. El es el verdadero cordero que ha engastado en sí mismo el alma de esta Virgen, pues estaba unido a ella por dobles lazos: el del amor natural, por ser hijo de sus entrañas virginales, y el del amor sobrenatural. Por ello, al caminar, centraba todos sus afectos en su interior, donde se encontraba este Verbo divino, y con sus labios y sus ojos sostenía dulces coloquios con la persona del Santo Espíritu, su esposo. Más tarde su querida hija escuchó: Amada mía, debes imitar a esta Virgen según mi gracia y tus posibilidades. Sabes que el Padre eterno te ha escogido para ser su hija. Como tal, ha querido darte como hijo a su Verbo divino, el cordero inmaculado, a fin de que encierres, dentro de su sagrada piel, animada por él, los pies de tus afectos. Este querido Jesús te hace su madre al entrar en tu seno, uniéndose a ti en cuerpo y espíritu; el Espíritu Santo completa en ti lo que falta mediante mis sagrados besos y coloquios animados de tantas miradas amorosas. Querida mía, debes, por tanto, conservar los pies de tus afectos en tu calzado, que es Jesús. ¡Ah, qué bellos los hará parecer ante los ojos de la Santísima Trinidad y de toda la corte celestial, cuando en unión con el Verbo divino, vayas a visitar a las personas a quienes deseo regalar con mis favores, y converses con ellos! El amor será tu peso, tu seguridad, tu norma y medida. Imitarás así a la santa Virgen, quien llevaba el celo de mi casa en sus entrañas, san Juan fue la primera casa que visité después de haber entrado en ella y en su esposo san José, pues ambos no formaban sino una morada.
¡Ah, si este santo celo te llevase a las alabanzas de lo que se te ha dado! No buscarías sino acrecentar la gloria de la divina esencia, alegrándote en tu divino salvador y engrandeciendo su santa humanidad como Señor absoluto de todas las creaturas. Si practicas todo esto, podrás repetir junto con san Pablo que llevas en ti el nombre de Jesús, deseando verlo crecer en las almas sin desear otra cosa sino que Jesús viva escondido en ellas a la manera en que se oculta en la gloria de su Padre, donde te hará aparecer cuando él mismo aparezca. Estas divinas exhortaciones la consolaron mucho.
En ese domingo se conmemoraba la Transfiguración. Por la mañana estaba triste a causa de una enfermedad física, pero después de confesarse sintió el contacto de una mano muy querida. Pensó que sería la de su esposo, debido a una flecha disparada por el divino amor, que atravesó su corazón produciéndole heridas dolorosas y deliciosas. Escuchó entonces: Si las flechas disparadas por tus enemigos enfermos te entristecen, las mías, que son todopoderosas, deben regocijarte y hacerte decir con David: Pues en mí se han clavado tus saetas, ha caído tu mano sobre mí (Sal_38_3). Hija mía, como en ti domina el valor, ánimo, echa fuera al esclavo junto con el malestar que te causa, y permanece unida a mí.
Más tarde comulgó en medio de una gran dulzura y sublime contemplación, mirando en su interior a su Salvador transfigurado.
Escuchó: Hija mía, san Pedro pidió únicamente tres tabernáculos; yo tengo cinco. Ofreció su comunión por cinco personas, entre las que se contó ella misma. Quiso penetrar en el tabernáculo con el pie izquierdo, pero ¡oh bondad de su amante esposo! escuchó: Hija mía, como tomé tu corazón en mi mano antes de que comulgaras, el mío te pertenece a causa de mi amor. ¿No ves que, en este día, hago aparecer al exterior de mi tabernáculo la gloria que reside en mi alma y que procede de la divinidad? Se dice de Abraham que salió a la puerta de su tienda en pleno calor del medio día. De la misma manera, hice aparecer esta gloria y su esplendor luminoso en el ardor del medio día de mi amor, cuyo calor sientes dentro de ti. Hija mía, mira cómo, con pasos de gigante, tomé a mis discípulos y los conduje a la cima del monte Tabor. Siempre fui un cielo en mi parte superior, cuya gloria se mostró prontamente en mi humanidad, que era el tabernáculo de mi divinidad, la cual es un sol. Así como el esposo celestial, salí de este tálamo delicioso con la vestidura blanca de mi pureza divina y humana, la cual maravilló de amor a quienes me miraban en el cielo y en la tierra.
San Pedro y los otros apóstoles no pudieron soportar este fulgor, por lo que tuve que volver a esconderlo dentro de mí. Y los llevó, a ellos solos, aparte, a un monte alto, pero dejé prendido en el corazón de cada uno el fuego del santo amor. Se escuchó entonces la voz de mi Padre diciendo que yo era su amado Hijo, en quien tenía sus complacencias. Escuchen cómo los aconseja en las palabras del real profeta; presten oídos santamente a mi Hijo, que es su Señor, de quien Moisés y Elías recibieron la ley natural y la escrita. Su ley es inmaculada. El mismo es el testigo fiel de la sabiduría, la cual desea conceder a sus tres apóstoles; pero, para darles mayor seguridad, ha querido tener testigos del cielo, del limbo los padres y del Paraíso terrenal.
Hija mía, mi justicia es recta porque apunta hacia el cielo. Ella alegra el corazón, como tú misma has podido experimentar. Mis preceptos iluminan con profusión los ojos del espíritu, así como viste que obré con san Pedro, el cual conoció a Moisés y a Elías...
7 de abril de 1621. A mi Reverendo Padre. El Padre Philippe de Meaux. Rector del colegio de Roanne.
Mi muy querido y Reverendo Padre en Nuestro Señor:
Cada vez que usted me dice las palabras: haz lo que tú quieras, u otras similares, me causa en el espíritu y en el cuerpo una pena muy grande. Si pudiera mostrársela en vivo, pienso que usted jamás me abandonaría a mi voluntad si llegara a no estar de acuerdo con la suya, que me parece ser la misma de Dios. Como tal, deseo llevarla a la práctica con la ayuda de la divina gracia, que su bondad no deja de comunicarme a pesar de mi indignidad.
El me ayudó a comprenderlo el sábado o el domingo de Pasión. Le pedí que hiciera brillar en mí el estandarte de la cruz, y a partir de ese día lo he experimentado. Esto me pasó en la mañana, y lo comuniqué a usted en una carta. Por la tarde, como también sabe, fue para mí un golpe la noticia que me dio en cuanto la recibió de F.M.
Al día siguiente, Oh mi Jesús, viste mi dolor y el furor del combate que se libró en mi alma. Me pareció escuchar al infierno desatado contra mí. Tú me acompañaste a velar, pues no pude dormir en toda la noche. Ayúdame siempre, Amor mío, porque sin ti no puedo nada. Escuché: Hija mía, has sentido la cruz en tu cuerpo. A partir de este lunes, la he seguido teniendo bajo la forma de un dolor de cabeza.
Pero, mi querido Padre, el pronunciar la palabra cruz debería ser una delicia, puesto que mi Rey se encuentra en ella junto con toda su corte; me ayudó a comprenderlo entre ayer y hoy, en medio de mis lágrimas. Como seguía llorando en la noche, escuché: Tuviste miedo de haber perdido las dulzuras de mi presencia, pero en este día las has sentido más que los ocho pasados. Entonces caí suavemente en varios éxtasis.
Hija mía, te dije que los afectos bien ordenados que sientes hacia el Padre no te impiden gozar a mis pies, que son símbolo de mis afectos, como te lo demostré el miércoles. No pienses que te privaré de la contemplación, la cual no es fruto tuyo; aun cuando te valieras de todos los artificios, jamás podrías obtenerla si no te la diera mi Padre, pues todo don procede de él. Entonces experimenté sus dulcísimos favores.
Hija mía, tú eres única para mí. Ves claramente la solicitud que tengo hacia a ti, y cómo te beso con el beso de mi boca. No temas entonces, desear ser única para el Padre. Mi santa Madre fue única para san Juan, pues él la recibió en su casa sin pensar: Todos los apóstoles podrían recibirla, por ser su Madre y Señora. Sin embargo, como esto se lo encomendé especialmente a él, san Juan la recibió y jamás la abandonó.
¡Qué afligida me sentí hoy después de confesarme con usted! Mis lágrimas no cesaron de correr hasta que usted leyó la Pasión, después de la cual mi dulce amor me consoló: Hija mía, ¿No eres tú mi bienamada? ¿No deseas recostarte conmigo sobre el lecho de mi cruz? ¿Acaso no te di a luz en ella, en medio del dolor, desposándote en la amargura de la hiel para derramar en ti la miel de mi amor? Es preciso que apures la una y la otra. Las dos proceden de mi cruz, que te quise dar en tu confesión de hoy. No fue mi voluntad que el Padre te consolara en este día; hice que te brindara una aflicción mayor para ayudarte a repetir con el apóstol que la cruz es una gloria. Que ella resucite en ti el deseo de padecer. Ten valor, yo estoy contigo.
Entonces, mi querido Padre, me abracé con tal fuerza a la cruz, que me pareció que debía morir en ella para vivir con mi dulce Jesús, el cual me dijo: Hija mía, si muchos desean borrarme de la tierra, no te extrañe que en este día no recibas consuelo alguno.
¡Oh, Jesús, que tu voluntad se cumpla en mí y por mí!
Pida por ella, pues usted es por siempre mi muy querido y Reverendo Padre. Su muy humilde servidora, pero única hija en Jesucristo. Janne Chezar.
El Padre G. me mandó un mensaje con François d'Aix, diciendo que, si me fuera conveniente y estaba en buena salud, fuese a verlo a esta hora. Respondí que no me era posible, que estaba sola descansando y cuidando la casa, pues mi madre se encontraba en el granero. De inmediato me envió otro mensaje con la María, con estas líneas: El P. Rector me dio permiso para pedírselo. No tema y hágame saber lo que resuelva.
8 de abril de 1621. A mi Reverendo Padre. El Padre Philippe de Meaux. Rector del colegio de Roanne.
Mi muy querido y Reverendo Padre en mi Jesús:
¡Ay, cuán difícil me parece describir la alarma y temor que sufrí durante más de dos horas después de que le dejé! Ese león rugiente y su execrable tropa me presentaron un combate interior tan fuerte, que sentí debilitarse mis fuerzas para resistir sin la ayuda del León de la tribu de Judá, que los rechazó a la hora en que comulgué.
Le doy más detalles acerca de esta lucha: antes de cantar victoria, puse mi interior delante de Dios diciéndole que examinara mi causa, y que si el afecto que siento hacia usted no era en todo conforme a él, no buscando otra cosa que su gloria y mi perfección, estaba presta a morir para testimoniarle la fidelidad de su legítima esposa, o bien alejarme de usted. Ante esta proposición, el astuto ángel de luz, más oscuro que las tinieblas palpables que ocasiona en el alma que cae en pecado mortal, me empujaba a tomar la resolución de dejar a usted, diciéndome que mi esposo tolera muchos defectos, pero que éste de tener un afecto íntimo hacia una persona jamás lo permitirá; que es irrelevante la idea de declarar hasta los pensamientos más íntimos y que, por complacer a usted, me alejo de tantas personas cuya compañía podría ser más provechosa para mí. Añadió que pensaba solamente en mí misma y no en la salvación de los demás.
A medida que escuchaba estos argumentos, comencé a creer en ellos experimentando una turbación tan grande, que debió ser en sí misma, una señal de los engaños de este turbio espíritu. Me atacó entonces un dolor de cabeza tan fuerte, que al recitar el oficio tuve que sentarme y apoyar mi cabeza sobre una mano. Me sentí impulsada a salir de ahí, abandonando la recitación del oficio. Pensé entonces: Esto es una tentación y fijé mis ojos en una imagen de Nuestra Señora, pidiéndole su ayuda. Esta buena Madre consoló un poco a su hija. Después de esto, rogué a mi Salvador que me amara por su propio fin, y por el fin que es él mismo. Deseaba amar todo o nada. Pedí al Padre eterno, por el amor que tiene a su querido Hijo, que viniera en mi ayuda y que tomara mi corazón con su mano derecha, librándolo así de inclinarse hacia las creaturas. Antes de comulgar, con intención de discernir lo que él deseaba de mí, invité a toda la corte celestial a preparar en mi corazón una morada a su Rey. Fui entonces a comulgar, recibiendo en mi boca al Sol de Justicia. Volví mi corazón a sus divinos rayos, y el llanto se apoderó de mí. Entonces, llena de paz, escuché:
Hija mía, al fin me demuestras que me amas. Estas lágrimas dan testimonio evidente de ello. Escuchaste al engañador, el cual te causó tanta pena. Permanece ahora en paz y escúchame: Sabía yo muy bien cuánto afecto ibas a sentir hacia este Padre. ¿No se te ocurrió pensar que te ayudaría a sobrepasar el amor natural por uno superior, cuando parecía que habías perdido el corazón? El demonio te recordó lo que se dijo de Efraín, infundiéndote el temor de ser una paloma seducida y sin corazón. No, hija mía, cuando estás en paz, encuentras tu corazón, y el mío dentro de él.
Recuerda lo que te dije: adormécete en medio de los ruidos de la tentación y extiende las alas de la sencillez con este Padre, dejando que tus pensamientos resuenen como plata pura en su presencia. Que tus intenciones más profundas sean de oro puro. Entonces encontrarás al Rey celestial de tu corazón, el cual, en su candor, te torna blanca como la nieve.
Te dije esta mañana que te envié a este Padre guardián de tu alma como al querubín que fue enviado al paraíso terrenal. ¿No ves cómo ejerce este oficio hacia ti, teniendo en sus labios la espada de mi palabra? Llevado del celo ardiente de mi gloria y de tu bien, defiende la entrada de mi paraíso, que es tu alma. Fíjate cómo la defiende en todas partes, sin excluirse a sí mismo, haciendo a un lado lo que te movería a permitirle la entrada de un modo ajeno al designio de mi voluntad. Hija mía, no te sorprenda el que lo compare al querubín, pues concedo a ellos una sabiduría clarísima; y a este Padre le he dado una visión y un conocimiento de tu interior sumamente sutil.
Entonces, mi muy querido Padre, descansé en un dulce reposo. Levanté la mirada hacia el Smo. Sacramento y puse el discurso anterior, junto con mis rectas intenciones, en su presencia. Después me sentí inspirada a tomar la resolución de ponerme totalmente bajo su dirección, escuchando a continuación: Por el amor de todos ustedes, y del tuyo en especial; me arrodillé a los pies de mis apóstoles, aun de Judas, entregándome por su medio a los judíos, según el querer de mi Padre. Después sufrí un combate mucho más furioso que los que tú has tenido. No pienses que toda dolencia procede del amor propio; la resistencia que le opone el divino amor también contribuye.
Hija mía, si me hice esclavo por ti, es necesario que tú lo hagas por mí. Prostérnate a los pies del Padre, entregándote a su voluntad. Es necesario que comience a colocarte en la cruz.
¡Oh, mi Jesús! Tú fuiste clavado en ella porque así lo quisiste; abandono mi voluntad a la tuya, a pesar de todas mis repugnancias. Que la muerte a mí misma corone todas tus gracias.
Usted me recibirá, pues, a sus pies en presencia de Dios y de sus santos, mi muy querido y Reverendo Padre, como a su pequeñísima servidora, pero única hija que le obedece en Jesucristo. Janne Chezar.
Este jueves 8 de abril, 1621. Después de lo anterior, me encontré con la María, que se acercó lisonjeramente a tocarme la mano, pero la llevé al exterior de la capilla, entregándole la imagen del Padre junto con estas palabras: Entrega esta imagen al Padre. En cuanto a ti, te ruego que, entre tú y yo, no se crucen otras palabras que los buenos días y las buenas noches. Me encomiendo a tus oraciones. Ella, muy sorprendida, dijo: Paciencia. Me alejé de ella en el acto.
A mi Reverendo Padre. El Padre Philippe de Meaux. Rector del colegio de Roanne. 10 de abril de 1621
Mi muy querido y Reverendo Padre en Nuestro Señor:
Si él me ha hecho participar en los dolores y tristezas de su Pasión, en este día me concedió una gran parte en su resurrección. En cuanto salí de con usted, después de haberme confesado, me sentí tan abrasada, que mi corazón se derritió en mi interior. Por ello experimenté una dulzura sumamente grata. Este fuego era tan vehemente, que ocasionaba en mi interior un movimiento fortísimo, a tal grado, que mi corazón parecía estar enfermo, no de temor, sino del deseo amoroso de recibir su alimento sacramental. Por ello dije al Hno. Mauricio que preguntase a usted si deseaba que comulgara antes del oficio, después de oír la misa, lo cual me proporcionó un gran alivio del fuego ardiente que llameaba en mi interior. Escuché: Hija mía, tú me pides por la conversión de las almas. Este fuego tiene un gran poder sobre mi Padre: puede romper su arco y abatir las armas que su justicia desea esgrimir contra los pecadores. Este fuego puede también arrebatarle el escudo con que se cubre para poder resistir a las peticiones que se le hacen a causa de las imperfecciones, y de otros motivos. Hija mía, un corazón de fuego puede vencerlo. Pídele no solamente la conversión de los herejes, sino la de los paganos.
Mira que yo soy el Dios que desea ser justo en el cielo y en la tierra. Se dijo que, si yo me entregaba por el pecado, se me daría como botín las naciones y los pueblos. Pequeña mía, en una ocasión te coloqué sobre el Calvario del sacrificio sangriento; en un día como ayer, y todos los días, renuevo este mismo sacrificio, que no por ser incruento deja de ser meritorio. Pide esto a mi Padre en mi nombre: Que todo lo mío te pertenezca.
Por la tarde, en una visión, viste muchas clases de flores elevadas en la altura. Era el lecho que te preparaba para tu descanso, que seguirá al de la cruz. ¿Te das cuenta de que nuestro tálamo está adornado de flores?
Querido Padre, vi claramente esa visión mientras oraba por la tarde, pero debido a un dolor de cabeza, temí que fuera producto de una debilidad de la imaginación. Pedí encarecidamente al Padre Eterno por esa intención. También me dirigí al Verbo divino respecto al asunto que usted pospuso para el lunes, dejándolo en manos de esta divina sabiduría.
Tocante al P. Adrián, hice una tercera petición al Espíritu Santo. No pude pedir a la divina bondad que permitiera al Padre seguir en la tierra, pero sí que participara en la gloria de la Resurrección. Pensé entonces en lo que usted me dijo: Rece por la salud del P. Adrián, así que para obedecerle, dije: Dios mío, te pido la salud corporal o espiritual de este Padre. Yo entendí que usted quería siempre la voluntad divina, pero de preferencia en lo espiritual. Pedí además al Bienaventurado P. Ignacio de Loyola que fuera su procurador en el colegio celestial, así como el padre lo fue en el colegio de la tierra para con sus hijos.
Más tarde recordé que este buen Padre me había dicho: Como con frecuencia doy a usted la santa comunión, pida al Señor que haga su voluntad. Así lo hice y ahora me pregunto: Dios mío, ¿acaso te pedí la muerte de este padre cuando te rogaba que le concedieras la gracia de hacer tu voluntad? Me pareció escuchar que sí, pero no estoy segura. Sin embargo, al oír la campana de su capilla me di cuenta de que había fallecido. Que el Señor reciba su alma y nos conceda la gracia de vivir bien para bien morir, a fin de tener una nueva vida con Jesús. Amén.
En espera de que así sea, quedo de usted su pequeñísima servidora, pero única hija que le obedece en Jesucristo.
Janne Chezar
Abril 1621. Mi muy querido y Reverendo Padre Philippe Meaux
Bendito sea Nuestro Señor.
Mi muy querido y Reverendo Padre: Sólo El y su santa Madre deben ser su esperanza y la mía.
Recuerde usted estas palabras: Convenía que el Cristo padeciera (Hb_2_10) para entrar en su gloria. Es necesario que usted sufra para llegar a ella, y padecer si desea ser miembro de su cabeza.
Ya comuniqué a usted por carta dónde están mis relicarios. Fui advertida de su enfermedad algunos días antes de ir a Grenoble. Tuve, en sueños, la visión de un religioso postrado en cama. Me parecía estar inmóvil, pero también oraba a Dios. Más tarde, estando en Grisolles, mientras dormía por la noche, vi a su reverencia delante de un altar, como celebrando misa. De repente le fallaron las piernas y se le recostó en su cama, lo cual me hizo lanzar un grito. El domingo tal vez el lunes anterior, día en que usted se sintió mal, estando ya dormida, me pareció verlo en su habitación postrado en cama y que alguien llevaba hasta ahí al augustísimo Sacramento. Todas estas cosas me fueron reveladas mientras dormía.
No he tenido confidencia alguna respecto a su muerte. El día de hoy, mientras oraba ante mi dulce esposo con mayor insistencia que los días anteriores de esta semana, vi un fuerte por tierra. No sabía si con ello se me mostraba que el ardor de mi aflicción, o el Espíritu Santo, me incitaban a orar por su reverencia, haciendo que el fuerte se levantara en presencia de Su Majestad.
Estaba llena de gran esperanza y lo sigo estando, pero es necesario que su resignación lleve a usted a obtener de Dios lo que Abraham logró. Ofrézcase en holocausto, en caso de que Dios así lo quiera. Desearía ser el carnero que murió, muriendo a mí misma por usted, pero puedo afirmarle que me encuentro rodeada de dolorosas espinas.
Estando afligida y llorosa por su reverencia, escuché: ¡Pero si él te ha mortificado y afligido tanto! Ha sido por mi bien, y con el gran deseo que tenía él de mi perfección y de hacerme llegar a la santidad de la que ¡ay! estoy tan lejos. Tenía esperanza de llegar a ella por el camino que Dios le inspiraría para conducirme.
Dios mío, recuerda las palabras: Y vuestra tristeza se convertirá en gozo (Jn_16_20). Toma la mía y apártala de tus fuertes, o bien Mi rostro está inflamado, etc. (Jb_16_16) Mi dolor está siempre ante mí.
¡Ah, mi buen Padre! tenga valor y paciencia a fin de obtener rosas de buen ejemplo de las espinas de sus dolores. Entréguese al dulce Jesús, nuestro amor. Yo, como si fuera sordo, no oigo (Sal_38_13). Y en sus sufrimientos, Alegraos, otra vez os digo: alegraos siempre en Nuestro Señor. (Flp_4_4s) Que su modesta paciencia enseñe y revista de virtud a todos sus hijos, y consuele al menos a su única hija.
Es ella quien pide y pedirá para usted con un corazón filial, mostrándole que lo que Dios ha unido en su amor por medio de su gracia, no lo separarán las creaturas. Estos lazos son más fuertes que la muerte; y sólo serán reforzados en la vida eterna cuando él nos lleve a ella.
Encomendándome a su paciencia, quedo de usted, mi muy querido y Reverendo Padre, su única hija en Jesús. Janne Chesar
19 de abril de 1621. A mi Reverendo Padre. El Padre Philippe de Meaux, Rector del colegio de Roanne.
Mi muy querido y Reverendo Padre en Nuestro Señor:
El 19 de abril pasado recitaba el oficio de Nuestra Señora en la iglesia de san Esteban, uniéndome al santo sacrificio que ahí se celebraba. Fue entonces cuando el manso cordero sacrificado me invitó a alabarlo, a discernir lo que quiere de mí y a ir a mi oratorio a meditar sobre la aceptación que hizo del juicio de Pilatos. Este era el punto sobre el que debía meditar en ese día, según el orden que he puesto a los acontecimientos de la Pasión. Entonces me hizo escuchar: Hija mía, fíjate en la sumisión con que acepté este juicio, sin recibir ni apelar los cargos por los que se me condenaba, a pesar de que el juicio fue inicuo, el juez injusto, los testigos falsos, y yo inocente. Tú, en cambio, no me imitas en esto, a pesar de que el procedimiento que empleo o que causo para mortificarte sea justo, suave y razonable. Según tú, deseas morir por mi amor. Pues bien, el juicio ha empezado. Insisto en ser el demandante que presenta el conocimiento de causa. Tú misma eres un testigo llamada a serlo a causa de la luz que te doy, lo mismo que a tu confesor, que es el juez. El deseo que tienes de tu perfección es el abogado; el amor propio es el acusado, cuyo abogado defensor es tu natural, del que te dejas llevar o agitar, lanzar una apelación, o por lo menos pedir una prórroga. Así, pasa el tiempo, los deseos de mi amor no progresan y la causa sigue en el cartapacio de la pusilanimidad. El reportero es tu valor, pero las tentaciones, asociadas a tus pasiones, lo despiden con frecuencia, le impiden entrar a la cámara del juez o, si entra a la sala del juzgado para presentar todos los documentos sobre los que tu confesor ha emitido su juicio, surge de repente una reclamación y me crucificas mediante el deseo de retirarte cuando hace falta remitirse a los hechos.
¡Oh, dulce Jesús! mira mi confusión. Sin embargo, como tu bondad me ha concedido el deseo, dame la fuerza de llevarlo a cabo. Oh Virgen sagrada, en quien el Divino Amor hizo su voluntad sin necesidad de un proceso ayúdame por tu caridad. Y usted, mi Reverendo Padre, obligue al amor propio a pagar los gastos. Con la gracia de Aquél que es el único ser, reduzca a este acusado y a sus secuaces a la nada. Una vez hecho esto, podré con más libertad suscribirme, su muy humilde hija en Jesucristo, Janne Chesar
Domingo del Buen Pastor, 1621. Mi muy querido y Reverendo Padre: Philippe de Meaux
A eso de las diez de la noche sentí una extrema tristeza causada por mis faltas e imperfecciones. Derramé abundantes lágrimas mientras yacía rostro en tierra, a semejanza de mi Salvador en el huerto. Ignoraba dónde se encontraba mi consolador y carecía del valor para llamarlo. Pero recordé su bondad y el consuelo que me da en mis aflicciones. También lo que usted me recomendó de esperar contra toda esperanza.
Me levanté y salí al patio con los brazos abiertos. Me abandoné a la divina bondad, arrojándome a los pies de su clemencia. Apenas había dado tres o cuatro pasos cuando me sentí consolada por este amable Salvador. Con ello se desvaneció mi tristeza.
Hija mía, no te turbes al verte tan cambiante en las resoluciones de la perfección cuando se trata de ponerlas en práctica; considera a mi apóstol san Pablo, el cual fue tan favorecido con grandes gracias infusas. A pesar de ello, se lamentaba con frecuencia al verse imperfecto, diciendo: No hago el bien que quiero, sino que obro el mal que no deseo.
Esta mañana, al entrar a la iglesia, me sentí repentinamente absorta en un efluvio dulcísimo, unido a un fuego delicioso en el corazón. Más tarde, durante la misa, escuché: Hija mía, te dije ayer que yo soy tu buen Pastor; aunque andes errante, ¿puedes sentir mi presencia? ¡Dios mío, cuán dulce sentimiento me causaste!
Yo soy más comprensivo que Moisés: no me contenté con decir que se me borrara del libro de la vida por salvar a mi pueblo, sino que me vi tan abandonado de mi Padre, que no pude soportarlo sin lanzar una queja. Moisés condujo a sus ovejas a un pastizal, en el que fue consolado con visiones divinas. Yo, sin embargo, las conduje hacia mí, que soy la verde pradera donde se apacientan, y las delicias de los reyes. Pero seguí adelante hacia el Calvario, donde no me esperaban sino afrentas, furias infernales y hombres desalmados. Sólo respiraba podredumbre. Yo era la flor rodeada de estiércol, que debía dejarles mi fragancia...
Hija mía, si el Padre te abandonara en tus aflicciones, sería mercenario y no pastor, pues lo propio de un buen pastor es mostrar mayor solicitud hacia sus ovejas cuando se extravían que cuando están reunidas; él debe, como yo, aliviarlas con sus propios medios y aun llevarlas en brazos.
26 de abril de 1621. A mi Reverendo Padre. El Padre Philippe de Meaux. Rector del colegio de Roanne.
Mi muy querido y Reverendo Padre en Nuestro Señor: Que su bondad se derrame en usted.
Después de que usted me oyó en confesión, me quedó una profunda tristeza que duró la noche del sábado y el domingo. Pienso que mi Salvador no quiso que usted me consolara porque me habló en un tono muy diferente al que suele usar conmigo. Esto pudo haber sucedido, como pienso, por permisión de la divina providencia, la cual, al verme tan triste al comulgar, me consoló según su acostumbrada misericordia, tomándome entre sus brazos por medio de un dulce éxtasis. Mi espíritu decía en latín: Ciñe tu espada a tu costado, oh valiente. No me di cuenta de ello sino hasta que me sentí consolada. Escuché: Hija mía, mi fuerza y la de mis santos te protege. Te quejas de tu natural afectuoso: átalo a mi cruz amando a todos por amor a mí. Mi apóstol san Pablo se vio inclinado a amar como lo manifiesta en sus escritos: hasta el punto de ser anatema, por así decir, por el prójimo y viéndome crucificado en cada persona. Haz lo mismo. El amaba en general a todos, y en particular a su querido Timoteo. Ama a todos; si en lo particular quieres a este Padre ello no me ofende, siempre y cuando esto sea en mi amorosa presencia. Yo soy tu refugio en la tribulación. Procura morar conmigo en la paz. Aun cuando la tierra de las aflicciones y de las sequedades se convirtiera en un mar de tentaciones cuyas olas amenazaran con devorarte, no tengas miedo, hija mía, yo estoy en ti: Non commovebitur (Pr_10_30): no te sacudirán.
Sentí entonces un gran consuelo, y tuve que esforzarme para ponerme en pie a la hora del Evangelio, pero lo hice al pensar que era voluntad de usted. Durante el día fui presa del fuego divino, sin dejar de estar enferma y, además, triste.
Esa noche, a eso de las nueve, prodigaba a mi madre los servicios que requiere su enfermedad. Escuché entonces: Yo soy el Señor que te gobierna, ¿qué te puede faltar? Si deseas amarme en medio de todas tus ocupaciones, te llevaré al prado delicioso y a la pastura de mi Smo. Sacramento. Además, beberás de las aguas de la contemplación, que están muy por encima de todas las aguas del refrigerio terrestre. Si te parece que te golpeo con la vara de la reprensión de tus faltas y el bastón de la tristeza, el saber que soy yo, y que lo hago por tu bien, debe consolarte por todo. Fíjate en la fuerza que te doy en la mesa que te preparé en presencia de todos los que desean atribularte. Esta es la vara de hierro y las armas con las que serán rechazados y vencidos. Valor, hija mía.
Me sentí mucho más tranquila que el sábado en todas mis ocupaciones, usted ha rezado por mí; le doy las gracias por ello, a mi vez, no le olvido en las mías, que son tan indignas.
Quisiera que fuesen consideradas dignas por Aquél en quien soy de usted, mi muy querido y Reverendo Padre. Su pequeñísima servidora, y única hija en Jesucristo. Janne Chézar
15 de mayo, 1621 Mi muy querido y Reverendo Padre en Nuestro Señor: Philippe de Meaux.
Es de tal modo necesario que sea yo sincera con usted como una niñita que no sabe sino lo que su madre piensa que es bueno o malo para ella, y que le confía todo con su lengua aún vacilante y que experimente que mi esposo le ha puesto como fundamento del edificio de mi reposo espiritual, en el que se encuentra el cónclave de su divino amor. Este se manifiesta con tal vehemencia, que sus llamas hacen saltar mi corazón continuamente. Esto, añadido a otra enfermedad del cuerpo, es tan agobiante, que me siento cansada de vivir en compañía del espíritu, el cual estaría mucho más contento de salir de él para unirse a ese fuego divino y escalar la pirámide que sus llamas formarán de aquí al cielo, cuando se haya purificado de sus imperfecciones, pues, al considerar la presciencia de Dios, pienso que por su causa sigo cautiva aquí en la tierra.
¡Oh, si mi Jesús, que ascenderá a las alturas el próximo jueves, me tratara como a los cautivos de quienes habla el profeta, qué dones recibirían las personas que me han ayudado en la medida de su caridad! Ella los ha impulsado a pasar por en medio de mil molestias que les han causado mis faltas.
A pesar de todo, este buen Dios saca de ellas motivos para ejercer su misericordia, y por su mismo medio, reemplazar y reparar mis pérdidas concediéndome bienes mucho más grandes, que proceden del abismo de su divina bondad. Por ejemplo, ayer, al decir mi penitencia después que usted me dejó, me sentí atraída a hacer mi oración con estas palabras de Santiago: Toda dádiva buena y todo don perfecto viene de lo alto, desciende del Padre de las luces, etc. Estas palabras del Apóstol me animaron a tener una santa confianza hacia este Dador, junto con los signos amorosos de su divina clemencia.
Considera cuán amada eres de este Padre que te ha amado hasta el grado de darte a su Hijo; él es Padre de luz y de ciencia y, por ello, sabía muy bien lo que hacía y no ignoraba las faltas que cometerías. No pierdas la esperanza por esta causa, pues aún no se ha dignado gratificarte con su Santo Espíritu. El nunca cambia al hacer el bien; nada ensombrece a ese sol de gracia cuando desea comunicarse de una manera absoluta, pero de ordinario, cuando la voluntad de tu libre arbitrio está entre sus manos, entregada a la suya, sus dones descienden sobre un alma profunda, que tiene el humilde conocimiento de su nada pero que confiesa con amor la grandeza divina.
Hija mía, no fue sin misterio que mi apóstol Santiago dijo esto. Recordaba muy bien lo que dije cuando la mujer de Zebedeo se postró en adoración a mis pies, pidiendo que sus hijos se sentaran uno a mi derecha y el otro a mi izquierda. Yo respondí que era prerrogativa de mi Padre el dar estos dones a quienes bebieran del cáliz que él me daría. Así lo hicieron, y mi Padre los recompensó con dones de alta perfección. Junto con san Pedro, fueron escogidos para ser testigos de algunos misterios a los que los demás no fueron invitados. Considera cómo ellos tres hablaron de la santa Trinidad: Santiago habló de mi Padre, san Pedro de mí, y san Juan del Espíritu Santo.
Después del gran consuelo de esta oración, escuché: Hija mía, valor, sube alto hacia la perfección, ayudada de la divina gracia y de este Padre, de quien puedes en verdad decir: Bendito el que viene en nombre del Señor, puesto que lo envié para ayudarte a progresar.
Entonces me pareció escuchar que usted recibía grandes bendiciones, lo cual prolongó mi alegría. A pesar de que, como hija suya, tengo muchas cosas que decirle, y que tuve muchos deseos de manifestarle esta mañana, no tuve el valor de ir a llamarlo. Si después de su sermón, usted me hubiera hablado, me habría encontrado dispuesta a hacer su voluntad; por esta razón no fui con usted, quedándome a la expectativa de lo que usted haría. Volví a casa con el pensamiento de que usted es mi padre y yo su hija que debe obedecerle con santa indiferencia. Le digo esto con toda tranquilidad, pues mi deseo de hablar con usted era mucho más fuerte que el de no hacerlo. Más tarde me dirigí a la iglesia del colegio, donde el fuego divino se redobló; escuché estas palabras de mi Jesús: Hasta ahora nada le habéis pedido en mi nombre. Pedid y recibiréis.
Formulé entonces peticiones, rogando a la corte celestial que, a su vez, hiciera lo mismo por mí, pues seguía careciendo de la verdadera tenacidad para pedir. Recordé mi comportamiento después de haber recibido tantas gracias. Sé bien lo que puedo hacer cooperando con la divina gracia, pero a pesar de ello, dejo de hacer cosas que serían muy fáciles. Esto pareció conmover a mi querido amor:
¡Cómo, hija mía! ¿No te atreves a poner en práctica los propósitos de amor que tantas veces me has ofrecido, sino que poco después haces lo contrario? No pierdes tu buena voluntad, aunque por debilidad no cumples lo que prometes. Ten valor, hija mía, ¡me has dicho tantas veces que deseas amarme sobre todas las creaturas! Tú sola me demuestras más amor que todas ellas juntas.
No he olvidado esas palabras, así como no dejé que las de san Pedro se perdieran: Aunque todos se escandalicen, yo no... Aunque tenga que morir contigo, yo no te negaré. A pesar de ello, fue el único en negarme y huyó de la muerte. Sin embargo, después de mi resurrección, salí a su encuentro y le recordé lo que dijo en el pasado: ¿Me amas más que estos? El pobre apóstol, con el mismo amor, me aseguró que me amaba, sin dejar de repetir esas palabras a causa de su caída. Como estaba seguro de que yo veía su corazón, me dijo que, yo lo sabía todo; que yo sabía que él me amaba. Por ello, una vez más, lo declaré pastor de todos. Conocía yo muy bien, al mismo tiempo, su buena voluntad y su debilidad. Esta no fue la última ocasión en que mostró su fragilidad, pues quiso huir del martirio. ¡Cuánto valor demostró al predicar mi palabra, y qué poder recibió de mí para convertir a los demás! Volví de nuevo para darle valor, apareciendo ante sus ojos cargado con mi cruz. Al verme preguntó: ¿A dónde vas? Voy a Roma por segunda vez. Hija mía, con frecuencia actúo de esta manera hacia ti después de que cometes una falta. Comprendo muy bien tus deseos y tus promesas; ten confianza y ruega a mi Padre.
Oh, Jesús mío, le pediré en tu nombre el amor perfecto que será la corona de mi vida. Tu corazón es la vida del mío; es todo lo que tengo. Si no fuera así, la muerte anidaría en mí, privándome del deseo de vivir, y en consecuencia, de tener un corazón.
Pedí esto mismo para usted, mi querido Padre. Con esta petición quedo por siempre, mi muy querido y reverendo Padre, su pequeñísima servidora, y única hija que le obedece en Jesús.
Janne Chezar
Si mañana me levanto a las 5 de la mañana, iré a llamarlo si usted, así lo desea.
A mi Reverendo Padre. El Padre Philippe de Meaux. Rector del colegio de Roanne. 17 de mayo de 1621.
Mi muy querido y Reverendo Padre en Nuestro Señor:
No puedo decirle cuán complacido estuvo mi esposo con mi entrevista con usted esta mañana. Me comporté, en verdad, como una niña hacia su nodriza, de la que no quiere separarse por el tierno afecto que siente hacia quien la nutre con su leche y la sienta sobre sus rodillas para adormecerla, librándola de todo cuidado, y reservando esta solicitud a sí misma. Así me sentí.
Después, viendo que usted me dejaba, un santo resentimiento me causó pena de salir, pero la resignación a la voluntad de usted prevaleció. Salí, pues, radiante de alegría, y como extasiada en el amor que mi querido Jesús me demostró. Escuché: Hija mía, tu director es la nodriza que necesitas. Soy yo quien te da esta leche junto con el trigo cereal sacramental que se añadirá a tu biberón para fortalecerte. No es una novedad que el niño se vuelva tanto hacia la nodriza, como hacia su madre, a la que no ve con tanta frecuencia como a su nana cuando es pequeño. Sin embargo, al crecer, se da cuenta de que su madre le proporcionó y costeó estos cuidados. Por ello la quiere más, sin disminuir el afecto razonable que debe a su nodriza, no por el gusto de su leche, sino porque ya no tiene necesidad de ella. Esto mismo sucede en el cielo, pues mientras estás en la tierra, es necesario que seas una niña; si dejas de serlo, no entrarás en el paraíso. Por ahora, al estar conmigo en el Santo Sacramento del altar, estás en el cielo. Reposa en mí, niña mía.
Entonces, mi querido Padre, salí fuera de mí para reclinarme sobre el pecho de mi queridísimo amor. Vi una escalera cuyo maderamen era aguzado y muy estrecho, pero amplio en la parte alta. El extremo de la parte estrecha descansaba en su cintura, y el ancho en su boca, que me prodigó un beso delicioso. Escuché: Hoy te besé con una reprensión en mis labios. Mi boca era amarga, pero ablandado por tus lágrimas y por tus resoluciones de obedecer, te introduje al dulce interior de mi paladar. La escalera estrecha es el amor divino. Al principio es difícil colocar bien el pie sobre el peldaño, pero habiéndolo logrado, se vuelve tan ancho que las almas duermen y descansan en él como tú lo haces.
¡Ah, mi querido Padre, qué bien me sentía! Sin embargo, tenía que ayudar a mi madre, haciendo algunas cosas para ella, por lo que fue necesario salir de ese amable lugar de reposo. Lo hice por obedecer y para sacrificarme en obediencia. Sólo tiene usted que hablar y yo le obedeceré.
Soy de usted, mi muy querido y reverendo Padre, su pequeñísima servidora, y única hija que le obedece en Jesús.
Janne Chezar
A mi Reverendo Padre. El Padre Philippe de Meaux. Rector del colegio de Roanne.
Mi muy querido y Reverendo Padre en Nuestro Señor:
Si a causa de mis imperfecciones, le he comunicado parte de mi desolación, por la perfectísima caridad de mi querido esposo compartiré también parte del gran consuelo que mi dulce Amor se apresuró a traerme.
Después de que usted me dejó, quedé con la intención de relacionarme con usted como hija, lo cual he hecho hasta ahora a pesar del sentimiento de tristeza que se apoderó de mi, sintiéndome atraída a volver al confesionario para llorar en él durante la misa. ¡Ah, de haberlo hecho, de qué tentación y turbación me habría dejado llevar! Sin embargo, resistí diciéndome: Mi Padre desea que esté alegre; debo obedecerlo tanto como pueda. Huiré de la ocasión de desasosiego. Después me acerqué al comulgatorio para decir mi penitencia. Mi corazón se abrió y sentí que la médula de mi cuerpo se conmovía ante el sentimiento de la visita divina. Escuché estas palabras: No pierdas valor ante el proyecto que han hecho ustedes dos para conducirte a la confianza inocente. Podría parecerte que, a pesar de que llevas algún tiempo bajo su dirección, no has obtenido fruto de ella. Di al Padre que, en el transcurso de los tres años antes de mi muerte, de los cuarenta días después de mi resurrección y aun el mismo día en que los dejé para volver al cielo, tuve que soportar la debilidad e imperfección de mis apóstoles y reprocharles su incredulidad y dureza de corazón mientras los instruía para que practicaran mis enseñanzas. Sin embargo, no dejé de ser maestro. Los mandé a llevar al mundo la fe que a ellos mismos les faltaba y me mostré como su verdadero Padre, quien después de haberlos reprendido por sus faltas deseaba que pasaran de ellas a la obediencia. Les dije que permanecieran juntos en la ciudad, hasta que les enviara al Espíritu Santo, el cual les ayudaría a poner en práctica mi mandato por toda la tierra.
Tu director debe ayudarte a permanecer en el recinto de su obediencia. Esta es la ciudad donde debes permanecer sin moverte del Cenáculo de su voluntad, para recibir de ella al Espíritu Santo.
Después comulgué invadida por una paz muy grande y por los sentimientos de un amor indecible, los cuales me llevaron a un dulce éxtasis, en el que permanecí hasta después de la misa escolar. Durante esta alegría del divino reposo, mi corazón se abrió con tal violencia, que quedó llagada y casi sin fuerzas para respirar. Este gozo interior abrió mi corazón tanto como la tristeza precedente lo había cerrado, casi hasta quitarme el aliento. Escuché: Hija mía, ahora es necesario que te pongas en manos de tu obispo y pastor para ser transformada. Tengo tu alma en mis manos porque soy tu soberano pontífice, pero la pongo en las de este Padre, que es tu pastor.
Entonces tuve una visión tan delicada, que no puedo manifestarla en toda su finura, pues no fue imaginaria sino intelectual. En ella, mi alma era como un pequeño bebé acurrucado en brazos, muy cerca del pecho de mi esposo. Sentía en mi rostro su dulce aliento cuando me puso entre los de su reverencia con la misma ternura con que me llevaba en los suyos. Un rayo de sol descendía de lo alto sobre mi cabeza, del lado izquierdo, y mi espíritu se perdía en Dios.
Hija mía, salí de mi Padre para venir a la tierra, y volví a él a la primera indicación de su voluntad. Obra de este modo hacia tu director en lo que te pida que hagas. Póstrate a sus pies y obedécele.
Deseo esto en verdad, mi amable Jesús, sólo por tu amor. Quedo por siempre, mi muy querido y Reverendo Padre, su pequeñísima servidora, y única hija que le obedece en Jesús.
Janne Chézar
Reverendo Padre Philippe de Meaux. Roanne 1621.
Mi muy querido y Reverendo Padre en Nuestro Señor:
Ignoro si le causé o no un disgusto al haberme puesto a llorar después de confesarme con usted, pues me había pedido permanecer alegre. Desafortunadamente, a causa de mi temperamento, no pude obedecerle, usted me dirá que la obediencia lo puede todo junto con la divina gracia, cuando colaboro con sus inspiraciones, comportándome como verdadera hija suya, pues usted es siempre para mí un Padre tan bueno. Por ello, después de haberlo dejado, sentí temor de no haber mostrado la debida confianza hacia usted, que es la persona a quien mi querido esposo y Padre me ha dado como tutor de sus bienes según los términos en que me lo expresó: Hija mía, para ti, la leche es mejor que el vino. Si no te haces como niña, no encontrarás reposo. Este Padre es el tutor de la heredad que te he dado. El es fiel a mí; por ello, es necesario que conserve en ti mis gracias, y que te ayude a crecer. Confíale todo, pues eres una niña y tus enemigos, y aun los que piensas que son tus amigos, te arrebatarán de las manos el tesoro que mi bondad te ha concedido.
Seguí sintiendo tristeza y perdí mi alegría. Me veo tan débil para imitar la sagrada humildad de mi amor que practicó durante su vida de paz en la tierra y en la paz de su vida sobrenatural después de su resurrección. Después de comulgar, me sentí impedida de expresar cosa alguna, pues me mantuvo cerca de él en el cielo. Por esta causa, poco faltó para que me desmayara después de un efluvio, y temiendo que así fuera, hice un esfuerzo para volver en mí; arreglé mi vestido me di ánimo y salí de la iglesia, transitando por las calles un poco fuera de mí. Resolví seguir hasta mi oratorio, pero me pareció mejor asistir a la misa solemne; me quedé también a otras dos que siguieron.
Después, sin dejar de sentirme triste, volví a casa. Me sentí molesta al tener que sentarme a cenar, a pesar de que la familia ya había terminado. ¡Ah, cuánto hay que padecer, sobre todo cuando se es tan imperfecto como yo!
Su pequeñísima servidora, y única hija que le obedece en Jesús, mi muy querido y Reverendo Padre.
Janne Chezar
Mayo de 1621. A mi Reverendo Padre. El Padre Philippe de Meaux. Rector del colegio de Roanne.
Mi muy querido y Reverendo Padre en Nuestro Señor:
Dos razones me impidieron expresarme al entrar en el confesionario del P. de Villard. Ya le mencioné una: usted me dijo que no estaba dispuesta, y así he querido creerlo. La otra es que, al prepararme a la contrición y a hacer memoria de mis faltas, me circundó un fuego tan ardiente y devorador, que me abismé en este divino amor.
Acabo de subir a mi oratorio para decir el rosario por la persona a la que culpé interiormente por algo que no hizo. El fuego se reanimó, por lo que casi no pude terminar la recitación verbal del rosario, a pesar de que solté un poco mi vestido. Al pensar en este fuego, me pareció escuchar: Como te dejaste llevar de pensamientos contrarios a esos deseos plenos de caridad de su confesor, los cuales atribuías a desinterés hacia tu bien, y a pretextos para abandonar el proyecto que hizo él de conducirte a la perfección. Esto te ha llevado a un desaliento causado por la tristeza. Tus frías oraciones por esa persona deben ser reemplazadas por su contrario, que es el fuego de la caridad.
Mi Dios y mi todo, clamo a ti pidiendo misericordia. Y a usted, mi Reverendo Padre, le prometo no volver a caer en esta falta. Tengo miedo de no hacerlo: tal es el grado de mi imperfección cuando se trata de actos de virtud sólida, a pesar de verme prevenida por altísimas gracias que mi esposo me concede.
Hoy, al comulgar, me lo hizo ver al reprenderme, a su manera, con palabras cariñosas: ¡Pero hija mía, gracias a mi bondad te cuentas entre las almas escogidas de Israel y en el número de las que me ven a través de la contemplación deliciosa y pacífica! Sin embargo, sigues ignorando los efectos de la práctica de la perfección, que se basa en actos de generosidad. Nadie puede subir a las alturas con solo desear esforzarse, o especulando aunque en el cielo hay varias personas que lo hicieron. Sólo aquellos a quienes desciendo y hago ascender por medio de la verdadera humildad y anonadamiento de ellos mismos podrán lograrlo, así como yo me anonadé cuando me hice pasible, para renacer impasible. Si como yo, mueres a ti misma resucitarás sin duda alguna, pues cuando la muerte se levantó para aferrarme, la resurrección se levantó más alto que ella para hacerme renacer a la gloria.
Hija mía, ¿quieres conocer el agua del Espíritu Santo, por la cual son regenerados todos los que desean entrar al paraíso? Es el agua y la sangre que este divino Espíritu hace llover por la fuerza de su amor y que Longinos hizo brotar de mi costado. Fue entonces cuando di a luz a mi Iglesia después de haber sufrido dolores de parto sobre el lecho de la cruz, cuyo hallazgo se celebra en este día. Hija mía, sobre este lecho derramé mi sangre por la vida de todos.
Me sentí tan consolada, que me pareció ver un sol sobre mi cabeza.
Deseaba mencionar cuatro faltas mías que recordé, pero me alargaría mucho. Le suplico me obtenga el perdón de ellas con sus santas oraciones. Le encomiendo a mi madre, que está enferma, aunque sin guardar cama. Su reverencia puede pensar que se lo hago para invitarlo a venir a verla, lo cual no me desagradaría y la haría sentirse mejor. Creo que ella espera una visita de usted Mi muy querido y Reverendo Padre, quedo de usted como su única hija y servidora que le obedece en Jesucristo. Janne Chezar
Desde que terminó la cena, dejé de sentir el fuego interior.
Junio de 1621. Reverendo Padre Philippe de Meaux.
El sábado, víspera de Pentecostés, al recibir la comunión, me sentí fuertemente unida a mi amado, el cual difundió su caridad en mi corazón. Vi a una persona coronada, pero con escaso ropaje. Escuché: El verdadero amor que se adquiere por el Espíritu Santo corona el corazón y lo reviste de todo. Experimenté un gran consuelo.
El día de Pentecostés, al comulgar, escuché: Hija mía, así como ascendí al cielo para preparar un lugar para mis apóstoles y para todos mis bien amados, el Espíritu Santo, que no se queda atrás en cortesía, quiso recompensarme y bajar a la tierra a preparar los corazones en los que vendría a morar. Es él quien prepara el tuyo.
Durante las vísperas, mi corazón ardió tan fuertemente con el fuego divino, que me sentí perdida en él. Al considerar su bondad, escuché: Hija mía, el Padre Eterno amó de tal modo al mundo, que le envió a su Verbo. Puso entonces a la humanidad a su derecha para estar por siempre en su compañía en la Iglesia Triunfante. El Espíritu Santo, por santa emulación, quiso descender sobre la Iglesia Militante para acompañar en todo momento a la esposa, y que así como el esposo tenía al Padre para encontrar en él sus delicias, ella tuviese al Espíritu Santo para complacerse en él.
Hija mía, si el Padre te amó a tal grado que te entregó a su Hijo, yo te amo también con el mismo amor, pues soy uno con El. Esta es la razón por la que me entrego a ti, para concederte un don semejante al del Padre.
El martes, al acercarme a comulgar, sentí algún temor por mis faltas. Escuché: Queda en paz. Me inundó entonces el espíritu de paz, y mi corazón se sintió abrasado.
Veamos, hija mía, ¿acaso no te dio el Padre a su Hijo en el Santo Sacramento, no para juzgarte, sino para salvarte por sus méritos y suplir tus deficiencias? Si esta es la tarea del Hijo, con mayor razón me entrega a ti en este día, pues yo soy el Espíritu Santo y, por tanto, el amor que te invade, tanto el cuerpo como el alma gozan de grandes gracias.
Hija mía, desciendo sobre todos, llenando también la casa con mi presencia. Sin embargo, sabes que descendí por la gracia sobre cada uno en particular, pero con diferentes dones. Así será en el cielo, donde cada uno recibirá en sí la participación de la visión beatífica, de un modo singular, mediante la gloria. La misma esencia llena todo el cielo, pero se comunica más a unos que a otros. Hija mía, en este día recibes una gracia particular.
Efectivamente, durante todo ese día, experimenté sentimientos muy vivos del divino amor. El mismo martes, al meditar en la venida del Paráclito, escuché: Hija mía, el Espíritu Santo es el Padre de los pobres y su recompensa al céntuplo, como lo prometió Jesús. Este Santo Espíritu lleva, en él, la vida eterna. Para recompensar a los apóstoles, se la concedió bajo la forma de un viento huracanado. ¿De dónde piensas que procedía este bien del cielo que llegó con tanto ruido? Sabe, hija mía, que el Salvador, habiendo sido traspasado en su costado, pies y manos, recibió en sus llagas las vehementes aspiraciones y suspiros de los fieles que, a fuerza de aspirar, parecían casi expirar su espíritu. Como el divino amor llevaba en sí el viento de las almas de la tierra, y como sus aspiraciones procedían del Padre y del Espíritu Santo, al ser éste enviado a la tierra se produjo el gran ruido del gozo que sintió al venir. Hija mía, ¿deseas saber, además, por qué vino en forma de viento? Esto se debió a que el fuego ardiente que traía consigo requería un refrigerio para los corazones en los que entraría, que no tenían cañones suficientemente preparados para enfrentarse a semejante fuego, que llegaría cargado con toda la pólvora de los méritos del Salvador, pues el Verbo divino estaba en él. Este Verbo es un fuego, y Jesús lo dijo muy claro: Mucho tengo todavía que deciros, pero ahora no podéis con ello. Mis palabras son ardientes; es necesario un viento de Paráclito. Como prueba de ello, hija mía, recuerda lo que sintieron los dos discípulos en la conversación que tuve con ellos camino a Emaús. Devolví ese fuego al cielo, portándolo sobre mi lengua, de la cual brotaron todas las que el Espíritu Santo les hizo llegar el día de Pentecostés.
1° de agosto, 1621. Reverendo Padre Philippe de Meaux
¡Ay, mi buen Padre! Philippe de Meaux. Si usted me conociera bien y quién es el que me visita el cual, si fuera mortal, derramaría lágrimas de sangre a la vista de mis pecados, no saldría en casi una eternidad de lo profundo del infierno que no es suficiente para castigar mi soberbia. Lo digo para humillarme, pues no quisiera estar en él bajo un decreto de castigo eterno, a pesar de que lo merezco mucho más de lo que cualquiera puede imaginar.
Con toda verdad, y delante de Dios, declaro que, en esta mañana, tuve una visión tan clara de mí misma, que todos los ángeles, santos y el resto de las creaturas, serían incapaces de arrebatármela. Yo soy la pecadora más grande, no a causa de mis considerables faltas, sino de las gracias que Dios me ha concedido y me sigue concediendo. Creo que jamás dio tanto a persona alguna que no fuera mejor que yo. ¡Ay, cuánta ingratitud hacia un Dios tan bueno, el cual, en medio de mis lágrimas, sigue regalándome tanto! Todo esto me llevó a quedarme en la iglesia durante más de dos misas, pues deseaba consolarme en mi hondísima tristeza.
Hija mía, el P. obtuvo más que yo al venir a visitar tu alma, que es la Jerusalén mística: es que él pudo hacerte llorar y darte a conocer al que te visita. ¡Cómo es bueno hacia ti, más que todos los otros! Aquí estoy. El te ha hecho ver tus pecados y los demás enemigos que te rodean.
Pero yo seguía llorando.
Te quejaste con él por estar triste, y por no acompañarme con tu llanto. En este día he cambiado las lágrimas que el amor propio te hizo verter; si al confesarte no te hubiera incitado a llorar de verdadera contrición, apropiándote la causa de ellas, no sabrías ahora la causa de estas lágrimas. De otro modo, hubieras culpado a alguien más con algo de resentimiento.
Mi llanto continuaba. Me sentí tan humillada, que no podía decir cosa alguna ni prometer algo bueno. Desesperando de mí misma, le pedí entre mis lágrimas, y con un corazón contrito, que sólo El fuera mi esperanza, a fin de verme humillada eternamente.
¡Ay! Pensé, mira que las personas te creen buena, pero ¿Qué significa eso delante de Dios? ¿Por qué algunas veces te complaces en ello? ¡Cuánta ceguera te causa todo esto!
Todo mi ser me pareció más culpable; lo que agravó mi dolor fue el verme impotente para hacer el bien. No me atreví a prometer ser mejor, pues recordaba tantas promesas que hice a Dios una y otra vez durante tanto tiempo, que nunca fueron cumplidas, esto mismo he hecho con usted. Mientras me condolía de este modo, fui iluminada con respecto a cuatro o cinco faltas que olvidé mencionar en mi última confesión. Estas se referían a cuatro o cinco personas conocidas mías, en las que había buscado consuelo de mis faltas.
Comprendí que trataba de competir con Dios, para ver quien podría humillarme mejor. Desde luego fue El; pero para consolarme, cedió a mi contrición al producir los actos de humildad. Me di cuenta de que, en verdad, esa humildad venía de El. Al comulgar, le dije con san Pedro: Retírate de mí, que soy una pecadora. Escuché: Hija mía, me comporto hacia ti como con este apóstol: algunas veces, después de humillarse ante mí, yo lo exaltaba; pero en otras luchaba con él para ver quién lo humillaría. El mismo se humilló diciendo que era un pecador y rehusando que yo le lavara los pies. Entonces lo humillé dejándole caer en pecado y huir del martirio. Su cobardía le humilló entonces, pero, hija mía, en lo secreto, qué hicimos él o yo... porque me venció así lo quise. Fue crucificado de cabeza. ¡Ah, qué alegría me dio el que este apóstol me conquistara con su humildad! Obra del mismo modo, hija mía.
Mi buen Padre, a pesar de todo esto, mi dolor no cesó, pero me fue más querido que todas las delicias de un éxtasis. ¡Ah, el verdadero éxtasis consiste en salir de mí mediante el desprecio de mí misma, y de retirarme de mí para verme tan miserable, y excitar, mediante mis suspiros, a la divina misericordia!
Al fin, ¿Quién obtuvo la victoria, Dios o yo? Fue él, pero yo también, pues me glorié en el sentimiento de mi debilidad, mediante el cual fui exaltada. Esta última palabra me humilla.
Por favor, hágame saber la hora en que su reverencia me escuchará, pues no sabría guardar estas faltas que ya conoce, además de otras muchas que le son desconocidas. Sabe usted bien que esta enferma crónica no pide la ausencia del médico. Reflexione en la causa de esta palabra: Dios o yo. La pronuncio en su presencia sin escrúpulo, permaneciendo indiferente a cómo usted la juzgue, pues usted es el pastor. En esta fiesta de san Pedro, el pastor, recibí a Jesús, el Pastor soberano, por sus intenciones. El no se detendrá ante mis numerosas imperfecciones, sino más bien ante el deseo que tengo de ver a usted, tal como su bondad lo desea. Su única hija en Jesús.
Janne Chesar.
12 de agosto de 1621. A mi Reverendo Padre. El Padre Philippe de Meaux. Rector del colegio de Roanne.
Mi buen Padre: Lo llamo así porque mi queridísimo esposo me ayuda a darme cuenta de que usted es verdaderamente bueno hacia mí, especialmente en este día de la piadosísima santa Clara, en el que me dio una profunda apreciación de su pureza, diciéndome: Hija mía, el año pasado te concedí una luz sobre estas palabras: ¡Qué hermosa! ¡Oh casta generación, cuya claridad rodeó a esta santa! ¿Deseas que esto se lleve a cabo en ti? Ella te ayudará a lograrlo mediante el candor que debes tener hacia tu confesor. ¿Qué generación más clara que la que desea ayudarte a obtener este Padre, haciendo tu corazón cristalino y tu alma inocente; produciendo mil actos de puro amor y de verdadera humildad? ¿Qué persona hay en el mundo que tenga para ello más oportunidad que tú? ¿Qué deseas para llegar a ello? ¿Acaso te rehúso mi gracia? ¿Desearías un Padre más adecuado para ti que aquél que te he dado? Fíjate cómo es bueno.
Hija mía, si en realidad lo deseas, llegarás a ser, en poco tiempo, y en todo lugar, hija mía y suya. Eres mía en la oración, en la que te arrullo sobre mis rodillas, dándote mi seno como reposo y mis pechos como mesa en la que puedas saborear la dulzura misma aun en medio de todas tus acciones y de tu actividad. ¡Ah, cómo me gustaría verte como una niña en tu actitud hacia el Padre director! Pero una niña amada únicamente por él y yo.
Al comulgar gocé de una santa paz junto con una dulzura tan grande, que para describírsela sería necesario que ella me sirviera de tinta, y mi corazón de papel; y que todo ello se derritiera dentro de su boca. Estaría dispuesta a hacerlo si con ello le ayudara a experimentar lo que escribo. Ofrecí entonces mi comunión para obtener la gracia de ser como una niña, y continuaré haciéndolo por la misma intención tanto como usted lo crea conveniente. Mi dulce niño Jesús me ayudó al concederme el sentimiento de infancia, estando a su lado.
Hija mía, te dije ayer que, por amor a la humanidad, me revestí de sangre sin sentir horror, y después seguí siendo niño a pesar de ser un hombre perfecto. Permití que mi querida y santa Madre me llevara en brazos, me tomara por la mano y me guiara. Entiende bien, hija mía, que escogí voluntariamente hacerme niño y habituarme a ello, lo cual tiene mucho más valor que ser niño por naturaleza; algo así como el ser virgen mediante voto y por resolución, o por privilegio natural, sin el deseo de serlo; pero indiferente a casarse o a permanecer así. Presta atención a lo que digo: Si no se convierten y no son como niños, no entrarán al Reino de los cielos, lo cual significa transformar la infancia natural en una infancia espiritual, a la que te quiero conducir.
Después de este amable sentimiento de mi amor, dejé esta oración y unión para recitar mi oficio, durante el cual me pareció ser llevada de un Padre al otro, mirando a usted con ojos tan llenos de ingenuidad, que no podría describirlo.
La divina providencia hizo que estuviera sola en la iglesia, cerca del Santísimo Sacramento, el cual me animó con el celo de las almas, de su gloria y de una humildad profundísima, junto con una gran confianza. Derramé lágrimas de consuelo; con el rostro en tierra, experimenté una fe viva en mi oración. Dije un celo por las almas porque, para contribuir a la gloria divina, me dejaría aniquilar por ellas con tal de que la más pequeña del mundo creciera en humildad. Me veía indigna hasta de ser el escaño de Lucifer, pero mi confianza en Dios era tan grande, que esperaba contra toda esperanza. Sería delicioso derramar lágrimas provocadas por tan agradables sentimientos, pero todo esto se desarrolló sin éxtasis ni embelesos; únicamente por una unión o impresión indescriptible.
Al volver a casa después de la misa, me quedaron dos sentimientos hacia Ud, uno de confianza afectuosa, como la de un niño que se refugia en su seno, y la otra de temor respetuoso, que me ponía bajo sus pies, en los que soy su única hija en Jesús.
Jane Chesar.
24 de agosto, 1621. A mi Reverendo Padre. El Padre Bohet de la Compañía de Jesús. En Lyon.
Mi muy querido y Reverendo Padre en Nuestro Señor:
Si la tristeza era grande, el consuelo no fue menor desde que su reverencia me bendijo y me despidió en paz.
El divino amor se hizo sentir fuertemente en mi pecho aun antes de mi confesión, después de la cual asistí a misa con el deseo de comulgar. Aunque había pensado un poco en lo que habría pedido en presencia de mi Salvador, no me di cuenta de ello sino hasta que comencé a sentir esta experiencia. Comprobé fuertemente, por tanto, la bondad de mi Dios, la cual hizo elevarse mi corazón, sin que yo supiera, por entonces, otra cosa sino que él me amaba y estaba en mi compañía.
Mi corazón, en especial, parecía querer salir de mí en cuanto hube comulgado, por lo que me aflojé la ropa. Sentí temor de que usted lo hubiera notado, así como los fuertes latidos, pues hubiera tosido para hacerme volver de estas acciones. Pensando que sin duda habría tenido usted esta intención, me esforcé en salir del éxtasis, el cual me hubiera arrebatado, como empezaba a sentirlo.
¡Si pudiera describirle las maravillas que escuché, vi y gocé! Pero no puedo hacerlo. Dije entonces a mi amor: Un serafín es incapaz de escribir tus admirables acciones. Mi corazón se detuvo para sumergirse más profundamente en su Dios. Vi entonces una palmera toda de oro, podría haber sido un olivo, pero al fijarme en ella, observé que sus frutos eran grandes y hermosos, lo cual me hizo comprender que se trataba de lo primero. Escuché entonces a mi amor que me felicitaba: Has ganado una victoria sobre aquél que te afligía. Yo soy esta palma, yo soy tu gloria.
Ayer te hice comprender que la Asunción de mi Madre y sus méritos resonarían por toda la tierra; que ella era el tabernáculo del Espíritu Santo, el cual fue llevado hasta el sol: Una mujer vestida del sol. En este día, y en el de la Anunciación, el sol entró en ella como un esposo: desde su tálamo celestial, el Espíritu Santo vino, junto conmigo, en búsqueda de esta esposa, y fue arrebatada para Dios y para su solio, llevándola hasta el cielo.
Es ella, hija mía, quien desde el cielo y desde ese santo tálamo ha velado sobre ti. Ella te obtiene la palma de la victoria y te da su fruto, que soy yo.
Tuve también la visión de un puente construido sobre varios precipicios, al cual nadie podía acercarse sin la ayuda de un ser sobrenatural, en caso de que hubiera alguno, pero sólo vi a una dama con un niñito en brazos. Los dos estaban vestidos con túnica y manto de oro, con el que se cubría la cabeza. Escuché: Hija mía, se trata de la reina misma, revestida de oro. Tu le has pedido los dones por excelencia. ¿Qué caridad hay más grande puesto que ella y yo poseemos al Espíritu de la caridad? El divino Paráclito que ella te comunica te ha sacado del precipicio en el que empezabas a caer, atrayéndote hacia ella sobre este puente, en compañía de su cordero.
¡Oh, Dios! Padre mío, vivía yo y moría, todo a un mismo tiempo. Moría para irme con ella; vivía para servir a este Hijo y a la Madre, y quedando en suspenso, me perdía en alabanzas a la divinidad, diciendo en latín: Que sean confundidos los que adoran a los ídolos y se glorían en sus simulacros. Ángeles, santos, creaturas todas, adorad y alabad a Dios; y tú, alma mía, y todo lo que es mi cuerpo, alaben a Dios y anonádense, para que yo desaparezca diciendo: ¡Aleluya! y después: ¡Magnificat!
Al acercarme a comulgar tomé lugar en lo más bajo de los infiernos, a fin de que la altura de la divina caridad descendiera a ellos: Un abismo llama a otro abismo, que uno tirara del otro. Después de dicha comunión, me pareció escuchar que caminaba sobre Lucifer, con la ayuda del Hijo y de la Madre. ¡Qué bueno es Dios conmigo, a pesar de lo mala que soy! Deseo cambiar y ser buena hija suya y de usted también, ya que su reverencia ocupa su lugar.
Después escuché: Hija mía, ayer te dije que debes ser de oro puro; hacía falta someterte al crisol de la humildad, el cual fue este temor que ha renovado tu aflicción pasada, y te hizo humillarte aun más en presencia del Padre.
Después de lo anterior quedé en paz respecto a estas cosas. Comprendí que san Bartolomé era aquél a quien temían los espíritus malignos, y que en este día él nos ayudó a vencerlos. Si no entendí mal, Dios les concedió permiso de afligirnos. Como su reverencia los irritó mediante los actos de humildad que me pidió hacer, ellos reventaban de despecho. Hicieron grandes esfuerzos para fastidiarnos, la herida y mi escrúpulo son signos de su cólera, pero para confusión suya, su reverencia tuvo el mérito de soportarlo todo, y si se cura de ello, continuará humillándome.
Se lo suplico en nombre de mi esposo Jesús, a quien el día de san Luis Rey, habiendo comulgado, fui unida en un dulce reposo, en el que vi una torre de marfil sin techumbre. Su parte más alta tenía la forma de una punta pequeña, en forma de cruz o de una flor de lis. Los remates de esta torre estaban ceñidos por un círculo de oro, que le daban, al mismo tiempo, el aspecto de una corona y de una torre.
Comprendo que se trata de la torre que usted desea edificar mediante la humildad, y que la blancura del marfil es la pureza a la que usted desea conducirme. El círculo de oro es la caridad perfecta. Yo hago su voluntad y Dios, que es la verdadera caridad, me ceñirá con ella como con un círculo. La abertura de la torre está en lo alto, porque la aurora María y su sol Jesús desean venir del cielo. Las torres de la tierra tienen tejado; como sus habitantes son de aquí abajo, es necesario que la puerta esté junto al suelo, y que el techado les muestre el límite de su altura. Janne Chesar
30 de septiembre de 1622. A mi Reverendo Padre. El Padre Philippe de Meaux. Rector del colegio de Roanne.
Jesús María.
Mi muy querido y Reverendo Padre, pido al espíritu de Nuestro Señor que asista a usted en todo lugar.
Esperaba encontrar a su reverencia en Roanne, a mi regreso de San Germain y de Grésole. Mi esperanza fue vana, porque usted estaba ausente. Su ausencia me puede mucho porque, además, me ocasiona grandes temores respecto a sus sufrimientos, que me es difícil tolerar. Quisiera, si esta es la voluntad divina, poder padecerlos yo, pues él me daría la fuerza de sobrellevar lo que usted debe soportar.
Ánimo, mi buen Padre, este Salvador común no fue impasible sino hasta después de haber entregado su cuerpo a la cruz bajo el poder de los tiranos y crueles verdugos. Sin embargo, en el momento en que pensaron haber terminado con él, fue cuando tuvo más fuerza y se levantó de la tumba con este título: el Cristo resucitado de la muerte, a quien ésta no volverá a dominar, pues él será su Señor. Usted, por la virtud de este Salvador, dirá lo mismo después de ser extendido sobre el madero. Este es un signo de pertenecer a Dios, y de ser nombrado por él digno de padecer. Se concederá a usted ese glorioso nombre al recibir este bautismo. Quiera Dios que sea su voluntad el que pueda yo encontrarme cerca de usted en cuanto salga de la operación, para poder hablarle y decirle: Mi buen Padre, usted ha dejado de sufrir. Si no ha sido así al recibir la presente, suplico a usted me deje sola en el temor, y se mantenga alegre.
El martes, al anochecer, estando en Grésole, tuve cierta intuición de sus dolores corporales. Esto me entristeció, pero fui consolada en Dios, esperando que él vendrá en su ayuda. Así lo hará.
Envío una carta a la Señorita Marine, su reverencia la verá. Si usted no cree conveniente que lo visite, puede romperla o guardarla hasta su regreso a Roanne.
Si mi cuerpo fuera espíritu, iría a Lyon de inmediato. Tal vez tarde usted doce días; ¡qué larga me parecerá su ausencia! Mi alma no puede descansar del todo sino hasta después de descubrirse a su reverencia, de quien sigo siendo, mi muy querido y Reverendo Padre, su única hija y servidora en Jesucristo.
Janne Chesar
La Srita de Grésole escribió a usted el jueves en mi lugar, guardaré la carta hasta su regreso. Mi madre le envía saludos y se encomienda a sus santas oraciones, lo mismo que yo. Adiós, mi querido Padre. Haga posible, por amor de Dios, que pueda verle pronto; pero que esto suceda en su santo amor.
Octubre, 1621. Mi muy querido y Reverendo Padre Philippe de Meaux.
El día 21, fiesta de santa Úrsula y de las once mil vírgenes, escuché mientras hacía mi oración: Hija mía, quise honrar el martirio de un gran grupo de mujeres vírgenes, así como lo hice con los diez mil hombres mártires. ¿Te das cuenta de cómo mi sabiduría es admirable en su creatividad para atraer a las bodas celestes a los que van por el camino? de la vida. Esa sabiduría guió a santa Úrsula y a sus once mil vírgenes. Mis ángeles pudieron haber dicho: ¿Quién es ésta que surge como la aurora de la noche de las bodas, en las que se le prometió ser la abanderada del sol y también su litera, es decir, su cielo? Es tan hermosa como la luna llena de las virtudes, que me contempla fijamente antes de que produzca un eclipse entre ella y yo. Ella hizo que se rompiera la tierra de su cuerpo y del de sus compañeras. A causa de su virginidad, fue elegida para seguir al sol divino que por amor la hace semejante a él. ¿La ves junto con sus compañeras, como un ejército ordenado para la batalla y terrible frente a sus enemigos?
En la noche del 23, mientras dormía, me pareció estar en oración en la iglesia de los Capuchinos. Entonces vi entrar al coro, del lado del altar del Santísimo Sacramento, a tres o cuatro personas entre las que estaba el rey de Francia, pero me pareció que era Luis XIII. Sin embargo, tenía un parecido con su Padre, Enrique IV. Tuve un sentimiento de consuelo al ver su devoción hacia el Smo. Sacramento. Al día siguiente, creyendo que había sido Luis XIII, no me asombré, pues conocía bien la devoción que tiene este piadoso rey.
Después de este sueño abrí una carta donde se me pedía que interrogase a Nuestro Señor acerca del estado del alma de Enrique IV. De pronto recordé esta visión que tuve al dormir, y me pareció comprender que era él, y que se encontraba en estado de gracia. Dios escuchó las oraciones que algunas personas ofrecieron por él, gracias a la misericordia que mostró hacia sus enemigos cuando se convirtieron en súbditos suyos. Esto me recordó lo que san Gregorio hizo por Trajano, aunque nunca escuché que Enrique fuera sacado del infierno después de su muerte. Esto debe haberle sucedido cuando exhaló su último suspiro.
1621. A mi Reverendo Padre. El Padre Philippe de Meaux. Rector del colegio de Roanne.
Mi muy querido y Reverendo Padre en Nuestro Señor:
Después de haberlo dejado sentí mi corazón presa de tan gran dolor por mis faltas, que apenas si podía respirar. No pude dar lugar a mis lágrimas. Sin embargo, sentí la presencia de mi dulce esposo en su santo céfiro, y mediante un aroma de incienso que me ayudó a comprender que los santos oran por mí, por lo que debo reanimar mi confianza. Con ello, me sentí más fuerte y escuché: Hija mía, cuando te confesaste con tu Padre director, ¿por qué te dirigiste a él como si fuera un mercenario y no como hija suya, dejando que las palabras fueran dictadas más bien por el temor? ¿Acaso no es propio de ti el ser imperfecta? ¿Por qué no le hablas como una niña?
No cedas a la tentación que te aconseja el no manifestarle tus pensamientos, bajo el pretexto de pureza o de disgustar a él y a mí. ¿No he querido darte como directores a mis más queridos y virtuosos enamorados, cuya penetración de las almas los capacita para manifestarles sus pensamientos, cualquiera que éstos sean? No deseo volver a escuchar en ti este lenguaje del miedo; deseo que seas hija.
Después comulgué con tan profundo sentimiento de mi indignidad, que no me atrevía a acercarme a Aquél cuya bondad lo precede. Más tarde, durante la misa, la antífona de entrada retumbó en mi corazón como un cañón. Estas palabras me tranquilizaron y comencé a sentir un asalto. ¡Ah! cuánta necesidad tenía de que el Señor de las batallas, tomase a usted como escudo y armas para combatir a mis enemigos.
Podría muy bien ayunar, si usted lo permitiera. Dígame, por medio del portador de la presente, sí, o si no lo desea, no. Haré lo que usted crea conveniente. ¡Ah! cuánta necesidad tengo de despreciarme a mí misma, para amar al que se despreció por mí, que soy, mi muy querido y Reverendo Padre, su pequeñísima servidora, pero única hija en Jesucristo. Jane Chezar
Mi muy querido y Reverendo Padre en Nuestro Señor: Philippe de Meaux
¿Cómo podría manifestarle los consuelos que he experimentado desde ayer? Dos horas después de que lo dejé fui presa de un fuego tan vehemente en el pecho, que difícilmente podía hablar, pues estaba con otras personas, lo cual me hizo salir para dar rienda libre a este ardor. Mi cuerpo parecía desfallecer a causa del agrandamiento de la llaga que tengo en el corazón. Un deseo me impulsaba a salir de mí: el anhelo de hacer penitencia, lo cual no pude hacer por carecer de permiso para ello. Sentí un poco de pena, pensando que esto me ayudaría a tener más confianza cuando rezo al Espíritu Santo, si se me permitiera ayunar durante diez días. Entonces este divino enamorado vino a consolarme, haciéndome escuchar: Hija mía, todo lo mío es tuyo. Ofrece a mi Padre el ayuno que hice en la soledad del desierto, ya que tú no puedes hacerlo. Así lo hice, sin dejar de pedir al Padre permiso de ayunar un día, lo que no me fue posible conseguir. Hubiera deseado los diez, pero sin duda el otro confesor no lo permitió, lo mismo que su reverencia. Por ello no quise insistir ante el Padre. Escuché: Hija mía, los ricos tuvieron hambre y yo los satisfice. Me refiero a los que fueron buenos amigos de mi Hijo, y que guardaron en su sepulcro el sagrado cuerpo que lleva en sí la divinidad. ¡Ah, qué tesoro adquirió ese buen hombre al tener a mi Hijo, a quien pertenecen todas las riquezas! Tú, a quien he enriquecido ya con tantas gracias debes desear ahora, con más ardor, este pan y te sentirás satisfecha.
Este deseo se redobló en mí a tal grado, que después de la comunión me uní enteramente al divino sacramento. Sufrí mucho en espíritu cuando tuve que ponerme en pie, no para los evangelios, como usted me dijo porque no lo hacía, sino después de dos horas. Exclamé: ¡Oh, Dios! si alguien me pusiera en cama al verme en este estado, ¿Cómo podría regresar a casa? Tal vez mi madre diría que me había quedado demasiado tiempo. Todos estos pensamientos me ayudaron a levantarme lo mejor que pude.
Después de cenar me dirigí a escuchar su sermón, durante el cual el fuego devorador siguió ardiendo en mi interior sin darme tregua. Más tarde, al asistir a vísperas en la iglesia grande, impulsada por este ardor, escuché: Hija mía ¡tienes tantos deseos de poseer a tu Jesús! Una nube lo esconde; este fuego que experimentas es como un rayo cuando lo percibes, pero te consuela mientras lo sientes. Desciende hasta el Santísimo Sacramento en una nube, de la misma manera como subió al cielo. Los ángeles tuvieron razón al decir: Hombres de Galilea, ¿Qué están mirando al cielo? Vayan a ofrecer el sacrificio. Entonces este mismo Jesús vendrá oculto bajo las especies, pero tal como subió al cielo: Dios y hombre, glorioso e inmortal.
Hace dos horas se me acercaron dos muchachas para decirme que el P. G. me enviaba saludos y que fuese a verlo mañana no recuerdo si dijeron que hoy, porque tiene una carta para mí. Ignoro de donde procede. Hágame saber su voluntad, por favor, pues no deseo hacer sino lo que usted me ordene.
Hice un acto de resignación cuando usted pasó por alto lo que le dije; sin embargo, no quise hacerlo salir de la plática, como ayer, para que hablara conmigo. Me hizo bien recibir de usted, en este día, la mortificación de su porte severo; nunca lo había visto tan serio, usted quiere que yo le diga todo en pocas palabras. Por eso le hablo así. De otro modo, soportaría todo en silencio para humillarme. Lo menciono únicamente por obediencia, no para quejarme de la actitud que adopta mi buen Padre por mi bien. El recado de ayer no fue otra cosa sino el apego al buenas noches de una criatura. ¿Qué debo hacer? Soy muy imperfecta; es propio de mí el tropezar, y de usted el ayudarme a ponerme en pie.
Mientras tanto, quedo de usted, mi muy querido y Reverendo Padre, su única hija que le obedece en Jesucristo.
Janne Chesar
Reverendo Padre Philippe de Meaux
Mi muy querido y Reverendo Padre en Nuestro Señor, Philippe de Meaux.
Después de haberlo dejado para hacer mi oración de media hora, según lo que usted me ha permitido, quedé asombrada ante el repentino cambio que se obró en mí después de la hora en que tuve el consuelo de hablar con usted. Al principio y en el transcurso de nuestra conversación estuve muy triste: usted me habló suavemente, y lo que a otra persona le hubiera parecido miel, para mí fue como hiel.
Con ello veo de qué manera desea mi querido Jesús que me comporte en presencia de usted, lo cual es muy diferente con otras personas, aun tratándose de Padres espirituales. Me parece que, probablemente, él se siente satisfecho con que les manifieste sus gracias y mis pecados; pero a usted debo revelarle los pensamientos más íntimos, lo cual, con frecuencia, es contrario a mi naturaleza, pues siempre me veo humillada, sea por El, sea por mí misma, sea por su reverencia Cuando esto no sucede, no quedo en paz al salir del confesionario. Una cosa es, por tanto, necesaria: el olvidarme del todo, sin reservarme cosa alguna, sea en el interior, sea en el exterior, y poner todo entre sus manos por amor de Aquél que se vació de sí mismo, dándose en arras para que no tenga sino a él a manera de boutique, en la que desea desplegar sus riquezas inestimables, lo cual me ayudó a comprender durante mi oración.
Escuché además: Hija mía, debes ver con claridad que, lo que ha pasado, procede de mi buen espíritu, el cual ordinariamente comienza con el temor y con algo de tristeza, para terminar en el afecto y en la alegría aun en la ejecución de las obras más difíciles.
La gloria del apóstol y de todos aquellos que desean imitarlo, consiste en estar crucificado, clavando al viejo Adán, cubierto con las hojas de las disculpas, para vivir en espíritu con el nuevo, Adán recién descubierto, revestido con sólo la inocencia. En él es natural, mientras que a mí, por su gracia, desea dármela por el ejercicio de la mortificación interior y exterior, según el juicio de usted, al que me someto con un verdadero corazón filial, pues no quiero tener nada como propio; aun cuando le pareciera bien privarme de la oración, y que huyera de los consuelos tanto como me fuera posible, desnudándome de todo con la voluntad cuando no pueda hacerlo por sentimiento, no puede uno estar en el agua sin mojarse, sino quererlo en realidad cuando lo pide la obediencia. Aun cuando llegase usted a privarme de la santa comunión, lo soportaría a pesar del dolor que, en mi imperfección, podría sentir. Lo aceptaría todo si su reverencia lo juzgara conveniente para la gloria de Dios y mi propio bien, pues tengo la seguridad de que no busca sino esto.
Como estoy convencida de ello, ordene, prohíba, quite de en medio lo que me puede complacer; deme lo que podría disgustarme, tráteme como a un estribo o un pedazo de cera. Considéreme como la más pequeña de las creaturas e indigna de serlo, ya que tantas veces he dejado el ser para entregarme al no-ser que es el pecado.
Aun cuando jamás lo hubiera cometido lo cual no es así, no desearía robar nada a la sumisión que he prometido a usted, con la gracia de mi Dios, durante el tiempo que le plazca que yo siga bajo su dirección. Al obrar de este modo, demostrará su bondad.
Por favor, nunca permita que pase imperfección alguna sin reproche, pues todo lo que hay en mí no es sino imperfección. Por ello, mi querido Padre, colaborador de mi Jesús, mire seriamente y con ojo de sabio médico, pues El le ha concedido el conocimiento de mí misma, y haga el oficio de boticario, haciéndome tomar las medicinas, sin importar cuáles sean. Si la soberbia o algún otro tumor me hinchan el corazón, o si mi espíritu se infla, utilice la lanceta en contra del tirano cuando perciba, con solo una mirada, el menor signo de su presencia.
Como me veo enferma, deseo estar bien amarrada para no retroceder cuando usted se acerque a poner en práctica lo que yo le pido y Dios le manda. Si sus deseos son órdenes para las almas que él ama, deseo escoger el santo amor deseando lo que usted desee.
Soy de usted, mi muy querido y Reverendo Padre, su nada en sí misma, pero afectísima y única hija en Jesucristo. Janne Chezar
Reverendo Padre Philippe de Meaux
Mi muy querido y Reverendo Padre en Nuestro Señor:
Esta mañana, después de haberlo dejado, mandé llamar al Padre para confesarme. Tardó cerca de un cuarto de hora en llegar. Si me hubiera dejado llevar de mis inclinaciones, habría pedido que llamaran a usted para que escuchara mi confesión, sobre todo si hubiera sabido que usted estaba a la puerta. Este buen Padre llegó por fin y se disculpó, pues confesaba a un hombre que no podía esperar debido a que, con gran dificultad, lo acercó al sacramento. Me dijo: Querida niña, en cualquier otra ocasión, estaré aquí en cuanto me mandes llamar. Me confesé antes de la elevación de la hostia en la primera misa de los escolares. Si me hubiera dejado llevar por el humilde deseo que tenía de volver a verle antes de partir, habría comulgado en esta misa, pero no quise hacerlo. Escuché otra, durante la cual sentí claramente la presencia de mi Jesús mediante un derramamiento de mi interior hacia el suyo. Me hizo escuchar: Hija mía, tu natural es una red, y mi gracia es otra que te facilita el que puedas pescarme a mí y a los demás. Si careces de mi presencia, no pescarás cosa que valga la pena; si la red llegara a romperse, mi ausencia sería como una noche oscura para ti. Querida mía, echa estas redes a mi derecha, ama a todas las creaturas por amor a mí. Haz que tus intenciones sean rectas, y lograrás una pesca muy grande, para después volver a la orilla donde con frecuencia encontrarás la mesa puesta de mis dulces consolaciones, que yo mismo te he preparado. Seguiremos alegrándonos juntos con la pesca de las virtudes que recogiste para ti y para las almas pescadas por mí.
Mientras duraban estos consuelos, escuché a usted hablar y sentí algún deseo de salir, pero prevaleció el de permanecer junto con mi buen Jesús. Este nombre elevó mi espíritu, haciéndole caminar por los caminos del santo amor. Dije a mis potencias: Déjenme ir, unos con los carros, otros con los caballos, etc. Rogué a su Majestad acompañara a usted con su querida presencia, a fin de que, en medio de las cosas temporales, pueda usted contemplar las eternas.
Después fui con algunas amigas a la casa donde me despedí de usted. La intrigante estuvo ahí esa mañana. Después de algún tiempo, me pidió que les hablara sobre algo piadoso. Yo me disculpé y dije que algunas de las presentes podían muy bien hacerlo. Entonces la Señorita me pidió que les repitiera alguna predicación. Mi respuesta fue que no recordaba ninguna. Sin embargo, para satisfacerla, le dije algo de la última que escuché. Como ya estaba cansada, dije muy poco. Entonces la Señorita habló de esta manera: Aquí vino un pobre hombre enfermo de una pierna. Si hubieras estado aquí, podrías haberlo curado.
¿Cómo? pregunté, No sé hacer cataplasmas curativas. Ah, dijo ella, No necesitaba cataplasmas, sino tus oraciones. Cómo, respondí, ¿Mis oraciones tiene poderes curativos?
Entonces me arrepentí de lo que dije, y respondí: Y las tuyas, ¿por qué no recurriste a ellas? Me devuelves la pregunta, respondió. Las mías no tienen valor, pero las tuyas son efectivas, pues recibes tantas gracias.
Entonces respondí que eran sólo decires del mundo, que ignora de qué habla. La C. tomó la palabra para apoyar la causa de M., quien prosiguió: Todo lo que digo se toma a mal. Sin embargo, si M y tú hubieran orado juntas, lo habrían curado. No debes resentir lo que M dijo. Me habría molestado si ella me hubiera dicho: Debías ayudarme a auxiliar a esta persona, pero decir lo hubieras curado es como afirmar que hiciste un milagro.
Ante esto, cambié de tema, y como la charla tomó un giro intrascendente, me despedí de ellas. Me preguntaron por qué me retiraba tan pronto. Pero si llevamos aquí más de una hora, respondí.
Me sentía muy fastidiada, y acosada del mal que esperaba en ese día. Esta enfermedad natural causa en el cuerpo y en el espíritu una pesadez y una melancolía que acrecentaron mi malestar. La jornada me pareció tan larga como si fueran dos.
Su ausencia no me ayudó, y para colmo, no me atreví a hacer la meditación para no agotar más mi salud.
El jueves por la mañana me sentí mucho peor, así que me levanté cerca de las siete. Fui a confesarme y estuve muy recogida antes y después de la comunión. Tuve sentimientos muy cordiales de Jesús, mi dulce amor, el cual me elevó en contemplación; me abandoné a ella, aunque sin poder olvidar mi malestar. Escuché: Hija mía, sólo yo pude consolar a Magdalena cuando se quejó de que me habían llevado. Heme aquí cerca de ti. Te está permitido tocarme íntimamente tanto en el espíritu como en el cuerpo, puesto que me incorporo a ti. No te digo que deseo subir a mi Padre, pues estoy con él y con el Santo Espíritu al descender a ti. Hija mía, ¿acaso piensas que la palabra, No me toques, fue dicha para alejar a Magdalena? La dije para atraerla. Yo mismo la toqué en la frente, signándola con el nombre de mi Padre, el mío y el del Santo Espíritu. No encomendé este oficio a un ángel, pues el amor me llevaba a ejercerlo personalmente. Deseaba subir a mi Padre por bien de ella, a fin de pedir que pudiera morar en las alturas a las que sería elevada siete veces al día para cantar junto con los ángeles. ¡Ah, cuánto me agradaban los cantos de esta enamorada y verdadera hija de Sión! Yo la libré también de todos los lazos, no sólo del pecado, sino de los corporales, que enredan al espíritu.
¡Ay, mi dulce Jesús! me dejas uno que estrangula mi espíritu con mil lazos de imperfecciones. Soy responsable por no reprimirlas, domándolas como debiera. Mi querido Padre, tengo buen motivo para verter las lágrimas que han acudido a mis ojos, al verme tan profundamente enraizada en la tierra, a pesar de tantos vuelos y atractivos que el divino amor me ha dado y sigue concediéndome este jueves. Pero, ay, es porque sigo muy ligada a las cosas de aquí abajo. Escuché: Hija mía, si la mano del ángel fue tan fuerte como para transportar a Habacuc hasta el profeta Daniel tomándolo por uno de sus cabellos, la mía fue más poderosa para llevar a Magdalena hasta el cielo y alimentarla de lo mío. Yo soy el hombre del deseo, pues dije a mis apóstoles: Con gran deseo he deseado. Si esto hice por ellos, ¿Qué no habré hecho por Magdalena, quien no anhelaba otra cosa sino transformarse en mí, y yo en ella?
12 de marzo de 1622. A mi Reverendo Padre. El Padre Philippe de Meaux. Rector del colegio de Roanne.
Mi muy querido y Reverendo Padre en Nuestro Señor:
Estoy muy triste y he contribuido a esta tristeza al pensar que no me comporté como un pedazo de cera entre sus manos. Lo he resentido más al pensar en la pena que tendría si usted estuviera dispuesto a poner en práctica lo último que me dijo: que haga mis confesiones más breves que en el pasado.
¡Ay!, desde mi entendimiento, descubro a usted con sencillez mis pensamientos sin pensarlos dos veces, y usted detiene su juicio para no interpretar o desear dilucidar lo que significan, ¿Qué será de mi alma, la cual es un navío agitado por tantos vientos, sin la dirección del divino piloto, que se vale de su reverencia como si fuera su misma mano para impulsarme al bien y detenerme ante el mal? Si usted me ha mostrado su gran caridad tanto en el pasado como en el presente, le conjuro por el amor de Dios que me la siga manifestando aún más en el futuro, pues este buen Dios no sólo hace de mí su nave, en la que se aloja el pan que viene del cielo empíreo que es el lugar más alejado de este globo terrestre sino que, además, quiere que sea yo un arca en la que desea encerrarse junto con su santa Madre y sus hijos: los ángeles y los santos, no para salvarse, sino para librarme del diluvio cuyas aguas rodean al mundo, amenazando con abismarlo a cada momento.
Se trata del pecado y de todas las imperfecciones que en mí son tan ordinarias, como usted puede apreciar mejor que yo. Es por ello que este Salvador de las almas quiere, según me ha dado a entender, que sea usted el armador de su arca. Si el tiempo le parece largo por tener que trabajar con madera tan dura, abundante en asperezas de vanidad y amor propio, el fuego de sus oraciones junto con la navaja de doble filo de sus enseñanzas, que son la palabra de Dios, que es una espada que corta en todas direcciones, terminará con estas resistencias. Recuerde usted el tiempo que empleó Noé para edificar el arca temporal para él y los suyos. No tendrá usted que arrepentirse de haberse tomado el trabajo de construir el arca del Noé eternal, el cual desea hacerla inmortal después de haber atravesado sana y salva las aguas de este mundo, tan anegado en el diluvio, y llevarla a reposar un día sobre las montañas celestes.
Desde que dejé a usted, no he salido de casa, de mi habitación, ni de mi oratorio. Lloré un poco: usted no me prohibió las lágrimas. Las dejé correr al hacer mi oración, pidiendo a mi Salvador que echara fuera de su templo, pues he llegado a serlo mediante su santa presencia de cada día, a todos los vendedores y compradores. ¡Ay, cómo vendo a la vanidad acciones que podrían tener quizá el precio de la gracia divina y de su gloria eterna! Esto me aflige y me hace llorar a la hora en que escribo a Ud estas líneas. Tal vez esté bien que yo me sacrifique con mi propio cuchillo por reprochar a usted su tardanza: es necesario que la viña de este divino Padre sea cuidada en todo momento por el viñador a quien él la ha confiado. Siempre es tiempo de cultivarla, pues no deja él de desear encontrar fruto en ella, lo cual sucederá en la estación debida, al igual que en las viñas de la tierra material. Usted, mi muy querido Padre, ha sido constituido por Dios trabajador y guardián de ella mediante el don que El le ha concedido del ojo conocedor de su naturaleza y de las raposas que tratan de derribarla. Sin duda lo lograrían si usted no se levantara de mañana, previniendo mis pensamientos y ayudándome en la confesión a levantarme junto con usted. Con la divina gracia, continuaré haciéndolo, mi querido Padre en cualquier forma que usted desee, porque estoy segura de que su voluntad es la de Dios, al que me sacrifico como Isaac. Sea usted Abraham. No pido que el ángel detenga el golpe, en caso que llegue a darse, a menos que sea para mayor gloria de Dios.
Debe ser un caso muy serio el que sea yo tan voluble después de tantas firmes promesas, pero no lo creo tan grave, pues sería la misma inconstante si usted no me diera mandatos enérgicos a los que la naturaleza se resiste, pero que la gracia considera más preciosos que los topacios. Esta gracia me es dada íntimamente por mi querido esposo, quien sólo puede ocultarse de mí tras la reja de una santa celosía, al considerar mis acciones para reprenderlas y consolarme después delicadamente cuando me ve afligida. Así sucedió esta tarde al hacer mi oración, a ratos de rodillas y en parte sentada o apoyando mi cabeza sobre el reclinatorio de mi oratorio. El me habló de esta manera: Hija mía, ¿por qué te entristeces temiendo que el Padre no tenga el mismo juicio del predicador y que el tuyo sea diferente? Recuerda lo que dijo mi apóstol: que cada uno abunde en su criterio. ¿Qué sucedería si todos los doctores hubieran dicho o escrito mi doctrina en un mismo sentido? La diversidad de manjares es deliciosa en un banquete, y éste es un festín, en el que se sirven diversos platillos. Esta variedad de interpretaciones de mi palabra no es sino una doctrina en la que me complazco y hago que se regocije el espíritu humano, que se deleita en la multiplicidad de sus concepciones.
Yo he puesto en la naturaleza del ser humano el sentir alegría al exponer sus pensamientos y discursos interiores hacia el exterior, juntamente con el deseo de ser aceptado por sus oyentes. Mi espíritu es uno en sí mismo, pero al mismo tiempo se multiplica. Esto puede admirarse en mi Iglesia. Uno es el Padre, uno el Hijo, uno el Espíritu Santo, pero no son sino un sólo Dios. Una es la concepción de un alma, una la de otra, y todo queda ordenado bajo una sola fe.
No sería tan fácil predicar y exponer mi doctrina con tanto valor a quienes tienen la misión de ganar a las almas, si no tuvieran el deseo de ser escuchados con aceptación. Yo mismo te lo he pedido y he parecido retirarme de aquellos que no me escuchan de buena gana; por otra parte, cuando se me escucha me siento obligado a demostrar de algún modo mi afecto. Pongo como testigo a Magdalena, y estas palabras dan testimonio de ello, felices los que escuchan mi palabra y la ponen en práctica.
¡Oh Jesús, mi todo!, haz hablar, entonces, a mi querido Padre; que guarde yo sus preceptos aun al precio de mi vida corporal, lo cual me parece poco, ya que me darán la vida eterna, en la que deseo ver a usted como un serafín.
Mi muy querido y reverendo Padre, soy su muy obediente y única hija en Jesucristo.
Janne Chesar
abril de 1622. A mi Reverendo Padre. El Padre Philippe de Meaux. Rector del colegio de Roanne.
Después de lágrimas, ansiedad y tristeza a causa de mis numerosas imperfecciones, Aquél que es la soberana bondad me consoló ayer, 19 de abril, diciéndome: Hija mía, a pesar de que se te dijo que una persona sabia según el mundo, opinó que no podrías perseverar, no debes turbarte ni afligirte tanto: con frecuencia repruebo la prudencia humana y la sabiduría del siglo.
Por la tarde, al estar en mi oratorio, después de haber llorado vi una sortija en el dedo de mi esposo. Ostentaba un rubí de un rojo tan subido, que lo confundí con el color del jacinto. Me consolé bastante, pero hoy, día 20, después de la comunión, escuché: Hija mía, ¿Qué temes? Me has prometido ser mi esposa. Mira, llevo el anillo que viste anoche y tú, ¿no tienes acaso, como arras, el anillo nupcial que es el Santísimo Sacramento? En él está contenido el círculo y el globo de la divinidad.
Quedé en paz después de recibir numerosos testimonios del amor de mi Jesús, a quien entregué mi corazón como a mi único amor.
Esta tarde, estando en oración y deseosa de encontrar un tema, fui inspirada a centrarme en uno que me pareció haber meditado en otra ocasión. Se trata de la alegría de Nuestra Señora al ver a su Hijo resucitado. Me pareció comprender que, por naturaleza, la Virgen tuvo más parte en la resurrección de su Hijo que el Padre eterno, pues la divinidad, por la cual el Verbo es Hijo natural de su Padre, no experimentó en ella crecimiento alguno por ser inmensa e imposible de ser aumentada o disminuida. A pesar de ello, esta altísima divinidad parece abajarse para dar relieve a la gloria de la humanidad, la cual dijo después: Todo poder se le ha dado en el cielo y en la tierra, y por ello se dice que el Hijo del hombre vendrá a juzgar con toda su majestad.
Ahora bien, como la sagrada humanidad tomó su principio del cuerpo sacratísimo de la Virgen y se nutrió de sus pechos sagrados, el alma misma de esta Madre purificó aquella leche con sus ardientes deseos de penetrar en ese sagrado cuerpo por medio de dicho alimento. Fue como si aquél fuego diera cocimiento a la leche para mejor sustentar al bebé.
Así como ella sola dio forma a su Hijo, sin padre alguno, su gloria fue, por tanto, más de ella que del Padre eterno. Me refiero al derecho de naturaleza, como dije antes, hablando de la humanidad y por encima de cualquier otra criatura. Escuché que ella fue desde entonces proclamada Reina del cielo. Ya lo era en Dios desde la eternidad, y probablemente en presencia de los ángeles el día de la Encarnación, pero en ese día fue consagrada, coronada y constituida emperatriz de la humanidad y de los ángeles. Comenzaron a llamarla Reina en ese día y no el de la Encarnación, haciéndole patente, por así decir, la razón de este nombramiento con estas palabras: Porque aquel a quien mereciste llevar resucitó según su palabra.
Así como esta Virgen aceptó al embajador de su maternidad, por ser voluntad de Dios, respondiendo al ángel: Hágase en mí según tu Palabra (Lc_1_38), los ángeles le dirigen hoy en día este fuerte argumento: Tu Hijo anunció que resucitaría el cuerpo que tomó de ti, y aseguró que el mérito que tuviste, al llevarlo en ti con su gracia, te convierte en soberana Reina del cielo a pesar de que permaneciste después, durante algún tiempo, sobre la tierra. ¡Alégrate, porque tu Hijo te destinará un lugar en el que ningún otro podrá sentarse!
Es muy probable que en ese mismo día subió el Hijo de Dios, juntamente con su humanidad, hacia su Padre, a cuya diestra estaba el lugar que ocuparía el día de la Ascensión como posesión suya, en presencia de las santas almas del limbo que debían subir en su compañía.
También hizo que la de su Madre fuera honrada con un rito de gloria por los ángeles, y después de la Ascensión, por los espíritus bienaventurados, a medida que ella seguía creciendo en gracia sobre la tierra. De este modo, el trono de la Virgen fue embellecido a cada momento con nuevas maravillas, pues si antes de su nacimiento en la tierra, fue tan ennoblecida por tantas figuras y profecías, ¿por qué dejaría de serlo en el cielo por la divina majestad y sus felices habitantes?
Es por ello que en esta antífona se reitera a esta Señora la exhortación de alegrarse, como si quisiera decírsele: ¡Oh, Señora Nuestra! tu participas en esta resurrección tanto en el cielo como en la tierra, en la que permanecerá tu Hijo hasta su Ascensión. Tu servicio sigue en ella como si tu persona residiera ahí. Isabel te llamó bienaventurada por haber creído en la palabra de la Encarnación; para entonces, tu Hijo era ya un hombre perfecto en tu vientre, a pesar de no aparecer como tal ante los ojos de los mortales. Eres también Reina del cielo porque tu Hijo así lo dijo, aunque no perciban esto las personas de la tierra. Por ser humilde, tal vez seguiría repitiendo: Ecce ancilla, y seguiría haciéndose en ella según su palabra.
Escuché que el Salvador entró en su corte compuesta de ángeles y de almas bienaventuradas, y que esta habitación era el cielo, en el que apareció el gran signo que vio san Juan y que narra en su Apocalipsis. Nos dice que esta Virgen Madre fue abrasada y rodeada por este Salvador, que es el verdadero sol, el cual la revistió así como ella lo vistió al comienzo de su Encarnación haciéndola probarse esta vestidura de gloria que es él mismo. Bajo sus pies estaban los despojos del limbo: esos padres que, como la luna, estuvieron en el cuarto creciente antes de venir al mundo, llegaron al segundo en el limbo, y en el tercero, hablo de este modo a pesar de que no suelen mencionarse sino el cuarto creciente y el cuarto menguante habían alcanzado su plenitud, como lunas perfectas al lado de este sol que brillará por toda la eternidad delante de ellos, sin ningún obstáculo procedente de la tierra. Ellos serán los testigos fieles en el cielo y estarán, por tanto, prosternados al lado de su Redentora. Es voluntad de su Hijo que se le dé este título. La santa Trinidad, en unión con los nueve coros de los ángeles, fabricó su corona imperial.
¡Ah, cuántas maravillas! ¿Cómo no perderme en este abismo de gloria que hiciste contemplar a mi espíritu? ¡Pobre cuerpo terrestre, eras para mí un peso, y mis pecados e imperfecciones mis ataduras! Querido esposo mío, Madre mía santísima, ¿Cuándo podré ir a veros? Esto será cuando pueda exclamar: Rompiste mis ataduras (Sal_2_3). Entonces, Dios mío, te ofreceré una hostia de alabanza perfecta, pues por ahora todos mis sacrificios se queman en el fuego del amor propio; de ellos se eleva únicamente el humo de la vanidad. ¿Hasta cuándo, mi todo, podré ofrecerte algo que no sea esto? Te ofreceré por tanto el cáliz y la hostia de mi salvación; apoyándome en ti y en tu nombre, tu Padre no me rechazará. Amén.
7 de mayo de 1622. Reverendo Padre en Nuestro Señor Philippe de Meaux.
Mi muy querido y Reverendo Padre en Nuestro Señor:
Catalina Fleurin vino ayer a casa para hablarme sobre lo que el día de san Jorge o de san Marcos no quise escuchar de sus labios, ni mucho menos hablarle sobre el particular.
Su conversación se refirió a los ofrecimientos que les hizo M. V., ante quien ella se inclinaría si la obediencia que desea observar en todo aquello que diga y haga su reverencia no la detuviera. Es por ello que deja el camino mencionado, habiéndome dicho muchas veces que pida a usted que hable al Sr. de Chenevoux, quien según se le informó, estará aquí mañana. Se trata de pedirle que les ceda la casa como un donativo, con la condición de que, si no llegan a ser religiosas dentro de un tiempo razonable, esto se podrá arreglar mediante la suma o ingresos de las jóvenes, lo cual devolverá a dicho señor o a sus herederos.
Ella dice que usted lo puede todo, y le suplica se ocupe de este asunto. Ellas aceptarán, me dijo, las condiciones que usted establezca. Si usted lo cree conveniente, la hermana hablará en esta ocasión con el Sr. de Chenevoux; tiene gran deseo de hacerlo. No sé a qué se deba, pero se muestra cada día más interesada en este asunto, y pienso que si habla con usted, con toda la libertad de su fervor, usted la recibirá mejor que si fuera su verdadera hija.
Yo no sabía qué responderle, sino que era bueno lo que decía. Que obedeciera y pidiera mucho al Espíritu Santo en estos días. No creí conveniente exponer a usted sus deseos de viva voz, pero para orientarlo, se los menciono en la presente, encomendándome a sus santos sacrificios y fervientes oraciones.
Ayer fue día de san Juan. Ignoro si usted recordó hacer por mí lo que yo hago por usted el día de san Felipe. Lo hago por deber, pero usted lo hace por caridad, la cual Dios recompensa siempre con la suya, que es mayor que la mía hacia usted
Después de pedirle que arregle este plumaje, quedo, mi muy querido y Reverendo Padre, su pequeñísima hija y servidora en Jesucristo.
Janne Chesar
29 de mayo de 1622. A mi Reverendo Padre. El Padre Philippe de Meaux. Rector del colegio de Roanne.
Mi muy querido y Reverendo Padre en Nuestro Señor:
Que Su bondad sea bendita eternamente por los efectos que obra en sus creaturas, particularmente en mí, que soy la más indigna.
Esta mañana, después de la santa comunión, decía a mi amor: Sea lo que sea, mientras más me rechace el P. Rector, tanto más lo desearé como director. Cualquier mortificación que me ocasione, y otras cosas que no me agraden, ¡cuánta dulzura traerán consigo!
Al considerar en este momento mi confesión, me doy cuenta de que las faltas de que me acusé fueron disculpadas por el Padre. He sometido mi juicio con el pensamiento de que usted las vería como tales. Escuché: Hija mía, cuando rechacé a la cananea diciéndole que era una perra, mi Padre la atrajo más fuertemente hacia mí. Cuando el Padre te despide, yo te retiro aun más, de modo que se vea vencido.
Entonces, al desear yo la inocencia de la que usted me habló hace seis meses, escuché lo que se dijo de san Juan Bautista: Puer qui natus, el niño que nació; siendo más que un profeta. Al pensar en el significado de estas palabras, sin cambiar su sentido, escuché: Hija mía, un alma que renace en y mediante la gracia y la primera inocencia, es más que un profeta. Entonces me pareció comprender que esta inocencia era la tierra prometida, y que usted era el Josué que, al llevarme noticias de ella por medio de la luz divina y de sus enseñanzas, aportó a mi alma frutos muy dulces madurados por el ardor del sol divino, que es el mismo que hace correr la leche y la miel del amoroso pecho de su caridad. Escuché: Hija mía, di a este Padre que el pueblo de Israel fue animado de un gran valor para conquistar este lugar, pero que no habría logrado nada sin la dirección del capitán. Es necesario que el Padre te lleve hasta ahí, y yo haré posible tu entrada. Yo soy el verdadero Josué.
Pero, oh sabiduría eterna, frecuentemente te he pedido, con una tímida confianza, que el Padre que tengo me guíe hasta allá. Parezco preguntar por qué no le concedes esta luz. Me ha venido a la memoria lo que, en otra ocasión, escuché en latín, pero lo expresaré en francés: No son los que lo desean o corren para dirigirte, sino aquellos a quienes te envía mi misericordia.
Espero de esta misericordia divina que, así como por obediencia a un padre fui enviada al que me confiesa, así mediante la obediencia a otro, seré dirigida enteramente a manera de un trozo de cera o del cayado de su reverencia en el Reverendo Padre Provincial, en caso de que desee tanto mi perfección como sucedía con el P. Jacquinot, cuya pérdida lamentaría si no supiera que la divina sabiduría ordena con suavidad todas las cosas, y que a cambio de uno tendré dos padres, ya que este buen Padre me informó que me recomendó a su superior. Espero en verdad que la caridad de este nuevo provincial me asistirá, pero el santo afecto que ambos profesan me asegura de ello.
Le suplico, pues, me conceda este bien entre los otros, aunque a su reverencia no le gusta confesar. Sin embargo, como el divino Padre de familia ha dicho que mi alma es su viña, a la cual usted debe cultivar y conducir ante él como a mil pacíficas, él lo recompensará.
Quedo de usted, mi muy querido y Reverendo Padre, su pequeñísima hija en Jesús. Janne Chesar
Me sigo sintiendo muy débil; hoy por la mañana más que ayer. Esto empeorará si me esfuerzo en caminar durante el día, aunque sea con paso débil o pesadamente.
Mayo de 1622. A mi Reverendo Padre. El Padre Philippe de Meaux. Rector del colegio de Roanne.
Mi muy querido y Reverendo Padre en Nuestro Señor:
Suplico a Dios que, mediante los consejos y mandatos de su reverencia, aprenda yo en la práctica la verdadera humildad.
¡Ah, mi dulce Jesús! si todas las creaturas fueran lenguas disertas y elocuentes, que no hicieran otra cosa sino decir alabanzas, y que yo las mereciera por tus gracias lo cual no es verdad, pues soy merecedora de toda clase de vituperios y desprecios, y que tuviese en ello un pequeño acto de complacencia propia, cuánto te desagradaría. Perdería con dicho acto mucho más de lo que ganara en alabanzas, ya que éstas no serían sino benevolencia de las creaturas y causaría con ello un disgusto al Creador. ¡Oh, Dios mío! eres tú solo quien me ha sacado de la nada para darme el ser de naturaleza y de gracia. Para conservármelo, tu providencia vela sin cesar sobre mí. Hazlo siempre, pues eres bueno.
¡Ah!, mi querido Padre había dicho a usted que no lloraría en la iglesia esta mañana, pero me excedí, usted no me lo había prohibido si el motivo era bueno. Habría podido pensar en lo que dijo su reverencia, que las personas no me habían obtenido estos favores y gracias celestiales, y que Dios no desea que me hagan perderlas por medio del temor y de las lágrimas, aun mientras escribo estas líneas. ¡Ah! Permítame derramarlas por amor a mi dulce esposo, que con lágrimas de sangre adquirió estos favores para mí. Le conjuro, con los suspiros, los sollozos y lágrimas que brotan en este momento de mis ojos, que sea yo el desecho, el desprecio y la habladuría del mundo. Que busque agradarle no tanto por mi propia salvación, sino para que no se pierdan en mí las gracias que se ha complacido y sigue complaciéndose en concederme.
Por la mañana, este divino amor me penetró y, rodeándome con un vientecillo bastante ordinario, me consoló de este modo: Hija mía, yo soy y debo ser tu vida. La mayor ganancia que podrías adquirir sería el morir a todas las cosas creadas, en especial en lo que se refiere a tus propias inclinaciones. Pon en práctica lo que dije a mi apóstol, estima como lodo todo aquello que no sea yo, pues éste es tan repugnante que ni siquiera desea uno tocarlo con los pies. Recuerda lo que te di a entender ayer: eres un árbol plantado en el suelo de mi humanidad, la cual está unida al agua de mi divinidad, la cual te riega con los arroyos de sus gracias.
Las hojas que los cubren son necesarias para que los frutos de un árbol puedan crecer. De igual manera, la humildad que el Padre te recomienda cubrirá tu fruto, el cual, si eres dócil, se dará en cuanto yo juzgue que ha llegado el tiempo. Estas hojas de humildes sentimientos no se perderán. Todo lo que hagas al obedecer prosperará en ti y en tu prójimo.
Sentí entonces un gran deseo de practicar la humildad. Que Dios me conceda esta gracia. Por favor, pida por mí.
Soy, mi muy querido y Reverendo Padre, su pequeñísima servidora y única hija en Jesucristo. Janne Chesar
junio 29 de 1622. Philippe de Meaux.
Algunos días antes de Pentecostés, habiendo comulgado, fui consolada y vi una luz triangular, la cual se volvía hacia abajo, como para entrar en el corazón. Respecto a su origen, me pareció comprender que se trataba de la divinidad trina en persona, que penetraba en mí.
El lunes, después de la fiesta de la Sma. Trinidad, me sentía tan abrasada, que casi no pude sostenerme mientras duró este éxtasis.
El día del Cuerpo del Señor sentí tristeza en mi espíritu, por no poder dedicarme a la oración a causa de la debilidad de mi cuerpo. Todo lo que pude hacer fue asistir a una misa y comulgar, porque la víspera, en tres ocasiones, estuve a punto de desmayarme durante el santo sacrificio, al que asistí para poder comulgar. Cuando llegó la hora, casi no pude tenerme el tiempo que dura un avemaría, por lo que pedí a mi Salvador, que ya estaba en las manos del sacerdote, la fuerza para poder recibirlo. Así lo hizo. Sea alabado por ello.
Se me obligó a guardar cama de inmediato, por lo que me lamenté con mi Rey al no poder participar en la procesión ni hacer mis oraciones. Escuché: Hija mía, consuélate y pide a la celeste Sión que supla tus deficiencias, pues este es el día en que la Iglesia Militante la invoca para alabarme.
Por la tarde, estando en la iglesia de los Capuchinos en presencia del Santísimo Sacramento, expuesto en el ciborio, me asaltaron lágrimas de grande contrición, pero mezcladas de consuelo. Escuché: Hija mía, si te ves tan consolada y tan inflamada al contemplar estas especies, piensa que la santa Sión no posee un objeto de mi gran amor, pues me contempla al descubierto, sin especies. Es ahí, donde se encuentra la perfecta caridad. Hija mía, ¿qué harías durante esta octava si no tuvieras permiso de comulgar diariamente? ¡Cuántos deseos tendrías de mí! Hazlo mientras estés autorizada para ello, pues se te concedió gracias a mis deseos. Compré mi gloria a tan alto precio, como si no me hubiera pertenecido, a pesar de que me corresponde por esencia.
El viernes por la tarde escuché: Hija mía, quiero que sepas que el amor era tan vehemente en mí cuando acepté partir de este mundo, que no pude dejar la compañía de mis apóstoles sin quedarme con ellos en este Santo Sacramento. Sin embargo, al dejarles mi presencia, no di a conocer el fin para el que lo instituí, que era mi deseo que gozaran de él en este mundo. Me dolía el tener que dejarlos en él hasta su muerte, hasta que pudiera manifestarles la gloria de la visión beatífica.
Hija mía, te amo con este amor. He visto cómo deseas gozar de mí, que soy tu último fin. Mi bondad ha querido anticipar el tiempo y unirme a ti cada día. Por ello puedes deleitarte en tu fin mediante la gracia, en expectación del gozo de la gloria.
El amor impulsa a los que aman a darlo todo junto con lo que desearía tener, incluso lo que tienen los demás, para también regalarlo. Mi Padre puso todo en mis manos, y yo, el enamorado de la humanidad, le entregué lo que el poder de Dios obró en la creación; lo que la sabiduría tomó en la Encarnación; y el día de la Cena del Señor, lo que se hizo y queda por hacer en la Redención. El amor me presionó para que diera por adelantado todos mis méritos humanos, unidos a la divinidad.
El domingo por la tarde, estando en oración delante del Smo. Sacramento, escuché: Hija mía, en Pentecostés, la sabiduría eterna envió, con toda su fuerza al Espíritu Santo, cuyo amor llenó toda la casa de los apóstoles. Ahora deseo que, en este día, los fieles vengan a llenar mi casa, en la que todo está preparado. Ven a ella, hija mía; también he insistido con los enfermos y otras personas minusválidas. Yo soy el verdadero médico.
¡Oh, Jesús mío! cuánta necesidad tenía de verme curada de mis imperfecciones, sobre todo en este día. ¡He llorado tanto a causa de ellas!
El lunes, al acercarme a comulgar, me sentí muy consolada. Vi de pronto, en una visión imaginativa, la imagen de Nuestra Señora revestida con una túnica de oro. En seguida apareció una columna y después una corona de oro macizo hecha con dos cordones. Con ello entendí que, cuando sea firme en la virtud como una columna, recibiré una corona de oro.
Después caí en éxtasis, derramándome en Aquél a quien recibí al comulgar. Vi a una persona, sin saber si se trataba de mi Esposo o de alguien más. Tenía la apariencia de una nodriza y acunaba mi espíritu como si fuera una bebita, mientras lo alimentaba con sus pechos. Me miraba con una mirada tan tiernamente amorosa, que me sería imposible describirla. Esto despertó en mí grandes sentimientos de amor que superaron a los que recibí durante una semana. En verdad pedí a mi Esposo concediera estos sentimientos de amor a cierta persona mediante la cual su divina bondad me ha enviado varias gracias cuando hago su voluntad. Según pienso, se trata de la misma persona que se me mostró en la visión, pues recuerdo haber escuchado en otras ocasiones que mi esposo me la enviaba con tanta plenitud, proporcionándole la leche de su caridad infinita, que es la misma con la que esta persona me alimenta.
Reflexioné que en ese día, fiesta de san Juan Crisóstomo, en las lecturas de maitines se lee que este amable Jesús es como una madre que da el pecho. Trátese de él o de algún otro, El es siempre la fuente de las dulzuras que se me otorgan. Que sea bendito por todo.
Me pareció escuchar que en este día mi amoroso Jesús hizo con mi espíritu, mediante la santa comunión, una unión natural de él mismo. Me faltan palabras para manifestarlo. Escuché: Hija mía, dices que tú me perteneces, y yo a ti. La esposa lo dice en los cantares, y vine a ella para responderle en persona a través de los escritos del Smo. Sacramento, que son el Cantar de los Cantares de la ley de la gracia. Dije: Permanece en mí, y yo en ti. Salomón, que me prefiguró, compuso el primer cantar. Yo, con mis propios labios, dicté los siguientes, que son su continuación. La esposa, llevada por el amor, desea la unión mediante un beso de mi boca sobre la suya.
Yo no deseo únicamente un beso de su boca, sino también penetrar en ella y besar, es decir, transformar, su corazón en mí y yo en ella. Soy presa del amor a tal grado, que exclamo: Con gran deseo he deseado.
Un lunes de mayo, después de la comunión, vi unas espuelas. Con ello entendí que se me reprendía por ser reacia a la virtud, y que era menester que avanzara.
En la fiesta de san Juan Bautista, sintiéndome triste ante mis imperfecciones, escuché estas palabras: ¡Cómo! ¿Acaso no soy el mismo que libró a san Juan del pecado original? Después me las aplicó: ¿Entonces, no te podré desatar de tus pecados actuales? Sí que puedo, pero aparta de ti el amor propio y vuelve a mí.
El viernes, Experimenté dolor en todo el cuerpo, el cual procedía de la tristeza de mi espíritu. El sábado, al estar meditando sobre la partida del Salvador, escuché: Hija mía, la víspera de Pentecostés escuchaste cómo el dolor de mi santa Madre sobrepasó a todos los dolores naturales, a causa del amor sobrenatural y divino que formó ese santo cuerpo en su vientre. Al considerar todo esto, sus dolores parecen inmensos al entendimiento. ¿Qué mayor aflicción pudo sentir la luna, sino el eclipse del sol? Este eclipse fue causado por las tinieblas del pecado, el cual bloquea la luz del sol cotidiano. Esta nada tenebrosa, que no fue causada por el Verbo, fue tan densamente oscura el día de su Pasión, que la tristeza del Verbo se me adjudicó a causa de mi amor. Hice ver las tinieblas sobre la tierra, que eran el mismo pecado hacia el que deseaba infundir horror, y mediante su vista, dar a todos ustedes una idea de las tinieblas del infierno, que son como golpes y tan horribles, que deben permanecer ocultas en los abismos debajo de la tierra.
En la vigilia de san Pedro y san Pablo me vi abrasada de un fuego tan ardiente, que me consolé un poco de la tristeza que sentí cuando mi confesor me mortificó en algo que me era querido. Después de comulgar, sentí mayor consuelo al resignarme a su buena voluntad. Vi una gran cruz junto con la corona, los clavos y otros instrumentos de la Pasión. Estos fueron puestos en mis brazos, y la cruz sobre mi cabeza, como ofreciéndome la humildad. Entonces la acepté.
8 de julio de 1622. Philippe de Meaux.
El 8 de julio, estando muy triste a causa de mis imperfecciones, esperaba recibir consuelo de una criatura, a la que no pude ver en esta expectativa; me sentía, además, un poco enferma, pero a pesar de ello me hice violencia para ir a la oración, en la que fui arrebatada en un éxtasis. Abrí mi alma a mi querido esposo, quien dirigió sensiblemente a la puerta de mi corazón tantos disparos de flechas amorosas, que me causaron cinco o seis desmayos, por lo que tuve que sentarme.
Durante esta oración, vi en una visión imaginaria a este dulce Jesús portando una diadema, sentado sobre un trono y llevándose a sí mismo entre sus manos para ofrecerse a mí así como se dio a sus apóstoles en la última Cena.
Hija mía, el amor hace vivir con una misma vida a quienes se aman. Yo vivía por mí mismo, pero quise darme como vida y alimento a mis apóstoles. Hago esto mismo contigo, pues no puedo sufrir que vivas si no es de mí.
Al día siguiente amanecí enferma, y guardé cama durante dos días; sin embargo, me levantaba por las mañanas para comulgar. Durante este tiempo mi confesor me ordenó pedir la salud, lo cual hice por obediencia, aunque me sentía inclinada a seguir enferma por parecerme ser ésta la voluntad de Dios. Dije así: Haz, si te place, su voluntad y no la mía; alíviame. Escuché entonces: Hija mía, hago mucho con darte la fuerza para ir a misa y comulgar.
Después se me ordenó que guardara cama todo el tiempo, temiendo que me hiciera daño levantarme por la mañana. A pesar de ello, languidecí durante los días en que estuve en cama, por lo que dije a mi esposo: Mi corazón desfallece (Sal_116_9), porque le ha faltado su pan.
Los de casa, pensando que mi debilidad procedía de una causa natural, me ofrecieron vinagre. Expuse esto a mi confesor, pidiéndole permiso de levantarme si encontraba la fuerza para ello. El me lo concedió en apariencia.
La víspera de santa Magdalena me invadió una gran tristeza por no haber sido sincera en decir todo al Padre. Escuché: Pero qué, ¿acaso santa Magdalena obró así en mi presencia? ¿No debes tú imitarla delante de este Padre que cuida de ti como si fueras la niña de sus ojos, y resiente tus aflicciones al grado de sentir que se le hiere en los ojos?
Después de mucho llorar, pensé que con ello había perdido todas mis fuerzas. Las copiosas lágrimas que derramé sin cesar me quitaron la esperanza de poder levantarme en el día de la santa, pero un poco después, pensando en otra cosa, pude verla vestida de azul, con un recipiente de alabastro tan blanco, que no recuerdo haber visto otro parecido. Un poco antes había visto la cabeza de un muerto. Me pareció que esta santa me decía: Espero que mañana podrás recibir a aquel que recibió mi ungüento. En este día he vuelto a derramarlo por ti; aun cuando te vieras al borde de la muerte, no pierdas la esperanza. La fiebre se apoderó de mi toda la noche; pero, ¡oh poder de la santa! no carecí de fuerzas para comulgar en su santo día, y recibí grandes consuelos.
El día de Santo Domingo, a eso de las ocho o nueve de la noche, al hacer mi examen, pedí a mi esposo juzgara y discerniera mis intenciones en el afecto que tengo por una persona; sólo Dios sabe de quién se trata y cuánto se esfuerza en dirigirme para la mayor gloria de su Majestad.
Durante este tiempo, tuve gran afluencia de lágrimas. Pero, Amor, decía yo, el natural afectuoso que me has dado me lleva a quererlo, pero este mismo natural se ve muy mortificado por esta persona con actos de humildad y otras repugnantes acciones que me manda practicar. Después quedé en sosiego, que vino acompañado de una gran luz dividida en dos rayos muy definidos: uno iba a la cabeza y el otro al corazón. Su Majestad me mostró que estaba contento por la rectitud con que este afecto alegra mi espíritu, exhortándome a orar por esa persona, deseándole y pidiendo para ella una sublime perfección. Pero no terminó aquí, sino que más tarde escuché: Amada mía, tu espíritu está en mí como un lirio entre espinas. Me apaciento con él mientras que el día de tu perfección aspira. Hija mía, las mortificaciones que sientes, y las humillaciones que te causa esta persona, te parecen espinas; pero yo te aseguro que el lirio de la pureza es más admirable que ellas y esta azucena de la humildad mejor conservada aún. Con estas espinas te haré un tocado de triunfo. Hija mía yo fui bien coronado de ellas.
El día de Nuestra Señora de las Nieves, sentí fuertemente los favores de la toda pura, en forma de abstracciones amorosas. Al considerar su candor, escuché: Si todos los santos fueron blanqueados por la sangre del cordero, su Madre, que dio esta preciosa sangre a ese cordero, ¿de qué modo llegó a ser blanca? Todas las creaturas son incapaces de ver su candor, y menos de comprenderlo. Sólo Dios puede decir: Toda hermosa eres, amiga mía (Ct_4_7).
Entonces me sentí animada a pedir la blancura que debe tener toda persona que es lavada todos los días por esta preciosa sangre en el sacramento de la confesión, y que se alimenta con ella en la comunión. Amor mío, concédemela por tus méritos.
10 de julio, 1622. A mi Reverendo Padre. El Padre Bohet de la Compañía de Jesús en el Colegio de Aix.
¡Qué grandes son tus obras!
¡Oh, Dios mío! Mi buen Padre, como yo he sido la causa de su aflicción, el Espíritu Santo desea que, a esta hora, sea yo su consuelo. Su reverencia tiene en mí un Benjamín y un Benoni. Soy Benjamín por obra del divino amor, y Benoni a causa del amor propio. Pero al fin, gracias al amor divino, me quedo con el primer nombre.
Por la mañana, después de abundantes lágrimas, pedí a los santos que me recibieran en sus tabernáculos. De repente vi muchas cruces ahuecadas, como ofreciéndome un nicho. Con ello me di cuenta de que es necesario sufrir, pero el todo bueno me mostró de inmediato otro número de ramas floridas y muy resistentes. Con este consuelo, las cruces se transformaron en laureles.
Con estos consuelos mezcla de dolores y dulzuras, dejé volar mi espíritu a quien lo creó para sí. Aquél que me había exiliado y consolado ha deseado que siga combatiendo para prolongar la victoria. Su modo de hacerlo es admirable. Escuché: Cómo, ¿después de que Dios te hubo ganado para mí, porque no fui yo, fuiste a ver al Padre con el divino amor que hacía la operación, en la que él descubrió al amor propio, que es su contrario? Este, al verse descubierto, quiso devorar tu corazón hundiéndolo en sí junto con mi amor, el cual se encontró con un gusanito cubierto del polvo de tu debilidad, el cual sacudió destrozando con su poder a la serpiente.
Esto significa que su reverencia me dejó tan afligida, que el corazón se me rompía de dolor, sin atreverme a llorar. ¡Buen Dios, qué dolor tan grande! Me di valor entonces para obedecer por puro amor a Dios, y rogué a todos los santos que entonaran el Alabad por la aflicción que yo sufría.
Este divino amor permitió cuatro lágrimas: dos que brotaron en cuanto dejé a usted y otras dos en el último esfuerzo de la violencia, las cuales, como digo antes, fueron involuntarias. Después de hacer mi examen volví a casa con dolor de cabeza. Para calmarlo, merendé y después subí a mi habitación, donde fui prontamente reanimada por el fuego divino, el cual me alentó a orar por usted postrada en tierra.
Le dije plegarias que él bien conoce, pero no, fue más bien el Espíritu Santo quien las hizo en mí, pues yo casi no podía decir palabra. El torrente de su caridad me absorbía y lo sigue haciendo. Sin embargo, me parece que quiso despertarme para que manifestara a usted mi reposo. Quisiera, por su divino amor, transmitirlo a usted y sufrir una vez más mis penas junto con todas las suyas, ocasionadas, en su mayor parte, por la imperfección de su única hija en Jesucristo; pues en verdad lo soy en él. Sin embargo, su reverencia sabrá acoger todo eso, la imperfección, por amor a Jesucristo.
20 de septiembre de 1622. Jesús María. Reverendo Padre en Nuestro Señor Philippe de Meaux.
Mi muy querido y Reverendo Padre en Nuestro Señor.
Después de que su reverencia me dijo que ni ayer ni hoy debía yo comulgar, fui presa de una tristeza tan grande, que tuve que hacerme una violencia excesiva para retener mis sollozos. En cuanto a las lágrimas, no cesaron de correr durante dos misas y aun más tiempo. Mientras duraban decía con el corazón y los labios: Dios mío, que se haga tu voluntad.
¡Ah! este es sin duda el rayo que vi en sueños el domingo, el cual se lanzó sobre mí como un proyectil, haciéndome perder el habla. Una sola cosa me consoló: la confianza que tenía en su bondad, que sabe muy bien que mi voluntad no es otra sino la de hacer la suya, pues de hecho, he sido culpable de muchos delitos.
Mientras duraba todo esto, vi que alguien llevaba el augustísimo sacramento pero sin saber a quién, pues veía el tiempo nublado. Mi todo, mi alma está rodeada de bruma; debo contentarme con adorarte. Después de la caída del rayo, pronuncié esas dos palabras no expresa, sino tácitamente. La desventura más grande en mi aflicción consistía en verme angustiada y llorando. Escuché: Hija mía, las lágrimas que viertes no impiden en nada la resignación. Yo las derramé en abundancia en el huerto: por todos los poros de mi cuerpo brotaron lágrimas de sangre. Valor, es necesario que te resuelvas a sufrir. Recuerda a san Pedro: Otro te ceñirá.
Respondí a mi vez: Mi todo, no permitas que me aten, pues temo que mis enemigos digan: Persigámosla, Dios la ha abandonado. Luché entre quedarme o salir de ahí. Las lágrimas que vertía eran un fuerte motivo para retenerme, para no ser vista por las personas.
En cuanto tuve una tregua, salí del confesionario para prepararme a la comunión espiritual. Dije, pues, con gran confianza: Oh, mi todo, como se me ha quitado la vida, hazme morir a mí misma en todo lo que se refiere a ti.
Esto es bueno, hija mía. Bienaventurados los muertos que mueren en el Señor; entrarán en posesión de toda su heredad ya que él mismo se las da. Cuando alguien viene a mi, no lo echo fuera.
Repentinamente, mi espíritu encontró reposo en Dios, el cual le concedió la resignación junto con una dulce paz. Hija mía, en esto consiste la preciosa muerte.
Más tarde me sentí inspirada a prepararme a comulgar espiritualmente, como si fuese a hacerlo en la realidad. Hija mía, experimenté la muerte por obediencia, y resucité por el amor. Tu has muerto a no desear comulgar, por ser contrario a la obediencia.
Entonces invité a toda la corte celestial a prepararme para mi dulce esposo, el cual me dijo: Hija mía, yo vine por los pecadores y por los enfermos. Entre ellos te encuentras tú, pues eres pecadora: has cometido numerosas faltas. Estás enferma a causa de mi amor. Heme aquí en tu interior, así como estuve en casa de san Mateo. Todos mis santos están conmigo. Organiza para nosotros un gran banquete.
¡Ah, mi querido amor! Aquí estoy para ser transformada, es decir para que cambies mi sustancia en la tuya. Después de esto gocé grandemente en unión con toda la corte celestial y mi rey y soberano sacerdote, el cual se levantó en medio de todos, diciéndoles: Tengo un alimento que ustedes no conocen, para comerlo en tu compañía, querida mía. ¿De qué manjar se trata, mi amor? De la necesidad de que hagas la voluntad de mi Padre. Lo deseo de corazón.
Al pronunciar estas palabras, me pareció estar presente a un festín sacrificial ofrecido por el sumo Sacerdote Jesucristo, en el que se sació junto con toda su corte.
Hija mía, eres como un olivo en mi casa. Por mi misericordia, todos mis santos, en compañía de mi santa Madre, han venido a comer de él. Mi Padre se regocija ante la alegría del esposo y de la esposa. Hija mía, el amor es una llave maestra: llega a donde otros no pueden ir. El Padre tiene una llave y el amor tiene otra. Como tú la tienes, puedes entrar en mí, y yo en ti para darte mi vida, porque tú me has entregado la tuya.
Así es, amor mío, me tienes en un lugar de delicias. Si el Padre me lo mandara, dejaría este festín para obedecer.
Todo esto tenía lugar en la parte superior del entendimiento. Oh, amor mío, tú echaste fuera de aquí a mis enemigos, mediante la verdadera práctica de una pura y franca voluntad. Me entrego a ti con todo lo que soy, para ser sacrificada.
En medio de nuestros coloquios, me fue presentado en visión imaginativa un corazón abierto, en el que había un crucifijo formado de la sustancia del corazón. Diría más bien que transformaba el corazón en sí mismo, no restando sino el exterior, que rodeaba a este crucifijo. Una persona a quien no vi lo sostenía con las dos manos. Me pareció que alguien decía: ¿Conoces este corazón? Yo lo ignoraba. Así es como hay que ser. Lo deseo en verdad. Eres tú, mi bien amada. Durante estos días el amor y la obediencia te han crucificado el corazón. ¡Oh, bondad, oh incomprensible bondad: Está satisfecho, está satisfecho! ¡Oh, mi todo, qué contenta estoy! ¡Oh palabra de verdad! Me has colmado del todo sin especies sensibles. Sabes hacerlo muy bien; y si alguien viniese a decirme: Comulga, no lo haría sino para obedecer, pues estoy más satisfecha que en otras ocasiones en que he comulgado.
Esto no se debía a los consuelos que experimentaba, sino por sentir mi parte superior unida al Dios de los consuelos, a quien he encomendado y sigo encomendando a usted así como Jesucristo pidió por todos aquellos que lo crucificaron, así yo deseo orar por su reverencia.
Su obediente hija y servidora en este dulce Jesucristo. Janne Chesar.
Aunque en otras ocasiones he sentido gusto al escribirle, hoy experimento repugnancia al hacerlo. Es que mi propia vida es una hidra que rechaza después de haber sido cortada. Le suplico que rece por mí, a fin de que pueda morir en la cruz que usted me ha preparado, o Dios por su medio.
13 de octubre de 1622. A mi Reverendo Padre. El Padre Philippe de Meaux. Rector del colegio de Roanne.
Mi muy querido y Reverendo Padre:
Hoy hace ocho días que quise escribir a su reverencia, pensando darle algún consuelo por medio de mi carta y hacerle saber a qué grado comparto sus dolores.
Sin embargo, el Hno. Maurice me dijo que usted no creía necesario que yo escribiera, a menos que se tratara de una cosa importante. Me detuve, por tanto, ante estas palabras junto con otros pensamientos que no quise poner por obra, pues me hubieran impedido continuar ofreciendo por usted algo que había iniciado, 9 comuniones. Hoy las completé, a pesar de que se me comunicó que su estado ha empeorado.
No hay que perder el valor ante esto, sino acrecentarlo, esperando contra toda esperanza, como usted me dijo una vez: Su enfermedad es para su bien, y yo añado: supremo. Recuerde que fue necesario que Cristo padeciera. Bienaventurados aquellos a quienes ha juzgado dignos de imitarle. Se dice de él que, estando afligido, buscaba alguien que le ofreciera algún consuelo: Y no lo hallé (Sal_68_21). No había persona que se contristara con él. Su reverencia tiene a muchos que hacen por usted lo que se hizo por san Pedro cuando estuvo en la prisión: le fue enviado un ángel para liberarlo. Usted ha ido al encuentro del Ángel del Gran Consejo, dígale que él puede, si quiere, sacarlo de la prisión para el bien general de su rebaño.
Por lo que a mí toca, al escuchar la voz de su Reverencia, sentiré consuelo como Ana, una trabajadora doméstica que se encontraba en la congregación de los fieles cristianos que oraban por san Pedro. Le recomiendo a este buen alumno.
Mi carta le causaría gran molestia si me alargara; la acortaré para que su incomodidad sea pequeña. No digo esto sin consideración, pues usted me dijo por pura caridad que usted era para mí un padre. Las molestias son, para éstos, un pasatiempo. Sepa que tiene una hija que entrega a Dios su espíritu para liberar a usted en su cuerpo. Mantenga, pues, su espíritu alegre, es decir, gloriándose en la cruz del cuerpo. Adiós, mi querido Padre, las espinas que sufro por usted son como rosas para mí. Las ofrezco a mi queridísimo esposo Jesús, suplicándole que me ayude a ser como un lirio entre las espinas. Soy de usted única hija en Jesucristo. Janne Chesar
Me sorprende que, en catorce días, me haya enviado sólo tres o cuatro veces noticias suyas, devolviendo mis cartas en las demás ocasiones. No puedo evitar el ser sincera: alíviese, para que diga yo cien Alabad al Señor todos los pueblos (Sal_116_1). Es ésta otra promesa de acción de gracias que hice ayer, si usted recupera la salud Vea si dejo de portarme como hija. Espero que usted se comporte también como un Padre. No estoy disgustada con su reverencia aunque no me mande noticias suyas.
1° de noviembre de 1622. Al Padre Philippe de Meaux.
La noche del domingo 1° de noviembre al lunes 2, vi en sueños a un niño tan hermoso como jamás había visto otro. En ese instante se presentó junto a él una niña que se le parecía en belleza. Aunque aparentaban tener solamente 4 años, mostraban un espíritu superior a su edad.
Después de mi comunión pregunté a mi Jesús si era él, y cuán bello era entre todos. Me pareció que me decía: Debes ser tan bella como yo, que soy hermosísimo. Entonces disfruté de una fuerte unión con él.
El jueves 12 de este mes, también en sueños, me pareció ver al augustísimo Sacramento siendo llevado bajo el palio a las afueras de la iglesia. De repente, lo vi volverse con estas palabras: Levantaos, puertas eternas (Sal_24_7). La entrada se abrió, y yo, muy sorprendida ante todo esto, exclamé: Hoy no es el día de Ramos y están diciendo esas palabras.
Muchas veces he dejado de escribir sobre las cosas que veo mientras duermo, por considerarlas únicamente sueños. Sin embargo, después de varios días sentí escrúpulo por ello, y cierto arrepentimiento por menospreciarlas.
Mientras duerme la esposa, su esposo está con ella y le habla a su corazón que vela. Este es el amor que ve mientras duerme, y así ambos contemplan: ¿Acaso no he pronunciado con frecuencia este nombre en su sueño? ¿Y no envió mi Padre un ángel para prevenir a san José mientras dormía? Su fe los lleva a acercarse a mí para hablarme en el Smo. Sacramento, donde duermo como en mi tálamo, guardando silencio y sin dejar oír una respuesta aunque los escuche, porque siempre estoy en vela. Si Uds. hacen este acto de fe por amor a mí, ¿dejaré de hacer, por amor a ustedes, el de la caridad, que consiste en cuidarles y hablarles mientras duermen?
A mi Reverendo Padre. El Padre Philippe de Meaux. Rector del colegio de Roanne
Mi muy querido y Reverendo Padre en Nuestro Señor:
No carece de razón el que ese divino Maestro que es el Espíritu Santo desee que corrija usted primero los defectos de la reina y señora que es el alma, y después los de la carne animal y esclava servidora de esta dama, así como lo comprendí ayer, cuando me pareció sentir pena porque su Reverencia no me permitió usar el cinturón cilicio.
Hija mía, ¿Qué me agrada más, el que se hermosee a mi esposa o a un animalito mío?
Esto me hizo entender que usted complace más a Su Majestad cuando corrige las imperfecciones de mi espíritu, que si comenzara exteriormente por el cuerpo. El uno y el otro le agradan, pero mucho más el embellecimiento de la esposa para complacer a su Salvador, quien vive en su interior y alrededor de ella, según me comunicó esta mañana: Hija mía, he concedido montañas de dones y gracias a muchas personas; pero a ti, yo el soberano Señor, te guardo morando en ti y en tu entorno. Sin embargo, te dejo libre para actuar, para que tengas mayor mérito cuando tus acciones sean buenas.
Esto es verdad, mi muy querido Padre, pero cometo muchas que son imperfectas. En este momento soy consciente de siete u ocho faltas bastante serias, pero cuántas deben serme desconocidas. En todo caso, esta divina bondad no deja, por esta causa, de colmarme de sus deliciosas visitas. Para comunicar a usted la dulzura en que sumergen a mi alma y aun a mi cuerpo, después de la exhortación que hizo su reverencia, haría falta que mi pluma fuera un esquife y la tinta esos mismos licores, y sus oráculos un paladar para captar esto que digo, aunque sé muy bien que usted lo conoce mejor por su propia experiencia interior.
Que pueda saborearlo eternamente en la gloria, la cual deseo a usted con el mismo corazón en el que soy, mi muy querido y reverendo Padre, su muy humilde servidora, pero única hija en Jesucristo. Janne Chesar
1622. A mi Reverendo Padre. El Padre Bohet de la Compañía de Jesús. En Baugez.
Querido y Reverendo Padre en Nuestro Señor:
Ayer tuve el deseo de que su Reverencia me diera la absolución. Le habría dado mucha materia, pero olvidé pedírselo. Será mañana.
Me hubiera gustado mucho que fuese hoy por la mañana si la persona que usted sabe hubiera enviado a la otra. Si no, paciencia; no estoy tan mal como para no poder ir. Esto pasó porque lo hice ya tarde, para aprovechar la ocasión de ayunar hoy en caso de que el Padre me lo permitiera. Sólo tengo un ligero mal de cabeza, que pasaría sin duda si hubiera dormido esta noche como la de ayer.
Al pensar en la manera que tengo de hablar a su reverencia, exclamé: ¡Oh, amor mío! jamás pensé que tendría que ir por este camino de expresar todos mis pensamientos. Hija mía, la confusión que sientes aumenta tu mérito.
Tenía yo el deseo de que así fuera, y que no tuviera que decir cosas parecidas, pero pensé que aun no había llegado al final. Escuché entonces: Hija mía, ya te dije en otras ocasiones que yo te deseaba a ti escrutador, y a mí con la luz ardiente sofronista, pero quiero que esto siga siendo con aquella que he encomendado a este Padre, el cual ocupa el lugar de aquellos a quienes digo: Ustedes son la luz del mundo. No es necesario, hija mía, que la tengan oculta bajo el celemín del silencio para no dejar ver a los demás lo que pertenece a la intimidad. No quiero que obres así. Tú eres mi arca y no deseo que los afectos del mundo encuentren lugar en ella, pero no me molesta el que un sacerdote descubra su interior y que dé apoyo al exterior con los hombros de la caridad, como lo hace este Padre. Así como en verdad hago la carga ligera a quienes voluntariamente se ofrecen a llevarla, de idéntica manera hago muy fácil a este Padre la molestia que se toma al probarte y sobrellevar tus imperfecciones.
¡Ay, mi querido Padre! siempre adolezco de ellas y por esta causa mi dulce amor no deja de comunicarme sus más amables delicias. Ayer me hizo experimentar la primera palabra del Cantar y me concedió además otros favores sobre los que no escribiré a esta hora.
Como estoy cansada, descansaré junto con la promesa de ser de usted, mi muy querido y Reverendo Padre, su muy pequeña servidora, pero única hija en obedecerle en Jesucristo, Janne Chesar
13 de marzo de 1624. A mi Reverendo Padre. El Padre Philippe de Meaux. Rector del colegio de Roanne.
Mi muy querido y Reverendo Padre en Nuestro Señor:
A él pido y le sigo pidiendo me conceda los dolores corporales que usted padece, sin privar del mérito que tales aflicciones aportan a quienes las sufren por amor de aquél que las soportó hasta la muerte de cruz por nosotros.
Ahora me siento mucho más urgida a orar por su reverencia, a quien veo olvidarse de sí mismo para acordarse de mi bien. Le aseguro, delante de mi dulce esposo Jesús, que las cosas que le he manifestado respecto a mi interior, se las seguiré diciendo con un corazón más filial que antes, a pesar de que tantas veces se las he dicho salidas del corazón.
Después de haberlo dejado esta tarde, ofrecí mi rosario por su reverencia mientras decía la letanía, me sentí extasiada con un nuevo sentimiento de la presencia de mi amor a mi lado derecho, pues en lo que respecta al sentimiento del fuego del corazón, casi no he tenido respiro desde el día en que usted fue a Grésole. Comprendí que era el beso del Padre eterno, el cual había pedido al terminar la oración que hacía cuando fui inspirada a ir al encuentro de usted por santa obediencia. Muy pronto recibí el fruto de ella, pues este beso del divino amor me recordó las gracias que la Madre del amor hermoso me ha obtenido del Padre eterno, según me comunicó esta mañana a la hora de comulgar.
Volviendo a otra cosa, diré primero lo que escuché hoy por la tarde: Hija mía, ¿te das cuenta de que eres amada de muchos, y que al hablarles los unes a ti mediante un lazo de santo cariño? Así como un día te dije que me ofrecieras las alabanzas que las creaturas te prodigan para suplir las que dejas de darme, deseo que ahora me presentes y regales todos los afectos que se te profesan.
Así lo hice, junto con un deseo: ¡Oh, amor mío! quisiera que todos los infieles y herejes, en compañía de todos los demás pecadores, pudieran amarme para poder entregártelos.
Hija mía, yo hago la voluntad de quienes desean cumplir perfectamente la mía y ponerla en práctica. Es por ello que te concedo el cumplimiento de casi todos tus deseos.
Ah, mi queridísimo Padre, como bajo la dirección de usted la puedo cumplir, siga, ayudado por la gracia, cultivando la viña del Noé celestial, quien parece embriagarse del vino que el lagar de su amor hace brotar y borbotear en mi corazón, hasta lograr que se despoje de sí mismo para revestirme de él, mostrándome al descubierto su corazón amoroso.
Comprendí que él desea que esta viña le sea ofrecida por usted en forma más agradable que mil hostias pacíficas. Me refiero a mil almas que posean la gracia suficiente para estar un día en el cielo de la paz, y que a cambio de ellas él concederá a usted centenares de monedas de plata como premio a sus trabajos.
Siga siempre haciendo sus pensamientos más profundos, pero sobre todo, cuide de arrancar lo que es superfluo, aunque gima la naturaleza: esto es lo propio de las viñas. Este divino sol, mediante su calor, seca mi llanto y lo cambia en vino de alegría que hace estallar al corazón, como pude comprobarlo después de que usted me dejó.
Fíjeme, tanto como lo crea necesario, al santo madero de la obediencia, pues lo que usted ate, atado quedará, y lo que usted desate también lo será. Se lo prometo una vez más, y con la gracia de mi esposo, cumpliré mi promesa todo el tiempo que usted permanezca aquí por voluntad de sus superiores y de usted mismo. Quisiera que esto durase hasta la muerte de mis imperfecciones, que desearía fuera muy pronto; pero deseo añadir algo: hasta la separación del alma del cuerpo.
Si mi espíritu ha tenido y tiene más que otros este instinto natural de no detenerse en cosas vanas, ¿no debo utilizarlo en lo que dijo el apóstol: Buscad las cosas de arriba (Col_3_1) y en lo que dijo más amorosamente mi querido esposo: Sé perfecta como tu Padre celestial, y en procurarme tesoros, como me invita a hacerlo en otra parte?
He recordado lo que el Reverendo Padre Provincial desea de mí: que tenga un corazón viril y no sólo de mujer. Esto fue lo que ayer comprendí que mi esposo desea de mí, cuando este estrépito, resplandor llegue a la persona que usted conoce: Hija mía, ¿sabes por qué te he concedido grandes gracias, sin que éstas provoquen la murmuración de los demás? Es porque tengo tu alma entre mis manos, que son prudentísimas. Así será siempre que tú lo quieras mediante la obediencia a quienes ocupan mi lugar.
De todos modos, caí nuevamente en faltas de caridad al no sentir hacia esa persona la pena que hubiera sentido hacia mí. Esto me sucedió en público, pues me pareció sentir algún contento en ello, porque de ahí me venían pensamientos de que esto daba realce a la devoción que Dios me concede, como alguna persona lo dijo más tarde. Padre mío, no puedo consentir en esto, pues ¿qué tengo que no haya recibido, y que he desperdiciado tantas veces? ¿En qué me gloriaré sino en las debilidades que sentí en los días pasados, y en tanta vanidad que veo en mí? ¿Que diré a usted al confesarme mañana si recuerdo bien todo, pues de mencionarlo aquí me alargaría demasiado?
Igual que ayer, rechacé los pensamientos que parecían hacerme indagar por qué me ordenó usted hablar tan pronto con la persona a la que me refiero. Al decir esto, no deseo pensar sino lo que mi Padre quiera.
Como permanecí indiferente, escuché por la tarde: Hija mía, esta persona está ligada a la casa por lazos de obediencia a este Padre. El yace en el lecho del deseo de hablar contigo, pero aquél que es tu superior debe pensar y obrar por él lo que hizo el centurión por su servidor: vino a mí para que el enfermo sanara con una de mis palabras. Le dije: Iré yo mismo, pues deseaba curarlo.
Esto se me repitió dos veces. No quería mencionarlo a usted por temor de inclinarle a ello, y por haber sentido el día anterior algo de repugnancia que me retenía del deseo contrario al suyo. Escuché entonces: Esto no es por tu propio provecho. Le pedí mucho que inspirara a usted su voluntad, pues no haría yo sino lo que usted quisiera.
Por la mañana, durante la oración, al meditar en mi Salvador hablando con Pilatos, escuché: Sabe, hija mía, que dije a Pilatos cuando él me interrogaba si yo era rey: ¿Dices esto de ti mismo, o te lo han dicho otros de mí? Lo soy, y para ello he venido a este mundo. Con esta palabra demostré mi autoridad, la cual manifesté con tal fuerza que Pilatos no pudo colocar otro título sobre la cruz, sino aquella que hizo escribir, porque yo lo quise así. Por ello dijo a los judíos que lo escrito estaba, no solamente por mí, sino por la voluntad divina.
Hija mía, como yo soy rey del cielo y de la tierra, cuyo reino tengo en mi poder, deseo reinar en ti, y para ello he venido todos los días, en persona, al mundo de tu cuerpo y de tu espíritu.
Ah, Padre mío, ¿Cuándo será que sólo este rey dominará en mí? Le pedí también que reine en usted, puesto que viene a usted todos los días. Después asistí a la eucaristía, en la que recibí una dulce impresión que me derritió de gozo interiormente. Mientras esperaba la santa comunión y estando a la santa mesa, comprendí que la Virgen ha hecho por mí lo que Rebeca por Jacob: Hija mía, muchos primogénitos carecen del bien que tú posees, aunque hagan obras más generosas y penosas que tú. Te he obtenido la bendición del Padre eterno a través del manjar que procede del divino amor y de los enemigos de mi Hijo, que lo persiguieron para prenderlo. Lo he ofrecido en banquete a su Padre, el cual lo encuentra sumamente delicioso. Estás revestida de él mismo, ah, qué vestidura. Aunque sé que tu voz es débil, a causa de las imperfecciones, el Padre no se fija tanto en ella cuanto en el hábito que vistes, que es el cordero inmaculado y su primer nacido. Este Padre no te maldecirá, pues su Hijo y tú no son sino uno y recibirán, por tanto, su bendición.
¡Oh, Dios! Mi querido Padre, sentí un gran consuelo después de comulgar, mientras usted decía su misa con más devoción que otras veces, lo cual redobló mi alegría. Estaba extasiada, pero me obligué a levantarme mientras usted leía el Evangelio, por pensar que era su deseo, según el cual seguiré siendo su obediente y única hija en Jesucristo. Janne Chesar
AL Reverendo Padre de Meaux, 1625.
Del año 1625, en que salí de casa de mi padre.
Algunos días antes de la fiesta del Santísimo Sacramento del altar, al consolarme mi dulce amor con sus favores durante la santa comunión, vi una Virgen, ignoro si era Nuestra Señora, que extendía su manto por debajo de sus costados yo estaba cubierta por él, así como una multitud de hermanas. Vi también una religiosa que lloraba implorando el auxilio de Nuestro Señor para un asunto de vida religiosa.
La víspera de la fecha mencionada, vi grandes coronas y diademas destinadas a las religiosas del futuro. El domingo siguiente, Nuestro Señor dijo a una persona: Di a Jeanne Chézard que escriba acerca de mi nombre. Durante la octava hubo días en que fui inflamada como sólo Dios lo sabe. El día de san Claudio, Nuestro Señor hizo una revelación a este respecto al P. Coton y a tres sacerdotes religiosos. Mi confesor me habló respecto a la ocupación de la casa donde habían vivido las Ursulinas, con objeto de prepararla para lo que se me había pedido desde hacía tanto tiempo. Me despedí de él, disculpándome a causa de mis numerosas ocupaciones, y aduciendo que estaba muy bien en casa de mi padre, pues en ella me sobraba tiempo para practicar mis devociones con paz y tranquilidad.
Ese día por la mañana recibí grandes favores al comulgar. Por la tarde, después de vísperas, estando aún en la iglesia de san Esteban, mi compañera me dijo que era necesario, si deseábamos obedecer a Dios, iniciar la Congregación de su santo nombre. Yo no sentía inclinación alguna hacia ello. Esto fue causa de que, con un gesto de menosprecio, le dijera que todavía no podía hacerlo, pero que comenzara ella misma.
A la primera palabra, me hizo ver, con una respuesta eficaz, que estaba resistiendo al Espíritu Santo, y que tomaría la iniciativa a pesar de sus limitaciones, porque tenía confianza en Dios. A pesar de todo, se puso a orar, yo me fui del lado contrario, con tanta eficacia, que obtuvo su petición, pues en sólo quince minutos Nuestro Señor me cambió, infundiéndome el temor de resistir a su santo Espíritu. Le pedí entonces luz para conocer su voluntad.
Entonces mi dulce amor me rodeó de su luz y me hizo escuchar grandes maravillas, mientras derramaba yo abundantes y deliciosas lágrimas. Me reveló de qué manera había resuelto que esto se hiciera, y los grandes dones y favores que concedería a esta Orden religiosa; que, después del Santísimo Sacramento, ella sería el compendio y el memorial de sus prodigios, y figura de la Santísima Trinidad, de la humanidad del Salvador y de la Santísima Virgen, hasta en el estilo del hábito con el que deseaba revestirla. Pídeme, me dijo, y te daré como heredad las naciones, pues por la misericordia del Padre, el compasivo Señor Jesús será el camino y el término de esta obra.
Las cosas que escuché entonces fueron tan sublimes, que no las describiré aquí. Ese mismo día o la víspera vi una pradera en la que pacían corderos sin pastor. Con ello comprendí que Nuestro Señor deseaba que yo lo fuera. Creo recordar que me dijo: Apacienta mi rebaño. Al salir de la oración, comuniqué a mi compañera lo que había pasado, y que tenía el ánimo dispuesto a comenzar.
En ese tiempo veía yo con frecuencia el dedo de la derecha de Dios, que se declaraba hacedor de esas cosas. Desde que di mi consentimiento, no puedo describir las caricias que mi dulce amor me concedía, ni hasta qué punto el divino fuego me acompañaba, o los éxtasis en que me arrebataba después de comulgar. El domingo, el lunes, y en especial el martes, estuve sumergida en un abismo de dulzura y el Espíritu Santo inspiró a una buena joven para que se uniese a nosotras. Fue así como el lunes por la tarde prometió en presencia de Dios que jamás se separaría de nosotras dos, siendo así la tercera en unírsenos. Prometió además que vendría muy pronto a la casa para comenzar.
En cuanto a mí, no prometí entrar tan pronto como ellas dos, pues no deseaba faltar a la obediencia al Reverendo Padre Bartolomé Jacquinot, de la Compañía de Jesús, por haber recibido de él los más señalados privilegios que mi alma hubiera podido desear. Ahora bien, supe que este Padre había pasado por Toulouse a su regreso de París, para convocar la reunión regional de la que era Provincial. Se me dijo que había pasado a Lyon y ya no se encontraba ahí. Por esta razón dije que no podría entrar junto con esas jóvenes hasta que me llegara la respuesta, que en vista de los hechos tardaría unos tres meses. El domingo y la mañana del lunes 9 de junio, Nuestro Señor me concedió muchísimos favores, pero no los recuerdo bien.
Por la tarde, estando en el examen, tuve una hermosa visión: vi la imagen de Nuestra Señora de Puy, la cual me dijo que me ayudaría. Me pareció que tenía un gran deseo de que hiciera un viaje a ese lugar junto con mis compañeras, pero la obediencia a mis superiores no me lo permitió. Si no fuera porque la santa obediencia vale más que el sacrificio, diría que esta negativa nos causó el disgusto de la joven que con tanta firmeza se ofreció a sí misma y nos dio su promesa, pues el plan estaba hecho para ir allá durante la fiesta de san Juan Bautista: esta muchacha no asistió al baile, y partió sin haber regresado hasta el presente. Así es el mundo de fuerte contra quienes se dejan atrapar por sus vanidades. Ahora bien, ignoro si yo preví que el impedimento de este viaje nos causaría una aflicción, y persistía en conseguirlo.
Estando, pues, en el examen, tuve otra visión. Vi un inmenso globo solar que estaba en tierra. Este globo me parecía un abismo, pues su rayo era negro como cuando se ve el cuerpo del sol. Al decir rayo, no me explico bien, pues me parece que se trataba del centro del sol, porque no brillaba con diversos rayos, sino como una sustancia que era toda espesa, en la que nada podía verse. Ella misma se veía y se abarcaba. No podría yo explicar esto a menos que un pintor pintara la imagen del sol y pintara un círculo que rodeara el centro, sin que se vieran los rayos. Ahora bien, vi a este sol en cuyo seno debía encontrar protección, pues al día siguiente, martes, al recibir la santa comunión, comprendí que el alma que vive en este centro no puede ser lastimada por sus enemigos. En esa misma comunión vi lanzas de hierro, pero mi amor me dijo: Hija mía, los hierros no pueden herir al sol; él es tu fortaleza y se ha inclinado hasta la tierra. Lánzate en su seno, nadie puede acercarse a él. Todos los artefactos inventados por las criaturas no me causan miedo alguno.
¡Oh, Dios! Cuánto se fortalece ahí el alma sin combatir, pues duerme y se reanima en un reposo y contento indecibles. Ignoro si esta visión me reveló que entraría a ese lugar para compensar la prohibición que recibí de ir a Puy. Pero a pesar de sus esfuerzos, los enemigos de nuestro proyecto no pudieron turbarme. Esto se debió a que, en lugar de que las contradicciones me desanimaran, como en otras ocasiones, acrecentaron mi valor en esta empresa. Pero ¿qué digo? Ya no siento estas cosas: ni siquiera me rozan.
Tengo muchas otras cosas que contar en la presente, pero carezco de tiempo para decirlas.
[julio 2 de 1625]. Al Reverendo Padre Coton, S.J
¡Toda gloria a ti, mi puro y santo Amor!
Por ser tu deseo el que yo hable, diré lo que has revelado a aquélla que es menos que polvo y ceniza. Tu fuego, Dios mío, me ha consumido e iluminado de modo que he podido ver mi nada y la de toda criatura: Porque mi corazón está inflamado y mis entrañas conmovidas, y yo estoy reducida a la nada en tu presencia; he llegado a ser como un jumento ante ti, y estoy siempre contigo (Sal_72_21s).
Es en verdad un gran favor el llevar tu carga y estar contigo. Has tomado mi mano derecha, me has conducido según tu voluntad y me has recibido en medio de tu gloria. ¿Qué puedo tener en el cielo o desear en la tierra si no es a ti? ¿Han desfallecido mi cuerpo y mi carne por estar tú en ellos, Dios mío, verdadero centro de mi ser y porción mía por la eternidad?
Todos los que se alejan de ti perecen ¡oh soberano bien! Perderás a todos aquellos que forniquen de ti, porque salen de su ser, de su principio, de su medio y de su fin. No encuentran reposo por haberte abandonado. ¡Ah, qué bueno es para mí adherirme a ti, Dios mío, y poner toda mi esperanza en el Señor mi Dios, tu Hijo, mi esposo amadísimo, el cual desea que yo proclame tus maravillosas enseñanzas, desde las puertas de la hija de Sión, a las almas que me has enviado en la Iglesia, que es tu Jerusalén.
No sabría expresar todas las inteligencias admirables que me concedes y que proceden de ti, mar inmenso. Yo las vuelvo a ti. Lo que diga de ellas será como pequeños brazos de este mar, los cuales no parecerían tan diminutos si no pudiesen portar grandes navíos, en los cuales quedará la estela de una sencilla visión en la que se podrá ver el rastro de tu Hijo, el hombre Dios, pasando por la Virgen sin lesionar su virginidad.
Me has mostrado además de qué manera subiste directamente hasta tu tabernáculo, que es el sol eternal, descubriéndome admirablemente cómo procedes de tu Padre por vía de generación eterna, recibiendo de él tu esencia sin dependencia, y que él te comunica lo que posee sin detrimento de su eminente plenitud.
Me enseñaste cómo bajaste al seno de la Virgen a tomar tu presa y hacerte la nuestra, al apropiarte la sustancia purísima de María virgen. A su vez María te tomó, Verbo eterno, Dios de Dios, luz de luz, corona de virginidad. Como una serpiente, introdujiste tu cabeza en el corazón de María, encontrando en él un cuerpo que es verdaderamente tuyo.
Dios es la cabeza de Cristo y Cristo lo es de la Iglesia, en especial de las vírgenes. El es su padre, su esposo y su hijo. El es el Verbo divino, cabeza de la humanidad que es su cuerpo, el cual nació de María en el tiempo, sin dejar rastro de mancha, sino una vía purísima que sólo puede ser vista por las bienaventuradas potencias del corazón, a las que modificas y purificas por medio de las aguas divinas que brotan de tu Padre y del rocío de la leche de tu madre.
Me dijiste que yo me cuento en este número por pura bondad y misericordia tuya; que no lo pusiera en duda, y que entre miles y miles de testimonios de tu inmensa caridad, hay tres signos que son evidentes. En primer lugar, soy hija de tu Padre eterno, a quien puedo llamar mi papá, pues él se complace en sentarme sobre sus rodillas y acunarme en su seno, desbordando sobre mí un río de paz y acariciándome tiernísimamente de un modo inexpresable. El me da la confianza de lanzarme hacia él, abrazándolo con mis bracitos, para desaparecer felizmente en su pecho. Ahí me concede miles y miles de dulzuras para solazarme, pareciendo que no tiene otro quehacer sino recrearse conmigo, diciéndome: ¡Mira lo que significa ser papá de Juanuca! Un filósofo que jugaba con su hijito, al recibir las burlas de otro, le dijo que si fuera padre sabría lo que significa el amor a los hijos. En mí, querida hijita, reside toda paternidad en el cielo y en la tierra. Yo soy el padre de las misericordias y el Dios de todo consuelo. Eres bien consciente de mi paternidad por la confianza que tienes en mí y la que yo pongo en ti.
Segundo signo ¿Deseas saber de qué manera eres esposa del Verbo Encarnado, y cómo darlo a conocer a las creaturas? Es cuando él participa contigo en todos los juegos que te gustan. ¿En qué se dio a conocer que Rebeca era esposa de Isaac? Cuando Abimelec, rey de los filisteos, se asomó a una ventana, vio a Isaac que hacía demostraciones de amor a su mujer Rebeca. Y habiéndole llamado, etc. (Gn_26_8s).
Todos aquellos que se fijen con atención en lo que el Verbo Encarnado hace contigo, reconocerán que él es tu esposo y tú su esposa. Que se asomen a la ventana, y lo verán deleitarse con su propio corazón todo en ti, y a ti toda en él.
El tercer signo es que eres la pequeñuela lactante del Espíritu Santo, el cual te alimenta continuamente con el pecho de los reyes. El se te ha mostrado como una nodriza envolviendo en pañales a su bebita, arrullándola y adormeciéndola divinamente. Así lo has visto estando despierta o dormida. El se te ha mostrado como si se hubiera convertido, por así decir, en tu dama de compañía. ¿Qué más puede haber después de estas caricias acompañadas de miles y miles de besos y favores? No ha habido otras parecidas en el transcurso de los siglos.
¿Deseas saber cómo te ama María? Ella te concede todo lo que ponderó en su corazón que son las maravillas que aprendió de su mismo Hijo por medio del entendimiento que Dios quiso darle para conocerlas. Ella guardó silencio para que tú pudieras hablar.
Habla, querida mía: has recibido una misión de la santa Trinidad, tienes una misión del Verbo divino, tienes una misión de María, tienes una misión de todos los santos. Debes ser mi embajadora ante todas las naciones.
¡Oh Dios, que eres el único deseado de todas las gentes y el anhelo de los eternos collados!
Mayo de 1628. A Monseñor Charles de Miron, Arzobispo de Lyon.
¡Jesús, María!
Mi Reverendísimo Padre y muy ilustre Cardenal:
Un humilde saludo en Nuestro Señor Jesucristo.
No puedo decir a usted el anhelo y los deseos que he tenido desde hace mucho tiempo de poder hablar con usted y comunicarle las inspiraciones que Nuestro Señor me ha concedido desde hace seis años y medio, y cómo empezaron nueve años atrás.
No tuve el atrevimiento de hablar con usted durante su última visita a Roanne, aunque tenía orden para ello; sentir temor es natural en las jóvenes. Sin embargo, es propio del Espíritu de Dios el hacerlas sobreponerse al temor mediante la caridad que infunde en sus corazones, otorgándoles el celo de su gloria y de la salvación del prójimo. A unas las llama a una Orden y a otras a otra; esta diversidad es el adorno de la túnica del esposo, y con la variedad de estos manjares se alegra el paladar de los hijos de Dios. El mismo Dios saborea estos frutos, que son para él manjar y bebida en la casa de nuestra madre la santa Iglesia.
En ella se digna enseñar no sólo a los doctos, sino también a los ignorantes, sin desdeñar a las más pequeñas de sus hijas, y eligiendo nuestro frágil y delicado sexo para asentar sobre él el trono de su gloria y, mediante sus gracias, hacerlo aparecer más admirable aún ante sus creaturas.
En verdad él será grandemente alabado al realizar, por mediación de la más pequeña e imperfecta de sus creaturas, lo que prometió y sigue prometiendo hacer, pues la miseria de ella es tan grande, que suele obstaculizar lo que él desearía hacer en ella siempre con su cooperación. Sin embargo, como las cosas corruptibles disminuyen constantemente, ella tiene la esperanza de que su naturaleza corrompida e inclinada al pecado decrecerá, y que la gracia hará su oficio sin tanta contrariedad u oposición.
Es por tanto necesario, mi Reverendísimo Pastor, que una de sus ovejas declare ante usted lo que el espíritu del cordero divino le ha hecho concebir: hace ya 6 años le ha estado pidiendo, por la voz de su Madre, que restaure la casa abandonada por las ursulinas. Esto me sorprendió muchísimo y respondí con estas palabras: ¡Ah, Señora! no tengo medios suficientes ni el espíritu necesario para ocuparme de semejante cosa. Se me replicó lo siguiente: Aquél que hace maravillas se ocupará de todo. Ve a decirlo a esas personas. Se referían a mi confesor y a otra persona con quien no me sería posible hablar de momento.
Pasado un tiempo me sentí desanimada y, al estar en oración, escuché: David tuvo muchos soldados que fueron tan valientes, que en cuanto se enteraron del deseo que tenía el Rey de beber del agua de la cisterna de Belén, se dirigieron allá pasando por en medio del ejército. ¿Carecerás tú del valor de darme de beber, o por lo menos lanzarte a ello? ¿No se te ocurre pensar que ofrezco a mi Padre tu tentativa como un sacrificio agradabilísimo?
Nuestro Señor le había dicho, en otra ocasión, en la fiesta de su circuncisión: Pide como aguinaldo lo que desees; y después: A quien pregunte mi nombre: Jesús.
Pasados algunos años, le afirmó: Tú serás mi portaestandarte. Y en otra ocasión le repitió que había una Orden masculina que llevaban su nombre, pero que era su voluntad que también hubiera mujeres con este privilegio.
Así sucedió una y muchas veces. Esta persona ha escuchado muchas cosas de Nuestro Señor y, además, otras tres personas diferentes, bien fundamentadas, han recibido importantes revelaciones al respecto. Si desea usted enterarse, con gusto le informaré. Estoy segura de que no pondrá dificultades, lo mismo que la curia romana; espero más bien que todo se aprobará. Si usted nos hace el favor de ser el protector y fundador, Dios le concederá ver a su Orden religiosa establecida como la de Monseñor de Genéve.
Deseo, ante todo, testimoniar mis inspiraciones a mi pastor y obispo. Si los religiosos de Mons. de Genéve llevan el nombre de María, Dios quiere que las de usted porten el de Jesús en estos últimos tiempos. ¡Ah!, si pudiese yo hablar solamente una hora, no dudo que usted apoyará el proyecto, puesto que se dirige a la mayor gloria de Dios, nuestra perfección y la enseñanza de las jóvenes.
Me dirá usted que las religiosas de santa Ursula se dedican a lo mismo que nosotras haríamos. Puede ser, pero si Dios desea que lo hagamos bajo otra insignia, y que su disciplinado ejército esté integrado por diversos batallones, logrará con ello hacerlo más vistoso y mejor organizado. Si él mismo desea tenerlo en su compañía como coronel, aunque toda la armada le pertenezca, lo hará si así lo desea. No deseará usted contradecir su voluntad; tampoco nuestro soberano pontífice, quien demuestra tanto celo por la gloria de Dios; usted tiene todo poder en Francia y en Italia. Si usted desea ocuparse e esta obra, la llevará a término, y recibirá por ello una gloria particular en el cielo.
Si desea usted enterarse de las reglas y del fin de este instituto, también se las enviaré.
1° de agosto de 1628. Al Reverendo Padre Philippe de Meaux.
¡Viva Jesús!
Muy Reverendo Padre: Philippe de Meaux.
Que el amor del pequeño Jesús esté con usted, es mi muy humilde saludo.
Como mi Todo ha echado fuera de mi corazón las molestas tristezas, puede ahora colmarlo de gozo y entregársele como vencedor, para hacerme experimentar las palabras del profeta: Los que confían en el Señor son como el monte Sión, que es inconmovible, estable para siempre. Qué bueno es el Dios de Israel para los de recto corazón. (Sal_125_1s) El valiente David continúa invitándome a la alegría: Exultad ante su rostro, pues es Padre de los huérfanos y tutor de las viudas (Sal_68_5).
Por tanto, diré a usted que, después de haber sufrido esta larga y extraordinaria tristeza, escuché estas palabras: ¡No lo advertí: Conturbose mi alma por los carros de Aminadab! (Ct_6_12), las cuales eran para mí un enigma pues no osaba creer en la exposición o explicación que mis tristes pensamientos me producían, y aunque las tres divinas personas me llamaran a ir hacia ellas, y la humanidad de mi pequeño Jesús me apelara con los lazos de Adán para atraerme hacia él o para entrar en mí llevado por el fuerte vínculo de la caridad, no podía responderle otra cosa sino: ¿Por qué miráis a la Sulamita, como en una danza de dos coros? (Ct_7_1) Si mi amor se ha complacido al ser llamado así, Jesús me respondería: ¡Qué lindos son tus pies en las sandalias, hija de príncipe! (Ct_7_2) Cómo me complace el ver que tus afectos y tus pasos están rodeados y encerrados dentro del calzado de mi vocación! Sin embargo, este encierro tiene más extensión que toda la Idumea, hasta la que dije, por medio de David, que deseaba asentar mi pie. Yo, Jesús, quise tener piernas de mármol fundadas sobre bases de oro, es decir, quise asentar mi humanidad sobre el soporte de la divinidad, como base de oro que nadie, jamás, ha podido separar.
De igual modo he formado, con mi mano artificial, la juntura de tus muslos, configurándolos como un collar al que ninguna persona puede hacer o deshacer sin tu consentimiento. Se trata de un verdadero collar de la orden de mi nobleza, por el cual debes plegarte a mi voluntad y resistir lo contrario.
Que así sea, mi buen Jesús. Permíteme que ahora me refiera a tu Eliezer.
Cuando Eliezer puso la mano bajo el muslo de Abraham, obró como si hubiera jurado delante de Dios que le sería fiel, conduciendo con seguridad a la virgen Rebeca hasta Isaac, su hijo. ¿Acaso el Padre eterno, que es el Gran Abraham, no ha elegido a usted para ser su Eliezer? ¿No le ha prometido usted, delante del Santísimo Sacramento, en la iglesia del colegio que sería fiel para conducir hasta él a la esposa de su hijo Isaac? Y el santísimo sacramento, ¿no es acaso el muslo del gran Abraham que es el Padre Eterno?
Es su generación eterna, puesto que este Isaac es el Verbo, y este Verbo tiene dos moradas desde que se hizo hombre. ¿No es él la espada que mencionó David diciendo: ¡Ciñe tu espada sobre el muslo, poderosísimo!? (Sal_45_4) La palabra de Dios, ¿no es una espada de dos filos que Jesús empuña cuando le place, para vencer a los enemigos y defender a los amigos?
San Pablo tuvo mucha razón al decir: Todo lo puedo en Aquél que me conforta (Flp_4_13). Se dice que el apóstol, después de cumplir su misión, obró como Eliezer: condujo a las almas como si se tratara de castas esposas, ante Jesucristo, nuestro Isaac. Imite, pues, a san Pablo, ya que usted es uno de los suyos y está destinado a actuar como él. Además, usted me prometió ser una roca endurecida contra todas las olas y tempestades; y que, como él, Dios y usted harán más que todos los otros.
No he dejado que se pierda ninguna de las palabras que el pastor me ha dirigido. Se dice que la oveja debe conocer la voz de su pastor así como él la conoce a ella, y que esto se aplica al soberano pastor, usted no duda que su oveja le ha hablado con toda sencillez. Pero yo, ¿qué voy a decirle? Se ha dicho a la oveja que su pastor ha cambiado de voz. No fue por tanto sin motivo que la pobre ovejuela, inspirada o mejor dicho, probada por el divino pastor, dirigiera su triste balido hacia el cielo: ¡No lo advertí! Conturbose mi alma, etc. (Ct_6_12).
Por ello se vio obligada a pedir a usted una explicación, lo cual ha hecho en dos cartas. Pero Jesús no quiso que su pobre hija siguiera sumergida en estas tristezas desconocidas, ya que la pobrecilla no se atrevía a juzgar ni sus propios pensamientos. El Padre de las misericordias la condujo ayer, día del gran san Ignacio, hasta la iglesia del colegio, en la que, después de comulgar, se le advirtió que el Padre director había dado noticias bien novedosas: dijo que el pastor seguía a cargo, y que después de haber pasado a Tournon, había modificado sus pensamientos haciéndolos volverse hacia Rebeca, sabiendo bien que ella se había ofrecido a sacar agua no sólo para Eliezer, sino también para sus camellos.
Como esto fue la verdadera señal de que ella estaba destinada a ser la esposa de Isaac, después de beber se le ofrecieron los brazaletes y los pendientes para las orejas. Estos significan que el esposo dice: Ponme por marca sobre tu brazo (Ct_8_6), después de haberse referido al corazón.
El amor de Jesús es más fuerte que la muerte, y sus celos duran más que el infierno a partir del momento en que llama a un alma y la enciende con el fuego que vino a traer a la tierra. El trajo este amor, todo radiante y ardiente como lámpara de fuego y de llamas, con el cual transformó a mi padre san Ignacio en un ser de fuego.
Ayer clamé hacia él cuando se me informó que su hijo deseaba hacerme cambiar. No me hablará él de todas las aguas del Rhône que llevaron al pastor hasta Tournon, ni de los ríos de contradicciones que se le han presentado. Tal vez se culpe a la pobre joven que desea convertirse, o a las jóvenes que han ofrecido su sustancia y subsistencia quiero decir sus constituciones, apoyándose en éstas y en las bulas de Roma.
El valor de san Ignacio está en su hija, a causa del amor que le tiene en Jesús. Considerada como nada (Ct_8_7), hasta que la pobre pequeña tenga pechos. Ah, bien saben los ángeles lo que hará falta el día en que se hable con ella, pues el P. Gerin no le explicó lo que se le encomendó decirle de parte de usted, por habérsele respondido que ella no hará tal cosa, porque se piensa que no es voluntad de Dios.
No se la cree tan voluble: hace ya mucho tiempo que se le habló de las religiosas de esta Orden, y que las de Puy se han referido a ella. Se piensa, en fin, de común acuerdo, que el pastor disimula para probar la fidelidad de la oveja y para comprobar la firmeza de su vocación.
Sí, padre mío, llegará a serlo con la ayuda de Dios y pondrá su fe en el apóstol, quien dijo que cada uno debe permanecer en la vocación a la que ha sido llamado. También cree que usted lo hará, aunque llegara a pensar lo contrario de lo que usted dijo al Reverendo Padre superior, y que él repitió diciendo que usted se lo comunicó sin otra intención que constatar si la hija de Dios conserva siempre el valor de seguir las inspiraciones del espíritu inicial. Tal vez jamás volverá a fiarse de las creaturas, aunque confía en la fidelidad que el Creador les concede. Como también sabe que son libres para responder o no a las mociones de Dios, desconfía de ellas en todo incluyéndose ella misma no teniendo absoluta seguridad sino en Dios.
A él pide que lo bendiga y conduzca hasta el día de Aquélla que tuvo en su Creador la singular confianza para decir que era su sierva, y que se hiciera en ella según su palabra, para la que nada es imposible. Si él lo dice, lo cumple, como dijo usted durante la octava. El será escuchado de su Padre, y tendrá misericordia o piedad de quien es, en todo momento, toda suya en Jesús, nuestro todo. Janne Chesar
Que el ángel del gran consejo se digne librarme de mis imperfecciones. Por favor responda Amén, y ruegue por mí. Sólo a usted sigo escribiendo cartas tan largas.
27 de octubre, 1628. A mi Reverendo Padre. El Padre Philippe de Meaux. Rector del colegio de Roanne.
Bendito sea Nuestro Señor.
Mi muy querido y Reverendo Padre: Sólo El y su santa Madre deben ser su esperanza y la mía.
Recuerde usted estas palabras: Convenía que el Cristo padeciera (Hb_2_10) para entrar en su gloria. Es necesario que usted sufra para llegar a ella, y padecer si desea ser miembro de su cabeza.
Ya comuniqué a usted por carta dónde están mis relicarios. Fui advertida de su enfermedad algunos días antes de ir a Grenoble. Tuve, en sueños, la visión de un religioso postrado en cama. Me parecía estar inmóvil, pero también oraba a Dios. Más tarde, estando en Grisolles, mientras dormía por la noche, vi a su reverencia delante de un altar, como celebrando misa. De repente le fallaron las piernas y se le recostó en su cama, lo cual me hizo lanzar un grito. El domingo tal vez el lunes anterior, día en que usted se sintió mal, estando ya dormida, me pareció verlo en su habitación postrado en cama y que alguien llevaba hasta ahí al augustísimo Sacramento. Todas estas cosas me fueron reveladas mientras dormía.
No he tenido confidencia alguna respecto a su muerte. El día de hoy, mientras oraba ante mi dulce esposo con mayor insistencia que los días anteriores de esta semana, vi un fuerte por tierra. No sabía si con ello se me mostraba que el ardor de mi aflicción, o el Espíritu Santo, me incitaban a orar por su reverencia, haciendo que el fuerte se levantara en presencia de Su Majestad.
Estaba llena de gran esperanza y lo sigo estando, pero es necesario que su resignación lleve a usted a obtener de Dios lo que Abraham logró. Ofrézcase en holocausto, en caso de que Dios así lo quiera. Desearía ser el carnero que murió, muriendo a mí misma por usted, pero puedo afirmarle que me encuentro rodeada de dolorosas espinas.
Estando afligida y llorosa por su reverencia, escuché: ¡Pero si él te ha mortificado y afligido tanto! Ha sido por mi bien, y con el gran deseo que tenía él de mi perfección y de hacerme llegar a la santidad de la que ¡ay! estoy tan lejos. Tenía esperanza de llegar a ella por el camino que Dios le inspiraría para conducirme.
Dios mío, recuerda las palabras: Y vuestra tristeza se convertirá en gozo (Jn_16_20). Toma la mía y apártala de tus fuertes, o bien Mi rostro está inflamado, etc. (Jb_16_16) Mi dolor está siempre ante mí.
¡Ah, mi buen Padre! tenga valor y paciencia a fin de obtener rosas de buen ejemplo de las espinas de sus dolores. Entréguese al dulce Jesús, nuestro amor. Yo, como si fuera sordo, no oigo (Sal_38_13). Y en sus sufrimientos, Alegraos, otra vez os digo: alegraos siempre en Nuestro Señor. (Flp_4_4s) Que su modesta paciencia enseñe y revista de virtud a todos sus hijos, y consuele al menos a su única hija.
Es ella quien pide y pedirá para usted con un corazón filial, mostrándole que lo que Dios ha unido en su amor por medio de su gracia, no lo separarán las creaturas. Estos lazos son más fuertes que la muerte; y sólo serán reforzados en la vida eterna cuando él nos lleve a ella.
Encomendándome a su paciencia, quedo de usted, mi muy querido y Reverendo Padre, su única hija en Jesús. Janne Chesar
París, 10 de septiembre, 1629. Al Padre Jean Chabanier.
Que el amor de Jesús sea con usted, es mi muy humilde saludo.
Me he enterado, por la carta que se dignó escribirme, que junto con los dos sobres que se perdieron se extravió otra que usted mencionó, y que no he recibido. No puedo dejar de agradecerle la solicitud que demuestra hacia aquella que es tan indigna de sus cuidados y de todas sus bondades.
Espero que aquél que le concede esta voluntad de hacernos tanto bien no se quedará atrás y recompensará a usted con sus gracias en este mundo y su gloria en el otro, y que dirá a usted junto con todos los que se salvarán: Venid, benditos de mi Padre, recibid la herencia del Reino preparado para vosotros desde la creación del mundo. Porque tuve hambre, y me disteis de comer; tuve sed, y me disteis de beber (Mt_25_34s).
Yo sé que su caritativa humildad responderá como los buenos: ¿Señor, cuándo te vimos hambriento, etc.?, y este amable remunerador le responderá: En verdad os digo que cuanto hicisteis a uno de estos hermanos míos más pequeños, a mí me lo hicisteis (Mt_25_40).
Ignoro a qué religiosas se refiere la bula de la que usted me habla. Todos aquellos que hablan bien de mí lo hacer por caridad, ocultando así mis imperfecciones. Los que hablan de modo contrario lo hacen por justicia, pues no pueden disimular la verdad.
Que nuestro Señor dé a todos su bendición, e inflame a usted siempre de su puro amor. Es lo que desea para usted aquella que es, con todo su corazón, su muy humilde servidora en Jesús.
Janne Chesar de Matel
Mi hermana deseaba besar a usted la mano y agradecerle el acordarse de ella. Se encomienda a sus celebraciones del santo sacrificio, lo mismo que yo. Sería superfluo encomendarle a nuestras hermanas, puesto que su caridad las hace tan queridas a su corazón.
París, junio o julio de 1630. A sor Catherine Fleurin.
Viva Jesús. Mi muy querida hermana, Catherine Fleurin.
Su divino amor mediante un muy afectuoso saludo. Sus cartas se han rezagado unos trece o catorce días sin haberme sido entregadas, lo cual me parece mucho tiempo. Apenas por la tarde recibí su paquete y su carta fechada el 27 de junio, día del Reverendo Padre Luis de Gonzaga, antiguamente víspera de la fiesta de san Juan Bautista, y mismo día en que tomó la pluma para informarme de la muerte de aquel que, en Nuestro Señor, me amaba más que a su propia vida mediante una caridad más divina que humana.
El Sr. de Ville se tomó la molestia de venir a verme. Después de conversar un poco, y temiendo contristarme por las noticias que había recibido de Lyon, me dijo: Usted tenía afecto hacia el Señor Conde de Vichy. Al instante me di cuenta de lo que me quería decir. Le respondí: Sí, señor, usted viene a decirme que ha muerto. El asintió y me dijo: Murió el lunes pasado, día 27 de este mes.
Mi querida Hermana, no puedo expresarle cuánto afecto sentía y sigo sintiendo hacia ese joven, digno de ser amado por los ángeles y los bienaventurados, debido a las virtudes que el Santo de los santos había concedido a su hermosa alma, la cual ha querido coronar. Más bien puedo decirle que no he podido sentir tristeza alguna ni derramar una sola lágrima por lo sucedido. Puedo asegurarle que era la persona que más honraba y quería yo, y de la que esperaba más ayuda de entre todos aquellos que están en el mundo. Pero esto sucedió por voluntad divina, que hace bien todas las cosas.
Me guardo de quejarme pues mi lamento sería injusto, viendo cuán admirable se ha mostrado al no privarme del gozo que muchos desconocen en la natividad de san Juan, y al fortalecerme de suerte que no he podido resentir mi pérdida tanto en la parte inferior como en la superior. Me asombraba de mí misma, y tenía razón, pues carezco de la virtud de la indiferencia o de la resignación, lo cual experimento en muchas cosas pequeñas. ¿Cómo no pude sentir lo mismo en esta pena tan grande? El que me dio a este querido hermano me lo quitó; bendito sea su santo nombre, el cual es suficiente para los que le aman, y muy avaro es quien no encuentra su hartura en Dios.
No digo esto porque me considere una de esas hermosas almas que manifiestan que fuera de Dios todo es nada para ellas; estoy demasiado colmada de amor propio; más bien aseguraría que todo lo que no es amor propio me parece sin valor. En esto consiste mi perfecta imperfección: Dios les hace un gran bien, que todas ignoran por caritativa humildad: librarlas por algún tiempo del mal ejemplo que les daría si, cediendo a sus deseos y a los míos, me hiciera El ir prontamente a Lyon.
Mi querida hermana, si la Hna. Vallier hablara con la verdad, les diría estas palabras: Mis queridas hermanas, ¿desean ustedes estar en compañía de aquella que no merece nombre alguno? Pregunta usted: Madre nuestra, ¿puede usted beber el cáliz que yo bebo viviendo junto con ella? No dudo que en su celo respondan todas a una: ¡Podemos!; tanto aman la cruz todas estas buenas hijas. Pero esta bondad no es suficiente para ser perfectas. Es necesario ser mejores y además, nunca pensar haber alcanzado la cima de la perfección, lo cual sólo sucede cuando el alma llega al cielo empíreo, donde el amor es perfecto y el pecado ha sido desterrado.
Mi buena hermana, le ruego ponga toda su esperanza en Dios solo, sin descuidar las causas segundas, pero tomando siempre a Dios como el primer móvil, centro y término de todos nuestros planes. Que El sea nuestro amor y nuestro todo; fuera de El todo apego no es sino vanidad y aflicción de espíritu. Lleve con alegría y paciencia la carga que, más que yo, El mismo le ha impuesto; yo la llevo en espíritu, y estoy frecuentemente con ustedes.
Las abrazo con un cariño que no puedo expresar. No merezco el nombre de madre, pues no soy sino una niña a causa de mis imperfecciones y debilidades; sin embargo, poseo el amor de madre junto con una íntima compasión.
El Sr. Chabanier me es tan querido, que si no les fuera absolutamente necesario, abusaría de su bondad, llevada de mi deseo de pedirle que haga un viaje a París. Sin embargo, sé que ama a Dios y yo debo hacer lo mismo, porque el verdadero amor no permite al ser que ama permanecer en sí ni en su voluntad; vive en el ser a quien ama, cumpliendo todas sus voluntades. Esta es la razón por la cual este Dios de amor manda que estemos separadas corporalmente por algún tiempo, que tal vez no sea tan largo como las personas quieren hacerles creer. Sólo les hago una súplica por el amor de Dios, que nos lo manda: oren y hagan orar con fervor, y ámense las unas a las otras en una santa unión. Yo, a quien llaman ustedes madre, se los recomiendo de corazón, en el cual atesoro a las cinco en honor de las cinco llagas del amable Salvador, así como a nuestras once pensionistas.
Insistimos tanto como nos es posible para obtener nuestras bulas; se nos informa que el retardo se debe a que al mismo tiempo se han presentado a Roma solicitudes idénticas o parecidas. Lo que nos ha causado un gran contratiempo, es lo que han hecho ustedes por mediación del Reverendo Padre Ireneo, aunque no sepamos cómo van las cosas. Vean, por tanto, si en lugar de progresar esto nos ha hecho retroceder y complicarnos; sería un milagro que lo lograran del modo como han tratado de obtenerlo. ¡Oh Dios! si a pesar del favor de que gozamos y de tantas personas influyentes que nos ayudan, tenemos tantos temores e impedimentos ¿qué piensa hacer el P. Ireneo? Se nos informó que, además de nuestras contribuciones, necesitaremos mil libras más.
Tenemos mucha necesidad de rogar a Dios por la Sra. de la Rocheguyon. Esta joven dama ha sido una gran providencia, a pesar de que todos pensaban nos retiraría su ayuda. Pero he esperado y sigo esperando en Dios que cumplirá lo que siempre me ha prometido. Nos ayuda para nuestros alimentos, a espaldas de su tía, a quien no ha pedido su parecer. Dice que nos ayuda de su peculio y que más tarde, cuando hayamos obtenido nuestras bulas, contribuirá con sus propios medios. Esto no se debe a que su tía, la Sra. de Longueville no sea caritativa en extremo, sino a que es la fundadora de las Carmelitas en Francia y ha establecido, además, un convento de Ursulinas.
Digan a la Señorita Bufout que soy su muy humilde servidora; que si ya hubiéramos terminado nuestros asuntos, iría yo a Lyon, donde sería muy bien recibida, y su petición atendida.
Saluden al P. Brunet; estamos también muy obligadas con el P. Morin. No les puedo dar idea del interés que ha desplegado este buen padre para hacer progresar nuestro asunto. Oren a Dios por él.
Cuídense mucho de decir que pretendemos el título del Santísimo Sacramento. Ya les he dicho que el gran ruido que ha provocado nuestro proyecto ha sido la causa de tantas cruces y oposiciones que se nos han hecho. No presionen a su banquero para que haga tratos con Roma; no ganarían nada con ello, y sí nos traería más impedimentos. Nos hace temblar el que se descubra que esta petición también sea de mi parte, a causa de las constituciones y de la Concepción de Nuestra Señora que pedimos en nuestra última solicitud, donde se me nombra, así como en los testimonios. Por esto se darán cuenta de mi temor de que se afirme que hemos obrado con astucia, lo cual es falso, pues no deseo otra cosa sino seguir avanzando limpiamente. El buen P. Ireneo nos ha causado esto, aunque con buena intención; no dejamos de estarle agradecidas. Ténganlo siempre por amigo, yo lo respeto y lo quiero de corazón; guárdense de demostrarle lo contrario.
No tuve problema para albergar a la Sra. de Beauregard en la casa que Madame nos había rentado, pero ya no estamos en ella. Era demasiado grande para dos señoritas y dos pobres mujeres que vivían en ella para servirnos a cambio de su alojamiento. Salimos de ahí desde el día de la Visitación de Nuestra Señora, para vivir en casa de la Sra. de Longueville, que está alejada de la puerta de la…; pero hay peligro de que contraiga matrimonio y no nos proporcione el donativo de mil libras de renta que nos prometió. No mencione lo que le envíe de hoy en adelante sino al Sr. Chabanier.
1634. Al padre Joseph Gibalin
Mi muy querido Padre en Jesús:
Mil buenos días en el corazón de mi divino amor. Usted sabe bien que el Dios de Israel es bueno para los rectos de corazón.
Quiero decir a usted que tengo razón para alabar a esta divina bondad, por manifestar el exceso de su puro amor sobre aquellos que tienen pensamientos disipados, y que dispersan las potencias del alma con extravagancias indecibles, encadenando un corazón que está destinado a gozar de la libertad del divino amor, el cual está en guardia sobre este corazón con todo su ejército, que está compuesto de todas sus criaturas.
El siempre triunfa sobre todos sus enemigos, concediendo la victoria a este corazón al que tanto quiere; coronándolo de gloria y honor, entregándole el cetro del poder y haciéndose su carro triunfante, que va tirado no solamente por todos sus súbditos, sino que es llevado sobre las alas de los vientos. El Espíritu Santo es el principio que produce los vientos en la tierra, y parece desear conceder a Jeanne lo que recibe del Padre y del Hijo de una manera admirable, pacificándola en medio de estos ejércitos bien ordenados que le alaban por las maravillas que ha obrado en ella (Ct_7_1).
¡Oh hija de príncipe! ¡Qué bellos son tus pasos en tu calzado! (Ct_7_1) Las demás caminan descalzas con peligro de lastimarse; pero tú, hija adoptada del Rey de reyes, acariciada por él como hija suya; tú vas calzada y hasta guardada en su corazón, que encierra todos tus afectos. Como favor inefable, él mismo te lleva y te hace volar desde su seno, hasta el de su Padre. El es el ángel del gran consejo, que quiso tener el cometido de guardarte en todos tus caminos y de llevarte en sus manos, por temor a que seas herida al caer sobre la piedra de la desconfianza y la dureza de corazón. Caminarás sobre el áspid y la víbora; tocarás al león rugiente y al dragón devorador, haciéndolo reventar de despecho. La libraré porque esperó en mí. La protegeré porque invocó mi nombre (Sal_90_11s).
Jeanne está creada por mí, yo mismo la hice; estoy con ella en sus aflicciones, de las cuales la libraré y la libro para glorificarla. La ensalzaré por la gracia en esta vida momentánea para colmarla de felicidad mientras duren los tiempos eternos. Ahí le manifestaré a mi salvación, y cómo yo mismo he querido salvarla. ¡Ah, querida mía! cómo te beneficia, en tu peregrinar considerarme como un gigante salido del seno de mi Padre para venir hacia ti en gozo de esperanza. Crece, a tu vez, como un gigante y despréndete de todo como una esposa que va calzada de su esposo, y que se estremece en el seno paterno. Vuela con fuerza hasta el regazo en el que encontrarás tu tabernáculo, que es el sol de justicia y la sabiduría eterna; todos los espíritus elevados son iluminados y aun absorbidos por él.
Aguilucho del corazón divino, contempla intensa y fijamente a este divino sol. Esposa queridísima, tu esposo lleva sobre sus vestiduras su santa humanidad y sobre su muslo su divinidad. El es Rey de reyes y Señor de Señores. Es este fiel y verdadero Verbo del Padre quien va coronado de virginidad y acompañado de toda su caballería virginal revestida de pureza para rodear el lecho de la amada que es su esposa (Ct_3_7s), la cual vela al reposar y descansa al remontar el vuelo.
¡Oh, maravilla de amor! ¡La esposa del Verbo Encarnado es admirablemente transformada por este amor, y es como configurada con él! Las junturas de tus muslos son como goznes labrados de mano maestra (Ct_7_1). Así como el esposo lleva sobre el muslo el signo de su realeza, así se realiza la obra inefable de la juntura y unión de esta esposa con él, por obra de la mano artífice del Espíritu Santo y en suma, de las tres divinas personas, que operan comúnmente hacia afuera. El Verbo divino es el esposo que, en medio de los hombres, vivifica su obra, quedándose él mismo para darles su propia vida.
¡Ah! cuán hermosa eres con ese collar de la orden supraceleste, en el que la mano del artista se ha grabado a sí misma. El Espíritu Santo mora en ella para demostrar que así obra el amor, y que la visión de esta unión es más bella y pura que el cuello de una casta esposa, aunque esté rodeado de piedras preciosas y el cual tampoco puede compararse a los muslos de la divina esposa, toda virgen, en sus divinos desposorios.
Tu ombligo es un ánfora redonda, donde no falta el vino. Tu vientre, un montón de trigo, de lirios rodeado (Ct_7_3). El ombligo debe entenderse así: el interior de tu corazón es un cáliz, todo redondo, formado con el propósito de recibir la afluencia divina de las manos del esposo, que lo torneó. Este ciborio te pertenece, y a él se acerca a beber el néctar que él mismo produce en su concavidad, y que vierte según su voluntad sobre quienes le place. El es la fuente divina, fuerte y viviente, y es su deseo estar en ella como un pequeño bebé. Su amor se complace en obrar metamorfosis increíbles, haciéndose todo para ganar y poseer por completo a Jeanne.
El es el trigo de los elegidos. Tú eres su granero. Este divino José ha almacenado en ti gracias que te sería imposible enumerar; gracias rodeadas de blancas y purísimas azucenas. Sus dos naturalezas son dos pechos con los que te alegra y te alimenta. El es su placer y su vida; te desea como dos pequeños cervatillos a quienes él ha engendrado, y quiere estar en ti como dos mellizos de gacela para que des a luz el amor a Dios y el amor al prójimo; la vida activa y la vida contemplativa.
Tu cuello es como una torre de marfil. Su corazón es también de marfil y lo derrama por tu nuca, con el deseo de que tu cuello vierta en su corazón su mismo don. Entrégale con pureza lo que se te da con tanta pureza. Sus ojos destilan gotas de perla, o fluyen como dos pequeñas piscinas que arrebatan su espíritu amoroso y atraen a toda la multitud de los elegidos a su alabanza, y a obtener nuevos favores, ya que el placer del divino rey consiste en el bien general de todos sus hijos.
Tu nariz es como la torre del Líbano, la cual mira hacia Damasco. Tu prudencia juiciosa ha discernido claramente lo que debes hacer y lo que debes desechar, oponiéndote a los enemigos, es decir, a la carne y a la sangre que se oponen al Espíritu divino.
Tu cabeza es como el Carmelo, donde el Verbo Encarnado manifiesta su gloria. El es tu corona. El hace brotar de tu cabeza pensamientos divinos empurpurados por su sangre, los cuales lo atraen a ti más y más. El construye en ella acequias que están unidas a su púrpura: su sagrada humanidad, la cual fue destrozada por los poderosos, y sus poros abiertos en el jardín de los olivos por la fuerza del dolor. Ahora se dilatan por el exceso o la presión de la dulzura. Todos sus cabellos están entrelazados y unidos fuertemente como canales que llevan las gracias a las almas. Considera, hija mía, si puedes contar estos cabellos y proclamar todos los favores que mi bondad te concede. Es como echar raíces en el primero de todos los elegidos, Jesucristo, (podría yo extenderme...) ¡Qué bella eres, qué encantadora, oh amor, oh delicias! (Ct_7_7).
¡Ah, qué hermosa eres, amada mía, encantadora y bien adornada! Cómo me complaces en tu contentamiento; tú haces mis delicias. Sales victoriosa de todas las dificultades. Triunfas sobre las criaturas y aun de tu bien amado, que es, en forma mística, vencedor tuyo y que está como bajo tus pies, considerándote la palmera elevada y recta. Tus pechos son semejantes a racimos de uvas.
Me siento desfallecer a la vista de su hermosura. Pero lo que me reconforta es este vino que brota de sus pechos, el cual me fortifica y me provoca el deseo de levantarme y subir como un bebé al seno de mi bien amada, pues cuento como mías sus victorias. Recogeré los frutos de esta palmera en ella misma. Cosecharé o cortaré este racimo sin hacerlo sufrir. Me apretaré sobre tu boca y recibiré el aroma de esta viña que se evapora por tus labios. Beberé de tus mismos labios. El vino que está en tu pecho, que hace suave tu paladar, será bebido por mí, con mis labios, y lo retendré en mi boca para saborear su bondad. Por su medio cantaré alabanzas a mi Padre eterno, que es mi amigo y que siempre está conmigo. El te ama porque tú me amas. Repite estas palabras: Yo soy para mi amado, y hacia mí tiende su deseo. ¡Oh, ven, amado mío, salgamos al campo! Pasaremos la noche en las aldeas (Ct_7_11s).
Ven, queridísimo mío. Sácame de la ruidosa ciudad, pues lo que no eres tú me parece sólo estiércol. Todo lo estimo así con tal de adquirir a Jesucristo. Salgamos al campo espacioso que es el seno inmenso de tu Padre; que yo muera a todo para vivir en él contigo. Moremos en las aldeas de tu humanidad, ahora en un lugar, ahora en otro. Si es de tu agrado que sirva yo al prójimo, vierte en mí el aceite de tu gracia. Seré tu cristófora. No tendrás que encaminarme, fuente de gracia, pues al vivir en mí, tú mismo irás al encuentro de las almas.
Levantémonos de mañana y salgamos a las viñas. Veamos primeramente si el huerto está en flor, y si las flores harán esperar frutos de virtudes sólidas; si los granados también florecen con tu gracia. Todo esto es posible viniendo tú en mi ayuda al llegar la aurora, morando en medio de mi corazón, siendo mi meta y mi fin. Al contemplarte para siempre, seré auxiliada por la dulzura de tu divino rostro. Si deseas ser un bebé acariciador, apriétate contra mi seno en los lugares apartados de los tumultos populares; en ellos te daré mi leche con toda libertad. Las mandrágoras han exhalado su fragancia. Todo lo que ha sido creado en el cielo y en la tierra te pertenece, oh amado mío. He reservado para ti todas las cosas antiguas y nuevas.
¿Quién me dará, o hermano mío, Verbo Encarnado que mamas a los pechos de mi madre la Virgen, que te encuentre a ti solo, lejos de todo cuidado y de todas las personas cuya presencia puede distraer la atención que te debo, y causarme el temor de escandalizarlas al ver las intimidades que tu bondad permite a la confianza que me has concedido? Estaría fuera de la vista de las criaturas si me condujeras junto contigo hasta el seno de tu Padre. Sin embargo, estando en ti estoy en tu Padre, porque tu estás en él y le pediste que los que te dio estuvieran contigo en el gozo de tu claridad y de tu amor, por el cual deseas que todos seamos uno.
Esta es la clarificación admirable que deseas obrar con los elegidos en tu Padre, a fin de que lo que era antes de la creación del mundo, siga siendo en el presente y cuando el mundo se acabe. En tu principio, pondré mi fin y mi entorno.
Esto es lo que deseo, Padre mío, y que todos los míos estén donde yo esté
Lyon, 11 de julio, 1635. A la Señorita María Poulaillon. Superiora de las Hijas de la Providencia de París.
Señorita:
Le envío, como humildísimo saludo, la amorosa caridad del Verbo Encarnado, nuestro amor.
La caridad urgía el corazón amoroso del gran san Pablo a procurar la salvación de las almas rescatadas por la muerte de este divino Salvador; con celo infatigable se hacía todo para todos, para ganarlos a todos hasta el punto de desear convertirse en anatema por la salvación de sus hermanos.
Mi querida señorita, esta misma caridad es la que impulsa su celo para contribuir con toda su solicitud, en la medida en que su estado de salud lo permite, hacia el mismo fin, engendrando a Jesucristo en las personas que ha reunido en su Congregación.
Adoro el poder que me ha concedido hijas llenas de buena voluntad para trabajar en ello bajo sus órdenes, y que la Hermana Claudia Bernard, a quien le envío a cambio de las dos que he retirado, permanecerá fiel junto con sus otras dos compañeras, nuestras hermanas Catalina Fleurin y Catalina Obert. Aunque su espíritu es bueno y su celo ardiente, su cuerpo se ha debilitado. Su delicada complexión y sus 52 años de edad la dispensarán en justicia de trabajos pesados. Podrá usted disponer de ella con la caritativa prudencia y la dulzura que le son características.
Puedo asegurarle que va allá por hacer la voluntad de Dios, a pesar de la mortificación que pueda sentir de apartarse del lado de aquella a quien ama sin que ella lo merezca. Así considera ella la persona de su muy humilde servidora. Jeanne de Matel
16 de marzo, 1639. Al religioso Tournillon, de los Padres de la Misión
Señor e hijo muy amado:
Jesús, el amor de los ángeles y de los hombres, sea por siempre bendito por las llamas que enciende en los corazones de todos los hijos de la Misión.
Tuve una singular edificación durante las pláticas del Sr. de Gautheri y del Sr. de Chatel; la alegría del primero y la humildad del segundo me satisficieron plenamente, al constatar cómo el espíritu de este Divino Salvador les va perfeccionando.
El Sr. Datier, su muy querido padre superior puede muy bien decir con Moisés: El Señor reinará eternamente y para siempre (Ex_15_18). Veo que se cumple en la Misión el deseo del Rey Profeta: Mis ojos, en los fieles de la tierra, por que vivan conmigo; el que anda por el camino de la perfección será mi servidor (Sal_101_6).
Esta fidelidad en la tierra pone al alma en el seno del Padre Celestial, y la hace avanzar con inocencia en el camino. Esto es servir al Verbo Encarnado, y servirle es reinar. Sean pues como reyes; caminen en el esplendor de su rostro, y ruéguenle todos por aquella que les ama como a la niña de sus ojos, y que sigue siendo, Señor, en el corazón de Jesús, su afma. Jeanne de Matel
Marzo de 1639. El Sr. de Matel, su tío.
Señor y querido tío:
Que el gran san José sea nuestro protector espiritual y corporal, y le conceda crecer al máximo delante de Dios y de los hombres, es mi humilde y afectuoso saludo.
Hace tiempo que deseo tener el honor de verlo. El Sr. Cura de Roanne me hizo el favor de venir él mismo, y me prometió pedir a usted de mi parte que hicieran juntos este corto viaje. Le dije que empleara toda su elocuencia para persuadirlo. Si pudiera dejar la Congregación, me sería una honra pasar a saludarle.
Todas nuestras hermanas y pensionistas envían a usted sus muy humildes saludos, y se encomiendan a sus santas oraciones como lo hace aquella que es cordialmente, mi querido tío, su afma.
Jeanne de Matel
20 de marzo, 1639. Al Padre Gautheri, de la Congregación de la Misión.
Señor:
Un saludo muy afectuoso en el Corazón del Verbo Encarnado, quien al presente vierte lágrimas de amor para acompañar las de su amigo que llora la muerte de su hermano. Si nuestros corazones fueran rociados por ellas, producirían frutos de vida eterna.
Me parece escuchar la carta que ha escrito al Sr. C. Soy hija de once horas; espero el mediodía de la gloria para ver dónde se apacienta y dónde reposa el único bien amado de los corazones bondadosos, al cual escucho amorosamente, y agradezco con humildad las bendiciones que derrama sobre la Iglesia por medio de los hijos de la Misión, que son los hijos de mi corazón. El es, por su bondad, el esposo de su sierva. Si él dispone que sea la madre de ellos, ella no se opondrá pues, ante todo y sobre todo, quiere hacer la santa voluntad de su divino Padre, al cual ha ofrecido las comuniones que se pidieron por los pobres y por la Misión.
Ella saluda al Sr. Autrer y le dirige las palabras de Isaías: Tus hijos vienen de lejos y tus hijas son llevadas en brazos (Is_60_4). Los Sres. Begue, Chateauneuf, Tournillon y Lafond, todos ellos de la Misión, verán aquí mis muy afectuosos saludos, suplicando la ayuda de sus sacrificios por mi conversión, y la participación en sus fervientes oraciones. Estoy segura de obtener lo que pido, puesto que la caridad los apremia, así como a usted, a desearme el bien, lo mismo que a todas mis hijas, sus hermanas, quienes les dirigen la misma súplica, al mismo tiempo que les saludan cordialmente, como lo hace la que es, Señor, su afma. Jeanne de Matel
21 de abril, 1639. A Monseñor el obispo de Nîmes.
Monseñor:
Un saludo muy cordial al Padre, por el Hijo, en el Espíritu Santo, quienes han derramado su divina caridad en sus entrañas, para asistir a las esposas del Salvador, dándoles nuevo ánimo para tender a la perfección.
Sabiendo que su bondad paternal gusta de estos oficios de caridad, me apresuro, con filial confianza, a suplicarle recomiende sus buenas religiosas a Mons. de Lodéve, en especial a la que es de Roanne, hija del Sr. Falconnet, médico tan digno de alabanza por su bondad como por su ciencia, hacia quien me siento muy agradecida por haberme curado, después de Dios, y estando aún en casa de mi padre, de seis enfermedades tan graves que se temió por mi vida.
Le digo esto porque sé bien que su piadoso celo le lleva a tomar mis intereses como propios, y que no haría falta ser mi reverendo padre, para no sentir todo lo que afecta su corazón paternal, en el cual se ha dignado alojarme para el tiempo y la eternidad. Si lo dudara, me sentiría culpable, y como castigo tendría usted el derecho de privarme del privilegio que ambiciono sobre todos los demás: ser eternamente, Monseñor, su afma. Jeanne de Matel
22 de abril, 1639. A la Señora marquesa de Vedene.
Señora:
El ofrecimiento que usted bondadosamente me hizo cuando se dignó honrarme con sus visitas, de emplear su influencia para el florecimiento de la Orden del Verbo Encarnado, me da el atrevimiento y la confianza de suplicarle muy humildemente que interponga su asistencia en favor nuestro, y acepte que el Reverendo Padre Guesnay, rector del Colegio de Avignon, le proponga sus ideas dialogando con usted, señora, acerca de los trámites que hay que hacer para el establecimiento en Aviñón.
He rogado a la Sra. Orlandin, sobrina suya, le recomiende este asunto. Es una obra de su piedad, la cual se complace en todo lo que acrecienta la gloria de Dios, que engrandece a usted en la tierra y la engrandecerá todavía más en el cielo.
Señora, es la súplica que le hago como su afma. Jeanne de Matel
23 de abril, 1639. AL Reverendo Padre Gabriel Roux, S.J
Muy Reverendo Padre:
Un saludo en el Corazón del Verbo Encarnado, quien muy pronto se irá sobre todos los cielos.
Como él amó tanto las montañas, sobre las que inició y terminó sus sermones, no me sorprende el que desee usted imitarlo. ¡Qué hermosos son los pies de los que anuncian el evangelio de la paz; como se centran todos sus afectos en manifestar a los demás las claridades de aquel que es hermoso por esencia y por excelencia, y muy digno de ser amado!
Que crezca millares de miríadas; no se quede en algo atrás de los demás apóstoles; todo lo puede en aquel que lo conforta. Supe por su padre rector que la gracia de Dios no ha sido estéril en usted, y que con ella gana los corazones y con su celo, enciende en ellos el fuego de la caridad divina, que se sirve de usted como de un digno instrumento, puesto que la caridad de Jesucristo le apremia a estimar su muerte, que es la prueba de su amor.
Es en él que todas nuestras hermanas le saludan, así como aquella que quiere ser, en el tiempo y en la eternidad, cordialmente suya,
Mi muy Reverendo Padre. Jeanne de Matel
28 de abril, 1639. Al Cardenal de Lyon
Monseñor:
Hace ya varios años que esperamos en silencio. El justo y divino Job, espejo de paciencia, oprimido y humillado por grandes aflicciones, tuvo la osadía de quejarse a Dios de Dios mismo, diciéndole: Te me has vuelto cruel. Sin embargo, a pesar de todos esos lamentos, la Escritura nos asegura que Job jamás pecó. Monseñor, pido a su Eminencia permiso para quejarnos de usted mismo, llenas de filial confianza porque sabemos que tiene un corazón de cera, que se ablanda y se derrite en cuanto se entera de la menor aflicción de los suyos.
Ese corazón ha sido duro hacia con nosotras, como si fuera de bronce o de diamante. Isaías deseaba que los cielos se rasgaran y que el Verbo descendiese a la tierra para destilar las montañas como cera ante el fuego. Monseñor, nuestro deseo es que este mismo Verbo, que es un fuego divino, mueva su corazón para que se incline a nuestras humildísimas súplicas, y se apiade de sus hijas pequeñitas, que esperan de su caridad lo que no pueden alcanzar con sus propios méritos, y que ruegan al Verbo Encarnado derrame sobre su Eminencia los torrentes de sus delicias.
Son los deseos, Monseñor, de su afma. Jeanne de Matel
11 de mayo, 1639. A Monseñor de Nîmes.
Monseñor:
Que aquel que estimó en más la obediencia que su propia vida, sea para siempre nuestra victoria, nuestro triunfo y nuestra eterna gloria.
En obediencia a su voluntad, comulgué a su intención, y ofrecí al divino Padre este cordero sin mancha, como hostia pura e inmaculada, en quien él se complace, y que es digna de él mismo, para obtener lo que usted desea, y que llegue a ser realidad lo que el apóstol desea para usted cuando escribe a su Timoteo.
El amor divino, apasionado por la más insignificante de sus enamoradas, me ha dicho: A mi jaca, entre los carros de Faraón, yo te comparo, amada mía (Ct_1_9). Mi bien amada y paloma mía, te he atado al carro de mi gloria, y me complazco en triunfar por ti, pero con mayor majestad que todos los reyes y emperadores de la tierra.
Deseo, por tanto, que me lleves a todos los lugares de mi imperio. Yo lo deseo, Salvador mío; todo te es posible.
Es en ti que soy y seré, de mi buen padre, afma. Jeanne de Matel
20 de mayo, 1639. AL Reverendo Padre Cosme de la Tercera Orden.
Mi Reverendo Padre:
Un humilde saludo en el corazón del Verbo Encarnado, a quien suplico haga creer al suyo pues mi silencio no se debió a un olvido o frialdad hacia usted, sino al número de mis ocupaciones. Las visitas ordinarias y extraordinarias me roban todo el día; por la noche me encuentro tan abatida por la debilidad y el dolor de cabeza, que no puedo escribir una carta sin imposibilitarme con ello a dormir al menos una hora.
Pedí al P. Gibalin que dirigiera los ejercicios para poder descansar de cuerpo y espíritu, y a pesar de que me lo concedió me fue imposible gozar de dicho reposo porque se me importunó a tal grado, que me vi obligada a conversar con varias personas cuya irritación habríamos provocado en caso de haberlas despedido.
No he olvidado a las dos palomas que anidan en el hueco de la piedra, las cuales por sus oraciones emprenden el vuelo hasta el seno del Padre para, desde ahí, mirar fijamente al Verbo Encarnado, sol de justicia, mientras que las personas del mundo se ciegan en las tangibles tinieblas de toda clase de vicios.
Alabo su prudencia que supo echar un velo para calmar a quienes les podían afligir, entristeciéndolos con sus propias consideraciones. Como el Verbo Encarnado ama la dulzura, no rompe la caña quebrada ni apaga la mecha que aún humea, a pesar de lo que dijo Isaías: Que los muertos entierren a los muertos (Mt_8_22). Esto no es para todos, ni viene al caso. La sabiduría no condena la discreción, ni lo que se retrasa está interrumpido. Esperó su hora cuando estaba entre los hombres. Nosotros debemos esperar la hora ordenada por la Divina Providencia, la cual se nos dará a conocer si somos fieles.
Deseo que la pureza y el amor sean el adorno de su gracia y de su gloria, y que el Espíritu Paráclito los llene en las fiestas que se acercan. Los saludo cordialmente, pidiendo sus santas oraciones, y permaneciendo siempre, muy Reverendo Padre, de usted, Jeanne de Matel
29 de mayo, 1639. Al señor Canónigo Maurice.
Señor:
Un saludo muy humilde en el corazón del Verbo Encarnado, nuestro amor, el cual conoce bien la fidelidad del suyo, en el que, no me cabe duda, este divino Salvador hace su morada.
Por los frutos se conoce al árbol; los sentimientos que de sí mismo tiene usted muestran las profundas raíces que ha echado en la humildad, la cual contempla Dios en sus elegidos para asegurar su vocación, después de los dones de la gracia, que es semilla de la gloria que les dará al final, y que usted debe esperar de su bondad y de su justicia a imitación del gran Apóstol, quien invita a todos los fieles cumplidores de su voluntad a la esperanza de la corona, después de haber combatido legítimamente.
El Sr. Comy me ha ayudado de diversas maneras, pero no es menor la gratitud que tengo hacia la caridad que me ha dado a conocer la piedad de usted. Aunque no pude verle sino un momento, me alegraré por ello en Dios por toda la eternidad.
Permaneciendo en su divino amor, quedo de usted, Jeanne de Matel
3 de julio, 1639. Al señor de Nesmes
Señor:
Un humildísimo saludo en el Corazón del Verbo Encarnado.
Parecerá que usted ha jurado un obstinado silencio si la hija del Verbo Encarnado no le devuelve la palabra al leer estas líneas. No cree Usted en su resurrección si no ve las huellas que los clavos de una fidelidad inquebrantable expresan. Ella no se encuentra en el empíreo, aunque parezca que no la ve Usted más sobre la tierra. Dos de sus pensionistas ya están allá, para anunciar al divino esposo que ella languidece por el deseo de verle en su gloria, sin que pueda decir que este deseo sea la única causa de los males que sobrelleva. Estos proceden de sus debilidades, de las cuales no será liberada sino cuando este peregrinar llegue a su fin. Tiene necesidad de proferir las mismas quejas de David: ¡Qué desgracia para mí vivir en Mések, morar en las tiendas de Quedar! (Sal_120_5).
Mientras espero noticias suyas, y que el gran médico me alivie, quedo como siempre, Señor su afma. Jeanne de Matel
29 de julio, 1639. Al señor Lardot.
Señor:
Un saludo muy humilde en el corazón del Verbo Encarnado, que es el lazo de un afecto muy santo entre usted y yo, el cual durará toda la eternidad. ¿Acaso olvida una mujer al hijo de sus entrañas? (Is_49_15) Ni la lejanía ni las enfermedades, ni aun las contradicciones que parecen haberse desencadenado a partir de Pentecostés, me han impedido un sólo día decir la oración por la santificación de aquel que me ha dado el Santo de los santos.
No sabría describirle la malicia y la rabia del Sr. Chabanier, desde que el P. Gibalin me ordenó despedirlo. No tengo palabras para expresarme, pero sí un corazón que no puede odiar, ni aun naturalmente, a quien trata de perseguirme con tal encono, por sentir tanta bondad hacia él. Hace todo lo que Usted no podría imaginar para calumniar a su madre, y para arrancar de su seno a todas sus hijas. Pero no podrá arrebatarlas de las manos del Padre Celestial, en el cual soy, Señor, su afma. Jeanne de Matel.
5 de agosto, 1639. A la Señora de la Rocheguyon.
Señora:
Un humildísimo saludo en el corazón de la Madre del Altísimo, la gran María, cuya fiesta celebramos este día; a la que pido sea para Usted una Madre de Gracia, puesto que la Providencia divina dispuso que la Sra. Matignon fuera su madre según la naturaleza, todas nuestras hermanas, igual que yo, continuamos orando por el reposo de su hermosa alma, a fin de que sea felizmente llevada a la gloria del Verbo Encarnado, gloria que Usted, en su piadoso celo, procura con tanta entereza que los torrentes de aflicciones y las olas de las contradicciones chocan contra su grandeza como contra una roca que deshace toda su impetuosidad.
Como hija y querida niña de su buen corazón, me uno a su pena, Señora, y a los sufrimientos que el cielo le ha enviado al arrebatarle por la muerte, en menos de un año, a quienes, después de Dios, le dieron la vida y la educación.
Señora, no pudiendo censurar sus decretos, adoro la Providencia que desea, en su divino ardor, ser todas las cosas para Usted, y hacer ver a todos que su grandeza procede de su bondad supereminente, que es fuente de la de Usted, a la cual conjuro a que ame para siempre a quien la honra y enaltecerá en el tiempo y en la eternidad.
Gloriándome en la calidad de los dones que Usted le ha ofrecido, quedo, Señora, su afma. Jeanne de Matel
10 de agosto, 1639. Al Padre Guesnay de la Compañía de Jesús.
Mi Muy Reverendo Padre: Que las llamas que elevaron al gran san Lorenzo hasta el empíreo, enciendan en nuestros corazones el celo de la gloria del Verbo Encarnado, es mi muy humilde y afectuoso saludo. El ha inflamado el suyo con el celo de su mayor gloria, a imitación de este gran santo y de su fundador, el gran san Ignacio, en cuyo honor he mandado decir una novena de misas, con la intención de que dirija el asunto del cual su caridad ha querido ocuparse.
La Sra. de Vedene me ha escrito diciendo que empleará toda su influencia, y que espera encontremos la satisfacción que esperamos. En cuanto se alivie, y pueda ir a Aviñón, dicha señora irá a entrevistarse con su reverencia, para recibir instrucciones acerca de cómo actuar.
El Reverendo Padre Gibalin me dijo que informó a su reverencia que yo contribuiría con los fondos necesarios para la bula. Con la ayuda de Dios, aportaré lo suficiente para las necesidades de las jóvenes que serán recibidas. Su prudente caridad lo dirigirá todo.
Delante de Dios agradeceremos, con nuestras humildes oraciones y mediante los pequeños servicios de los que su reverencia nos juzgue idóneas, el interés que muestra hacia nosotras, y en especial hacia la que es, mi R. Padre, su afma. Jeanne de Matel.
10 de agosto, 1639. A la Señora Orlandin.
Señora:
Un saludo muy humilde en el corazón del Verbo Encarnado.
Fue él quien hizo brillar a san Lorenzo como un sol luminoso durante la noche de su martirio. Esa noche tuvo para él más claridad que el día de quienes viven en los aparentes placeres de esta vida mortal.
Tengo mil gracias que dar a su bondadosa caridad, Señora, que me obliga muchísimo. Jamás seremos ingratas. Nosotras reconocemos delante de Dios las atenciones que la Sra. Marquesa de Vedene presta a nuestros asuntos, y el interés común que muestran ustedes para el establecimiento de la Orden del Verbo Encarnado, que se complace en honrar a quienes le glorifican.
El Señor su hijo debe esperar una gracia particular de este divino Salvador, por la molestia que se toma al solicitar un designio tan importante; es una gran gloria ser empleado en semejante cometido, porque servir al placer divino es reinar.
Es en este divino placer que espero el honor de sus órdenes, en calidad, Señora, de su afma. Jeanne de Matel
12 de septiembre, 1639. Al R. P. Guesnay S. J.
Muy Reverendo Padre:
Un saludo muy humilde en el Corazón del Verbo Encarnado, que escogió a su reverencia como un nuevo Juan Bautista para ser su precursor y procurador.
Le pido, por tanto, alquile una casa para las esposas de este divino Salvador. Espero a dos de nuestras hermanas que están en París, a las que he pedido para llevarlas conmigo, porque a una de ellas la dejaría como superiora; la divina Providencia dispondrá de todo. Llevaré dinero para la bula y todo lo que sea necesario, a fin de que estos señores no tengan temor alguno de que les deje hermanas que les serán una carga.
No tomaré el hábito para poderme ocupar de darles lo que prometí, y para no despoblar la casa de Lyon, que me seguiría completa, además de otras razones que diré a su reverencia de viva voz. Iremos siete, de las cuales dejaré cinco, pues será necesario conservar una para que me acompañe. Si nos hace favor, su reverencia cuidará de rentar una casa bien ventilada, si esto es posible, porque nuestras hermanas están acostumbradas a tener buen aire. Si mientras espera nuestra llegada, encuentra Usted dos cuartos para alojarnos algunos días, veríamos con Usted qué vivienda sería la más adecuada.
Le pido perdón por importunarlo tanto, pero su caridad jamás dejará de trabajar por la gloria del Verbo Encarnado, en cuyo amor sigo siendo, mi Reverendo Padre, su afma. Jeanne de Matel
20 de noviembre, 1639. A Monseñor de Nîmes.
Monseñor y Reverendísimo Padre:
Un saludo muy humilde en el corazón del Verbo Encarnado, en cuyo nombre y gloria le ruego venga lo más pronto posible a Aviñón, para dar fe de esta fundación: Porque ya es hora de levantaros de sueño; que la salvación está más cerca de nosotros (Rm_13_11).
Venga, buen padre, para disipar las tinieblas que quedan todavía en algunos espíritus tímidos, que no se sienten capaces de ser revestidos de las armas de la luz. No presionaría a Usted de esta manera si el Verbo Encarnado no me apremiara también a mí, diciéndome de buena gana: La multitud tomó rápidamente los despojos y se apresuró a robar.
Su paternal bondad me ordenó que le tuviese al tanto de mi llegada a Aviñón, a fin de que el celo de la gloria de Dios le haga venir con la diligencia de un buen Padre a quien espera con una santa impaciencia, mi Reverendo Padre, su humilde servidora. Jeanne de Matel
Aviñón, 14 de diciembre, 1639. Al R. Padre Berteau, S.J.
Mi Reverendo Padre:
Un saludo muy humilde en el corazón del Verbo Encarnado.
Henos aquí en vísperas del establecimiento que tanto hemos deseado, si es que las persecuciones antiguas no se renuevan al final, para venir a ser más fuertes que las primeras. No me ocupo en condenar a quienes nos han hecho permanecer un mes en Aviñón, sin suministrar una casa hasta el presente. Deseo más bien adorar a la Providencia divina que lo ha permitido, y a la sabiduría eterna que dispone de todo fuerte y suavemente, y que abarca de un confín al otro confín. La Sra. de Saint André ha sido la depositaria del Verbo Encarnado. Si la señorita, su hija, tuviera tanta determinación como inclinación me ha demostrado ella, de verla entre el número de sus afortunadísimas esposas, yo me alegraría doblemente en este divino Señor, según el dicho del Apóstol. Se me arrebató a esta querida señorita al mismo tiempo que estaba yo deseosa de saludarla.
Pido a Usted que mi silencio no le lleve a dudar de mi cordialísimo afecto, que no tendrá otro término sino la eternidad; y como el amor es el principio eterno de ésta, es necesario que también sea su meta infinita. Esto es lo que le pido, y para Usted, que le haga santo.
Pida lo mismo para la que es, mi Reverendo Padre, su muy humilde servidora. Jeanne de Matel
Aviñón, 16 de diciembre, 1639. Al señor de la Haye.
Señor y muy querido hijo mío:
Aquel que, yaciendo en el pesebre, resplandece en los cielos, sea por siempre nuestro amor.
Dejo al Reverendo Padre Gibalin la narración del establecimiento de ese Verbo hecho carne, diciendo a Usted con el apóstol: Apareció la benignidad y la humanidad de Dios nuestro Salvador, quien nos salvó no por obras de justicia que hubiésemos hecho, sino según su misericordia (Tt_3_4s). Es en su benignidad que sigo siendo, Señor, su muy humilde servidora. Jeanne de Matel
20 de diciembre, 1639. Al señor Abad de San Just.
Reverendo Padre:
Un saludo muy humilde en el corazón del Verbo Encarnado, quien me hace exclamar con el gran san Pablo: ¡Oh abismo de la riqueza, de la sabiduría y de la ciencia de Dios! ¡Cuán insondables son sus designios e inescrutables sus caminos! En efecto, ¿quién conoció el pensamiento del Señor? O ¿Quién fue su consejero? ¡A él la gloria por los siglos! (Rm_13_33s).
Me veo al mismo tiempo en el gozo y en la confusión, después de comprobar lo que ha hecho su diestra en Aviñón, invitándome, por medio del primero de sus apóstoles a ir allá para establecer el primer convento de su santa Orden. El ha querido una segunda Roma, y escogió a la más pequeña de sus hijas para levantar el trono de su gloria mediante la bajeza de mis debilidades, a fin de hacer ver que elige a los frágiles para confundir a los fuertes, y que revela a los pequeños lo que esconde a los grandes. Es por ello que el Verbo de amor alabó a su divino Padre, pues en esto encuentra su complacencia. Para cumplir con ella, he aceptado el verme privada del santo hábito por un tiempo, pues soy indigna de él.
Cinco de mis hijas lo recibieron el día de la octava de la Concepción, en medio del júbilo común de toda la ciudad de Aviñón, que nos testimonia una cordialidad inexpresable. Es en este amor en el que soy, mi Reverendo Padre, su muy humilde y obediente hija y hermana. Jeanne de Matel.
20 de diciembre, 1639. A la Hna Elizabeth Grasseteau.
Mi querida hermana y amadísima hija:
Te saludo en el Corazón del Verbo Encarnado, que es un abismo de amor, en el que deseo vivas en espíritu sin por ello perder las fuerzas de la vida corporal. Tú sabes que la obediencia es mejor que el sacrificio, y que Santo Tomás se alejó de éste para dirigirse a donde el celo de la gloria del Señor y la salvación de las almas lo destinaba. Como te considero apta para el gobierno de la Congregación, quiero que te dediques a cuidar de tu salud, lo cual te conducirá a la santidad.
Este es el deseo de tu buena Madre. Jeanne de Matel
Aviñón, 21 de diciembre, 1639. A las hermanas de Lyon.
Mis muy queridas hermanas e hijas en nuestro señor:
Las abrazo a todas en el corazón divino en donde el Apóstol Santo Tomás encontró su fe, su alegría y su vida, confesándolo por su Señor y su Dios. No ha sido necesario que confiese con este gran santo, que el Verbo Encarnado es nuestra fe, porque ha cumplido sus promesas de pregonar mi alegría y hacer confesar a los ángeles y a los hombres que él es mi vida. Este hijo y la madre del bello amor, solos han hecho maravillas, no obstante mis grandes infidelidades de las que les pido perdón de todo lo que hasta este día he hecho a mi divino Amor, quiero de aquí en adelante volverlo mi Benjamín.
Le he dado con todo cariño cinco hijas como cinco porciones y cinco hábitos, él en el Santísimo Sacramento entra en nosotras y nos toma por su herencia queriendo ser la nuestra y que seamos las muy queridas hijas del Verbo Encarnado. Esto es un favor inefable que nos obliga a todas a una perfección inconcebible que sólo él nos puede dar y nos dará si correspondemos a su gracia y a nuestra vocación, que es lo que las exhorto y ruego le supliquen que por su misericordia sea tal que su amor me mande ser toda de él, como él es todo mío, es el deseo mis queridas hijas de su afectísima madre. Jeanne de Matel
26 de diciembre, 1639. Al señor Bernardon el joven. Prior de St. Nizier-des-Argues
Señor e hijo mío:
Como le hace falta imitar a san Esteban perdonando a sus enemigos, yo perdono a un hijo que ha querido despreciar sin motivo. Esto es escupir contra el cielo. Pero como en el nacimiento del Verbo Encarnado se nos manifestó la benignidad y la humanidad de este divino Salvador: No nos salvó por obras de justicia que hubiésemos hecho nosotros, sino según su misericordia (Tt_3_5).
Deseo pedir al cielo que cambie sus mandatos para imitar la dulzura del Adán celestial, que ha trocado nuestros males en felicidad. David no quiso castigar al malvado Semeí cuando lo injuriaba, porque este gran santo fue ungido rey. El Verbo Encarnado, que es la unción y el ungüento de su divino Padre, perdona todo, y me dice que haga lo mismo en este tiempo en que él nació. Es rey de los corazones, donde reina por razón del amor, y no mediante la tiranía.
El amor lo sobrepasa todo; su imperio es deseable. Experimento sentimientos de bondad hacia el Sr. Chabanier, quien me conmueve profundamente al ver cómo se ha privado del gozo que le deseaba y le seguiría deseando, si no me hubiese obligado a obrar justamente con él. Lamento su mala conducta. Mi corazón no podría olvidar a quien fue, un día, amado con dulzura. Todas las amarguras que me hizo sufrir fueron digeridas en Lyon, al encontrarme allá.
No tengo sino pensamientos de paz hacia él; no puedo traicionar la dulzura de mis sentimientos hacia una persona que me ofende; ¿cómo podría ser rigurosa contra alguien que se ingenió tanto en herirme? Le sigo queriendo con la misma ternura que si fuese mi hijo. Su muy humilde sierva.
Jeanne de Matel
Aviñón, 26 de diciembre, 1639. A la Señora de Lauson.
Señora, mi buena hija:
Un saludo muy humilde ante el pesebre del Verbo Encarnado, en cuya contemplación se ocupa Usted, admirando junto con la Virgen y san José la humildad del Salvador, que es el esplendor de la gloria de su Divino Padre.
La benignidad de esta infancia da libre acceso a quienes temblarían al considerar la grandeza de esta esencia, pues los serafines se cubren el rostro y los pies al no poder abarcar a quien no tiene principio ni fin, por ser la eterna eternidad, en la cual sigo siendo, de su Señor y de Usted, Señora.
Su muy humilde y afectísima servidora. Jeanne de Matel
27 de diciembre, 1639. A la Señora de la Rocheguyon
Señora, mi buena mamá:
El discípulo amado del Verbo Encarnado, cuya fiesta celebramos, la colme de sus divinos favores, es mi afectuoso saludo.
No he querido tardar más en comunicar a Usted las felices nuevas del establecimiento de la Orden del Verbo Encarnado en Aviñón, por mandato del Apóstol san Pedro, que se apareció a esta hija suya, y a quien siguió san León Papa, los cuales le demostraron que era voluntad del Salvador fuese ella misma a colocar los cimientos de este instituto en la segunda Roma, debido a que el Verbo Encarnado deseaba triunfar en esta ciudad por medio de varias jovencitas, así como lo hizo en la primera, valiéndose de pobres pescadores.
Esta fundación se ha llevado a cabo en medio de la alegría universal de todas aquellas personas de Aviñón hacia las cuales me siento agradecida por haber correspondido a la divina voluntad sin conocer los secretos que no deseo ocultar a mi buena mamá. Los ángeles dijeron a esta hija suya que le darían lo necesario para fundar, lo cual era la voluntad del Verbo Encarnado, que la había escogido para asentar los cimientos espirituales y temporales, y que él se sirvió del gran corazón de Usted para obtener la primera bula, así como para hacer el primer voto de establecer este Instituto, que fue aceptado por él, así como su parecer de no establecerla en París sino hasta el año 1640, que comenzará dentro de cuatro días.
Esto no significa que la divina voluntad la presione, sino que espera con gran benignidad el tiempo en que podrá Usted hacer resplandecer su gloria en París, y yo el momento dispuesto por ella para ser revestida del santo hábito, si El ha resuelto que esto se haga en presencia de Usted.
¡Qué gran favor sería para su hija el verse al lado de su buena mamá!, que ama tanto a su predilecta como a ella misma, porque la hija es la corona de su madre, la cual recibe su gloria de su amor, siempre creciente. Es esto lo que me obliga a ceder a Usted en amor y en grandeza, continuando en mis humildes acciones de gracias, que nunca serán igualadas, ya que Usted es mi única mamá, en cuyo seno he recibido el privilegio incomparable de haber sido depositada, a fin de que su buen corazón fuera unido a ese Verbo de amor que quiso ser el lugar de reposo de su discípulo preferido, en cuyo nombre comencé y termino la presente, ya que en su bondad ha querido honrarme con este glorioso título. Jeanne de Matel
30 de diciembre, 1639. A la Madre Denise de santa Ursula, Superiora de Nîmes.
Mi Reverenda Madre:
Un saludo muy humilde en el corazón del Verbo Encarnado, en el que se encuentra el mío afectuosamente unido al suyo, al que amo con su sagrada dilección, que es más fuerte que la muerte, y que no tendrá otro final que la eternidad.
La carta que escribí a su Reverencia se rezagó, lo cual no me permitió explicar mi silencio, con detrimento de la credibilidad que ha adquirido Usted por sus méritos. Siempre encontrará en mí una persona que está inclinada a su favor, sin restricciones ni reservas.
Monseñor, su prelado, a quien he descubierto mis pensamientos más secretos, habrá podido hacerle patentes los sentimientos que tengo hacia su perfección y la de toda su santa casa, a donde Dios atrae a las almas, sacándolas de las tinieblas de la herejía para iluminarlas en su camino con la luz de la gracia, en espera de hacerlas resplandecer con las de la gloria cuando lleguen a su término.
Son los deseos, mi Reverenda Madre, de su muy humilde servidora. Jeanne de Matel.
30 de julio, 1640. A Sor Catherine de Jesús Richardon, novicia del primer convento del Verbo Encarnado.
Mi muy querida Hija.:
Que el gran patriarca y santo fundador de la Compañía de Jesús le obtenga el puro amor mediante el cual morirá a Usted misma y vivirá para Dios, es mi afectuoso saludo.
Espero que en el porvenir será mejor de lo que ha sido en el pasado, y como Usted dice, le sería necesario un ángel para expresar la alegría que la invade con el santo hábito de la Orden del Verbo Encarnado, pero debe también vivir en la pureza y obediencia de un ángel.
El Rey Profeta dijo que estos espíritus puros son ministros de fuego que obedecen humilde y amorosamente todas las mociones de la divina voluntad, la cual debe Usted reconocer en las personas que son sus superiores. Ame la mortificación y trate de progresar en la perfección a la que su vocación la llama y la compromete. Recuerde lo que tantas veces le inculqué: hay que pisotear y dominar las inclinaciones naturales que más haya fomentado. Usted entiende bien lo que digo.
Ruegue por aquella que tiene y seguirá teniendo más amor por Usted que por ella misma. Salude a todas mis hijas y pensionistas, que rueguen por mí. Desde su partida, he arrojado tres cálculos. Me encuentro bastante mal. Dios sea alabado; mis pecados son dignos de los más grandes castigos. Mi muy querida Hija su buena madre. Jeanne de Matel.
30 de diciembre, 1639. A la Señorita María Molinot.
Señorita, hijita mía:
El amor del Verbo Encarnado, por muy afectuoso saludo.
El profeta dijo que el Verbo se anonadó para hacernos ver el exceso de su amor. Le escribo estas pocas líneas para asegurarle que siento un gran afecto hacia su corazón, el cual deseo llegue a ser el pesebre de este cordero que san Juan nos muestra en el evangelio de este día.
Obre como san Andrés, quien después de haber saboreado las dulzuras de la conversación, atraía con ellas a las almas que El ha rescatado con su sangre, que tiene un valor infinito.
Es lo que su bondad desea de Usted, ruéguele que sea para mí todas las cosas. Que pueda yo decir: Mi bien amado es para mí, y yo para él.
Es en el amor de este divino enamorado que soy, señorita, hijita mía, su afma. Madre. Jeanne de Matel.
A un Abad, director suyo. Para darle a conocer, desde la casa de Lyon, la fundación que hizo en Aviñón.
A mi Padre director, un saludo en el Corazón del Verbo Encarnado.
Siento que el gozo y la confusión me ahogan al mismo tiempo, después de haber visto lo que la mano todopoderosa ha hecho en Aviñón, mediante el ministerio de la más humilde de sus siervas.
El me ha escogido como la más pequeña de sus hijas para levantar el trono de su gloria por medio de la indignidad de mis debilidades, y confundir así a la fuerza, haciendo ver que él revela a los humildes lo que esconde a los grandes.
Gracias sean dadas a El por siempre jamás en su hijo el Verbo Encarnado, por cuya gloria he aceptado privarme, por un tiempo, del santo hábito que cinco de mis hijas recibieron el día de la Octava de la Concepción de la Virgen, en medio de la alegría universal de toda la ciudad de Aviñón. Como soy indigna de esta gracia, sufro al verme privada de ella, abandonándome enteramente a Aquel en cuyas manos está mi destino, a semejanza de David.
Ruéguele que reine sobre nuestros corazones, de los cuales es esposo y rey. Es en su amor salvífico que soy, mi Padre y Director. Su muy humilde. .. ..
Responde a un santo religioso que deseaba saber cual era el espíritu de la Congregación del Verbo Encarnado.
Muy Reverendo Padre:
Un saludo muy humilde en el Corazón del Verbo Encarnado, al que ruego haga en Usted su eterna morada.
La epístola de este Domingo de Pasión nos dice que él subió al santuario por su sangre, obrando una redención eterna. Como por la sangre de su cruz pacificó el cielo y la tierra y Usted tiene el honor de ofrecerla en el altar, puede por este medio obtener toda clase de gracias para mí, que no soy sino una pequeñita que no puede ofrendarla con el carácter ministerial que le confiere este poder. La ofrezco mediante el deseo y la confianza, y puedo afirmar, mi Reverendo Padre, que a causa de esta sangre puedo gozar de la paz interior que sobrepasa los sentidos.
Me acerco al trono de la misericordia con la seguridad de que, en virtud de esta sangre, el Padre Eterno no me rechazará; y al verme lavada, adornada y teñida con esta sangre adorable, pienso que los demonios se ven confundidos y no podrían dañarme si por desgracia abusara del excelente valor de tan precioso don.
Me alegro grandemente al considerar que el hábito de esta Orden es blanco y rojo. He tratado de hacer comprender a nuestras hermanas que el espíritu de este Instituto debe ser la inocencia, la caridad y una imitación perfecta de las virtudes que el Verbo Encarnado practicó en la tierra.
El manifestó el exceso de su humildad en su encarnación, mediante un anonadamiento inefable, junto con su amor y obediencia al morir por toda la humanidad.
Después de su muerte, el amor divino quiso demostrar que era más fuerte que ella, vaciando lo que restaba de sangre en el corazón de este amable Salvador. Es esta sangre cordial la que hace nacer a las hijas del Verbo Encarnado. Por ser las últimas en llegar a la Iglesia de Dios, deben ser las más fervorosas.
Ruegue, mi Reverendo Padre, que sean humildes y fieles a su vocación, que imiten mediante la mortificación a su esposo, que es un esposo de sangre y que, si ellas no pueden derramar la suya por causa de su nombre, porque la fe ya ha sido instaurada y se profesa libremente, lo harán a partir del momento en que se consuman con la caridad ardiente del fuego que él vino a traer a la tierra, el cual desea ver arder sobre el altar de nuestro corazón.
Una de las principales disposiciones que el Verbo Encarnado exige a las jóvenes que deben entrar en su Orden, es venir por amor, dispuestas a despojarse de todo y a ser sus perpetuos holocaustos, así como él lo fue por ellas.
Su Reverencia desea saber cuál es el espíritu del Instituto. Se lo diré brevemente: es suave, pues la Regla de san Agustín que observamos no es austera. No hace falta estar muy fuerte para ser admitida; las actividades que aquí se realizan son más elevadas por sus fines que por los sufrimientos corporales. No se recibe con facilidad a las enfermas porque no podrían dedicarse a la instrucción de la juventud; pero estando ya aquí, si enferman no se las despide, sino que se ejerce con ellas la caridad, sirviéndolas y permitiéndoles adquirir méritos al sufrir con paciencia.
A Dios gracias, nuestro monasterio de Aviñón goza de muy buena reputación de santidad y observancia. Ruegue por mí para que sea fiel al Señor y cumpla los designios que tiene sobre mí, que soy, en él, su muy humilde. Jeanne de Matel
A la Superiora de las Carmelitas de Marsella... Responde a esta religiosa, quien le había pedido su amistad, y que rogara por ciertas personas cuya salvación estaba en peligro.
El Espíritu Santo, que une al Padre y al Hijo, será el lazo de nuestros corazones, mi querida Reverenda Madre, puesto que Usted desea esta unión en la caridad pura, que es la perfección de los amigos que viven en caridad, y en Dios, que es amor, el cual la apremia a estimar la salud de las almas. Ruego y seguiré rogando por la salvación de aquellas cuya pérdida le causa temor.
Lo propio de Dios es perdonar y obrar con misericordia, no una vez, sino muchas, mientras los pecadores estén en camino y no desprecien la benignidad de Jesucristo, que los rescató con su sangre preciosa, el cual pacifica y une por medio de su cruz el cielo y la tierra, el espíritu y el cuerpo.
Tengo motivo para agradecer al Sr. Nesmes, quien me procuró esta unión que su humildad solicita. Ella me beneficia grandemente, y aborrecería yo mi bien si no apreciara una gracia nueva que el Verbo Encarnado me concede, a la que deseo no ser ingrata, sino reconocerla delante de él. Lo conjuro a que nos una en su divino Corazón, con una armonía que no tenga otro término que la eternidad, y que colme de santidad a su comunidad y a la nuestra.
Saludo a sus queridas hijas, pidiendo sus oraciones unidas a las de Usted por mi conversión, y para merecer la calidad de su muy humilde. Jeanne de Matel
Lyon, marzo de 1640. A la Señora de la Rocheguyon.
Señora, mi buena madre:
Un saludo muy humilde en las amorosas llagas del Verbo Encarnado, el cual, por medio de un profeta, lamenta el haberlas recibido en casa de los que ama. Es la queja que el corazón de Usted lanza hoy contra su hija, que no ha seguido los mandatos que su amor filial le dicta, por medio de pensamientos de su deber e inclinación hacia Usted, Señora.
Sabe Usted bien que quienes son enviados por los monarcas en embajadas de sus majestades, deben comportarse según las nuevas órdenes que se les dan de parte suya. El Verbo Encarnado hizo escuchar a su Hija, directamente de El, y a través de su director, que era necesario partir sin dilación y sin revelar su designio, ya que podría ser obstaculizado por sus enemigos si él mismo no obraba con prudencia sobrenatural, lo cual no hace sin necesidad. Haría falta que estuviera yo a su lado, para expresarle las razones que no pueden ponerse por escrito.
Este proyecto se concluyó en Aviñón en veinticuatro horas. De habernos retrasado, tal vez nada se hubiera hecho. No piense, Señora, que son puras disculpas. Usted conoce muy bien mi sinceridad; ni Usted ni persona alguna habrán notado jamás en mí doblez alguna. Es Usted demasiado caritativa para acusarme de una falta que detesto más que ninguna otra.
No puedo expresarme. Si recurre Usted a su juicioso razonamiento, éste le hará ver que la divina Providencia tiene momentos para sus asuntos, y que si aquellos pasan, jamás llevará éstos a cabo san Pablo desea que todos los cristianos teman el momento del cual depende su eterna felicidad o desdicha. No nos atreveríamos a decir por qué el Espíritu Santo no pidió a la Virgen que revelara a san José su maternidad divina. Ella no se habría gloriado en ella, ni san José lo hubiera publicado. Habiendo sido instruido más tarde por un ángel acerca de este misterio, hizo de él un secreto ante los hombres y los demonios.
El hijo de Dios no la dio a conocer sino hasta después de su muerte, por medio de los Evangelistas. Si la Divina Providencia hubiera pensado en otra fundadora y no en su hija, tendría Usted razón para quejarse, puesto que ella sólo se gloría aquí en la tierra en la dependencia que tiene de su buena madre. Bien sabe Usted que los hijos son la corona de los padres y de las madres. David no tomó a mal, sino más bien se alegró, cuando sus súbditos pidieron a Dios que su hijo Salomón fuera más grande que él, y que su trono fuera más elevado que el de su padre, quien amaba a su hijo más que a sí mismo.
Usted sabe que el amor tiende a descender; es necesario que yo condescienda con Usted porque es mi madre, y que me gloríe sobremanera en amarla y honrarla en calidad de toda suya, puesto que soy, sin que Usted, Señora, mi buena madre, pueda desmentirlo, su muy humilde y obediente hija. Jeanne de Matel.
13 de enero, 1641. Al padre Mazet, S.J.
Mi Reverendo Padre:
Un saludo muy humilde en el corazón del Verbo Encarnado, que es su amor y su paz.
Esto lo aprendí no solamente por la primera y única visita que me dice Usted haber hecho a su primera casa, sino por tantos cuidados que tiene Usted en todo lo concerniente a su gloria y a la perfección de sus hijas, de las que soy la más indigna, aunque la más obligada a su bondad infinita, que se complace en mostrar que la gracia superabunda donde ha prevalecido el pecado.
El obra en su misericordia porque desea hacer misericordia. Es el buen pastor que ha dado su alma por sus ovejas; alma santísima, sobre la cual Usted me ha pedido le comunique, de mi puño y letra, los pensamientos que tengo de sus excelencias. Con el profeta, le digo que soy un niño que no sabe hablar si el Verbo mismo no lo hace. Según el evangelio de hoy, se oyó esta voz del Padre fue en el Jordán, durante el Bautismo de este amable Salvador. Dicha voz nos dice en pocas palabras todo lo que los ángeles y los hombres no podrán aprender en toda la eternidad, puesto que los serafines se velan los pies y el rostro, arrobados ante las incomparables grandezas de este hombre incomparable, cuyo apoyo es Dios, luz de luz, Dios verdadero de Dios verdadero.
Alma adorable desde el momento de su creación, pues se vio afirmada y sostenida sobre la hipóstasis del Verbo; alma sacratísima, que poseyó en ese mismo instante el gozo de la beatitud al ver la esencia de aquel a quien estuvo personalmente unida. Pero, ¡oh milagro estupendo sobre todas las cosas! en sus divinos designios, el amor divino realizó un milagro por espacio de treinta y tres años, privando a la parte inferior de esta alma caritativa de la gloria que por esencia le era debida, así como al cuerpo que ella informaba a causa de la hipóstasis del Verbo, que es de tal manera el apoyo del uno y de la otra, que podemos decir que Dios, de un modo inefable, dividió las aguas superiores de las inferiores, creando en esta alma gloriosa un firmamento de gloria en la parte superior, y dejando a la inferior en el sufrimiento.
Jesucristo fue comprensor y viajero durante esta vida pasible, agradando en todo, por todo y siempre, a aquel que jamás lo dejó solo. Tuvo el poder de entregar su alma por sus ovejas, rescatándolas con su sangre preciosa, y de retomar esta alma para hacerla gozar de su gloria. En cuanto dejó su cuerpo, fue a visitar las partes inferiores de la tierra para iluminar a los que esperaban en su divina bondad, y para cumplir la promesa que hizo al ladrón llevándolo a gozar del paraíso en cuanto expiró. Alma impecable por naturaleza, apoyada en la subsistencia del Verbo, que se ofreció al divino Padre por los pecadores. Viendo las delicias de la alegría, escogió por amor las congojas extremas de la cruz por todos aquellos que sufren aflicciones eternas, por cuya causa Jesucristo exclamó que estaba triste hasta la muerte.
Esta alma bendita, viendo los desprecios que los réprobos harían de su amor, que mostraba y vertía la preciosa sangre de su cuerpo sagrado, quiso que tuviéramos conocimiento de la caridad infinita con la que el Verbo nos ama, cuyo amor es el mismo del Padre, el cual amó tanto al mundo que le dio a su hijo bien amado para salvarlo.
Alma felicísima, que nos muestra en sí el esplendor y la gloria del Padre, que hizo conocer a los ángeles y a los hombres que es la imagen de su bondad; el espejo de la divina Majestad, donde jamás hubo ni habrá mancha alguna. Alma que nos ata, nos une y nos adhiere a ella mediante un amor más dulce y más fuerte que el que unió el alma de Jonatán con la de David, a quien amaba como a su propia alma con un amor más fuerte que el de las mujeres.
Esta alma, que es deiforme y toda amor, se entregó por sus enemigos sobrepasando los límites de la caridad y el amor de las almas: Nadie tiene mayor amor que el que da la vida por sus amigos (Jn_15_13). ¡Ah, quien pudiera expresar y comprender las palabras que este Verbo Encarnado dijo después de haber prometido a aquellos que le amaran que estarían donde él estuviera!
Si alguno me sirve, el Padre le honrará (Jn_12_26). Este Salvador pacífico, por exceso de bondad, permite que la vista de los réprobos que han despreciado la copiosa redención, pisoteando la alianza bajo sus pies, la aflija y la lleve a exclamar: Ahora mi alma está turbada. Y ¿qué voy a decir? ¡Padre, líbrame de esta hora! Pero ¡si he llegado a esta hora para esto! Padre, glorifica tu Nombre (Jn_12_27s) cualquiera que sea el sufrimiento que me inflijan aquellos que despreciarán mi benignidad y mi muerte, haciendo de ese tesoro un cúmulo de ira para el día de la venganza.
Padre Santo, me turbo a mí mismo viéndolos insensibles en su obstinación. Si no estuviera sostenido por la hipóstasis de aquel a quien engendras en el esplendor de los santos, que lleva en su plenitud la palabra de tu divino poder, este espectáculo me reduciría a la nada, o al menos me haría salir de este santo cuerpo que debe subir al calvario. Padre, líbrame de esta hora. ¡Oh divino Salvador!, el Padre te ha glorificado y te glorificará de nuevo. El te ha dado a conocer como Hijo único suyo en el Jordán y en el Tabor, por la voz que fue escuchada. El te glorificará en el juicio del príncipe de este mundo, el cual ha sido arrojado fuera de muchas almas que creía poseer. En virtud de tu muerte, serás muerte de la muerte y de la mordedura del infierno. Los condenados temblarán con él, y a pesar de su furia y de su rabia doblarán las rodillas ante tu nombre. El anonadamiento que escogió, eligiendo el desprecio, los dolores, la pobreza y la cruz, hará conocer tu grandeza, que es igual a la del divino Padre, a cuya diestra subirás después de tu Resurrección. Alma generosa, tu descenso a los infiernos manifiesta el poder de tu imperio, al librar las almas de los Padres e iluminarlas con tu esplendor, para hacerlas participantes de la felicidad que posees como alma del Verbo, a cuya disposición están todos los tesoros de la sabiduría y de la ciencia divina, beatífica, infusa, experimental y adquirida. Es en este sentido, al referirme a la experimental y adquirida, que aplico las palabras de san Lucas: Y Jesús crecía en sabiduría, edad y gracia delante de Dios y de los hombres (Lc_2_52).
Todos sabemos que esta alma fue dotada de la gracia capital, como a soberana emperatriz de los ángeles y de los hombres. Soy muy atrevida al hablar de tus maravillas supereminentes; me dirijo a tu bondad con entera confianza, rogándole me permita alabarte lo mejor posible. ¡Alma santísima, que posees y eres poseída por la gracia sustancial; tu hermosura es admirable y arrebatadora! Atrae todo a ti, porque eres la cabeza de los ángeles y de los hombres. Atrae mi corazón y todos mis pensamientos hacia ti. Llena la mía de tus ardores y de tus esplendores, y complácete en hacerme consorte de tu abundantísima unción. Que tu plenitud desborde en mí los tesoros de tus anhelos; seré saciada cuando tu gloria se me aparezca, en lo que toque a mi felicidad y propia satisfacción, en cuanto podré ser testigo de tu reinado eterno. Jacob dijo que moriría contento después de haber visto el rostro de su hijo José. Por verle, amaba la vida; pero después de haberlo visto, esperaba la muerte con alegría.
Mi Reverendo Padre, si por obedecer a Usted parezco temeraria, hablando de las eminentes excelencias del alma del Verbo, que son inefables, ello se debe a la sabiduría, que presta su elocuencia a los labios de los niños, y hace cantar victoria a los obedientes.
Es por ella que reinan los reyes, especialmente el nuestro, tan piadoso, por el que me recomienda orar con fervor, ya que es otro David según el corazón de Dios, y al cual encomiendo por deber y por obligación. Hago lo mismo por su Reverencia, de quien soy y seré, después de mendigar sus celebraciones eucarísticas, su muy humilde sierva en Jesús, Jeanne de Matel.
16 de febrero, 1641. A las cinco primeras religiosas de la Orden del Verbo Encarnado.
Mis queridas hijas:
Pido al Verbo Encarnado las haga tal y como las desea, y que ustedes se sientan obligadas a ello por la profesión que su misericordia les ha permitido hacer.
Recuerden que deben estar muertas a todo lo que no es Dios, y dispuestas, en todos los momentos de su vida, a derramar su sangre por aquel que murió por ustedes y que no solamente las ha engendrado y alimentado al abrigo de su pasión y de su propia sustancia, sino que ha querido revestirlas de su preciosa sangre, a fin de que se enfrenten con valor a toda clase de enemigos, especialmente los domésticos, mortificándose todos los días de su vida mortal como víctimas y hostias destinadas al holocausto perpetuo. Tal es su intención, que yo les declaro por haber recibido de su Majestad el encargo de hacérsela saber.
Si son obedientes, cantarán sus victorias; si no lo hacen, su justicia no las defenderá. Deben Uds. saber que la Escritura dice que el juicio comienza en la casa de Dios. Obren de manera que el Verbo Encarnado las encuentre dignas de entrar en la casa de su gloria en el último día. Ruéguenle que haga yo siempre y en todo su santa voluntad, y que sufra valerosamente lo que su santa providencia permita para mí. Así lo desea quien es, en su Corazón divino, mis muy queridas hijas, su buena madre, Jeanne de Matel.